jueves, 21 de julio de 2016

La última reunión

Rocío Ávila


Con mi carácter introvertido nunca creí que mi capacidad de convocatoria fuera mucha. Una canción popular dice que la vida es una tómbola y creo que es verdad. A veces ganas, otras pierdes y visto en retrospectiva, no es tan malo.

Me encuentro en una esquina, en el mejor sitio de la sala ya que desde aquí se ve la entrada sin que nada se interponga en la línea de visión. La convocatoria está hecha, ahora solo falta esperar a ver quién responde. El lugar está bonito, el piso de mármol perfectamente pulido, sumado a los muros pintados en un tono amarillo muy suave, en un intento dar calidez al espacio y las lámparas están estratégicamente ubicadas con el fin de hacer sentir cómodos a los visitantes. Los sillones anchos y suaves invitan a sentarse y relajarse un poco, aunque irónicamente son de esos muebles que para las personas mayores son tan mullidos que resulta difícil levantarse o acomodarse. Es una habitación elegantemente decorada con flores blancas: jazmines, lilis y rosas. Arreglos perfectos que si el decorador hubiera tenido el valor de ser socialmente incorrecto y me hubiera conocido antes podría haber hecho lo mismo, pero con rosas rojas solo para hacerme feliz.

Los primeros en llegar fueron mis vecinos, siempre gentiles y amables conmigo. No me sorprendió mucho. Después de ellos llegaron los parientes más cercanos. No todos mis familiares me parecen simpáticos pero todos ellos ya existían cuando yo nací. Soy la más joven de una familia regular en su número y muy variada en gustos y opiniones. En realidad, no somos nada fuera de lo común, apenas un clan como cualquiera, con cosas admirables y otras escondidas bajo la alfombra. No me disgusta que todas estas personas llegaran a la cita, pero no son las que me interesan más. Tengo que confesar que la curiosidad malsana me domina un poco y quiero ver qué manifestaciones de mi pasado se hacen presentes.

El primero en cumplir mis expectativas fue Juan. Su figura delgada de postura perfectamente correcta me hace pensar que sigue siendo un hombre terco al que le resulta difícil doblegarse. Siempre lo fue. Apenas me vio sonrió un poco. Me miró en silencio y revisando que nadie lo escuchara solo se atrevió a decir “te eché de menos y ahora te extrañaré más”. Nunca pensé que lo diría. Durante mi juventud mi vida giraba alrededor de él. Éramos amigos y mientras mantuvimos ese lazo todo marchó bien. Todo cambió cuando se enamoró de mi mejor amiga sin animarse a decírselo. Lo irónico es que esos años de escuchar sobre los sentimientos frustrados de mi compañero de aventuras hicieron que yo me fuera enamorando de él poco a poco. Sufría en silencio su dolor y en una enfermiza idea de disfrazada madurez lo animé a confesar sus emociones.

Juan en un acto de valentía declaró su amor y para sorpresa de todos fue aceptado y correspondido. Ninguno dentro del pequeño grupo de amigos pensamos que tendría éxito. Alejandra nunca había expresado su interés por Juan, ni siquiera a mí que era su mejor amiga. Con el ímpetu que se tiene a los veinticinco años duraron poco de novios. En menos de seis meses decidieron casarse y ahí estaba yo, en medio de un torbellino de felicidad ajena, ayudando a los preparativos de una boda a la que no quería asistir. En ese entonces yo era muy temerosa de faltar a las formas así que soporté ser testigo de su perfecto querer tres meses y después me fui separando del grupo poco a poco. Me volví una cobarde porque en lugar de levantarme de esa caída me fui arrastrando por la vida un par de años más.

Se forma un pequeño tumulto en la puerta del salón. Varias personas llegan al mismo tiempo. Las veo y algunas me llenan de emoción. ¡Ahí está Don Andrés! ¡Tan viejito! Dios lo bendiga por hacer este enorme esfuerzo de venir. Lo quiero mucho y siempre se lo he dicho. Este señor es un ángel en mi vida. Él y su esposa siempre me trataron como a una hija aún cuando tenían media docena de vástagos. Solo habíamos cruzado un par de palabras, hasta el día que me despidieron sin previo aviso. Un oficial me acompañó hasta mi lugar con una caja de cartón vacío para que guardara en ella mis cosas. Por políticas de la empresa no podía hacer más que tomar mis objetos personales y abandonar el edificio sin despedirme de nadie. Ya me llamarían de la oficina de recursos humanos para tratar lo de mi liquidación. ¡Qué humillación! Me sentí delincuente cuando había dado lo mejor de mí a esa empresa. Ya en la calle, sola y con el ánimo por los suelos, me puse a llorar.

Apenas había entrado a mi casa cuando sonó el teléfono. Se me hizo extraño ya que la mayoría de mis llamadas llegaban a mi celular. Está de más decir que no reconocí la voz al otro lado de la línea.

—Tere, buenas noches. Soy Andrés Cifuentes, de la oficina.

—Sí, ¡claro! —dije por mera cortesía porque hasta ese momento escuché su apellido por primera vez.

—Disculpa que te moleste en este momento tan inoportuno, pero me he enterado de lo sucedido y quiero ponerme a tus órdenes. Por favor, anota mi número y si alguna vez necesitas algo aquí estamos mi esposa y yo para ayudarte.

No entré en detalles ni le pregunté cómo consiguió contactarme, pero siendo el chisme del día en la oficina seguramente no fue difícil. Hice lo que me indicó solo por ser amable, aun cuando no me estuviera viendo. ¿Quién iba a pensar que ese hombre y su mujer se convertirían en mi paño de lágrimas, en mi consuelo y en mis compañeros de dolor? Al menos yo no.

Me siento contenta de ver tanta gente. Mi hermana mayor en realidad es la anfitriona y lo hace muy bien. Saluda a todos, los abraza, consigue lugares a los mayores y no cesa de ir de aquí para allá. Menos mal que el todo está en orden porque si no fuera así ella no dudaría en acomodar las cosas a su gusto. Siempre ha sido muy fuerte y se necesita conocerla muy bien para saber cuándo su corazón sufre. De nuestra familia solo quedamos ella y yo. Cada una tiene su pareja e hizo su vida, como decían antes, pero del núcleo original solo somos nosotras.

