Rosario Allpas
Paré la motocicleta y puse los pies en la escasa grama que había fuera
del hospital, muy cerca del servicio de emergencia. Calzaba unas sandalias por
lo que mis pies estaban casi totalmente descubiertos. Al momento experimenté un
dolor candente en el dorso del pie izquierdo, volví la vista a la extremidad y vi
que decenas de hormigas rojas, muy pequeñitas, la habían tomado por asalto y presurosas
subían por mi pantorrilla. Sentí una enorme picazón y comencé a frotar
fuertemente mi piel con las uñas a la vez que ahuyentaba a los insectos hasta lograr
que despoblaran mi pierna. Luego de la inusual embestida y aliviada por el rápido
despeje de estos minúsculos animalitos, ingresé al corazón mismo del hospital
donde hacía tres meses me encontraba laborando.
Al día siguiente, fui a mi trabajo habitual, pero al terminar el turno
regresé a mi cuarto muy desganada y con fiebre.
—No tienes nada en la garganta. Y los pulmones están limpios —dijo el
médico que fue a verme.
—Me duele un poco la pierna —respondí.
Para mi sorpresa, tenía tres tumoraciones rojísimas: una en el dorso del
pie, otra encima del tobillo y la última en la pantorrilla.
—¿Qué te pasó?
—Pues, no lo sé... —respondí y luego agregué—: ¡Oh!, ahora recuerdo,
fueron unas hormigas rojas, minúsculas que me han picado, pero... ¿Eso me
hicieron las hormigas?
—Parece que sí —contestó el galeno.
Escudriñó las tumefacciones, las palpó calientes, me tomó la temperatura
oral y me dio la receta.
—Debes guardar cama hasta finalizada la fiebre, después los antibióticos
harán su trabajo.
—Bien, doctor. Gracias. No pensé que estas insignificantes hormigas me tumbaran
al lecho. ¡Increíble!
En los días que siguieron, las tumefacciones se convirtieron en ampollas,
luego en pústulas, para después transformarse en escaras infectadas. Estuve en
cama tres días, tomé los antibióticos indicados y me puse una crema para el
dolor, ardor y picazón.
Recién al terminar la semana sentí mejoría, las heridas infectadas poco
a poco se sanaron sin dejar cicatriz, pero me dejaron el mal recuerdo de saber
que estas hormigas (*) habían sido inmensamente perjudiciales a pesar de su
pequeñez.
El incidente con las hormigas me hizo recordar otros momentos ocurridos tiempo
atrás.
Corría el año 1970 cuando mi familia y yo vinimos por primera vez a Lima
con el propósito de establecernos de manera definitiva en esta ciudad capital. Era
verano y cada día la temperatura se incrementaba; sin embargo, el cielo casi
siempre estaba gris. Había escuchado tantas veces decir que Lima no tenía cielo
y… bueno, era una forma de decir, ya que se hacía muy difícil ver el vasto firmamento
en su gama natural de azules y la mayoría del tiempo se encontraba cubierto. «¡Qué
distinta a mi querida ciudad de Huancayo!», pensé. Allí, desde el amanecer se
podía contemplar el sol asomando tímido por las quebradas y sus rayos
imponiéndose en la límpida bóveda azul celeste donde se movían algunas nubes que
parecían gordos corderitos. Esta tácita diferencia hacía que a mi juicio
pensara que, efectivamente Lima no tenía cielo.
Me encontraba a escasos veinte días de haber llegado y vi caer una lluvia
que alarmó a todo el barrio. Asustados por el temporal, los vecinos se
movilizaban temerosos. La radio y la televisión anunciaban casi casi un diluvio
universal. «¡Qué exagerados!», pensé. Yo consideré que se trataba de una precipitación
normal, sin rayos, truenos ni relámpagos.
