miércoles, 30 de agosto de 2017

Elena

Rosario Allpas
                                                               

Llegaron de improviso portando una serpiente disecada. Eran los médicos del Servicio Civil de Graduandos en Salud (SECIGRA-Salud), quienes venían de Requena, una provincia de Loreto conocida como “La Atenas del Ucayali” *. Esta se encuentra rodeada por dos ríos: El Tapiche (de aguas negras) y el Ucayali (de aguas turbias) y, a ocho horas de viaje fluvial desde el Puerto de Iquitos. Raúl y Alberto partirían de retorno a Lima al día siguiente llevando muchas aventuras a cuestas, valiosos conocimientos aprendidos y, sobre todo, abundante práctica sanitaria concedida a los requeninos a través de su centro de salud.

Se habían hecho «hombres», decían; libres de la tutela de padres, profesores y de colegas jefes. Todos los secigristas pasaban por lo mismo: al inicio, los recién egresados, venían temerosos a ocupar las plazas en los lugares más recónditos del país, sus rostros anunciaban demasiada responsabilidad pues debían ejercer su carrera sin aún poseer un título; por lo tanto, venían forzados a un ejercicio laboral ineludible, requisito indispensable para ser titulados. Pero tan pronto como empezaban con su quehacer se adaptaban al lugar, a la gente, a su centro de trabajo y, cuando estaban allí, se daban cuenta de que ocupaban un estatus. En los pueblos pequeños, ellos eran una autoridad y debían comportarse como tal. Aquella atribución se propalaba dentro del alma convirtiéndola en un sentimiento de poder, y este, siempre ha sido un aditamento preciado. El poder los hacía atractivos, codiciados, sabiondos. Pasaban los meses y al término de su servicio ya no querían irse, comenzaban a valorar su profesión, su independencia; por ello, cuando venían a Iquitos, paso obligado de regreso a Lima, todos prometían volver y lo decían con total seguridad y franqueza porque en su alma aventurera albergaban muchas ansias de retornar a esos pueblos perdidos donde recibieron tanta aceptación y cariño. Pero en cuanto estaban en la capital, la vorágine de los días apretados que pasaban volando, la casa, la familia, los amigos, los trámites de titulación, la colegiatura, la especialización; todo ello los atrapaba y pronto las promesas quedaban olvidadas.

—¿Y la serpiente? —les pregunté—. ¿Se la llevarán a Lima?

—¡Oh, no! Es un encargo para el director de la Región de Salud Oriente. Se la envía Elena, es un ingrato recuerdo —contestó Raúl.

Elena era la enfermera secigrista destinada hace poco a Requena. Delgada, trigueña clara, de cabello castaño lacio muy largo que se incendiaba por el sol y volaba con el viento. Dueña de una personalidad fuerte y de mucha entereza.

—¿Qué sucedió?   

—Vamos a tomar un refresco mientras el director se desocupa y aprovecharemos para contarte la historia —dijo Alberto.

Nos encaminamos hacia la cafetería del hospital. Allí, cobijados por el techo de hojas de palma y plátano que abolía el calor agobiante y rodeados de árboles que ayudaban a bajar la temperatura con su brisa calma, pedimos tres refrescos de camu camu** helados.

Entonces, ellos comenzaron su relato: 

—Era una noche en que habíamos acabado de cenar y nos pusimos a jugar naipes. —Empezó a contar Alberto. 

—Al inicio Elena no se unió al grupo pues ella deseaba dejar las cosas preparadas para el día siguiente, se puso a limpiar y ordenar el ambiente vecino —dijo Luis.

—Nosotros —continuó Alberto—, mientras repartíamos las cartas, conversábamos y reíamos. Así, el tiempo fue pasando y hacia la medianoche Elena se nos unió; pero algo llamó nuestra atención, eran unos golpes sordos en la puerta principal del centro. Elena no deseaba perderse ninguna jugada por lo que no se inmutó ni intentó pararse. Nosotros le rogamos que fuese a ver quién osaba interrumpirnos. 

—Entonces…, ¿qué pasó? ¿Qué fue ese ruido? —Los apuré con mi interrogatorio.

—Entonces…, deja que te contemos. Ja, ja, ja. —dijo esta vez Luis y agregó—: Ella se levantó y se fue a paso rápido. Alguien contó un chiste y soltamos las risotadas. El juego estaba muy divertido y le tocaba a Raúl, luego a Julia, a Alberto y a mí. Cuando llegó el turno de Elena, recordamos que habían pasado varios minutos desde que ella se había ido. Le llamamos, pero no obtuvimos respuesta. Lo hicimos otra vez y de nuevo el silencio. Pensamos que se habría quedado a conversar con alguien.

—¿¡Y!?

—Julia se animó a ver qué pasaba. ¿Por qué Elena nos estaría malogrando el juego si sabía que sin ella no podríamos continuar? 

—En ese instante escuchamos el grito de Julia —dijo Alberto—. Corrimos todos a ver qué pasaba. El cuadro que vimos parecía sacado de una película de terror. Julia, a un lado, lucía pálida, desencajada, al borde del desmayo, y… Elena… estaba parada en el porche de la puerta, aferrada a una serpiente más larga que su tamaño. Quedamos pasmados, detenidos en el tiempo, sin saber si era real lo que nuestros ojos percibían, privados de habla y movimiento. 

—¡Una serpiente! —exclamé, asustada—. ¡Qué horror! 

—¡Sí! Las manos de Elena se encontraban fuertemente asidas al cuello del animal, este ondulaba la cola como dando latigazos al cuerpo de nuestra compañera; luchaba, pero cada vez con menos fuerza, pues Elena no descansaba en ningún momento de oprimir; aún, cuando la boa dejó de moverse, ella continuaba apretando. De pronto, un chirrido como el hielo de los glaciares quebrándose salió de su garganta. Nosotros que estábamos parados, estupefactos, mirando la escena sin saber qué hacer, al escuchar el grito desgarrador, que al parecer se había quedado ahogado en la garganta de Elena, corrimos a auxiliarla. 

—Se me escarapela el cuerpo de pensar en lo ocurrido —dije.

—La serpiente ya no se movía, pero ella no podía dejar de apretar el cuello de esta. Temblaba, todo su cuerpo se había tornado frío por el horror confrontado y no lográbamos abrirle las manos que sujetaban al reptil. Le cubrimos la espalda para darle calor, le manifestamos que no temiera más, que el animal estaba muerto, que ella había sido valiente al confrontarlo y matarlo. Aflojó poco a poco la mano izquierda y la ayudamos a vencer el agarrotamiento de la diestra. Llegó la calma, luego empezamos a llenar el espacio con nuestras voces interrogantes: «¿Qué pasó?» «¿Por qué no nos llamaste para ayudarte?». 

Elena, aún conmocionada, empezó a contar su historia: 

«Cuando fui a abrir la puerta, no escuché nada y pregunté: “¿Quién?”. Pero nadie contestó. Iba a regresar con ustedes para continuar el juego, pero sonó otra vez el toque de la puerta, entonces giré el picaporte y abrí. Fue… alucinante... me encontré con la serpiente cara a cara. Me asusté al máximo y grité, pero mi voz no salió, vi venir el inminente mordisco y con un rápido reflejo alargué la mano derecha y logré asir su cuello; sentí que su cola enroscaba mi cuerpo, percibí la frialdad metálica que traspasaba a través de mi ropa y abrí la boca para gritar, pero tampoco esta vez salió sonido. Sentí asco y terror. Cerré los ojos y apreté y, seguí apretando ayudándome con la mano izquierda y solo me concentré en mi miedo, en la repulsión que sentía y constreñí con todas mis fuerzas su cuello y no supe más». Concluyó aturdida. 

—¡Qué valiente!

—Sí. Esa noche, ella solo pudo dormir después de un trago de agua de azahar. Nosotros estuvimos acompañándola en su reposo quizás esperando también el tener que afrontar un miedo igual o mayor que el de ella. Nos parecía que cada uno de nosotros le debíamos unos segundos de horror. ¿Por qué Elena debió de sufrir esa pesadilla mientras nosotros nos divertíamos? —dijo Luis, con voz velada.

