sábado, 29 de julio de 2023

Un cura de parroquia

Patricio Durán


Las rosas, margaritas y claveles que decoraban las puertas, ventanas y columnas de estilo barroco de la iglesia Jesús Obrero aportaban armonía, frescura y calidez. Las bancas estaban decoradas con caspia y solidago, creando un ambiente festivo y romántico. El perfume alborotado de las flores daba la bienvenida y dejaba su eco en el olfato de los invitados a la boda. El Ave Verum Corpus de Mozart se escuchaba suavemente. Los novios se encontraban de pie ante el altar.

A punto de pronunciar los votos: «Yo, Miguel Ángel Fernández, te quiero a ti, Verónica Vivanco, como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida…», el novio recordó la promesa que hizo años atrás a la Virgen de la Cueva de servirle como sacerdote si lo salvaba de morir enterrado bajo los desechos, broza y cascote, luego del terremoto que lo arrasó todo en la parroquia rural de San Mateo.

La catástrofe ocurrió el 10 de noviembre de 1950 al mediodía, causó mucha destrucción por el desplazamiento de grandes masas de tierra que atraparon a miles de asustados sanmateanos. Su epicentro estuvo ubicado en una falla geológica al norte del nido sísmico de Atocha, aproximadamente a veinte kilómetros de San Mateo. La magnitud calculada fue de seis punto ocho grados en la escala sismológica de Richter, con una profundidad de cuarenta mil metros.

Aquel viernes fatídico, el cielo se encontraba completamente despejado, no había una sola nube en lontananza, todo estaba tranquilo; los pobladores no se imaginaban la tragedia que se cernía bajo sus pies. Los parroquianos estaban preocupados en atender sus labores diarias: unos se ocupaban de actividades mineras o comerciales, otros a las faenas agrícolas, las amas de casa dedicadas a preparar el almuerzo, los niños se reunían en la iglesia Jesús Obrero preparándose para realizar la primera comunión. De pronto, las diligencias parroquiales fueron interrumpidas por la brusca sacudida de la corteza terrestre.

Muchos habitantes salieron de sus viviendas en precipitada carrera, haciendo lo contrario de lo que se aconseja en estos casos en los que se debe conservar la calma y no correr. La gente arrancaba aterrada, sin rumbo fijo, buscando lugares descampados: la plaza de toros, el parque Centenario, la explanada del templo y de la casa parroquial. La cifra de fallecidos fluctuaba entre seis y ocho mil. Nunca se supo el número exacto de los fallecidos. Luego del sismo, a San Mateo se le llegó a conocer como «El pueblo de los muertos».

En medio de violentas convulsiones, la nave central de la iglesia se vino abajo, atrapando en sus escombros a los niños que se preparaban para la primera comunión. El inmenso cielo se oscureció de pronto. Las nubes estaban cargadas, una tormenta trajo un viento místico que se desvaneció como la niebla en la insondable oscuridad y en sueños, Miguel Ángel sintió que un espectro lo rescataba de entre las ruinas, lo llevó en vilo y lo depositó con suavidad sobre el césped del parque Centenario, a pocos pasos del templo destruido.

Cuando volvió en sí se enteró de que la mayoría de sus compañeros estaban sepultados, sangraban profusamente por las heridas, pero él, ¡oh portento divino!, estaba ileso, solo unas magulladuras en brazos y piernas y un pequeño chichón causado por el golpe de una piedra, pero nada serio, por lo que desde ese mismo instante se ratificó en su promesa a la Virgen de la Cueva de entregarse en cuerpo y alma a servirla. Años después, al pie del altar, se arrepentiría de aquel juramento sintiendo que el amor por una mujer de carne y hueso es más fuerte que cualquier vocación espiritual.

Circulaba por las calles de San Mateo la creencia de que la «Pacha mama» se resintió por la exagerada explotación de los recursos naturales y por el comportamiento disoluto de aquellos, saturado por una corrupción difusa, tanto en lo religioso como en lo político, desfogando su enojo y enviando el castigo divino en forma de terremoto.

Los parroquianos sacaron la imagen de la Virgen de la Cueva en procesión por las vías destruidas con el propósito de calmar su ira, produciendo un sincretismo por la combinación de creencias religiosas provenientes de costumbres indígenas ancestrales y del cristianismo, que en este caso rayaba en la superstición, y en una general ambigüedad de comportamientos por parte de los pobladores.  Algunos de ellos permanecían prosternados y penitentes mientras la figura de la Virgen de la Cueva se alejaba; cuando levantaron la cabeza, solamente vieron una especie de sombra que colocaba el cuerpo inerte de un niño en la grama del parque Centenario.

Monseñor Germán Luzuriaga, obispo de la Diócesis de Nuevo León (a la que pertenecía la parroquia de San Mateo), fue padrino de bautismo de Miguel Ángel. En alguna ocasión en que se encontraban repasando el catecismo le preguntó: «Ahijado, ¿qué vas a ser cuando seas grande?», a lo que el niño respondió sin titubear: «Padrecito como usted, padrino». A él le llamaba la atención la indumentaria eclesiástica que usaba su mecenas, lo veía muy elegante e imponente con su sotana, casulla, estola, y toda la parafernalia de los ritos católicos.

Miguel Ángel fungía de monaguillo, era el servidor por excelencia, que se encargaba de atender en el altar y en las celebraciones de la liturgia. Ayudaba tanto al padre Hugo Romero, cura de la parroquia, como a la comunidad en hacer más solemne los rituales, por lo que servía al mismísimo Cristo que se encontraba presente en la celebración. La indumentaria del acólito consistía en dos prendas: sotana roja y roquete o sobrepelliz que era una vestidura blanca de lienzo fino con mangas anchas que llevaba sobre la toga, lo cual le daba un aire divertido.

A misa dominical, las señoritas iban vestidas con ropa nueva, la cara cubierta de polvo de arroz que daba a su piel una textura aterciopelada, y, pese a los serios rituales de la ceremonia, al ver al monaguillo vestido de tal forma soltaban la risa, lo que provocaba cierta turbación en Miguel Ángel, sobre todo porque entre las jóvenes se encontraba Beatriz, una chiquilla primorosa con quien se daba besos inocentes a hurtadillas; el aroma de su cabello sedeño le impedía dormir e iba ojeroso a la escuela. Sin duda, las Beatrices inspiran amores infinitos.

Miguel Ángel se convirtió en un agraciado joven, de elevada estatura, poseedor de una natural elocuencia, vigoroso, henchido de energía y entusiasmo que cautivaba los corazones de las chicas (y no tan chicas) que siempre buscaban su compañía. A medida que se desarrollaba físicamente sentía un cambio progresivo en su postura, una fuerte sensualidad le quemaba las entrañas, y el estar en contacto con el sexo femenino exacerbaba su deseo que lo transformó en un personaje oscuro, ambiguo que se evidenciaba en dicotomías antagónicas entre su vocación religiosa y sus sentimientos por Beatriz. En ocasiones, la imagen de ella estaba presente por más tiempo y más fuerza en sus pensamientos que la Virgen de la Cueva.

Monseñor Luzuriaga, hombrecillo de unos sesenta años, constitución gruesa, aunque pequeña, de aliento rancio, observando la aventurilla amorosa, llamó su atención gruñendo:

—¡Pero qué comportamiento es ese, ahijado! Tú no estás para dártelas de conquistador, tú tienes un serio compromiso con tu vocación. Así que pídele a la virgencita más sentido común. ¡Más juicio en la mollera!

—No es nada, padrino —respondió Miguel Ángel—. Beatriz es solamente una amiga.

—¡A las amigas no se les machaca la boca con ávidos besos, tunante! —respondió furioso monseñor Luzuriaga.

—Fueron solamente unos «piquitos». No volverá a pasar, padrino —contestó mohíno.

—¡Eso espero! —bramó monseñor y se retiró mascullando insultos.

Intuyendo las condiciones y el talento que mostraba su ahijado para la carrera eclesiástica, y al notar que Beatriz podría ser una amenaza y dar al traste con su vocación religiosa, apresuró sus buenos oficios y consiguió la autorización de los padres de Miguel Ángel para inscribirlo en el seminario. «La mujer puede ser un manjar digno de los dioses, mientras no lo sazone el diablo», dijo echando maldiciones. Con la renuencia de los jóvenes por abrazar el sacerdocio, monseñor no podía darse el lujo de perder a un buen prospecto por los ósculos de una damisela.

Miguel Ángel ingresó al seminario sin la convicción que mostró al inicio. Beatriz socavó su vocación haciéndola tambalear. A pesar de todo se graduó y gracias a una beca pudo continuar sus estudios eclesiásticos en la capital de la república donde recibió el sacramento del orden sacerdotal. Un mes después de su ordenación, al ser favorecedor de otra beca gestionada igualmente por su padrino, partió a Europa a estudiar en algunos de los más renombrados centros académicos del viejo continente graduándose como doctor en derecho canónico.