Sabía que en Lima llovía muy poco, incluso en invierno. Los limeños
estaban acostumbrados a una lluvia menudita llamada garúa, era tan fina que ni
mojaba y, por lo tanto, no había necesidad de usar paraguas; no obstante, ese
15 de enero de 1970 los noticieros sostenían que hacía cuarenta y cinco años
que no se veía una lluvia de tal envergadura, menos en verano. La tempestad
destrozó más de dos mil viviendas, la Vía Expresa, una importante arteria que
unía distritos como Chorrillos, Barranco, Miraflores, San Isidro, Lince y Santa
Beatriz con el centro de Lima, quedó inutilizada. Hubo apagones por doquier,
las comunicaciones telefónicas dejaron de funcionar, los automóviles
desaparecían bajo el agua y muchas de las instalaciones del Aeropuerto
Internacional Jorge Chávez habían quedado destruidas, lo cual obligó a declarar
el estado de emergencia en la ciudad. Dicen que, durante las primeras cinco horas
de lluvia, de seis a once de la noche, cada metro cuadrado había recibido diecisiete
litros de agua según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrografía
(SENAMHI), así lo refirió el diario El
Comercio de aquella época.
A mí no se me prendieron las alarmas para nada, pues en mi tierra acostumbraba
llover torrencialmente y con granizo. Los truenos hacían tanta bulla que hasta
los animales se escondían, el resplandor de los relámpagos iluminaba totalmente
la noche y los rayos partían en dos, en cuatro o en seis el cielo. Eso era
lluvia para mí. Pero esa noche resultó inolvidable, Lima fue un caos. Nunca más
hasta ahora se ha repetido algo así.
Después de aquella experiencia en que milagrosamente la casa donde vivía
no había sufrido ninguna avería, centré mis esfuerzos en cumplir el objetivo por
el que había venido a Lima. Mañanas y tardes estudiaba con ahínco, hasta que un
mes después, una mañana fresca y con el cielo gris de siempre, crucé el Campo
de Marte aspirando el olor rozagante de árboles y flores y, me encaminé
presurosa al lugar donde iba a dar mi examen de ingreso. Tenía apenas
diecisiete años y así como yo, otras mujeres jóvenes de Lima y muchas venidas de
diversas partes del país esperaban inquietas la hora de la prueba. Llegué a la
sede, miré en derredor, no conocía a nadie; algunas conversaban, otras se
encontraban pensativas, ensimismadas. Apoyada a la reja del edificio vi a una
chica alta, delgada, de cabello muy largo, de tez blanca, ojos grandes y nariz
pequeña, muy bonita en general. Tenía un aire de solemnidad, quizás porque se
encontraba distante, callada, sola. Di unos cuantos pasos hacia ella decidida a
hablarle cuando de pronto alguien le preguntó algo y ella respondió con un
acento raro. «¿Será extranjera?», pensé. «¿De dónde será?». De inmediato
apareció una mujer que nos dijo: «A formar una fila, vamos a entrar calmadamente. Pasen,
pasen». Nos mostró un salón grande, lleno de carpetas individuales. «Tomen
asiento», nos ordenó. «¡Somos tantas y solo hay treinta y dos vacantes!», pensé
un tanto turbada.
Nos repartieron el examen, eran pruebas objetivas. Ahuyenté mis
pensamientos pesimistas y me puse a contestar. En los días que siguieron nos
separaron por abecedario según nuestros apellidos, pasamos el examen médico y
terminamos con la entrevista personal.
Días después vi mi nombre en una lista pegada en la puerta de la Escuela
de Enfermería del Hospital del Niño. Algunas, como yo, teníamos el rostro pleno
de felicidad, otras con lágrimas en los ojos festejaban el ingreso y en muchas,
la gran mayoría, el hielo se licuaba en sus ojos llenos de tristeza y se iban
cabizbajas, confundidas por no haber logrado su cometido.
La euforia duró muy poco, las treinta y dos nuevas ingresantes
pensábamos en nuestro fuero interno tan optimista que habíamos logrado alcanzar
la meta anhelada y sucumbido al fin todas las angustias y preocupaciones, pero
no fue así. Resultó todo lo contrario, empezaron las responsabilidades y un sinfín
de tareas; entre aquellas, la operación obligada de amígdalas, la visita al
odontólogo porque dieciséis de mis dientes necesitaron curación u otro tipo de
tratamiento para que no sean motivo de pérdida de clases.
