María Marta Ruiz Díaz
Una nueva
discusión. Otra vez gritos, insultos, portazos. ¿Hasta cuándo iba a soportar
este trato? ¿Por qué lo estaba haciendo? Me planteaba estas preguntas cada vez
que Ernesto entraba en sus crisis nerviosas. Eran espaciadas, pero cuando se
presentaban era mejor desaparecer. Yo, como «lo amaba» permanecía a su lado
tratando de hacerlo entrar en razón. Consiguiendo como recompensa, moretones y
una terrible desolación.
Nuestra relación
había comenzado tiempo después de que me separé de Fabián. Con él tuve años de
inmensa alegría, hasta que alcanzó excesiva notoriedad en su profesión, un
abogado prestigioso experto en defender a criminales de alta alcurnia a través
de juicios que le dejaban fortunas. Siempre triunfaba, no puedo quitarle el
mérito, pero se fue convirtiendo poco a poco en un ser tan creído que era
imposible mantener una conversación con él. Sus ausencias de casa se
acentuaban, varias veces volvía destilando alcohol, claro, festejando sus
logros, me decía. Una noche me cansé de esperarlo, armé mis valijas y me fui
para nunca más volver. No hizo ningún escándalo, vino a Tribunales, firmó el
acta de divorcio y me deseó suerte. Veinte años a su lado para terminar así…
por lo menos me dio dos hijos, Virginia y Tomás, mis ángeles custodios, mi vida
entera. Ellos tampoco sufrieron la separación, nunca tuvieron una real
presencia paterna, acostumbraban a ver en su estudio jurídico fotos y fotos de
asesinos, ladrones, drogadictos, sin entender cómo su padre se esmeraba tanto
en defenderlos, mientras ellos, sus hijos, no figuraban en ningún marco, ni
contaban con la presencia de su padre cuando realmente lo necesitaban, porque
siempre estaba apurado, ocupado, complicado, y qué sé yo cuantos verbos más
usaba para excusarse ante ellos.
Virginia tenía veintitrés
años cuando conocí a Ernesto, Tomás solo once. Se los compró enseguida. Pasaban
mucho tiempo juntos, los ayudó con sus estudios y siempre estaba atento a ver
si necesitaban algo, parecían hijos de él. Hasta que, pasados cinco años, se
desató la primera discusión familiar cuando Tomy regresó borracho a casa. A esa
altura vivíamos solo los tres, porque Virginia ya estaba casada compartiendo un
pequeño dúplex con su marido. Cuando Ernesto vio en las condiciones en que se
encontraba Tomás, lo agarró muy fuerte del brazo, lo empujó contra una pared y
comenzó a gritarle e insultarlo de una manera que nunca olvidaré. Tuve que
interceder, él no era su padre. Así que intenté calmarlo. Lo único que conseguí
fue un cachetazo. A partir de esa vez nada fue igual. Mi vida poco a poco se
fue convirtiendo en un martirio. Los pocos buenos momentos se nublaban en mi
mente cuando volvía el maltrato. Día a día yo continuaba ahí, esperando que
todo cambiara, como si la vida no me hubiera enseñado lo suficiente, sumisa,
complaciente, intentando no generar nuevos altercados. Por otro lado Tomy, cada
vez que llegaba a casa después de una salida nocturna, tenía que saludar a
Ernesto, dejar que lo oliera y le controlara el horario; si todo estaba bien,
se iba a dormir, si no venían los retos, las recriminaciones, los golpes… Y yo,
consentía todo, sentía que ya no tenía fuerzas para enfrentarlo, ni siquiera para
defender a mi hijo.
Cuando me
recostaba por las noches al lado de ese personaje que hoy me parece un
desconocido y que con tanto amor había recibido en mi lecho pensaba en cuáles
serían los motivos que a mis casi cincuenta años hacían que me siguiera equivocando
con los hombres que elegía para compartir mi vida. Soy actriz, divertida, me
encanta la comedia, algo petiza y rellenita, con buenos rasgos heredados de mi
padre. Mi madre tenía la misma pasión y por muchos años representó a un
personaje que era una viejita graciosa, con la que hizo reír a infinidad de
gente. Cuando ella se enfermó, compartir su agonía incrementó mis problemas con
Ernesto. Me dediqué con alma y vida a cuidarla, a acompañarla, a sostenerla
hasta su lecho de muerte. El día que partió, me juré seguir representando su
papel y así lo venía haciendo hasta hoy. Mucha gente en mi ciudad la conocía y,
por ende, me conocen a mí. Trabajo en la universidad nacional como profesora de
teatro, soy comediante en fiestas y reuniones, y tengo unas cuantas cosas más
que entretienen mi vida, pero no logro superar su ausencia, y ya pasaron más de
dos años…
Mi hija también
heredó nuestra pasión por la actuación, y se dedicó a eso desde que terminó su
escuela. Actualmente también enseña, no a futuros profesores de teatro como yo,
sino para los que desean simplemente aprender a actuar. Su figura, alta,
delgada y bien proporcionada (herencia de su padre) le dan un toque de
distinción especial en el escenario. Su pelo rubio y rojo teñido revuelto en
rulos y sus ojos grises (eso debe de venir de algún abuelo) brillan con luz
propia. Se ve poco con Fabián, diría que casi nada, capaz para los cumpleaños
de ambos. A pesar de que a Ernesto lo adoraba, después de los últimos episodios
que Tomás y yo le íbamos contando, lo único que me pedía era que lo sacara de mi
vida.
