miércoles, 21 de diciembre de 2016

Hormigas

Rosario Allpas


Paré la motocicleta y puse los pies en la escasa grama que había fuera del hospital, muy cerca del servicio de emergencia. Calzaba unas sandalias por lo que mis pies estaban casi totalmente descubiertos. Al momento experimenté un dolor candente en el dorso del pie izquierdo, volví la vista a la extremidad y vi que decenas de hormigas rojas, muy pequeñitas, la habían tomado por asalto y presurosas subían por mi pantorrilla. Sentí una enorme picazón y comencé a frotar fuertemente mi piel con las uñas a la vez que ahuyentaba a los insectos hasta lograr que despoblaran mi pierna. Luego de la inusual embestida y aliviada por el rápido despeje de estos minúsculos animalitos, ingresé al corazón mismo del hospital donde hacía tres meses me encontraba laborando.
Al día siguiente, fui a mi trabajo habitual, pero al terminar el turno regresé a mi cuarto muy desganada y con fiebre.
—No tienes nada en la garganta. Y los pulmones están limpios —dijo el médico que fue a verme.
—Me duele un poco la pierna —respondí.
Para mi sorpresa, tenía tres tumoraciones rojísimas: una en el dorso del pie, otra encima del tobillo y la última en la pantorrilla.
—¿Qué te pasó? 
—Pues, no lo sé... —respondí y luego agregué—: ¡Oh!, ahora recuerdo, fueron unas hormigas rojas, minúsculas que me han picado, pero... ¿Eso me hicieron las hormigas? 
—Parece que sí —contestó el galeno.
Escudriñó las tumefacciones, las palpó calientes, me tomó la temperatura oral y me dio la receta.
—Debes guardar cama hasta finalizada la fiebre, después los antibióticos harán su trabajo.
—Bien, doctor. Gracias. No pensé que estas insignificantes hormigas me tumbaran al lecho. ¡Increíble!
En los días que siguieron, las tumefacciones se convirtieron en ampollas, luego en pústulas, para después transformarse en escaras infectadas. Estuve en cama tres días, tomé los antibióticos indicados y me puse una crema para el dolor, ardor y picazón.    
Recién al terminar la semana sentí mejoría, las heridas infectadas poco a poco se sanaron sin dejar cicatriz, pero me dejaron el mal recuerdo de saber que estas hormigas (*) habían sido inmensamente perjudiciales a pesar de su pequeñez. 
El incidente con las hormigas me hizo recordar otros momentos ocurridos tiempo atrás.
Corría el año 1970 cuando mi familia y yo vinimos por primera vez a Lima con el propósito de establecernos de manera definitiva en esta ciudad capital. Era verano y cada día la temperatura se incrementaba; sin embargo, el cielo casi siempre estaba gris. Había escuchado tantas veces decir que Lima no tenía cielo y… bueno, era una forma de decir, ya que se hacía muy difícil ver el vasto firmamento en su gama natural de azules y la mayoría del tiempo se encontraba cubierto. «¡Qué distinta a mi querida ciudad de Huancayo!», pensé. Allí, desde el amanecer se podía contemplar el sol asomando tímido por las quebradas y sus rayos imponiéndose en la límpida bóveda azul celeste donde se movían algunas nubes que parecían gordos corderitos. Esta tácita diferencia hacía que a mi juicio pensara que, efectivamente Lima no tenía cielo.
Me encontraba a escasos veinte días de haber llegado y vi caer una lluvia que alarmó a todo el barrio. Asustados por el temporal, los vecinos se movilizaban temerosos. La radio y la televisión anunciaban casi casi un diluvio universal. «¡Qué exagerados!», pensé. Yo consideré que se trataba de una precipitación normal, sin rayos, truenos ni relámpagos.
Sabía que en Lima llovía muy poco, incluso en invierno. Los limeños estaban acostumbrados a una lluvia menudita llamada garúa, era tan fina que ni mojaba y, por lo tanto, no había necesidad de usar paraguas; no obstante, ese 15 de enero de 1970 los noticieros sostenían que hacía cuarenta y cinco años que no se veía una lluvia de tal envergadura, menos en verano. La tempestad destrozó más de dos mil viviendas, la Vía Expresa, una importante arteria que unía distritos como Chorrillos, Barranco, Miraflores, San Isidro, Lince y Santa Beatriz con el centro de Lima, quedó inutilizada. Hubo apagones por doquier, las comunicaciones telefónicas dejaron de funcionar, los automóviles desaparecían bajo el agua y muchas de las instalaciones del Aeropuerto Internacional Jorge Chávez habían quedado destruidas, lo cual obligó a declarar el estado de emergencia en la ciudad. Dicen que, durante las primeras cinco horas de lluvia, de seis a once de la noche, cada metro cuadrado había recibido diecisiete litros de agua según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrografía (SENAMHI), así lo refirió el diario El Comercio de aquella época.
A mí no se me prendieron las alarmas para nada, pues en mi tierra acostumbraba llover torrencialmente y con granizo. Los truenos hacían tanta bulla que hasta los animales se escondían, el resplandor de los relámpagos iluminaba totalmente la noche y los rayos partían en dos, en cuatro o en seis el cielo. Eso era lluvia para mí. Pero esa noche resultó inolvidable, Lima fue un caos. Nunca más hasta ahora se ha repetido algo así.
Después de aquella experiencia en que milagrosamente la casa donde vivía no había sufrido ninguna avería, centré mis esfuerzos en cumplir el objetivo por el que había venido a Lima. Mañanas y tardes estudiaba con ahínco, hasta que un mes después, una mañana fresca y con el cielo gris de siempre, crucé el Campo de Marte aspirando el olor rozagante de árboles y flores y, me encaminé presurosa al lugar donde iba a dar mi examen de ingreso. Tenía apenas diecisiete años y así como yo, otras mujeres jóvenes de Lima y muchas venidas de diversas partes del país esperaban inquietas la hora de la prueba. Llegué a la sede, miré en derredor, no conocía a nadie; algunas conversaban, otras se encontraban pensativas, ensimismadas. Apoyada a la reja del edificio vi a una chica alta, delgada, de cabello muy largo, de tez blanca, ojos grandes y nariz pequeña, muy bonita en general. Tenía un aire de solemnidad, quizás porque se encontraba distante, callada, sola. Di unos cuantos pasos hacia ella decidida a hablarle cuando de pronto alguien le preguntó algo y ella respondió con un acento raro. «¿Será extranjera?», pensé. «¿De dónde será?». De inmediato apareció una mujer que nos dijo: «A formar una fila, vamos a entrar calmadamente. Pasen, pasen». Nos mostró un salón grande, lleno de carpetas individuales. «Tomen asiento», nos ordenó. «¡Somos tantas y solo hay treinta y dos vacantes!», pensé un tanto turbada.
Nos repartieron el examen, eran pruebas objetivas. Ahuyenté mis pensamientos pesimistas y me puse a contestar. En los días que siguieron nos separaron por abecedario según nuestros apellidos, pasamos el examen médico y terminamos con la entrevista personal.
Días después vi mi nombre en una lista pegada en la puerta de la Escuela de Enfermería del Hospital del Niño. Algunas, como yo, teníamos el rostro pleno de felicidad, otras con lágrimas en los ojos festejaban el ingreso y en muchas, la gran mayoría, el hielo se licuaba en sus ojos llenos de tristeza y se iban cabizbajas, confundidas por no haber logrado su cometido.
La euforia duró muy poco, las treinta y dos nuevas ingresantes pensábamos en nuestro fuero interno tan optimista que habíamos logrado alcanzar la meta anhelada y sucumbido al fin todas las angustias y preocupaciones, pero no fue así. Resultó todo lo contrario, empezaron las responsabilidades y un sinfín de tareas; entre aquellas, la operación obligada de amígdalas, la visita al odontólogo porque dieciséis de mis dientes necesitaron curación u otro tipo de tratamiento para que no sean motivo de pérdida de clases.
