Rosario Allpas
Llegaron
de improviso portando una serpiente disecada. Eran los médicos del Servicio
Civil de Graduandos en Salud (SECIGRA-Salud), quienes venían de Requena, una
provincia de Loreto conocida como “La Atenas del Ucayali” *. Esta se encuentra
rodeada por dos ríos: El Tapiche (de aguas negras) y el Ucayali (de aguas
turbias) y, a ocho horas de viaje fluvial desde el Puerto de Iquitos. Raúl y Alberto
partirían de retorno a Lima al día siguiente llevando muchas aventuras a
cuestas, valiosos conocimientos aprendidos y, sobre todo, abundante práctica
sanitaria concedida a los requeninos a través de su centro de salud.
Se
habían hecho «hombres», decían; libres de la tutela de padres, profesores y de
colegas jefes. Todos los secigristas pasaban
por lo mismo: al inicio, los recién egresados, venían temerosos a ocupar las
plazas en los lugares más recónditos del país, sus rostros anunciaban demasiada
responsabilidad pues debían ejercer su carrera sin aún poseer un título; por lo
tanto, venían forzados a un ejercicio laboral ineludible, requisito
indispensable para ser titulados. Pero tan pronto como empezaban con su quehacer
se adaptaban al lugar, a la gente, a su centro de trabajo y, cuando estaban
allí, se daban cuenta de que ocupaban un estatus. En los pueblos pequeños,
ellos eran una autoridad y debían comportarse como tal. Aquella atribución se
propalaba dentro del alma convirtiéndola en un sentimiento de poder, y este,
siempre ha sido un aditamento preciado. El poder los hacía atractivos,
codiciados, sabiondos. Pasaban los meses y al término de su servicio ya no
querían irse, comenzaban a valorar su profesión, su independencia; por ello,
cuando venían a Iquitos, paso obligado de regreso a Lima, todos prometían
volver y lo decían con total seguridad y franqueza porque en su alma aventurera
albergaban muchas ansias de retornar a esos pueblos perdidos donde recibieron
tanta aceptación y cariño. Pero en cuanto estaban en la capital, la vorágine de
los días apretados que pasaban volando, la casa, la familia, los amigos, los
trámites de titulación, la colegiatura, la especialización; todo ello los
atrapaba y pronto las promesas quedaban olvidadas.
—¿Y
la serpiente? —les pregunté—. ¿Se la llevarán a Lima?
—¡Oh,
no! Es un encargo para el director de la Región de Salud Oriente. Se la envía
Elena, es un ingrato recuerdo —contestó Raúl.
Elena
era la enfermera secigrista destinada
hace poco a Requena. Delgada, trigueña clara, de cabello castaño lacio muy largo
que se incendiaba por el sol y volaba con el viento. Dueña de una personalidad
fuerte y de mucha entereza.
—¿Qué
sucedió?
—Vamos
a tomar un refresco mientras el director se desocupa y aprovecharemos para
contarte la historia —dijo Alberto.
Nos
encaminamos hacia la cafetería del hospital. Allí, cobijados por el techo de hojas
de palma y plátano que abolía el calor agobiante y rodeados de árboles que ayudaban
a bajar la temperatura con su brisa calma, pedimos tres refrescos de camu camu** helados.
Entonces,
ellos comenzaron su relato:
—Era
una noche en que habíamos acabado de cenar y nos pusimos a jugar naipes. —Empezó
a contar Alberto.
—Al
inicio Elena no se unió al grupo pues ella deseaba dejar las cosas preparadas
para el día siguiente, se puso a limpiar y ordenar el ambiente vecino —dijo
Luis.
—Nosotros
—continuó Alberto—, mientras repartíamos las cartas, conversábamos y reíamos. Así,
el tiempo fue pasando y hacia la medianoche Elena se nos unió; pero algo llamó
nuestra atención, eran unos golpes sordos en la puerta principal del centro.
Elena no deseaba perderse ninguna jugada por lo que no se inmutó ni intentó
pararse. Nosotros le rogamos que fuese a ver quién osaba interrumpirnos.
—Entonces…,
¿qué pasó? ¿Qué fue ese ruido? —Los apuré con mi interrogatorio.
—Entonces…,
deja que te contemos. Ja, ja, ja. —dijo esta vez Luis y agregó—: Ella se
levantó y se fue a paso rápido. Alguien contó un chiste y soltamos las
risotadas. El juego estaba muy divertido y le tocaba a Raúl, luego a Julia, a
Alberto y a mí. Cuando llegó el turno de Elena, recordamos que habían pasado
varios minutos desde que ella se había ido. Le llamamos, pero no obtuvimos
respuesta. Lo hicimos otra vez y de nuevo el silencio. Pensamos que se habría
quedado a conversar con alguien.
—¿¡Y!?
—Julia
se animó a ver qué pasaba. ¿Por qué Elena nos estaría malogrando el juego si
sabía que sin ella no podríamos continuar?
—En
ese instante escuchamos el grito de Julia —dijo Alberto—. Corrimos todos a ver
qué pasaba. El cuadro que vimos parecía sacado de una película de terror. Julia,
a un lado, lucía pálida, desencajada, al borde del desmayo, y… Elena… estaba parada
en el porche de la puerta, aferrada a una serpiente más larga que su tamaño.
Quedamos pasmados, detenidos en el tiempo, sin saber si era real lo que
nuestros ojos percibían, privados de habla y movimiento.
—¡Una
serpiente! —exclamé, asustada—. ¡Qué horror!
—¡Sí!