Entre los asistentes observo a varios de mis pacientes. No, no estudie medicina ni enfermería, pero por mucho tiempo me dediqué a atender corazones rotos, solucionar problemas ajenos y a querer salvar el mundo. Mi punto cumbre fue cuando a los treinta y dos años conocí a Rogelio. Un pelirrojo delgado con cabello ondulado y ojos verdes, justo el tipo de hombre que menos llama mi atención. Resultó un tipo carismático, con mucho encanto para hablar o en otras palabras un embaucador perfecto. Un hombre que sufría porque nadie apreciaba sus brillantes ideas, su familia no valoraba sus intentos de “poner orden”, al indicarles cómo debían vivir y por supuesto no había mujer que estimara la joya que él era. No sé en qué momento perdí la seguridad en mí y cedí a las mentiras de este hombre. De ser encantador pasó a ser un chantajista de alto nivel al que había que cumplirle todos los caprichos. Resultó que yo pasaba mis días tratando de hacerlo feliz y no entendía cuando mis amigos me decían que era un vividor que solo se estaba aprovechando de mí. Me hice sorda a las voces de la razón y por cinco años me dediqué a perder dinero y tiempo. Para lo que era nuestro quinto aniversario de una relación que no terminaba de formalizarse me armé de valor y le expresé mis más grandes sueños. Sin preparar el terreno expuse mis deseos de casarme, tener hijos, formar una familia y me dijo que sí, que contara con ello pero que él me diría cuando. Mi cabeza no podía con la idea de que se estuviera burlando de mí de esa manera. Su insolente sonrisa mientras me explicaba porque era mejor seguir esperando me volvió a la realidad de una manera casi milagrosa. Mientras lo escuchaba, mi mente visualizaba a mi hermana y a Goyita, la esposa de Don Andrés, sacudirme para que reaccionara ante tanto egoísmo y tanta tontería que llenaba mi vida en esos días.

Sé que no vendrás a esta reunión. Supe que nunca contaría contigo porque solo en mi mente enferma había considerado que eso sería posible. No la pasé bien ni me fue fácil erradicarte de mi vida, pero lo logré. Tampoco hubo receta milagrosa, pero si mucha terapia y voluntad de reconocerme y respetarme como persona.

Miro a los asistentes y descubro en ellos a la típica pariente que va a todos los eventos familiares para criticar, a la amiga de mi mamá que nunca nos perdió la pista y que se sabe los mejores chistes, a la vecina que se siente glamurosa pero que siempre anda con los zapatos sucios y que hace que mi hermana levante una ceja por las combinaciones con las que se presenta cada vez que la invitamos a algún lugar.

Entre las no pocas personas que se congregaron hoy para verme, observo también la figura de mi compañero de vida. Cada vez que lo veo recuerdo el cuento aquel que leí alguna vez. Ese donde una chica enamorada de su collar de perlas falsas no lo suelta ni a sol ni a sombra. Su padre, en el ánimo de mimarla le compra un collar de perlas verdaderas y las envuelve hermosamente para entregarlas a su hija. La única condición es que la jovencita entregue el collar de imitación. Durante mucho tiempo la mozuela se niega a renunciar a su preciado tesoro hasta que un día, un poco apenada ante la insistencia del padre, decide ceder su posesión y aceptar lo que su progenitor le ofrecía. Cual va siendo la sorpresa de la adolescente al descubrir la hermosa gargantilla. Al ver la emoción de su cría, el buen hombre le explica que muchas veces se debe soltar lo falso que parece tener valor para poder recibir lo que verdaderamente lo tiene. Este hombre no necesitó nunca cuidados especiales, ni de mí para tener una vida. Lo mejor de todo es que lo encontré cuando aprendí que fui paño de lágrimas para dolores ajenos por voluntad propia, que se malogra un trabajo más no la vida ni el futuro, que en la vida se gana y se pierde y no pasa nada. Viendo tantos rostros conocidos reconozco importantes momentos donde salí triunfante y en otros perdedora.


Si la vida no es fácil, morir tampoco lo es. Cuando me diagnosticaron cáncer en los pulmones no me dieron muchas esperanzas. Apenas conté con dos meses antes de llegar a este momento. Ocupo el sitio de honor en el funeral donde todos se han acercado a despedirse, a dedicarme unas palabras y yo no puedo responderles. No importa, así es la vida y esta no espera a nadie, no se detiene.  

viernes, 15 de julio de 2016

Un secreto

Marcos Núñez Núñez


En casa leía el último capítulo de El Evangelio según Jesucristo, una novela de Saramago que narra la vida de un Jesús al que le gustaba el sexo con María Magdalena, algo que a mí me tenía entretenido. Como fondo sonaban los Beatles y hacían una extraña combinación con mi lectura que fascinaba. Sin darme cuenta ya habían transcurrido tres horas, disco tras disco, página tras página, pero apenas comenzaba a oscurecer. Sentado en el sillón meditaba mi lectura cuando alguien tocó la puerta, no esperaba a nadie. Apagué el tocadiscos, abrí, ante mí apareció la vecina del piso de abajo, quien al verme dijo sonriendo y denotando pena:

—Buenas tardes, quisiera hablar con usted, lo he visto subir y bajar las escaleras, no me atrevía venir hasta aquí ―dijo mientras se acomodaba el cabello lacio detrás de su oreja derecha.

Su bolso, del cual asomaba un libro de pasta dura, delató que traía intenciones de platicar sobre su religión. Quise negar el acceso, mas la influencia del Saramago que estaba leyendo me hizo acceder.

—Pásele, vecina ¿En qué le puedo servir?

—Espero no quitarle tiempo ―expresó al sacar el libro, vi de reojo que en su portada negra decía: "Santas Escrituras".

—No se preocupe ¿Quiere un poco de agua o refresco?

—Agua, si es tan amable.

Fui al refrigerador, saqué la jarra y serví en dos vasos. Aquella mujer sentada en el sillón parecía de buen ver si no fuera por la falda larga y la blusa gris abrochada hasta el cuello. Al regresar le coloqué el vaso en la mesa.

—Díga ¿Para qué soy bueno?