Beatriz, desolada por el viaje de Miguel Ángel, se echó a llorar al perder las esperanzas de que su inefable amado regrese a sus brazos. La partida a Europa era algo con lo que ella no contaba. No podía olvidar aquellos besos nocturnos y caricias apasionadas en la laguna de La Moya, sin los cuales nunca más recuperaría el placer de vivir. Pensó en hacerse monja: le entró una gran devoción, manifestación exagerada de las tendencias que desde niña había creado en su naturaleza sensible la convivencia con los clérigos; adquirió el hábito de la lectura, devoraba libros religiosos; pegó afiches de santos en las paredes de su habitación, asistía todos los días a misa, se confesaba y comulgaba todas las semanas. Se convirtió en un ejemplo para las adolescentes díscolas ingresando al convento de monjas de claustro, el cual tuvo que abandonar al poco tiempo por su estado de gravidez. 

Miguel Ángel, aprovechando su permanencia en el país galo, asistió como alumno a la Universidad Católica de París en donde se diplomó en Lengua y Cultura Francesa. Durante su estadía en Austria acudió a la Universidad de Viena y se graduó en idioma alemán. Su afición por los idiomas le permitía comunicarse con soltura en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y quichua. 

Miguel Ángel no era un cura ambicioso, no quiso ser caudatario de ningún obispo, él tenía claro que su existencia se la dedicaría a la Virgen de la Cueva, que gracias a su intervención la salvó; se conformaba con ser párroco para poder servir a su benefactora. No deseaba vivir en una gran ciudad, ni tampoco laborar en un templo al que asista gente rica y confesar a sus mujeres que acudían al confesionario para conquistar al cura confesor. Recordaba claramente cuando encontró al padre Hugo Romero besando apasionadamente a una feligresa en el confesonario. Ahora, ya de regreso a su parroquia, quería respetar los votos constitutivos de su vida monástica: obediencia, castidad y pobreza, aunque el melifluo recuerdo de Beatriz lo acompañaba siempre. El voto que se le dificultaba cumplir fue el de continencia, con los otros dos se las arreglaría.

Colmado de títulos y honores, el padre Miguel Ángel Fernández retornó a su pueblo natal para cumplir con la promesa que hizo a la Virgen de la Cueva de convertirse en sacerdote si salía vivo de entre los escombros del terremoto. Monseñor Germán Luzuriaga estaba muy satisfecho con el nombramiento de su ahijado como párroco de San Mateo. En la farmacia de la doctora Miriam, en el parque Central, en la sacristía de la catedral, por donde iba ponderaba sus estudios en las mejores universidades europeas, su acatamiento, el ser morigerado en las costumbres, en fin, glorificaba incluso su voz: «¡Un timbre que es un coro de ángeles!». —Él es el indicado para recuperar la fe de la gente. Le vaticinaba con ímpetu un gran futuro, grandes oportunidades. ¡Quizás la satisfacción de una prelatura!

El nuevo párroco llegó a su flamante parroquia veinte y cinco días después de su nombramiento en Roma. Fue a recibirlo su padrino.

—¡Hola, Miguel Ángel! —gritó el obispo Luzuriaga al verlo apearse de la diligencia que lo había transportado desde la capital.

—¡Padrino! —dijo el cura párroco con alegría, y se abrazaron, mientras una multitud entusiasmada rodeaba y aclamaba al nuevo cura de la parroquia.  

Las campanas repicaban sin cesar. Caminaron hacia la nueva residencia del cura párroco por un sendero cubierto de charcos y de ramas caídas. Los matorrales no habían sido podados y parecían amantes abrazados. Una luz moribunda se extendía por el pueblo, el aire dulzón podía sentirse creando una encantadora tranquilidad; de las casas salían humos blanquecinos y olorosos, portadores de las deliciosas viandas que preparaban las parroquianas; unos perros con aspecto macilento movían la cola alegremente esperando recibir un mendrugo de pan, y se escuchaba el trinar melancólico de las golondrinas.  Se notaba aún los vestigios de la iglesia y de varias viviendas que fueron destruidas por el terremoto, lo que evidenciaba la magnitud de la catástrofe, lo cual le recordaba a Miguel Ángel su promesa.

Monseñor Luzuriaga explicaba pausadamente que no podría hospedarse en el hogar de sus padres porque quedaba demasiado lejos del despacho parroquial, y sus nuevas funciones requerían que resida en un lugar cercano para atender a los lugareños que soliciten sus sagrados servicios a la hora que se presenten, ya sea para dar los santos óleos a los moribundos, aconsejar a un suicida o cualquier otra emergencia, por lo que consiguió un departamento en la morada de una mujer temerosa de Dios, de cuentas claras, muy económica y servicial.

—¡Te encontrarás allí como en tu propia casa! —dijo el padrino con ímpetu—. Tendrás las tres comidas diarias: desayuno, almuerzo, merienda y …

—Vamos despacio, padrino —dijo el cura párroco—. ¿Cuánto me va a costar esta maravilla? Mire que la Iglesia está en austeridad y no me ha asignado muchos fondos.

—La Iglesia siempre ha estado en austeridad, mi querido ahijado. La prebenda que recibes por tu canonjía alcanza plenamente —dijo el obispo—. Ocho mil sucres. ¡Un regalo!, considerando que se encuentra a una cuadra del despacho parroquial. Además, te atenderá Verónica, la hija de doña Genoveva, la dueña de casa, una chiquilla muy espiritual y hacendosa, además de bonita.

—¡Aquí tiene usted a su huésped! —dijo al llegar doña Genoveva.

—¡Es para mí un privilegio recibirlo, señor cura párroco! ¡Un gran honor! El viaje ha sido largo y debe estar agotado y hambriento. Le llevaré hasta su departamento —dijo la matrona—. Esta es su sala. Aquí puede recibir a las importantes personas que vengan a visitarlo. Por acá —añadió, abriendo una puerta— está su alcoba con baño privado y agua caliente. Ahora, si me dispensan, voy a preparar la mesa.

Luego de cenar, Miguel Ángel se despidió de su padrino y de doña Genoveva. «Estoy agotado del viaje y mañana temprano empieza mi labor». En su habitación había una imagen de la Virgen de la Cueva ataviada de un manto de terciopelo de algodón con saya blanca de brocado de oro. Porta en sus manos un sudario de tul bordado a mano ribeteado en encaje de concha y plata. Se sentía seguro al mirar la efigie. Abrió su librito de oraciones, se hincó, dijo una breve oración y se durmió inmediatamente.

A la mañana siguiente unos golpecitos temerosos lo hicieron despertar. Miguel Ángel abrió la puerta y vio a Verónica. Lo que le había mencionado su padrino acerca de su belleza se quedaba corto. La jovencita era mucho más hermosa de lo que se imaginaba. Algo turbado atinó a decir:

—Buenos días.

—Buenos días, señor cura párroco —dijo Verónica azorada viendo al sacerdote en pijamas—. El desayuno está servido.

—Muchas gracias. Me aseo y bajo enseguida.

Miguel Ángel se sentía complacido al cuidado de las mujeres. Doña Genoveva, muy abnegada, cuidaba con esmero todos los detalles para que su permanencia sea de lo mejor: lavaba y planchaba el hábito eclesiástico con el que podía lucir su gallarda figura. Le cocinaba deliciosas comidas y su habitación despedía un brillo como el sol mañanero. Verónica tenía con él mucha confianza lo que facilitaba una comunicación instantánea y efectiva: «han congeniado el uno con el otro», dijo, muy contenta doña Genoveva. De esta manera transcurrió el tiempo. Se sintió cómodo, con mantel largo, una cama esponjosa y la compañía afectuosa de dos damas virtuosas, sobre todo de Verónica, por quien las brasas del deseo empezaron a consumirlo sin que lo pudiera evitar. El «eterno femenino» en su máxima expresión.

En la parroquia de San Mateo se hablaba de la llegada del nuevo cura párroco, desde ya su hijo predilecto, quien parecía que iba a ser «profeta en su propia tierra». Se vio desembarcar sendas maletas cargadas de libros, muchos libros y artículos novedosos traídos de la madre patria y de los países europeos en los que se había formado «taita curita», así le empezaron a tratar los parroquianos. Las novedades consistían en una vitrola y colecciones de discos del estilo musical que pegaba con fuerza como el rock and roll, los grupos de moda eran The Beatles y de Elvis Presley.

Todos ponderaban las habilidades del cura de parroquia en muchos temas: hablaba varios idiomas, cantaba y bailaba como un profesional, conocía sobre agricultura, además de los inherentes a sus actividades al frente de la comunidad, dirigirla, preparar y dar sermones, oficiar eventos: bodas o funerales, y ayudar a los parroquianos en momentos de necesidad o aflicción, llevando la palabra del Señor cual bálsamo sanador.