Luego recibimos una lista interminable de ropa personal y de cama para ser comprada, a fin de traerla el día del internamiento, pues según los estatutos del Ministerio de Salud, debíamos estudiar internas; solo el sábado por la tarde y el domingo eran los días de descanso obligatorio. Las alumnas de provincias, que no tenían familia en Lima se quedaban en la escuela todos los días del año de todos los años de estudio. Felizmente, yo tenía a mi familia cerca.
Llegó el día de la internación, mi nuevo hogar me esperaba. El pequeño edificio de tres pisos de la Avenida Brasil se convirtió en mi guarida de estudiante donde conviví con mis compañeras los años de formación profesional. Mi cuarto estaba localizado en el tercer piso. Abrí la puerta con curiosidad y cierto protocolo. Había tres camas, tres clósets, tres escritorios y tres sillas. Nada más. Todo era sencillo, sobrio, muy limpio, con un suave olor a desinfectante. Las paredes celestes ofrecían una atmósfera de paz y armonía. Estaba de alguna manera feliz con la nueva experiencia cuando vi venir a mi compañera de cuarto. Ella era baja, gordita, risueña, de ojos pequeños, de cabello muy largo amarrado en una cola de caballo que dividía su espalda. Su nombre era Lía, sonrió y su sonrisa iluminó la habitación, se le formaban dos hoyuelos pequeñitos en la comisura de los labios. Le devolví la sonrisa. Luego, vino la otra compañera para completar el trío. Entró primero una pequeña maleta y entonces apareció ella, Rosa. ¡La extranjera! ¡Había ingresado e íbamos a ser compañeras de cuarto! Me instalé al medio, Rosa a mi derecha y Lía a mi izquierda. Así comenzó nuestra convivencia que duró hasta que nos graduamos.
Debo confesar que mi conjetura estaba muy lejos de ser real. Rosa, resultó que no era extranjera. Muy peruana ella, venía de Moyobamba, ciudad hermosa situada en la selva, donde la gente tiene un acento muy particular, cuando hablan lo hacen como cantando, pero en ella, el tonito se le hacía difícil, tenía una forma lenta y a ratos atropellada de decir las cosas, como que pensaba demasiado, como cuando uno va traduciendo poco a poco lo que quiere decir.
Rosa resultó ser una alumna muy metódica, organizada, seria, responsable. Estudiaba y completaba sus tareas siempre sentada en su escritorio; una vez culminada la faena diaria se iba a descansar a su cama. Lía y yo éramos más indisciplinadas, llevábamos el libro o cuaderno a la cama para estudiar. Pero yo sí estudiaba, mientras que Lía se enrollaba toda ella con las sábanas y solo los dedos de las manos sobresalían del envoltorio cogiendo el cuaderno o libro y, al momento, ya estaba dormida con el texto tapándole la cara.
—Lía, tú estudias por ósmosis, ¿no? —Le fastidiábamos Rosa y yo.
—Ja, ja, ja. —Reía Lía, sin molestarse. Entonces sus hoyuelos aparecían graciosos.
Ambas teníamos familiares en Lima, mientras que Rosa, no. Pero ella gozaba de una ventaja que nosotras no la teníamos. Muy seguido recibía encomiendas de Moyobamba. Le mandaban carne de cerdo ahumado y unas roscas blancas de yuca que ella llamaba rosquetes. La comida de la selva era muy distinta a la de la costa y de la sierra. El cerdo y los rosquetes eran deliciosos. Ella nos invitaba y nosotras no nos hacíamos de rogar.
Una noche, Rosa nos esperaba con una sorpresa, le habían enviado hormigas, específicamente hormigas fritas. Yo nunca había comido nada igual, ni siquiera las había oído nombrar, ni las había visto.
—Se llaman siquisapas (**) —dijo Rosa sonriendo— es la temporada. Comienza la caza en setiembre y culmina a fines de noviembre. Solo pueden cazarlas por la noche cuando salen de su escondrijo.
Eran enormes y negras, no sé si porque estaban fritas o porque eran de ese color. Su cuerpo asemejaba un ocho gordiflón. Sus patas largas también negras colgaban como con desgano.
—¿Y si invitamos a las chicas? ¿Tú crees que quieran? —Azucé a Rosa.
—Bueno, pero no creo que apetezcan —respondió ella, dubitativa.
Cargamos a las hormigas y fuimos a ofrecerlas cuarto por cuarto a nuestras compañeras. Lupe, Aydée, Amanda, Flor y demás las miraban con asombro y un poco de repulsión.
—¿Quieren? Están ricas, saladitas y crocantes. ¿A ver tú Paquita? —dijo Rosa.
—No —respondió ella.
Una a una fueron rechazando el ofrecimiento de tan singular manjar. Negaban primero con la cabeza, luego con las manos y por último terminaban manifestando su desaprobación con un rotundo no.
Yo me preguntaba si podría comerlas, pues siempre había guardado gran respeto por las hormigas ya sea por su popular característica de ser trabajadoras, o su singular modo de ser sociables e inteligentes, o quizás por la particularidad de anteponer el bien común delante del individual. Me llenaba de valor pensando en que todo un pueblo come hormigas, ¿por qué no podría hacerlo yo? Además, en otros países también las comen.
Rosa nos mostraba cómo comerlas, se llevaba a la boca un rosquete y lo acompañaba con una o dos hormigas que crujían al masticarlas.
—Están ricas —decía.
Pero no, no bastó verla, nadie se animó y regresamos a nuestra habitación con la remesa entera.
Ahora me tocaba a mí, Rosa me ofreció el plato lleno de hormigas, cogí una, me la llevé a la boca y no pude masticarla.
—Anda —me dijo Rosa, acercando el plato.
—Solo una, voy a empezar con una, Rosita.
Volví a coger el insecto negro, resbaloso por el aceite, duro al tacto, puse mi lengua y sabía salado, el aroma era exquisito. Quise morder y quitarle la cabecita de una buena vez, pero no pude. Después de algunos intentos más por saborear comprendí que no podía comerlas.
—Rosita, amiga mía, no puedo comer hormigas —le dije.
—No te preocupes, quizás para otra vez.
Ella no se molestó, creo que esperaba mi respuesta. Se sentó en la silla, porque para comer también utilizaba igual parsimonia que para estudiar. Comenzó a comerlas, sonaban fuerte las bandidas porque estaban crocantes.
Me alejé de la habitación pues no podía escuchar que se partían y desaparecían en la boca de mi compañera. «No puede ser», pensé. «Yo como cuy y es tan rico, ¿por qué no puedo comer hormigas?».
La vida, como siempre, tiene un gran sentido del humor, terminé yendo a trabajar a la selva exótica. Aterricé en Iquitos, precisamente donde se comen exquisitas variedades de comidas con animales estrambóticos que un habitante de la costa o la sierra peruana no se imagina probar ni siquiera en sueños.
Los potajes con tortuga eran muy sabrosos, lo mismo que las del majaz que era un roedor. Los sajinos y monos tenían un sabor especial. Los lagartos de textura suave y de color claro recordaban al pescado y eran deliciosos. Los gusanos blancos que se aplastaban y se comían con pan como si fuesen mantequilla, podía aún aceptarlos.
Probé incluso un pez prehistórico, de apariencia desagradable a los ojos, de color gris oscuro cuyo cuerpo estaba protegido por una resistente armadura de gruesas escamas, de cabeza achatada, triangular y ojos negros extrañamente hundidos. Su sabor y aroma compensaban su aspecto tenebroso, se llamaba carachama.
En fin, comí muchos animales del acervo charapa que otras personas hasta con el pensamiento descartaban. Pero…, felizmente y para dicha mía, en Iquitos no había ni se comían hormigas fritas.