—Me llamo Lourdes —respondió mirando mi librero— Veo que le gusta leer, tiene muchos libros. Ése que está sobre la mesa ¿Es evangélico?

—Yo soy Genaro, ese libro es una novela y se hace pasar por evangelio —contesté; luego bebí de mi vaso.

―Y también tiene muchos discos ―señaló aquellos que estaban al pie del librero.

―Sí, bueno, son ciento trece discos, realmente no eran míos, pero los heredé porque...

—Señor Genaro ―interrumpió Lourdes― espero no se inquiete, vine a dejarle un mensaje de vida. No se ofenda, creo que usted no debería leer y escuchar esas cosas, son cosas triviales, mejor es guiarse por nuestro Señor con su libro.

Esa afirmación me inquietó, sin embargo me contuve y traté de seguir la corriente.

—Tengo una Biblia, no es como la de usted, es otra edición, la he leído varias veces —intervine— algunas cosas que dicen los cuatro evangelios tradicionales son debatidas en esta novela.

—¿Ya ve? Sólo van contra la palabra verdadera. Le aconsejo que busque la razón de su existencia, tome el camino que le garantizará la eternidad en el paraíso.

Sus palabras no me estaban agradando, pero la dejé hablar. Ella en cambio se desenvolvía de una forma segura. Fue en ese entonces que sentí el olor de su perfume.

—¿El paraíso? —dije de repente.

—Mire Genaro, nuestra estancia en la tierra es efímera y llena de penas, lo mejor es refugiarnos en Jehová. Si le contara cómo ha sido bueno para mí, cuando se fue mi esposo, ay, si tan solo le contara... Lo que quiero decirle es que las santas escrituras son el camino al paraíso. Cuando llegue el día del juicio, sólo los justos conocerán la promesa divina.

—Es cierto, su esposo se fue; de repente ya no los vi subir juntos las escaleras del edificio, antes escuchaba el eco de sus tacones y sabía que se trataba de ustedes. Recuerdo que varias veces los saludé y usted en ocasiones correspondió sonriente ¿Recuerda? —inquirí al recargarme en el sillón.

―Sí lo recuerdo, vecino, usted siempre ha sido amable.

―¿Dónde está él?

―¿Mi esposo?

—Perdone, creo que la inquietó mi pregunta.

—Descuide, Genaro, para nada. Hace un año que él se fue a los Estados Unidos, manda dinero y escribe. Recién había muerto nuestro bebé cuando tomó la decisión, para entonces ya nos habíamos peleado tres o cuatro veces, hasta hubo golpes.

―¡Claro! Recuerdo que usted estaba embarazada. Qué cosas tan difíciles le han pasado, Lourdes, agradezco su confianza.

―Me hace bien, vecino, a veces es bueno sacar lo que incomoda; fue durísimo para nuestra relación, sin duda, no lo soportamos y por eso se fue. Ahora él no sabe que predico la palabra de Jehová. Imagínese, un año...

―¿En qué parte de Estados Unidos está?

―En Los Ángeles, allí trabaja ―respondió mirándome a los ojos.

—Lamento lo que dice, usted sí que ha sufrido —opiné mientras pensaba que debajo de su blusa podía haber una piel tan suave que mis dedos disfrutarían. La verdad creí que Lourdes no había subido a mi departamento nada más para hablar de las Santas Escrituras, supuse que buscaba algo más, pero no estaba seguro, porque tal vez deseaba conversar con alguien. No niego que por un momento dudé, ella apenas me conocía a pesar de que nos habíamos topado en el edificio por más de diez años. Sofía aún vivía y Lourdes tenía  a su esposo, antes no podíamos acercarnos para hablar, ahora las cosas se planteaban diferentes y yo acaba de leer una obra con matices eróticos. Eso pensaba mientras ella hablaba.

—Lo peor es que hace tres días volvió mi prima Hortensia y dijo que lo vio en un restaurante, abrazando a una rubia que le dicen la Pebeta.

—¿En serio? ―respondí al salir de mi distracción.

―Sí, y no sé qué pensar, es mi esposo.

―Ha de ser argentina.

—Tal vez. Hortensia dijo que hablaban español y que se manoseaban.

Un breve silencio se apoderó de nosotros. Sólo así alcancé a escuchar el bullicio de la calle. Advertí el rojo de la tarde que se dejaba sentir desde la ventana y sus cortinas blancas. Pensé que vería desde la azotea una hermosa puesta de sol, y si tenía suerte sería testigo de cómo un avión lo cruzaba al descender en el aeropuerto. No podía ver todo eso, porque frente a mí Lourdes estaba callada mientras me recorría de arriba para abajo con sus ojos verdes. Por un momento estuve nervioso al ser observado y ella pareció darse cuenta.

—Lo siento, de verdad. Espero que no se vaya a ofender, usted parece buena persona y no merece que la traten así ―dije para dejar el silencio.

Lourdes bajó la mirada.

—Disculpe Genaro, yo sólo vine a hablar de Jehová con usted y...

No pudo contener el llanto, Lourdes intentó cubrirse el rostro con la Biblia, pero después bajó las manos. Se dejó llevar por lo que sentía y eso me volvió a poner incómodo. Aun así yo sentía el olor de su perfume, suave y relajante, de jazmín. Vi su rostro húmedo aunque ella se agachaba para que el cabello lo cubriera. Después las lágrimas cayeron en su falda negra y vi cómo se mojaba. El sollozo se oía leve, como si estuviera acostumbrada a hacerlo para que nadie la escuche.

Me senté a su lado y ella recargó la cabeza en mi hombro. La abracé y sentí su cuerpo delgado, casi frágil. Después de unos minutos de estar en esa postura levantó su rostro, fue entonces cuando no resistí besarla. Lourdes accedió y eso confirmó mis sospechas, ella había venido por algo más. Mientras nos besábamos, levanté su Biblia y la coloqué junto al Saramago en la mesa. Así nos mantuvimos durante largo rato, conociéndonos, hasta que la noche por fin nos envolvió. Lo que puedo contar de ese momento es que también confirmé lo de su piel, era un deleite para mi cuerpo.

—Genaro, creo que esto no está bien —dijo a oscuras y su voz pareció relajada, como si se hubiera quitado un peso de encima.