El padre Miguel Ángel enseñó a los agricultores formas novedosas de cultivo aprendidas en España, especialmente de ajo y cebolla. En unas tierras fértiles de doña Genoveva puso en práctica sus técnicas de labranza obteniendo excelentes resultados y ayudando en la economía de la dueña de casa. Todas estas actividades no eran ajenas a Verónica, quien se fue enamorando de las destrezas del sacerdote, de su porte varonil, y él de todo lo que provenía de ella: le gustaba el talle perfecto de sus vestidos, su andar garboso, la forma de acicalarse el cabello. A veces veía entreabierta la puerta de su habitación, deslizaba hacia dentro miradas furtivas: la ropa interior desparramada en la cama le causaba hormigueos en el bajo vientre. Veía girar el mundo a sus pies, como si caminara en el aire. Nunca había estado tan cerca de una mujer.

Olvidaba de que era un cura de parroquia, la promesa a la Virgen de la Cueva, el sacerdocio, el pecado quedaban tan lejos. Solamente pensaba en acariciar sus cabellos sedosos, besar sus cálidos labios, sentir su aliento perfumado. En ocasiones protestaba contra estas debilidades carnales recordando las palabras de su padrino: «¡Más sentido común! ¡Más juicio en la mollera!», ignorando que el sentido común es el menos común de los sentidos cuando del amor se trata. «Si fuese un hombre libre, me casaría con Verónica. Sería un amantísimo esposo y un abnegado padre de familia», decía. Ante el cuadro dramático de su existencia, y frente a la perspectiva de una vida fallida y mediocre, una ola de calor, de furia contenida invadió su cuerpo y maldijo a su padrino, quien lo llevó de la mano, desde niño hasta convertirse en lo que hoy era: un ser amargado, devorado por la pasión carnal.

Tanta ternura le procuraba la sin par Verónica, con sus tiernos embelecos y miradas acarameladas; las faldas, medias, calzones y sostenes desperdigados en su cama que, a fin de cuentas, habían excitado su deseo, haciendo que el pobre cura terminara cediendo a sus deseos amorosos, comenzando una relación secreta, que con el tiempo se hizo pública, esto supuso el declive moral del cura párroco y un dilema: desistir de su romance o colgar los hábitos, abandonando la vida religiosa para casarse con ella.

Lamentaba no tener la libertad de contraer matrimonio, de hacerle el amor sin remordimiento, suavemente o con furia. ¿Por qué prometió a la Virgen de la Cueva convertirse en cura de parroquia? ¿Por qué permitió que su padrino lo lleve de la mano, como buey al matadero? ¿Por qué la Iglesia prohibía a sus clérigos la satisfacción más elemental, no negada ni siquiera en el reino animal? ¿Acaso las simples palabras de un jerarca religioso «serás puro y casto» a un varón en plena efervescencia de su sangre la iba a apaciguar? ¿Y quién concibió semejante despropósito? ¡Un cónclave de prelados decadentes en el ocaso de sus vidas! ¿Quizás ellos no sintieron en su juventud el llamado de la naturaleza taladrarlos hasta el tuétano? ¡Toda actividad humana podría evitarse, menos el amor! Y si amar no es pecado, ¿por qué está vedado entonces que el seminarista lo sienta, que lo haga con decencia e integridad, sin caer en la pedofilia y otras aberraciones? ¡Tal vez sería preferible que busque placer acudiendo a la más antigua de las profesiones en las sórdidas callejuelas citadinas? ¡El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil!

No comprendía cómo Verónica, una mujer tan hermosa, que le prodigaba cariño, finas atenciones, comprensión, que satisfacía las urgencias del deseo, fuera la culpable de sus cuitas de amor. ¿Debía convertirse en anacoreta y pasar el resto de su vida en lo alto de una columna en el desierto, rodeado de animales salvajes y alimañas para no caer en pecado?

El cura de parroquia pasó varios días reflexionando sobre la decisión a tomar; buscó inspiración en las Sagradas Escrituras y dio con un versículo de Primera de Timoteo que dice: «Si alguno desea ser siervo de Dios debe ser intachable, esposo de una sola mujer, moderado, sensato, respetable, hospitalario y capaz de enseñar…». Ahí encontró lo que buscaba: «esposo de una sola mujer». La Iglesia católica no permite que sus sacerdotes sean casados, por lo que Miguel Ángel solicitó la dispensa de su estado clerical, se hizo pastor protestante, que a fin de cuentas observa normas más humanas, y casó con Verónica. Su decisión enojó a su padrino, pero prefería eso a desagradar a Dios que era todo amor, como lo repetían una y otra vez en el seminario.

Al fin podría besar, con la aquiescencia de la Iglesia cristiana y del Estado, aquella boca y aquellos senos de mujer, única obsesión del hombre: los toma al nacer y no los suelta hasta morir de viejo. El cura de parroquia cambió los favores de la Virgen del Monte por los de una montubia.

viernes, 21 de julio de 2023

El chico que vivía dentro de una burbuja

Roberto Murcia

 

Una mañana Daniel se despertó con la visión de los pájaros que, aunque lejanos, podían apreciarse cerca de su ventana. La luz del sol apenas se insinuaba a través del cristal. Los muebles se adivinaban en borrosos contornos grises. Pronto el cielo tomó su natural color azul y las pocas nubes esparcidas sobre ese telón de fondo se movían con lentitud, tomando formas a las que intentaba encontrar parecido a objetos y situaciones comunes. Sus padres, Hellen y Greg, habían colocado su lecho de tal manera que lograra ver el patio sin dificultad. Sobre este descansaba una burbuja plástica de unos cuantos pies cúbicos de espacio dentro de la cual vivía y cuyas paredes le impedían tener interacción directa con el exterior. Observaba a través de ellas como si fuera el vidrio de un auto que separa al pasajero del entorno. Las horas pasaban interminables hasta que volvía a anochecer. Su cosmos se reducía a lo que había dentro de la esfera de plástico, el resto era una quimera.

Solía pensar acerca de aquello a lo que no tenía acceso. ¿Cómo sería la experiencia de vivir del otro lado? La sensación de palpar la hierba, las hojas de los árboles y el terreno aledaño. Un gato que pasaba en el tejado adyacente parecía tener un pelaje hermoso, al parecer suave al tacto. Jamás tuvo contacto ni abrazó a otro ser viviente. Algo tan fundamental para un ser humano le era negado. Debía conformarse con ver las cosas desde su diminuto espacio. Daniel nació en 1970 con Inmunodeficiencia Combinada Severa (IDCS), trastorno genético que lo hacía susceptible a enfermarse ante la exposición a cualquier microorganismo patógeno. Los linfocitos T y B, que defienden a las personas normales de estos agentes nocivos, eran defectuosos en su cuerpo.

Debido a su rara afección, prevalente en uno de cada cien mil nacimientos, las expectativas de vida para él eran de menos de un año, por lo que el equipo médico a su cargo encabezado por el doctor Frankl tomó la medida desesperada de aislarlo de su medioambiente en un intento por evitar las infecciones que de otra manera ocurrirían indefectiblemente y le ocasionarían la muerte. Para ello lo colocaron en una cámara de plástico estéril y trasparente —cuyo omnipresente olor sintético lo acompañaba de día y de noche— que permitiría prevenir las enfermedades y al mismo tiempo posibilitaría el acceso visual de y hacia el exterior. La intención, según afirmaron, era la de asegurar su subsistencia por un período corto mientras se descubría una cura, pero esta espera se dilató mucho más allá de lo supuesto y en el presente tenía doce años. Ellos habían creado una serie de protocolos de atención clínica específicos para su caso, pues era el único en los anales de la ciencia colocado en tan singulares circunstancias. Tampoco habría otro después.

El procedimiento, que era riesgoso y cuestionable desde un punto de vista ético, lo convirtió en un sujeto de investigación permanente. Con posterioridad, se intentó justificar su confinamiento afirmando que su sufrimiento había ayudado al avance científico. Tanto la atmósfera que lo rodeaba, así como todo lo que entrara en contacto con él, debían ser rigurosamente esterilizados, para lo cual se utilizaba un purificador de aire y una segunda cámara que se llenaba con óxido de etileno en la que se colocaban la ropa, agua, alimentos e instrumentos médicos, o cualquier otro objeto, por cuatro horas a 60 Celsius. Luego eran ventilados por siete días antes de introducirlos en el ámbito principal. Toda su comida estaba envasada o enlatada y se removían las etiquetas, ya que podían contener agentes patógenos. Su plato preferido era la pasta con albóndigas de carne. Siempre deseó probar el helado, pero no fue posible, pues no hay forma de esterilizarlo. Su esperanza de supervivencia se encontraba supeditada a la asepsia total de su entorno.

