Bernardo Alonso
El humo vertical y gris ascendía en el espacio,
tornándose en una espiral sin rumbo para luego expandirse y abarcar toda la
habitación. La brasa incandescente del tabaco encendía con intensidad al ser
aspirada; el ardiente papel
se consumía seguido del silencio, luego la meditación y al final los recuerdos
con el arrepentimiento.
Delia cruzaba sus delgadas piernas, sentada en el
sillón café de cuero, la mirada perdida, el codo sobre el regazo y los labios
con el cigarro sostenido por dos temblorosos dedos. Mecánicamente inhalaba
mientras los pensamientos iban y venían al ritmo del fumar. No existía ruido en
aquella fría sala, solo ella y su exhalación.
El pasado arremetía contra el presente viendo
cómo había comenzado todo; con la imagen de aquel primer momento en que conoció
a Genaro. Aquel fue un flechazo de película romántica, un trillado amor a
primera vista. A su núbil edad fue una fantasía ver al fornido y guapo
millonario vestido de esmoquin, camisa desabotonada, cabellos revueltos y una
apabullante personalidad impulsada por una mirada cautivadora de sus verdes
ojos. Cayó rendida en aquel instante al verlo en la boda de su prima María
Marta. Genaro regresaba de una larga estancia en Europa adoptando la vestimenta
y el coqueteo de un playboy italiano. No había chica que no se
derritiera ante el apuesto Genaro y él solo fijó su intención en Delia.
En el Alfa Romeo rojo descapotable la visitaba con el
permiso de los padres de Delia que igualmente cayeron seducidos por el
acaudalado y carismático casanova. Delia nunca sintió resistencia de su familia
a la creciente relación con Genaro, al contrario, esta era alentada. Cada
viernes en la tarde su casa se volcaba a la cita con el pretendiente, el
vestido se planchaba, cambiaban las flores de los jarrones y sacaban al perro
al patio de atrás en una forzada ceremonia que inútilmente se trataba de
disimular para recibirlo y consentirlo.
Al cabo de unos meses de cortejo la tan anhelada
propuesta de matrimonio llegó, la novia ilusionada y enamorada se consagró a la
boda; sin duda sería el
evento del año en la ciudad. Las miradas de la sociedad estarían en todo
el proceso. Genaro Terán Rubalcaba, el cotizado soltero, contraería matrimonio
con Delia San Juan Avilés; una unión en la que ella escalaría social y
económicamente. Por fin el doctor San Juan vería recompensada su persistente
presencia en el Club de Rotarios y haber invertido en la imagen familiar y
asistencia a toda ocasión festiva de la alta alcurnia local.
La boda fue un ensueño, todo brilló, era pura
felicidad y dulzura apenas comparable con las de las princesas de un cuento.
Los invitados se reverenciaban ante los novios manteniendo la envidia a una
pareja tan perfecta. La joven novia recién salida del bachillerato, delgada y
hermosa con ojos almendrados color miel, piel blanca y nariz fina, una
verdadera muñeca; siempre abrazada
o tomada de la mano del portentoso novio que con la sonrisa impecable saludaba
a todos los invitados.
Enseguida de una majestuosa fiesta para la que el
doctor San Juan empeñó hasta las cabras de su finca, su familia se encontraba
en un estrato superior al que había estado toda la vida, ese matrimonio los
catapultó en la ciudad como la familia política de los Terán, que siendo terratenientes
e industriales se colocaban en la cúpula empresarial y también política del
país. Y todo había surgido tan natural aparentemente; ver a esos dos jóvenes radiantes
enamorados era para escribir no una novela sino un poema.
Roma fue el inicio de la luna de miel, con su sabor
milenario, su encanto latino, y como la leyenda de ciudad que es abrazó a los
novios en su primera noche a la que esperaron por petición de Delia para que
fuera mágica y continuara el maravilloso romance.
