jueves, 24 de mayo de 2012

Testimonio


Clara Pawlikowski


                        En ese entonces vivía con una señora que alquilaba cuartos en Campoy, tenía un espacio pequeño y poco a poco fui comprándome algunas cosas: mi cama, mi colchón, frazada y un primus para preparar mi comida. Ollas me prestaban las vecinas. De allí tuve que salir disparada porque el marido de una vecina quiso abusar de mí. Un día regresó a su cuarto borracho y como su mujer no estaba entró a mi cuarto y me empujo a la cama. Yo me defendí, en la desesperación agarré un palo y le di varios golpes. Me zafé a pesar que el tipo se paró tambaleándose en la puerta de mi cuarto y me amenazaba, hablaba con la baba que se le caía de la boca por tanto licor que había bebido. Cuando se tropezó con una  silla se cayó de espaldas y yo pisándolo salí corriendo.

            No me importó dejar todas mis cosas, nunca más regresé, cuando le conté a Corina ella me ayudó a recuperar alguna cosa lo demás se habían robado. Corina tiene un puesto de abarrotes en el mercado de la calle ocho de Campoy, pegado al de ella está el mio. Yo vendo artículos de limpieza.

            Ya no vivo en Campoy, de miedo de encontrarme con el viejo ese. Vivo más arriba, vivo  en La Vizcachera, todavía es San Juan de Lurigancho.  Está bien arriba, yo vivo a la mitad de un cerro. Ahí conseguí un terrenito y como pude he construido mi casita. Mis vecinos son recicladores y muchos de ellos crían chanchos. Yo no llevo mis cosas que vendo a mi casa, dejó bien asegurado mi puesto. Pagamos a un cuidador para que las cuide porque roban bastante.

            Cerca de la parroquia tenemos un comedor popular, allí nos juntamos varias mujeres para preparar el almuerzo, unos días cocinan unas y otro día nos toca a otras.

En una oportunidad las señoras estaban curiosas de lo  que me pasó el día que fui a la Comisión de la  Verdad. Después que limpiamos el comedor nos sentamos todas y yo les conté lo que me había ocurrido, total ya éramos como una familia.

Les dije que hace como diez años mi vecina Corina me aconsejó ir a la Comisión de la Verdad. Me animó diciendo que ella ya había estado allá y que quizás más adelante a gente como nosotras, que nos sacó sendero de nuestros pueblos nos iban a ayudar económicamente; no le entendí muy bien a Corina. No entendía quién nos iba a ayudar pero como andaba corriendo de un lado para otro me atreví hacerle caso.

Recuerdo que esa vez hablé y hablé bastante. Tenía muchas historias para contar. Hablé todo lo que pude. Hasta de mis sueños. No sé cómo pude hacerlo. Perecía que todo lo tenía en la punta de la lengua.

 Un día que llovía finito, como sabe llover en Lima, y no tenía ventas, encargué mis cosas a Corina y me fui.

La Corina ─mi vecina ─me dio la dirección exacta, llegué preguntando.

Me identifiqué sin problemas.

─Soy Hermelinda Caplla Caplla, natural de Chungui del departamento de Ayacucho, tengo veinticinco años, no tengo partida de nacimiento ni documento de identidad.

Yo estaba sentada frente a varias personas, al comienzo me pidieron permiso para grabar mi historia. Creía que iba salir en alguna radio, me dio un poco de vergüenza.

Les conté que un día cuando apenas tenía diez años, nos enteramos por los vecinos que los senderistas estaban por llegar al caserío; de inmediato mi madre cargó en la espalda a mi hermanita y corrimos a escondernos detrás de unas matas de quishuar, cerca de un barranco.

Antes de salir de casa mi madre samaqueó a mi padrastro para despertarlo. Había llegado borracho en la madrugada, se removía en la cama, se arropaba y decía groserías.

Ahí lo dejamos.

          Cuando los terrucos entraron al pueblo, reunieron en la plaza a la gente que encontraron, les dijeron algunas cosas y los mataron. Una vecina escondida como nosotros alcanzó a oír:

─Vámonos, que los zorros hagan su trabajo.

Cuando se fueron vimos sangre por todas partes y mucha gente despedazada.

Mi madre no entró a la casa, con otros campesinos que también lograron esconderse, nos escapamos. Caminamos por los cerros durante varios días sin comer ni beber, soportamos frio y granizo, yo iba temblando de miedo, volteaba a cada rato para ver si nos seguían hasta que llegamos a Huamanga.

Allí mi madre me entregó a una señora que venía a Lima. La señora vivía en playa de Lurín y tenía un puesto de venta de comida.

Con ella viví cuidando a sus hijos, cocinando, lavando. Como no me pagaban, me fugué con lo que tenía puesto.

Trabajé en un mercado haciendo de todo, ahorré algo para comprar detergentes, jabones, esponjas y escobas que ahora vendo. De allí terminé al otro extremo de Lima para que no me encuentren.

Durante varios años ─les dije ─soñé con el catre desvencijado que crujía cada vez que mi padrastro se envolvía en las mantas. Poco a poco mis sueños fueron cambiando. Luego soñaba que las olas del mar de Lurín me envolvían y me llevaban lejos, soñaba con el ruido del mar, con la espuma de la orilla y no me dejaban dormir.

Me detuve un rato a tomar aire. Uno de los señores me preguntó:

─ ¿Recuerdas cómo se llama tu mamá?

Después de muchos años sin pensar de ella, como un relámpago me vino a la mente su nombre.

─Elsa Caplla ─contesté.

Cuando descansé un rato de hablar tenía los ojos llenos de lágrimas, mis amigas del comedor también, pero al ratito me aplaudieron. 

martes, 15 de mayo de 2012

El samurai


Carlos Isasi


La jornada laboral llegaba a su fin y Samurái, el ayudante de cocina, apuraba en terminar de lavar todos los platos, ollas y demás utensilios del restaurante de comida china. Siempre era el último en retirarse. Era ya casi año y medio de la misma rutina diaria, desde que llegó en la tolva de un camión cargado de papas, abandonando su lejana Tayacaja.