La única interacción física permitida con otros seres humanos, se realizaba por medio de guantes plásticos de neopreno ubicados para ese propósito sobre agujeros circulares que sobresalían del compartimento. Estos permitían al personal sanitario aplicarle tratamientos o servían para su aseo. Cuando era un bebé, toda actividad de limpieza, alimentación y cuidados médicos debía ejecutarse con estos accesorios y únicamente utilizando los utensilios que se encontraban dentro de la recámara. Si iban a realizar un procedimiento, debían planearlo con días de anticipación, dado el tiempo que llevaba la esterilización. A su vez, él podía usar los guantes para tocar objetos y personas de manera indirecta.

La enfermedad es producida por un gen recesivo ligado al cromosoma X y afecta casi con exclusividad a los hombres. Los médicos habían dicho a sus padres que, si tenían un varón, la probabilidad de que este naciera con inmunodeficiencia era de un cincuenta por ciento. Con anterioridad tuvieron un hijo que murió en el primer año de vida. Ellos eran católicos practicantes, por lo que no usaban métodos anticonceptivos ni consideraban la opción de abortar. Cuando Hellen salió embarazada de nuevo, ellos aceptaron el riesgo y él vino al mundo con el padecimiento. Sus primeros tres años trascurrieron en el sanatorio. Luego se construyó una burbuja para trasportarlo y otra en el hogar familiar, donde pasaba períodos de varias semanas. Los facultativos deseaban realizar un trasplante de médula ósea a partir de un donante compatible, el único tratamiento disponible, pero no se había encontrado uno hasta ese momento. Se afirmaba que algún día, en un futuro no muy lejano, se encontraría una cura para su mal, mientras tanto debía mantenerse aislado a la espera de que esta llegara.

Mostraba delgadez, talla inferior al promedio; fuerza y masa muscular reducidas por falta de actividad física. Sus inteligentes ojos negros sobresalían en su pequeño rostro enmarcado por una abundante cabellera marrón. No recibía la luz solar, su piel lucía pálida y amarillenta. Los otros niños tenían el cutis rosado o bronceado. Con frecuencia escuchaba frases como: «¡Hoy el sol está tan fuerte! ¡He sudado a mares!». No comprendía lo que esto significaba, ya que nunca recibió los rayos solares durante suficiente tiempo. El área donde permanecía en el hospital y su casa, contaban con acondicionadores de aire, por lo que la temperatura era siempre similar. No conocía lo que era degustar una bebida o comida caliente o helada, pues cuando llegaban a él su estado inicial había cambiado. Únicamente podía apreciar los cambios propios del clima a través de su ventana: tormentas, vendavales, la nieve que cae en invierno. Según le dijeron esta última era fría, no obstante, no lo entendía, para él solo era blanca como el algodón que había tocado. Así que imaginaba que llovía algodón sobre el paisaje, aunque le explicaron que su textura era diferente.

Le intrigaba saber por qué no existían más niños como él en todo el planeta. Se sabía único en su especie y ese conocimiento ahondaba su soledad. Para otros no pasaba de ser una curiosidad de circo a la cual se la mira con admiración una vez y pronto se olvida por su falta de novedad. No sabía lo que era hacer ejercicio físico, correr, cansarse hasta perder el aliento. Jamás se había sumergido en el agua, recibido el viento o la lluvia sobre su piel, apreciado la mayoría de los aromas cotidianos, actividades que damos por descontadas. Nada de esto le era dado experimentar y no lograba comprenderlo por completo. ¿Qué habría pasado si hubiera nacido ciego? Su entorno sería un lugar incognoscible y remoto. Era incapaz de comprender el espacio en tres dimensiones y la perspectiva espacial, lo cercano de lo alejado. En vista que desde chico le inculcaron que el exterior representaba un peligro para él, tenía pesadillas en las que gérmenes que adoptaban formas amenazantes y monstruosas lo perseguían para matarlo.

Él se esforzaba por llevar una existencia normal dentro de lo posible dadas sus condiciones. Leía libros y se comunicaba con la maestra de su escuela por medio de un intercomunicador. Miraba televisión en un pequeño receptor introducido para tal propósito, en el que veía películas, dramas, comedias y muchas cosas más, que no hubiera conocido, de haber nacido unas décadas atrás. Le gustaba escribir sobre aquello que pensaba o soñaba en hojas de papel con lápices de grafito. Las palabras escritas le permitían expresar por escrito sus sentimientos íntimos y emociones, encerrarlos en cápsulas de tiempo que después podía releer. Lo que le acontecía, lo que visualizaba, sus sueños nocturnos y sus ensoñaciones diurnas. La impresión imaginaria de tocar los objetos, los seres vivos, las estrellas, las ramas de los árboles que se agitaban y silbaban con el viento. Solía concebir que tenía largas conversaciones con diversos interlocutores, sin percibirse limitado espacial ni temporalmente. Se imaginaba viviendo toda clase de aventuras, como las que observaba en la televisión.

Con frecuencia expresaba que él no pidió que preservaran su vida en esas condiciones y preferiría haber muerto después de su alumbramiento. En esos momentos de desesperación lanzaba los objetos de que disponía, lloraba, golpeaba las paredes de su burbuja y gritaba. Quería ser libre, correr y jugar como los demás niños. Sus progenitores y cuidadores intentaban calmarlo hasta que por fin estos accesos mermaban. Ellos estaban conscientes de la precariedad de su existencia y compartían su impotencia ante su destino funesto. Hellen y Greg tenían discusiones sobre si tomaron la decisión correcta al aceptar que Daniel fuera preservado en tales circunstancias, pues verlo así les causaba mucha angustia.

De pequeño solía considerar la posibilidad de que sus padres no regresaran. Si sufrían un percance que les impidiera volver, ¿cómo sabría qué les había ocurrido? ¿Qué pasaría con él? Estaba consciente de que las personas pueden fallecer de improviso, sin que se sepa de antemano la causa. Tenía terrores nocturnos al contemplar la eventualidad de que esto ocurriera y quedar atrapado en su contenedor. Otro de sus temores era que el purificador de aire se averiara y morir asfixiado. Miraba con envidia a quienes caminan con libertad, seres humanos, perros, gatos, insectos. Quizá él nunca podría ir a un lugar por voluntad propia. El único aspecto positivo de su confinamiento era que jamás había padecido una infección de ninguna clase, intestinal, gripe, amigdalitis; pero no se sabe apreciar la ausencia de aquello que no se ha experimentado. En lo que a él concernía, estas no existían.

Aunque sus padres intentaron mantenerlo fuera de los medios de comunicación, cuando cumplió nueve años esto fue imposible. Apareció en la portada del diario local. Al darse cuenta dijo:

—¡Soy una estrella! —Sus ojos abiertos reflejaban alegría y asombro.

—Claro que lo eres —dijo su madre— tú iluminas mi vida.

—¡Soy famoso! Las estrellas no tienen que hacer la limpieza —insistió, con sonrisa juguetona.

—Bueno, eso fue en el diario de ayer. Tu retrato no aparece en el de hoy, así que este día debes limpiar tu burbuja.

Posteriormente salió en los programas televisivos de noticias cuando lo filmaron mientras jugaba y realizaba diversas actividades, lo que lo convirtió en una celebridad nacional. Los editores mostraron únicamente los aspectos positivos y tuvieron el cuidado de eliminar las escenas en que actuaba con violencia o lloraba.  La atención mediática atrajo algunos niños de la escuela o del vecindario que iban a visitarlo. Inicialmente se acercaron por curiosidad, entablaron amistad y ahora lo visitaban con regularidad. Jugaban y conversaban con él, aunque no pudieran tener contacto físico. El ruidoso purificador de aire dificultaba la comunicación con el exterior, por lo que escuchaba sus voces amortiguadas por el sonido que este producía y por la barrera artificial que los separaba.

Sentía mucho cariño por los amigos que llegaban a verlo, en particular por Dalia, por quien desarrollo un interés romántico. Él se enamoró de sus ojos negros que lo miraban con ternura, del dulce óvalo de su rostro. Compartían un vínculo más íntimo que solamente ellos comprendían y los separaba de los demás. Esperaba con impaciencia a que llegara por las tardes después que ella atendiera sus clases e hiciera sus labores escolares. Aquellos instantes le parecían cortos y lo llenaban de felicidad. Dejaba de sentirse limitado por sus precarias condiciones y le parecía que lo mejor estaba por ocurrir. A diferencia de cuando escribía, le resultaba difícil encontrar las palabras apropiadas para hablar con ella, pero que, aunque faltaran, por lo general estaban de más. Él escribió en un papel: «Te amo». Dalia hizo lo mismo en un cuaderno que sacó de su bolso. Lo sostuvo sobre su pecho, decía: «yo también». Ese había sido el momento más feliz de su corta existencia.