Arribaron a la ciudad eterna después de varias horas de vuelo y una breve
escala en Madrid al mediodía europeo. Genaro conocía la ciudad por sus
múltiples viajes debido a su estancia mientras cursaba la maestría de economía
en Salamanca. El augusto y señorial Hotel Edén -a
escasos metros de la Vía Véneto, la escalera de la Plaza de España y de la Vía
Condotti- asomaba la vista a la Basílica de San Pedro. Adornado con sus
mármoles, muebles clásicos y exquisitas obras de arte provocaron en Delia que
su fantasía se hiciera realidad. Después de un paseo por la tarde se
dispusieron a cenar en la bella terraza del hotel con vista a la única y
esplendorosa Villa Borghese, degustaron platillos desconocidos para ella
mientras Genaro bebía copa tras copa del mejor chianti sin dejar que se vaciara
ante la mirada de extrañeza de Delia.
Terminaron la deliciosa cena y la agradable plática
de jóvenes enamorados. Por las entrañas de Delia se comenzaba a sentir un
cosquilleo sabiendo que la hora había llegado, hasta este momento todo era perfecto.
Subieron a la amplia y elegante habitación que se había preparado a petición de
Genaro con pétalos de rosa por doquier, las velas dejaban la luz a medias, la
cama abierta y una botella de champaña en hielo. Genaro trató de cargar a Delia
en el umbral de la puerta, una tarea fácil para el atlético cónyuge pero un
mareo repentino producto de tanto vino hizo que se tambaleara al agacharse por
ella, una leve risa salió de la boca de Delia pareciéndole graciosa la escena.
Genaro desistió de hacerlo y con una mirada de desagrado entró primero dejando
a Delia detenida y esperando a la puerta.
—¿No vas a entrar?
¿Ahí te vas a quedar? —con mal humor y
sarcasmo dijo Genaro mientras Delia percibía la extraña mirada de su marido.
Ella se introdujo sorprendida mientras veía como
Genaro se desabotonaba torpemente la camisa dándole la espalda. Él tomó la
botella de champaña de la hielera mientras esta goteaba en el piso de mármol.
—¿Vas a seguir
bebiendo? —preguntó con voz firme Delia.
—¿Hay algún
problema? —replicó fuertemente Genaro, que
destapaba la botella y dejaba retumbar el sonido del descorche ante el silencio
de Delia.
Genaro dio un largo trago directo de la botella
dejando escapar la espuma por las comisuras de su boca, escurriendo la gaseosa
bebida ante la mirada molesta de Delia, que solamente había tratado con
borrachos en una fiesta familiar donde sus tíos paternos se embriagaron e
hicieron escenas vergonzosas, pero en este momento no sabía cómo reaccionar al
ver repentinamente enfadado a Genaro, quien se limpió la boca con el brazo
derecho y volteó a ver a Delia con lujuria, una mirada a la que ella nunca se
había enfrentado.
Se aproximó a ella viéndole sus tiernos pechos
que sobresalían al escote del entallado vestido rojo. La cara de Genaro se
describiría con los labios abiertos y los dientes apretados, los ojos
enrojecidos, la cabellera despeinada, el rostro sudado y el sonido de un bufar
que escapaba de su boca. La tomó del delicado brazo abarcando toda su
circunferencia y la jaló hacia su pecho comenzando a besarla descontroladamente, apretando con fuerza sus senos.
Delia trató de zafarse pero no lo logró, soltó una
protesta.
—¡¿Qué te pasa?!
¡Me lastimas! —chilló cuando pudo despegar su boca
de la de Genaro pero inmediatamente fue absorbida por los musculosos bíceps
entretanto las manos de él la tocaban en todo el cuerpo.
