Marcos
Núñez Núñez
«Esa noche Elvira decidió largarse
y fue lo mejor, yo no quería estar con ella. El que me interesaba era mi hijo Rodrigo,
pero parecía claro que él se iría con su madre, como sucede comúnmente en estos
casos. Estaba borracho, la decisión de Elvira vino después de una breve
discusión en la que yo, ahora lo reconozco, no podía establecer ningún diálogo
sensato ni razonable.
Todo comenzó cuando me surgió la
idea de obligar a mi hijo a estudiar música. Hace diez años creía que él tenía
mi talento y que, si se aplicaba en la práctica, llegaría a ser un artista
famoso. Nosotros vivíamos en un departamento de la calle Uruguay, en el centro
histórico. Elvira lavaba ropa ajena en la azotea, planchaba los domingos, con
lo que ganaba mantenía a Rodrigo y de paso a mí. Por las tardes ella preparaba
donas que luego salía a vender. Yo no hacía nada por ganar dinero, supuestamente
ensayaba heavy metal en casa del
greñudo Iván Partida, aunque en verdad nos drogábamos, nos emborrachábamos
hasta más no poder. Ni siquiera pagaba la mariguana o las cervezas, era Partida
quien ponía de su bolsa; el tipo tenía feria porque su viejo le mandaba desde
Veracruz dinero para estudiar en una academia de música. Muchas noches no llegué
a casa, por eso Elvira reprochaba mi falta de responsabilidad. Su odio creció
cuando vio que a golpes hacía que Rodrigo, quien entonces tenía nueve años,
tomara la guitarra para aprender a tocar. Supongo que estaba ebrio cuando
comencé con las dichosas clasecitas. Le decía, «tienes que aprender, pa que llegues a ser alguien en la vida»,
pero mi niño no lo hacía, lloraba, respondía «ya, papá, ya» cuando le pegaba
palmazos en la espalda. Eso pasó casi todas las veces que llegaba y así se nos
fueron varios meses.
Elvira estaba desgastada por esa
vida, había enflacado, ya no era la muchacha de ojos verdes y cara blanquita
que me encantó en la Alameda, era una señora ojerosa, con olor a sudor, mal
vestida, con manos callosas por tanta mal vivencia. Yo estaba entorpecido, no supuse
que las cosas tendrían un límite, hasta que en el mero cumpleaños de Rodrigo, después
de aquella breve discusión, ella me dijo: "Alejandro, tengo unos ahorros,
iré a casa de mi familia en Chilpancingo, estoy harta de esta maldita vida
contigo, ahí te quedas". Lo dijo así, firme, cansada, mientras yo hacía
como que la escuchaba porque estaba pasado de mariguana. Solo me recosté en la
cama y vi cómo salía con su maleta y con Rodrigo de la mano. Cuando comprendí
el sentido de sus palabras me levanté deprisa con la intención de alcanzarla,
pero no había nadie en el pasillo, ella tenía rato de haberse marchado.
El golpe de realidad me dio al otro
día, tenía hambre, lamenté que Elvira no estuviera, ya que ella, aun odiándome,
dejaba algo de frijoles, tortillas o huevo frito en la estufa. Ahora no había
nada, ¿sí me escuchan?, nada, me había quedado solo. Salí del departamento con
mi guitarra para no volver. Ahí dejé abandonado el que fuera por unos meses
nuestro nido de amor. No sé cuánto debíamos de renta, ni me importaba, solo
tenía en mi cabeza el hambre, así que fui a casa de Partida a ver si tenía algo
que invitar. Como siempre hubo heavy metal, marihuana, cervezas; para comer
tuvo Sabritas y esa chatarra se volvió mi alimento durante poco tiempo. Lo digo
así porque el Partida me salió con su domingo siete. En mal momento se le
ocurrió morirse de un infarto. Él no debió fumar tabaco, ni marihuana, ni tomar
alcohol, pero todo eso hacíamos. La desgracia pasó un año después de que Elvira
se fue de la casa; al Partida lo encontraron tirado en el suelo, de boca arriba
y orinado. Yo estaba en el sillón, ni cuenta me di cuando se lo llevaron. Al
despertar, un ataúd me descubrió con el reflejo de mi rostro soñoliento; era
mediodía, se escuchaban los rezos de la gente que se había congregado. Recuerdo
que el lugar se veía distinto, ya no era la sala de los humos de cigarro o
mariguana, ya no estaban las botellas de cerveza que sonaban al tropezarnos,
tampoco el estéreo que reproducía los discos de heavy metal. Es más, las
ventanas me sorprendieron al estar abiertas sus cortinas. Me despabilé y me
puse de pie. Un hombre, no recuerdo quién, me dijo que habían respetado mi
sueño al ver los montoncitos de mariguana que delataban mi condición. Como era
de esperar, no hice caso porque yo no sabía qué estaba pasando. Ese mismo
hombre, con voz triste me informó que Ivancito murió quién sabe a qué hora. Con
el tiempo recordé que habíamos jugado a hacer el churro más grande de la
historia. Nos dimos una fumada de aquellas inolvidables. Después resultó que se
murió, hasta la fecha no sé cómo fue que lo encontraron, ni qué pasó después,
ya que yo nomás me asomé para ver al greñudo Partida en su ataúd, levanté mi
guitarra y me salí de ese lugar sin decir nada.
