Nora
Llanos
La
niñez de Carmela había transcurrido sin mayores sobresaltos, pero siempre estuvo
marcada por la estrechez económica que mantenía a toda la familia limitada a
una vida sencilla, austera, sin lujos ni pretensiones; sin embargo, sus padres se
preocuparon por ahorrar lo suficiente para darle a Carmela la educación que
tanto merecía. Era una niña buena,
inteligente y además muy responsable.
Ahora,
en la plenitud de su juventud, la vida le sonreía. Había logrado lo que pocas mujeres de su
época conseguían, estudiar una carrera. Con apenas veintidós años y el flamante
título exhibido orgullosamente en una de las paredes de su casa, se preparaba
para ir a trabajar. No era fácil
conseguir trabajo en aquel entonces; las
vacantes eran escasas y su inexperiencia un obstáculo, pero un día se presentó
la oportunidad que tanto anhelaba, en la
misma escuelita en la que hizo su primaria. La espera fue gratamente
recompensada y ahora volvía al viejo local, recientemente restaurado, lleno de
encanto y de recuerdos, como la flamante profesora de cuarto de primaria… allí la
esperaban sus niñas, listas para aprender bajo su tutela amorosa y dedicada… ¡tal
vez ella llegaría a ser la mejor profesora del país y tendría fama y fortuna!
Este
día, las niñas iniciarían su preparación para la primera comunión –qué emoción– se dijo Carmela, recordando su
propia agridulce experiencia. El
catecismo no era sencillo –tres personas distintas y una sola divinidad– decía
la monjita; los pecados veniales no eran
tan malos y si te olvidabas de confesar alguno, Dios te perdonaba, pero los pecados
capitales, esos sí que eran malos y te podían llevar al infierno… ésos, no
podías guardarlos. El rito de la
confesión parecía aún más complicado… examen de conciencia, dolor de corazón,
propósito de enmienda… tenían que
recordar muchas frases y muy especialmente el Yo pecador; ¡qué horribles le parecían
sus pecados a Carmela y qué difícil fue confesarlos!; las rodillas casi no le
respondían cuando llegó su turno de ir al confesionario y le temblaban las
manos, pero la voz suave y paternal del
padre Panchito, poco a poco la calmaron y aunque con voz quebrada, logró
confesar todas y cada una de las mentiras contadas, las desobediencias, la pereza para levantarse, esa revista leída sin permiso, aquellas tizas
de colores que fueron a parar a su bolsillo y los coqueteos infantiles con los chicos del
barrio, sin contar con las veces que no había ido a misa.
Fueron
los minutos más largos de su corta vida, pero una vez alcanzado el perdón y cumplida la
penitencia, ¡qué maravillosa fue la comunión y la celebración!, sentía que el
corazón le saltaba de contento en el pecho y que flotaba por el aire de tan pura que estaba; aún podía sentir el repique de la campanilla
anunciando al Santísimo y el aroma a flores, incienso… y más tarde,
el delicioso olor a bizcocho, naranja y chocolate, compartidos en medio de la algarabía por la repartición de
estampitas, a cual más linda, elegantemente
escritas con letras doradas anunciando el nombre de cada una de las niñas y la
fecha del importante evento.
Carmela
nunca olvidaría su Primera Comunión… el vestido blanquísimo y el velo primorosamente
ceñido a su cabeza con una coronita de flores blancas, ni la azucena natural que llevaba en la mano
derecha, impecablemente enguantada, ni los zapatitos blancos que le compró la
tía Lily, ni la torta rellena de manjar blanco que le hizo la tía Marina ni el
álbum de recuerdos que le regaló la tía Rosita y mucho menos la mirada de amor
infinito de su madre adorada.
El
sonido de una campana la sacó de sus pensamientos… al fondo del patio, en la
puerta de la Dirección, distinguió la silueta del padre Antonio, recién llegado
para hacerse cargo de la parroquia. Ya
lo había visto un par de veces en la distancia y no pudo evitar observar que
era un hombre aún joven, de buena postura y semblante atractivo. –Ya llegó el padre –pensó– ahora lo veré de cerca. Se acercó presurosa mientras se retocaba el
cabello en un involuntario gesto de coquetería. Era hermosa Carmela, la menor
de tres hermanas, dueña de unos encantadores ojos negros y un cabello suave,
abundante, igualmente negro, que por
ahora llevaba atado con una cinta de seda.
El saludo del padre Antonio fue cordial,
pero un buen observador habría notado en las miradas de ambos un intenso
e inesperado brillo. Terminadas las coordinaciones el padre se retiró a grandes
pasos, que amenazaban con romper la negra y estrecha sotana, mientras Carmela
lo seguía con la mirada hasta que se perdió de vista.