—Al día siguiente —continuó Alberto— los requeninos se enteraron de la hazaña. Disecaron el animal, pero no pudieron reconstruir el cuello, estaba muy dañado. Algunos pobladores de lugares aledaños se enteraron, el director de la región también lo supo y mandó pedir la serpiente disecada. Elena se la envió. Ella no soportaba verla, quería olvidar para siempre ese recuerdo.

—Me han dejado los brazos como con burbujas de gaseosa debajo de la piel y, concuerdo con Elena de que no quiera ver más a la serpiente. Habrá sido una experiencia terrible. 

Luis colocó en la mesa el ofidio y lo vi de cerca.

—¡Válgame Dios! —exclamé.

Era un ejemplar de cuerpo cilíndrico, largo, enroscado, cuyas escamas de colores brillaban. El cuello estaba conectado con el resto del cuerpo por unos alambres que hacían que la cabeza se mantuviera erguida; sus ojos, aunque falsos, ahincados en la cara aplanada, parecían suplicar auxilio.

—La selva trae muchas sorpresas —acotó Alberto.

—Llevaré para siempre el recuerdo de esa noche larga e insomne —dijo Luis, pensativo y mirándome exclamó—: ¡Tú, que llevas más tiempo en la selva, ¿has visto una cosa igual?!

—No, nunca. Desde ya, estoy temblando de terror. Cuando viajé a Indiana, una hermosura de pueblo, tuve que hacer amistad con las ranas que normalmente saltaban por las veredas y escaleras del centro de salud y del edificio de los curas donde se encontraba la residencia de los trabajadores de salud. Debía de tener cuidado al caminar porque estas saltaban contentas intercalando pasos con nosotros en su recibimiento —sonreí recordando—. ¡Eran bastante grandes!
—Ja, ja, ja. ¡Vamos! —Se incorporó Alberto encaminándose a la salida. 

Luis pagó por los refrescos y enrumbamos hacia la dirección del hospital. Los acompañé, pues yo también iba a una entrevista con el director para despedirme de Iquitos.



*Requena fue llamada “La Atenas del Ucayali” por la calidad educativa y acervo cultural que se impartía en el gran colegio Padre Agustín López Pardo (PALP); lleva el nombre en memoria de su fundador. Fue el mejor colegio de la selva peruana que funcionaba con un internado ofreciendo educación no solo a los requeninos sino también a estudiantes venidos de otras partes del país.


**Camu camu es un arbusto nativo de la Amazonía peruana, crece también en algunas regiones de Colombia y Brasil, se desarrolla en forma silvestre en los suelos aluviales inundados durante la época de lluvias. Su fruto tiene un alto contenido en vitamina C.

jueves, 24 de agosto de 2017

El Gran Circo

Adrián González


En las afueras de la ciudad, junto a los tiraderos de basura, ahí donde los zopilotes hacen su festín con carroña de perros y restos putrefactos de alimento, se extiende un llano de tierra árida y salitrosa en el que solo se escucha —como un rumor a lo lejos—, el motor de un viejo tractor que intenta apilar los desperdicios, una vez que los pepenadores han buscado con afán algo que recuperar ya sea para vender o para llevarse a la boca. La labor del tractor, no solo alborota el parloteo de las aves que con habilidad esquivan su paso, también provoca la liberación de olores tan pestilentes, que apenas pueden soportarse.

El candente sol sobre la tierra seca produce durante el día, mágicos reflejos que a lo lejos hacen parecer flotar y tambalearse a las pequeñas chozas desperdigadas por todas partes, construidas con cartones, láminas viejas y pedazos de madera, en donde viven no pocos segregados: campesinos desplazados, indigentes, expresidiarios y todo aquel —pobre entre los pobres—, que no ha hallado otra manera de subsistir. Solo al atardecer el viento sopla con fuerza, regresando a la ciudad como en venganza, los tremendos humores emanados de todo aquel muladar, formando al mismo tiempo grandes remolinos de tierra que fingen danzar ondulantes en aquel llano, arrasando entre la tolvanera todo lo que encuentran a su paso —acaso alguna choza—, y elevando por los aires restos de papel y bolsas de plástico que se sostienen en la nada, en tanto el sol acaba de ponerse en el horizonte, iluminando de ocre toda la escena.

Es a esa hora —tragando polvo y batallando contra el viento, como si quisieran embestirlo—, que aquellos infelices regresan a sus moradas, arrastrando junto con los pies, sus costales llenos de tesoros invaluables. Familias enteras, hombres y mujeres, niños y ancianos —vistiendo harapos y con la piel sucia, acartonada por el sol y el frío—, son como oscuros espectros que se mueven lentamente en aquel ambiente desolado, dejando atrás las montañas acumuladas de esperanza, para el siguiente día de su miserable vida.

Una mañana cualquiera, Renato arriba al tiradero, trepado como de costumbre, en el estribo trasero del camión recolector municipal y asido de una mano a un tubo, en tanto con la otra espanta las moscas que intentan pertinazmente penetrar en su boca, mientras grita con fuerza advirtiendo a todos que se hagan a un lado para que el vehículo pueda verter su preciado contenido. Como siempre, los niños se empujan y jalonean, entre gritos y maldiciones, para ser los primeros en escarbar entre los desperdicios recién llegados, por lo que cuidadosamente dirige la maniobra del chofer para evitar, como ya ha sucedido, que algún pequeño sea aplastado por una llanta o resulte sepultado entre los escombros.

Una vez que termina la descarga, alza la vista, retirando de su cabeza la gorra para limpiar con la manga del overol el sudor de su frente, cuando descubre a lo lejos en el llano, más allá de las casuchas, a un grupo de hombres que trabajan arduamente para levantar con cuerdas unos postes y unas lonas, de lo que a la distancia parece ser una carpa de desgastados colores. La llegada al basurero de un par de vehículos —un camión de carga y una camioneta pick up, que de inmediato inquietan y movilizan a la gente a su alrededor—, lo distraen de su hallazgo. Un hombre gordo de prominente bigote y lentes negros desciende de la camioneta, seguido por el que aparenta —dado su aspecto y actitud servil— ser su chofer. El camión de carga abre sus puertas y en medio de un griterío da inicio el regateo para la compra venta de materiales de reciclaje; pronto se calientan los ánimos: se oyen quejas, reclamos y voces amenazantes. «¡Vámonos por el siguiente viaje!», grita el chofer, regresándolo a la rutina. Nuevamente sobre el estribo trasero, colgado de un tubo mientras el camión se aleja, Renato observa con dificultad, la trémula escena en que aquella carpa vieja va tomando forma.

—Si lo que buscas es trabajo —indica el hombre en la taquilla—, aquí hay mucho, pero mal pagado; a menos que sepas hacer algo extraordinario.

—Sé hacer reír a la gente —responde Renato, en tono inocente.

—¡Ja, ja, ja! Sí, ya me hiciste reír. Me refiero a algo asombroso, sorprendente, ¿cómo te explico…?

—Dígame que hay que hacer y yo lo hago.

—Limpia el excremento de los animales; tendrás alimento y un lugar donde dormir.

Pronto, Renato no solo cuida de unos cuantos ponis y dos french poodles, sino que también barre, limpia, carga, sube, baja…, apenas tiene tiempo para comer y con dificultad hace un espacio para contemplar con embeleso los ensayos todas las mañanas, mientras hace como que barre el salitre de la tierra en el interior de la carpa.

—Como podrás observar, este es un mundo fantástico y surrealista —le comenta al acercarse, el viejo payaso del circo, cuando descubre que Renato no hace más que mirar la altura y extensión de la vieja carpa llena de agujeros, por los que se cuelan rayos de luz que crean una atmósfera de ensueño, donde el malabarista, los trapecistas y demás personajes ensayan sus actos, como si fueran a dar el espectáculo más grande del mundo.

—Yo puedo hacer todo eso —indica Renato, equilibrando la escoba en su dedo índice.