El forcejeo continuó hasta que fue lanzada a la cama,
lo que le hizo sentir verdadero pánico ante la impotencia de verse rebasada por
el corpulento y ahora violento hombre que se abría los pantalones dejando al
descubierto el miembro viril aterrando más a la virgen. Ya estaba inmovilizada
por el peso completo de Genaro en sus piernas. Él se agachó hacia ella y con
las dos manos como si de débil y frágil papel se tratara arrancó el vestido de
Delia desnudándola en un instante entretanto le sujetaba los endebles brazos y
admiraba entre sollozos de ella y gruñidos de él los rosados y redondos pezones
de unos delicados y pequeños pechos. Al cabo de un momento de silencio en el
que ella aflojó el cuerpo durante la calmada observación de él a sus partes, lo
único que se le ocurrió hacer a la pobre joven fue soltar un grito de auxilio,
acallado por una fuerte bofetada proveniente del anverso de la amplia mano
derecha de Genaro, dejándola confundida y viendo luces hasta que en su virgen
vagina sintió el desgarre completo de la penetración de Genaro, haciéndola chillar
y gemir, un dolor absoluto dentro de ella sin que pudiera evitarlo.
El espacio de la sala se llenaba con el humo mientras
en el cenicero de plata se empezaban a acumular las colillas. Eran testigos de
los recuerdos el piano que sus suegros les regalaron y el candelabro de cristal
que colgaba del elevado techo de madera fina sostenido por las paredes de
piedra volcánica. Delia se lamentaba con la memoria del inicio, esa fue la vez
que más le dolió, cada detalle de lo sucedido la primera vez jamás se le borró.
«Estúpida» —dijo Delia en voz alta mientras negaba con la cabeza y expresaba
aflicción con el semblante.
Interrumpiendo la fumada volteó a ver los retratos
que en los muros de piedra estaban colgados, Genaro de manera meticulosa los
colocaba cada vez que existía un evento relevante en su vida, desde su foto de
graduación vestido con toga y birrete hasta otra en la que le colocaban una
medalla en algún evento deportivo, o en la que sostenía la cornamenta de un
venado cazado por él mismo.
Delia se levantó del sillón con el cigarrillo entre
los dedos índice y medio a un costado de su cadera mientras este se consumía y
acrecentaba el tamaño de la ceniza que se desplomaba en el parqué. Se dirigió a
la fotografía del día de su boda, se veía alegre y feliz, realmente enamorada
igual que él, nadie diría que los siguientes quince años se convertirían en un
infierno, pero al recorrer las fotos de manera atenta se podía ver como el
semblante de Delia decaía, de ser la joven radiante y envidia de toda una
generación en la ciudad, envejeció con rapidez, los ojos almendrados se
enmarcaron en oscuras ojeras y arrugas. En el nacimiento de su único hijo Juan
Genaro no parecía la dichosa madre y ella podía ver en su propia cara cómo la
condena de vivir con su esposo se hacía inevitable. Él sí parecía contento
junto con los orgullosos padres de ella. Y así al transitar por cumpleaños,
navidades, viajes etcétera todo contrastaba con la jubilosa boda.
En la sala saturada de humo ante la abúlica
contemplación de Delia a su triste pasado se configuraba de las emanaciones de
su fiel cigarro una figura antropomórfica y caprina color plomizo, con cuernos
arqueados nacidos de la cabeza calva, un par de patas cubiertas de lana y pezuñas
hendidas, el humano torso desnudo, el rostro adusto y arrugado enmarcado en una
barba de cortina sin bigote, abultada en el mentón al más puro estilo
Shenandoah de Abraham Lincoln, los ojos penetrantes y cejas tupidas daban potencia
a su mirada. Era un fauno de imagen espectral que poco a poco conformaba su
figura. Flotaba sobre el piano y contemplaba con los brazos cruzados a su
alrededor.
Delia de espaldas sintió la presencia de quien pensaba
era Genaro, al intentar voltear recordaba que este estaba dormido y desistió,
conocía su rutina después de la borrachera. La siguiente bocanada de cigarro
fue seguida de una inspección de su antebrazo que pintado de morado denotaba
las huellas y vestigios de la noche anterior. Delia continuaba sin percatarse
de la aparición que completaba su efigie cuando detrás de ella escuchó con gran
sorpresa una voz aguda y áspera.
