miércoles, 30 de agosto de 2017

Elena

Rosario Allpas
                                                               

Llegaron de improviso portando una serpiente disecada. Eran los médicos del Servicio Civil de Graduandos en Salud (SECIGRA-Salud), quienes venían de Requena, una provincia de Loreto conocida como “La Atenas del Ucayali” *. Esta se encuentra rodeada por dos ríos: El Tapiche (de aguas negras) y el Ucayali (de aguas turbias) y, a ocho horas de viaje fluvial desde el Puerto de Iquitos. Raúl y Alberto partirían de retorno a Lima al día siguiente llevando muchas aventuras a cuestas, valiosos conocimientos aprendidos y, sobre todo, abundante práctica sanitaria concedida a los requeninos a través de su centro de salud.

Se habían hecho «hombres», decían; libres de la tutela de padres, profesores y de colegas jefes. Todos los secigristas pasaban por lo mismo: al inicio, los recién egresados, venían temerosos a ocupar las plazas en los lugares más recónditos del país, sus rostros anunciaban demasiada responsabilidad pues debían ejercer su carrera sin aún poseer un título; por lo tanto, venían forzados a un ejercicio laboral ineludible, requisito indispensable para ser titulados. Pero tan pronto como empezaban con su quehacer se adaptaban al lugar, a la gente, a su centro de trabajo y, cuando estaban allí, se daban cuenta de que ocupaban un estatus. En los pueblos pequeños, ellos eran una autoridad y debían comportarse como tal. Aquella atribución se propalaba dentro del alma convirtiéndola en un sentimiento de poder, y este, siempre ha sido un aditamento preciado. El poder los hacía atractivos, codiciados, sabiondos. Pasaban los meses y al término de su servicio ya no querían irse, comenzaban a valorar su profesión, su independencia; por ello, cuando venían a Iquitos, paso obligado de regreso a Lima, todos prometían volver y lo decían con total seguridad y franqueza porque en su alma aventurera albergaban muchas ansias de retornar a esos pueblos perdidos donde recibieron tanta aceptación y cariño. Pero en cuanto estaban en la capital, la vorágine de los días apretados que pasaban volando, la casa, la familia, los amigos, los trámites de titulación, la colegiatura, la especialización; todo ello los atrapaba y pronto las promesas quedaban olvidadas.

—¿Y la serpiente? —les pregunté—. ¿Se la llevarán a Lima?

—¡Oh, no! Es un encargo para el director de la Región de Salud Oriente. Se la envía Elena, es un ingrato recuerdo —contestó Raúl.

Elena era la enfermera secigrista destinada hace poco a Requena. Delgada, trigueña clara, de cabello castaño lacio muy largo que se incendiaba por el sol y volaba con el viento. Dueña de una personalidad fuerte y de mucha entereza.

—¿Qué sucedió?   

—Vamos a tomar un refresco mientras el director se desocupa y aprovecharemos para contarte la historia —dijo Alberto.

Nos encaminamos hacia la cafetería del hospital. Allí, cobijados por el techo de hojas de palma y plátano que abolía el calor agobiante y rodeados de árboles que ayudaban a bajar la temperatura con su brisa calma, pedimos tres refrescos de camu camu** helados.

Entonces, ellos comenzaron su relato: 

—Era una noche en que habíamos acabado de cenar y nos pusimos a jugar naipes. —Empezó a contar Alberto. 

—Al inicio Elena no se unió al grupo pues ella deseaba dejar las cosas preparadas para el día siguiente, se puso a limpiar y ordenar el ambiente vecino —dijo Luis.

—Nosotros —continuó Alberto—, mientras repartíamos las cartas, conversábamos y reíamos. Así, el tiempo fue pasando y hacia la medianoche Elena se nos unió; pero algo llamó nuestra atención, eran unos golpes sordos en la puerta principal del centro. Elena no deseaba perderse ninguna jugada por lo que no se inmutó ni intentó pararse. Nosotros le rogamos que fuese a ver quién osaba interrumpirnos. 

—Entonces…, ¿qué pasó? ¿Qué fue ese ruido? —Los apuré con mi interrogatorio.

—Entonces…, deja que te contemos. Ja, ja, ja. —dijo esta vez Luis y agregó—: Ella se levantó y se fue a paso rápido. Alguien contó un chiste y soltamos las risotadas. El juego estaba muy divertido y le tocaba a Raúl, luego a Julia, a Alberto y a mí. Cuando llegó el turno de Elena, recordamos que habían pasado varios minutos desde que ella se había ido. Le llamamos, pero no obtuvimos respuesta. Lo hicimos otra vez y de nuevo el silencio. Pensamos que se habría quedado a conversar con alguien.

—¿¡Y!?

—Julia se animó a ver qué pasaba. ¿Por qué Elena nos estaría malogrando el juego si sabía que sin ella no podríamos continuar? 

—En ese instante escuchamos el grito de Julia —dijo Alberto—. Corrimos todos a ver qué pasaba. El cuadro que vimos parecía sacado de una película de terror. Julia, a un lado, lucía pálida, desencajada, al borde del desmayo, y… Elena… estaba parada en el porche de la puerta, aferrada a una serpiente más larga que su tamaño. Quedamos pasmados, detenidos en el tiempo, sin saber si era real lo que nuestros ojos percibían, privados de habla y movimiento. 

—¡Una serpiente! —exclamé, asustada—. ¡Qué horror! 