En Halloween decoraron su dormitorio con telarañas, figuras fantasmagóricas y esqueletos. Daniel se vistió con un disfraz de bruja y repartió dulces a los demás chicos. En medio de la oscuridad iluminada por luces parpadeantes los sostenía en sus guantes de goma, en tanto que les preguntaba: «¿truco o trato?». Los pequeños, que se habían vestido con los atuendos más terroríficos que pudieron encontrar, pasaron cada cual por sus golosinas. Andy, uno de los invitados, dijo: «¡Tu fiesta es la mejor en la que he estado, Daniel!». Los demás asintieron.

Esa tarde llegaría Dalia. Una sensación inefable de bienestar lo abrumaba. Por lo general se presentaba alrededor de las tres, pasaron las horas, sin embargo, no acudió. En más de una ocasión faltó a su cita habitual. Una vez no llegó, pues se enfermó de influenza, otra porque sus progenitores debieron marcharse por una situación no prevista y ella no pudo salir. Su madre subió a su habitación y él le dijo con gesto de preocupación:

—Mamá, Dalia me dijo que vendría hoy a las tres, y no vino.

—¿Te mencionó si tenía algún problema o estaba enferma?

—No, para nada.

—Entonces dale tiempo, si no vino hoy, con seguridad vendrá mañana.

—Está bien —dijo, mas la apreciación de su madre no consiguió tranquilizarlo.

La esperó el siguiente día, no obstante, tampoco se presentó. Hellen habló a su casa para consultar si estaba enferma, a lo que le contestaron que no, que vendría el día próximo.

—Hola, ¿Cómo estás? —preguntó Dalia al llegar.

—Estoy bien de salud, pero estaba preocupado por ti. Porque no viniste ayer ni anteayer.

—Disculpa que no te haya avisado. Salí con mis amigos a un cumpleaños ayer.

—Pensé que algo te había pasado.

—No pasa nada. No quiero que te preocupes —expresó ella, restándole importancia al asunto.

De pronto, todo volvió a la normalidad. Hablaron como solían hacerlo por un buen rato. Él dibujó una casa grande con árboles en el exterior y un sol brillante en la que vivían los dos. Ella lucía complacida, «me encanta» expresó, mientras en sus delicados labios se dibujaba una sonrisa; no obstante, le entristeció que Daniel se representó a sí mismo dentro de una burbuja. Con el paso de los meses las visitas de Dalia se volvieron más espaciadas. Una cada dos días, luego una a la semana. Siempre, situaciones imprevistas le impedían asistir a sus citas, surgían múltiples excusas. Él la esperaba aun cuando ella le decía que no vendría. Imaginaba que por causa de un milagro aparecería en el umbral de la puerta y le diría: «Creí que no podría venir, pero aquí estoy». Hasta que por fin dejó de acudir. Insistió muchas veces con su madre para que la llamara, sin embargo, no regresó. No supo más de ella.

Lo que escribía se tornó pesimista, como si la atmósfera en que se desarrollaba la acción se oscureciera. Desaparecieron los sueños con un futuro mejor. Casi no comía y dejó de hacer lo que antes le provocaba placer. Apenas se movía, pasaba horas en posición fetal, no tenía motivación para lavarse o cambiarse la ropa. En su mente repetía de forma constante una canción que había escuchado en la televisión: «Que si de amor ya no se muere algo en mí se morirá…». Ante la insistencia de sus padres los médicos manifestaron que poco o nada se podía hacer para mitigar su pena. Solo cabía esperar. Hellen le dijo a su esposo mientras se mesaba el cabello:

—¡Ya no soporto el dolor de verlo así! ¡No sé qué hacer!

—¡Es una desgracia! No podemos hacer nada —respondió él al borde de las lágrimas.

Si era necesario, el personal que lo cuidaba introducía una bandeja con instrumentos, jeringas y medicamentos para hacerle exámenes o tratamientos. Esa mañana dejaron olvidada una pequeña tijera adentro. La ocultó, no supo el porqué. Cuando los demás se fueron la contempló durante largo rato. La tomó y se preguntó qué sentiría al ver fluir su propia sangre. El púrpura surgiría cual caudal que apremia su libertad del rigor restrictivo de las arterias. La colocó sobre la vena que se encuentra en la porción interior del codo, lugar del que la extraían si se requerían exámenes sanguíneos. Hizo presión y sintió dolor. La retiró y la dirigió contra las paredes de la burbuja con lentitud. Era la barrera que lo separaba del peligro, de los gérmenes que amenazaban su salud. Al mismo tiempo, era la cárcel que lo retenía cautivo, ignorante del universo al cual no podría acceder quizá nunca.

A veces dudaba de que en realidad existiera un mundo externo. Esta vez volvió a cavilar sobre el tema. Qué tal si su situación fuera una proyección deliberada, una película como las de la televisión creada con alguna finalidad que no alcanzaba a entender. Un recurso de la piedad de un ser misericordioso para atenuar su soledad. No obstante, de ser así, ¿por qué razón desearían mantenerlo en aislamiento? Crear un espejismo como el que vivía no le pareció propio del proceder de un ente bondadoso.

Se le ocurrió una idea más siniestra: ¿Podría su entorno haber sido preparado para engañarlo y mantenerlo confinado? Había escuchado la palabra experimento referida a su situación en los noticieros de la televisión. Se visualizó a sí mismo como una rata de laboratorio andando sobre una rueda giratoria. ¿Cabría la posibilidad de que su condición actual fuera una investigación perversa? ¿Qué tal si los que suponía eran sus progenitores en verdad no lo fueran y los médicos cumplieran el rol de carceleros? No existía manera de saberlo, pues todo cuanto le era dado conocer se encontraba en su reducido espacio vital. Se imaginó que cuando salían de su habitación se quitaban el disfraz y retornaban a su vida real de padres, esposos, hijos.

Empujó la tijera contra el revestimiento plástico, pero al principio no logró penetrarlo. Hizo más presión y se abrió un minúsculo agujero, luego otro. Dejó pasar los minutos. Nada grave ocurrió, quizá no era cierto lo que le dijeron del peligro que enfrentaría al tener contacto con el exterior. Agrandó el hueco y pudo sacar los dedos, la mano, después el antebrazo. Observó la palma de su mano con irrealidad. Palpó el colchón, el frío metal de la cabecera de la cama, las asperezas de la pared que no podían distinguirse a simple vista. Ya había comenzado, no existía la opción de dar marcha atrás. Siguió agrandándolo hasta que fue lo suficientemente grande para permitir el paso de su cuerpo. Sacó la cabeza, sus piernas. El aire se apreciaba diferente, acostumbrado como estaba al del interior. Lo invadió un sentimiento de incomodidad, como si estuviera desnudo. Sintió el frío de las baldosas al afirmar sus pies en el suelo.

Contempló el escenario circundante cual si fuera un bebé que sale del seno materno y vislumbra la luz por primera vez. Percibió aromas que no pudo identificar, el moho producto de la humedad, la distintiva fragancia del desinfectante para pisos, ambos desconocidos para él. Caminó por el aposento y palpó las paredes y los enseres. Una silla de madera con respaldar de cuerina. La puerta contrachapada. El piso de granito. Todo le parecía extraño. Al abrir la mini nevera recibió una ráfaga de frescor que salía de esta.  Observó varios envases sellados en el refrigerador y en el congelador un bote de helado de fresa. Lo sostuvo y sus manos le dolieron. Nunca antes experimentó esa sensación. Atemorizado lo colocó sobre una mesa. Lo abrió y con el dedo se llevó un poco a los labios y lo probó. Extrajo una botella de Coca-Cola. Jamás la había probado. La destapó con el abrebotellas como había visto hacer y tomó un trago. Un ligero ardor en la garganta al tragar.

Su madre llegó en ese instante y al verlo extendió sus brazos hacia él y comenzó a gritar. «¡Regresa a la burbuja!». Lo observaba con ojos desorbitados, la boca abierta con un rictus de dolor. Dirigió sus manos temblorosas hacia él como si fuera a introducirlo de nuevo, sin embargo, no se atrevía a tocarlo. La botella cayó de sus manos y el líquido se desparramó por el piso. Obedeció, retornó al contenedor y se reintrodujo en él. Su padre, quien se encontraba en ropas de dormir, acudió alertado por los gritos y al entrar en la habitación quedó congelado por la impresión. Ella le gritó: «¡Haz algo!». Él salió deprisa y al poco tiempo regresó con un rollo de cinta adhesiva de embalaje. Juntos intentaron tapar la abertura como pudieron.

Su padre apenas balbuceaba y salió a llamar por teléfono por ayuda. Su mamá no cesaba de chillar, por un momento creyó que se iba a desmayar. Después de un rato llegaron los paramédicos, lo subieron a una ambulancia, lo trasportaron al hospital. Percibía los movimientos y giros que realizaba el vehículo al desplazarse. Podía escuchar la sirena durante el trayecto y ver los destellos de color rojo de las luces intermitentes que se reflejaban en la calle. Sorprendentemente, se sentía tranquilo, como si nada malo ocurriera. Hasta le parecía que lo que sucedía era consecuencia natural de lo que vivió con anterioridad. Recordó sus primeros años, las visitas de Dalia y los demás chicos.