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(*) Las hormigas coloradas, llamadas también hormigas de fuego, reciben el nombre científico de Solenopsis. Al picar introducen su veneno y a veces este puede causar la muerte si la persona es alérgica. 
(**) Siquisapas, su nombre científico es Atta Sexdens, son hormigas cortadoras de hojas, consideradas por algunos agrónomos como una plaga, dado que arrasan con los sembríos en determinadas épocas del año.   

viernes, 16 de diciembre de 2016

Ingrid

Marcos Núñez


Más por deseo que por curiosidad llegué a Cholula sin otro ánimo que volver a encontrarme con Ingrid. Después de haber recorrido algunos sitios turísticos estaba ahora al pie de la Gran Pirámide. Ese día, ocho de septiembre de dos mil quince, olía a pólvora por las celebraciones que se llevaban a cabo en honor a la Virgen de los Remedios. Frente a mí pasaron una procesión de fieles católicos y los recuerdos que me hicieron sentir inseguro. ¿Cómo la iba a reconocer? No es lo mismo verla en persona que en Facebook. ¿Sería similar a la que conocí hace años? ¿Sería yo el mismo para ella? Estaba intrigado por el reencuentro, me sudaban las manos, sentía escalofrío y no sabía en qué momento ella iba a llegar. Es más, no sabía si en verdad cumpliría con nuestra cita.

            Todo empezó hace quince años en un viaje universitario de despedida. Ingrid y yo nos graduábamos en derecho; éramos amigos y presentíamos, como todos nuestros compañeros, un futuro promisorio. En aquel tiempo ella tenía un novio que la maltrataba, un tal Rafael Quiroz, y yo sostenía una relación intensa con Mayra. La pareja de ella y la mía no pudieron acompañarnos, porque el grupo decidió que el viaje fuera exclusivo, la idea era disfrutar nuestros últimos días juntos, por eso organizamos un recorrido en autobús por los estados de Puebla y Oaxaca. Teníamos un día turisteando, anduvimos juntos por la capital, recorrimos museos, el centro histórico y terminamos en un antro nocturno entre baile, cigarros y cervezas. Todo iba normal, y para mí un tanto cursi al estar con amigos que ya se sentían abogados, hasta que viajamos a Cholula.

            En el autobús vi subir a Ingrid y pensé que siempre me había gustado su cuerpo delgado, sus muslos, su piel blanca; me encantaba su elegancia, ese día llevaba una chamarra de mezclilla y una bufanda gris. Yo estaba con tres amigos de parranda, vacilando en los asientos del fondo. Recuerdo que les hablé de Ingrid, de lo buena que se veía y que me hubiera gustado cogérmela. Ellos me respondieron que quizá esta era mi última oportunidad, que ya después no se sabría. Les respondí que a mí me alejaba su aire de chica bien, su carácter conservador y religioso, aunque en el fondo lo que yo tenía era miedo al rechazo. Nunca me sentí digno de ella por mi extracción humilde que me hacía sentir menos. Mis amigos me animaron diciéndome que no tenía nada que perder, que más valía no quedarme con la frustración de no haberlo intentado.

          La oportunidad se dio a las siete de la mañana, al pie de la Gran Pirámide, un montículo grande, aparentemente natural, pero que en la cima tiene construido un santuario con estilo barroco del siglo XVI. Digo que la montaña aparenta ser natural, porque en realidad es una pirámide sobre la cual los españoles construyeron su iglesia, como símbolo de exterminio y dominación. Ingrid tenía un problema con su mochila, el cierre se le trabó y yo me acerqué para ayudarla.

—Gracias, Betiño —me dijo sonriente mientras subíamos al santuario.

—¿Qué tal el viaje? ¿Te está gustando? —pregunté.

—Un poco. Cholula es hermosa.

—Sí, lo es.

—¿Y tú qué tal?

—¿Yo? Contento de verte, aunque sea por última vez, siempre me caíste bien. No sé por qué no coincidimos durante la carrera. Ahora que ya se termina lo lamento un poco.

—¿En verdad, Betiño? ¿Yo te caigo bien? Pensé que me veías como los demás, como una presumida.

—Nunca te quité la vista de encima. Creí que eras tú la que me veía inferior. Después te buscaste un novio y me desanimé.

Ingrid se me quedó viendo y detuvo nuestro ascenso en el camino empedrado. El viento soplaba y aunque faltaba para llegar a la cima, se podía apreciar el paisaje de la pequeña ciudad. En eso un cohete tronó en el cielo y una banda tradicional comenzó a tocar. Era la fiesta del ocho de septiembre.

—Esa procesión ha de venir a misa —dije.

—¿Hablas en serio, Betiño?

—Bueno, creo que sí, siempre me gustaste. Yo te quería para mí. Luego me empecé a llevar con Mayra y ahora ella me quiere mucho.

—Ya falta poco para llegar —respondió.

Subimos en silencio durante unos minutos. En ese momento creía que estaba ofendida o indignada por mi atrevimiento. Sentía la necesidad de declararle mis sentimientos y quizá motivado por mis amigos lo hice. Cuando llegamos frente al santuario, nos maravillamos ante la iglesia que estaba pintada de amarillo, olía a cera, nos encantó la abundancia de adornos dorados, las imágenes de santos y el altar, cargado de motivos barrocos. Ingrid sonriente sacó su cámara fotográfica al igual que lo hacían varios de nuestros compañeros. Mis amigos de parranda me miraban desde cierta distancia y me hacían señales pícaras respecto a Ingrid, me recordaban, eso creo, que estaba ante una oportunidad valiosa. Por eso mismo traté de no separarme de ella, le sacaba conversación sobre algún detalle del templo. Con aire intelectual hablé de la historia de Cholula como un experto, a pesar de que me había documentado en internet. En el año dos mil el turismo en el lugar era menor que hoy, nuestro grupo de derecho era al momento el único visitante. Al salir al atrio Ingrid se detuvo para decirme.

—Betiño, ¿por qué nunca me hablaste?

—Ya te dije, tenía miedo.

Al decir eso me puse nervioso, me di cuenta de que respiraba de prisa. Ingrid se me quedó mirando y también respiraba algo ansiosa. Caminé hacia la sombra donde había una pila bautismal, junto a unas bancas de concreto. Ingrid me siguió y nos sentamos.