Como era el novato en ese chifa de medio pelo, ubicado muy cerca al mercado mayorista de la Parada, tenía que quedarse hasta el final como parte de su “contrato” laboral… sino… ahí tenía las puertas abiertas para buscar otra chamba.

Era el mil oficios del chifa: ayudante del cocinero, lava platos, mesero, barrendero, gasfitero, pintor, electricista y todo lo que se necesitare que fuera en ese negocio cuyas paredes olían a grasa y los manteles de las mesas estaban llenos de manchas que no salían por más que los refregaran al lavarlos.

Guardaba hasta el último centavo de su enjuto salario para volver donde sus viejos, que se quedaron cuidando la chacra y sus animalitos allá en la sierra.

-Con lo que junte, puedo comprar abono y herramientas para mejorar mi chacra y vender a mejor precio lo que cosechemos… ya conozco Lima y yo mismo puedo venir a vender y conseguir buen precio -pensaba en voz alta el bueno de José Pumanta Puelles, conocido como el “Samurái”.

Cuando llegó al restaurante, el primer día, su primer apodo fue chino-cholo, pues tenía ciertamente ojos rasgados, pero a los cuatro meses alguien chismeó entre los empleados del chifa, que José se había inscrito en el Estadio Nacional para recibir clases de Karate, y fue entonces que lo rebautizaron como Samurái.

Sus veintiún años le daban la energía suficiente para practicar silenciosamente todas las mañanas, de lunes a viernes, de siete a ocho y media, y poder llegar antes de las diez al restaurante, hora en que Juvencio Quispe Pumacondor, dueño del chifa, abría ese su negocio aprendido cuando fue ayudante de cocina de un verdadero restaurante de comida china, en la calle Capón.

El Samurái iba mejorando en su dicción, ya no tenía tanto mote al hablar y con ello lograba menos burlas de las muchas que sufría por su rasgos andinos, su humildad… por su pobreza.

Los comensales del chifa provenían de los habitúes al mercado de la Parada: carretilleros, vendedores ambulantes, propietarios de pequeños puestos en el mercado, cobradores de micros, guachimanes  y uno que otro policía del puesto policial ubicado en las faldas del cerro San Cosme. Precisamente uno de los policías, un sargento regordete pronto a jubilarse era, quizás, el único parroquiano que trataba con decencia a José Pumanta Puelles, y que lo alentaba a seguir ahorrando e irse de esta Lima racista y despectiva, a realizar su sueño en su propia tierra, con los suyos.

-¿Cómo van tus clases de Karate?... no dejes de practicar pues por aquí hay mucho choro y tienes que aprender a defenderte -aconsejaba el amigo policía.

-Si mi sargento, sigo yendo… me canso a veces, piro el ejercicio es muy bueno -respondía José.

-¿Y…ya te mandaste con la Herminia? -preguntaba el sargento, mirando a la muchachita de diecisiete años, otra empleada del chifa, que recogía apurada los platos de las mesas para volver a su cocina y no escuchar todas las sandeces de muchos clientes que le proponían sólo inmoralidades.

-Este… no… no me hablo mucho… y creo que el patrón le ha puesto la puntería y… no quiero tener problemas con él -respondía José.

-¡Que vivo el serrano ese!, como ya tiene su plata, y su mujer está vieja, quiere levantarse a la chibolita… no seas cojudo Samurái, yo veo que la chiquilla te mira distinto de los demás… ¡mándate!, ¡te va a ligar! -animaba el policía a José que se ponía rojo de vergüenza y sonreía tímidamente.

Mientras conversaban esos dos casi amigos, el dueño del chifa, desde el mostrador miraba con malos ojos tantos consejos del policía a su empleado.

-¡Ya carajo!... ¡recoge todos los platos y vete a lavar y ayudar a freír los wantanes y el pollo! -intervino abruptamente el patrón de José- Ya pues mi sargento no me malcríe a estos cholos, déjelos chambear tranquilos.

-¡Que pendejo eres Juvencio! ¡Cómo has cambiado!, acuérdate de dónde vienes y no cholees a las personas -respondió el policía.

-No mi sargento, usted y yo somos ya criollos, estos son todavía indios y flojos, ¡hay que enseñarles!... para su propio bien -acotó Juvencio.

-Ya, ya… para de hablar huevadas y trata bien a tu gente…que sé muy bien que les pagas sueldos de hambre… y no te metas con la chiquilla… puede ser tu hija… y de repente  alguien le va con el cuento a tu mujer, y te sacan tu mierda… ¿o no? -dijo el sargento sonriente, levantándose de la mesa, dejando los cinco soles del menú y retirándose del local.

-¡Nos vemos Samurái! -se despidió el policía.

-¡Hasta pronto mi sargento! -respondió José, poniéndose el mandil para lavar los platos que por montones había en la tinaja donde se mezclaban con restos de comida.

El chifa estaba en una zona que ciertamente no era nada tranquila, ubicado en la última cuadra de la avenida San Pablo, donde la basura se amontonaba en sus esquinas por días, despidiendo olores de putrefacción que obligaban a las personas apurar el paso cuando pasaban cerca de esos montículos, fuente de alimento de perros vagos, flacos, sarnosos, y ni que decir de las enormes y regordetas ratas, dueñas del lugar.

En esas calles todos los días ocurría algún percance. Hasta las cinco, máximo seis de la tarde se podía caminar con relativa seguridad, pero ya entrando las primeras sombras de la noche, entraban también los otros habitantes, los otros vecinos, los que no trabajaban sino que laburaban como cogoteros, pájaros fruteros, pirañitas; y también estaban los drogos, los más temidos, a quienes se trataba de evitar, pues estos no tenían ningún código cuando asaltaban completamente drogados, pues  siempre metían cuchillo, no importando que su punto  fuera niño, mujer o anciano.

Los trabajadores del chifa salían a tomar sus combis, juntos todos, buscando la protección del número, pues pasadas las siete de la noche empezaba el show en vivo y  directo de los robos y asaltos con sangre incluida, que se incrementaban conforme pasaban las horas.