—¡No sabes lo que dices! Todo lo que ves requiere de talento innato y muchos años de práctica. A ver, dime: ¿qué sabes hacer? —Renato deja la escoba caer, hace ojos de bizco y se para sobre sus manos—. ¡Ja, ja! ¿Dónde aprendiste eso? —pregunta.

—Lo hacía en los semáforos cuando era niño —responde—. Manchas, mi perro, me ayudaba a hacerlo más divertido.

—Te hace falta mucho por aprender. Sin embargo, yo ya estoy viejo y necesito quien me sustituya; veo que aún eres un hombre joven. ¿Estás dispuesto a esforzarte?

—Por supuesto, pero… ¿Es eso posible?

—Que me reemplaces dependerá de ti. Mira, te voy a ser franco —le dice con seriedad—, yo soy el dueño de este circo. —Renato pone cara de asombro y recoge rápidamente del piso la escoba—. Como habrás observado, este no es un negocio rentable, aunque en un tiempo lo fue; no te imaginas lo resplandeciente que lucía esta carpa, la cantidad de gente que aplaudía y la cara de felicidad de las familias cuando salían después de la función. —La vista del viejo se pierde en las gradas con nostalgia—. De miércoles a sábado, por las noches dábamos dos funciones y los domingos además lo hacíamos por la mañana. —Renato lo escucha con atención—. Yo mandaba siempre a alguien a la parte trasera de la carpa, para que ahuyentara a los niños que no podían pagar un boleto y trataban de colarse o al menos echar un vistazo al espectáculo. —Ahora ambos se han sentado en una banca—. Sabrás que, si de algo me arrepiento en esta vida, es de haber hecho eso. Con el tiempo —continúa—, las familias dejaron de asistir al circo, encontraron otras formas de diversión para sus niños, tú sabes, la tecnología y esas cosas; entonces, cuando ya casi nadie acudía por las noches y mucho menos los domingos, decidí hacer felices a todos aquellos que nunca pudieron pagar un boleto. Por eso estamos aquí, entre toda esta miseria; viajamos a los pueblos más alejados y en cada ciudad busco a los más necesitados para traerles un poco de alegría; ahora los niños entran gratis y los adultos apenas pagan unos pesos, y nunca, óyelo bien, nunca negamos la entrada a quien no traiga ni una moneda en su bolsillo.

—Sí, me he dado cuenta —señala Renato.

—Pero quizás no te has percatado de que cada vez son menos los artistas circenses dispuestos a pasar hambre junto conmigo —comenta el viejo—; vivimos al día pues casi he consumido todo lo que algún día gané; lo que queda lo administro con cuidado y aunque he ido vendiendo algunos activos, preferiría morir en este circo antes que quedarme del todo sin él. Las risas y los aplausos son mi vida. —Renato lo observa sin atinar que decir—. En fin, es importante que lo sepas porque no mejorará mucho tu condición si te integras al espectáculo.

—No me importa.

—Bueno, y si algún día decides irte, no te recriminaré, como no lo hice con quienes uno a uno se fueron. En esta vieja carpa se derrama mucho sudor para producir unas cuantas sonrisas, pero también, si observas bien, aquí hay poesía —le dice, dirigiendo la mirada a quienes ensayan al centro de la pista, entre haces de luz y polvo flotando en el aire—. Si logras entender eso, un día llegarás a ser un verdadero payaso.  

Renato pone cara de no comprender del todo esas palabras, pero, al tiempo, además de cumplir con sus deberes, ha aprendido del viejo payaso, graciosas rutinas; del malabarista, a jugar en el aire con más, muchas más que tres pelotas; le ha enseñado a los french poodles los trucos que hacía con Manchas, e incluso ha subido al trapecio a echar maromas en el aire. Hasta que el día esperado llega.

«¡Señoras y señores! ¡Niñas y niños! ¡Damas y caballos güeros!», levanta la voz por el megáfono con elocuencia el anunciador. «El Gran Circo, tiene el honor de presentar a su nueva estrella: ¡Renato, el payaso!». Un reflector se enciende alumbrando el telón detrás de la pista, en tanto el público aplaude y grita con entusiasmo. Sin embargo, Renato no aparece, el reflector lo busca por los rincones del circo hasta que, desde lo más alto de la carpa —mientras un tambor da un solemne redoble—, sorprende a los espectadores caminando con dificultad por la cuerda floja, con su traje y zapatos de payaso, una peluca anaranjada y una nariz de bola, fingiendo una y otra vez que está a punto de caer, provocando exclamaciones y risas. Por fin, inevitablemente resbala sin control y se lleva las manos a la cabeza, abriendo la boca en señal de alarma durante su caída. Un gran «¡ah!», se escucha escapar con fuerza de boca de todos los espectadores, cuando…, rebotando en una red, echa una maroma y con destreza se descuelga para caer parado en medio de la pista. Desde las gradas, la gente se levanta, aplaude y vitorea de alivio; ha captado su atención, su asombro y su simpatía.

Es un circo pobre, las gradas son solo tablones de madera que se tambalean cuando la gente pasa, las goteras abundan cuando llueve y el vestuario de los artistas —incluido el de Renato—, está lleno de parches y remiendos. Pero ahí, entre gente humilde, en ese árido llano junto al basural, Renato es la atracción principal: siempre vestido de payaso irrumpe en el acto del domador y monta a un poni parándose de inmediato sobre su lomo, para brincar y caer montado en otro mientras trotan alrededor de la pista; en el trapecio, vuela bostezando de aburrimiento hasta que parece quedarse dormido en el aire usando sus manos como almohada; sube al monociclo y hace malabares con muchas pelotas, interrumpiendo los solemnes y elaborados trucos del mago, mientras un enano lo persigue para sacarlo de la pista; también trata de imitar a la contorsionista y al final no puede desatorar un nudo entre sus brazos y piernas, por lo que tienen que sacarlo cargando; y así, participa en todos y cada uno de los actos con imprudencias que causan gracia, demostrando agilidad e ingenio. La gente aplaude, grita, se levanta, pero sobre todo ríe a carcajadas. Son a veces unos cuantos los que asisten a las funciones: ancianos barbudos y desdentados, niños descalzos y sucios, mujeres con el cabello revuelto amamantando a algún bebé y hombres con cara de agotamiento acumulado. Todos prestan atención, disfrutando la única diversión a su alcance.

Una mañana, el viejo dueño del circo, aparece en los ensayos con la cara embadurnada de crema y unos elegantes guantes blancos. «¡Vamos, Renato, que apenas comienzan tus lecciones!», grita, llamándolo al centro de la pista. El ensayo general se detiene; todos embebidos se quedan parados alrededor del viejo observando sus rutinas de mímica. Frente a él aparecen —sin estar ahí—: una puerta que se abre; un recorrido por el parque; una pelota que llega hasta sus pies seguida por un niño con quien jugar; un policía que le persigue después de que la pelota le ha pegado en la nuca; un ramo de flores con bello aroma para una hermosa mujer igualmente imaginaria, y así… una situación tras otra provoca risas, suspiros y hasta lágrimas.

—Las posibilidades son infinitas y las emociones inspiradas también —dice el viejo a Renato, quitándose los guantes para entregárselos—. ¿Habías usado unos de estos?

—Los últimos eran rojos —responde sonriendo, mientras se los pone, empuña y tira una combinación de golpes al aire, causando risas a su alrededor.

