Carlos Isasi
La jornada
laboral llegaba a su fin y Samurái, el ayudante de cocina, apuraba en terminar
de lavar todos los platos, ollas y demás utensilios del restaurante de comida
china. Siempre era el último en retirarse. Era ya casi año y medio de la misma rutina
diaria, desde que llegó en la tolva de un camión cargado de papas, abandonando
su lejana Tayacaja.
Como
era el novato en ese chifa de medio pelo, ubicado muy cerca al mercado
mayorista de la Parada, tenía que quedarse hasta el final como parte de su “contrato” laboral… sino… ahí tenía las
puertas abiertas para buscar otra chamba.
Era
el mil oficios del chifa: ayudante
del cocinero, lava platos, mesero, barrendero, gasfitero, pintor, electricista
y todo lo que se necesitare que fuera en ese negocio cuyas paredes olían a
grasa y los manteles de las mesas estaban llenos de manchas que no salían por
más que los refregaran al lavarlos.
Guardaba
hasta el último centavo de su enjuto salario para volver donde sus viejos, que
se quedaron cuidando la chacra y sus animalitos allá en la sierra.
-Con
lo que junte, puedo comprar abono y herramientas para mejorar mi chacra y
vender a mejor precio lo que cosechemos… ya conozco Lima y yo mismo puedo venir
a vender y conseguir buen precio -pensaba en voz alta el bueno de José Pumanta
Puelles, conocido como el “Samurái”.
Cuando
llegó al restaurante, el primer día, su primer apodo fue chino-cholo, pues
tenía ciertamente ojos rasgados, pero a los cuatro meses alguien chismeó entre
los empleados del chifa, que José se había inscrito en el Estadio Nacional para
recibir clases de Karate, y fue entonces que lo rebautizaron como Samurái.
Sus
veintiún años le daban la energía suficiente para practicar silenciosamente
todas las mañanas, de lunes a viernes, de siete a ocho y media, y poder llegar
antes de las diez al restaurante, hora en que Juvencio Quispe Pumacondor, dueño
del chifa, abría ese su negocio aprendido cuando fue ayudante de cocina de un
verdadero restaurante de comida china, en la calle Capón.
El Samurái
iba mejorando en su dicción, ya no tenía tanto mote al hablar y con ello lograba menos burlas de las muchas que
sufría por su rasgos andinos, su humildad… por su pobreza.
Los
comensales del chifa provenían de los habitúes al mercado de la Parada: carretilleros, vendedores ambulantes,
propietarios de pequeños puestos en el mercado, cobradores de micros, guachimanes y uno que otro policía del puesto policial
ubicado en las faldas del cerro San Cosme. Precisamente uno de los policías, un
sargento regordete pronto a jubilarse era, quizás, el único parroquiano que
trataba con decencia a José Pumanta Puelles, y que lo alentaba a seguir
ahorrando e irse de esta Lima racista y despectiva, a realizar su sueño en su
propia tierra, con los suyos.
-¿Cómo
van tus clases de Karate?... no dejes de practicar pues por aquí hay mucho choro y tienes que aprender a defenderte
-aconsejaba el amigo policía.
-Si
mi sargento, sigo yendo… me canso a veces, piro el ejercicio es muy bueno -respondía
José.
-¿Y…ya
te mandaste con la Herminia? -preguntaba el sargento, mirando a la muchachita
de diecisiete años, otra empleada del chifa, que recogía apurada los platos de
las mesas para volver a su cocina y no escuchar todas las sandeces de muchos
clientes que le proponían sólo inmoralidades.
-Este…
no… no me hablo mucho… y creo que el patrón le ha puesto la puntería y… no
quiero tener problemas con él -respondía José.
-¡Que
vivo el serrano ese!, como ya tiene su plata, y su mujer está vieja, quiere
levantarse a la chibolita… no seas cojudo Samurái, yo veo que la chiquilla te
mira distinto de los demás… ¡mándate!, ¡te va a ligar! -animaba el policía a
José que se ponía rojo de vergüenza y sonreía tímidamente.
Mientras
conversaban esos dos casi amigos, el dueño del chifa, desde el mostrador miraba
con malos ojos tantos consejos del policía a su empleado.