Siempre era José quien se quedaba con el patrón hasta el final, ayudando a cerrar y atrancar las puertas del negocio; luego la mujer del patrón, con las ganancias del día, subía a un descolorido volkswagen y con su marido se retiraban del lugar… dejando a su suerte al pobre de José, que salía corriendo de la zona a una más segura, más civilizada, más humana, y para ello tenía que correr un aproximado de quince cuadras y llegar a la avenida México, donde mal que bien pasaba por ahí algún patrullero o policía a pie que alejaba a los delincuentes de la Parada, que ya habían asaltado como seis veces a José, en sus primeros meses de trabajo, razón por la cual este decidió practicar karate y realizar esa rara forma de alejarse del lugar: corriendo como loco a zona segura.

Fue un jueves de agosto, cuando Herminia le contó que el dueño del chifa le había propuesto estar con él.

-Me ha dicho que esta noche él me llevara a mi casa, pero antes iremos, no sé a dónde, y luego me dará cien soles para que me compre zapatos o vestido… lo que quiera… tengo miedo, yo sé que don Juvencio tiene otras intenciones y además hoy no ha venido su mujer que está enferma, y me ha dicho que no me vaya con los demás cuando cierre el chifa… ¿qué hago?... tú eres mi único amigo, ¡por favor!, ¿me puedes acompañar a mi paradero al salir? -le contó y preguntó angustiada la chiquilla a José.

-Si…me he dado cuenta que el patrón te tiene mala intención, le he escuchado cuando les dice a los demás que no se metan contigo… que eres de su propiedad… a mi no me gusta, pero los otros se ríen -dijo José– yo siempre me quedo a cerrar el negocio, se va dar cuenta si te acompaño, voy a tener problema si me meto… lo mejor es que cuando todo esté listo para cerrar, salgas antes y corriendo sin parar te vayas hasta la avenida México, yo te alcanzo y te acompaño a que tomes tu micro -acotó José.

-No sé… ¿y si no me deja salir antes?... si me voy, seguro me bota del trabajo y tengo que llevar dinero a la casa de mi hermana, donde vivo, para pagar mi cuarto, pues su marido es un borracho y no trabaja y mi hermana lava ropa cuando puede, para dar de comer a mis sobrinos… necesito el trabajo… ¿qué hago? -se angustiaba Herminia y dicho eso se adentró a la cocina para hacer lo suyo.

José cogió la escoba y se puso a barrer el chifa, pensando y repensando cómo podía ayudar a su callado amor.  Se había enamorado desde que la conoció, pero era un enamoramiento del todo silencioso, sufrido; le bastaba verla sin que ella lo viese y con eso tenía más que suficiente; pocas veces habían intercambiado palabras fuera del contexto del trabajo, pero José recordaba vívidamente conversaciones de hace meses como si fueran de pocas horas antes.

Moría la tarde de ese día, una fina garúa, típica de Lima gris, empezaba a humedecer el ambiente. Herminia y José miraban el reloj de la pared, angustiados, en zozobra por lo que iba a suceder. Dieron las seis y treinta y Juvencio Quispe Pumacondor ordenó a sus empleados que alistaran todo para cerrar.

-Hoy nos vamos temprano, tengo que ir a comer un dulce -dijo el dueño del chifa dirigiendo una asquerosa mirada hacia Herminia, originando risas y chacotas entre los otros empleados, como si supieran algo y estuviesen en complicidad con su patrón.

-¡Samurái!, ¡apúrate con las ollas!, guárdalas y cierra el gas ¡pero rápido cholo bruto! -gritó Juvencio- ¡Y ve sacando los candados para cerrar la puerta!

Cuando José cerró el último candado, se dio cuenta que los otros empleados estaban por la esquina de la cuadra, parados, mirando sin disimulo hacia donde estaba él, el patrón, y a un costado del volskwagen descolorido, Herminia, temblando.

-¿Qué pasa Herminia, porqué tiemblas?, ahorita te llevo a tu casa -le dijo el patrón a su empleada, pasando su tosca mano por el cabello de la muchacha.

-Este… es la lluvia, tengo frio… no se moleste don Juvencio… verdad… yo tomo mi carro aquicito nomás- dijo casi suplicante la muchacha y mirando a José, gritaba en silencio: ¡no te vayas!, ¡ayúdame!

-Ya Samurái… vete, dame las llaves -ordenó el patrón de José- ¡Hey huevón, despierta! ¡Te estoy hablando!, ¡dame las llaves! -vociferó Juvencio.

Pero José no tenía oídos más que para escuchar el grito silencioso de la mirada de su querida Herminia, quien sudaba frio ante la decisión de subir o no al carro, sabiendo lo que iba a pasar si subía.

-No Herminia… no subas… yo te acompaño a tu paradero -dijo José extendiendo la mano para coger a la muchacha.

-¡Oye carajo! ¡Quién mierda te crees!, ¡ya dame las llaves y lárgate!, ¡y tú Herminia, sube al carro o te largas y ya no regresas nunca! -gritó desaforadamente Juvencio.

-No… no lo hagas Herminia… trabajo puedes conseguir en otro lado… no lo hagas, vente conmigo, te acompaño a tu casa y yo te ayudaré a buscar otro trabajo -dijo suavemente José, cuando repentinamente y en forma artera, recibió un feroz puñetazo en su pómulo derecho que lo tumbó al suelo.

-¡Serrano de mierda!, ¡no te metas en donde no te llaman!, ¡y tú sube al carro ya! -gritó Juvencio empujando a la casi niña aún, quien al ver caer al bueno de Samurái pareció despertar de un letargo y reaccionando se soltó del brazo de su patrón y fue ayudar a José que aún estaba grogui, tratando burdamente de levantarse.

-¡Oigan, vengan acá! -Juvencio gritó hacia sus otros tres empleados cómplices, haciendo señas para que se acercaran; estos, que habían visto el golpe y la caída de José, corrieron hacia su patrón.

-¡Sáquenle su mierda a este indio creído! -ordenó Juvencio, y los malos empleados se fueron contra José, a quien le tenían  cólera porque era al único que Herminia, deseada por todos ellos, le hablaba y le sonreía. Mientras tanto Juvencio volvió a sujetar de los brazos a la muchacha y a empellones trataba de meterla en el auto.  La gente pasaba y miraba, sin más que hacer… total, las broncas, las peleas, los asaltos, incluso una que otra muerte, eran pan de cada día y más bien evitaban involucrarse.

