Rita Mabel Figueredo
El sol es apenas un reflejo anaranjado en
el oeste. La oscuridad se arrastra hacia la estancia, y va engullendo de a poco
las siluetas, hasta que hombres, animales, edificios y plantas, no son más que
sombras movedizas e informes. Samuel escucha dos golpes suaves en la puerta de
roble y levanta la cabeza:
—¿Sí?
Pase.
—Buenas,
patroncito —dice Eulogio sacándose el sombrero que estruja nervioso contra el
regazo—, yo necesitaba unas palabritas con usté
nomás.
—Pase,
Eulogio, faltaba más, lo que necesite. Tome asiento, no se quede en la puerta
que hace frío.
—Acá
nomás, de parado. Un segundito y ya me voy
pa´ el rancho. Rosa tiene el guiso listo... además a su padre de usté no le gusta nada que nos quedemos
mucho en la casa.
—No
se preocupe por mi padre, que está en la ciudad y dígame qué necesita Eulogio.
¿Todo bien en el tambo? Me comentó Jacinto que el toro nuevo no quiso hacer el
servicio.
—¡Ja!
Flor de haragán resultó ese toro... Ni para divertirse con nuestras vacas tenía
juerza —contesta Eulogio risueño, olvidándose
por un segundo lo que lo trajo hasta ahí—. Pero no es eso —agrega, volviendo a
la actitud compungida—. Es la Clara.
—¿Su
hija? —pregunta Samuel poniéndose de pie, nervioso de repente.
—Sí..., mi hija... la menor... —y agrega
bajando el tono—: la que por lo menos parecía que iba a servir para algo.
—¡¿Qué
pasó?! ¡¿Está herida?! —exclama Samuel, levantándose del sillón que ocupaba y
tirando a su paso papeles y una silla—.
¡Vamos! ¿Por qué se queda ahí parado?
—No
es eso patroncito... no le pasa nada... bueno... nada que no sea natural... Está
bien. Preñada nomás.
—¿Cómo?
¿Qué dice? ¿Embarazada mi... digo, Clara? No sabía nada —dice mientras vuelve a
sentarse, pálido de pronto.
—Yo
no quería molestarlo con estas pavadas, pero sabe patroncito, ella dice, bueno...
repite y llora como descosida, que el bebe es de usté.
—Eulogio
yo...
—¡Si,
sí, yo sé que es un disparate! Ya le hablamos con la Rosa y la zarandeamos un
poco también para que confiese quién fue el malnacido y ella dale que dale con
que está enamorada de usté.
—Lo
que pasa Eulogio...
—No,
no patrón, no hace falta que diga nada, yo sé. Con tal de no ir a lo de su prima
Aurelia al Chaco, es capaz de jurar que fue el Espíritu Santo. Pero sabe, me
duele que siendo la más inteligente, se haya dejado engatusar y cargar con un
crío. Y para colmo que le haya robado a usté
patrón, que es tan bueno con la peonada. Se pasa con la cantilena de que se van
a casar y todo eso. No lo molesto más, me voy yendo, quería dejarle esto nomás.
Samuel
hace un esfuerzo por contener las lágrimas. Eulogio abre la mano y muestra un
anillo de oro blanco, con una sola piedra transparente, que refleja la luz de
la lámpara de pie y la replica hasta convertir toda la habitación en un carrusel
brillante.
—Yo
sé que este anillo era de la difunta, su madre, que en paz descanse —continúa Eulogio—
lo único que yo le quería pedir es, que por favor no le cuente nada a su padre
de usté, porque él no tiene paciencia
y nos va poner de patitas en la calle si se llega a enterar.
—¿Si
me entero de qué? —se elevó el vozarrón de Edmundo Pérez Sarratea por sobre el
ruido de los grillos que poblaban la noche.
—¡Padre!
Qué sorpresa... No lo esperábamos hasta el Día de Todos los Santos... —dice
Samuel atragantándose.
—Ni
me lo digas, esa ciudad llena de ineptos, flojos y pendencieros me cansó antes
de tiempo. ¿De qué no me tengo que enterar?
—Patrón
yo... —balbucea Eulogio.
—De
que el toro que compramos no sirve padre —se adelanta Samuel, recuperado de su
estupor— un gasto inútil.
—¡Pero
qué inservibles vienen todos hoy en día! ¡Hasta los toros! —explota Edmundo
golpeando la mesa. De pronto se hace consciente de la presencia de Eulogio— ¿Y
se puede saber qué haces vos en mi estudio a esta hora? ¿No fui claro cuando
dije que no vinieran para acá más de lo necesario? Mañana hablamos. Ahora
desaparece de mi vista que quiero descansar. ¿Y a vos qué te pasa que tenés esa
cara de alienado? Andá prepará un whisky
y contame que pasó en mi ausencia.
—Sí,
papá—contesta Samuel bajando la cabeza, alejándose hacia la cocina.
—¡¡Eulogio!!
—grita con voz de trueno Edmundo—. Volvé, quiero preguntarte algo.
—Mande
patrón —se apresura a contestar Eulogio.
—Tomá
—Abre el cajón del escritorio y saca un fajo grande de billetes—. No quiero ni
oír hablar del crío ese nunca más. Es solo para que a ningún nieto mío le falte
de comer. Samuel es un romántico, pero ya se le va pasar. Dame el anillo. Va
ser para la que en definitiva sea su mujer, como corresponde. Y ese hijo... mejor
que lo lleves a otra parte. O mejor todavía si podés hacer
"desaparecer" el problemita. Porque un bastardo es un bastardo para
siempre, y eso vos, deberías saberlo mejor que nadie, hermano.
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