Tomy había logrado
terminar el colegio y decidió estudiar agronomía. Se anotó en la universidad
nacional e ingresó sin problemas. Él es todo un personaje, un auténtico bohemio.
Lleva la música en el alma, siempre anda acompañado de su guitarra, y si otro
instrumento llega a sus manos aprende a tocarlo en poco tiempo. Su pelo corto,
rubio y alborotado, como lo usan los jóvenes de ahora, le da un aspecto más
infantil y cuesta creer que ya tiene dieciocho años. Además, siempre anda de
musculosa, bermudas y ojotas o zapatillas. Parece desaliñado, pero
contrariamente a su apariencia, es un chico muy ordenado y prolijo en sus
cosas. Posee una dulzura increíble y es muy dócil. Para él Ernesto se había
convertido en un ser detestable, casi no cruzaban palabras ni miradas. Convivir
los tres era cada vez más difícil y yo seguía sin juntar las fuerzas necesarias
para decirle a ese hombre que se marchara. ¿A qué le tenía miedo? No era ni
demasiado alto, ni muy morrudo. Su pelo renegrido y el ceño fruncido eran lo
único que le daba a su rostro una expresión de maldad. Tenía mucha fuerza
porque desde chico había practicado artes marciales. Y un deporte que debería
haber templado su personalidad, pareciera que le dio poderes de grandeza. Sus
golpes eran precisos y secos. Dolían varios días. Jamás nos pidió perdón. Nunca
explicó el porqué de su cambio tan brusco, era como si siempre hubiera sido
así. Si le hablaba de un psicólogo me insultaba, si le sugería ir al médico se
ponía como loco. Era imposible calmarlo cuando le daban sus ataques. El resto
del tiempo se mantenía distante, pensativo, altanero. Mi miedo no era físico,
una se va acostumbrando a soportarlo, sino psíquico, no podía dejarlo,
inconscientemente me tenía atrapada.
Un día,
aprovechando su buen ánimo lo invité a tomar un café. Necesitaba salir,
airearme un poco. Había sido un sábado lluvioso y el domingo prometía
perdonarnos un poco la caída de tanta agua. Estábamos sentados en una mesa
frente al vidrio del fondo de la cafetería que daba a un jardín lleno de flores
que regocijaba mi espíritu. Al estar la ventana abierta, podía oler un sinfín
de aromas distintos, que, mezclados al olor a tierra húmeda, se tornaban muy delicados.
Al dar vuelta mi
mirada hacia la izquierda, pude distinguir que se abría la puerta del lugar y
entraba un hombre. Tendría alrededor de cincuenta y pico de años, bajo, panzón,
medio calvo, con lentes y una hermosa sonrisa, que atrapó mi atención. Lo seguí
visualmente con prudencia, y noté que venía hacia a nuestra mesa. Ernesto, que
estaba a mi derecha mirando hacia el frente, parecía ensimismado en sus
pensamientos, como la mayor parte de las veces.
El desconocido se
acercaba cada vez más, para mi sorpresa y gratificación, hasta que en un
momento inesperado escuchamos que decía: «¿Ernesto?». Mi pareja levantó la
mirada y se puso de pie de un brinco.
―¡Osvaldo!
―exclamó con alegría―, ¡qué linda sorpresa!
―Ja, ja, ja, qué
casualidad encontrarte. ¿Cómo estás, viejo?
―Bien por suerte,
te presento a Luciana, con ella estamos compartiendo la vida hace varios años.
―Encantando,
señora, soy Osvaldo, amigo de la infancia de Ernesto ―respondió mientras me
extendía su brazo para saludarme.
Cuando nuestras
manos se juntaron, sentí un pequeño escalofrío, lo miré a los ojos y vi la
mirada más dulce que jamás hubiera notado en nadie. Ellos siguieron conversando
por un buen rato, hasta que al despedirse querían dejarse los números telefónicos.
Como Ernesto había olvidado su celular en casa me pidió que le pasara mi número
a su amigo. Así lo hice, luego él me llamó para confirmarlo y su número quedó
registrado también en mi teléfono. No demoré en sumarlo a los contactos y
asignarle su nombre.