José casi ya de pie, y algo recuperado pudo esquivar por milímetros una cobarde patada hacia su cabeza de uno de los empleados compinches del patrón, escuchó los gritos de Herminia y eso fue el detonante para el torrente de adrenalina empezara a circular por todo su cuerpo, dándole fuerza y agilidad para enfrentar a sus atacantes.

El de la patada fallida quiso intentar lanzar un puño y fue bloqueado por el brazo izquierdo de Samurái quien con su puño derecho, con sus nudillos encallecidos de tanto golpear madera en sus horas de práctica de karate, dio un certero y seco golpe en la quijada de su atacante que cayó desplomado al instante, completamente desmayado; empero recibió por la espalda un fuerte correazo con una gran hebilla, lanzado por otro empleado que se había sacado su correa para golpear a Samurái; este con la adrenalina al cien por ciento no sintió mayor dolor, se volteó rápidamente y muy ágilmente elevó su pierna derecha hasta la cabeza de ese otro atacante dándole tremendo zapatazo y tumbándolo desmayado; José giró felinamente todo su cuerpo hacia el tercer empleado que quedaba,  dispuesto a enfrentarlo.

-No Samurái, no por favor, yo no me meto, no me golpees -suplicó ese tercero.

José lo miró breves segundos y… no lo golpeó; se dio media vuelta corriendo hacia el auto para coger del cuello a su patrón y propinarle un cabezazo, que hubiera tumbado a cualquiera, pero Juvencio era muy recio y bien agarrado, le llevaba como unos veinte kilos de diferencia a José y aprovechando ese mayor peso abrazó a José, empezando a apretarlo cual boa constrictora, quitándole aire.

-¡Ya!... ¡clávale cojudo!, ¡No esperes, clávale! -empezó a gritar Juvencio al empleado que José había perdonado y que cobardemente se acercaba dudoso, cuchillo en mano.

La garua se acentuaba más y más, mojaba el rostro de Herminia y ya no se sabía si era por su profuso llanto o por esa chistosa lluvia de esta Lima cobarde y traicionera.

-Cálmate muchacha… cálmate, no llores más… fue un valiente y defendió tu honor…nunca lo olvides -decía el sargento a Herminia.  El policía amigo del Samurái había llegado en su patrullero justo para impedir la huída de Juvencio y de su empleado; pero tarde para impedir que el cuchillo asesino se hundiera hasta la empuñadura en la espalda de José Pumanta Puelles, quien ya no podría volver a su lejana Tayacaja a ayudar a sus padres en el sembrío de su chacra y cuidar sus animalitos, y que tampoco ya podría decir su amor a la muchachita de ese chifa de medio pelo, que nunca lo olvidaría.

-Adiós Josecito… adiós mi amor -sollozaba Herminia, mientras que el sargento amigo cerraba la bolsa negra donde yacía el cuerpo inerte del Samurái.

Gajes de sicario


Clara Pawlikowski



         Mi nombre es Valentín Parra nací en Medellín, Colombia. Estoy en  Salta, Argentina, vine porque me contrataron para hacer un “trabajito”. Cuando llegué se hicieron los locos. Se arrepintieron.

No tenía muchas alternativas, estaba presionado y sin un centavo en el bolsillo. Hacía días que no comía, vine con las justas de dinero. Hoy abandoné el hospedaje sin pagar. El frío y el hambre comenzaron a enloquecerme.

Estaba dispuesto a todo. Entre robar y contactar a mi posible víctima, decidí por esto último. El día anterior, vi en la mesa de la pensión un BlackBerry y sin más, lo metí en el bolsillo, antes de pensar en venderlo preferí usarlo para mandarle un correo:

“Tengo muchas cosas que contarle, me interesa hablar con usted sobre su seguridad, hoy  le espero en la plaza principal a las cuatro de la tarde, estaré con un polo rojo frente a la catedral”.

Llegué temprano y estuve dando vueltas, era un día de semana y mucha gente iba y venía, aún el sol calentaba. Cerca de la cuatro de la tarde me senté en una banca frente a la catedral, sólo después de pasar frente a ella varias veces con la cabeza llena de problemas me percaté de sus colores. Me atormentaba pensando si el sujeto no venía. Bueno para empezar algo podía hacer con el BlackBerry.

Un poco mas tarde vi un tipo acercarse. Era bien parecido, pasaba el metro ochenta, de  ojos verdes y con el cabello un tanto canoso. Vestía  un polo blanco y pantalones de dril color beige. Me saludó como si me conociera de antes, sorprendido preguntó de qué se trataba la cita. Sin pensarlo dos veces le conté que su esposa me había contratado para matarlo. No se inmutó, no movió ni un músculo de la cara. Lo vi sereno o quizás incrédulo. Leyó los correos que me enviaron sus familiares; en uno de ellos me ofrecían diez mil dólares por la faena. Lo examinó todo con calma y no dijo nada, ni un solo comentario. Seguía en silencio.

          Lo abordé de nuevo para decirle que estaba “misio”, que si me podía ayudar  para volver a mi país. Me dijo que él tampoco tenía dinero, que sólo podía comprar un pasaje de bus para Buenos Aires.

            Yo le repliqué que no quería ir a Buenos Aires, que cruzo ilegalmente las fronteras para evitar a la policía. Como no llegamos a un acuerdo y él repetía que no contaba con efectivo, nos despedimos.

            Le observé alejarse, caminaba con pausa y con las manos en los bolsillos. La plaza ya se había llenado de niños y mujeres corriendo tras ellos; era una tarde fresca, perfumada por los jazmines de las pérgolas que sombreaban los bancos.

          Estoy seguro que ese tipo lo primero que hizo fue denunciarme a la policía. Al poco tiempo me apresaron y me metieron a la cárcel.

            Allí me fui de boca con otro presidiario, le relaté que asesiné a una mujer en Lima y éste también me denunció. De ese modo los jueces de Perú se enteraron y tramitaron mi extradición.