Ignoré su preocupación, entusiasmado por el momento, la silencié con otro beso. Con ansiedad ella correspondió con un fuerte abrazo y así pasamos toda la noche, disfrutándonos. A las seis de la mañana Lourdes soñaba en la cama, definitivamente se veía mejor sin aquella indumentaria aburrida. Salí, puse con volumen bajo el disco Let It Be, de los Beatles. Pasé a la cocina, preparé huevos revueltos para desayunar mientras sonaba Dig a Pony, para tomar saqué una Coca Cola. Cuando despertó se veía feliz, nos sonreímos y comimos. Luego se fue a bañar y antes de irse prometimos guardar nuestro secreto.

Este fue el principio de una relación que me llenó de alegría. Sus visitas, y las mías a su departamento, fueron constantes. Más que sexo, nuestra convivencia fue un noviazgo juvenil que disfruté. Ella pidió que releyera La Biblia, yo le presté el Saramago y en las noches debatimos abiertamente al respecto. Acordamos salir de la ciudad a nadar, a acampar o a bailar, creímos que era bueno alejarnos de los vecinos para mantener el secreto. No sé si estábamos en lo correcto ¿Quién puede afirmar que una fantasía así es desagradable? A nosotros nos divertía y no hablábamos de formalidades, ella estaba casada y yo no quería compromisos. Nada parecía impedir nuestra felicidad. Tan confiado estuve, que con el paso de los meses me importó menos que los vecinos sospecharan al verme pasar rumbo a la puerta de Lourdes. Me veían, yo respondía con un saludo y eso era todo. Nadie dijo nada, pero yo intuía que en sus saludos había una ironía escondida al sospechar lo que hacíamos al visitarnos.

Cinco meses después, todo parecía ser hermoso hasta que algo extraño pasó. Como siempre, llegué al departamento de Lourdes. Nada esperé aquel mediodía del aniversario luctuoso de Sofía, sin embargo vi en el sillón un sobre abierto. Al poco rato, con disimulo, ella lo escondió en la bolsa de su pantalón y luego se fue a su recámara. No dije nada, pero intuí quien era el remitente. Cuando volvió, le recordé que Sofía había muerto a la una de la tarde del cinco de abril de mil novecientos noventa y que por tanto ya se cumplían dos años.

—Lo recuerdo, aquella vez vi que subieron el ataúd y salí de mi departamento para verte desde lejos —dijo y no parecía la Lourdes de siempre; de hecho había dejado de serlo, ahora se arreglaba mejor y ya no usaba sus atuendos aburridos, ella continuó hablando—: te veías mal, llorabas como niño. Creo que me conocías de vista, en ese entonces ni caso conmigo, quién iba a pensar...

—La vida un día te pone aquí y luego te lleva allá, es un capricho que se disfraza de ley —concluí.

—Es Jehová, Genaro, Jehová.

—Como tú digas. Los libros que hay en mi departamento eran de ella, era escritora y había ganado dos premios nacionales. Desde que murió leo mucho, tú lo has visto. He intentado escribir algunos cuentos como ella, pero son basura.

—Los dos que he leído parecen buenos, son sorprendentes. Los cuentos de Sofía no quisiera leerlos.

―También los vinilos eran de ella, era una melómana y yo ahora lo soy ―continué mientras la observaba.

―¡Uy! Esos discos son encantadores, me fascinan los Beatles.

―¿Estás de acuerdo que no son triviales, como pensabas al principio?

―Estoy de acuerdo ―respondió y al hacerlo miró hacia otro lado, mostrándose extraña.

—¿Sabes? Ella tenía un carácter especial, nunca se retrató y las fotos de su niñez las rompió o las quemó, a veces quisiera volver a verla.

Lourdes me abrazó y eso apenas disipó mis sospechas.

—Tenemos vidas idénticas ―comentó.

―¿Lo crees?

—Sí.

Un presentimiento me hizo pensar que el tiempo comprobaría que no era cierto. No quería que sucediera, pero de alguna forma lo esperaba. Una semana después Lourdes me despertó, puso sus labios en mi mejilla y dijo:

—Genaro, José regresará.

―¡¿Cómo?!

—No te enojes. Escribió para decir que viene por mí.

—¿Y todo lo que te ha hecho? ¿Y la Pebeta?

—No lo sé, José es mi marido...

—¿Y nosotros?

—Lo nuestro es un secreto, sólo eso.

No dije más porque entendí sus últimas palabras. Cuando se marchó quedé abrumado. Al otro día no supe de ella. En el trabajo anduve desconcentrado, le marqué a su teléfono, una voz de hombre contestó y colgué, era él y al saberlo sentí en el estómago un vacío cruel. Tres días después bajé a golpear con la mano extendida su puerta, estaba decidido a cualquier cosa.

El vecino de al lado, que aparentó molestarse por el ruido, pidió calma. Parado frente a él pregunté por ella. El tipo, que fue uno de los tantos vecinos que me vio pasar rumbo a aquella puerta, cuando todo entonces era felicidad, era alto, muy flaco, llevaba una bata amarrada en la cintura, tenía el cabello mojado y olía a jabón.

—Usted es a quien yo esperaba —dijo—. Pobre de la vecina, durante la noche creo que la volvieron a golpear. En la madrugada salió con sus maletas, el señor de barba, que ya tenía tiempo que no lo veía por aquí, se la llevó en una camioneta. Todavía ayer en la tarde vino a dejar esta caja para usted.

La abrí, era el Saramago envuelto con un papel: una nota extensa en la que se despedía. Sin decir gracias corrí. El resto del día lloré en la sala, estaba nuevamente solo, no sabía qué hacer; puse un disco de los Beatles, pero al sonar Don't Let Me Down me sentí peor. A los tres días José llegó con los trabajadores de la mudanza y cargaron el camión. No sé por qué no hice nada, debí salir para preguntar por Lourdes. Las dos horas que ellos tardaron acomodando los muebles, fueron las que consumieron mi impotencia y cobardía. Desde entonces han pasado tres meses, hoy solo quedan el leve olor a jazmín que dejó Lourdes en mi cama y el Saramago. Las Santas Escrituras las deshojé en la azotea y las arrojé hacia la calle.

jueves, 14 de julio de 2016

El fantasma

Rita Mabel Figueredo


La noche era oscura, como si un manto de petróleo espeso hubiera caído sobre la casa. Los eucaliptos se agitaban con el viento del otoño, creando un quejido lastimero parecido al de un gato en celo buscando amores.