El tiempo pasó, la
relación con Ernesto se hizo insoportable. Junté coraje y lo dejé. No fue nada
fácil, amenazas, gritos, nuevos golpes… Por primera vez mi hijo intervino, se
puso frente a él, tapándome con su cuerpo y me defendió de tal manera que mi
corazón rebasaba de gozo pese al momento de tensión que estábamos viviendo. No
sé qué de todo lo que le dijo Tomy lo hizo reaccionar, pero sin pronunciar más
palabras, fue al cuarto preparó sus cosas y se marchó. Hasta hoy no supe más de
él. Después de todo lo pasado, yo quedé anímicamente destruida.
Quizás por eso un
día me sentía tan sola que comencé a buscar entre mis contactos a quién podría
invitar para que me hiciera compañía. Y de pronto entre la lista apareció el
nombre de Osvaldo. Mi dedo se paralizó. Sin dudarlo, entré en WhatsApp y le
envié el siguiente mensaje: «¿Me perdonás si te cuento que tu amigo no
estuvo haciendo bien las cosas?».
La respuesta no se
hizo esperar: «Hola, Luciana, lo conozco desde siempre y sé muy bien de quién
estamos hablando, sus dos personalidades, sus agresiones sin motivo y
paralelamente su amistad o amor incondicional».
A partir de ese
momento me abrió una puerta que aproveché inmediatamente, se convirtió en mi
confidente, en mi amigo. Estaba radicado en Canadá, por lo que todo era a
través de internet, hasta que me avisó que había llegado el momento de volver a
su ciudad natal, que lo esperara en unos días.
Por entonces, Tomy
había decidido abandonar la carrera de Agronomía y estudiar Medicina, por lo
que se inscribió nuevamente en esa otra facultad y se puso a estudiar para el
examen de ingreso. Él estaba encantado de verme más animada y feliz. Conocía a
Osvaldo solo por fotos, pero por lo que yo le contaba fue asimilándolo como
buena persona. Nada peor podría pasar que la experiencia anterior. Por lo menos
eso suponíamos.
Tal como me dijo,
pasados tres días se presentó en mi casa, nos dimos un abrazo interminable,
teñido de magia. Durante más de un mes nos estuvimos conociendo más profundamente
encontrando infinidad de coincidencias en gustos y forma de ver la vida. De a
poco la amistad se fue convirtiendo en algo mayor, hasta que nos encontró
uniendo nuestros cuerpos y almas en un hotel sencillo cercano a casa, donde
descubrí por primera vez un amor maduro, verdadero, libre, increíble. Si hasta
ese día mi cielo era gris, a partir de ese momento se convirtió en un espectro
azul, lleno de estrellas luminosas, cometas y asteroides girando sin parar y
una luna llena, brillante y sonriente, acompañando con su luz tanta belleza
emocional.
Fui feliz esa
noche y soy feliz hoy. Voy en avión rumbo a Canadá. No me fue difícil
desligarme de mis tareas de la universidad. Simplemente renuncié. Mis otras
tareas como las manejaba de forma independiente no fueron mayor obstáculo.
Tomás, mi tan amado hijo, apostó por mí, y viaja a mi lado. En ese país no es
fácil conseguir entrar a una universidad, igualmente está decidido a hacer el
intento, y si lo logra, quedará junto a nosotros estudiando medicina. Mi hija
queda acá, está esperando un bebé y vive muy feliz junto a su esposo.
La vida es un
desafío permanente. Osvaldo me ayudó a entenderla. Por eso acá estoy, rumbo a
un país desconocido, apostando todo por un hombre que conocí no hace mucho,
pero que me hizo descubrir el valor de cada día. Hoy tomé esta decisión por mí.
No sé si es el camino correcto. ¿Quién puede saberlo? En lo profundo de mi ser
siento que este comienzo de una nueva vida me dará esa ansiada paz que tanto
estuve buscando. Mi cuerpo ya no tiene magulladuras, mi espíritu por fin es
libre, voy a disfrutar con alegría, hasta que el destino me vuelva a presentar
una nueva encrucijada. Ojalá falte mucho para eso.
Me acabo de
despertar, estoy en mi cuarto con Ernesto al lado. Me miro el brazo izquierdo y
está lleno de moretones. Suena el despertador, no entiendo nada. Sacudo mi
cabeza y me levanto. Voy al cuarto de Tomy. Ahí está, rodeado de libros de
medicina, al parecer se quedó dormido estudiando para su ingreso. Ernesto me
llama para contarme algo. Deja el celular sobre su mesa de luz y veo en su cara
un gesto de sorpresa y dolor.
―¿Te acordás de mi
amigo Osvaldo que nos saludó aquella vez en la confitería?
―Sí, el que vive
en Canadá.
―Él precisamente…
Me acaban de avisar que, viniendo para acá, los agarró una tormenta eléctrica y
su avión ¡cayó al mar! ¡No lo puedo creer! Prendé la tele, veamos las noticias.
Caigo en la cama y
creo que quedaré allí para siempre…