        Le ofrecí dinero al vigilante para que no me requise mi BlackBerry, así pude comunicarme con Eloísa, la muchacha peruana que me contrató para matar a su madre. Ella quería quedarse con la herencia. Pertenecía a una familia muy rica. Sólo tenía un hermano. Tuve que salir corriendo porque la prensa puso interés en el asunto y no me pagaron.

            Le mandé varios S.O.S. a Eloísa y no respondía:

            “Mándame algo que estoy sin un centavo”

            Finalmente supe de ella a través de otra persona. Me pidió que no le mande correos, eso agrava su situación porque los jueces están rastreando sus comunicaciones y ya se enteraron que ella y su enamorada viajaron a Argentina, días después del asesinato. No pudieron llegar a Salta por miedo, querían conversar conmigo.

           En la cárcel de Salta no había nada que me interesara, salvo compartir con algunos presos políticos. A través de ellos me fui enterando de las historias del penal llamado  Villa Las Rosas. Como en todas partes y, Salta no es una excepción,  las cárceles están atiborradas de presos como yo que esperan juicios por años de años. En mi caso trataban de extraditarme a Lima  por el asesinato que cometí; pero las cosas, a pesar que corría mucho dinero, demoraron largos meses.

   Por ellos, conocí la historia de Argentina, me enteré de Perón, todos hablaban de él. Me contaron que después de su muerte comenzaron las revueltas de los guerrilleros.Escuché que en Salta desde 1975 detuvieron a numerosos sospechosos de colaborar con la guerrilla y comenzaron a desaparecer miles de personas sin dejar rastro.

          Estas historias me interesaban, me sentaba horas oyendo, todos tenían versiones diferentes. Uno me dijo que de este penal sacaron a siete presos  y junto con otros cuatro más, de otro penal los bajaron a metralleta limpia en Las Palomitas. Nunca supieron de ellos porque los dinamitaron para simular un enfrentamiento.

         En Perú, Eloísa y su enamorada fueron detenidas como las principales sospechosas y se encuentran recluidas. La policía comprobó que Eloísa estuvo en su casa mientras ocurría el crimen y también encontró en su celular llamadas de su madre poco antes del suceso. Aún no han sido juzgadas.

***

 Estudié con Abelardo en el colegio e hicimos buena amistad. Salimos con relativa frecuencia. Siempre escucho con atención sus relatos. Hace meses que Abelardo no cambia de tema, sólo habla del asesinato de su madre y de la condena de treinta y cinco años que pidió el fiscal para su hermana Eloísa y para su enamorada como autoras intelectuales. Le intrigaba el tema del sicario, una noche que fuimos a tomar unos tragos, me dijo:

─El sicario que mató a mi madre contó,  señalando los mínimos detalles todo lo relacionado con el crimen, a un periodista peruano que viajó a Salta para entrevistarlo. Este reportero elaboró una crónica espeluznante y la difundió en un programa de mucha sintonía. Los correos que el sicario envió a mi hermana también están registrados en los legajos del Poder Judicial.

Finalmente llegó el sicario a Lima, me enteré por los periódicos. Me explicó Abelardo que a este criminal no lo encontró su hermana en las últimas filas de las bancas de la catedral de Medellín, como cuenta Fernando Vallejo en su novela “La virgen de los sicarios”, a este lo localizaron por internet, tiene facebook, twiter y blog donde ofrece veladamente sus servicios.

Abelardo me hizo recordar a Alexis, el sicario joven y guapo que  describe Vallejo. Alexis mató a un taxista para complacer a su pareja. Leí que el chofer cuando los pasajeros le pidieron que baje el volumen de la radio, en lugar de bajar lo levantó a full, frenó bruscamente y maldiciendo les pidió que bajaran. Arrancó el vehículo sin que terminaran de bajar,  por lo que Alexis le despachó un tiro en la cabeza haciendo que el carro, con el chofer muerto, se estrellara a pocos metros.

Descubrí que el tema de Abelardo era el físico del sicario, me lo describió de pies a cabeza a pesar que aún no lo había visto:

─Es un asesino ─me dijo ─ soñé que el tío ese no es normal, mide como dos metros y tiene una constitución física similar a la de un robot a prueba de bombas. Sufre analgesia congénita. Es una enfermedad que provoca que la sustancia transmisora de las fibras no funcione como debiera y, por consiguiente, el que la tiene no puede sentir dolor.

─ ¿Sustancia transmisora de las fibras? Te estas loqueando, ¿qué es eso?

─Bueno eso también pasa con los delincuentes feroces, lo leí en la última novela de Larsson.

─ ¿Te has memorizado entonces al personaje de Larsson?, ¿o sea ese no es el sicario que mató a tu madre? ¿Es el que cometió crímenes en serie en las novelas de Larsson? Te estás volviendo loco compadre. Ah! Ya recuerdo, ese es Ronald Niedermann que casi mata a la protagonista y termina la ficción.

─Hubiera sido mejor si el sicario tuviese ese físico, pero el que contrató mi hermana es peor que Piolín, el sicario de quince años que hace poco entrevistó un periodista de La República. Piolín es maceta tiene físico pero el que contrató Eloísa es un hombrecillo insignificante, no se cómo pudo matar a mi madre siendo ella deportista y teniendo mejor contextura.

***

Valentín Parra fue ubicado en Piedras Gordas, un penal de máxima seguridad. Allí esperó el juicio. Los jueces se apresuraron con el caso porque cada día sacaban algún dato en los periódicos y los domingos era infaltable alguna referencia en los programas de la noche.

Cuando lo entrevistaron y también cuando cantó al fiscal, Valentín quiso limpiar a Eloísa y a su enamorada. Declaró que entró a robar y como la señora, madre de Eloísa, se oponía a entregarle las tarjetas de crédito, lo amenazó con un cuchillo. Discutieron y llegaron a los golpes y para evitar hacer ruido le cortó la yugular.

En Piedras Gordas, Valentín se sentía como en casa, se hizo aficionado a las peleas de gallos. En una de esas, justo antes del juicio oral, un reo que perdió las apuestas le metió un verduguillo por la espalda. Se salvó a pesar que le atravesó  un pulmón. Vendado asistió al inicio del juicio oral pero permaneció callado.