Esa noche en su catre, Renato no puede dormir, en su cara se dibuja una sonrisa en tanto una y otra vez mira sus manos enfundadas en los guantes blancos, hasta que es interrumpido por un griterío a lo lejos. Cuando se levanta y sale a ver qué está pasando, a través de la oscuridad alcanza a distinguir llamas en el tiradero de basura; echa a correr hacia las montañas de desperdicios y en su trayecto ve chozas ardiendo —el viento ha traído restos encendidos hasta alcanzarlas—, el humo negro y la pestilencia le impiden respirar, se lleva las manos a la nariz y se da cuenta que lleva los guantes blancos puestos; conforme avanza encuentra niños, mujeres y ancianos que no hayan dónde ponerse a salvo, atrapados entre el humo y montones de basura quemándose por todas partes; voltea para un lado y para otro confundido —está sudando, el calor es insoportable—, parece que no decide a quien ayudar primero; empieza por guiar a quienes corren sin rumbo para que se dirijan hacia el circo; se mete a la basura humeante y levanta a un aciano que tropezó; una madre grita por sus hijos atrapados en una choza a punto de colapsar, él corre a sacarlos; regresa y recoge a un niño de la tierra cargándolo sobre su hombro, mientras jala del brazo a su madre para echar a correr con ellos, cuando…, desde la humareda ve surgir dos faros de luz que se aproximan a toda velocidad —una camioneta pick up que los sorprende y está casi frente a ellos a punto de arrollarlos—; Renato jala y avienta a la madre hacia un lado, al tiempo que salta tirándose para rodar sobre uno de sus costados con el chico entre sus brazos; intempestivamente la camioneta gira, no sin antes alcanzar a golpearle en el aire un pie con la defensa, para irse a impactar en un montón de escombros que provocan su volcadura, lanzando por los aires desde su depósito de carga, varios recipientes con gasolina. —El combustible se esparce rápidamente produciendo altas llamaradas que iluminan con intensidad toda la escena—. Para cuando Renato voltea, solo alcanza a ver salir bajo la camioneta, arrastrándose con la cara ensangrentada, al chofer del comprador de plásticos, gesticulando con voz sorda por ayuda.

Desde las penumbras entre el humo y la noche, lentamente surgen varios hombres seguidos por algunas mujeres y niños, todos llenos de tizne, como fantasmas negros iluminados de rojo por el fuego; Renato trata de levantarse, pero cae sobre su pie lastimado —su tobillo parece una pelota—. Poco a poco y uno a uno, los pepenadores rodean al chofer: el primero en llegar patea con fuerza su cara como si quisiera desprendérsela; el segundo deja caer sobre su vientre una piedra, haciendo que se retuerza de dolor; una mujer toma de los escombros un palo y lo golpea con saña hasta hacer sangrar su cabeza; dos niños patean tierra hasta cubrir con ella su rostro ensangrentado; todos le gritan maldiciones y sueltan a reír de forma histérica. Por fin lo levantan y lo arrojan a las llamas. —Los gritos duran poco.

La mujer y el niño a quienes Renato ayudaba, se acercan a auxiliarlo; ella despoja de la playera a su hijo y rompiéndola en tiras con los dientes, venda con firmeza su tobillo. Los tres emprenden marcha para alejarse del lugar, haciendo el niño las veces de bastón y ella de muleta. —A sus espaldas la camioneta arde—. Conforme avanzan, en el trayecto se van integrando otros, tosiendo, escupiendo negro y llorando con lamento —la escena es dantesca—; caminan con dificultad, pues el viento sigue soplando a sus espaldas trayendo basura encendida y humo, impidiéndoles respirar. Un hombre lleva a alguien —que bien podría ser un anciano o un adolescente— calcinado entre sus brazos; una mujer tiene la mitad de su cara y un brazo hechos una llaga; otros simplemente arrastran a sus muertos, asfixiados por el humo, como tantas veces han arrastrado sus costales de desperdicios; todos se dirigen a la carpa y aunque empieza a amanecer, aún no se puede ver con claridad.

—¿Por qué? —musita Renato, volteando a ver a la mujer que le ayuda a caminar.

—Porque ya no les venderíamos al precio que ellos pagan.

Cuando se van acercando al circo, tristemente observan que también lo alcanzó el fuego, una parte de la carpa está en pie y otra descubierta; conforme van llegando los pepenadores, las gradas se van llenado de cuerpos, es difícil distinguir entre vivos, heridos y muertos. Una vez que arriban, Renato observa a un grupo de compañeros del circo en la pista. «Fue necesario subir a uno de los postes mayores a cortar amarres y dejar caer una sección de la carpa para evitar perderlo todo», le explica uno de los trapecistas. En el suelo yace muerto el viejo dueño del circo. «Quiso subir a ayudar, y cayó desde lo alto», dice el enano. Renato voltea atrás y ve a hombres, mujeres y niños sufriendo, regresa la mirada al cuerpo sin vida de su maestro payaso y no puede contenerse más: cae y suelta a llorar como un niño, a gritos seguidos por sollozos, como jamás en su vida recuerda haber llorado, como no fue capaz de llorar cuando murió su madre o cuando atropellaron a su perro. —A su espalda se escuchan, apenas como un murmullo y poco a poco con más intensidad, las sirenas de ambulancias y bomberos arribando al lugar.

Tres semanas han pasado; durante un tiempo la carpa sirvió de albergue para todos esos miserables; el frío y el hambre recrudecieron, así que cuando los french poodles desaparecieron misteriosamente, hubo que sacrificar a los ponis, uno a uno, para alimentar a los sobrevivientes, que se hartaron como nunca de carne y de grasa; ahora han vuelto a levantar con desperdicios sus chozas y a buscar con afán entre la basura su sustento diariamente. Los muertos fueron sepultados ahí mismo junto a las chozas, en un cementerio improvisado con cruces de palos, donde también fue enterrado el cuerpo del viejo payaso dueño del circo; las autoridades municipales —que después de unos días se olvidaron de prestar ayuda—, quisieron llevarse los cadáveres a una fosa común, pero los sobrevivientes no lo permitieron; argumentaron ubicar a los niños en orfanatos y solo lograron encender la ira de todos; «el presunto culpable murió, no hay nada más que hacer», dijeron, y fue la gota que derramó el vaso: provistos de palos, piedras y varillas, se enfrentaron a la policía sin tregua. «¡Lárguense!», gritaban con odio, «¡Nadie nos sacará de aquí!», advirtieron amenazantes con armas rústicas en sus manos, dispuestos a todo, antes que ceder su hogar.

—Solo quedamos nosotros —advierte una mañana el enano, ante Renato y un puñado de compañeros del circo, reunidos en lo que subsiste de la carpa—. Todos se han ido.

—Ayer volvieron las autoridades —dice el hombre de la taquilla—, argumentan que no tenemos permiso de estar aquí; insisten en que se deben impuestos y el «derecho de piso», amenazan con embargar lo poco que hay; en caja sobran algunos pesos; debemos hacer algo.

—¿Tienen a dónde ir? ¿A alguien que los espere? —les pregunta Renato, con voz serena.

—¡No! —exclamaron todos, casi al mismo tiempo.

Esa tarde llovió, los potentes truenos hubiesen asustado a cualquiera, sin embargo, todos voltearon al cielo como agradeciendo una bendición pues había zonas en el basural que aún humeaban; los primeros en salir al llano a brincar en los charcos fueron los niños, que entusiasmados se pusieron a jugar con una pelota ponchada en pleno aguacero; pronto se acercaron los adultos a animarlos con gritos y chiflidos, todos a carcajadas y empapados por la lluvia se fueron sumando a la bulla, incluyendo a Renato y los otros que al oír el borlote salieron de la carpa a integrarse. De la cabeza a los pies de cada uno de ellos, escurría la tierra, el hollín y la mugre; gruesas gotas negras bajaban por sus rostros; un hombre decidió despojarse de su playera y otros lo imitaron, uno a uno, todos, incluyendo mujeres, niños y ancianos fueron desprendiéndose de sus harapos hasta quedar completamente desnudos y descalzos; Renato, la contorsionista y el enano hicieron lo mismo; la lluvia había aplacado los hedores de la basura y ahora un agradable olor a tierra mojada los invadía; seguían riendo a carcajadas, hacían como que se lavaban a sí mismos, abrían los brazos al cielo y se dejaban caer en el lodo para volverse a levantar y enjuagarse de nuevo, tallándose la tierra salitrosa en el cuerpo como si fuera un abrasivo para quitar las gruesas capas de mugre pegada; aquello era una verdadera celebración, a nadie le inmutaban los escalofríos, se empujaban, se abrazaban, tallaban la espalda unos de otros y se doblaban de la risa sin prestar mayor atención a las carnes de nadie; el espectáculo si bien grotesco, era al mismo tiempo excelso; pareciese que no solo estaban lavando su cuerpo, sino también purificando su alma.