-¡Ya
carajo!... ¡recoge todos los platos y vete a lavar y ayudar a freír los
wantanes y el pollo! -intervino abruptamente el patrón de José- Ya pues mi
sargento no me malcríe a estos cholos, déjelos chambear tranquilos.
-¡Que
pendejo eres Juvencio! ¡Cómo has cambiado!, acuérdate de dónde vienes y no
cholees a las personas -respondió el policía.
-No
mi sargento, usted y yo somos ya criollos, estos son todavía indios y flojos,
¡hay que enseñarles!... para su propio bien -acotó Juvencio.
-Ya,
ya… para de hablar huevadas y trata bien a tu gente…que sé muy bien que les
pagas sueldos de hambre… y no te metas con la chiquilla… puede ser tu hija… y
de repente alguien le va con el cuento a
tu mujer, y te sacan tu mierda… ¿o no? -dijo el sargento sonriente,
levantándose de la mesa, dejando los cinco soles del menú y retirándose del
local.
-¡Nos
vemos Samurái! -se despidió el policía.
-¡Hasta
pronto mi sargento! -respondió José, poniéndose el mandil para lavar los platos
que por montones había en la tinaja donde se mezclaban con restos de comida.
El
chifa estaba en una zona que ciertamente no era nada tranquila, ubicado en la
última cuadra de la avenida San Pablo, donde la basura se amontonaba en sus
esquinas por días, despidiendo olores de putrefacción que obligaban a las
personas apurar el paso cuando pasaban cerca de esos montículos, fuente de
alimento de perros vagos, flacos, sarnosos, y ni que decir de las enormes y
regordetas ratas, dueñas del lugar.
En
esas calles todos los días ocurría algún percance. Hasta las cinco, máximo seis
de la tarde se podía caminar con relativa seguridad, pero ya entrando las
primeras sombras de la noche, entraban también los otros habitantes, los otros vecinos, los que no trabajaban sino que laburaban como cogoteros, pájaros fruteros, pirañitas;
y también estaban los drogos, los
más temidos, a quienes se trataba de evitar, pues estos no tenían ningún código
cuando asaltaban completamente drogados, pues siempre metían cuchillo, no importando que su punto fuera niño, mujer o anciano.
Los trabajadores
del chifa salían a tomar sus combis, juntos todos, buscando la protección del
número, pues pasadas las siete de la noche empezaba el show en vivo y directo de los robos y asaltos con sangre incluida,
que se incrementaban conforme pasaban las horas.
Siempre
era José quien se quedaba con el patrón hasta el final, ayudando a cerrar y atrancar
las puertas del negocio; luego la mujer del patrón, con las ganancias del día,
subía a un descolorido volkswagen y con su marido se retiraban del lugar…
dejando a su suerte al pobre de José, que salía corriendo de la zona a una más
segura, más civilizada, más humana, y para ello tenía que correr un aproximado
de quince cuadras y llegar a la avenida México, donde mal que bien pasaba por
ahí algún patrullero o policía a pie que alejaba a los delincuentes de la
Parada, que ya habían asaltado como seis veces a José, en sus primeros meses de
trabajo, razón por la cual este decidió practicar karate y realizar esa rara
forma de alejarse del lugar: corriendo como loco a zona segura.
Fue
un jueves de agosto, cuando Herminia le contó que el dueño del chifa le había
propuesto estar con él.
-Me
ha dicho que esta noche él me llevara a mi casa, pero antes iremos, no sé a dónde,
y luego me dará cien soles para que me compre zapatos o vestido… lo que quiera…
tengo miedo, yo sé que don Juvencio tiene otras intenciones y además hoy no ha
venido su mujer que está enferma, y me ha dicho que no me vaya con los demás
cuando cierre el chifa… ¿qué hago?... tú eres mi único amigo, ¡por favor!, ¿me
puedes acompañar a mi paradero al salir? -le contó y preguntó angustiada la
chiquilla a José.
-Si…me
he dado cuenta que el patrón te tiene mala intención, le he escuchado cuando
les dice a los demás que no se metan contigo… que eres de su propiedad… a mi no
me gusta, pero los otros se ríen -dijo José– yo siempre me quedo a cerrar el
negocio, se va dar cuenta si te acompaño, voy a tener problema si me meto… lo
mejor es que cuando todo esté listo para cerrar, salgas antes y corriendo sin
parar te vayas hasta la avenida México, yo te alcanzo y te acompaño a que tomes
tu micro -acotó José.