No tuve a dónde ir, lo peor es que
aún no tocaba fondo. Sí me escuchan, ¿verdad? Por ahí anduve divagando por las
calles del centro histórico. Usé la guitarra para cantar en los camiones de
pasajeros. Allí me gané, durante ocho años, lo suficiente para mal comer, eso
sí, la bebida estaba a la orden. En la calle había muchas prostitutas, así que
no faltó el modo de saciar mi necesidad de cariño. La mariguana y el cigarro
los dejé porque no quería morirme de un infarto, como Partida. Cómo son las
cosas, yo andaba por la vida echándome a perder, sin ganas de vivir, pero me cuidaba
de no caer como mi amigo, la vida es una contradicción. Dormía donde podía, andaba
sucio, con el cabello largo, la gente me decía Negro, no por mi color de piel,
que es blanca, ni por la barba larga, sino por mi cabello ondulado que al estar
largo parecía de afro. Hace tres años comencé a ir al tianguis del Chopo, allí
fui con mi guitarra y me puse a tocar unas rolas de Bob Dylan en el escenario
de artistas callejeros. A mucha gente le gustó mi manera de tocar, no faltó quien propusiera la borrachera. A
veces me invitaban mariguana, pero yo la despreciaba. La gente que se junta en
ese tianguis es muy divertida, locochona
como yo. Con Partida habíamos ido varias veces a mal tocar con nuestra banda de
heavy metal, que se llamaba Motosierra, de allí salimos con mal sabor de boca,
por eso nos poníamos bien briagos, diciendo pestes del público que allí se
congregaba. A mi regreso en solitario, las cosas fueron distintas, hasta me
invitaron el trago y yo pues era feliz. El problema que vino después fue que ya
no solté la bebida o ella no me soltó a mí. Todos los días tomaba, solo comía
alguna sobra que me daban en la calle. Fue en esos tiempos que me hice consciente
de cómo la gente "bien portada" me despreciaba, me gritaba teporocho. Hace un año me di cuenta de que
ya no tenía la guitarra, que me juntaba precisamente con teporochos, a quienes les decía que ellos eran los perdidos, que yo
no lo era, que nomás estaba pasando por una mala racha. Algo en mí decía que
debía salir de esa condición yendo a los Alcohólicos Anónimos, pero mi ansiedad
me llevaba a tomar más y más. Llegué a llorar, a sentirme desesperado, la
manera de curarme era tomando alcohol de noventa y seis grados, así, seco. Un
día pasado de briago caí, pero al menos supe que estaba cerca del lugar a donde
quería llegar. Cuando desperté, estaba en la puerta de este local de
Alcohólicos Anónimos.
Aquí aprendí que eso que me
mantenía en pie de lucha era la vida misma. Esa voz interior fue la que hizo
que yo dejara la mariguana y fue la que me trajo hasta aquí, compañeros, ¿sí me
escuchan? Todo esto se lo agradezco a ustedes, a su solidaridad, su
comprensión. Si ahora tengo el valor de subir a este púlpito para hablar de mi
experiencia es porque me he sentido bien acogido. En especial quiero agradecer
a Sofía Benítez por ser ella la que me levantó de la banqueta y me curó la
tremenda cruda que me aquejaba. Sí compañeros, la fundadora de nuestro grupo en
la colonia me ayudó en ese momento difícil, ahora me tienen aquí, luchando por
encontrar un nuevo sentido a la vida. Ella me ha pedido que aprenda a
perdonarme, a quererme, a ofrecer disculpas a quienes hice daño. Me ha pedido
que crea en Dios, pero ahí sí no la he podido obedecer, yo estoy convencido de
que Él no existe, de que es una aberración inventada por los que tienen el
poder. Más allá de eso, sin entrar de nuevo en discusiones que no llevan a
nada, estoy muy feliz con ustedes, compañeros, porque me apoyan, me toleran aun
cuando yo pienso distinto. Las cosas se irán dando, sé que llegará el momento
en que iré a ver a mi hijo y a mi exesposa, quien me ha buscado para firmar el
divorcio. De todo corazón la buscaré, firmaré lo que pide, de paso les pediré
perdón, especialmente a Rodrigo, que a estas alturas debe de tener diecisiete
años. Por su atención, compañeros, muchas gracias».
