viernes, 11 de mayo de 2012

Dos Padrenuestros y tres Avemarías…


Nora Llanos


La niñez de Carmela había transcurrido sin mayores sobresaltos, pero siempre estuvo marcada por la estrechez económica que mantenía a toda la familia limitada a una vida sencilla, austera, sin lujos ni pretensiones; sin embargo, sus padres se preocuparon por ahorrar lo suficiente para darle a Carmela la educación que tanto merecía.  Era una niña buena, inteligente y además muy responsable.

Ahora, en la plenitud de su juventud, la vida le sonreía.  Había logrado lo que pocas mujeres de su época conseguían, estudiar una carrera. Con apenas veintidós años y el flamante título exhibido orgullosamente en una de las paredes de su casa, se preparaba para ir a trabajar.  No era fácil conseguir trabajo en aquel entonces;  las vacantes eran escasas y su inexperiencia un obstáculo, pero un día se presentó la oportunidad que tanto anhelaba,  en la misma escuelita en la que hizo su primaria. La espera fue gratamente recompensada y ahora volvía al viejo local, recientemente restaurado, lleno de encanto y de recuerdos, como la flamante profesora de cuarto de primaria… allí la esperaban sus niñas, listas para aprender bajo su tutela amorosa y dedicada… ¡tal vez ella llegaría a ser la mejor profesora del país y tendría fama y fortuna!

Este día, las niñas iniciarían su preparación para la primera comunión  –qué emoción– se dijo Carmela, recordando su propia agridulce experiencia.  El catecismo no era sencillo –tres personas distintas y una sola divinidad– decía la monjita;  los pecados veniales no eran tan malos y si te olvidabas de confesar alguno, Dios te perdonaba, pero los pecados capitales, esos sí que eran malos y te podían llevar al infierno… ésos, no podías guardarlos.  El rito de la confesión parecía aún más complicado… examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda…  tenían que recordar muchas frases y muy especialmente el Yo pecador; ¡qué horribles le parecían sus pecados a Carmela y qué difícil fue confesarlos!; las rodillas casi no le respondían cuando llegó su turno de ir al confesionario y le temblaban las manos,  pero la voz suave y paternal del padre Panchito, poco a poco la calmaron y aunque con voz quebrada, logró confesar todas y cada una de las mentiras contadas, las desobediencias,  la pereza para levantarse,  esa revista leída sin permiso, aquellas tizas de colores que fueron a parar a su bolsillo  y los coqueteos infantiles con los chicos del barrio, sin contar con las veces que no había ido a misa.    

Fueron los minutos más largos de su corta vida, pero  una vez alcanzado el perdón y cumplida la penitencia, ¡qué maravillosa fue la comunión y la celebración!, sentía que el corazón le saltaba de contento en el pecho y que  flotaba por el aire de tan pura que estaba;  aún podía sentir el repique de la campanilla anunciando al Santísimo y el aroma a flores, incienso…  y más tarde,  el delicioso olor a bizcocho, naranja  y chocolate, compartidos  en medio de la algarabía por la repartición de estampitas, a cual más linda,  elegantemente escritas con letras doradas anunciando el nombre de cada una de las niñas y la fecha del importante evento.

Carmela nunca olvidaría su Primera Comunión… el vestido blanquísimo y el velo primorosamente ceñido a su cabeza con una coronita de flores blancas,  ni la azucena natural que llevaba en la mano derecha, impecablemente enguantada, ni los zapatitos blancos que le compró la tía Lily, ni la torta rellena de manjar blanco que le hizo la tía Marina ni el álbum de recuerdos que le regaló la tía Rosita y mucho menos la mirada de amor infinito de su madre adorada.

El sonido de una campana la sacó de sus pensamientos… al fondo del patio, en la puerta de la Dirección, distinguió la silueta del padre Antonio, recién llegado para hacerse cargo de la parroquia.  Ya lo había visto un par de veces en la distancia y no pudo evitar observar que era un hombre aún joven, de buena postura y semblante atractivo.  –Ya llegó  el padre –pensó– ahora lo veré de cerca.  Se acercó presurosa mientras se retocaba el cabello en un involuntario gesto de coquetería. Era hermosa Carmela, la menor de tres hermanas, dueña de unos encantadores ojos negros y un cabello suave, abundante, igualmente negro,  que por ahora llevaba atado con una cinta de seda.  El saludo del padre Antonio fue cordial,  pero un buen observador habría notado en las miradas de ambos un intenso e inesperado brillo. Terminadas las coordinaciones el padre se retiró a grandes pasos, que amenazaban con romper la negra y estrecha sotana, mientras Carmela lo seguía con la mirada hasta que se perdió de vista.