Cuando se recuperó ya no le permitieron jugar en el coliseo. Se dedicó a colocar navajas en las patas de los gallos antes de las peleas. Por esto le daban algo de dinero.

Le gustaba el karaoke, se sentaba en una esquina y cuando escuchaba la música se ponía melancólico, como ya no tenía dinero sus amigos le daban algunas pitadas de marihuana. Tenía el torso vendado, no sanaban sus heridas y permanecía adolorido.

No le interesaba el juicio como al inicio que pedía prestado algún diario cuando le gritaban:

─Violentín ─como lo apodaron─ estás en la portada.

Una mañana cuando pasaron revista, no contestó al llamado. Lo encontraron con las soguillas de sus zapatillas alrededor del cuello. 

viernes, 11 de mayo de 2012

Dos Padrenuestros y tres Avemarías…


Nora Llanos


La niñez de Carmela había transcurrido sin mayores sobresaltos, pero siempre estuvo marcada por la estrechez económica que mantenía a toda la familia limitada a una vida sencilla, austera, sin lujos ni pretensiones; sin embargo, sus padres se preocuparon por ahorrar lo suficiente para darle a Carmela la educación que tanto merecía.  Era una niña buena, inteligente y además muy responsable.

Ahora, en la plenitud de su juventud, la vida le sonreía.  Había logrado lo que pocas mujeres de su época conseguían, estudiar una carrera. Con apenas veintidós años y el flamante título exhibido orgullosamente en una de las paredes de su casa, se preparaba para ir a trabajar.  No era fácil conseguir trabajo en aquel entonces;  las vacantes eran escasas y su inexperiencia un obstáculo, pero un día se presentó la oportunidad que tanto anhelaba,  en la misma escuelita en la que hizo su primaria. La espera fue gratamente recompensada y ahora volvía al viejo local, recientemente restaurado, lleno de encanto y de recuerdos, como la flamante profesora de cuarto de primaria… allí la esperaban sus niñas, listas para aprender bajo su tutela amorosa y dedicada… ¡tal vez ella llegaría a ser la mejor profesora del país y tendría fama y fortuna!

Este día, las niñas iniciarían su preparación para la primera comunión  –qué emoción– se dijo Carmela, recordando su propia agridulce experiencia.  El catecismo no era sencillo –tres personas distintas y una sola divinidad– decía la monjita;  los pecados veniales no eran tan malos y si te olvidabas de confesar alguno, Dios te perdonaba, pero los pecados capitales, esos sí que eran malos y te podían llevar al infierno… ésos, no podías guardarlos.  El rito de la confesión parecía aún más complicado… examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda…  tenían que recordar muchas frases y muy especialmente el Yo pecador; ¡qué horribles le parecían sus pecados a Carmela y qué difícil fue confesarlos!; las rodillas casi no le respondían cuando llegó su turno de ir al confesionario y le temblaban las manos,  pero la voz suave y paternal del padre Panchito, poco a poco la calmaron y aunque con voz quebrada, logró confesar todas y cada una de las mentiras contadas, las desobediencias,  la pereza para levantarse,  esa revista leída sin permiso, aquellas tizas de colores que fueron a parar a su bolsillo  y los coqueteos infantiles con los chicos del barrio, sin contar con las veces que no había ido a misa.    

Fueron los minutos más largos de su corta vida, pero  una vez alcanzado el perdón y cumplida la penitencia, ¡qué maravillosa fue la comunión y la celebración!, sentía que el corazón le saltaba de contento en el pecho y que  flotaba por el aire de tan pura que estaba;  aún podía sentir el repique de la campanilla anunciando al Santísimo y el aroma a flores, incienso…  y más tarde,  el delicioso olor a bizcocho, naranja  y chocolate, compartidos  en medio de la algarabía por la repartición de estampitas, a cual más linda,  elegantemente escritas con letras doradas anunciando el nombre de cada una de las niñas y la fecha del importante evento.

Carmela nunca olvidaría su Primera Comunión… el vestido blanquísimo y el velo primorosamente ceñido a su cabeza con una coronita de flores blancas,  ni la azucena natural que llevaba en la mano derecha, impecablemente enguantada, ni los zapatitos blancos que le compró la tía Lily, ni la torta rellena de manjar blanco que le hizo la tía Marina ni el álbum de recuerdos que le regaló la tía Rosita y mucho menos la mirada de amor infinito de su madre adorada.

El sonido de una campana la sacó de sus pensamientos… al fondo del patio, en la puerta de la Dirección, distinguió la silueta del padre Antonio, recién llegado para hacerse cargo de la parroquia.  Ya lo había visto un par de veces en la distancia y no pudo evitar observar que era un hombre aún joven, de buena postura y semblante atractivo.  –Ya llegó  el padre –pensó– ahora lo veré de cerca.  Se acercó presurosa mientras se retocaba el cabello en un involuntario gesto de coquetería. Era hermosa Carmela, la menor de tres hermanas, dueña de unos encantadores ojos negros y un cabello suave, abundante, igualmente negro,  que por ahora llevaba atado con una cinta de seda.  El saludo del padre Antonio fue cordial,  pero un buen observador habría notado en las miradas de ambos un intenso e inesperado brillo. Terminadas las coordinaciones el padre se retiró a grandes pasos, que amenazaban con romper la negra y estrecha sotana, mientras Carmela lo seguía con la mirada hasta que se perdió de vista.

A partir de aquel momento y los meses siguientes  mientras duraba la preparación de las niñas, Carmela vivió en un permanente estado de contento, a veces distraída y silenciosa.    El padre Antonio visitaba la escuela dos veces por semana para preparar a las niñas; Carmela estaba siempre presente, era su responsabilidad, tenía que asegurarse que todo saliera perfecto y debía hacer muchas consultas que el padre Antonio contestaba con suma cortesía, siempre dispuesto a resolver todas sus dudas.