—Aquí parece ser el lugar donde los españoles bautizaron a los antepasados —dije por decir algo.

Nos miramos frente a frente sin decir nada. Ingrid tenía el cabello largo, se lo amarraba como cola de caballo, vi sus ojos cafés de cerca, su piel y su nariz chica, faltaba muy poco para sentir su respiración. Ella me miraba al rostro con una leve sonrisa, no sé qué fue lo que pensó de mí en ese instante.

—Eres un miedoso —alcanzó a decir.

Mientras nos besábamos, escuchamos la banda filarmónica acercarse, tronaron dos petardos en el cielo, Ingrid se estremeció y eso me sirvió para abrazarla, después se oyó el repique de la campana que anunciaba la primera llamada. Por un breve lapso dejamos de besarnos. Ella me tocó con el dedo el labio inferior y nos reímos juntos. Nos volvimos a besar, fue entonces que comencé a acariciar su cintura, su espalda y ella me envolvió con sus brazos a la altura del cuello. Si estábamos nerviosos al hablar, ahora que nos tocábamos el sudor nos delató la necesidad de ir cada vez más allá. Ingrid se detuvo y me miró a los ojos. Entonces la tomé y nos metimos en un rincón, al lado de una columna de la iglesia, donde no parecía haber nadie, ya nos ubicábamos prácticamente en la zona trasera del inmueble. Allí había un espacio sombrío. Un cohete retumbó sobre nosotros, después escuchamos que la procesión entraba en el recinto. Nada nos importó. Ingrid y yo continuamos lo que comenzamos. Ahora con más confianza metí las manos bajo su chamarra y su blusa, sentí su piel suave, lisa. Ingrid se pegó más a mi cuerpo y comenzó a besarme el mentón, alzó su pierna derecha y con ella me envolvió. Confieso que mi verga ya estaba húmeda y no dudé que Ingrid se había dado cuenta. Entonces ella se giró de tal modo que sentí la redondez de sus nalgas y le acaricié la cadera. Después seguí debajo de su blusa, toqué sus senos, los aplasté suavemente mientras ella se movía y volteaba el rostro para besarme. Todo esto iba bien mientras se escuchaban los cánticos de los feligreses adentro del templo, hasta que una compañera de nombre Dalia, que tenía una cámara en la mano nos encontró, se llevó la otra mano a la boca y se fue de prisa. Creímos que nos había tomado una fotografía, por eso salimos corriendo tras ella sin saber qué decirle, solo queríamos alcanzarla. En ese momento sonaba la campana anunciando la segunda llamada.

Como Dalia en ese tiempo era gordita y usaba lentes, no nos fue imposible alcanzarla al otro lado del atrio, sostenía sus lentes y la cámara le colgaba en el cuello. Había mucha gente, mujeres llevando rebozo o velo en la cabeza y algunos hombres con huaraches y sombrero de palma en la mano. Dalia se veía agitada y sonrió cuando nos dijo: «¿Se dieron cuenta de que por un momento me persiguieron tomados de la mano?». Para entonces ya nos habíamos soltado, pero tuve que responder que efectivamente no me di cuenta.

―No tomaste fotos, ¿verdad? ―preguntó Ingrid.

―Sí, una.

―Debes darnos el rollo, no queremos armar un escándalo ―dije.

―¿Y por qué se los voy a dar? Aquí tengo fotos que son mías y no es justo que por una destruya treinta más.

Ingrid opinó que Dalia tenía razón. No estaría bien que al abrir su cámara se echaran a perder sus fotos. Al escuchar eso le pedí hablar un momento a solas.

―Ya se los llevó la tiznada, compañeritos, eso les pasa por infieles, ya sé que los dos tienen pareja ―dijo Dalia con tono irónico mientras nosotros nos apartábamos unos metros para hablar. En la iglesia la banda de música amenizaba la entrada de la gente.

―Creo que Dalia nos va a chantajear ―le comenté a Ingrid.

―Me está cayendo gorda. ¿Y ahora qué vamos a hacer? No te he dicho, pero estoy comprometida con Rafa, en dos semanas nos casaremos. Este viaje es también mi despedida de soltera.

―¡Vaya situación! Ahora con mayor razón no conviene hacer un escándalo. Mi novia tampoco se merece algo así.

―¿Qué haremos? ―Ingrid preguntó angustiada―. Tengo que pensar.

            La campana daba la tercera llamada. Nuestros compañeros ya descendían rumbo al autobús y yo pensaba qué hacer mientras veía a Ingrid. Aún estaba excitado por lo que acababa de ocurrir con ella, quería que nuestro encuentro no acabara, pero presentía que no se volvería a repetir. Por otro lado, estaba Dalia, con una fotografía comprometedora y yo quería arrebatarle la cámara para acabar de una vez por todas; sentía ganas de aplastarla con el pie. En eso Ingrid habló.

―Hay que convencerla de que nos dé la foto y no diga nada, no creo que sea tan mala, además yo le ayudé con muchas tareas y le compartí mis apuntes para los exámenes, entenderá.

―Bueno, hagamos el intento ―dije.

Al volver, Dalia seguía frente a la entrada de la iglesia, levantaba la cabeza y se paraba de puntitas para alcanzar a ver lo que sucedía en el interior. Una vez que Ingrid le pidió la devolución de esa foto cuando revelara el rollo, ella respondió.

―Sí, te la doy a ti, Ingrid, pero los dos me tienen que dar algo a cambio. Lo que estaban haciendo era bochornoso y no quieren que se enteren los demás, ¿verdad?

―Te lo dije, Ingrid, que Dalia nos iba a chantajear, siente que tiene un poder sobre nosotros.

―¡Está bien! ―dijo Ingrid―. Que así sea, ¿pero cuándo nos veremos?, al volver a la capital será la graduación y para entonces no tendremos oportunidad de vernos.

―¡No! ¡Que no sea allá! Tiene que ser en otro lado. ―Luego de decir eso, Dalia se quedó callada un momento, fue así que escuchamos la voz del sacerdote que impartía la misa, un de repente dijo―: Que sea aquí.

―¡¿Aquí?! ―expresamos asombrados Ingrid y yo al mismo tiempo.

Tas loca ―le dije―. ¿Por qué aquí?

―Simple, aquí les tomé la foto, aquí se las doy; de otra manera no es posible, he dicho, que les sirva de castigo por andar de infieles y cachondos.

―¡Tú no eres nadie para juzgarnos! ―respondí enfurecido, pero Ingrid me contuvo al tocarme la espalda con una de sus manos. Ella también estaba molesta, se notó en la manera que miró a Dalia, pero supo contenerse y contenerme.

―Déjala, Betiño, ella nos tiene a su merced, hagamos lo que dice.

―Sí, Betiño, hagan lo que digo, no les queda de otra ―intervino Dalia irónica.

―Está bien, ¿cuándo quieres que nos veamos?

―Ah, eso sí no sé, ustedes me avisarán, tienen mi correo, mi número y cuando decidan, nos organizamos y yo les entregaré su foto, mientras no se preocupen, yo la tendré bien guardadita.