—Estúpida —aquel ser no solo se veía y se movía sino que hablaba
con claridad, suspendido en el aire contorneándose al ritmo de la humareda,
mientras Delia volteaba sin creer lo que veía.
—¿Quién eres? —preguntó Delia retrocediendo a la pared.
—¿Quién soy? Eso no
importa, yo sé todo de ti —respondió el ser
mitológico con una sonrisa que mostraba los desalineados dientes perfilando la
cabeza y sosteniéndole la mirada a Delia.
Delia aterrada en un primer momento guardó silencio y
sintió la brasa del cigarrillo quemarle los dedos.
—Piensas en cómo te
convertiste en lo que eres hoy, ves cada foto en tu camino a la desgracia,
nunca has querido salir de esto —dejó retumbar su
peculiar voz el extraño ser en aquella habitación. Delia se percataba de que en
efecto sabía todo de ella. Se preguntaba en su interior si era perjudicada por
una alucinación— Tu familia te vendió y lo sabes, tú
te vendiste y lo sabes. No puedes lloriquear ahora, gozaste del dinero y de la
fama, sabías del precio. Ahora no quieras hacerte la víctima. —Sonaba burlón y enterado de todo, juzgándola desde una
parte de su conciencia que no conocía y que le parecía extraña pero a la vez
propia.
—¿Quién eres? Eres
una alucinación. —Se resistía Delia—. ¿Qué me pasa? —se cuestionaba tapándose los ojos con las manos aún con el cigarrillo
entre los dedos. Se sentó en el piso recargada en la incómoda pared de piedra
sollozando.
Al cabo de un momento todo era silencio, comenzó a
descubrirse los ojos como si despertara de un mal sueño mirando al frente de
ella misma y solo veía la neblina del cigarro ondear en el espacio de la sala.
—¿No te quieres dar
cuenta? ¡Te engañas a ti misma! —A un lado de Delia reprendió aquella quimera con la
sonrisa irónica mostrando su desagradable dentadura y con las manos en la
cintura entre la piel humana y el pelaje de cabra de sus extremidades
inferiores.
Delia se asustó al percatarse de que esa presencia
continuaba ahí. No le contestaba, solo se mostraba atenta a sus irónicas pero
certeras palabras. Le resultaba claro que aquello era real.
—Nadie tiene más
culpa que tú. Tú aceptaste estar con él, vivir con él. Pudiste haberte salido
de este juego desde el principio, pero el peso de la opulencia te tiene aquí;
joyas, vestidos, viajes, fiestas. Hoy puedes tener moretones en la cara, un
labio cortado, limpiarás el vómito del borracho, ocultarás tus sentimientos,
pero sabes que ese es el precio. —La aleccionaba y
la hacía ver la realidad sin que ella le quitara la mirada de encima. Mientras
lo escuchaba analizaba la apariencia de este, sus pezuñas, los cuernos torcidos
que salían de su frente, los profundos y extraños ojos, y ese gesto tan
peculiar—. Y todos se beneficiaron: tu padre
llegó a alcalde, tu hermano vive en Europa, tus amigas son las esposas de su
círculo. Tú fuiste la llave de muchos que te sacrificaron. Aunque lo quieras
ocultar ellos están enterados de todo esto, incluso tu hijo, y no hacen nada —sentenció de forma categórica.
Delia se atrevió a contestarle:
—Ya no puedo seguir
pagando el precio, ya pagué mucho ya son quince años.
—Seguirás pagando
el resto de tu vida. —E hizo una pausa—. O el resto de su vida —sugería el fauno.
Al cabo de serenarse y cavilar la insinuación le
dijo:
—Quince años de
esto, me han quitado el miedo, esto es rutina, una rutina asquerosa pero ya no
le temo —mostrábase valiente y hasta altanera.