Al llegar al servicio de urgencias lo condujeron por los pasillos donde médicos y enfermeras, vestidos con uniformes, corrían de un lado a otro, pacientes en camillas y otros en ropas de civil observaban con asombro. Escuchaba múltiples voces cuyo sentido no siempre lograba determinar. En su recorrido, el resplandor de las lámparas en el techo se sucedía a intervalos regulares y percibía las vibraciones que producían en la camilla las irregularidades del piso. Mientras miraba el pandemónium a su alrededor, pensó: «¿Qué tal si mi situación no fuera real?, y ¿si todo esto no consistiera más que un teatro o una ilusión?».

Lo llevaron a la sala habitual. Lo mudaron del compartimento estropeado al que había allí. Como la situación fue inesperada, no hicieron los preparativos de esterilización acostumbrados. En los días siguientes se enfermó por primera vez en su vida. Vomitó y tuvo diarrea constante. Su temperatura subió hasta cuarenta grados Celsius. Se temía que muriera por deshidratación. Los facultativos debatieron sobre la decisión de sacarlo. Su papá le preguntó si quería salir y él dijo: «Acepto lo que consideren necesario». Fue trasportado a una sala desinfectada por completo. Se arrepintió por la aflicción que les causó a sus progenitores al abandonar su entorno seguro en casa, aunque a la vez se sentía liberado.

El tratamiento fue infructuoso, su condición empeoró. Sus órganos vitales comenzaron a fallar y fue desahuciado. El médico a cargo llamó a Hellen y Greg a la habitación de Daniel cuando supo que se acercaba el final. Ellos habían permanecido en el hospital casi todo el tiempo que duró su agonía. Ingresaron con ropas estériles. La recámara, cuyas paredes y piso estaban revestidos por material aislante especial que facilitaba su desinfección, carecía de ventanas y contaba solo con iluminación artificial. Postrado sobre la cama, apenas era reconocible; notablemente delgado, las mejillas y los ojos hundidos. A sus costados había varios monitores y equipo quirúrgico.

Por la tarde recibió la extremaunción. Durante el rito mencionó, con voz entrecortada, que Dalia y sus amigos habían venido a verlo. Los presentes comprendieron que deliraba. Preguntó cuándo podría regresar a casa. Sus progenitores intercambiaron miradas con el doctor Frankl. Este sin inmutarse contestó: «Pronto». Sus padres estaban a su lado y pudo abrazarlos. Manifestó que sentía mucho frío. Respiraba con dificultad. «Me siento muy cansado» expresó. Ella lo tomó de la mano y la estrechó contra su pecho mientras intentaba contener las lágrimas sin lograrlo. En el momento último ambos se quitaron las máscaras para poder besarlo por primera y única vez. «Los amo» dijo. Su cabeza se volvió hacia su costado izquierdo y sus ojos se cerraron.

martes, 18 de julio de 2023

En mi cabeza solo hay música

Manuel Quezada


Era difícil cualquier escenario: sabíamos que moriría, pero guardábamos una débil esperanza, casi ingenua. Cada veinticuatro horas había una desalentadora noticia hacia un desenlace inevitable. Los aparatos conectados a su cuerpo mantenían un pitido constante que alteraba mis nervios. Solo la música me proveía descanso. Cada mañana que la veía dormida estaba más delgada y percibía sus huesos, principalmente pómulos y mentón.

Estos días he escuchado un arreglo musical de Max Richter sobre Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. La pieza Spring 1 según Spotify es una recomposición del año 2012. Hay dos notas dominantes en la ejecución que me producen estados anímicos diferentes. Por un lado, la intensidad de los violines, que desde el inicio toman un ritmo galopante, me provoca alegría; por el otro, aparece un piano (después supe que era un sintetizador) con notas lentas, pausadas, que me vuelve nostálgico. No recuerdo una pieza musical que permita experimentar dos sentimientos opuestos

La primera vez que disfruté Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, fue con el maestro Herbert von Karajan y la prodigiosa violinista Anna-Sophie Mutter, en el marco de la inauguración de la Kammermusiksaal (sala de música de cámara) de la Berliner Philharmonie en 1987. Yo disfruté ese concierto por video y años después lo repaso en «Youtube».

En la última presentación que hizo Joaquín Sabina en nuestro país, dijo que había tres personas importantes para él: Monseñor Oscar Arnulfo Romero, el poeta Roque Dalton y el futbolista Jorge «El Mágico» González. Este último dejó una huella en el fútbol de España, en especial la ciudad de Cádiz, donde se le considera un dios. En una entrevista que le hicieron, vestía una camiseta con el logo de los Rolling Stones: la prolongada lengua que data de 1971. El reportero le preguntó si sabía el significado de esta, a lo que respondió que no, para luego insistir, si entendía lo que decía la música de esa banda que toca en inglés, a lo que dijo con la sencillez que lo caracteriza que no.

—¿Y por qué la escuchas? —volvió a cargar el reportero contra El Mágico.

—No sé, quizá porque me gusta, en realidad en mi cabeza solo hay música —respondió.

En un programa matutino de radio entrevistaron a un cantante de ópera, el barítono José Guerrero del grupo OPUS 503. En un esfuerzo por difundir el canto a nivel nacional comentó que se trasladaron al departamento de La Unión, uno de los más pobres del país, y relató que cantaron en una plaza pública obras clásicas y canciones populares, interpretando grandes piezas líricas como «Nessun dorma», «Granada» y «O solé mío», hasta melodías de corte popular como «My way», «Fly me to the moon». Dijo que al final del concierto se le acercó un vendedor de sorbetes y lo felicitó. Él quedó sorprendido por aquel gesto del hombre humilde.

—¿Las entendió? —recuerda que preguntó.

—No, pero había algo en mi pecho que vibraba, que me alegraba al escucharlo —respondió el vendedor de sorbetes.

En mis años de infancia solo teníamos una radio y no tenía control sobre aquel aparato, solo mi hermano mayor quien sintonizaba las estaciones musicales para escuchar su música preferida, la cual era en inglés. Me enamoré de varias canciones de mediados de década de los setenta y a la fecha, al recordar cada una de ellas, vuelvo a aquellos años. No comprendía la letra y ahora que las traduzco al español me decepcionan o no las entiendo, pero me siguen gustando y me animan, otras las he dejado de traducir para no llevarme una frustración más como es el caso de Hotel California. La segunda gran usuaria de la única radio era mi madre, quien hacía sonar «música para planchar» mientras trabajaba en los oficios de la casa. Por ella conocí a cantantes contemporáneos de España, como Camilo Sesto, Mocedades, Juan Bau, y de México, que, no siendo la moda, siempre se escuchaban como Pedro Infante, Los Panchos, y muchos otros.

Transcribo lo que leí en un artículo sobre la música y que me interesó: “Cuando cantamos o hacemos música en grupo se reduce la producción de cortisona, la hormona responsable del estrés, y aumenta la de oxitocina, que fortalece las relaciones sociales y también los lazos afectivos entre madre e hijo” (Revista XL Semanal, en internet).

En los últimos días de vida de mi madre la música me ayudó a transitar del optimismo ingenuo de su recuperación al consentimiento de la partida. Las notas musicales del arreglo de Max Richter en Spring 1 me bamboleaban entre los animosos violines agudos y el meditativo sintetizador. Una melodía caótica de cuerdas, pero que me provocaba a ratos una paz. El carácter de mi madre era fuerte y no permitía que le ayudáramos a colocar las medicinas intravenosas en cualquiera de los dos brazos, pero una joven doctora descubrió que disfrutaba la música de Pedro Infante, y dejó anotado en un papel la secuencia o protocolo a seguir para lograr el objetivo: 1) Pedro Infante, 2) Medicina «X», 3) Medicina «Y», 4) Medicina «Z».

—Ayer escuchó en «YouTube» a Pedro Infante y se dejó poner todas las medicinas —me dijo la doctora.

Yo sonreí con la noticia.

—Uno aprende a negociar con los pacientes —sentenció.

En la habitación del hospital donde se recuperaba de una cirugía de alto riesgo, cerca de las ocho de la mañana del jueves 13 de abril de 2023, me di cuenta de que estaba cerca de la mala noticia. Le hablé al oído para decirle que aquí estaba con ella y abrió los ojos. Me dirigió una mirada firme y, sin cerrar los párpados, comenzó a llorar. Apenas movía las pupilas. Sus lágrimas comenzaron a descender por su cara. Recordé actrices que tenían capacidad de llorar sin mover pupilas, párpados y mantenían frialdad en su rostro. Dos de ellas, Olivia Colman y Claire Foy en la serie The crown.