Agustina terminó de alimentar a la bebé y la acostó en la habitación que usaban de dormitorio, donde había amontonado lo mejor que pudo una cama doble, la cuna y un escritorio.

Pancha, la niñera, trajinaba en la cocina acomodando los trastos de la cena que habían compartido.

—¿Necesita algo má, doña? Porque si no, me voy yendo. El Eulogio no quiere que me demore. Por los aparecidos vio...

—¡Ay Pancha! Vos y tus supersticiones. Andá nomás; mañana por favor no llegues tarde, tengo una clase a las ocho treinta.

—Pero qué dice pué... ¿Cuando llegué tarde yo? —respondió arrugando el ceño.

—Nunca, nunca, Pancha, no te enojes, te lo recordaba nomás. Es una escuela nueva, estoy un poco ansiosa. Hasta mañana, que descanses.

—Hasta mañana doña. Ciérrese bien, no sea cosa...

Hacía cuatro meses que vivían en la casa, la habían alquilado muy barata. Agustina lo atribuyó a su buena suerte y a que estaba alejada del camino principal, del pueblo y de las demás casas. Era una construcción vieja, que rechinaba en todos los rincones.

Pancha era una mujer bajita de cabellos enrulados, cortados al ras, contextura fuerte y ojos vivaces, que había venido a ofrecerse para el trabajo unos días después de la mudanza, parloteando que ella tenía experiencia, vivía en la zona y había estado al servicio de las cuatro familias que ocuparon la casa antes que ellos. Su personalidad contrastaba con el carácter reservado, casi hostil, que había desarrollado Agustina a partir de sus incesantes mudanzas.

Terminó por contratarla porque le pareció alegre y porque necesitaba ayuda con su hija.

Se sentía sola en ese pueblo pequeño y sin aspiraciones. Su esposo, un ingeniero veinte años mayor que ella, del que se habían enamorado cuando este no terminaba aún de divorciarse de su primera esposa, trabajaba en una empresa vial y pasaba la mayor parte del tiempo en las obras. Normalmente volvía los viernes, pero hacía tres semanas que mandaba telegramas anunciando que no podía viajar.

Ella lo acompañaba a todos los pueblos en los que él debía supervisar el armado de una carretera, con la esperanza de poder consolidar su matrimonio recién estrenado, pero se veían menos que cuando la relación era clandestina. Había conseguido algunas horas en la escuela secundaria enseñando inglés y trataba de entretenerse con eso, sin demasiado éxito. “Al menos los años en el internado no van a ser en vano”, se consolaba.

Terminaba de preparase una taza de té, cuando sintió temblar la silla a su izquierda.

Fue solo un sacudón. Aun sabiendo que no era posible, se convenció a si misma que había sido el viento. Caminó por la casa buscando el origen de la corriente de aire, todo estaba cerrado. Trató de no darle importancia y volvió a concentrarse en su infusión y en la clase que tenía que preparar para sus alumnos de primer año.

La silla volvió a sacudirse.

Agustina no creía en cuentos de aparecidos ni en almas en pena y regañaba a Pancha por pasarse el día entero comentando supuestos episodios extraordinarios, con su voz desafinada hasta para hablar, en los que los protagonistas eran duendes, fantasmas y muertos vivientes. La niñera había tratado de contarle historias sobre la casa, pero ella la había cortado en seco.

—Como decía mi padre, Pancha, hay que temerle a los vivos,  háblame mejor de tu vida, de tu familia —repetía cada vez que esta intentaba contar alguna historia.

—¿De mí? ¡No doñita! De mí no hay nada interesante que contar —era la invariable respuesta de la mujer.

Pero en las últimas semanas, algunas cosas que no podía explicar, la estaban poniendo nerviosa.

El lunes, había despertado con la molesta sensación de ser observada. Movió la mano bajo la cama y tomó el palo de amasar que siempre guardaba cerca para usarlo como arma; se sentó de golpe blandiéndolo hacia la oscuridad.

Abrió los ojos muy grandes, tratando de adaptar la vista para acostumbrarse a la penumbra. Prestó atención. Nada extraño. El ritmo acompasado del reloj en la sala. El crujido de las maderas del techo. El golpetear de las ramas azotando los vidrios. Su hija gorjeaba en la cuna. Se levantó a observarla. Sonreía, reía, hacía morisquetas, mirando fijo a un punto vacío en la pared de la derecha. La alzó, pero no estaba inquieta. Seguía con la vista algo que al parecer la ponía de buen humor.

Otra noche, estaba ya metida en la cama, deslizándose por esa zona gris, en que la realidad comienza a borronear sus límites y a mezclarse en escenarios imposibles, cuando sintió que alguien le acarició el pelo.

Lentamente, congelada de pánico, giró hacia el lado del que había venido la caricia, esperando ver al intruso parado al borde de su cama y tratando de pensar a toda velocidad cómo haría para llegar a la cuna y luego saltar por la ventana.

Pero no había nada. Se levantó, abrió el ropero, movió las mantas, rebuscó en todos los rincones. Absolutamente nada.

Pensó que se había confundido. Que, en la bruma de la duermevela, había creído sentir algo que no había sucedido.

El jueves mientras se bañaba, escuchó un vaso caer al piso de la cocina, pero cuando salió a ver, no había vidrios, ni restos de nada roto.

Durante el día, las clases ocupaban todo su tiempo, impidiéndole pensar, pero cuando volvía a casa, ni bien despedía a la niñera, no podía evitar el mordisco del miedo.

La noche anterior sintió que alguien la llamaba. Aguzó el oído y le pareció que el susurro de su nombre venía de los árboles de la entrada.

“La soledad me está haciendo mal”, pensó, burlándose internamente de sí misma.

Agustina gira hacia la silla que comienza a temblar ahora de forma incontrolada.

—¿Quién anda ahí? ¿Quién es? ¿Qué quiere? —pregunta con la voz estrangulada.