A la mañana siguiente salió el sol, era domingo y Renato, muy temprano, sacó los guantes blancos que le había entregado el viejo payaso de debajo de la colchoneta de su catre; estaban sucios de tierra, hollín y sangre, pues nunca los lavó después de aquella noche; cosió el viejo traje roto del mago que este había abandonado al irse y se maquilló cuidadosamente. El escenario estaba listo, las gradas fueron acomodadas en semicírculo al interior de lo que había quedado de la carpa y la pista, casi en la parte descubierta, tenía como fondo al basural en toda su extensión. El viejo cobrador de la taquilla se encargó de dar la noticia; el espectáculo iniciaría con la puesta del sol. Todos llegaron a tiempo, y una vez que ocuparon su lugar, sin solicitarlo, se hizo un silencio absoluto.

De pronto a lo lejos, desde las montañas de basura, surge una figura negra, flaca y encorvada, que se va acercando poco a poco al paso que marca el suave golpe de un tambor, arrastrando los pies y haciendo como que jala con mucho trabajo un gran bulto negro, del que casi imperceptiblemente salen por debajo unos pies dando pequeños pasos. Una mano al frente con la palma extendida, parece tratar de abrir camino entre el viento, que por momentos lo hace retroceder hasta casi derrumbarlo, mientras el sol en el horizonte produce una larga y deformada sombra sobre el llano. —El público, soltando una ligera exclamación, se reconoce a sí mismo en el regreso a sus moradas todas las tardes—. El trayecto es largo, pero conforme va arribando, se puede percibir su cara blanca con gotas negras pintadas escurriendo por su frente y sus mejillas. Al llegar a la pista, abre su gran bulto, procediendo a sacar de él, agachada y echa una bola, a la contorsionista, a quien carga y le extiende una pierna para pararla sobre ella, procediendo a desdoblar sus demás extremidades hasta hacerla parecer un árbol; regresa a sacar otro pequeño paquete, que resulta ser el enano acurrucado, al que le extiende sus pequeñas piernas y brazos para convertirlo en una banca; por último jala de los brazos y saca, completamente extendido y rígido, al malabarista, parándolo junto a la banca y posando sobre sus manos en alto la pelota con la que jugaron los niños, un reflector la ilumina directamente convirtiendo al malabarista en un farol; ahora ha anochecido y la escena toda se convierte en un parque a media luz.


Renato inicia entonces su acto de mímica: regresa al bulto que traía arrastrando, hace como que vierte de él desperdicios al suelo, entre los que encuentra un anillo y suspira abrazándose a sí mismo, mientras voltea a mirar al cielo con melancolía; se acerca al árbol descubriendo entre sus ramas un fruto, que toma de una mano extendida de la contorsionista, quien cobra vida y empieza a danzar girando, una vez que él da la primera mordida; asombrado se apresura a cortar unas flores del parque para obsequiárselas y así enamorarla…, el acto continua con situaciones chuscas y enternecedoras; los pepenadores exclaman, suspiran y ríen con lágrimas en los ojos, hasta que ambos, una vez sentados en la banca, sellan su amor con un beso y el anillo puesto en la mano izquierda de ella.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Inconsciencia

Eliana Argote Saavedra 


            Están sentados, uno a cada lado de la barra. La luz empotrada en el techo del bar ilumina las copas colgadas boca abajo, despidiendo un juego de luces sobre ellos.

—¿Nunca sospechaste? —pregunta Gustavo mientras vuelve a llenar la copa de Carolina amenazando con desbordarla, provocando que ella se apresure a colocar un posavasos—. Gracias —dice sin mirarla—, está usted servida.

—Claro que lo sospeché —responde la mujer luego de un incómodo silencio—, ahora, cuando lo recuerdo hasta creo que Daniel era sincero.

—¿Sincero? ¿Cómo puedes pensar de esa forma?

—No me mal intérpretes, no soy benevolente, lo que pienso es que él mismo se lo creía.

—Te conozco muy bien y sé que cuando te hartas de alguien, solo pasas la página.

—Sí, yo también lo creí.

            Gustavo la mira a los ojos mientras la escucha, se diría que intenta validar sus palabras, pero luego recorre el rostro, las comisuras de los párpados, las mejillas que van coloreándose al paso del licor, la boca delineada con esmero, tan deseable para él como cuando eran estudiantes. Ella no lo percibe, está ensimismada escuchándose a sí misma, reviviendo cada sensación que brota a la par con los recuerdos.



            Cinco años atrás, Daniel conocía a Alina a través de una red social; en la fotografía se observaba a una muchacha recostada sobre el césped con una sensualidad imposible de resistir, ojos claros resaltando bajo el arco intensamente negro de las cejas, cabello azabache recogido con coquetería, un vestido que apenas cubría el pecho y que debido a la posición en alto de la cámara dejaba muy poco a la imaginación. Había pasado varias páginas buscando distraerse cuando la vio. La simple observación despertó sus hormonas, descargó la imagen en la pantalla para ampliarla y repasó con sumo interés cada rasgo de aquella piel morena.

            Sus veinticinco años, el incuestionable atractivo y un inminente título de arquitecto, hacían que Daniel tuviera un futuro promisorio. Llevaba un mes como gerente de proyectos en el negocio del padre, donde se codeaba con altos ejecutivos, todos mayores, y se aburría en las reuniones casi diarias; tenía todo lo que a su edad alguien podía aspirar en la vida, pero el haberse dedicado por entero a los estudios no le permitió establecer una relación sólida. Era el primer viernes que no habría ninguna reunión y decidió relajarse revisando las redes sociales. Al ver la fotografía no dudó en enviar un mensaje. Alina lo recibió e ingresó al perfil del muchacho, pasaron apenas algunos minutos para que respondiera. El encuentro fue cosa de horas. Dar un paseo por la costa, subir la escalinata de piedra, detenerse en el mirador, observar su cabello ondear con el viento; ella no solo era hermosa sino tan desinhibida, compró baratijas a los ambulantes y bailó frente a los músicos callejeros; al llegar al hotel ya era de noche, solo consiguieron abrir la puerta antes de dar rienda suelta a sus instintos.

         El lunes las cosas debían volver a la normalidad, pero Daniel quería verla; la llamó insistentemente durante todo el domingo, recién a las tres de la tarde del lunes ella respondió:

—El viernes fue muy intenso, el sábado dormí hasta tarde.

—¿No viste mis llamadas? —preguntó él, algo contrariado.

—Sí, claro, las vi, ya te dije que me levanté tarde; ahorita no puedo responder. ¿Quieres un segundo round? —preguntó ella mientras dejaba caer la espalda sobre la almohada y pegaba el auricular a la boca para decirle casi en un susurro—: me encantaría un segundo round.

—Mira, si estás con alguien, lo entiendo, podemos dejar las cosas allí, solo sé sincera.

—Bah, no seas aburrido, tú me gustas mucho, ¿qué dices? ¿Hoy a las seis en el mismo lugar?

            Comenzaron a verse a diario. Donde fuera que estuvieran, Alina no pasaba desapercibida, lo que le producía algo de inquietud, no porque despertara interés sino por la coquetería con que respondía a los halagos masculinos.

—Las mujeres son así, hermano —le dijo su gran amigo Gustavo—, no pretenderás estar con una chica como esa y que se le olvide el resto del mundo, si no lo soportas, tal vez deberías buscarte una más “normal”.

—¿Normal? Como Carolina, dices, no te pases, hermano, ella para mí es como tú, pero con falda.

            Carolina era una joven agraciada, aunque muy discreta; vestía sobriamente, usaba anteojos, cabello recogido y dedicaba su tiempo solo al estudio. Los tres eran amigos desde la secundaria y cursaban juntos el programa de arquitectura en una prestigiosa universidad de Lima, estaban haciendo planes para constituir una oficina de proyectos arquitectónicos apenas se graduasen; llevaban reuniéndose dos largos meses para concretarlos. El padre de Daniel le pidió a este, en reiteradas ocasiones, que se hiciera cargo de la empresa familiar, pero él siempre rechazó la idea porque quería lograr las cosas por sí mismo, actitud que Carolina admiraba. Durante los últimos meses, como las reuniones se desarrollaban en casa de Gustavo, Daniel la llevaba a casa, conversaban, bromeaban, o se detenían a tomar algo en el camino, habían logrado acercarse mucho.

