viernes, 30 de abril de 2021

Ciudadela tres ochenta y tres

Omar Castilla Romero


Era una mañana lúgubre como cualquiera, aunque no para Gina que por fin podría abordar una nave hacia la colonia espacial Ceres. En sus ojos claros de diferente tonalidad, miel el izquierdo y verde aceituna el derecho, se vislumbraba un brillo de venganza, mientras tomaba una bebida caliente vestida con una blusa de lana azul celeste. La acompañaban cinco individuos sentados en viejos muebles adosados a las paredes del cuartel general de la liga de sobrevivientes.

—Mañana debo abordar el transbordador —dijo Gina.

—Será un gran día, pero ¿no te causa miedo? —preguntó Javier uno de los experimentados pilotos del grupo.

—Cualquier miedo es superado por el deseo de saber que ocurrió.

—Y de paso averiguar por Jacob.

—Por supuesto, no lo voy a negar. Sin embargo, no es el único motivo. Si es cierto lo que se dice, mucha gente está sufriendo. En definitiva, debemos deponer al canciller Orver.

—Bueno, repasemos el plan. Nuestras naves tienen la autonomía suficiente para llegar al cinturón de asteroides. Después que salga el transbordador, iremos detrás y esperaremos ocultos a que envíes una señal.

—Me asalta la duda de si este transmisor es lo suficiente discreto para evitar ser detectado —comentó mientras palpaba el pendiente plateado de su oreja izquierda.

—Es difícil diferenciar su señal del ruido estático, aunque no imposible. Debes actuar con sigilo, pues tienen espías por doquier.

—Lo sé, por eso he entrenado un año entero.

—Bueno, ya debes partir para estar mañana en la plataforma de lanzamiento.

Eran sobrevivientes del cambio climático. Contrario a lo que se creía, el efecto invernadero fue transitorio y llevó al derretimiento de los polos, elevando el nivel del mar y sumergiendo a las ciudades costeras. Millones de personas se desplazaron a tierras altas, esto generó disturbios en los que murieron decenas de millones de personas, marcando el principio del fin de las naciones contemporáneas. Desmantelados los gobiernos, imperó la ley del más fuerte y fue imposible garantizar la seguridad de los cultivadores desencadenándose hambrunas y nuevas epidemias que cobraron la vida de cientos de millones. Los sobrevivientes presenciaron una disminución en la temperatura global debido al freno que sufrieron las corrientes tropicales por el agua derretida de los polos, que llevó a la extinción de la mayoría de las especies que les servían de sustento. Con este coctel de desastres solo podía esperarse el fin de la civilización humana, sin embargo, un hecho visto en su momento como lamentable significó su salvación.

Se trató de la pandemia vivida en el año veinte. De vez en cuando Gina recordaba la angustia de esperar en un pasillo de hospital la mejoría de sus padres. Ninguno de los dos sobrevivió, por suerte quedó bajo la tutela de su tía, una científica que la preparó para la dura vida que habría de afrontar. Sin embargo, no fue la pandemia en sí misma, sino el efecto que generó en la psique de Horace Duche, un excéntrico millonario quien sufría de hipocondría por lo que vivió aislado en un bunker durante años. Creía que cualquier día aparecería otra enfermedad mucho más letal arrasando a la humanidad de manera inevitable y por este motivo ideó el proyecto Colonia Ceres. Ya en este tiempo había planes similares para Marte y la Luna por parte de varias naciones, pero Duche quería edificar una estación independiente en el espacio exterior. A través de maniobras legales se hizo dueño de Ceres, el asteroide más grande del sistema solar, esto generó burlas en la opinión pública, sin embargo, cuando descubrieron que movilizaba recursos al espacio, entendieron que iba en serio. Aunque quisieron detenerlo, no hubo manera. Empezó la construcción de su colonia unos años antes del proyecto marciano. En cuarenta y ocho meses terminó el módulo principal que gravitaba alrededor de Ceres con capacidad para albergar diez mil personas. Para este momento los gobiernos habían sido despedazados por la anarquía y la colonia marciana quedó inconclusa. Duche estaba satisfecho con su estación tal como era, pero Orver, su subalterno, tenía otros planes.

 

Al siguiente día Gina se encontraba en el lugar de despegue. El ingreso a la nave fue caótico, todos querían entrar al tiempo por miedo a quedarse sin lugar. Era un crisol de hedores asfixiantes, amenizado por el llanto de niños desesperados y el ruido de hombres enfrascados en riñas por algún equipaje perdido. Luego del despegue la situación no fue mejor, las personas dormían recostadas en pasillos y debían hacer fila para comer y utilizar los baños. El trasbordador generaba un estrepito tal, que daba la impresión de partirse en dos. La comida era desagradable y de poco valor nutricional por lo que adicionaban suplementos vitamínicos para evitar el escorbuto, ese mismo que apareció durante los primeros viajes a América. Llegada la doceava semana pudieron divisar a lo lejos la colosal estructura de metal y fibra de vidrio ultra resistente llamada Colonia Ceres, dividida en dos mil ciudadelas rectangulares alineadas. El recibimiento fue caluroso. El mismo canciller, un hombre de baja estatura, mirada inquisidora y rostro enjuto, los esperaba para pronunciar un discurso luego de lo cual se marchó.

—¿Ese es el canciller Orver?, no se ve tan intimidante —dijo Gina a una mujer joven de cabello castaño parada al lado suyo.

—Todavía no lo conoces, no imaginas de lo que es capaz.

—¿Qué quieres decir con eso?

La mujer le lanzó una mirada desconfiada, pero luego de unos segundos extendió su mano y dijo: 

—Mucho gusto, soy Mónica, ¿de dónde vienes?

—Mi nombre es Gina y soy de Sudamérica. ¿A qué ciudadela te asignaron?

—A la tres ochenta y tres.

—Qué casualidad a mí también.

Luego de la ceremonia de bienvenida los tripulantes fueron ubicados en la misma ciudadela, algo atípico, pues por regla general los nuevos eran ubicados de acuerdo con la disponibilidad de espacio que dejaban quienes fallecían o eran condenados. Gina se preguntaba cómo era posible que hubiera cupo para cinco mil personas en el mismo lugar y si eso tenía que ver con la desaparición de su esposo. Era una ciudad de mediano tamaño, con barrios y zonas comerciales, especializada en proveer energía eléctrica al resto de la colonia. A esta distancia los rayos del sol eran opacos, aun así, generaban un bronceado más intenso que el visto en los videos de bañistas antes del declive de la civilización. Al día siguiente desayunó papas fritas y salchichas de cerdo fabricadas en los laboratorios de la ciudadela veinticuatro como bien decía en el empaque. Se dirigió al centro de reuniones donde iniciaría su entrenamiento laboral, allí coincidió de nuevo con Mónica.

—¿No te llama la atención que todos los recién llegados vayamos a habitar la misma ciudadela?

—Sí, de seguro reubicaron a sus habitantes antes de nuestra llegada.

—Es posible, pero sea como sea, esto nunca había sucedido.

Al terminar el entrenamiento, Mónica y Gina fueron a conocer la ciudad. La arquitectura de sus calles emulaba a las otrora opulentas urbes terrestres. Restaurantes elegantes, parques colmados de árboles y aves con una algarabía tal, que dificultaba escuchar la conversación de los demás. Gina no dejaba de pensar en lo que pudo haber pasado. Orver era capaz de cualquier cosa. Había sido la mano derecha de Duche y diseñó los planes de expansión de la colonia. Como un hecho oportuno para él, su mentor falleció, heredándole el poder y a partir de allí nada pudo detener la expansión de la colonia que llegaría a albergar cien millones de almas. Cómo lo hizo, fue lo más sorprendente. Cambió los cupos para vivir en ella por tecnología, metales valiosos y mano de obra. Esto implicó el sufrimiento de millones de personas que fallecieron en las minas-asteroides de donde provenían los elementos necesarios para la expansión de la colonia. Orver era conocido por sus métodos represivos y tenía un régimen de trabajos forzados tan cruel que nadie salía con vida.