No hay respuesta, pero en ese mismo instante, la niña empieza a llorar.

La silla tiembla ahora como si un terremoto limitado a la baldosa en la que está apoyada la sacudiera por entero.

Duda. Mira la puerta del dormitorio. El llanto del bebé se vuelve casi histérico, la angustia de su hija le atraviesa el cuerpo y trata de correr hacia la cuna.

Tropieza con la silla que tiembla. En un arrebato de audacia, a punto de caer, toma la silla y se sienta.

El temblor se detiene.

Suspira aliviada.

Antes de que todo su cuerpo vuelva a sacudirse, solo alcanza a pensar, “que raro, se ha callado la niña” y a escuchar claramente que el viento entre los eucaliptos dice su nombre.


Pancha abre la puerta con su llave. Afuera todavía no amanece del todo.

—¡Doña Agustina! ¡Doña Agustina! ¡Va a llegar tarde a su clase!

No hay respuesta.

La taza de té que Agustina se había preparado reposa sobre la mesada de la cocina. Las mantas de la cuna están desordenadas, atestiguando la interrupción del sueño en plena noche. La cartera, los libros, los exámenes corregidos; están en su lugar. Solo faltan las dueñas de casa.

Pancha rebusca en los rincones.

Cuando está segura, sale y se va lentamente a su casa, a esperar a los próximos.

lunes, 11 de julio de 2016

Boris

Camilo Gil Ostria


“El mejor juego es aquel
 en el que no te das cuenta
 de que estás jugando.”

John Katzenbach


Total oscuridad, una sola vela se enciende: enceguecedora, al medio de la habitación, como un fuego despertador que da vida. No entendía que estaba pasando. Olía a humedad y meado. Estaba echado en posición fetal en el suelo, totalmente de frío cemento. Sentí una soga que no permitía el movimiento de manos o piernas, aunque intenté liberarme con desesperación, no pude. Típico de aquel animal, enjaulado por primera vez en su vida, que le cuesta entender lo que es su nueva realidad.

Un aire frío hizo que me estremezca, me di cuenta que no tenía nada de ropa. Luego empecé a pensar con mayor claridad –al mismo tiempo dejé de moverme desquiciadamente– antes todo estaba difuso y difícilmente te podría haber dicho mi nombre:

Boris Ugarte Vacaflor.

Tengo treinta y dos años, terminé de estudiar Psicología para ser más específico en la escuela del psicoanálisis. Me dedico a tratar gente en mi consultorio, en el primer piso de mi casa. Me casé a los veinticinco –una buena edad, y una buena mujer– con el amor de mi vida:

Celia Caballero de Ugarte.

Esa mujer, ¿¡cómo podría olvidarla!? Con su pelo totalmente enrulado, su piel morena, típica paceñita de caderas anchas. Justo para bailar toda la noche, y esa forma de ser que hipnotiza, vuelve sumiso y me hace darle todo lo que tengo: pero no es suficiente, quería entregarle todo a esa Afrodita boliviana.

Escuché una risa que me hizo volver al presente, una carcajada anormal que erizó mis pelos. Era todo un jolgorio atronador del cual yo parecía un participe.

Luego me hice la pregunta clave:

¿Quién encendió la vela?

Intenté liberarme nuevamente con movimientos nerviosos que a nada me llevaban, además de lastimarme. Sentí como los nudos de las cuerdas hacían que mi piel se irrite cada vez más.

–Te preguntarás dónde estás –una voz salió de entre la penumbra, era delgada, como la de una mujer, pero fuerte: demostraba carácter. Otra vela se encendió detrás de mí, empecé a notar sombras–. O quién soy yo. Las respuestas vendrán solas a tu mente. Ya nos conocimos hace bastante tiempo…

Mente piensa rápido: ¿quién puede ser? Personas que quisieran vengarse de mí: millones, esa voz me parecía desconocida. ¿Talvez se confundió de persona? No, ese sería un absurdo muy inverosímil. ¡Vamos piensa!, no creo que haya podido conocerla, no es fácil olvidar un tono de voz con tanta seguridad, fuerza, confianza…, ese es el tono de alguien que quiere dominar el mundo y solo la imposibilidad del mismo acto la detiene.

Algo escondía esa voz.

–Para ser más exactos fue hace quince años, yo era una chiquilla, con esa misma edad: quince. –Más risas, más velas, más sombras, pero más datos. Las carcajadas parecían dar vueltas por la habitación, primero se escuchaban atrás, luego adelante, luego a un lado y al otro.

La conocí hace quince, años, yo tenía… malditas matemáticas, nunca fui bueno en ellas, diecisiete, a punto de salir del colegio, ¿quiénes me odiarían en aquella época?

La respuesta era nadie y él lo sabía. Era presidente de clase, sin embargo andaba con los “raleados” del curso, era gentil y escuchaba cuando le hablaban, he ahí el porqué de su carrera. Sabía ayudar a los demás como supo obtener su ayuda cuando lo necesitaba, intentó nunca lastimar a nadie y casi…

–¿El gato te comió la lengua? ¿O acaso estás demasiado ocupado contando a todos los que les hiciste daño? –ella se acercó a mi oreja, sentí su respiración cercana.

–¿Y tú, por qué te crees mejor?, si al fin y al cabo ahora mismo me haces más daño de todo el que yo alguna vez causé.

–¿En serio crees que el daño psicológico es tan grande como el físico? –al poco tiempo la mujer se acercó, alejándose de las sombras y dejando ver un hermoso cuerpo–. Después de todo eres un psicólogo, deberías saberlo… Especialmente con ese premio que te dieron.

¡Ah!, se refería al Premio Interamericano de Psicología, lo gané justamente por un estudio sobre los daños que se pueden causar solo con ruido, imágenes, sabores, texturas u olores, claro que luego hice una tesis sobre cómo tratarlos y curarlos, pero a esto la academia no le dio mucha importancia. Según muchos de mis compañeros dijeron, cambié el mundo. Pero no sé si para mejor…

–Lo sé, y sé que con cada daño físico viene uno psicológico pero no necesariamente a la inversa, y sé que ahora mismo me infringes ambos.