            «Tienes que cambiar esos anteojos —le dijeron sus amigas—, tu cabello es precioso, suéltalo y vamos a subir unos centímetros a esas faldas que usas». Al comienzo fue difícil, luego se hizo una costumbre. El primer día que apareció en el aula con aquel estilo diferente, Daniel la tomó de las manos y la miró de pies a cabeza. «¡Guaaau! Estás…, hasta pareces mujer», bromeó algo perplejo. El cambio no solo fue visible a sus ojos, Gustavo también la observaba disimuladamente, claro que él no necesitaba verla diferente para pensar que era la mujer perfecta, sin embargo, al notar que la muchacha solo tenía ojos para su amigo, decidió hacerse a un lado. Los demás estudiantes también reaccionaron ante la nueva imagen. Se acercaban a ella con cualquier pretexto, hasta hubo uno que se atrevió a invitarla a salir, pero ante la negativa tajante y la mirada que le regaló —haciéndolo sentir como un insecto—, no volvió a intentarlo más. Carolina era muy selectiva, veía a sus congéneres muy por debajo de ella, todos eran unos niños, muy alocados, o vivían en casa de los padres, eran conformistas y acababan sepultados en comparación con su querido Daniel.

            El tiempo que necesitaba para afianzar la cercanía entre ellos, se vio de pronto acortado por las constantes ausencias del estudiante. Carolina se dio cuenta de que las cosas no caminarían entre ellos, lo que le producía angustia porque se había enamorado perdidamente de él, pero el padre de Daniel estaba hospitalizado a causa de un infarto, ya no era un regalo, sino una necesidad, que el chico se hiciera cargo de la empresa. De la noche a la mañana, los planes de formar empresa juntos, se deshicieron y el muchacho comenzó a involucrarse en el negocio del padre. Ya no se veían excepto por las tutorías diarias para la tesis, que estaban por concluir.

            «Celos —fue lo que le dijeron sus amigas—. No resisten que alguien quiera hacerles competencia. Deja de ser tan estirada, que te vea saliendo con algún tipo, vas a ver cómo reacciona».

            Siguió el consejo e invitó a un joven a unirse al equipo de trabajo. La tarde en que Daniel se reintegró al grupo, encontró a un muchacho vivaz y atractivo que se deshacía en atenciones con Carolina, pero lo que le produjo una sensación extraña que no lograba definir, fue la actitud de ella ante los halagos que recibía, efectivamente sintió celos.

            Al terminar las clases, se ofreció a llevarla como siempre, pero ella se negó, «No te preocupes, ya tengo quien me lleve a casa», dijo. La vio acercarse al nuevo amigo, y a este colocar su mano en la espalda de la joven para ir bajándola despacio mientras charlaban, hasta quedar en la cintura, observó con rabia cómo el espacio desaparecía entre ellos cuando se acercaron para decirse algo en secreto, y luego, la sonrisa cómplice de Carolina, mientras ingresaba al auto. Alguien la llamó de pronto, bajó nuevamente del vehículo y al hacerlo, el largo de la falda se acortó; unas piernas largas y blancas en las que jamás reparó, quedaron fuera. Sintió la sangre hervir por dentro al ver como el chico la observaba bajar y recorría con la mirada el cuerpo de la muchacha mientras se alejaba, Daniel conocía perfectamente bien esa sensación; la joven regresó acalorada retirándose el saco pues un repentino brillo solar elevó la temperatura, su figura grácil se contoneaba al ritmo de los tacones; pasó la mano por debajo de la cabellera larga con una coquetería inusual y sonrió al intruso. No pudo soportarlo más, nadie tenía derecho excepto él, de contemplarla de esa forma, ningún estúpido como ese, que debía estar imaginándosela en su cama; ella era perfecta, claro que recién lo descubría; debía marcar territorio. Se acercó a paso firme cortándole el camino. «Esto es lo que te gusta ahora? —le preguntó—. Exhibirte de esa manera, ¿¡qué!, te gusta que te deseen?»

            Carolina no podía creer lo que escuchaba, el consejo de sus amigas funcionaba a la perfección, lo miraba atónita.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó.

—¿Esto es lo que quieres? —insistió él lleno de rabia—, ¡Dime!

Sin esperar respuesta la cogió de la cintura y la atrajo hacia sí sujetándola con fuerza. Ella comenzó a temblar, era la primera vez que sentía aquel cuerpo tan cerca, su aliento, la actitud casi animal que exhibía, tomándola a la fuerza. El otro muchacho se acercaba también, dispuesto a defenderla por aquella intromisión.

—Allí viene tu caballero —dijo en voz alta—, dile a este estúpido que no te mire de esa forma, que no quieres nada con él, que solo me deseas a mí.

Hablaba mirándola a los ojos con la seguridad que le daba la actitud de sometimiento de la muchacha, su falta de reacción, las miradas furtivas que siempre sintió sobre sí, mientras estudiaban y que recordaba de pronto, el cambio en su aspecto; ahora lo entendía todo, ella estaba enamorada de él; la soltó. «¡Vete con tu amigo! ¡Lárgate! —y acercándose nuevamente le susurró al oído—, o sígueme, quiero que seas mía, tú decides.»

            Estaba indignada, jamás le habría permitido a nadie aquella falta de respeto, esa no era forma de tratarla, pero una fuerza muy dentro parecía vencerla; Daniel era así, siempre fue así, jamás exhibía gentileza con nadie excepto con su madre; el padre por otro lado era tan machista, le decía al hijo único que las mujeres son como autos nuevos y que tenía la potestad de elegir lo mejor. Quería correr tras él, ansiaba abandonarse en aquellos brazos como tantas veces lo imaginó y someterse a su voluntad, pero el raciocinio le decía que se vaya, que merecía más que eso. El otro estudiante se acercaba, todos los miraban, Daniel volteó, el estacionamiento se hallaba atiborrado de estudiantes y maestros que salían de clase, y tras las rejas que daban a la avenida, un grupo de curiosos los observaba; cómo se había permitido esa escenita, él, que podía tener a las mujeres que quisiera, su frustración era evidente, sin embargo, no le daba la gana de permitirle que lo despreciara por otro, especialmente ahora que todos lo escucharon; su mirada era sombría, y a los ojos de Carolina parecía un cervatillo abandonado. El otro muchacho la vio contemplarlo y entendió todo. «Creo que deberías irte con él —dijo—, es lo que deseas».

            A partir de ese día las cosas se desarrollaron como era de esperarse. Los padres de Daniel estaban felices. Gustavo se alejó de ellos, no podía soportar que la mujer que amaba hubiera elegido a su amigo. Una noche, mientras conversaba en un bar miraflorino con unos compañeros de trabajo, vio ingresar a Daniel con Alina, el mozo los saludó con un tono bastante familiar y los guio hasta una mesa apartada del bullicio, en la terraza; se acercó visiblemente contrariado, apenas saludó a la mujer y le pidió a su amigo que lo acompañara; una vez lejos, le reprochó que estuviera engañando a Carolina, pero el joven se defendió alegando que esa mujer no significaba nada, que solo se divertía, «Voy a casarme, hermano, tú también eres hombre pues; una vez que me case, esto se acabó, ¿o acaso crees que arriesgaría mi matrimonio por una mujer como esa?», le pidió que callara, y así lo hizo. Los preparativos para la boda comenzaron.