-No
sé… ¿y si no me deja salir antes?... si me voy, seguro me bota del trabajo y
tengo que llevar dinero a la casa de mi hermana, donde vivo, para pagar mi
cuarto, pues su marido es un borracho y no trabaja y mi hermana lava ropa
cuando puede, para dar de comer a mis sobrinos… necesito el trabajo… ¿qué hago?
-se angustiaba Herminia y dicho eso se adentró a la cocina para hacer lo suyo.
José
cogió la escoba y se puso a barrer el chifa, pensando y repensando cómo podía
ayudar a su callado amor. Se había
enamorado desde que la conoció, pero era un enamoramiento del todo silencioso, sufrido;
le bastaba verla sin que ella lo viese y con eso tenía más que suficiente;
pocas veces habían intercambiado palabras fuera del contexto del trabajo, pero
José recordaba vívidamente conversaciones de hace meses como si fueran de pocas
horas antes.
Moría
la tarde de ese día, una fina garúa, típica de Lima gris, empezaba a humedecer
el ambiente. Herminia y José miraban el reloj de la pared, angustiados, en
zozobra por lo que iba a suceder. Dieron las seis y treinta y Juvencio Quispe
Pumacondor ordenó a sus empleados que alistaran todo para cerrar.
-Hoy
nos vamos temprano, tengo que ir a comer un dulce -dijo el dueño del chifa
dirigiendo una asquerosa mirada hacia Herminia, originando risas y chacotas entre
los otros empleados, como si supieran algo y estuviesen en complicidad con su
patrón.
-¡Samurái!,
¡apúrate con las ollas!, guárdalas y cierra el gas ¡pero rápido cholo bruto! -gritó
Juvencio- ¡Y ve sacando los candados para cerrar la puerta!
Cuando
José cerró el último candado, se dio cuenta que los otros empleados estaban por
la esquina de la cuadra, parados, mirando sin disimulo hacia donde estaba él,
el patrón, y a un costado del volskwagen descolorido, Herminia, temblando.
-¿Qué
pasa Herminia, porqué tiemblas?, ahorita te llevo a tu casa -le dijo el patrón
a su empleada, pasando su tosca mano por el cabello de la muchacha.
-Este…
es la lluvia, tengo frio… no se moleste don Juvencio… verdad… yo tomo mi carro
aquicito nomás- dijo casi suplicante la muchacha y mirando a José, gritaba en
silencio: ¡no te vayas!, ¡ayúdame!
-Ya Samurái…
vete, dame las llaves -ordenó el patrón de José- ¡Hey huevón, despierta! ¡Te
estoy hablando!, ¡dame las llaves! -vociferó Juvencio.
Pero
José no tenía oídos más que para escuchar el grito silencioso de la mirada de su
querida Herminia, quien sudaba frio ante la decisión de subir o no al carro,
sabiendo lo que iba a pasar si subía.
-No
Herminia… no subas… yo te acompaño a tu paradero -dijo José extendiendo la mano
para coger a la muchacha.
-¡Oye
carajo! ¡Quién mierda te crees!, ¡ya dame las llaves y lárgate!, ¡y tú
Herminia, sube al carro o te largas y ya no regresas nunca! -gritó
desaforadamente Juvencio.
-No…
no lo hagas Herminia… trabajo puedes conseguir en otro lado… no lo hagas, vente
conmigo, te acompaño a tu casa y yo te ayudaré a buscar otro trabajo -dijo
suavemente José, cuando repentinamente y en forma artera, recibió un feroz
puñetazo en su pómulo derecho que lo tumbó al suelo.
-¡Serrano
de mierda!, ¡no te metas en donde no te llaman!, ¡y tú sube al carro ya! -gritó
Juvencio empujando a la casi niña aún, quien al ver caer al bueno de Samurái
pareció despertar de un letargo y reaccionando se soltó del brazo de su patrón
y fue ayudar a José que aún estaba grogui, tratando burdamente de levantarse.
-¡Oigan,
vengan acá! -Juvencio gritó hacia sus otros tres empleados cómplices, haciendo
señas para que se acercaran; estos, que habían visto el golpe y la caída de
José, corrieron hacia su patrón.