Luego recibimos una lista interminable de ropa personal y de cama para ser
comprada, a fin de traerla el día del internamiento, pues según los estatutos
del Ministerio de Salud, debíamos estudiar internas; solo el sábado por la
tarde y el domingo eran los días de descanso obligatorio. Las alumnas de
provincias, que no tenían familia en Lima se quedaban en la escuela todos los
días del año de todos los años de estudio. Felizmente, yo tenía a mi familia cerca.
Llegó el día de la internación, mi nuevo hogar me esperaba. El pequeño
edificio de tres pisos de la Avenida Brasil se convirtió en mi guarida de
estudiante donde conviví con mis compañeras los años de formación profesional.
Mi cuarto estaba localizado en el tercer piso. Abrí la puerta con curiosidad y
cierto protocolo. Había tres camas, tres clósets, tres escritorios y tres
sillas. Nada más. Todo era sencillo, sobrio, muy limpio, con un suave olor a
desinfectante. Las paredes celestes ofrecían una atmósfera de paz y armonía.
Estaba de alguna manera feliz con la nueva experiencia cuando vi venir a mi
compañera de cuarto. Ella era baja, gordita, risueña, de ojos pequeños, de
cabello muy largo amarrado en una cola de caballo que dividía su espalda. Su
nombre era Lía, sonrió y su sonrisa iluminó la habitación, se le formaban dos
hoyuelos pequeñitos en la comisura de los labios. Le devolví la sonrisa. Luego,
vino la otra compañera para completar el trío. Entró primero una pequeña maleta
y entonces apareció ella, Rosa. ¡La extranjera! ¡Había ingresado e íbamos a ser
compañeras de cuarto! Me instalé al medio, Rosa a mi derecha y Lía a mi
izquierda. Así comenzó nuestra convivencia que duró hasta que nos graduamos.
Debo confesar que mi conjetura estaba muy lejos de ser real. Rosa, resultó
que no era extranjera. Muy peruana ella, venía de Moyobamba, ciudad hermosa
situada en la selva, donde la gente tiene un acento muy particular, cuando hablan
lo hacen como cantando, pero en ella, el tonito se le hacía difícil, tenía una
forma lenta y a ratos atropellada de decir las cosas, como que pensaba
demasiado, como cuando uno va traduciendo poco a poco lo que quiere decir.
Rosa resultó ser una alumna muy metódica, organizada, seria,
responsable. Estudiaba y completaba sus tareas siempre sentada en su
escritorio; una vez culminada la faena diaria se iba a descansar a su cama. Lía
y yo éramos más indisciplinadas, llevábamos el libro o cuaderno a la cama para
estudiar. Pero yo sí estudiaba, mientras que Lía se enrollaba toda ella con las
sábanas y solo los dedos de las manos sobresalían del envoltorio cogiendo el
cuaderno o libro y, al momento, ya estaba dormida con el texto tapándole la
cara.
—Lía, tú estudias por ósmosis, ¿no? —Le fastidiábamos Rosa y yo.
—Ja, ja, ja. —Reía Lía, sin molestarse. Entonces sus hoyuelos aparecían
graciosos.
Ambas teníamos familiares en Lima, mientras que Rosa, no. Pero ella gozaba
de una ventaja que nosotras no la teníamos. Muy seguido recibía encomiendas de
Moyobamba. Le mandaban carne de cerdo ahumado y unas roscas blancas de yuca que
ella llamaba rosquetes. La comida de la selva era muy distinta a la de la costa
y de la sierra. El cerdo y los rosquetes eran deliciosos. Ella nos
invitaba y nosotras no nos hacíamos de rogar.
Una noche, Rosa nos esperaba con una sorpresa, le habían enviado
hormigas, específicamente hormigas fritas. Yo nunca había comido nada igual, ni
siquiera las había oído nombrar, ni las había visto.
—Se llaman siquisapas (**) —dijo Rosa sonriendo— es la temporada. Comienza
la caza en setiembre y culmina a fines de noviembre. Solo pueden cazarlas por
la noche cuando salen de su escondrijo.
Eran enormes y negras, no sé si porque estaban fritas o porque eran de
ese color. Su cuerpo asemejaba un ocho gordiflón. Sus patas largas también
negras colgaban como con desgano.