–Me alegro de hacerlo. –Caminó hasta mí, se puso de cuclillas agarrando una vela en su mano y dijo– pero a ti no te quedará ningún daño psicológico, porque no saldrás vivo de esta.

La mujer estaba muy confiada en sí misma, la perra peleaba una guerra que –según ella– ya estaba ganada, pero no sabía lo que los psicólogos podemos hacer. Especialmente cuando están en ese estado: desalteradas, tranquilas, seguras de lo que pasaría al final del día.

Se hizo silencio por un momento, se levantó, siguió dando vueltas por el lugar, mientras más velas se encendían a su paso, en ese momento me fijé en su ropa:

Una calza negra, y un vestido informal sin mangas, rojo con puntos negros, terminado en un cuello del mismo color, unos tacos negros, altos y unos brazaletes delgados y metálicos blancos.

Quiere llamar la atención.

Es una persona que posiblemente en su juventud tuvo muchos problemas emocionales –ya me lo esperaba– baja autoestima, amoríos fallidos que ayudan a agrandar la carga, una familia no del todo estable, posiblemente un padre autoritario y una madre democrática que intentaba arreglar las cosas, talvez al final se separaron y ella tuvo que vivir con la madre, pero la madre por la depresión de su matrimonio fallido se volvió indiferente. O –¿quién sabe?– se volvió una mujer más luchadora, empeñada en demostrarle a su ex que es mejor madre y mujer. Consiguió un trabajo, pero aun así demostró amor a sus hijos, vi muchos casos de este estilo en mi consultorio… Talvez puedo ver un caso de triangulación no resuelto con una falla grave en el Nombre del Padre, seguramente es psicótica o perversa.

Incluso lo vi en mi propia familia. Mis padres se separaron cuando yo tenía doce años, esas cosas no se olvidan fácilmente: todo puede ser un trauma. El día en el que me avisaron mi vida se volvió un poquito gris y eso no volvió a la normalidad nunca. Pero yo no tuve la suerte de un padre o madre democrático, ambos eran indiferentes, ni me daban cariño ni me mostraban las reglas de la sociedad, por eso me metí en líos a través de diferentes años, y buenos líos eran aquellos. Aprendí las reglas, pero a falta de amor siempre anduve con grupos que no eran, por así decirles, de “populares”.

Siempre pensé estar enamorado de miles de chicas, pero luego me di cuenta que no era así, solo era mi inconsciente en busca desesperada de amor. Sufría mucho, pero aprendí y crecí y todo se volvió un poco más fácil cada día. Por eso cada vez me interesó más el género humano, me acerqué al caos de la persona y poco a poco dominé la psicología.

Seguramente esta mujer no tenía un grupo muy consolidado de amigos. Doy por hecho que no era del grupo de los populares, entonces la debí conocer.

Algo más llamó mi atención, de hecho fueron dos cosas: Primero, el hecho de que me haya puesto desnudo –cosa de la que me di cuenta con un viento helado que pasó, como rasgando mi piel con maldad, además del tacto frío del cemento irregular y reconocible, el polvo de su superficie me daba ganas de toser– y segundo, sus tacos altos.

Era sin lugar a dudas un mensaje –ya sea de su consiente o de su inconsciente– de buscar la superioridad, estaba tratando con una persona creída con un interior suave. Al fin y al cabo: una tortuga.

Debo utilizar aquello en mí favor.

–Estabas en mi colegio. –En esa época mi burbuja social era el colegio, no conocía más que eso, no hay forma de que mi juicio sea fallido.

–Bien, vamos recordando Boris… –la mujer volvió a internarse en la sombra– para ayudarte debo admitir que he cambiado mucho físicamente.

“Mucho”, eso se logra de dos formas: esfuerzo o cirugías, ella no parecía operada, pero nunca fui bueno detectando aquellos detalles, y apenas la pude ver por pocos segundos; pero algo es seguro, antes no se aceptaba físicamente: sufrió un desorden alimenticio.

¿Amigos con desórdenes alimenticios? Decenas, y aún más los que no aceptaban su cuerpo y se sumían en depresiones, en la adolescencia muchos padecen de ello. Peor en un colegio privado, de clase alta, católico y muy exigente, donde sacarse buenas notas era difícil y al mismo tiempo el objetivo de todos. Como es lógico pensar, la mayoría no podían lograr sus metas, y los profesores solo ponían presión, para que los chicos caigan en las dudas existencialistas. Escuché de tantos suicidios en épocas de exámenes, que ya no sé si la vida solo tiene dos caminos, la muerte o la inmortalidad, o si simplemente no existe ninguno y estamos aquí para ser y ser para no ser nada.

Pero bueno, tampoco estoy en momentos de filosofar, así que adiviné:

–Fuiste mi novia. –Unos segundos de silencio, que parecieron incluso horas a mis ojos, poseyeron el lugar, con cada segundo yo me preocupaba más.

–Bravo, bravo, bravo... –aplaudía mientras hablaba, en un ritmo lento y pausado. Su voz era solemne, tranquila, como si en realidad no hubiese esperado que lo averigüe tan rápido– creo que eres inteligente, un poco más de lo que pensé. Pero eso no cambia el juego, solo lo acelera.

–¿Qué juego?

–¡La vida! ¿Qué otro juego hay más hermoso que este?

–La muerte –respondí. Ella estaba loca, talvez sufría de esquizofrenia, talvez de paranoia, ahora mismo no sabía qué exactamente, pero padecía de algo grave.

–¡Te equivocas!, amado mío, la muerte no es más que la meta del juego de la vida. Pero, es lo más aburrido. Como siempre lo peor de empezar a jugar es que sabes que tendrás que terminar en algún momento.

Me sigue amando, su inconsciente ha hablado.

El amor siempre es una ventaja.

–Los juegos no son divertidos si ambas partes no tienen las mismas posibilidades de ganar.

Fue muy acertado decirle eso, vi como salía nuevamente de las sombras, prendía más velas dejándome verla en su totalidad, y se acercó a mí: pude observar su pelo negro, lacio y largo; su tez pálida, más blanca que la nieve; sus labios pintados de un rojo intenso y los rasgos finos de su nariz. Desató las cuerdas de las manos y me dijo:

–Tienes razón, tú siempre tan brillante, pero aun así, creo que yo ganaré.