Una vez que dijo eso, Dalia nos guiñó el ojo, se dio la vuelta y se dirigió al autobús. Nos había dejado allí, con una decisión pendiente. Estuvimos unos cuantos minutos inertes, mientras veíamos que al pie de la montaña los compañeros subían al autobús. Estuvimos mirándonos fijamente, con una mezcla de coraje e intimidad al compartir la misma causa. Cuando finalmente bajamos al camión, cada quien se fue a su asiento.

Nuestro destino era Oaxaca, otra ciudad colonial. El asiento de Ingrid estaba a la mitad del pasillo, el mío al fondo. Dalia iba hasta adelante. Por un rato los compañeros echaron relajo y mis amigos me preguntaron cómo estaba mi asunto con Ingrid. No les dije nada, pero a ratos le echaba un vistazo a su asiento, ella parecía mirar a través de la ventanilla. Después vi el asiento de Dalia y en silencio la maldije porque lo había echado todo a perder. En eso estaba, con mi frustración, cuando el conductor puso un casete en el estéreo. La música me agradó, era un instrumental de Carlos Santana del cual supe después que su título era Bella. Tal vez su ritmo cadencioso, su melodía de guitarra eléctrica y las emociones que me surgieron motivaron que me levantara del asiento y fuera por el pasillo rumbo al asiento de Ingrid. Ella al verme cerró el libro que leía.

―¿Qué lees? ―pregunté para iniciar la charla. Recuerdo que me gustó mucho su reacción, parecía contenta de que yo me haya animado a buscarla.

―Un libro de Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor ―respondió sonriente.

―¿De qué trata?

―De un amor imposible entre un adolescente y su tía, ella es catorce años mayor que él y además está divorciada.

―Suena interesante, ¿es en verdad un amor imposible o se consuma?

―Hasta donde voy, pienso que entre ellos hay mucho más que atracción.

―¿Y entre nosotros? ―pregunté mientras me sentaba a su lado.

―Betiño, te dije que me voy a casar, amo a Rafa y no sé qué me pasó ―respondió algo titubeante―. Creo que siento mucha atracción hacia ti, me di cuenta.

―Ingrid, ¿por qué se han dado así las cosas?, yo también amo a Mayra, mi novia, y no me gustaría dejarla, pero tú me das tentación, siempre me gustaste, siempre quise tocar tu cuerpo. No sé, creo que debemos hacer algo ¿Y si dejamos a nuestras parejas para intentarlo tú y yo?

―Entre nosotros tal vez solo es atracción, dejémoslo así. Sabes, no me malinterpretes ni pienses que soy una cualquiera, pero quisiera que nos diéramos el gusto.

―¿De verdad? ―dije sintiéndome excitado.

―¡En serio! Tonto, si te lo estoy diciendo ―expresó en voz baja, mientras yo miraba su hermoso rostro de pícara.

Todo se estaba conjugando. Hasta la música de Santana que ahora interpretaba Samba Pa Ti, una pieza que sí reconocí. Empezaba a atardecer, haciendo el camión más oscuro.

―Ingrid, estoy asombrado ¿Quieres que lo hagamos en Oaxaca?

―No. Quiero que sea cuando Dalia nos entregue la foto, porque si nos vuelve a encontrar ahora sí se armará el escándalo. No sé si estás de acuerdo.

―¿En Cholula? Debes estar loca.

―¿Y qué es lo que está pasando entre nosotros?, dime, Betiño, ¿no es una locura?, dejemos que esto sea plenamente lo que es. Quizá debemos hacerlo allá porque es nuestro lugar, comprende.

―Está bien. Que sea en Cholula, pero cuándo.

―La fecha también tiene que ser loca, solo no te vayas a echar para atrás. Que sea dentro de quince años, en este mismo día.

Me quedé callado. Miré a Ingrid convencida, pero no niego haber sentido desilusión.

―Suena imposible. Creo que todo esto lo dices para alejarme, porque en verdad no quieres que pase nada, me estás dando el cortón de tal modo que no me duela.

―¡No! Hablo en serio. Hasta el tiempo tiene que ser así, lo primero que me vino a la mente fue el número quince ¿Qué dices?

―La verdad sí estás bien loca, yo quería que nos diéramos gusto ahora.

―Confía en mí, como sea nos veremos en esa fecha y comprobaremos si la atracción sigue, será divertido.

―Trato hecho. Solo falta ver qué hacemos con Dalia.

―Ella ha sido más lista que nosotros, nos encontró en una locura y por eso nos chantajeó con una tontería. Sigámosle el juego.

Me sentía desilusionado, pero acepté. Lo nuestro era una aventura y como tal había que vivirla. Nos paramos del asiento y fuimos a ver a Dalia. Solo le dijimos que le regalaríamos un disco de Carlos Santana y una novela de Mario Vargas Llosa dentro de quince años, a cambio de la foto. Ella, con algo de sorpresa aceptó y nos dijo: <<Picarones, ya los veré, se han puesto de acuerdo para que el chisme no se difunda por mucho tiempo, está bien, les doy mi palabra que allí estaré>>. Cuando volvimos al asiento de Ingrid nos dimos un largo beso y nos acariciamos un rato. Después me dijo que me fuera, que ya teníamos una cita y un trato.

El trato me parecía increíble, quise resignarme de que todo era para dar por terminada la aventura, mas una pequeña esperanza me quedó. Quise sentir que entre ella y yo había comenzado una relación, un noviazgo extraño. El viaje duró tres días más y en todo ese tiempo Ingrid y yo nos miramos, nos sonreímos, pero apenas hablamos. Al volver a la capital, ella se casó con Rafa y en dos años más Mayra y yo terminamos. Durante cinco años le escribí a Ingrid infinidad de correos electrónicos y siempre me respondió cosas como: <<Mi amado Betiño, nunca olvides nuestra promesa, sigo sintiendo lo mismo por ti>>. También me mantuvo al tanto de cosas que le iban pasando, supe que tuvo una hija y que se le murió un niño recién nacido; me contó que Rafael la engañaba y que seguido la golpeaba; yo en cambio le confesé que salía con Matilde. Para el año dos mil diez me casé, se lo dije a Ingrid y ella me felicitó; para entonces ya nos habíamos creado cuentas de Facebook y fue así que la volví a ver en fotografías, sin embargo, a partir de ese año casi no conversamos sobre nuestra cita. Eso me hizo creer que a lo mejor ya no quería saber más de eso y no se atrevía a decírmelo, porque ella lo había tramado todo. Al entrar el dos mil quince, me puse nervioso y se lo dije a Ingrid en correos y en mensajes del Facebook, pero ella no me respondió y así pasaron los meses con incertidumbre.