Sonaron los aplausos de las quince
personas que escucharon el testimonio de Alejandro Cuéllar, quien miró al
público sonriente. Tenía el cabello corto, la barba delineada con candado y
vestía ropa limpia. Muy diferente a como lo encontré la primera vez, cuando
estaba sucio, apestoso a licor y a excremento. Me sentía orgullosa de ser parte
de su cambio, era como si él hubiera vuelto a nacer. Al bajar por los escalones
me miró sonriente.
―Bien, Alex, fuiste breve y emotivo
―le dije.
―Todo es gracias a ti, Sofía, mira
lo que soy ahora, en dos años no me había atrevido a subir, por fin me sentí
con valor para hablar ―respondió.
En ese tiempo Alejandro no quería
volver a tocar la guitarra, pero yo insistí para que lo hiciera con la
intención de superar el trauma de su vida pasada. Él creía que la música lo
pondría en riesgo de caer nuevamente en el vicio, pero le hice ver que si él
tenía convicción no había qué temer. Para insistir le conté cómo superé mi alcoholismo,
le dije que yo tenía problemas de ansiedad y que en las cervezas sentía
satisfacción para los nervios que me ocasionaba, hasta que, sin darme cuenta,
me había vuelto una alcohólica. En la universidad fui una vergüenza, yo, una
niña bien, estaba enferma de alcoholismo, iba a fiestas donde mis compañeros
notaron que desde muy temprano estaba completamente ebria, ellos me lo dijeron
con toda franqueza. Así que después del tercer semestre, no volví a la escuela.
Mis padres me ayudaron llevándome a un centro de rehabilitación de paga, fue
así que con empeño y el apoyo monetario de ellos logré salir. Después fundé el
grupo aquí en la colonia Doctores, mis padres compraron un local donde poco a poco
el grupo se fue conformando; luego encontré a Alejandro tirado en la banqueta y
lo levanté para que estuviera con nosotros. No sé, cosa rara, creo que desde
aquella mañana que lo vi me enamoré de él. Mi historia inspiró a Alejandro,
pero su reconciliación con la guitarra se daría después a partir de otro motivo
más fuerte para él.
A mí me contó que Elvira lo buscaba
para ver lo del divorcio, también me contó que él amaba mucho a su hijo
Rodrigo. Yo no entendía cómo supo que su todavía esposa lo buscaba y eso lo
tomé como pretexto, creo que sin darme cuenta, para estar más a su lado. Así
que al final de varias reuniones del grupo terminamos conversando juntos,
bromeando, contándonos nuestras cosas. Yo sentía el local de Alcohólicos
Anónimos más alegre, más iluminado, lleno de sentido al tener la presencia de
Alejandro. Una de tantas veces que lo vi me dijo que había pasado por la calle
Uruguay y había visto a un antiguo vecino que le dio información de Elvira. Se
enteró de que lo buscaba para firmar el divorcio porque ella quería volver a
casarse. Agregó que la noticia no le incomodó, porque él de por sí ya no la
quería, lo que le dolió fue no recibir información de su hijo. Fue allí cuando
le dije que fuera a Chilpancingo a resolver este problema, porque de alguna
manera creí que le estaba afectando. Alejandro había demostrado entereza para
no volver a beber, pero yo notaba que en el fondo de él había una
insatisfacción importante que lo angustiaba. Creí que era lo del divorcio, por
eso le pedí que intentara ir. Cuando me dijo que se iría una semana yo me puse
feliz, sabía que eso ayudaría mucho, Alejandro se veía decidido, entusiasta y
yo lo llevé en mi coche a la central camionera deseándole la mejor de las
suertes.
Alejandro no se tardó una semana,
sino un mes allá en Chilpancingo. Dijo que pasó algunas dificultades
económicas, que había trabajado como empleado de aseo en una tienda de
instrumentos musicales. No sé si ese trabajo fue obra del destino, porque se
juntó con la firma del divorcio y con la dicha de haber visto nuevamente a su
hijo. Lo que sí puedo asegurar es que a Alejandro, al bajar del autobús, lo vi
sonriente. Traía su maleta colgada en el hombro y en una mano sostenía un
estuche de guitarra. Su rostro parecía otro, parecía decir «ahora sí, he
vuelto, agárrense porque ahí les voy».