—¡Sí! Las manos de Elena se encontraban fuertemente asidas al cuello del animal, este ondulaba la cola como dando latigazos al cuerpo de nuestra compañera; luchaba, pero cada vez con menos fuerza, pues Elena no descansaba en ningún momento de oprimir; aún, cuando la boa dejó de moverse, ella continuaba apretando. De pronto, un chirrido como el hielo de los glaciares quebrándose salió de su garganta. Nosotros que estábamos parados, estupefactos, mirando la escena sin saber qué hacer, al escuchar el grito desgarrador, que al parecer se había quedado ahogado en la garganta de Elena, corrimos a auxiliarla. 

—Se me escarapela el cuerpo de pensar en lo ocurrido —dije.

—La serpiente ya no se movía, pero ella no podía dejar de apretar el cuello de esta. Temblaba, todo su cuerpo se había tornado frío por el horror confrontado y no lográbamos abrirle las manos que sujetaban al reptil. Le cubrimos la espalda para darle calor, le manifestamos que no temiera más, que el animal estaba muerto, que ella había sido valiente al confrontarlo y matarlo. Aflojó poco a poco la mano izquierda y la ayudamos a vencer el agarrotamiento de la diestra. Llegó la calma, luego empezamos a llenar el espacio con nuestras voces interrogantes: «¿Qué pasó?» «¿Por qué no nos llamaste para ayudarte?». 

Elena, aún conmocionada, empezó a contar su historia: 

«Cuando fui a abrir la puerta, no escuché nada y pregunté: “¿Quién?”. Pero nadie contestó. Iba a regresar con ustedes para continuar el juego, pero sonó otra vez el toque de la puerta, entonces giré el picaporte y abrí. Fue… alucinante... me encontré con la serpiente cara a cara. Me asusté al máximo y grité, pero mi voz no salió, vi venir el inminente mordisco y con un rápido reflejo alargué la mano derecha y logré asir su cuello; sentí que su cola enroscaba mi cuerpo, percibí la frialdad metálica que traspasaba a través de mi ropa y abrí la boca para gritar, pero tampoco esta vez salió sonido. Sentí asco y terror. Cerré los ojos y apreté y, seguí apretando ayudándome con la mano izquierda y solo me concentré en mi miedo, en la repulsión que sentía y constreñí con todas mis fuerzas su cuello y no supe más». Concluyó aturdida. 

—¡Qué valiente!

—Sí. Esa noche, ella solo pudo dormir después de un trago de agua de azahar. Nosotros estuvimos acompañándola en su reposo quizás esperando también el tener que afrontar un miedo igual o mayor que el de ella. Nos parecía que cada uno de nosotros le debíamos unos segundos de horror. ¿Por qué Elena debió de sufrir esa pesadilla mientras nosotros nos divertíamos? —dijo Luis, con voz velada.

—Al día siguiente —continuó Alberto— los requeninos se enteraron de la hazaña. Disecaron el animal, pero no pudieron reconstruir el cuello, estaba muy dañado. Algunos pobladores de lugares aledaños se enteraron, el director de la región también lo supo y mandó pedir la serpiente disecada. Elena se la envió. Ella no soportaba verla, quería olvidar para siempre ese recuerdo.

—Me han dejado los brazos como con burbujas de gaseosa debajo de la piel y, concuerdo con Elena de que no quiera ver más a la serpiente. Habrá sido una experiencia terrible. 

Luis colocó en la mesa el ofidio y lo vi de cerca.

—¡Válgame Dios! —exclamé.

Era un ejemplar de cuerpo cilíndrico, largo, enroscado, cuyas escamas de colores brillaban. El cuello estaba conectado con el resto del cuerpo por unos alambres que hacían que la cabeza se mantuviera erguida; sus ojos, aunque falsos, ahincados en la cara aplanada, parecían suplicar auxilio.

—La selva trae muchas sorpresas —acotó Alberto.

—Llevaré para siempre el recuerdo de esa noche larga e insomne —dijo Luis, pensativo y mirándome exclamó—: ¡Tú, que llevas más tiempo en la selva, ¿has visto una cosa igual?!

—No, nunca. Desde ya, estoy temblando de terror. Cuando viajé a Indiana, una hermosura de pueblo, tuve que hacer amistad con las ranas que normalmente saltaban por las veredas y escaleras del centro de salud y del edificio de los curas donde se encontraba la residencia de los trabajadores de salud. Debía de tener cuidado al caminar porque estas saltaban contentas intercalando pasos con nosotros en su recibimiento —sonreí recordando—. ¡Eran bastante grandes!
—Ja, ja, ja. ¡Vamos! —Se incorporó Alberto encaminándose a la salida. 

Luis pagó por los refrescos y enrumbamos hacia la dirección del hospital. Los acompañé, pues yo también iba a una entrevista con el director para despedirme de Iquitos.



*Requena fue llamada “La Atenas del Ucayali” por la calidad educativa y acervo cultural que se impartía en el gran colegio Padre Agustín López Pardo (PALP); lleva el nombre en memoria de su fundador. Fue el mejor colegio de la selva peruana que funcionaba con un internado ofreciendo educación no solo a los requeninos sino también a estudiantes venidos de otras partes del país.


**Camu camu es un arbusto nativo de la Amazonía peruana, crece también en algunas regiones de Colombia y Brasil, se desarrolla en forma silvestre en los suelos aluviales inundados durante la época de lluvias. Su fruto tiene un alto contenido en vitamina C.

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