Allí estaba, en la cima de la Gran Pirámide, esperando con un cd original de Carlos Santana, The Ultimate Collection, y mi mochila al hombro. Mientras la gente ingresaba en la iglesia, advertí que ya no se veían personas con huaraches y sombreros como hace quince años. Ahora había numerosos turistas tomando fotos con sus celulares, grabando videos y enviando mensajes. Lo que sí me alegró fue ver que ascendía, amenizando y alegrando la mañana, una banda filarmónica, seguida por un pequeño contingente. Cuando ya estuvieron cerca, vi que de entre el montón salió Dalia, saludándome alegremente y, después, apareció quien esperaba con tanta ansiedad: Ingrid. Se veía feliz, hermosa. Ellas ya se habían encontrado y decidieron darme la gran sorpresa. Ingrid se veía delgada, con algunas arrugas en el rostro y canas en el cabello. Dalia había bajado de peso, pero seguía con sus lentes. Yo estaba un poco más gordo y seguramente lo notaron ¿Qué puedo decir? Ingrid y yo estábamos emocionados, nos miramos fijamente y nos sonreímos, sabíamos que por fin nos daríamos ese gran gusto. Dalia, nos observó y dijo: <<Sabía que entre ustedes había algo, son unos infieles, los dos seguramente han de tener familia y hasta hijos, pero se ve que se gustan>>. Ingrid y yo sólo escuchamos y nos reímos. Entonces nos tomamos de la mano. En eso, Dalia sacó la fotografía de su bolso, la imagen estaba algo movida, olía a papel viejo, pero vimos lo que hace quince años habíamos comenzado. Dalia nos dijo que por mucho tiempo se divirtió con la foto. Nosotros hicimos comentarios al respecto y también nos divertimos. Dalia se la entregó a Ingrid y entonces nosotros le dimos su CD y su libro. Después de un rato, conversamos, paseamos en Cholula los tres, comimos juntos en un restaurant y nos contamos nuestras vidas. Cuando dieron las seis de la tarde, Ingrid me dijo al oído que era hora de cumplir nuestra promesa. Yo estaba sorprendido, me sentía raro por estar con ella, una mujer con familia y yo, que también tenía la mía. Después de tanto tiempo, siento que Ingrid no se equivocó, en verdad todo era divertido. Entonces nos despedimos de Dalia, ella con picardía nos dio un beso y se fue. Una vez que estuvimos, por fin solos, Ingrid y yo nos dimos un beso y tomados de la mano, fijamos nuestro rumbo hacia el centro de la ciudad, en busca de un hotel. 

viernes, 2 de diciembre de 2016

El duelo

Nancy Oviedo


Entonces sucedió. Fue fulminante como una gran bola de fuego o una luz cegadora y desapareció. Eso tiene la muerte, es total. No es que uno se pueda morir unos días y luego volver, no, es tajante e inflexible. No pude hacer nada, se quería morir, y se murió. Ahí quedó con todas las esperanzas ajenas rotas y toda esa gente que lo lloró en el velorio. Yo no lloré.

Días antes parecía haber tenido mejoría. Aunque comía poco, no se le puede culpar. La comida de los hospitales es siempre insípida y no solo por el sabor, sino por las texturas y las presentaciones «Te sientes mejor» pregunté. No me respondió, empero me miró con aquellos ojillos casi por cerrarse, se recostó despacio en las mullidas almohadas que se desinflaron como si suspiraran. Miró por la ventana las gotas de lluvia en el cristal, estiró el brazo y luego como convenciéndose de lo inútil de su esfuerzo lo dejó caer sobre las mismas almohadas que resignadas volvieron a suspirar.

Nos conocimos poco tiempo, pero qué es el tiempo sino una suma de momentos significativos y los nuestros lo fueron así. Los paseos diarios por el Parque Hundido después de la comida, le gustaba mucho ese lugar, no comprendí por qué, es un parque como cualquiera: árboles, juegos infantiles y una pista para correr, aunque como particularidad tiene un reloj de flores en el medio de gran tamaño que lo hace atractivo, aunado al hecho de que realmente está hundido y por la noches se convierte en el punto de reunión para las transacciones sexuales «Antes era una fábrica de ladrillos, escarbaron mucho, por eso está hundido» me dijo con mucha seguridad.

Como extranjero desconocía mucho sobre el país, pero él me tenía siempre al tanto de todo. Me contó que el día que colocaron el reloj en el centro del parque llovía mucho y los trabajadores apenas podían ver bien qué manecilla iba dónde, así que las pusieron al revés. Luego de un mes de repetidas quejas por parte de los jefes de las oficinas cercanas que alegaban que los trabajadores llegaban tarde por no saber la hora «¡No es que los mexicanos seamos impuntuales por gusto –recalcaba con enfado– es que no nos dicen qué hora es, así uno llega tarde a todos lados!».

Antes de la luz cegadora y la bola de fuego estaba ausente. Hablaba menos y casi siempre sin un antecedente previo. Un tarde pasamos por la avenida Insurgentes, casi oscurecía y la primera trabajadora sexual se arreglaba en una banca y nos miraba de reojo con cierta cautela.

–¿Para qué tanta pintura? –gruñó.

–Con una capa no se alcanza a cubrir la vergüenza –respondí.

–Eso siempre me gustó de ti –dijo ausente, como si le hablara a alguien más– viste siempre lo profundo en los demás.

Habló como si ya no estuviera ni él ni yo. Tal vez así era; que por momentos no estamos, pero ese día sentí que de verdad se había ido y todas sus historias con él. Como la del parque y por qué estaba así.

Nos unió, al contrario de las amistades convencionales, el mutuo repudio que ambos sentíamos por el fútbol, la música popular, las manifestaciones, la gente escandalosa, la odiosa melodía de las mañanitas en la voz de Pedro Infante, sin embargo en su último aniversario, cumplía cincuenta años, le llamé por teléfono.

–¿Qué haces? –pregunté.

–¡Esperándote! –respondió– ¿Dónde diablos estás? Tenías que llegar hace una hora.

–Es tu cumpleaños, pensé que querías estar con tu familia –respondí.

–¡Tú eres mi familia! –dijo y colgó.

No supe qué hacer, me quedé en casa reflexionando sus palabras, luego de unos minutos tocaron la puerta, corrí la cortina para ver quién era y ahí estaba: firme y resuelto con un paraguas en la mano. Abrí.

–En septiembre llueve mucho, en realidad llueve todo el tiempo, ya no entiendo el clima –dijo extendiéndome  un impermeable rosado– era el único color, no pongas esa cara.

Salimos a pasear como todos los días, al mismo lugar: el Parque Hundido. Miramos pasar los autobuses rojos del metrobús atascados de gente, a los niños jugar entre los charcos, luego cenamos tacos al pastor, sus favoritos, aunque no comía más de tres. No recuerdo de qué hablamos o si lo hicimos. Al día siguiente nos encontramos en la banca cerca de la avenida Insurgentes. Hacia viento y el ruido de los cláxones llenaba el ambiente. Dimos un par de vueltas y recordé que no lo había felicitado.

–¡Felicidades! –dije antes de despedirnos.

–El día que uno nace es un día como cualquiera –dijo mientras metía el último botón de su abrigo en el ojal– no te lo tomes tan a pecho. Solo es un día más cerca de la muerte –dijo sin mirarme y se fue sin despedir.

Dos años de amistad no son una vida, pero son algo, fuimos algo. No supe todas las cosas importantes que le sucedieron, pero estuve en algunas, esas son las que me interesan.

Cuando llegó al hospital con la mano en el pecho, la mirada perdida y el pelo despeinado yo estaba ahí. Todos los días estuve ahí. Sostuve su mano, le conté los mejores chistes de gallegos.

–Está muy débil –decía muy serio el médico– no lo haga reír.

¿Qué iba a saber el doctor? Seguí las bromas. Miré cómo se apretaban sus ojos «Se ríe», pensé. Luego, sin advertirlo, el silencio de su corazón, la luz cegadora de las batas blancas de los médicos, un zumbido, yo en un rincón.

–Ha muerto –escupió el médico.