Mientras nos veíamos, vino a mi mente un pasaje de hace cuarenta y siete años que no recordaba por ese entonces, pero ese instante de mutuas miradas me lo trajo: perdimos nuestra casa por problemas financieros de mi padre debido a su alcoholismo, así que nos vimos obligados a tomar en arrendamiento una vivienda en un barrio más pobre. Una tarde, minutos antes de que desaparecieran los últimos rayos del sol, ella me tomó del brazo y dijo que la acompañara. Nos dirigimos a la orilla de un barranco y al sentarnos en un lugar seguro indicó el lago de Ilopango cuyas aguas brillaban en una tonalidad plateada. Inmediatamente ella comenzó a cantar:

«Luna gardenia de plata, que en mi serenata te vuelves canción. Tú que me viste cantando, me ves hoy llorando mi desilusión».

Boquiabierto la escuché atento y vi su rostro joven, pollón, y sus ojos fijos en las aguas del lago que teníamos enfrente. La vi hermosa. No se detuvo.

«Luna de Xelajú que supiste alumbrar, en mis noches de pena, por una morena de dulce mirar».

No había recordado esa escena sino hasta ese jueves y repasé aquellos años difíciles, donde ella sostuvo la economía de la casa y toleró la ausencia diaria de mi padre atragantado en el alcohol y aventuras de amor. Por eso el carácter natural de mi madre era fuerte.

«…en mi vida no habrá más cariño que tu mi amor, porque no eres ingrata mi luna de plata Luna de Xeeeeeelajú… Luna que me alumbró en mis noches de amor, hoy consuelas la pena, por una morena, que me abandonooo».   

Tomé mi teléfono celular y entré a la aplicación de «YouTube» para buscar «Luna de Xelajú» y le di todo el volumen para que ella la escuchara. Comenzó a abrir los ojos y volvió a dirigirme una mirada fija que duró el tiempo de la canción. Cerró los ojos. Estaba cansada pero las comisuras dibujaban una leve sonrisa.

A mis diez años no entendí la canción, solo la intensidad de su canto. Poco hubiera sucedido o cambiado de haberla comprendido. Mi cariño hacia ella se afincó desde aquella tarde de hace cuarenta y siete años, firmado por seis minutos melodiosos de su voz frente a las aguas plateadas del lago de Ilopango. Oscureció. Perdimos la lucha de su recuperación y su corazón se detuvo diez días después, el 23 de abril de 2023.

La música empuja la esperanza diaria… Al finalizar el conflicto interno bélico, Alejandro Coto, promotor de arte en el destruido pueblo de Suchitoto, comenzó a traer artistas para dar conciertos principalmente de cuerdas. Tuve la oportunidad de escuchar a Carlos Morel, Carlos Barbosa Lima, Liona Boyd, y a un percusionista brasileño que no recuerdo su nombre. Una noche de tantas, antes de iniciar el concierto en la iglesia principal del pueblo, encontré en las afueras de la iglesia al maestro Carlos Barbosa Lima, viendo la plaza de forma distraída con sus amplios y cuadrados anteojos, vestido con una guayabera blanca y pantalón oscuro. El calor era insoportable. Conversé brevemente:

—La primera vez que vine a El Salvador fue por los años setenta, vine a tocar a una boda en la iglesia la Ceiba de Guadalupe.

Para mí era difícil sostener una conversación con él. No sabía qué decir o preguntar después de cada comentario o participación del maestro en la improvisada tertulia.

—Me trajeron porque la primera opción era John Williams y a última hora dijo que no vendría. Así que me contactaron.

 Esa noche desplegó todo su talento y cerró su participación con la ejecución de la dulce «Caixinha de Música» que me dejó una atmósfera de paz. Él visitó nuestro país al menos en tres ocasiones más y cada vez que cerraba sus veladas le pedíamos «Caixinha de Música», y accedía.

En 1995 murió uno de mis mejores amigos, cuyo apodo era «Remolino» porque cuando caminaba, corría o jugaba futbol levantaba polvo detrás de él. Tuvo cáncer en los pulmones. Dejó planeado todo su funeral y el día del entierro llegó un guitarrista y ejecutó «Hojas Muertas» de Jacques Prévert, una canción francesa de 1945 con música de Joseph Kosma. Luego tocó Kinderzernen, op.15: VII Traumerei de Robert Schuman, una dulce melodía inspirada en recuerdos de infancia del mismo autor.  

Cada mañana me levanto antes que salga el sol, pongo café y escucho música para recordar amigos, para animarme y recibir los primeros rayos. Por estos días vuelvo con Antonio Vivaldi y los arreglos de Max Richter de «Las Cuatro Estaciones», y me parece el caos más dulce.  Me dirijo al trabajo y pongo música en Spotify, pero también la escucho durante el día, y aunque a veces no sea posible escucharla desde la aplicación, en mi cabeza recuerdo alguna canción, como lo dijo Jorge «El Mágico» González, «me anima».

La música es una memoria, mi cajita donde resuenan los nombres de amigos y familiares que mueren poco a poco hasta resucitarlos en recuerdos.

lunes, 10 de julio de 2023

Día no laborable

Rosario Sánchez Infantas


Como todos los días, Julio se levantó unos minutos antes de las seis de la mañana. Recordó con alegría que el gobierno, para promover el turismo, había declarado no laborable ese día viernes, alargando así el fin de semana. Su entusiasmo se debía al tiempo extra disponible para realizar el trabajo pendiente. 

Es docente de un instituto tecnológico estatal peruano, soltero, cuarentón y vive solo. Los fines de semana intenta darse tiempo para lavar la ropa y limpiar el departamento, pero las prendas se acumulan atiborrando el tacho de ropa sucia y una capa de polvo cubre los muebles durante semanas. Apenas si hace las compras urgentes, completa el trabajo retrasado o adelanta el de la semana próxima.

Y es que debía procesar las modificaciones a la Ley de educación, los reglamentos de la misma, los nuevos modelos de acreditación de programas educativos y de licenciamiento institucional. Así mismo, con la exigencia de los estudios de maestría, segundas especializaciones, diplomados, idiomas extranjeros, sus planificaciones educativas y el acopio de evidencias, no le quedaba tiempo para levantar la vista y ver algo que no fuera su trabajo. Se consideraba un perdedor que no lograba seguirle el paso a las exigencias laborales alrededor de las cuales había organizado su vida. Antes que amigo, compañero o cómplice, se sentía tratado como un competidor. Introvertido y ansioso en sus relaciones sociales, sufría intensamente el sentimiento de amenaza permanente de parte de las autoridades y de otros compañeros más acomodaticios, de una conveniente moral flexible y los que acumulaban (desconocía de qué manera) tantos diplomas.  

Sabía cómo alimentarse saludablemente, pero, al igual que todas las mañanas, desayunó café y panes con mantequilla, cepilló sus dientes y, aún en pijama y pantuflas, abrió el correo institucional y el WhatsApp. Pertenecía a muchos grupos de esta aplicación: el de los estudiantes de la maestría, el de los docentes del instituto, el del departamento pedagógico en el que laboraba, el colectivo de docentes de su especialidad, la facción política de docentes a la que pertenecía para evitar ser hostilizado, los grupos de cada una de sus asignaturas y muchos etcéteras. Había varios mensajes en cada uno de ellos, echar un vistazo a algunos de ellos le produjo el cotidiano desencanto. Nada personal. Cada quien mostrando sus viajes, fiestas, paseos y celebraciones. Había también consejos para ser exitosos, poderosos o felices. Emoticones, muñecos, aplausos, pulgares en alto, imágenes de abrazos, besos y flores para cualquiera que lo vea. Le afligió, como desde hacía algún tiempo, saberse ficticiamente parte de una masa impersonal, ególatra, nada original. 

Estuvo tentado de cerrar la aplicación, pero sintió una instantánea opresión en el pecho al pensar si no le habrán enviado alguna nueva tarea laboral. Efectivamente, el día anterior a las once de la noche, el director había reenviado las observaciones al informe de su círculo de mejoramiento de la calidad, para ser corregidas hasta el domingo, como máximo. ¡Se acabó el día no laborable! Y no era todo: le habían enviado dos proyectos de tesis para ser evaluados e informados, de manera conjunta, con los otros miembros del jurado. En unas tres horas podría revisar y emitir el informe de cada proyecto. Pensó que, era muy pesado hacerlo, pero resultaba mucho más difícil escribir o llamar a los otros miembros del tribunal y concertar una fecha para realizar el trabajo de manera colegiada; ello podía tomar de dos semanas a un par de meses. «Lo peor de trabajar “en equipo” es tener que lidiar con la actitud de aprobar todo o de observar todo, dependiendo de quién sea el asesor de cada proyecto».  El desaliento lo embarga. Tiene vocación pluralista, reconoce la diversidad que aporta cada individuo al equipo; pero, opta por una salida personalista que contraviene sus ideas y al reglamento de grados y títulos del instituto.