De regreso organizó la casa a su gusto. Colocó afiches de sus bandas favoritas, cambió el color de las paredes e instaló un ambientador olor a canela que le recordaba a su madre. Se estaba aplicando un humectante para la resequedad en los labios cuando escuchó un extraño ruido en la habitación contigua. Se dirigió hacia ella y al entrar la luz se apagó sin motivo. Gina sintió una corriente fría recorriéndole el cuerpo, pero de inmediato se dominó y con un comando de voz encendió la luz. Esa noche se durmió más tarde de lo habitual y en la madrugada la despertó una sensación como si la observaran, miró el reloj y eran las tres de la madrugada, no pudo dormir más, por lo que decidió levantarse a hacer ejercicio. Los siguientes días continuó notando cosas extrañas a su alrededor.

—¿Por qué tienes tan mal semblante? —le preguntó Mónica una semana después.

—Es que no puedo dormir, me están ocurriendo cosas extrañas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Ruidos, voces.

—¿Sera el cambio de ambiente que te ha trastornado?

—En las noches despierto a la misma hora y escucho una voz que dice busca a Ernesto Vargs. No tengo idea de quien sea.

—Ernesto Vargs, es mi tío —dijo Mónica con expresión de sorpresa—. Gracias a él pude venir acá.

—Vaya casualidad, ¿puedes llevarme con él?

—Por supuesto, vivo en su casa.

Fueron hasta donde vivía y esperaron su llegada. Se desempeñaba como médico, lo que le permitió obtener un cupo en la colonia. Había sido asignado a la ciudadela varios años atrás. Una vez llegó Ernesto, Mónica le presentó a Gina y le contó por qué lo buscaba. Él respondió que no iba a hablar acerca de ese tema, pero entonces la miró a los ojos y añadió —por Dios, está bien, espera un momento—. Fue hasta una mesa cercana, escribió algo en un papel y se lo entregó a Gina nos vemos en el parque de la sexta esquina, frente al anfiteatro, en treinta minutos decía. A la hora acordada ella esperaba en una banca, cuando un hombre vestido con gabán y sombrero le hizo seña para que se acercara. Ella avanzó a paso lento y temeroso.

—Tranquila, soy yo, él sabía que vendrías.

—¿Él quién? —preguntó Gina.

—Jacob, él me lo dijo.

—¿Lo conoció?

—Fue uno de los sobrevivientes atendidos durante el incidente.

—O sea que está vivo.

—No lo sé a ciencia cierta, porque al tiempo se lo llevaron.

—Pero ¿qué pasó ese día?

—Ellos se rebelaron. Rebeldes siempre ha habido en la colonia, pero eran casos aislados que el aparato de represión controlaba de forma eficiente; sin embargo, desde la llegada de Jacob, el movimiento tomó fuerza y ni siquiera la violencia fue suficiente para mantenerlos a raya. En estas calles se produjo una pequeña guerra civil, cinco mil inconformes contra cincuenta mil hombres del canciller armados hasta los dientes. Luego Jacob y los suyos se encerraron en el anfiteatro, hackeando el sistema por lo que los hombres del canciller no tenían manera de ingresar. Hubieran podido rendirlos de hambre, pero Orver quería enviar un mensaje contundente. Si bien no podía abrir las puertas, aún controlaba el aire de los ductos. No le tembló el pulso para bloquear la llegada de oxígeno al anfiteatro, con esto veremos si no van a abrir las puertas se le oyó decir. A los tres minutos se abrieron y en el suelo yacían unas dos mil personas sin vida con una coloración azulada en sus rostros. Luego me llamaron para que atendiera a los sobrevivientes.

—Por eso la gente calla, no es solo que haya doscientos mil matones a sus órdenes, tiene además el control del aire que respiran, del agua que beben, de la comida.

—Sí, aunque debo decir que revisé algunos cuerpos y tenían en su boca restos de pastillas de cianuro. Por algún motivo prefirieron suicidarse, antes que ser capturados por el canciller.

—Que triste que vinieran acá buscando un mejor futuro y les pasara esto.

—Yo viví cosas terribles como la pandemia, el colapso del mundo y las hambrunas, luego vine aquí creyendo que sería diferente, pero es lo mismo y solo podemos intentar sobrevivir.

—Es muy existencialista su visión, pero creo que se puede hacer algo y lo haremos.

—Ojalá, pero mira la colonia que a pesar de tener los recursos para el buen vivir, no los utiliza y la gente se mantiene en un estado de permanente delirio en el que el día menos pensado, cualquiera puede recibir una condena a trabajo forzado en las minas. En todo caso el motivo por el que me reúno contigo es para entregarte algo —sacó un pendiente y lo puso en su mano.

Ella lo guardó y por último preguntó: —¿Por qué dudó en entregármelo?

—Soy un sobreviviente y quiero pasar mis últimos años tranquilo, pero vi tus ojos de diferente tono, heterocromía se llama, y recordé una niña que perdió a sus padres durante la pandemia. Duró varios días en el pasillo del hospital llorando, sin nadie que la cuidara. Cuando quise ayudarla, había desaparecido. Siempre me carcomió el remordimiento. Y ahora estás aquí necesitando mi ayuda, ¿cómo me iba a negar?

Ella puso su mano en el hombro de Ernesto y se marchó. Cuando llegó a su apartamento, se sentó en un sillón, tomó el pendiente entre sus manos y lo miró detenidamente, cayendo en cuenta que era igual al de su oreja izquierda. Se lo colocó y de inmediato el holograma de Jacob apareció frente a ella.

—Hola bebé, te estaba esperando. Este lugar, en apariencia perfecto, oculta cosas terribles para sus habitantes. Descubrimos que la energía producida en la ciudadela no es tan limpia como dicen. El sesenta por ciento de esta, es generada por un reactor nuclear que funciona oculto bajo el suelo y las medidas de contención tan precarias, producen gran cantidad de radiación, por eso la tercera parte de la gente muere de cáncer a temprana edad. Este es el verdadero motivo por el que Duche no quiso expandir la colonia, pues la tecnología no permitía producir la energía solar necesaria para una estructura tan colosal. Por eso al descubrir el secreto nos levantamos en huelga y en menos de veinticuatro horas fuimos declarados rebeldes. Nos pareció una solución absurda, teniendo en cuenta que los avances actuales permiten remplazar la energía nuclear por solar. Entonces te preguntarás por qué no lo han hecho. La respuesta es que necesitan gente inconforme para declararla en rebeldía.

Los ojos de Gina se inundaron de lágrimas bajando a caudales por sus mejillas.

—Verás —prosiguió el holograma de Isaac—, la colonia puede producir abundantes recursos, a excepción de los minerales que deben ser extraídos de los asteroides. Este es un trabajo arduo y de gran riesgo, por lo que nadie quiere hacerlo. Durante los primeros años no hubo problemas en conseguir mineros, pues eran los mismos colonos que construían las ciudadelas, pero una vez terminadas, cada vez fue más difícil encontrar voluntarios, así que el canciller decidió utilizar a los delincuentes condenados, sin embargo, en condiciones tan duras, fallecían a una velocidad mayor de la que llegaban nuevos reos, por eso diseñó este perverso sistema donde se crea inconformidad para incentivar actos de rebeldía. En los próximos días yo seguiré el mismo destino, muchos de mis compañeros prefirieron el suicidio antes que esto, pero yo tenía una misión. Me despido, te he guiado hasta aquí por medio de un programa de inteligencia artificial que te permitirá tomar el control de la colonia. Espero que donde nosotros fracasamos tú triunfes. Recuerda, siempre te amaré.

Gina se lanzó queriendo abrazar el holograma. —Espera —gritó, pero había desaparecido. Luego de Meditar concluyó que era el momento de deponer a Orver, tocó el pendiente izquierdo y se comunicó con sus compañeros.

—Hola Gina, ¿cómo te encuentras?

—No se imaginan lo que ha pasado, necesito que se aproximen a la colonia, les daré las coordenadas de las cuatro ciudadelas donde están los cuarteles del ejército del canciller. ¿Recuerdan el PEM?

—Sí, aquí lo tengo.

—Vamos a utilizarlo, ya la colonia debió interceptar esta comunicación.

Unos minutos después el apartamento era rodeado por las fuerzas de seguridad y el canciller en persona estaba allí.

—Vaya señorita Gina, ni siquiera lleva una semana en la colonia y ya es causa de problemas. Le tenemos un tiquete directo a un asteroide cercano.