-¡Sáquenle
su mierda a este indio creído! -ordenó Juvencio, y los malos empleados se
fueron contra José, a quien le tenían
cólera porque era al único que Herminia, deseada por todos ellos, le
hablaba y le sonreía. Mientras tanto Juvencio volvió a sujetar de los brazos a
la muchacha y a empellones trataba de meterla en el auto. La gente pasaba y miraba, sin más que hacer…
total, las broncas, las peleas, los asaltos, incluso una que otra muerte, eran
pan de cada día y más bien evitaban involucrarse.
José
casi ya de pie, y algo recuperado pudo esquivar por milímetros una cobarde
patada hacia su cabeza de uno de los empleados compinches del patrón, escuchó
los gritos de Herminia y eso fue el detonante para el torrente de adrenalina empezara
a circular por todo su cuerpo, dándole fuerza y agilidad para enfrentar a sus
atacantes.
El
de la patada fallida quiso intentar lanzar un puño y fue bloqueado por el brazo
izquierdo de Samurái quien con su puño derecho, con sus nudillos encallecidos
de tanto golpear madera en sus horas de práctica de karate, dio un certero y
seco golpe en la quijada de su atacante que cayó desplomado al instante,
completamente desmayado; empero recibió por la espalda un fuerte correazo con
una gran hebilla, lanzado por otro empleado que se había sacado su correa para
golpear a Samurái; este con la adrenalina al cien por ciento no sintió mayor
dolor, se volteó rápidamente y muy ágilmente elevó su pierna derecha hasta la
cabeza de ese otro atacante dándole tremendo zapatazo y tumbándolo desmayado;
José giró felinamente todo su cuerpo hacia el tercer empleado que quedaba, dispuesto a enfrentarlo.
-No Samurái,
no por favor, yo no me meto, no me golpees -suplicó ese tercero.
José
lo miró breves segundos y… no lo golpeó; se dio media vuelta corriendo hacia el
auto para coger del cuello a su patrón y propinarle un cabezazo, que hubiera tumbado
a cualquiera, pero Juvencio era muy recio y bien agarrado, le llevaba como unos veinte kilos de diferencia a José y
aprovechando ese mayor peso abrazó a José, empezando a apretarlo cual boa
constrictora, quitándole aire.
-¡Ya!...
¡clávale cojudo!, ¡No esperes, clávale! -empezó a gritar Juvencio al empleado
que José había perdonado y que cobardemente se acercaba dudoso, cuchillo en
mano.
La
garua se acentuaba más y más, mojaba el rostro de Herminia y ya no se sabía si
era por su profuso llanto o por esa chistosa lluvia de esta Lima cobarde y
traicionera.
-Cálmate
muchacha… cálmate, no llores más… fue un valiente y defendió tu honor…nunca lo
olvides -decía el sargento a Herminia.
El policía amigo del Samurái había llegado en su patrullero justo para
impedir la huída de Juvencio y de su empleado; pero tarde para impedir que el
cuchillo asesino se hundiera hasta la empuñadura en la espalda de José Pumanta
Puelles, quien ya no podría volver a su lejana Tayacaja a ayudar a sus padres
en el sembrío de su chacra y cuidar sus animalitos, y que tampoco ya podría
decir su amor a la muchachita de ese chifa de medio pelo, que nunca lo
olvidaría.
-Adiós
Josecito… adiós mi amor -sollozaba Herminia, mientras que el sargento amigo
cerraba la bolsa negra donde yacía el cuerpo inerte del Samurái.
Muy buen cuento El Samurai, felicidades
ResponderEliminarLa narración bien. Pero el nombre del cuento no refleja el contenido. Samurai significa noble guerrero japonés al servicio de un señor feudal de la época medieval japonesa. El personaje es más bien un joven que demuestra sus debilidades,
ResponderEliminary pocas fortalezas. Recomiendo que haya correpondencia entre narración y nombre. Por ejemplo: "El trabajador sacrificado"
Felicidades Carlos, gran historia. Yo apruebo el nombre "El Samurai", no es necesario identificar el nombre con el personaje o la historia. Basta que al final José lo haya sentido así. hay muchos escritores que usan un título como metáfora o analogía. De todas maneras revisa la recomendación del comentario arriba escrito.
ResponderEliminarSaludos
Anthony Velarde A.