Ella volvió a la sombra, yo me levanté suavemente con ayuda de mis manos y desaté mis pies.

–Ahora pongamos las reglas amado mío… –empezó a decir desde algún lugar que no pude localizar, a pesar de que la zona en la que yo me paraba estaba totalmente iluminada, habían varios caminos por los que la sombra dominaba. Luego siguió con risas– puedes correr, pero no esconderte.

Las velas se apagaron.

De pronto se hizo el silencio, y ella solo dijo, en un susurro que me congeló el alma:

–¡Empecemos!

Avancé en la dirección que me parecía correcta, pero al poco tiempo me choqué con una pared de dura piedra de río, sabiendo que ya estaba en algún sendero. Las maniacas carcajadas volvieron a inundar el lugar, yo simplemente no podía creer lo que estaba pasando. Sentí una rata correr por mis pies, luego no fue solo una, sino dos, tres, cuatro… luego fueron incontables, una me mordió en la pantorrilla y la pateé, no fue buena opción ya que desperté el odio del resto.

Caminé lo más rápido que pude, guiándome por mi tacto en la pared. Lo que no lograba entender era que esa risa me perseguía a todos lados y yo no podía pensar con claridad.

No podía descifrar quién era esa mujer.

Iba avanzando por los lugares sin verlos, con total oscuridad, pero algo se volvió más fuerte en mis sentidos: el olfato. Y sentí como la humedad crecía poco a poco y una peste que no podía decir de dónde provenía.

Seguí andando y caí en un canal de agua, casi me ahogué, pero salí a nado, me estaba congelando en algún lugar como las cloacas.

–¿Ya te cansaste? –preguntó una voz a mi espalda mientras yo salía del agua.

–Sí.

–Entonces dime quién soy –exigió, mientras yo me daba la vuelta y miraba su rostro iluminado por una única vela que sostenía en su mano izquierda, blanca y solitaria como todas las que había visto antes.

Dudé, yo no sabía esa respuesta.

–Fernanda, ¡Fernanda! ¡Eres tú!, ¿no? –lo vi en su rostro: yo había dado en el blanco y todo salía como ella quería, lo que me decía que sería feliz, charlaríamos unos minutos y saldría de ahí, para luego meterla a un hospital psiquiátrico.

¿Cómo olvidé a esa chica que tantos problemas me dio? Era todo un dolor de cabeza aquella época, y lo recuerdo todo de forma perfecta:

Ella se me declaró, casi sin que nos conociéramos; pero, por el peso de mis amigos –quienes la conocían bien– accedí a hablar con ella. En esos tiempos tenía una nariz aguileña, a comparación de la cosa fina que tiene ahora. Era mucho más gordita, pero era una de esas mujeres cuya sonrisa enamora todo lo que el mundo tiene.

Yo caí fácilmente enamorado, pero ella me rompió el corazón.

Para poder hacer eso, primero tuvo que estar conmigo seis meses y enamorarme de forma completa. Sus frases, nuestras salidas al cine, sus regalos preparados de una forma muy esmerada y hermosa, esas cartas del tamaño de dos cartulinas, esos dulces caseros que hacían que tu paladar explote, esas flores regadas por mi habitación para llevarme a un lugar desconocido al igual que estos pasadizos.

Pero como el enamoramiento siempre desaparece… nuestra llama se extinguió, bueno en realidad la suya ya que se enamoró de otra persona; valga el cliché:

Mi mejor amigo.

Me terminó.

Pero no fue así de fácil como que se fue y ya. Sino que mi mejor amigo tenía chica. Fernanda hizo todo para destruir esa relación, dijo que ella le metía cuernos conmigo. Perdí toda su confianza rápidamente, dejamos de ser amigos.

Yo igual me deprimí, creo que a veces ese es el estado natural del hombre. Al poco la superé y ella no logró nada con quién deseaba, por eso volvió de rodillas.

Mi corazón estaba roto; mi orgullo no.

Le dije que no quería volver con ella, lo hice sin ninguna pena, yo tenía dieciocho y el mundo estaba ante mí, listo para que me lo coma siquiera pararse a dudarlo. Ver esas lágrimas resbalando por sus mejillas no me dolió para nada, más bien pensé que se lo merecía.

Pero aquí vuelve el destino para regresarme las lágrimas que alguna vez hice correr. Creo que ella fue un factor detonante, porque luego me convertí en toda una ficha. Una chica para cada día, yo iba por ahí rompiendo miles de corazones, dejándolas en sus cuartos viendo gotas en sus ventanas mientras yo veía otras cosas en camas de moteles baratos que –en el mejor de los casos– cobraban por hora, y yo me aseguraba de no gastar más de una por chica.

La universidad solo ayudó a que pudiera seguir ese estilo de vida, todas las de mi clase me conocían. Y no necesariamente por cosas muy buenas (lo mejor por lo que me podrían haber conocido hubiera sido por alguna proeza en la cama). Pero al fin y al cabo salí bien, puedo decir que me redimí y seguí adelante, hacia la luz aunque tanta oscuridad rodease en el pasado mi vida.

Y jamás volví a escuchar de Fernanda, según algunos viejos amigos me dijeron, había terminado por estudiar psicología, igual que yo. Pero nunca la vi en aquel rubro, pensé que se habían equivocado, pero fácilmente podría haberlo hecho. Y –¿quién sabe?– talvez sí es una gran psicóloga.

–Acertaste –rió como ya antes hizo mil veces. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, ella empezó a sacar una pistola de su espalda, vi como su sonrisa decía que había ganado, y posiblemente era así, al fin y al cabo yo jamás fui bueno con los juegos.

Disparó, Boris cayó al suelo junto a la vela que resbaló por las manos de Fernanda.

Un último grito resonó infinitamente acompañado del eco de la marcha de miles de ratas escapando.
Estaba muerto, ella se marchó entre risas a vivir una vida “normal”.

–Fin del juego –mencionó entre saltos, adentrándose en la oscuridad mística de los pasillos.

A lo lejos se escuchan gritos, palabras inentendibles, una sola voz respondiéndose a sí misma, luego un par de disparos.


Ya no hay más risas.