A partir de aquel momento y los meses siguientes  mientras duraba la preparación de las niñas, Carmela vivió en un permanente estado de contento, a veces distraída y silenciosa.    El padre Antonio visitaba la escuela dos veces por semana para preparar a las niñas; Carmela estaba siempre presente, era su responsabilidad, tenía que asegurarse que todo saliera perfecto y debía hacer muchas consultas que el padre Antonio contestaba con suma cortesía, siempre dispuesto a resolver todas sus dudas.

Con ayuda de las madres de las niñas, se hicieron los preparativos y finalmente llegó el día de la primera comunión. La Iglesia lucía impecable, colmada de flores blancas… el pasillo central por donde ingresarían las niñas,  alfombrado desde la puerta principal hasta el altar mayor y resguardado por las más pequeñas, vestidas con graciosos trajes de angelitos… y al fondo de la iglesia, el coro formado por las niñas mayores, perfectamente uniformadas, llenando la Iglesia con sus voces celestiales.  Todo había sido perfecto y tras una emotiva ceremonia y alegre celebración,  Carmela retornaba a casa satisfecha por la tarea cumplida, pero sintiendo una inmensa melancolía. Ya no vería al padre Antonio dos veces por semana y no escucharía su voz potente entonando alabanzas, acompañado por las vocecitas dulces y desafinadas de las niñas.

Religiosa por naturaleza y por crianza, Carmela asistía puntualmente a misa, pero ahora este ritual  se convirtió en un motivo de especial alegría. El Padre Antonio hablaba muy bonito y ella sentía que de cuando en cuando su mirada la alcanzaba y entonces la invadía el regocijo.  Poco a poco fue surgiendo en su mente la idea de la confesión,  para estar cerca del padre Antonio,  –pero, qué vergüenza contarle mis pecados –se decía– ¿y si me invento algunos? –pensaba… no, no, eso es malo muy malo… y su alma se debatía entre el dictado de su corazón y el consejo de su razón… pero finalmente la tentación pudo más y acudía al confesionario cada semana, limpísima, oliendo a jabón y agua de rosas, con sus mejores galas y una gran sonrisa.   

La voz queda, melodiosa, del padre Antonio la transportaba a un mundo soñado y sentía que ya no quería dejar de escucharla, era más fuerte que cualquier temor o razonamiento.  Tal vez le parecía,  pero sentía que el padre Antonio la esperaba y aunque no podía verlo tras la celosía del confesionario, percibía en su voz una emoción intensa; pronto Carmela dejó de confesar pecados y pasó a contarle retazos de su vida, sus ilusiones y esperanzas y aquél domingo, temido y esperado, cuando el padre menciona que sería bueno poder continuar conversando,  siente como una luz que le estalla en el pecho… su destino está trazado.

  -Dos padrenuestros y tres avemarías, dolor de corazón y propósito de enmienda, Carmela –dice bajito, casi con ternura, el padre Antonio, dando por terminado el ritual de la confesión.


En la casa de Carmela, antigua y encantadoramente rústica, cada noche, mientras los padres duermen,  se desliza desde el fondo del viejo corredor la silueta esbelta de Carmela, oculta por las sombras del pequeño jardín; se acerca hasta el portón y corre el pesado pestillo… luego se dirige hasta un rincón protegido por una maraña de helechos y enredaderas y allí, quieta y silenciosa,  espera la visita que no tarda… escucha el leve crujir de la puerta que apenas si se abre para dejar paso al amado que ingresa con cautela y el corazón le salta en el pecho… transcurren las horas entre abrazos, suspiros, juramentos y  susurros,  bajo la luz mágica de las estrellas.

-Dice doña Juana que ha visto con sus mismitos ojos, que el padre Antonio entraba a la casa cerca de la medianoche.
-¿Será que hay alguien enfermo?
- ¡Qué enfermo ni que nada... ahí hay gato encerrado!
- ¡Ave María Mercedes… no digas eso!
-Si todo el mundo lo dice… además ¿no has visto a la Carmela?, parece una sombra, ya ni se le escucha cantar como antes, cuando regaba el jardín.
-Pobres padres… si supieran, se morirían de la vergüenza… mala hija, eso es lo que es.

Dicen que un día el padre Antonio no volvió más  –se hizo humo– decían,  pero cada noche la silueta se desliza por el jardín, corre el pestillo y espera, espera, mientras murmura entre sollozos: pecado, es pecado, es pecado… dos Padrenuestros y tres Avemarías,  dolor de corazón y propósito de enmienda,  Carmela.

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