—¿Y si invitamos a las chicas? ¿Tú crees que quieran? —Azucé a Rosa.
—Bueno, pero no creo que apetezcan —respondió ella, dubitativa.
Cargamos a las hormigas y fuimos a ofrecerlas cuarto por cuarto a
nuestras compañeras. Lupe, Aydée, Amanda, Flor y demás las miraban con asombro
y un poco de repulsión.
—¿Quieren? Están ricas, saladitas y crocantes. ¿A ver tú Paquita? —dijo
Rosa.
—No —respondió ella.
Una a una fueron rechazando el ofrecimiento de tan singular manjar.
Negaban primero con la cabeza, luego con las manos y por último terminaban
manifestando su desaprobación con un rotundo no.
Yo me preguntaba si podría comerlas, pues siempre había guardado gran respeto
por las hormigas ya sea por su popular característica de ser trabajadoras, o su
singular modo de ser sociables e inteligentes, o quizás por la particularidad de
anteponer el bien común delante del individual. Me llenaba de valor pensando en
que todo un pueblo come hormigas, ¿por qué no podría hacerlo yo? Además, en
otros países también las comen.
Rosa nos mostraba cómo comerlas, se llevaba a la boca un rosquete y lo
acompañaba con una o dos hormigas que crujían al masticarlas.
—Están ricas —decía.
Pero no, no bastó verla, nadie se animó y regresamos a nuestra
habitación con la remesa entera.
Ahora me tocaba a mí, Rosa me ofreció el plato lleno de hormigas, cogí
una, me la llevé a la boca y no pude masticarla.
—Anda —me dijo Rosa, acercando el plato.
—Solo una, voy a empezar con una, Rosita.
Volví a coger el insecto negro, resbaloso por el aceite, duro al tacto, puse
mi lengua y sabía salado, el aroma era exquisito. Quise morder y quitarle la cabecita
de una buena vez, pero no pude. Después de algunos intentos más por saborear comprendí
que no podía comerlas.
—Rosita, amiga mía, no puedo comer hormigas —le
dije.
—No te preocupes, quizás para otra vez.
Ella no se molestó, creo que esperaba mi respuesta. Se sentó en la silla,
porque para comer también utilizaba igual parsimonia que para estudiar. Comenzó
a comerlas, sonaban fuerte las bandidas porque estaban crocantes.
Me alejé de la habitación pues no podía escuchar que se partían y
desaparecían en la boca de mi compañera. «No puede ser», pensé. «Yo como cuy y
es tan rico, ¿por qué no puedo comer hormigas?».
La vida, como siempre, tiene un gran sentido del humor, terminé yendo a
trabajar a la selva exótica. Aterricé en Iquitos, precisamente donde se comen
exquisitas variedades de comidas con animales estrambóticos que un habitante de
la costa o la sierra peruana no se imagina probar ni siquiera en sueños.
Los potajes con tortuga eran muy sabrosos, lo mismo que las del majaz
que era un roedor. Los sajinos y monos tenían un sabor especial. Los lagartos
de textura suave y de color claro recordaban al pescado y eran deliciosos. Los gusanos
blancos que se aplastaban y se comían con pan como si fuesen mantequilla, podía
aún aceptarlos.
Probé incluso un pez prehistórico, de apariencia desagradable a los ojos,
de color gris oscuro cuyo cuerpo estaba protegido por una resistente armadura
de gruesas escamas, de cabeza achatada, triangular y ojos negros extrañamente
hundidos. Su sabor y aroma compensaban su aspecto tenebroso, se llamaba carachama.
En fin, comí muchos animales del acervo charapa que otras personas hasta
con el pensamiento descartaban. Pero…, felizmente y para dicha mía, en Iquitos
no había ni se comían hormigas fritas.
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(*) Las hormigas coloradas, llamadas también hormigas de fuego, reciben
el nombre científico de Solenopsis. Al picar introducen su veneno y a veces este
puede causar la muerte si la persona es alérgica.
(**) Siquisapas, su nombre científico es Atta Sexdens, son hormigas
cortadoras de hojas, consideradas por algunos agrónomos como una plaga, dado
que arrasan con los sembríos en determinadas épocas del año.