Yo lo escuché por primera vez en
una posada navideña que organizamos. Tocó algunas canciones del roquero Rodrigo
González y la gente lo ovacionó en el salón de Alcohólicos Anónimos. A partir
de allí los compañeros lo invitaron a tocar en eventos culturales de la
colonia, después él solo se aventuró en el Chopo, lugar en el que interpretó
canciones de su autoría. El público de la plaza más rockera de México lo
recibió bien y fue invitado por una disquera independiente, llamada Avanzada
Rockera Records. Los medios de comunicación comenzaron a decir que, después de
Rodrigo González, Alejandro Cuéllar era el cantautor solista más interesante de
la escena. Alejandro se popularizó con su canción El rock no está muerto, anda de parranda. El éxito de su disco lo
hizo vender cincuenta mil copias; luego le ofrecieron un trabajo en el bar
Mictlán, donde cada sábado dio un recital que abarrotaba el lugar. Cuando se
tomó unas vacaciones, salió de la capital y juntos fuimos a Chilpancingo para
buscar a su hijo. Allí descubrió que Rodrigo era su fan, que tenía el disco de
su padre. Sin embargo, al volver a verlo, el muchacho huyó de su presencia al
no querer reprocharle todo lo que sufrió junto con su madre en el pasado.
Alejandro se quedó muy triste, pero trató de entender la reacción de Rodrigo y
decidió volver otro día. Con el paso del tiempo, Alejandro grabó su segundo
disco, con el que se proyectó a nivel nacional, con ventas de doscientas mil
copias. Su estilo rocanrolero, ingenioso, burlón, de protesta anti gobierno,
anti religión y en contra de los clichés sociales, lo hicieron el preferido del
público, aunque también el más repudiado de sector social más conservador. No
sé, a veces trato de explicarme por qué hay gente que llega a odiar tanto a un
artista solo porque dice en sus canciones cosas reales, cosas que tienen que
ver con los problemas de todos. Después de lo que sucedió, me quedo convencida
de que los fanáticos del odio son los más peligrosos. Alejandro se casó conmigo
en esos años, tuvimos a Úrsula, nuestra única hija que tiene el cabello afro
como él. Al poco tiempo Rodrigo lo buscó en el bar Mictlán, allí estaba en
entre el público, me buscó y fue a través de mí que llegó al camerino donde
Alejandro bebía un refresco. En ese lugar se reconciliaron, al dejarlos solos,
alcancé a ver cómo Alejandro destapaba un refresco para su hijo. Al pasar los
días, a mí me dio mucho gusto verlos llevándose como amigos. Incluso, dos meses
después, Elvira asistió a uno de los recitales de Alejandro, juntos cenamos por
única y última vez. Parecía ir todo bien, con Alejandro pleno de sí mismo y yo
por fin comprendí que su angustia tenía que ver con Rodrigo pero mucho más con
su talento musical.
El éxito de Alejandro continuó,
parecía seguir en ascenso, yo lo acompañé con nuestra pequeña hija en sus
presentaciones. Tuvo numerosos ofrecimientos para hacer presentaciones en
provincia, pero él las rechazó aduciendo que no quería dejar sola a su familia.
Los únicos lugares en los que se presentó fueron el Chopo, el bar Mictlán y el
local de Alcohólicos Anónimos donde continuamos asistiendo. A mí, hasta la fecha,
me parece sorprendente cómo su música atrajo la atención de jóvenes y adultos,
la de cosas que uno puede lograr tan solo con una guitarra acústica, una
armónica y buenas letras poéticas. Las reseñas que vi en internet destacaban no
solo la calidad de los arreglos musicales, sino también el matiz literario de
las composiciones, tan llenas de un vacío existencial, de inconformidad con la
realidad, con la corrupción de los gobernantes, plenas en su molestia en contra
de la doble moral religiosa. Todo eso, ahora que lo pienso, era lo que atraía
al público, además del carisma de Alejandro, con su estilo despreocupado,
dicharachero, bromista que se notaba a la hora de interpretar sus
canciones.
En su momento el éxito me nubló la
vista, porque no hice caso a las críticas que lo tachaban de mala influencia
para la juventud; mucho tiempo después vi que un grupo de ultraderecha tachaba
a Alejandro de satanista por su canción El
anticristo de Nietzsche, había todo un escándalo, peticiones de censura que
a él emocionaban, porque le daban a entender que sus canciones estaban
generando el efecto deseado de remover conciencias. Debo confesar que me dejé
llevar por su convicción, por eso pasé por alto la preocupación de muchos padres
de familia que evitaban que sus hijos escucharan las canciones de Alejandro.
Yo, como él, me clavé en la historia maravillosa de nuestro bienestar. Fue así
que al salir el tercer disco, después de la presentación oficial en el
escenario callejero del Chopo, Alejandro fue balaceado al salir del escenario,
tenía su guitarra en la mano y su armónica colgando con su armazón en el
cuello. Allí rodó por los escalones y yo lo esperaba a diez metros de
distancia. Nunca me di cuenta de que alguien pudiera tener esas intenciones. El
asesino fue perseguido, después capturado por los staff y la gente, todos lo pusieron a disposición de las
autoridades. Sin embargo, al mes, el tipo, que resultó llamarse Mario Crisanto
Maciel, fue liberado por falta de pruebas. Vaya usted a creer, por falta de
pruebas, válgame Dios.