Las manos de Elena se encontraban fuertemente asidas al cuello del animal, este
ondulaba la cola como dando latigazos al cuerpo de nuestra compañera; luchaba, pero
cada vez con menos fuerza, pues Elena no descansaba en ningún momento de
oprimir; aún, cuando la boa dejó de moverse, ella continuaba apretando. De
pronto, un chirrido como el hielo de los glaciares quebrándose salió de su
garganta. Nosotros que estábamos parados, estupefactos, mirando la escena sin saber
qué hacer, al escuchar el grito desgarrador, que al parecer se había quedado
ahogado en la garganta de Elena, corrimos a auxiliarla.
—Se
me escarapela el cuerpo de pensar en lo ocurrido —dije.
—La
serpiente ya no se movía, pero ella no podía dejar de apretar el cuello de
esta. Temblaba, todo su cuerpo se había tornado frío por el horror confrontado
y no lográbamos abrirle las manos que sujetaban al reptil. Le cubrimos la
espalda para darle calor, le manifestamos que no temiera más, que el animal
estaba muerto, que ella había sido valiente al confrontarlo y matarlo. Aflojó poco
a poco la mano izquierda y la ayudamos a vencer el agarrotamiento de la
diestra. Llegó la calma, luego empezamos a llenar el espacio con nuestras voces
interrogantes: «¿Qué pasó?» «¿Por qué no nos llamaste para ayudarte?».
Elena,
aún conmocionada, empezó a contar su historia:
«Cuando fui a
abrir la puerta, no escuché nada y pregunté: “¿Quién?”. Pero nadie contestó. Iba
a regresar con ustedes para continuar el juego, pero sonó otra vez el toque de
la puerta, entonces giré el picaporte y abrí. Fue… alucinante... me encontré con
la serpiente cara a cara. Me asusté al máximo y grité, pero mi voz no salió, vi
venir el inminente mordisco y con un rápido reflejo alargué la mano derecha y
logré asir su cuello; sentí que su cola enroscaba mi cuerpo, percibí la
frialdad metálica que traspasaba a través de mi ropa y abrí la boca para gritar,
pero tampoco esta vez salió sonido. Sentí asco y terror. Cerré los ojos y
apreté y, seguí apretando ayudándome con la mano izquierda y solo me concentré
en mi miedo, en la repulsión que sentía y constreñí con todas mis fuerzas su
cuello y no supe más». Concluyó aturdida.
—¡Qué
valiente!
—Sí.
Esa noche, ella solo pudo dormir después de un trago de agua de azahar.
Nosotros estuvimos acompañándola en su reposo quizás esperando también el tener
que afrontar un miedo igual o mayor que el de ella. Nos parecía que cada uno de
nosotros le debíamos unos segundos de horror. ¿Por qué Elena debió de sufrir
esa pesadilla mientras nosotros nos divertíamos? —dijo Luis, con voz velada.
—Al
día siguiente —continuó Alberto— los requeninos se enteraron de la hazaña.
Disecaron el animal, pero no pudieron reconstruir el cuello, estaba muy dañado.
Algunos pobladores de lugares aledaños se enteraron, el director de la región
también lo supo y mandó pedir la serpiente disecada. Elena se la envió. Ella no
soportaba verla, quería olvidar para siempre ese recuerdo.
—Me
han dejado los brazos como con burbujas de gaseosa debajo de la piel y,
concuerdo con Elena de que no quiera ver más a la serpiente. Habrá sido una
experiencia terrible.
Luis
colocó en la mesa el ofidio y lo vi de cerca.
—¡Válgame
Dios! —exclamé.
Era
un ejemplar de cuerpo cilíndrico, largo, enroscado, cuyas escamas de colores
brillaban. El cuello estaba conectado con el resto del cuerpo por unos alambres
que hacían que la cabeza se mantuviera erguida; sus ojos, aunque falsos,
ahincados en la cara aplanada, parecían suplicar auxilio.
—La
selva trae muchas sorpresas —acotó Alberto.
—Llevaré
para siempre el recuerdo de esa noche larga e insomne —dijo Luis, pensativo y
mirándome exclamó—: ¡Tú, que llevas más tiempo en la selva, ¿has visto una cosa
igual?!
—No,
nunca. Desde ya, estoy temblando de terror. Cuando viajé a Indiana, una
hermosura de pueblo, tuve que hacer amistad con las ranas que normalmente
saltaban por las veredas y escaleras del centro de salud y del edificio de los
curas donde se encontraba la residencia de los trabajadores de salud. Debía de
tener cuidado al caminar porque estas saltaban contentas intercalando pasos con
nosotros en su recibimiento —sonreí recordando—. ¡Eran bastante grandes!
—Ja,
ja, ja. ¡Vamos! —Se incorporó Alberto encaminándose a la salida.
Luis pagó por los refrescos y enrumbamos hacia la
dirección del hospital. Los acompañé, pues yo también iba a una entrevista con
el director para despedirme de Iquitos.
*Requena
fue llamada “La Atenas del Ucayali” por la calidad educativa y acervo cultural que
se impartía en el gran colegio Padre Agustín López Pardo (PALP); lleva el
nombre en memoria de su fundador. Fue el mejor colegio de la selva peruana que
funcionaba con un internado ofreciendo educación no solo a los requeninos sino
también a estudiantes venidos de otras partes del país.
**Camu
camu es un arbusto nativo de la
Amazonía peruana, crece también en algunas regiones de Colombia y Brasil, se
desarrolla en forma silvestre en los suelos aluviales inundados durante la
época de lluvias. Su fruto tiene un alto contenido en vitamina C.
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