            Desde que Daniel asumió la gerencia en la empresa de marketing del padre, actuó correctamente, aun a pesar de sentirse agobiado entre tantas reuniones. Añoraba el tiempo en que hacía planes para construir un complejo, buscar financiamiento, cuando quería salir adelante por sí mismo. De pronto comenzó a aburrirse y a llevar la dirección de la empresa de forma mecánica, el tiempo no le alcanzaba para el trabajo porque su vida comenzó a girar alrededor de Alina, delegó sus funciones en un asistente, hasta que pudiera dejarla, aunque sabía muy bien que no tendría fuerzas para hacerlo; lejos de terminar la relación, le pidió que lo acompañe a los eventos sociales a los que debía asistir para captar clientes. Al comienzo, la mujer se rehusaba a acompañarlo, pero ante la insistencia del muchacho y lo bien que la hacía sentirse, aceptó. La primera vez que Daniel llegó con la exuberante mujer, todos quedaron anonadados; a pesar de vestir sobriamente por complacer a su amante, la chica no podía ocultar la coquetería natural que afloraba en sus gestos, todo iba bien hasta que fue presentada ante el invitado de honor, quien llegaba algo retrasado del brazo de la esposa. Al verlo, no pudo ocultar la incomodidad que le produjo, quiso marcharse, anunció un fuerte dolor de cabeza, pero Daniel le rogó que se quedara, que apenas terminaran la cena se irían, encargaría al asistente el cierre del trato. El recién llegado no dejaba de mirarla, intentó acercarse a ella sin conseguirlo y cuando uno de los invitados se retiró de la mesa, este no dudó en acomodarse a su lado y hablarle; la esposa los fulminaba con la mirada, el sujeto se había pasado de copas y no disimulaba el deseo que le despertaba la mujer; cuando se acercó a su oído para decirle algo, Daniel, quien lo estaba observando, le estampó tremendo puñete que lo hizo caer de la silla. De pronto, el murmullo de los comensales amenizado por los acordes de un violín, el tintineo de las copas al brindar, la luz tenue y el paso cauteloso de los mozos que avanzaban entre las mesas, se convirtieron en un caos. Ese fue el primer cliente que perdió.

            Luego de la tercera reunión, esta vez en el restaurante de un exclusivo hotel en San Isidro, que también concluyó en un encuentro a puños con otro cliente, Alina dejó de responder sus llamadas; cuando fue a buscarla al departamento que alquilaba, el conserje le dijo que ya no vivía allí. No había rastros de ella, se sintió desesperado y aunque intentaba disimular ante su novia, quien le reprochaba que no la acompañara para definir todo lo referente a la boda, no lo lograba. Las quejas de la chica, lo único que provocaban en él era indiferencia. Carolina decidió terminar la relación; todo comenzaba a desmoronarse, el padre, quien ya sabía de las andanzas del hijo con aquella muchacha alocada, también le reprochó, le dijo que se sentía decepcionado, que estaba tirando a la basura su futuro por una zorra. Daniel tuvo que hacer un gran esfuerzo para no faltarle el respeto cuando lo escuchó llamarla de esa forma, pero lo que lo decidió a cambiar fue que esa misma noche luego de aquel altercado, el padre tuvo un segundo infarto.

            Buscó a Carolina y le pidió perdón, mas, luego de la ruptura, la novia indagó entre la gente de la oficina y se enteró de la existencia de otra mujer, «Creo que te has enamorado de ella —le dijo—, solo me buscas para contentar a tu padre, no puedo casarme con un hombre que ama a otra, es mi vida también, te ruego que no seas egoísta». Esa noche Daniel regresó a casa y dedicó horas a pensar; sentado ante el escritorio, con el rostro de Alina en la pantalla, se decía a sí mismo que no podía estar enamorado, los hechos le demostraron que jamás podría llevar una vida serena a su lado, ella despertaba en él, «y en todos», los instintos más básicos; una familia en el futuro definitivamente no la incluía, su padre tenía razón, ¿acaso querría exhibirse con una coqueta? ¿La imaginaba como la madre de sus hijos? Pero, ¿era solo el deseo lo que los unía?, cuando estaban juntos, se sentía auténtico, libre, no le temía a nada, eran tan parecidos; Alina era atrevida como él mismo deseaba serlo, irreverente, pero ya era tarde para eso, su padre estaba enfermo, debía cumplir.

            Dos días después se apareció en casa de la novia con un ramo de rosas rojas; en la sala, rodeado de cuadros y lámparas, con el sol ingresando por la ventana y el rostro ensombrecido de la muchacha, «Perdóname —dijo—, no puedo amar a otra mujer que no seas tú, sé mi esposa». Sí, debía sacar a Alina de su vida, esa era la forma. Carolina dudaba, pero también confiaba en la voluntad de Daniel para cambiar. Faltaban apenas dos semanas para la boda, no podía retroceder, lo amaba, viviría para mantenerlo interesado, conocía la fórmula.



            Carolina continúa en el departamento de Gustavo contándole su historia, están sentados sobre unos cojines frente a la chimenea, pues la temperatura ha bajado, una suave música de fondo relaja el ambiente.

—Así fue como dejaste de estudiar.

—Sí, lo dejé todo, enfoqué mi vida en tratamientos de belleza, gimnasios, ropa nueva, pero, por más que me esforzaba, siempre había mujeres que llamaban su atención, sabía que no podía competir con ellas.

—No todas las mujeres se destacan por las mismas cosas, Carolina.

—Lo sé, ahora lo entiendo, pero en esa época estaba ciega.

            Una lágrima rueda por la mejilla de la mujer, él se levanta para preparar otro trago, Carolina coge la cartera, saca el celular y lo coloca en una mesa lateral, cerca de la corriente. «Esto te va a hacer bien», le dice Gustavo entregándole el vaso, se sienta junto a ella y le ofrece su hombro; la mujer se recuesta, se siente tan frágil, sabe que él estuvo enamorado de ella desde siempre, la merecía más que Daniel, de pronto una melodía conocida la traslada a la época de la universidad, antes de que sucediera todo, recuerda a Gustavo sacándola a bailar, siempre pendiente de ella, la sonrisa dulce, los ojos acaramelados, muy delgado para su gusto pero tan gentil; él toma su mano y la besa, «¿recuerdas?», le pregunta, y antes de recibir respuesta la levanta con delicadeza y la sujeta entre sus brazos; están bailando al compás de aquella canción con las luces bajas y el calor de la chimenea, todo sabe tan bien, todo parece posible. El licor va relajando su cuerpo, hunde la cabeza en el pecho del hombre y se deja llevar.



            Una tarde, luego del matrimonio, Daniel asistía a una conferencia en el auditorio de un hotel cercano a su trabajo, desde la entrada reconoció a Alina. Se veía tan deslumbrante como siempre, con una copa en la mano y entretenida con el celular. Iba a acercarse cuando apareció Gustavo, quien caminó directo hacia ella, la tomó del brazo y se perdieron camino a la zona de habitaciones.

            Tuvieron que pasar dos años para que Daniel aceptara escuchar a Gustavo, le resultó extraño que la explicación de su amigo apuntara a disculpar a Alina, él le contó que aquella muchacha se prostituía, que tuvo una infancia difícil, que intentó alejarse porque sabía que no podían tener una relación seria, que él no la dejó. «El día que nos viste lo descubrí todo, me enteré de sus andanzas y quise ver si era capaz de meterse conmigo, no pasó nada entre nosotros, solo hablamos; ella te quiere, aunque no cree que puedas perdonarla, sabes que nunca me gustó para ti, pero estoy convencido de que ustedes se aman realmente. Basta escucharlos hablando del otro para entender que se aman de verdad».

            Un mes después, Daniel comenzó a llegar tarde y luego a ausentarse los fines de semana de la casa que compartía con su esposa, esta amenazó con dejarlo, la miró con indiferencia y respondió irónicamente: «Bueno, te has convertido en una de esas cabecitas huecas de las que tanto te burlabas, va a ser fácil que te consigas un nuevo marido». La joven lloró por días enteros hasta que decidió poner en práctica una nueva estrategia: ya no le reprochaba nada y se mostraba más comprensiva. Él respondió bien al cambio, continuó llevando una vida paralela, aunque de forma discreta, pues lo único que quería era que no lo molestaran, ella dejó de cuidarse y se embarazó. Cuando se lo dijo, él se alegró sinceramente, la levantó en brazos, le prometió que las cosas cambiarían, pero una tarde, luego que el niño naciera, Carolina fue a visitar a su madre, al regresar a casa, lo encontró en su habitación, con ella.