Con ayuda de las madres de las niñas, se hicieron los preparativos y finalmente llegó el día de la primera comunión. La Iglesia lucía impecable, colmada de flores blancas… el pasillo central por donde ingresarían las niñas,  alfombrado desde la puerta principal hasta el altar mayor y resguardado por las más pequeñas, vestidas con graciosos trajes de angelitos… y al fondo de la iglesia, el coro formado por las niñas mayores, perfectamente uniformadas, llenando la Iglesia con sus voces celestiales.  Todo había sido perfecto y tras una emotiva ceremonia y alegre celebración,  Carmela retornaba a casa satisfecha por la tarea cumplida, pero sintiendo una inmensa melancolía. Ya no vería al padre Antonio dos veces por semana y no escucharía su voz potente entonando alabanzas, acompañado por las vocecitas dulces y desafinadas de las niñas.

Religiosa por naturaleza y por crianza, Carmela asistía puntualmente a misa, pero ahora este ritual  se convirtió en un motivo de especial alegría. El Padre Antonio hablaba muy bonito y ella sentía que de cuando en cuando su mirada la alcanzaba y entonces la invadía el regocijo.  Poco a poco fue surgiendo en su mente la idea de la confesión,  para estar cerca del padre Antonio,  –pero, qué vergüenza contarle mis pecados –se decía– ¿y si me invento algunos? –pensaba… no, no, eso es malo muy malo… y su alma se debatía entre el dictado de su corazón y el consejo de su razón… pero finalmente la tentación pudo más y acudía al confesionario cada semana, limpísima, oliendo a jabón y agua de rosas, con sus mejores galas y una gran sonrisa.   

La voz queda, melodiosa, del padre Antonio la transportaba a un mundo soñado y sentía que ya no quería dejar de escucharla, era más fuerte que cualquier temor o razonamiento.  Tal vez le parecía,  pero sentía que el padre Antonio la esperaba y aunque no podía verlo tras la celosía del confesionario, percibía en su voz una emoción intensa; pronto Carmela dejó de confesar pecados y pasó a contarle retazos de su vida, sus ilusiones y esperanzas y aquél domingo, temido y esperado, cuando el padre menciona que sería bueno poder continuar conversando,  siente como una luz que le estalla en el pecho… su destino está trazado.

  -Dos padrenuestros y tres avemarías, dolor de corazón y propósito de enmienda, Carmela –dice bajito, casi con ternura, el padre Antonio, dando por terminado el ritual de la confesión.


En la casa de Carmela, antigua y encantadoramente rústica, cada noche, mientras los padres duermen,  se desliza desde el fondo del viejo corredor la silueta esbelta de Carmela, oculta por las sombras del pequeño jardín; se acerca hasta el portón y corre el pesado pestillo… luego se dirige hasta un rincón protegido por una maraña de helechos y enredaderas y allí, quieta y silenciosa,  espera la visita que no tarda… escucha el leve crujir de la puerta que apenas si se abre para dejar paso al amado que ingresa con cautela y el corazón le salta en el pecho… transcurren las horas entre abrazos, suspiros, juramentos y  susurros,  bajo la luz mágica de las estrellas.

-Dice doña Juana que ha visto con sus mismitos ojos, que el padre Antonio entraba a la casa cerca de la medianoche.
-¿Será que hay alguien enfermo?
- ¡Qué enfermo ni que nada... ahí hay gato encerrado!
- ¡Ave María Mercedes… no digas eso!
-Si todo el mundo lo dice… además ¿no has visto a la Carmela?, parece una sombra, ya ni se le escucha cantar como antes, cuando regaba el jardín.
-Pobres padres… si supieran, se morirían de la vergüenza… mala hija, eso es lo que es.

Dicen que un día el padre Antonio no volvió más  –se hizo humo– decían,  pero cada noche la silueta se desliza por el jardín, corre el pestillo y espera, espera, mientras murmura entre sollozos: pecado, es pecado, es pecado… dos Padrenuestros y tres Avemarías,  dolor de corazón y propósito de enmienda,  Carmela.

martes, 1 de mayo de 2012

Confusiones


Clara Pawlikowski


Aquella mañana, mi padre se presentó temprano. Lamenté haberle dado el duplicado de la llave.

Esquivó algunos platos y tazas que lancé de ira contra la puerta después de la intempestiva salida de Mario, mi novio. Mi padre me encontró dormida con la cabeza apoyada sobre la mesa junto a una taza de café, con la mano entumecida por estrujar un fragmento de la foto de una mujer con la falda entallada y los tacones negros. Atormentada por el olor que percibia.

La noche anterior discutí con Mario porque últimamente lo encontraba extraño, nos habíamos distanciado, nuestros trabajos no nos dejaban  tiempo libre y reñíamos por cualquier cosa. Le pedí que me preste su I pad y sin esperar  respuesta abrí su maletín y en uno de sus compartimentos encontré la foto de una mujer en tamaño postal. Cuando la saqué del maletín él se abalanzó sobre mí y en el forcejeo rompimos la foto. Yo resulté con la parte inferior. Después de todo esto, Mario se quedó mudo y decidió irse.

A Mario lo conocí el día que mis padres celebraron sus bodas de plata matrimonial. Es hijo de uno de sus colegas, trabajan en una transnacional de computadoras. Mi padre un día refiriéndose a él, mientras almorzábamos con mi madre, me dijo que era un buen partido; a sus 32 años ya era gerente de una conocida  empresa minera.

Me sorprendió ver a mi padre, él nunca vino a mi departamento. Desperté por el ruido que armó pateando los platos caídos y al coincidir nuestras miradas, sin más preámbulos, me dijo:

—Tu madre se fue anoche de la casa.

Sin pensarlo dos veces, me estiré y entré en la ducha para despertarme. Cuando salí ya no lo encontré. Me pregunté si sería verdad lo que me dijo mi padre. Algunos años antes, me independicé cuando me harté de sus peleas; mi madre le reclamaba porque tenía amantes, porque se desaparecía algunos fines de semana o porque se inventaba viajes y cosas por el estilo. Mis hermanos, Jaime y Javier, mucho mayores que yo deben haberse ido de la casa por la misma razón. Hace muchos años que viven en Canadá.

Sintonicé, como todas las mañanas, radio Capital.

El tema del día —dijo la locutora— es sobre el comando Chavín de Huantar que recuperó los rehenes de la embajada de Japón hace quince años.