—De esa forma mantiene su régimen del terror, pero dígame, ¿cuánto tiempo más cree que durará?

—¿Por qué lo pregunta?, ¿por las naves que vienen en camino? —Gina lo miró con sorpresa—, ¿acaso cree que no las he detectado?, no piense que diez naves destartaladas van a poder con mi flota. —De inmediato se vio en el cielo el despliegue de las naves coloniales y los cañones listos para disparar.

Se inició una batalla desigual en la que la liga de sobrevivientes llevaba las de perder. A continuación, Javier el experimentado piloto, lanzó un pulso electromagnético inactivando los sistemas eléctricos de la colonia, tenían sesenta segundos para destruir el ejercito adversario. La estrategia consistió en que cuatro de las naves ubicadas frente a las ciudadelas enemigas, lanzaron de forma manual misiles que las pulverizaron. Las seis naves restantes, eliminaron la flota adversaria como si de un juego de Gálaga se tratara. Al reiniciarse los sistemas quedaban treinta naves coloniales que se batieron fieles a su líder, sin embargo, cuando se vieron reducidas a una decena, se rindieron.

—Pero ¿¡cómo es posible!?

—Pues, déjeme explicarle, Jacob era mi esposo y aunque falló, se aseguró de que no cometiera sus errores. Ya no habrá más terror.

—Hice lo que debía hacer para mantener el orden. Que la colonia sea viable tiene un costo y alguien lo debe pagar.

—¿Así justifica tanta muerte y dolor? —Gina suspiró al pensar que pronto podría saber si Jacob estaba vivo—. ¿Sabe usted que lo voy a detener cierto?

—Oh no, créame que no lo hará –sacó su pistola de plasma del cinto y un fulgor anaranjado iluminó el ambiente acompañado del sonido sordo de un disparo.

viernes, 23 de abril de 2021

La aventura de Rafael

Laura Sobrera


En el tiempo del antes solo existía la señora Unidad rodeada de ella misma con un profundo caos y oscuridad en su interior.

En determinado momento decidió darle un poco de claridad a su íntimo mundo. Se desdobló a sí misma y en un destello enorme y luminoso dio vida al universo con sus galaxias, soles, lunas, planetas, cometas, estrellas, almas, animales, hombres, vegetación de todo tipo y color, aire, agua y mucho, mucho más. 

Inscribió en un libro al que llamó El Libro de la Vida a todas las almas y creó una escuela del antes con la finalidad de capacitarlas para su comunión con los hombres ya que hasta ese momento vagaban sin propósito.

Estas almas iniciaban su aprendizaje en ese lugar. Algo muy interesante en su educación es que se les enseñaba, desde el comienzo, el significado del libre albedrío y sus consecuencias. Esto tenía que ver con la elección del nombre que deseaban tener y a sus padres para este recorrido terrenal.

Rafael, una de esas almas, estaba recibiendo instrucción, cuando tuvo que determinar qué padres elegiría. Después de pensarlo escogió a Rodrigo y Magela.

A partir de este momento, su práctica se centró en actividades lúdicas que le enseñaban todo lo que necesitaría en ese tránsito vital junto a sus padres y al resto de personas con las que compartiría el camino. Los contenidos didácticos concentraban lo que la Unidad entendía como importante, soñar, jugar, empatizar, solidarizarse, pero también debían aprender sobre el dolor, el miedo, la resiliencia, reconocer errores, porque también estarían presentes en esa vida terrenal.

Todos estos juegos se hacían en un espacio que funcionaba como la realidad virtual. Tanto el estudiante como su entorno y otros personajes se recrean en paisajes tridimensionales coloridos, porque de esa manera el alma aprendía cómo reaccionaba un cuerpo físico ante diferentes situaciones y emociones.

En su último momento lúdico de preparación para la vida física, Rafael, decidió pasarlo en un viaje por mar. Un gran barco de madera de la época de las grandes conquistas sería el indicado. Sabía que no tendría eso en su vida terrenal. Se anotó como grumete en un enorme navío que partiría en unos días, los suficientes para aprontarse para esta gran aventura, última de este periodo anterior a su nacimiento como ser humano.

Rafael sabía que era su última aventura en la escuela del antes, pero lo que nadie le había informado es que el final de la misma no será como lo imagina.

El barco zarpa del puerto rumbo al oeste. Sus conocimientos de las tareas de a bordo eran limitados, pero superaba cualquier cosa con las ganas que ponía en cada una de ellas.

Poco a poco, fue fortaleciendo su capacidad y también ganándose el respeto de la tripulación que dejó de burlarse de su inexperiencia gracias a la tenacidad mostrada en cada quehacer.

Avistaron una isla tropical y desembarcaron. El capitán pensó que podía ser bueno recolectar fruta fresca y tal vez algunas hojas comestibles para cambiar el menú diario.

A Rafael le proporcionaron un machete y un trozo de cuerda. Le enseñaron durante el viaje y en el desembarco cómo ubicarse, reconocer los puntos cardinales y esas cosas básicas que le servirían para orientarse.

Primero avanzó con cautela, pero cuando se sintió seguro pudo internarse en la vegetación que nacía tímida en la costa de grandes extensiones de blanca arena y se tornaba más frondosa a medida que iba adentrándose en la isla.

Encontró que algunos árboles tenían en su corteza como una especie de tela que los cubría y cortó trozos que iba uniendo con la cuerda que llevaba y anudando otros pedazos entre sí.

Intentaba hacer un improvisado morral en el que pudiera cargar la fruta hallada o algún hongo.

Mientras avanzaba, a modo de protección, dejaba marcas de machete en los árboles para asegurarse la vuelta al barco, puesto que no había ningún sendero establecido por expedicionarios anteriores a él. Todo parecía salvaje e inexplorado.

En un pequeño claro se entretuvo observando el paisaje. Era hermoso, los distintos verdes, frutas de variados colores, algunas de superficie lisa, otras rugosas y toscas. Infinidad de pájaros de vistosos tonos alegraban el momento con melodiosos trinos. Cuando hubo visto el entorno con curiosidad, siguió buscando lo pedido, frutas, hojas comestibles, setas y todo lo que cupiera en su recién inaugurado morral.

Siguió internándose en la isla y un montón de grandes hojas llamaron la atención de su espíritu aventurero. Las apartó con cuidado y se encontró con la abertura de una cueva. Preparó una antorcha con una rama que encendió con una lupa y un rayo de sol. Ingresó en la cavidad justo a tiempo pues, sintió fuertes voces en el exterior. Eran hombres y avanzaban ruidosamente mientras sus grotescas voces hablaban de un tesoro, para el cual necesitarían el barco que ya habían avistado en la playa.

Rafael supo que estaban hablando de la embarcación que lo había llevado hasta ese lugar. Silenciosamente aguardó sus reacciones. No se percataron de la cueva, porque su necesidad de abordar era imperiosa para llegar a la siguiente isla que era contenedora de su gran botín, puesto que el suyo había encallado como consecuencia de un gran temporal y apenas si pudieron llegar a la isla. Las voces se fueron alejando y cuando solo fueron un susurro, se animó a salir con mucha cautela.

Buscó las marcas que había dejado en los árboles y se dirigió a la orilla con la esperanza de ver a algún miembro de la tripulación. Escuchó un gran alboroto que venía desde el barco y el estrepitoso ruido de gente que caía en el agua. La forma de la bahía proporcionaba una acústica inmejorable para el escándalo que venía desde la nave, por eso fue fácil distinguir lo que sucedía en ella.

Escuchó que levaban anclas y se ponían rumbo a un lugar desconocido para él, pero pudo apreciar que dos personas desde el agua avanzaban presurosos hacia la orilla.

Eran dos de sus compañeros, se arrojaron al agua y bucearon lo más profundo que pudieron para no ser alcanzados por los disparos de mosquete.

Rafael corrió hacia ellos y les preguntó si se encontraban bien o heridos. Ellos respondieron que solo estaban agitados por la situación.

Le contaron que mientras estuvieron bajo la superficie del agua encontraron una caverna subterránea, pero la entrada era demasiado pequeña para sus cuerpos.