«Otra vez no se despidió», pensé. Durante el velorio muchos lloraron, gritaron entre mocos y flores apestosas de culpa. Recordé cuando íbamos al cine y veía dos personas en las butacas delante de nosotros «¡Mucha gente, vámonos», me tomaba del brazo y salíamos.

Lástima que ahora no puede irse de aquí y tampoco puede correrlos, yo lo haría, pero claro, ellos no saben que también soy de la familia, entonces aquí me quedo mirándolos. Memorizo cada detalle por minúsculo que pueda parecer, tal vez pronto nos volvamos a encontrar y podré contarle con lujo de detalles, como a él le gusta.

–Ring, ring –me decía molesto cuando iniciaba yo cualquier relato– cuéntame bien –Hazlo como cuando te llaman por teléfono, desde el ring ring.

La primera vez que me dijo eso me sorprendí de lo infantil que se puede ser independientemente de la edad, fue la primera vez que sentí por él una inmensa ternura. Tenía nombre para todo lo que le daba miedo nombrar.

–Tengo sed –me decía.

–Toma agua –respondía yo.

–No; tengo ganas de algo delicioso de beber –respondía.

Yo sabía que era su forma de decir «quiero refresco» pero no se atrevía, lo mismo sucedía con la comida. Era un hombre de límites y a su vez un limitado.

Después de tres calendarios no puedo llorarte aún, no te siento lejos, no lo estás, aunque te hayas muerto, qué caray.


¡Mira, el Parque Hundido, se inundó! 

martes, 29 de noviembre de 2016

¿Quién eras Martín?

Maira Delgado


¡Nooo! Tres años no fueron suficientes para conocerlo.

Martha salió sola del consultorio, con manos temblorosas, el rostro pálido; aquel sobre contenía la terrible respuesta que el corazón temía. Rompió en llanto por esas calles repletas de gente, cada uno llevando su propia cruz, sin importarle quién la observase. Se sentó en una desgastada silla de hierro oxidado por la lluvia y el sol, dejando que su cuerpo se desvaneciera hasta perder el aliento para sumirse en la más terrible pesadilla.

Nunca creí que todo diera un giro tan impresionante en una noche. Conocerte, Martín, en mi adolescencia, con escasos catorce años cambió mi historia para siempre. Eras el chico más dulce que había en el colegio, y te fijaste en mí, la más delgadita y apocada de la clase, mi peso no alcanzaba los cuarenta y cinco kilogramos haciéndome parecer menor que mis compañeras ya en edad de desarrollo, con cuerpos más voluminosos y estatura que aumentaba rápidamente; mas a pesar de ser tan guapo y asediado por todas, solo tenías ojos para mí.

Esta relación a escondidas de mis padres tan conservadores quienes pensaron siempre en que terminara la secundaria antes de ilusionarme con cualquier persona que pudiera alterar mis planes para el futuro, llenó de alegría mis tres últimos años en el colegio, tantas aventuras compartidas, detalles tiernos y la celebración de cada aniversario con el pretexto de salidas en grupo y acompañados por mi celestina Aurora quien vivió conmigo cada momento, ocultando a veces en su casa tus regalos hasta que se me ocurriera la excusa perfecta para traerlos a la mía sin despertar sospechas.

Ese día tan especial, la celebración de mis quince años, estuviste ahí, logré que fueses mi edecán, y asististe a la serenata de la noche anterior como un compañero más cuando en realidad fuiste quien organizó todo, cada canción tenía un significado especial para ti y para mí; cuando aprendiste a tocar guitarra hacías que soñara con ese momento; mis padres te conocían y aceptaban como mi amigo... De pronto un admirador en silencio (dirían ellos), mas no se imaginaban a su pequeña traicionando su confianza o desobedeciendo la estricta orden de papá de no involucrarme sentimentalmente hasta que él diera su permiso. Quería hacerles caso, pero tus dulces ojos me cautivaron, esas cartas de amor escritas durante la clase de francés, firmadas al final con un Je t’aime me ponían a soñar noches enteras contigo y cada osito de peluche sobre mi cama, recordando las caminatas en el colegio durante el descanso, en el patio de las flores donde el aroma se mezclaba entre tanta variedad de plantas,  me tomabas la mano por segundos de manera inesperada para no levantar comentarios entre los profesores y evitar que el rumor corriera y causara problemas en nuestro idilio.

Recuerdo ese paseo al río, el tan anhelado día del alumno, pudimos pasar la jornada entera juntos, nadando contigo por primera vez, con muchos alrededor pero nos sentíamos solos entre esa multitud, tú y yo hacíamos un mundo aparte en medio de decenas de personas; corriendo entre árboles y trepando para alcanzar aquellos mangos tan provocativos, comimos hasta saciarnos, nos recostamos luego sobre el pasto verde bajo esa sombra que nos ocultó un buen rato del ardiente sol de la mañana y de los curiosos que pasaban mirando a quienes veían haciendo de las suyas. La maestra Helena parecía comprendernos, pues a pesar de sus cuidados, pasaba por alto algunos detalles que nos delataban frente a ella, alguna vez oí decir que le recordábamos su época de infancia, cuando amar tan temprano era un pecado mortal y el más inocente sentimiento era digno de castigo por romper cualquier mandamiento, el que quisieran aplicarle para terminar en una paliza o un posterior y largo encierro; al parecer a ella también le tocó fingir muchos años cuando se enamoró del maestro Luis, ahora su esposo, quien esperó pacientemente para pedir su mano, pues las costumbres eran más severas en los tiempos de su juventud.

Lo sé. Mis padres planearon mi futuro sin contar conmigo, mis excelentes notas en el colegio, los hicieron soñar con verme convertida en una gran abogada que prolongara el prestigio del abuelo, mi padre se había esforzado para dirigir ese bufete pero deseaba que yo me hiciera cargo algún día, así que debía saber que mis próximos años los pasaría enclaustrada entre libros en la reconocida escuela de leyes de la Universidad de los Andes a muchos kilómetros de casa y por el tiempo que ellos establecieran mientras terminaba los estudios, postgrados, diplomados y demás títulos que habían elegido para mí.

Tal vez esa noticia fue la que más te impresionó, desde que oíste a papá esa noche, durante la cena de caridad para los niños del hospital, tus ojitos no ocultaron la tristeza, parecías decepcionado del tiempo juntos, como que todo quedaría en un recuerdo de la edad primaveral, también tú harías tu carrera en otro lado y poco a poco nuestros caminos se alejarían hasta hacernos olvidar el color de los amores prometidos y sucumbir en la costumbre de echar al baúl de los recuerdos cualquier historia hermosa pero sin trascendencia alguna en el porvenir asignado para cada uno de nosotros.

Ya llevábamos tres años juntos, yo a punto de cumplir los diecisiete y tú un año mayor que yo, ambos en undécimo grado, ya tendrías que pensar en el servicio militar si tus padres no lograban comprar tu libreta o no aplicabas a la universidad, te observaba en silencio, parecías obsesionado con la idea de escaparnos juntos o que algún suceso cambiara nuestro destino; al principio no creí que fuera importante pero día a día la preocupación invadía tu rostro y con tus besos y caricias ya más intensas me pedías a gritos que nuestros cuerpos se dejaran llevar por las hormonas y diese rienda suelta a mis deseos reprimidos de amarnos como locos antes de que el tiempo siguiera pasando y nos separaran para siempre.