            La canción ha terminado; sobre la alfombra están regadas las prendas que usaban; reposan uno al lado del otro, mas no se tocan. Él debía poseerla para seguir con su vida, le costó mucho convencer a Daniel que perdone a Alina, por fin tenía lo que siempre debió ser suyo; ella, decidió vengarse de Daniel acostándose con su mejor amigo, no le importaba nada, ni los bienes que pudiera perder en el divorcio ni la vergüenza que significaba para sí misma aquel hecho, fue mucho el tiempo que soportó las humillaciones de su aún esposo, urgía ponerle fin a esa relación perversa de dependencia, a su propia inacción y debía ser algo radical. El celular de Carolina se ha apagado, las grabaciones de video consumen mucha batería. Va a divorciarse, sí, pero antes le clavará un puñal en el alma, igual que lo hizo él.

martes, 1 de agosto de 2017

El enigma de Cora

Horacio Vargas Murga


Bastaba ver a Cora una sola vez para darse cuenta de que era realmente bella. Rubia, tez blanca y una silueta envidiable. Los jóvenes de la vecindad la miraban con impaciencia, unos con deseo, otros con aquel semblante de quien se enamora por primera vez. Sus diecinueve años, su encantadora figura, podían hacer perder la cabeza a cualquier hombre. Cada vez que caminaba por la calle, sentíamos su perfume exquisito y escuchábamos su suave caminar por la vereda. Su sola presencia, cambiaba el color del paisaje, mientras saboreaba un dulce y espontáneo sabor en mis labios.

—¿Por qué él tiene esa cosa que yo no tengo? —preguntó la niña molesta.

La tía se ruborizó de pies a cabeza. Le empezaron a temblar las manos. Un sabor ácido inundó su boca, mientras hormigueos intensos se expandían por toda su piel. Escondió el rostro un momento tratando de recobrar la calma. El niño las miró contrariado. A sus cuatro años, no podía salir de su asombro.

—Sobrinita, esa cosa es su pipí, la tienen solo los varoncitos. Las mujercitas en vez de pipí tenemos nuestra cosita.

—¿Y por qué no tenemos pipí?

—Porque… porque la naturaleza nos hizo así, ¿cómo te lo explico? Eres aún muy pequeña. Mira, yo te prometo que otro día conversaremos.

Grandes conquistadores se convertían en unos niños torpes ante su presencia. A mí también me pasaba lo mismo. Ella no tenía amigos muy cercanos, la mayor parte del tiempo andaba sola. Respondía a todos los saludos, pero jamás se quedaba a conversar largamente con ninguna persona. Raúl, el apodado Galán de Galanes, buscó la forma de acercarse a ella. Siempre vestía muy elegante y caminaba dando un toque especial a su caminar. La noche de la fiesta de la vecindad intentó sacarla a bailar, pero Cora rehusó la invitación y no bailó con nadie. Raúl insistió llenándola de obsequios sin lograr su cometido. Incluso en una oportunidad, Cora le lanzó una mirada de desprecio y le dijo que no quería volver a verlo.

La niña lo descubrió de casualidad, cuando el niño fue al baño y olvidó cerrar la puerta. Él podía orinar parado y ella no. Él tenía algo que ella no.

—Tía, yo también quiero tener pipí.

—Sobrinita, eso no es posible, yo te voy a explicar.

Pero las explicaciones fueron en vano. Además la tía no se sentía preparada para hablar del asunto, a ella tampoco le habían explicado nada sus padres. Su ansiedad aumentó la desconfianza en la niña.

—Yo quiero tener pipí, como él.

—Pero, niñita…

—Yo quiero tener pipí, yo quiero, yo quiero, yo quiero.

Se tiró al suelo y empezó a patalear descontrolada. La tía no sabía qué hacer.

Lo mismo sucedió con Aldo, hijo del alcalde, Braulio, médico de la vecindad: Arturo, afamado comerciante y otros tantos que corrieron la misma suerte. ¿Qué había de oculto en ella? Nadie lo sabía. Aquella idea me tuvo obsesionado por un tiempo. No lograba entender qué era lo que estaba ocurriendo. Durante varios meses, nadie más se acercó a Cora, temerosos de terminar como los anteriores interesados.

La niña recortó con una tijera un pedazo de esponja y lo sostuvo a la altura de su pubis.

—Yo ahora soy hombre y este es mi pipí.

De esta manera caminaba por toda la sala haciendo prevalecer su masculinidad artificial. La tía miraba confundida. Ella había suplido a su madre, que falleció en un accidente automovilístico. La niña jamás conoció al padre, la abandonó apenas nació.

La tía, preocupada por la situación, consultó con sus amigas.

—Son cosas de niñas, ya se le pasará, no te preocupes.

En cierta ocasión la encontré limpiando la ventana de su casa.

—¿Te ayudo, Cora?

—No gracias, no necesito ayuda.

—Vamos, te doy una mano.

—He dicho que no, vete y no me molestes.

Hay un gran alboroto en el jardín de la casa. El niño y sus amiguitos están jugando a los volatines. La niña pide que la dejen jugar con ellos, pero nadie le responde. Todos están entusiasmados. La niña entra al juego, hace un volatín y se le levanta la falda. Los niños explotan en carcajadas.

Cora me miró completamente molesta.

—Pero, Cora, yo solo quería ayudarte.

—Pues no quiero tu ayuda, ni la de nadie. No necesito la lástima de ustedes.

—¡Lástima! No entiendo, ¿por qué nos tratas así a todos en la vecindad?, ¿qué te hemos hecho?, ¿acaso nos detestas porque no somos adinerados?

—Porque son hombres.

Los niños se ven muy contentos.

—Hay que jugar a quien orina más alto.

¡, sí! —gritan todos.

—Yo también quiero jugar —suplica la niña.

—¿Tú? —pregunta uno de los niños con sorna.

Todos empiezan a reír sin parar. La niña se retira triste. Alguien del grupo sale corriendo y le jala de las trenzas. La niña hace un gesto de dolor y llora. En sus oídos las risas crecen desesperándola.

Quedé más confundido. Nos miramos un momento sin pronunciar palabra alguna.

—Lo siento, no quise decir eso, vete por favor.

—Cora, quizás algún hombre te haya hecho daño, pero no todos somos así.

—Retírate, no quiero seguir conversando.

—Cuéntame qué te sucede, yo te puedo ayudar.

—Vete de una vez, por favor.

Se puso a llorar amargamente. Yo me retiré sin saber qué hacer.

Es la fiesta de promoción del colegio. En un amplio salón, alumnos y alumnas se encuentran vestidos de gala. Fragancias de perfumes exquisitos invaden todo el ambiente. La música intensa y variada, los envuelve al igual que la alegría y el entusiasmo juvenil. Los niños, ahora adolescentes, miran a las damas con otros ojos, sobre todo a aquella que siempre quería jugar con ellos. Se pelean por sacarla a bailar, pero la adolescente se rehúsa la mayoría de veces. En un momento de la fiesta, se retira para ir al baño. Al encontrarse sola, aprovecha para mirarse al espejo y apreciar el bello rostro que todos halagan, así como su cuerpo escultural. Sin embargo, en su mente, se observa con un terno blanco bien acicalado, un cabello corto y un cuerpo atlético y distinguido. Sale del baño confundida, pero es interceptada por un muchacho, algo pasado en copas, que pretende seducirla. Intenta escabullirse, pero él la coge de los brazos y se precipita a besarla. Forcejean varios minutos, durante los cuales, las manos del varón llegan a coger sus pechos y muslos de forma desesperada. Ella le propina un rodillazo en el escroto. El joven queda tendido en el suelo. La joven regresa al salón, tratando de disimular su disgusto por lo sucedido.

Pocos meses después Cora se fue de la vecindad, sin decir nada a nadie, ni siquiera dejó una nota. Pobrecita, quizás algún canalla la trató mal. Si me hubiera dado una oportunidad, yo la hubiera hecho muy feliz. La extraño mucho. Ojalá regrese algún día. Jamás conocí mujer más hermosa que Cora.