Rafael se ofrece para ir a inspeccionar mientras ellos quedaran cerca, ante la posibilidad de que surgiese alguna dificultad.

Ellos acceden, pero antes descansan un poco, mientras se alimentan con algunas de las frutas que Rafael había recogido de la isla.

Luego de un rato, los tres se dirigieron a la orilla, dejaron lo que quedaba de provisiones para que no se mojaran, salvo un par de frutos que el joven llevó consigo y se adentraron en las profundidades del mar.

Nadaron hacia la zona en la que los marinos habían encontrado esa caverna y acompañaron a Rafael hasta la entrada submarina. Le mostraron como debía entrar y de qué manera sostener la respiración para que aguantara hasta encontrar algún sitio de aprovisionamiento de este aire vital y hacia allí se dirigió este grumete.

Un poco después del umbral miró alrededor y pudo apreciar la superficie del agua algo lejos del techo de la caverna. Flotó hacia el cristalino borde del líquido y emergió para recuperar oxígeno.

El lugar era majestuoso. Nunca había visto algo semejante. Estalactitas colgando del techo mientras que en algunas superficies rocosas que quedaban fuera de agua, las estalagmitas marcaban su presencia.

El agua parecía cantar y sus sonidos semejaban un amoroso murmullo.

Sentado en la zona rocosa tuvo la sensación que a medida que permanecía allí, la caverna se volvía más pequeña. Estiró las manos y al tocar una de sus paredes, vibró como cuando una piedra cae en el agua quieta, formando círculos concéntricos. Jugó un poco con estos movimientos ondulares de esas superficies.

En un instante pensó regresar con sus compañeros, pero se sentía extrañamente en paz entre esos muros vibrantes. Parecían tener vida.

Perdió la noción del tiempo que permaneció allí. Las voces que creyó sentir, ahora eran bastante frecuentes y se escuchaban con más nitidez, pero parecían ser siempre las mismas y era notoria la calidez y el amor en su tono. La cueva seguía contrayéndose.

Intentó volver por donde había entrado, pero ese lugar ya no estaba, todo había cambiado de forma. Buscó una salida y encontró que, por debajo del agua, había una abertura por donde entraba una límpida y celeste luz del exterior, así que pensó que podría ser la salida que estaba tratando de hallar.

Desde lejos no podía calcular la longitud que debía recorrer para llegar a esa boca y salir de la caverna.

Las paredes parecían acercarse amenazantes y palpitaban cada vez con mayor fuerza y frecuencia, mientras lo oprimían enviándolo hacia la única salida que tenía disponible.

Nadó con fuerza, porque todo lo empujaba hacia ese agujero luminoso, no tenía otro lugar adonde dirigirse y volver hasta la entrada no era una opción.

Creyó que sus compañeros se habrían dado cuenta y habían buscado esa otra salida, pero sobrevino un último empujón. La intensa luz lo obligó a cerrar sus ojos y muchas voces hablando y riendo indicaban que ese ya no era el mar. Su cuerpo estaba mojado, resbaladizo y cuando quiso decir algo, un vagido salió de su garganta. Esa era su voz y una vez que lo envolvieron, lo apoyaron en una panza blanda y cálida y un timbre que reconoció al instante le susurró:

—Hola, Rafael, al fin puedo conocerte, mi amor—. Era Magela, su mamá. Su voz sonaba tierna y su respiración denotaba un gran esfuerzo físico. Minutos después otra voz familiar dijo su nombre. Con los ojos empañados, Rodrigo, le pudo decir:

—Bienvenido, bebé, estábamos muy ansiosos por verte. Se me hizo muy larga la espera. —Y su voz sonaba entrecortada por la visible emoción de un sentimiento nuevo.

En este momento, Rafael olvidó todo, su viaje, el barco, sus compañeros de tripulación y la caverna y en el último destello de su tiempo en la escuela del antes se dio cuenta que su aventura con piratas y navíos había terminado; empezaba una muy distinta, esa que en este plano terrenal llamamos vida.

martes, 13 de abril de 2021

La bruja y el espejo

Ixchel Juárez Montiel


Bruno no era un niño feliz. Su padre lo amaba profundamente; sin embargo, Greta, su madre, no paraba de repetirle que habría dado todo por concebir a una niña en su lugar.

Juan arropaba a Bruno con sumo cuidado cada noche mientras le contaba lo vacío y triste que era el mundo antes de que él naciera.

—¿Sabes? —dijo Juan antes de acariciar el cabello de su hijo—. Cada vez que veía a mis sobrinos me sentía muy celoso. Quería un hijo propio. Dios me bendijo con el mejor que pudiera desear.

—¿Por qué mi mamá no me quiere? —inquirió el niño al tiempo que sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

—¿De dónde sacas eso? Tu mamá te quiere mucho.

—Siempre me dice que sería más feliz si yo fuera una niña, ¿por qué? Trato de ser un buen hijo.

—Oh, Bruno, no es eso. ¿Tú prefieres jugar más con niños o con niñas?

—Con niños —respondió, y al hacerlo Juan notó que se le iluminaba el rostro, como si acabara de descubrir el máximo acertijo de la vida.

—Lo mismo pasa con mamá, pero eso no quiere decir que no te adore, ¿entiendes?

—Sí, papá.

—Descansa, hijo.

Juan le dio un beso en la frente, apagó la luz y salió de la habitación. Greta estaba en la cocina y en cuanto Juan entró, ella vertió en una taza negra el agua que hervía a borbotones sobre la estufa para después añadirle dos cucharadas de sal.

—¿Por qué tienes que ser así con Bruno? —le preguntó a su esposa.

—Bruno es como es. Es un varón y eso no me sirve. ¿Se supone que debo tratarlo diferente? —respondió ella, mientras bebía de un sorbo el agua hirviendo como si fuera una bebida refrescante.

Bruno quedó satisfecho con la explicación de su padre… por un par de años. Pero al pasar el tiempo y cuando el niño cumplió ocho, notaba que la conducta de su madre no era normal. No se portaba como las mamás de sus amigos, ni como sus tías o abuela. Para empezar, nunca comía nada. Se sentaba a la mesa con ellos, pero jamás probaba bocado. Lo único que bebía era agua hirviendo a la que le agregaba sal.

Nunca la veía dormir. No como a su abuela que, por su edad, se echaba una siesta en el sofá de cuando en cuando. No como él, que se ponía una pijama y dormía de un tirón toda la noche. Aparentemente siempre estaba despierta.

Era naturalmente hermosa. Nunca iba al salón de belleza ni se maquillaba, pero lucía como si lo hiciera. Ella lucía bella y joven todo el tiempo.

Y había otra cosa. Bruno había notado que el resto del mundo, al mirarse en un espejo, se veía al revés. La derecha era la izquierda y viceversa. El lunar que tenía arriba de la ceja izquierda aparecía reflejado en la derecha.

Greta no.

Su reflejo no se veía como tal, sino como una réplica exacta de su madre.

Un par de años después supo que esos comportamientos no eran casualidad. Su madre era una bruja.

Eso no le hubiera afectado, si ella lo quisiera. Greta no iba a festivales escolares, no se acordaba (o no le importaba) el cumpleaños del niño. Bruno trató por años de ganar el amor de su madre, pero ante su obvio fracaso, fue alimentando un rencor hacia ella que ni las palabras cariñosas de Juan podían detener.

Greta le hacía la vida miserable, pensaba. No solo no contaba con su cariño, sino que parecía que el niño le estorbaba. Los meses pasaban y él tenía que limitarse a oír los lamentos de la mujer por no haber concebido una hija.

La paciencia de Bruno llegó a su límite cuando él solo tenía once años. Su padre no pudo ir por él a la escuela y Greta dijo que iría en su lugar. Bruno esperó mientras observaba al resto de sus compañeros irse a casa con sus padres. Un sonido ensordecedor lo hizo temblar. Se avecinaba una tormenta colosal y no había señales de Greta.

El camino era largo y Bruno, aunque lo conocía, no tenía dinero para el autobús. Así que en cuanto sintió un par de gotas de lluvia sobre su cabeza, resopló y comenzó a caminar a casa. ¿Cómo una mujer, aunque fuera una bruja, podría olvidarse de su hijo? A cada paso, Bruno se convencía de que no era que Greta se hubiera olvidado, sino que poco le importaba lo que le sucediera.