Recordaba que todo el país se alzó contra esa acción militar. Estoy exagerando quizás. Levantaron su protesta aquellos ciudadanos que siguen atentos las noticias en los programas radiales y televisivos. Hay otros que viven en el país de Peter Pan, sin los piratas ni los indios salvajes por supuesto, por último sin el cocodrilo que se comió la mano del Capitán Garfio. Otros viven en Chile o en España escribiendo y cuidando perros tratando de ganar algún concurso literario

Y ustedes estarán curiosos —siguió hablando la locutora— por saber qué fue lo que provocó la reacción de una parte de los peruanos. Mucho más sensato sería decir de los limeños. Primero porque Perú es Lima y segundo porque los provincianos se dedican a sobrevivir y los problemas capitalinos ni les llegan.

Ahí voy —continua la presentadora— alguien alertó a los periodistas sin dar mayores detalles, que volverían a investigar a los comandos que liberaron a los secuestrados por los terroristas en la residencia del Embajador Japonés.

— ¿Cómo es posible? — preguntó un oyente.

—Ellos hicieron lo mejor del mundo y son héroes —dijo otro.

—No serán juzgados los integrantes del comando sino los “Gallinazos” dirigidos por Vladimiro Montesinos —aclaró uno de Pueblo Libre.

— ¿Gallinazos? —preguntó alguien que vive en Bolivia, como decía mi abuela cuando alguno estaba en las nubes.

—Así los denominó uno de los secuestrados. Ellos fueron los que mataron a los terroristas rendidos —explicó uno más leído.

—Si fue la versión del japonés no es válida, ese era de la misma ideología que los terroristas —dijo otro para mostrar que sabía el tema.

—¿Estás seguro? —preguntó la locutora.

No tenía cerca mi cuaderno de notas, si inventé parte de lo anterior fue por descuido. Lo asumo. Hace unos meses me dedico a escribir. Trabajo en la revista dominical de un periódico, me encargo de la página de las mascotas y doy clases de literatura en un colegio particular en Zárate. Después de cinco años en la universidad estudiando literatura es lo único que he podido encontrar, con las justas sobrevivo, por eso muchos días voy a almorzar a casa de mis padres.

Siempre sintonizo Radio Capital mientras arreglo mi cama por las mañanas, hoy quiero demorarme un poco más para organizar mis ideas.

Mis obligaciones apremian y no van con el problema de la radio que continúa con el famoso comando. La noticia de mi padre me taladra el cerebro. Siempre suponía que ese sería el final: la separación. Pero de allí a que mi madre fuera quien decida abandonar la casa, nadie lo había previsto.

Seguía la radio con el volumen alto:

Llámenos al dos, dos, dos, cero, cinco, ocho, siete o al dos, dos, tres, cero, tres, cinco, cuatro —continúa la locutora— y díganos qué piensa usted, su opinión importa en Radio Capital.

—Aló, aló ¿quién llama?

—Soy Flor de Lince.

—Dígame doña Flor, su opinión importa

—Bueno yo no soy tan drástica ¿Por qué los llaman gallinazos?

—Aló, por favor baje el volumen de su radio para escucharla.

— ¿De dónde nos llama?

—Soy Lucy de Supe, ¿los gallinazos tenían plumas?

—Señora Lucy, le aclaro, quizás usted no entendió, gallinazos son los que mataron a los terroristas vencidos.

—Señorita me interesa saber si tenían plumas porque me quedé con la curiosidad de conocer qué pasó con el abuelo, ¿se lo comió Pascual, el cerdo de la obra Gallinazos sin plumas de Julio Ramón Ribeyro?

—Esta señora se fue por la tangente —opina la locutora.

—Aló, aló ¿me escuchan? Estoy en mi taxi, soy Pedro de San Borja.

—Dígame Pedro, le escuchamos.

—¿Sabes?¿No hay noticias más recientes?, el asunto de los comandos pasó hace 15 años.

—Aló, aló, soy Cherry de Miraflores.

—Si, le escuchamos Cherry, buenos días, su opinión importa.

—Le llamo para sugerirles noticias: el viaje de Humala a España; el blindaje que le hicieron a Chejade en el Congreso;  la desaparición de la chica que apuñaló a su madre.

—Aló, soy Nadine Heredia, cofundadora del Partido Nacionalista Peruano.

—Su opinión importa señora Nadine

—Y ¿ahora también van a reprocharme que haya llevado a mi esposo a la madre patria? ¡No se pasen!

Hacemos una pausa, porque la hora es la hora en Radio capital, son las diez de la mañana y aquí los titulares que todo el mundo comenta:

Nos visitaron los Príncipes de Asturias, Alan García paseó a Letizia por la alfombra roja, llevaba un moño despeinado con rizos marcados y un imperdible; la joven que contrató un sicario para matar a su madre; detuvieron al creador de Megaupload; no pueden caminar las “nanas” en condominio chileno.

Perdí la paciencia, confundí  tiempos y noticias, apagué la radio.

        Saliendo encontré un sobre blanco con mi nombre en letras grandes, aparentemente tirado por la rendija de la puerta. Al recogerlo  reconocí la letra de Mario. Lo rompí en un tris, era un pequeño mensaje:

“Ayer vine a hablar contigo, no se pudo. Quería explicarte que las circunstancias me acercaron a tu mamá de quién me siento enamorado.  Hemos decidido vivir juntos. Muchas gracias por todo”.

Sentí vértigo, no lo podía creer, recién entendí las preguntas y comentarios que mi madre hacía sobre Mario. Sin ninguna duda, la mujer de la fotografía era ella, con el tipo de falda que acentúa su figura y los tacones que solo se quita para ducharse. Siempre caminó con pasos firmes, la energía de sus pisadas nos decían sobre su estado de ánimo. ¿No será que mi padre vino a mi departamento para decirme que mi madre se fue con Mario?

Se me fueron las ganas de salir, estuve paralizada durante un buen rato. Al darme cuenta del Ipad de Mario lo abrí y entré a mi correo, tenía un mensaje. Era de Javier, mi hermano mayor, él  ya conocía la noticia pero no los detalles. Lo que me desarmó fue lo que dijo de mi padre:

 “Ahora no tendrá problemas para salir del closet”.