—Pues ya sabes qué
hacer. —El fauno dio media vuelta y comenzó a desplazarse
flotando y ondeando como los espíritus y las figuras fantasmagóricas se mueven,
dejando una estela a su paso dirigiéndose hacia el vestíbulo que conducía a las
escaleras de la casa. Delia tuvo el instinto de seguirlo sin pensar a dónde le
llevaba.
Subieron las elegantes y
estilizadas escaleras adornadas con un barandal tallado en madera fina, eran
flanqueados por el candelabro de cristal cortado que colgaba del alto techo de
aquella lujosa mansión y que alumbraba en la oscura y fría madrugada. Al
seguirlo cruzaron un pasillo alfombrado, paredes adornadas con suntuosas obras
de arte. Llegaron a la habitación principal, Delia abrió la puerta en
sigilo y ahí en la cama estilo Luis XVI yacía dormido y boca arriba Genaro,
sobre la colcha y con la cabeza casi colgando de la cama, roncando con la
camisa a medio desabotonar, el pantalón desabrochado y aún con el cinturón
enrollado en la mano, el charco del fétido y amarillento vómito en el mismo
lugar de siempre en la percudida alfombra.
Delia lo observaba y no veía al galán que un día la
conquistó, no veía al carismático hombre que al día siguiente la saludaría como
si nada y que arrepentido le mandaría los más bellos ramos de flores o le
compraría un lujoso collar, no veía al temido hombre de negocios que todos
reverenciaban y que era recibido en cualquier evento social, no veía a ese
padre que llevaba los mejores juguetes a Juan Genaro traídos de Estados Unidos
o Inglaterra y que se aventuraba a jugar y divertir como nadie a su hijo en
entretenidos enfrentamientos de indios y vaqueros, no veía a ese gran orador y
dueño de las comidas familiares que no daba fin a las anécdotas y chistes que
cautivaban a todos. Solo veía al cruel borracho que arremetía contra ella cada
borrachera, al que venía del burdel oliendo a perfume barato de ramera y que
tambaleándose a la entrada de la grandiosa casa la correteaba sin más motivo
con el cinturón en la fornida mano derecha y que erráticamente golpeaba en un
rincón acusándola de cualquier ocurrencia de su embriaguez o si lograba una
erección la violaba salvajemente en el piso. Para ella era un monstruo y como
dijo el fauno, sabía qué hacer.
—Ahí lo tienes, tu
amado, tu verdugo, tu destino. Ya no le tienes miedo. Es todo tuyo. Hazlo —ordenaba enardecido el astado y peludo ser
señalándole a Delia el cojín verde con bordes dorados que hacía juego con la
colcha.
Al despuntar el sol luego de
una atribulada madrugada e hipnotizada con las palabras de aquella aparición se inclinó y tomó el
cojín con ambas manos temblando, su gesto cambiaba de un rostro neutral a uno
con ira y gozo. El odio la inundó. Estaba dispuesta y su sufrimiento estaría
por acabar. Estaba segura. Nunca pensó en matar a una persona y sin embargo
ahora no se cuestionaba. Al tener el cojín apuntando a la cara de su indefenso
esposo giró la cabeza para ver al fauno en una última aprobación antes de
ahogar y terminar con su calvario, en cuanto lo tuvo a la vista este con la voz
decidida y en tono diabólico ordenó:
—¡Hazlo!
Al tratar de accionar la venganza y asfixiar a aquel
monstruo Delia se congeló contra su voluntad cuando Genaro despertó y con las
miradas directas uno al otro se contemplaron, Delia soltó el cojín y sin hacer
movimiento alguno escuchó:
—Hola, hermosa,
buenos días, ¿qué horas son? —con la voz de
adormilado y estirándose preguntaba Genaro en un claro episodio de intencional
amnesia etílica.
Delia volteó en búsqueda de su cómplice, vio en la
habitación, vio en el aire, en el espacio y no había más humo.
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