Anduvo con la cabeza agachada por tres cuadras hasta que sintió que las gotas de lluvia tomaban forma de doloroso granizo rebotando en su cráneo. No tuvo más remedio que refugiarse en la biblioteca pública. Esperaría hasta que parara de llover, y si eso no sucedía, entonces llamaría a su papá a la oficina para que fuera por él.

Aguardó en el vestíbulo unos diez minutos. Apenas podía ver algo a través de la ventana. El viento soplaba con fuerza mientras el granizo comenzaba a pintar el pavimento de blanco. Bruno fue hacia la bibliotecaria.

—Disculpe, ¿podría usar su teléfono?

—Te prestaré mi celular. El teléfono de aquí nunca funciona cuando llueve, no sé por qué —respondió la mujer, bajita y obesa, cuyos ojos parecían desaparecer en su rostro redondo, mientras le daba el aparato al niño.

—¿Bueno? ¿Papá? —preguntó Bruno en cuanto le contestaron.

—¿Qué sucede, hijo?

—Tu esposa no pasó por mí. Estoy atrapado en la biblioteca pública por la lluvia, ¿podrías recogerme aquí?

—No te preocupes, Bruno. Iré inmediatamente. No te muevas de ahí, ¿de acuerdo?

—Sí, papá.

—Bruno, no te sientas mal. No olvides que tu mamá te ama.

—Ajá —respondió entornando los ojos.

«Sí, cómo no», pensó al tiempo que le regresaba el teléfono a la mujer. Greta no iba a amarlo sin importar qué hiciera el niño o el padre. Después de años de intentar ganársela, Bruno decidió que no valía la pena. Tenía a su papá y era lo único que importaba. Entonces una idea lo golpeó en el estómago: ¿y si Greta lo quería fuera? ¿Y si no podía concebir más hijos mientras no se deshiciera del que ya estaba? Con las brujas nunca se sabe, pero en ese momento Bruno supo que tenía que velar por su propia supervivencia. Y si quería seguir viviendo, tenía que eliminar a Greta.

—Perdón —se disculpó con la mujer bajita—. ¿Sabe dónde puedo encontrar libros sobre brujas?

—¿Cómo cuentos de hadas?

—Toda la información que pueda darme, por favor.

La mujer buscó en su computadora, apuntó el número de pasillo y estante en un papel y se lo extendió.

—Con esto tienes que mantenerte entretenido hasta que vengan por ti —bromeó la bibliotecaria guiñando un ojo.

—Gracias.

Bruno se dirigió a los anaqueles y comenzó a sacar todos los libros que pudo encontrar. Casi toda la información venía de cuentos de hadas. La bruja de La Sirenita; la de El Mago de Oz, la de Blancanieves. Muchos de esos relatos no los había escuchado más que a medias. La gran mayoría eran parte de la cultura popular, pero no sabía las historias completas.

—Las brujas son malas —sopesó—. En los textos es así. Y es en estos cuentos donde encontraré la forma de destruirla.

—Niño —anunció la bibliotecaria, asomando la cabeza por el pasillo y al hacerlo, Bruno pegó un brinco—. Tu papá está aquí.

—Gracias, perdón, ¿cuántos libros puedo sacar?

—Máximo cuatro, pero te sugiero que te lleves los cuentos de hadas en un compendio. Así no tendrías que sacar varios de diferentes autores.

—Muy bien.

Pasó el resto de la tarde estudiando. Eran muchísimos cuentos y no todos incluían brujas. Bruno tomó anotaciones y llegó a la conclusión (después de echarle un vistazo a El Mago de Oz) que podía desintegrar a la bruja arrojándole un cubo de agua. ¿Cómo podría echarle agua a Greta? ¿El agua debía ser fría o caliente? Tenía que averiguarlo, pues el texto no lo especificaba.

Probaría primero con agua fría. Greta siempre bebía el líquido hirviendo, por lo que Bruno asumió que no le haría mayor daño. Subió una cubeta hasta el balcón y esperó a que Greta regresara de la calle. Se mantuvo quieto y en silencio por un par de horas, asomando la cabeza de cuando en cuando para verificar que ella llegaría, y cuando lo hizo, Bruno arrojó el líquido sobre ella. Esperó a que se desintegrara lentamente como la malvada bruja de Oz, pero en vez de eso, Greta gritó de manera horrible y subió a zancadas a la habitación para abofetear al insolente mocoso.

El niño sintió una oleada de decepción cuando su plan no funcionó. Tenía que buscar otro medio. Miraba con ansiedad la lámina retratando aquella escena de Hansel y Gretel cuando la niña le dice a la bruja que no puede asomarse y la empuja al horno aprovechando que la malvada mujer tiene la cabeza dentro.

¿Y si la quemaba?

No sería la primera vez que había escuchado esa solución. Durante la inquisición, los curas acostumbraban quemar a las brujas. Eso podría funcionar.

Bruno planeó un incendio. Si prendía fuego justo cuando ella estaba sola en casa, tal vez encontraría los restos calcinados. Pero ¿cómo hacerlo sin que lo culparan?

Comenzó a documentarse acerca de la construcción de una bomba casera, situación que le resultó contraproducente pues Greta se dio cuenta y entendió que el niño quería deshacerse de ella.

—Sé lo que haces —gruñó, mientras el niño buscaba información en su computadora y Greta se preparaba agua caliente con sal—. Pero si crees que puedes eliminarme tan fácil, te equivocas. Esos cuentos no son más que fantasías; nada que aparezca ahí te servirá. Y yo en tu lugar comenzaba a dormir con un ojo abierto: matar a un niño resulta mucho más fácil que matar a una bruja.

En ese momento, Bruno sintió como si le arrojaran un balde de agua helada. Ahora el asunto no era opcional, debía destruirla antes de que ella se le adelantara, pero ¿cómo? No podía contarle a su padre, pues parecía hechizado por la mujer y aunque notaba el rechazo de la madre al hijo, no lo veía como algo peligroso.

Entonces algo sucedió.

Bruno jugaba con un camión a control remoto, cuando por accidente chocó contra el gran espejo que estaba al final del pasillo, en medio del baño y la habitación de sus padres. Justo en ese momento Greta salía del baño y se quejó como si algo la hubiera golpeado.

—¡Ten más cuidado, maldito niño! —vociferó, mientras se sostenía el tobillo.

Greta se fue rengueando a su habitación y azotó la puerta tras de sí. ¿Qué había sucedido? Bruno fue por su camión, justo frente al espejo. No la había tocado siquiera, pero a su reflejo sí.

Entonces comprendió que tenía que asegurarse de que la imagen de Greta estuviera en el espejo y luego destruirlo. Así podría deshacerse de la bruja.

Fue al jardín donde tomó una pesada roca y la llevó a casa. Se sentó en medio del pasillo, de frente al espejo. En cuanto saliera, le arrojaría la piedra al espejo y lo rompería en mil pedazos, llevándose a la bruja para siempre.

Esperó por mucho tiempo y Bruno comenzó a sentir que se le dormían las piernas, mas se rehusaba a moverse. De pronto, escuchó la puerta de la habitación abrirse y los inconfundibles tacones de Greta caminando. Era parte de su rutina: iba al baño, luego se encerraba en su habitación para vestirse y finalmente regresaba al baño a acomodar los artículos que usó.

El niño esperó a que el espejo tuviera la imagen de su madre y arrojó la piedra con todas sus fuerzas, pero entonces se dio cuenta de algo aterrador: el reflejo de Greta sujetaba el suyo y en esa fracción de segundo, Bruno supo que no podía moverse.

La piedra alcanzó al espejo y lo rompió, desintegrando a madre e hijo por igual. Lo último que vio Bruno en su vida fue la sonrisa cruel de la bruja.

Empezaba a anochecer cuando Juan llegó a casa, botó el saco en el sofá y se recostó. Se sentía más cansado que de costumbre.

—¿Juan? —dijo Greta desde la habitación.

—Sí, ya llegué.

—¿Quieres cenar?

—Eso me encantaría. Me muero de hambre.

Greta entró a la cocina, pero antes se contempló en el espejo intacto. El hechizo había resultado y Juan no recordaría a Bruno, como si nunca hubiera existido. Así como tampoco pudo recordar a Andrés, ni a Joaquín. Esos mocosos estaban en lo cierto cuando presentían que le estorbaban. Y ahora que su tercer hijo con Juan había muerto, también podía prescindir de su esposo, como lo hizo con los anteriores. Tres oportunidades para concebir a una niña era el límite para cualquier cónyuge.

Una bruja solo podía criar a un hijo. Eran las órdenes de la cofradía desde tiempos ancestrales. Y cuando el hijo creciera y se bastara a sí mismo, ella podía concebir a otro; pero había un obstáculo: las hijas crecían a un ritmo acelerado, sin embargo, los hijos crecían como el resto de los humanos y eso era mucho tiempo de espera. Debía asegurar su descendencia con mujeres poderosas en el menor tiempo posible. Conocía a brujas que ya tenían tataranietas y ella se estaba quedando atrás.

La solución era deshacerse del niño, cosa nada fácil cuando la cofradía había prohibido terminantemente asesinar niños. No querían que las leyendas oscuras sobre la maldad de las brujas se perpetuaran con mujeres capaces de matar a sus hijos. En cuanto alguna intentara eliminar a su propia sangre, la Gran Bruja lo sabría y ordenaría su inmediata destrucción.

¿Pero si el niño intentara matarla?

Una bruja debe protegerse a sí misma. Y era en esos momentos en los que ella aprovechaba para eliminar a los niños cuya presencia no le permitía concebir una hija. Sin sospechar nada, la atacaban y morían cada vez que intentaban matarla.

El plan nuevamente había funcionado. Prepararía la cena para su esposo y lo abandonaría sin ningún recuerdo de ella ni de sus vástagos. Después de todo, Juan ya se acercaba a los sesenta y cinco años. Era hora de buscar a su próximo marido y, tal vez, después de tantos intentos fallidos con dos esposos y seis hijos, finalmente podría concebir a la niña que anhelaba tanto.

jueves, 1 de abril de 2021

Miguel y la pertenencia

José Camarlinghi Mendoza

 

Abrió los ojos e instantáneamente le estalló la cabeza. El dolor era tan fuerte que los volvió a cerrar con la esperanza que disminuyera, pero no. Tenía la sensación que su cerebro latía y que con cada latido golpeaba en las paredes del cráneo. No sabía dónde estaba. Entreabrió los ojos e intentó reconocer el lugar; sólo vio una pared mugrienta llena de grafitis. El camastro en el que estaba echado olía espantosamente y eso le aumentaba las náuseas por lo que se echó de espaldas. Así pudo ver que estaba tras una puerta con rejas. Estaba detenido nuevamente. La noche anterior se había emborrachado como lo hacía casi todos los días. Salió de un bar y se acercó a la ventanilla de un taxi y balbuceando dio la dirección. El chofer asintió con la cabeza. 

—¿Cuánto? —preguntó antes de subir, una de las pocas palabras que sabía. 

—Veinte. 

En el viaje empezó a maldecir en inglés. El conductor lo miró por el retrovisor. Tenía todo el aspecto de un coterráneo: la piel morena, los pómulos altos, el cabello lacio, la nariz aguileña; y sin embargo hablaba como gringo.

—¿De dónde eres? —preguntó el chofer con curiosidad. 

Michael le devolvió la mirada por el espejo y siguió farfullando su retahíla extranjera. 

—¿Hablas castellano? 

No obtuvo ninguna respuesta. Cuando llegaron a destino quiso cobrarle cien. Michael, que estaba ya cansado que la gente se aprovechara de él, se bajó sin pagar e intentó entrar en su casa. El chofer se bajó, lo agarró del brazo y con eso provocó que soltara las llaves. Estas rebotaron en la acera y se entraron en una boca de tormenta. No pudo contener la rabia y la frustración de meses estalló en ese instante. A pesar de estar borracho, le dio una tremenda golpiza al hombre. El taxista no atinó a defenderse, mucho menos a responder. Al caer al suelo golpeó la espalda con los restos de un poste de luz mal recortado que sobresalía unos centímetros de la calzada. El dolor hizo que se desmayara por unos segundos. Apenas recuperó conciencia se subió al vehículo y escapó. Mientras Michael intentaba sacar las llaves del canal, volvió con la policía y lo detuvieron. Para sorpresa de todos se entregó pacíficamente. Lo llevaron a Interpol porque pensaron que era extranjero y lo dejaron dormir para que se la pase la borrachera. 

Poco después del mediodía llegó un oficial que hablaba inglés para llenar su archivo. 

—¿Uat is yur naim? 

—Michael MacChalk —respondió con una sonrisita agria. 

El policía escribió Maiquel Machoc. 

—¿Yu american? 

Miguel bajo la vista y asintió con la cabeza. Le pidieron documentos y él dijo que los tenía en su casa. 

—¿Yu jab jaus jier? 

Nuevamente asintió sin decir palabra. El policía miró a sus colegas y les comentó que cómo era posible que tenga casa si no hablaba ni una palabra de castellano. Terminaron de tomar sus datos y todavía en calidad de detenido lo llevaron hasta la casa. Era una casona enorme en plena esquina entre la calle Illampu y la Viluyo. En medio de la zona más comercial del mercado Rodríguez, el más grande de la ciudad. En la planta que daba a la calle había varias tiendas que pagaban alquiler y que financiaban la vida disipada de Michael. Apenas sacaron las llaves del canal, entraron a la casa y ya dentro les mostró su licencia de conducir de Míchigan. No tenía pasaporte ni visa de entrada al país. Era un ilegal. Tendrían que reportarlo a migración. En ese momento apareció el abogado que se había ocupado de sus asuntos desde que llegó. Una vecina, que tenía lástima del joven le había avisado que la policía lo tenía detenido. El policía le dijo que tenía una demanda por lesiones graves y gravísimas, que podría ampliarse a intento de homicidio y que su situación se complicaba por su estado migratorio. El hombre al que había atacado estaba hospitalizado. El abogado sabía cómo funcionaban las cosas. Miró al oficial a los ojos y le ofreció dinero. Era la primera vez que caía detenido. En otras ocasiones lo habían cargado y puesto a dormir en un calabozo o dependencias de la policía, pero no habían levantado cargos en su contra y se despertaba y salía de las comisarías dando gracias con su acento anglosajón que todos pensaban que era porque seguía borracho. Había empezado a beber a pocos días de que llegó al país. No encontraba una salida para su vida. 

Se podría decir que la tragedia de Michael empezó el día en que murió su madre. Es decir, el día de su nacimiento. Su progenitor, Yoni, lo tomó con resignación, casi se diría que con alivio. El matrimonio lo habían arreglado sus padres y para ser honestos diremos que ni siquiera gustaba de la novia. Sus familias eran dos poderosos clanes de comerciantes que se dedicaban a la importación. Una parte la hacían legalmente para guardar apariencias y mantener a las autoridades satisfechas. Su verdadero negocio estaba en el contrabando. La tradición dictaba que él, siendo hijo único, continuara con el negocio. No le interesaba en lo más mínimo. Lo cierto es que no tenía interés en nada. Desde que salió del colegio no había tenido amigos. No coincidía con ellos. No le gustaba el futbol ni la música nacional. Emborracharse e ir de putas los fines de semana no era lo que consideraba diversión. Prefería ir al cine o quedarse en casa mirando películas en la televisión. Le atraían las condiciones de vida que se veían en las comedias románticas americanas y por eso empezó a soñar despierto con esa existencia. Pero eran solo sueños; no tenía la entereza ni la personalidad para oponerse a los planes de sus padres y tomar la vida en sus manos. Eso fue hasta que tuvo a su hijo, Miguel, en brazos. Miró largamente al bebé y en su mente elaboró un plan para él. No sería como el que le había preparado su familia. Estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que ese niño creciera en una gran nación. 

Siempre había sido bueno con las máquinas. Le bastaba verlas funcionando y podía luego desarmarlas y armarlas. Asistió a una escuela de idiomas y aprendió a hablar y escribir en inglés. Dos años después, a pesar de la oposición de sus padres, se fue a estudiar mecánica a una escuela en California. Su madre era la más desconsolada porque se llevaba al niño. Le rogó que lo dejara con ellos. Le preguntó docenas de veces cómo haría cuando tuviera que ir a clases. 

—¿Dónde crees que voy? ¡Es el primer mundo mamá! Hay guarderías allá.  Además un niño tiene que estar con su padre —respondía airado. 

Al final los abuelos aceptaron mandar dinero suficiente para pagar la guardería y una niñera para que su hijo pueda estudiar. Lo que no sabían era que Yoni no tenía intenciones de volver. 

Los oficiales de migración lo miraron sorprendido cuando se presentó con su visa de estudiante y un pequeño niño. Le hicieron muchas preguntas y hasta llamaron al instituto para confirmar su inscripción. No pudieron encontrar razones para devolverlo a Bolivia y así le permitieron que llegara a California. El primer día de clases llenó un formulario donde firmó como Jhonny MacChalk; en la guardería inscribió al pequeño como Michael. 

Se destacó tanto como estudiante que no bien se recibió de mecánico, consiguió un buen trabajo en una planta de la GM en Detroit, Michigan. Michael tenía casi cuatro años y hablaba inglés como cualquier niño americano. Si bien la vida no era como el sueño de hadas que mostraba Hollywood, se aproximaba bastante a los sueños de Jhonny. Después de varios años en los que prometía a sus padres que volvería, ellos se resignaron a que no lo haría. El señor no volvió a hablarle y por lo tanto, la mamá respondía sus cartas y sus llamados telefónicos a escondidas. 

Jhonny no le volvió a hablar a su hijo en español y nunca le contó respecto a sus orígenes. Poco a poco el pequeño se olvidó el idioma materno. Años más tarde, ya entrando en la adolescencia le preguntó acerca de su familia. 

—Sólo somos tú y yo. Tu mamá murió cuando eras un bebé. 

—¡Eso ya lo sé! —respondió irritado—. Todo el mundo tiene tíos, primos, abuelos. Algunos por varias generaciones. Saben de donde vienen. Yo no tengo nada. ¡Ni siquiera tenemos una foto de mi mamá! ¡No puede ser que venimos de la nada! 

Jhonny no estaba preparado para responder esos cuestionamientos. Se dio cuenta que su hijo sufría al sentirse como un desheredado. 

—Tienes abuelos —dijo finalmente. 

Le contó toda la historia o casi toda. Le dijo que había tomado la decisión de salir de Bolivia para que él tuviera un mejor futuro. Le contó que su abuelo se dedicaba al contrabando de mercancías y que atravesaba el desierto de Atacama burlando a las autoridades, alentando la corrupción y torciendo las leyes. Le dijo que cortó con su familia porque no quería tener nada que ver con cosas fuera de la ley. Tampoco deseaba eso para él. Quería que fuera una persona útil al prójimo y algún día, alguien importante. Michael pareció conformarse con la explicación, pero siempre guardó un sentimiento de necesidad de conocer sus orígenes. ¿Sería su abuelo como los dones que aparecían en las películas de mafiosos? Le provocaba sentimientos encontrados el pensar que su abuelo, tal vez, había mandado a matar a alguien, o quién sabe, el mismo lo habría hecho. Al día siguiente de sus reclamos, al retornar de la escuela, encontró una nueva foto en el mueble de la sala de estar donde había otras fotografías de Jhonny y de él. Era una mujer joven con una sonrisa franca. La miró largamente y se reconoció en ella. 

Michael creció como cualquier niño y adolescente estadounidense. En realidad tenía algo más: era muy inteligente y sagaz; tanto que sus maestros le dijeron que con seguridad habría espacio para él en cualquier universidad. Jhonny estaba muy orgulloso de su muchacho. Estaba seguro que su hijo llegaría muy lejos. ¿Qué hubiera sido de él en su tierra natal? Seguramente habría tomado las riendas del negocio familiar y sería otro de los comerciantes; uno más en el montón de mañosos que se mueven entre la informalidad y lo legal, buscando una y mil maneras de burlar la ley. Formaría parte de algún grupo corporativo que para lo único que se reúnen es para corromper el estado y luego emborracharse por días. 

El joven asumió todas las aspiraciones de su padre y las hizo suyas. Nunca olvidaría el día en que recibió la carta del MIT. Había mandado su solicitud para estudiar ingeniería aeroespacial y en sus manos estaba la confirmación de que había sido aceptado. La felicidad lo tenía en las nubes. Quería contarle todo a su padre, pero no por el celular; prefería hacerlo de frente para poder abrazarlo y agradecerle. Se sentó en la veranda de la casa y lo esperó con la carta en las manos.

Supo que algo andaba mal cuando un coche de la policía se parqueó frente a su casa, bajó un oficial y lo miró con lástima. Yoni había sufrido un accidente en la autopista. Falleció en la ambulancia camino al hospital. 

Migración se presentó en el funeral. Alguien en el hospital había reportado la muerte de un presunto ilegal. Los agentes esperaron que los presentes se retiraran y se acercaron al joven. Michael ignoraba que tanto su padre como él no tenían registros legales de permanencia en el país. Le dieron tres días para presentar la documentación respectiva o esperar a ser deportado. No podía entender cómo después de que toda su vida se considerara americano, de pronto en unos minutos se había convertido en un paria. 

Buscó y rebuscó en el escritorio de su padre y no encontró nada. Subió al ático y finalmente halló una caja de zapatos donde Jhonny había guardado sus recuerdos. Por primera vez vio a sus familiares. Había fotos de su padre con los que supuso eran sus abuelos. Se quedó mirando las imágenes de unos tiempos y lugares que tenían mucho que ver con él, pero que no los sentía propios. Reconoció a su madre en las instantáneas del matrimonio con la misma amplia sonrisa de la foto en la entrada de la casa. En otra observó que el embarazo no le sentaba bien. Intentaba una sonrisa, no obstante, se notaba que la forzaba. Seguramente la tomaron poco antes de que él naciera. Solo encontró fotos que indudablemente eran de él de bebé con su padre y con los que han debido ser sus abuelos. El señor no se asemejaba a las ideas que él se había hecho; a pesar de eso la mirada era fría y el semblante duro. No halló más imágenes de su madre. Se ensombreció al pensar que tal vez él había sido la causa de su fallecimiento. Seguramente por eso su papá no quería hablar del asunto. Se le cerró la garganta y por primera vez, que él se acordara, se le llenaron los ojos de agua. Entonces vio en el fondo del cajón una pequeña libreta azul. En la tapa decía República de Bolivia. Lo abrió y descubrió que su verdadero apellido era Machaca. El nombre real de su padre, Yoni. En una de las hojas encontró la visa de estudiante vencida hace más de doce años. No existían otros documentos. No encontró ni un solo documento suyo. Lo único que él poseía era la licencia de conducir que Yoni le había ayudado a sacar cuando tenía dieciséis años. 

Al día siguiente comunicó la situación a sus amigos y maestros. El director del colegio del que estaba por graduarse consiguió que un bufete de abogados tomara el caso. Michael había hecho muchos amigos y todos se juntaron para ayudarle. Reunieron dinero para pagar los gastos de los trámites y hasta organizaron una pequeña manifestación en la que pedían que no lo deportaran. A los tres días del entierro, un coche policía y uno de migración se presentaron en la casa y a pesar de las protestas de la gente que se había reunido, lo enmanillaron como criminal y se lo llevaron. 

En principio iban a dejarlo en la frontera mexicana. Los abogados demostraron que en realidad era de origen boliviano y lograron que lo embarcaran en un vuelo directo de Miami a la ciudad de La Paz. Ellos también se contactaron con la embajada boliviana y pudieron averiguar que Michael tenía todavía una tía en la ciudad de La Paz. Todo el proceso tomó varias semanas en las que estuvo detenido; algo que no se hubiera imaginado que podía ocurrir ni en las más terribles pesadillas. Al final un agente lo acompañó hasta la puerta misma del avión. Allí le sacó las esposas. Michael se moría de vergüenza. 

Lo primero que le impactó fue el aire liviano, punzante y frío de la madrugada. Caminando por lo frígidos corredores del aeropuerto sintió la falta de aire. Al llegar a la caseta de migración le pidieron sus documentos en español. No entendió nada. El oficial repitió la pregunta en aimara y finalmente en inglés. No tenía nada. 

—¿Name? 

—Michael MacChalk 

El hombre lo miró de pies a cabeza y soltó una risita burlona. Le indicó que esperara a un lado. Cuando la sala se vació, lo llevaron a una oficina. Allí le esperaba otro abogado que había sido contactado por los que habían contratado sus amigos en Detroit. Él firmó unos papeles y así pudo entrar al país que le vio nacer. 

Los abuelos ya no estaban; murieron años atrás en un accidente en los Yungas. Una mazamorra de lodo y rocas se había llevado su vehículo con ellos adentro. Nunca encontraron ni el coche ni los cuerpos. Sólo le quedaba una tía anciana que pensaba que él era Yoni. La primera vista de la ciudad desde las alturas le causó una impresión muy cercana al asombro. Un valle ancho, empinado y profundo lleno de casas que parecían estar colgando de barrancos; las quebradas escarpadas por las que subían serpenteantes calles; los rascacielos en el fondo elevándose vanamente orgullosos frente a las majestuosas montañas cubiertas con glaciares. Parecía un buen lugar para empezar una nueva vida, pero fue hasta ese punto que le duró esa esperanza. Al llegar a la casa que sería su hogar, la mezcla de olores de la materia en descomposición que deja el mercado, los orines de los borrachos, las cacas de los perros y los canales podridos, le impactaron como un martillazo en el cráneo. 

Soñaba siempre con el otoño boreal y sus caminatas por los bosques, los crujidos agradables bajo sus pies y los interminables planos de colores ocres. Se despertaba contrariado con el griterío, las bocinas, la música a todo volumen y el tráfico en una tierra donde no hay árboles. Abría los ojos y entraba en la verdadera pesadilla donde todo lo que le ofrecía esa nación foránea le causaba repugnancia. Su estómago no se acostumbraba a la comida local y sufría de una descomposición que se hacía crónica y que le obligaba, muy a su pesar, a ir al cuartucho que servía de baño. No había inodoro; solo un lavador de plástico, un balde y un hueco apestoso en el piso de cemento.  Para lavarse las manos tenía que cruzar un patio hasta una pila que servía tanto a la cocina como a la lavandería. Para tomar un baño era necesario salir de la casa y caminar dos cuadras hasta un baño púbico donde el agua de las duchas apenas llegaba a tibia; los pisos y los muros se sentían melosos y las cucarachas correteaban por los vestidores. Así como se aguantaba lo más que podía para entrar al baño a hacer sus necesidades, se resistía a tomar una ducha en ese lugar. Con el paso del tiempo sus cualidades americanas se fueron diluyendo e irónicamente se fue convirtiendo en lo que más odiaba. 

Dinero no le faltaba. Las tiendas del primer piso no le hacían rico, pero daban lo suficiente para alimentar a su tía anciana y a él, pagar una cocinera y financiar sus borracheras. Bebía casi todos los días. Compraba la bebida local: Singani. Un brandi transparente que superaba los cuarenta grados. La mayor parte de las veces se quedaba dormido en la mesa. Algunas otras prendía su equipo de sonido a todo volumen y cantaba a todo pulmón las letras de Rap y de Rock. Lo hacía por horas hasta caer inconsciente. Los vecinos no se molestaban por el escándalo y el ruido; sino por la frecuencia. Todos ellos organizaban borracheras bulliciosas, pero solamente los fines de semana y las fiestas especiales. 

El abogado que le ayudó a entrar en el país lo buscó reiteradas veces para pedirle que arreglara su situación de identidad en el país. Él tenía buenos contactos y le ayudaría a encontrar el certificado de nacimiento y sacar su cédula de identidad. Michael no quería hacer nada; ni siquiera quería aprender español. Se rehusaba a aceptar la realidad en la que vivía. 

Se alegraba mucho cuando recibía una carta de alguno de sus amigos. Las leía velozmente con las ansias de cualquier expatriado. Luego las releía, con más calma, para darse cuenta a la mitad, que una sombra pesada había oscurecido la jornada. Muy a su pesar, no lograba alegrarse de los logros y aventuras que sus compañeros. Entonces bebía por varios días. Una vez que se le pasaba la borrachera respondía con mentiras. No podía admitir su amarga realidad. Contarla a alguien hubiera sido como aceptarla; resignarse a la vida que llevaba. Con el tiempo dejó de leerlas. Las cartas se espaciaron cada vez más hasta que ya no llegó ninguna. 

Cuando los policías recibieron el monto acordado se fueron. El abogado le contó que el taxista estaba en una clínica con dos semanas de impedimento y que por poco no se convierte en homicida. Que él tendría que pagar las cuentas y arreglar con el hombre para que el asunto no pasara a los juzgados. 

En la tarde tocaron la puerta. Michael se sorprendió de ver una hermosa morena acompañada por un niño de unos doce años. Desde que llegó no quiso ver a la gente que le rodeaba. Miraba a la multitud, pero no veía a las personas. Todos le parecían semejantes. Todos le disgustaban. Fue grande su sorpresa al verla, sonriente en la puerta. 

—Yo soy Agustín y ella es mi hermana, se llama Marcela —dijo el niño con acento perfecto—. No sabe hablar inglés y quiere que sepas que ella te ha estado observando y quiere ayudarte. 

—¿Eso te ha dicho ella? —preguntó con curiosidad. 

—Mas o menos… En realidad me ha pedido que te diga que hay una gotera que está humedeciendo la pared de su casa y que sospecha viene de la tuya. Yo no he visto ninguna humedad. Creo que es solo un pretexto para hablar contigo. La he visto mirándote en varias ocasiones. 

Michael sonrió y la joven le devolvió la sonrisa. Era la primera vez que sonreía en este país. Inmediatamente fue a la casa de al lado para comprobar que efectivamente había algo de humedad. Se comprometió a solucionar el problema y aprovechando la ocasión le pidió que le ayudara a visitar al chofer que había herido. Ella aceptó muy dispuesta a pesar de que al hermano no le gustó estar de celestino. 

Al día siguiente visitaron la clínica y Michael se disculpó con el herido. Se comprometió a pagar las cuentas de la clínica y darle un monto para que cubriera lo que no estaba ganando mientras estaba convaleciente. No se acordaba cuándo fue la última vez que se sintió bien consigo mismo. Tal vez fue el momento que leyó la carta de aceptación en el MIT, es decir el mismo día que todo su mundo se vino abajo. 

En las siguientes semanas intentó aprender algunas frases para repetirlas a Marcela. Unos meses más tarde ya podía prescindir del hermanito para complacencia de los tres. Una noche, a poco más de un año de haber llegado, le mostró su pasaporte boliviano y dos pasajes a Miami. Uno para él y el otro a nombre de ella. Pedirían visa de turistas. Los dos tenían propiedades y negocios. Serían las garantías para hacer creer a las autoridades consulares que harían un viaje de vacación. El plan era quedarse y que él recupere su vida perdida. Ella aceptó entusiasmada. 

No les dieron las visas. Michael entró en otro periodo de depresión, aunque no volvió a la bebida. Marcela era una fuente de consuelo, pero empezó a alejarse de ella; no podía olvidar su proyecto de vida truncado. Unos meses más tarde se despidió prometiendo que volvería como ciudadano americano para pedirle matrimonio y retornar como ciudadanos legales a lo que él consideraba su verdadero país. Pensaba volar hasta el Salvador, atravesar Guatemala y México y entrar de ilegal en los Estados Unidos. 

Marcela lo esperó por casi un año sin ninguna noticia. Pensaba todos los días en cuál habría sido la suerte de su amado. Una tarde le instalaron el servicio de televisión por cable. Mirando sin mucho interés y pasando de canal en canal, llegó a uno de documentales. Anunciaban La Bestia. Le llamó la atención el título y se quedó mirando. Era el nombre de un tren de carga que lleva a través de México a los migrantes ilegales, la mayoría de Centro América, a la frontera con los Estados Unidos. La situación peligrosa y precaria de la gente que lo toma era verdaderamente espantosa. En una escena y sólo por un par de segundos pudo ver a Michael subiendo a la carrera a uno de los vagones. Esa noche lo lloró largamente y decidió continuar con su vida.