A
partir de aquel momento y los meses siguientes
mientras duraba la preparación de las niñas, Carmela vivió en un
permanente estado de contento, a veces distraída y silenciosa. El padre Antonio visitaba la escuela dos veces
por semana para preparar a las niñas; Carmela estaba siempre presente, era su
responsabilidad, tenía que asegurarse que todo saliera perfecto y debía hacer
muchas consultas que el padre Antonio contestaba con suma cortesía, siempre
dispuesto a resolver todas sus dudas.
Con
ayuda de las madres de las niñas, se hicieron los preparativos y finalmente
llegó el día de la primera comunión. La Iglesia lucía impecable, colmada de
flores blancas… el pasillo central por donde ingresarían las niñas, alfombrado desde la puerta principal hasta el
altar mayor y resguardado por las más pequeñas, vestidas con graciosos trajes
de angelitos… y al fondo de la iglesia, el coro formado por las niñas mayores,
perfectamente uniformadas, llenando la Iglesia con sus voces celestiales. Todo había sido perfecto y tras una emotiva
ceremonia y alegre celebración, Carmela
retornaba a casa satisfecha por la tarea cumplida, pero sintiendo una inmensa
melancolía. Ya no vería al padre Antonio dos veces por semana y no escucharía
su voz potente entonando alabanzas, acompañado por las vocecitas dulces y
desafinadas de las niñas.
Religiosa
por naturaleza y por crianza, Carmela asistía puntualmente a misa, pero ahora
este ritual se convirtió en un motivo de
especial alegría. El Padre Antonio hablaba muy bonito y ella sentía que de
cuando en cuando su mirada la alcanzaba y entonces la invadía el regocijo. Poco a poco fue surgiendo en su mente la idea
de la confesión, para estar cerca del
padre Antonio, –pero, qué vergüenza
contarle mis pecados –se decía– ¿y si me invento algunos? –pensaba… no, no, eso
es malo muy malo… y su alma se debatía entre el dictado de su corazón y el
consejo de su razón… pero finalmente la tentación pudo más y acudía al confesionario
cada semana, limpísima, oliendo a jabón y agua de rosas, con sus mejores galas
y una gran sonrisa.
La
voz queda, melodiosa, del padre Antonio la transportaba a un mundo soñado y sentía
que ya no quería dejar de escucharla, era más fuerte que cualquier temor o
razonamiento. Tal vez le parecía, pero sentía que el padre Antonio la esperaba y
aunque no podía verlo tras la celosía del confesionario, percibía en su voz una
emoción intensa; pronto Carmela dejó de confesar pecados y pasó a contarle
retazos de su vida, sus ilusiones y esperanzas y aquél domingo, temido y
esperado, cuando el padre menciona que sería bueno poder continuar conversando,
siente como una luz que le estalla en el
pecho… su destino está trazado.
-Dos
padrenuestros y tres avemarías, dolor de corazón y propósito de enmienda, Carmela
–dice bajito, casi con ternura, el padre Antonio, dando por terminado el ritual
de la confesión.
En
la casa de Carmela, antigua y encantadoramente rústica, cada noche, mientras
los padres duermen, se desliza desde el
fondo del viejo corredor la silueta esbelta de Carmela, oculta por las sombras del
pequeño jardín; se acerca hasta el portón y corre el pesado pestillo… luego se
dirige hasta un rincón protegido por una maraña de helechos y enredaderas y
allí, quieta y silenciosa, espera la
visita que no tarda… escucha el leve crujir de la puerta que apenas si se abre
para dejar paso al amado que ingresa con cautela y el corazón le salta en el
pecho… transcurren las horas entre abrazos, suspiros, juramentos y susurros, bajo la luz mágica de las estrellas.
-Dice
doña Juana que ha visto con sus mismitos ojos, que el padre Antonio entraba a
la casa cerca de la medianoche.
-¿Será
que hay alguien enfermo?
- ¡Qué
enfermo ni que nada... ahí hay gato encerrado!
- ¡Ave
María Mercedes… no digas eso!
-Si
todo el mundo lo dice… además ¿no has visto a la Carmela?, parece una sombra,
ya ni se le escucha cantar como antes, cuando regaba el jardín.
-Pobres
padres… si supieran, se morirían de la vergüenza… mala hija, eso es lo que es.
Dicen
que un día el padre Antonio no volvió más –se hizo humo– decían, pero cada noche la silueta se desliza por el
jardín, corre el pestillo y espera, espera, mientras murmura entre sollozos: pecado,
es pecado, es pecado… dos Padrenuestros y tres Avemarías, dolor de corazón y propósito de enmienda, Carmela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario