Rocío Ávila
Con mi
carácter introvertido nunca creí que mi capacidad de convocatoria fuera mucha. Una
canción popular dice que la vida es una tómbola y creo que es verdad. A veces
ganas, otras pierdes y visto en retrospectiva, no es tan malo.
Me encuentro
en una esquina, en el mejor sitio de la sala ya que desde aquí se ve la entrada
sin que nada se interponga en la línea de visión. La convocatoria está hecha,
ahora solo falta esperar a ver quién responde. El lugar está bonito, el piso de
mármol perfectamente pulido, sumado a los muros pintados en un tono amarillo
muy suave, en un intento dar calidez al espacio y las lámparas están
estratégicamente ubicadas con el fin de hacer sentir cómodos a los visitantes.
Los sillones anchos y suaves invitan a sentarse y relajarse un poco, aunque
irónicamente son de esos muebles que para las personas mayores son tan mullidos
que resulta difícil levantarse o acomodarse. Es una habitación elegantemente
decorada con flores blancas: jazmines, lilis y rosas. Arreglos perfectos que si
el decorador hubiera tenido el valor de ser socialmente incorrecto y me hubiera
conocido antes podría haber hecho lo mismo, pero con rosas rojas solo para
hacerme feliz.
Los
primeros en llegar fueron mis vecinos, siempre gentiles y amables conmigo. No
me sorprendió mucho. Después de ellos llegaron los parientes más cercanos. No
todos mis familiares me parecen simpáticos pero todos ellos ya existían cuando
yo nací. Soy la más joven de una familia regular en su número y muy variada en
gustos y opiniones. En realidad, no somos nada fuera de lo común, apenas un
clan como cualquiera, con cosas admirables y otras escondidas bajo la alfombra.
No me disgusta que todas estas personas llegaran a la cita, pero no son las que
me interesan más. Tengo que confesar que la curiosidad malsana me domina un
poco y quiero ver qué manifestaciones de mi pasado se hacen presentes.
El
primero en cumplir mis expectativas fue Juan. Su figura delgada de postura
perfectamente correcta me hace pensar que sigue siendo un hombre terco al que
le resulta difícil doblegarse. Siempre lo fue. Apenas me vio sonrió un poco. Me
miró en silencio y revisando que nadie lo escuchara solo se atrevió a decir “te
eché de menos y ahora te extrañaré más”. Nunca pensé que lo diría. Durante mi juventud
mi vida giraba alrededor de él. Éramos amigos y mientras mantuvimos ese lazo
todo marchó bien. Todo cambió cuando se enamoró de mi mejor amiga sin animarse
a decírselo. Lo irónico es que esos años de escuchar sobre los sentimientos
frustrados de mi compañero de aventuras hicieron que yo me fuera enamorando de
él poco a poco. Sufría en silencio su dolor y en una enfermiza idea de
disfrazada madurez lo animé a confesar sus emociones.
Juan en
un acto de valentía declaró su amor y para sorpresa de todos fue aceptado y
correspondido. Ninguno dentro del pequeño grupo de amigos pensamos que tendría
éxito. Alejandra nunca había expresado su interés por Juan, ni siquiera a mí
que era su mejor amiga. Con el ímpetu que se tiene a los veinticinco años duraron
poco de novios. En menos de seis meses decidieron casarse y ahí estaba yo, en
medio de un torbellino de felicidad ajena, ayudando a los preparativos de una
boda a la que no quería asistir. En ese entonces yo era muy temerosa de faltar
a las formas así que soporté ser testigo de su perfecto querer tres meses y después
me fui separando del grupo poco a poco. Me volví una cobarde porque en lugar de
levantarme de esa caída me fui arrastrando por la vida un par de años más.
Se
forma un pequeño tumulto en la puerta del salón. Varias personas llegan al
mismo tiempo. Las veo y algunas me llenan de emoción. ¡Ahí está Don Andrés!
¡Tan viejito! Dios lo bendiga por hacer este enorme esfuerzo de venir. Lo
quiero mucho y siempre se lo he dicho. Este señor es un ángel en mi vida. Él y
su esposa siempre me trataron como a una hija aún cuando tenían media docena de
vástagos. Solo habíamos cruzado un par de palabras, hasta el día que me
despidieron sin previo aviso. Un oficial me acompañó hasta mi lugar con una
caja de cartón vacío para que guardara en ella mis cosas. Por políticas de la
empresa no podía hacer más que tomar mis objetos personales y abandonar el
edificio sin despedirme de nadie. Ya me llamarían de la oficina de recursos
humanos para tratar lo de mi liquidación. ¡Qué humillación! Me sentí
delincuente cuando había dado lo mejor de mí a esa empresa. Ya en la calle,
sola y con el ánimo por los suelos, me puse a llorar.
Apenas
había entrado a mi casa cuando sonó el teléfono. Se me hizo extraño ya que la
mayoría de mis llamadas llegaban a mi celular. Está de más decir que no
reconocí la voz al otro lado de la línea.
—Tere,
buenas noches. Soy Andrés Cifuentes, de la oficina.
—Sí,
¡claro! —dije por mera cortesía porque hasta ese momento escuché su apellido
por primera vez.
—Disculpa
que te moleste en este momento tan inoportuno, pero me he enterado de lo
sucedido y quiero ponerme a tus órdenes. Por favor, anota mi número y si alguna
vez necesitas algo aquí estamos mi esposa y yo para ayudarte.