Esa noche en casa de Isabel luego de la fiesta, de bailar muy cerca el uno del otro, por primera vez me dijiste que hiciéramos el amor; pensé que era efecto del cóctel de frutas con algo de licor pues tú siempre fuiste tan respetuoso, jamás en tus cabales insinuarías algo como eso. Era un contraste entre la inocente relación casi infantil que sostuvimos todo este tiempo y el despertar de un deseo loco de pasar aún más los límites y explorar un mundo nuevo para ambos, creo que tus amigos te aconsejaron mal o tus hormonas se enloquecieron al cumplir los dieciocho; igual lograste confundirme, aunque te amaba, mis principios se anteponían a cualquier deseo, debía guardarme virgen hasta el matrimonio y eso sí lo tenía claro, no sabía a dónde ibamos a parar, por lo tanto no era sensato pensar en sexo contigo, pero me gustaba el juego de la seducción al que me inducías en cada uno de tus besos, ya no era ese inocente roce de labios que luego se escapaba hacia la mejilla o la frente, ahora tus manos estrujaban mi espalda, acercando más tu cuerpo al mío, de vez en cuando mis pechos te rozaban con sutileza excitándome por segundos hasta que la cordura me hacía volver y con una dulce sonrisa separarte haciendo cualquier chiste para enfriar el momento. Nunca supe si de verdad resistiría a tus encantos o hasta cuándo pararían tus insinuaciones; empecé a tener pesadillas en las madrugadas viéndote entrar en mi cuarto y meterte en mi cama, al principio solo para abrazarme pero luego besabas mi cuello hasta que me volteaba y los besos se hacían más intensos, poco a poco me quitabas la pijama hasta desnudarme, en ese preciso momento entraba mi madre y nos sorprendía, todo se volvía gritos y me despertaba sudando, por meses la pesadilla se repetió; jamás te lo dije para no empeorar la situación ni hacerte saber que también yo luchaba con mis deseos carnales como los llamaba papá.
Este último año juntos ha sido un tiempo de pasiones encontradas, por un lado tú ardiendo de deseo y acosándome con tus besos desbordantes, mis padres exigiéndome excelentes calificaciones y las pruebas de estado debían ser las mejores de la clase, mis sueños persiguiéndome por las noches, los maestros esperando sentirse orgullosos en unos años de su exalumna y mis amigas hablando de su primera vez, todas ya lo habían hecho, algunas tomaban píldoras anticonceptivas o practicaban el método del ritmo arriesgando su futuro por vivir intensamente el momento como decían ellas.

La noche de la graduación llegó, todo era perfecto, después de entregarles el deseado diploma de honor a mis padres y participar los allí reunidos del brindis oyendo el discurso del rector y los más destacados graduandos, sabía que mis padres me dejarían ir a la casa de Aurora a celebrar hasta el amanecer, podría dormir allá, sus padres cuidarían la fiesta y todos bailaríamos  disfrutando, entre lágrimas y risas recordamos los mejores y peores momentos juntos, prometimos reencontrarnos cada año nuevo en ese mismo parque frente a la casa de nuestra amiga para compartir experiencias vividas; en el fondo sabíamos que pasarían muchos años antes de cumplir esa promesa y que tal vez a algunos no los volveríamos a ver.

Cerca de las tres de la mañana, me tomaste de la mano y me llevaste afuera, fue tan natural que no opuse resistencia, ese auto rojo nos esperaba y tú ibas a conducir, me emocioné al verte tan seguro; me dijiste que daríamos una vuelta inolvidable, ya habías tomado algunas copas de vino y aunque yo no lo probaba me fascinaba sentir su sabor en tus labios, me subí encantada y encendiste el motor rápidamente, nos alejamos tanto, no recuerdo cuánto tiempo pasó desde que salimos, las cervezas bebidas en el recorrido me marearon un poco hasta que entraste en aquel motel, mis ojos se abrieron como farolas y empecé a temblar de frío, realmente estaba asustada, mas tus palabras fueron convincentes: <<No haremos nada que tú no quieras, solo deseo besarte un rato con calidez y que recuerdes esta noche para siempre>>.

Todo fue tan rápido, era el miedo a lo desconocido o la emoción de hacer algo indebido, ni siquiera tuve tiempo de reaccionar y negarme, confiaba tanto en ti, jamás creí que mi dulce Martín convirtiera su amor por mí en una obsesión desenfrenada por tenerme a su lado a toda costa. Entramos en aquel cuarto, para mi sorpresa, no sé cómo lo hiciste, habías decorado con velas y rosas, todo muy bien planeado, al principio sonreí y te besé, estaba emocionada pero debía mantener el control, mi inocencia o inexperiencia en el tema me hicieron creer que podía jugar con fuego sin quemarme, pero nunca pensé que era tu fuego el que ardía y no saldría ilesa esa noche. 

Me besaste con ternura y me recostaste con cuidado en la cama, todo era perfecto, un momento romántico con tu primer amor sería inolvidable; hasta que los besos ardían más que las velas, ahí te detuve: <<Esto es hermoso, pero no quiero ir más allá, por favor debemos irnos, ya es tarde y empezarán a buscarnos>>. <<¿Irnos? Pero si apenas llegamos, no te preocupes, nada malo pasará; ven tomemos una copa, compré este vino para este día, solo una y luego te canto un par de canciones>>; me convenciste y no sé qué tenía esa bebida, el final de la noche se volvió confuso, no recuerdo más detalles aunque me esfuerce en hacerlo, me desperté a las seis y estaba con ese vestido negro por encima de mi cintura, mi brassier se había soltado y mis panties no estaban en su sitio, me levanté asustada y ahí yacías tú desnudo, me sentí aterrorizada, al despertarte con violencia una terrible jaqueca te invadió, no sé si fingías o en realidad la sentías. Al escuchar tus palabras mi alma se estremeció, <<no sucedió nada que no quisieses, no te preocupes>>; no hice otra cosa que llorar hasta que me dejaste en el parque frente a la casa de Aurora, la vergüenza no me dejaba entrar y mirarla a la cara, luego tu llamada a su celular hizo que ella saliera a buscarme, mientras me abrazaba susurró: <<tranquila, todo estará bien>>.

Me bañé casi por una hora, trataba de recordar lo sucedido, pero mi mente estaba bloqueada, ¿cómo denunciarte? Si ni siquiera sé qué sucedió, si yo fui contigo a ese lugar, si mis padres no sabían de nuestra relación.

Un mes pasó y no he querido verte ni atender tus llamadas o mensajes insistentes, ya solo espero irme de esta ciudad, empezar una nueva vida, convertirme en la abogada que todos quieren y borrar este incidente que marcó mi vida para siempre; pero debo ir al médico, algo no anda bien, mi ciclo menstrual es irregular, así que un retraso no me preocupa, pero ese dolor pélvico bien bajito sí me desconcierta, alguna infección debe de haber y será necesario tratarla pronto. Esta tarde Aurora no pudo acompañarme, pero el chequeo médico fue estremecedor; una enfermedad venérea había invadido mi cuerpo, era necesario el tratamiento, además el ginecólogo pudo detectar un embarazo de cuatro semanas, un pequeño saco gestacional crecía dentro de mí y al salir de allí todo se oscureció, el cielo se tornó gris.