No
entré en detalles ni le pregunté cómo consiguió contactarme, pero siendo el
chisme del día en la oficina seguramente no fue difícil. Hice lo que me indicó
solo por ser amable, aun cuando no me estuviera viendo. ¿Quién iba a pensar que
ese hombre y su mujer se convertirían en mi paño de lágrimas, en mi consuelo y
en mis compañeros de dolor? Al menos yo no.
Me
siento contenta de ver tanta gente. Mi hermana mayor en realidad es la
anfitriona y lo hace muy bien. Saluda a todos, los abraza, consigue lugares a
los mayores y no cesa de ir de aquí para allá. Menos mal que el todo está en
orden porque si no fuera así ella no dudaría en acomodar las cosas a su gusto.
Siempre ha sido muy fuerte y se necesita conocerla muy bien para saber cuándo
su corazón sufre. De nuestra familia solo quedamos ella y yo. Cada una tiene su
pareja e hizo su vida, como decían antes, pero del núcleo original solo somos
nosotras.
Entre
los asistentes observo a varios de mis pacientes. No, no estudie medicina ni
enfermería, pero por mucho tiempo me dediqué a atender corazones rotos,
solucionar problemas ajenos y a querer salvar el mundo. Mi punto cumbre fue
cuando a los treinta y dos años conocí a Rogelio. Un pelirrojo delgado con
cabello ondulado y ojos verdes, justo el tipo de hombre que menos llama mi
atención. Resultó un tipo carismático, con mucho encanto para hablar o en otras
palabras un embaucador perfecto. Un hombre que sufría porque nadie apreciaba
sus brillantes ideas, su familia no valoraba sus intentos de “poner orden”, al
indicarles cómo debían vivir y por supuesto no había mujer que estimara la joya
que él era. No sé en qué momento perdí la seguridad en mí y cedí a las mentiras
de este hombre. De ser encantador pasó a ser un chantajista de alto nivel al
que había que cumplirle todos los caprichos. Resultó que yo pasaba mis días
tratando de hacerlo feliz y no entendía cuando mis amigos me decían que era un
vividor que solo se estaba aprovechando de mí. Me hice sorda a las voces de la
razón y por cinco años me dediqué a perder dinero y tiempo. Para lo que era
nuestro quinto aniversario de una relación que no terminaba de formalizarse me
armé de valor y le expresé mis más grandes sueños. Sin preparar el terreno expuse
mis deseos de casarme, tener hijos, formar una familia y me dijo que sí, que
contara con ello pero que él me diría cuando. Mi cabeza no podía con la idea de
que se estuviera burlando de mí de esa manera. Su insolente sonrisa mientras me
explicaba porque era mejor seguir esperando me volvió a la realidad de una
manera casi milagrosa. Mientras lo escuchaba, mi mente visualizaba a mi hermana
y a Goyita, la esposa de Don Andrés, sacudirme para que reaccionara ante tanto
egoísmo y tanta tontería que llenaba mi vida en esos días.
Sé que
no vendrás a esta reunión. Supe que nunca contaría contigo porque solo en mi
mente enferma había considerado que eso sería posible. No la pasé bien ni me
fue fácil erradicarte de mi vida, pero lo logré. Tampoco hubo receta milagrosa,
pero si mucha terapia y voluntad de reconocerme y respetarme como persona.
Miro a
los asistentes y descubro en ellos a la típica pariente que va a todos los
eventos familiares para criticar, a la amiga de mi mamá que nunca nos perdió la
pista y que se sabe los mejores chistes, a la vecina que se siente glamurosa
pero que siempre anda con los zapatos sucios y que hace que mi hermana levante
una ceja por las combinaciones con las que se presenta cada vez que la
invitamos a algún lugar.
Entre
las no pocas personas que se congregaron hoy para verme, observo también la
figura de mi compañero de vida. Cada vez que lo veo recuerdo el cuento aquel
que leí alguna vez. Ese donde una chica enamorada de su collar de perlas falsas
no lo suelta ni a sol ni a sombra. Su padre, en el ánimo de mimarla le compra
un collar de perlas verdaderas y las envuelve hermosamente para entregarlas a
su hija. La única condición es que la jovencita entregue el collar de
imitación. Durante mucho tiempo la mozuela se niega a renunciar a su preciado
tesoro hasta que un día, un poco apenada ante la insistencia del padre, decide
ceder su posesión y aceptar lo que su progenitor le ofrecía. Cual va siendo la
sorpresa de la adolescente al descubrir la hermosa gargantilla. Al ver la
emoción de su cría, el buen hombre le explica que muchas veces se debe soltar
lo falso que parece tener valor para poder recibir lo que verdaderamente lo
tiene. Este hombre no necesitó nunca cuidados especiales, ni de mí para tener
una vida. Lo mejor de todo es que lo encontré cuando aprendí que fui paño de
lágrimas para dolores ajenos por voluntad propia, que se malogra un trabajo más
no la vida ni el futuro, que en la vida se gana y se pierde y no pasa nada. Viendo
tantos rostros conocidos reconozco importantes momentos donde salí triunfante y
en otros perdedora.
Si la
vida no es fácil, morir tampoco lo es. Cuando me diagnosticaron cáncer en los
pulmones no me dieron muchas esperanzas. Apenas conté con dos meses antes de
llegar a este momento. Ocupo el sitio de honor en el funeral donde todos se han
acercado a despedirse, a dedicarme unas palabras y yo no puedo responderles. No
importa, así es la vida y esta no espera a nadie, no se detiene.