Hará los informes, pero le cuesta tanto empezar, que decide, antes, saciar su sed y estirar las piernas. En el viaje a la cocina se percata que va arrastrándolas. Surge espontáneamente la asociación entre sus neuronas: «Arrastro mi vida, la vida que me imponen los demás». De inmediato se rectifica. Se trata de su trabajo. Es serio y maduro cumplir con él, sobre todo ahora que le han encargado interinamente una coordinación… ¡y duplicado el trabajo! Respira intensamente con resignación y empieza a adecuar su informe al formato que le demanda la oficina de calidad, corrige prácticas, elabora diapositivas, pasa notas al registro. El hambre le apremia, improvisa un almuerzo y mientras lo ingiere va planificando lo que hará por la tarde. No cuenta con el sábado ni la mañana del domingo porque tiene clases de la maestría. Requiere el grado para ganar un poco más… «que se irá en nuevas actualizaciones». Suspira y piensa que la tarde del domingo todavía puede ser aprovechada. Experimenta una molestia difusa y no del todo consciente: quizás podría reunirse con los amigos que gustan de la literatura, ir al cine o salir a almorzar a la campiña cercana. Sin embargo, casi inmediatamente, Julio descarta esas ideas. Se acerca el concurso para nombramiento y tiene muchas actividades por realizar.  

Luego de una segunda taza de café vuelve a sentarse ante el ordenador, elabora el informe de sus actividades de proyección social, quiere echarse a la cama a descansar, pero piensa en la responsabilidad de la acreditación institucional. «Hay que sacrificarse por… el gregarismo… por la manada de ovejas que odian su trabajo, pero disimulan bien. No, yo lo hago por la lealtad a la institución a la que pertenezco… aunque me agobia cada día». Se va acrecentando el sentimiento de no tener vida propia que es acompañado de opresión en las mandíbulas y el pecho. Se sacude la cabeza «Es la institución que me da el pan». Crea un nuevo archivo, empieza a elaborar el plan de desarrollo docente, que debería hacerlo el jefe de departamento pedagógico. 

Recibe la llamada telefónica de un amigo preguntando si va a ir, por la noche, a la presentación del poemario de Manuel, un amigo común. Se sorprende, no estaba enterado. Es un buen camarada y le gustaría acompañarlo. Le parece tan lejano el tiempo en el que Manuel hiciera una hermosa presentación de su libro de prosa poética. Entra en conflicto, quiere avanzar el trabajo pendiente, y desea participar en la actividad tan importante para su compañero de letras. Decide que estará en la ceremonia, mas no en el festejo, pues todavía puede aprovechar unas horas de regreso de la presentación del libro.

Se alista y sale, pero en el trayecto recuerda una conclusión de su exposición del día siguiente, en una asignatura que cursa: «Es imprescindible el respeto a las normas para ejercer una ciudadanía constructora del bien común y de la democracia». Se siente culpable de «perder» el tiempo, de no contribuir al bienestar, a la acreditación de su carrera profesional. «Además este trabajo me ayudó a sobrevivir, me dejó sin momentos para sufrir por la partida de Camila». Suspira. La angustia se disipa cuando planifica levantarse de madrugada para avanzar en algo el trabajo pendiente.

Disfruta encontrarse con entrañables compañeros de letras, las apreciaciones de los presentadores y las anécdotas del proceso creativo del autor. Siente que es aquí a dónde pertenece. Se pregunta por qué no se regala más seguido estas experiencias. El entorno le recuerda los sentimientos que lo decidieron estudiar literatura. Entonces creyó que su título profesional le daría licencia para escribir profesionalmente. Suspira con nostalgia. Sin embargo, un instantáneo ramalazo de culpa lo sacude. 

Tras culminar la ceremonia, le invitan a realizar unos brindis por el flamante libro. Su más auténtico sentir es prolongar, después de mucho tiempo, este encuentro con humanos tan afines. Pero se siente irresponsable, desleal, desagradecido con su centro laboral. Teme no lograr el puntaje mínimo requerido para ser ratificado en su plaza. Los amigos lo notan pues lo toman de los brazos y le impelen a ponerse en marcha hacia el bar acordado. 

Después de casi tres años de encierro, a causa de la pandemia, Julio se conmueve por el ambiente acogedor del bar: luces cálidas, decorado rústico, música suave que acompaña la conversación. Son una docena de amigos del escritor cuya plática gira alrededor de la creación literaria, la música y el arte en general. Hay un clima grato, espontáneo, se habla de las pocas ventas de los libros, de los premios injustos, de la falta de apoyo estatal hacia los artistas, del desprecio por las modas de cualquier tipo. Nadie se siente juzgado, comparado ni poco exitoso. Todo el tiempo Julio se ha estado diciendo que se irá en una hora. Pero cada vez más profundamente reconoce que este instante de plenitud es lo que él llama «vivir». Mira su reloj, faltan cuatro minutos para partir. Raulito, el escritor de prosa alambicada y precisa, culto, divertido y eterno viajero se acerca al DJ y solicita un tema, que se diría degusta con todos sus sentidos: … «Para escuchar tus cantares, lunita de oro, se precisa del orgullo de los huemules en las montañas que saben trazar caminos, con toda la ciencia pura, cuando tu blanca hermosura nutre los frutos de la mañana».

El alcohol también está haciendo efecto. Pero él, especialista en neuroeducación, sabe que solo se ha inhibido su lóbulo frontal, la parte de su cerebro que juzga, critica y censura (además de otras funciones). Liberado parcialmente de ella, se acerca a sus más auténticas verdades. Golpea repetidamente su copa contra la botella para atraer la atención de sus amigos y les dice: 

—Necesito escuchar los cantares de la luna. Preciso de mi orgullo intacto, como el de los ciervos del sur. Puedo decir, con orgullo y sin falsa modestia, que sé trazar caminos en las vidas de mis estudiantes. No vine al mundo para ser un excelente coordinador burócrata al que pagan por cuarenta horas semanales de trabajo y labora setenta. El lunes solicitaré pasar a tiempo parcial en el instituto… ¡automáticamente dejaré de ser coordinador encargado! Con lo que dejaré de recibir, estaré comprando horas de vida para leer, escribir y para conducir talleres juveniles de poesía en la parroquia. Los próximos días no laborables me alcanzarán para visitar a Camila. Mi falta de claridad de lo que era importante preparó el camino, y su nombramiento se la llevó. Aún hay mucho por decir.

Todos aplaudieron. 

miércoles, 5 de julio de 2023

La noche oscura

Cecilia Escobar


El llanto insistente de un recién nacido la arrancó del sueño, le pareció que llevaba mucho tiempo dormida. Lentamente fue abriendo los ojos sin poder distinguir mucho, la habitación estaba en casi completa oscuridad. Una feroz tormenta ha privado de electricidad el barrio entero minutos antes y amenaza con inundar la pequeña ciudad. En el cielo se abre una grieta brillante y un relámpago ilumina fugaz la calle creando en la habitación todo tipo de formas, entre ellas una espeluznante silueta oscura situada a los pies de su lecho. El segundo rayo de luz le recuerda que la figura no es más que el poste de la cama con dosel sobre la que descansa. Se da cuenta entonces que está en casa de sus padres. Sobresaltada tantea alrededor de la cama. Un dolor punzante le recorre el cuerpo al moverse, por instinto se lleva las manos hacia el vientre durante meses abultado y ahora vacío. Sus esfuerzos son vanos cuando intenta incorporarse y resignada se recuesta adolorida.

Entrecierra los ojos y ese casete en blanco que es la mente al despertar, se llena de recuerdos y voces. Imágenes dolorosas pasan muy rápido por su cabeza una y otra vez. La embarga de nuevo el sentimiento que carga consigo desde hace muchas semanas, ahora entiende el porqué siempre está dormida, sedada y se hunde en el llanto al recordar el accidente. La sangre derramada de su amado cónyuge aún le quema el olfato. 

Sus profundos sollozos se alean con los sonidos de la noche. Afuera el viento y la lluvia azotan con fuerza los árboles y estos las ventanas, produciendo un aullido amenazante que se mezcla con el golpeteo de la lluvia contra los cristales, creando una sinfonía agitada. Cada ruido parece fluir hacia ella. La antigua casa cruje y se menea a voluntad del vendaval. Vuelve a cerrar los ojos, sintiéndose como una bestia herida, acorralada. 

En su infancia siempre había creído que el hogar era un baluarte, un refugio de las vicisitudes y peligros del mundo exterior. Una casa construida con pilares y cimientos, significa para ella la firmeza y permanencia, algo que siempre ofrece seguridad. Sin embargo, la casa pareciera que está a punto de derrumbarse, así como ella se ha desplomado por dentro. 

La chichonera seguridad que ofrece el vientre de una madre a su hijo antes de nacer es también utópica, este lo salvó de salir disparado como los demás, cuando el auto volcó en la carretera después de chocar contra un conductor ebrio, en cambio lo ahogó dentro del útero con la hemorragia interna. 

Y si ella hubiera aceptado quedarse en el hospital estatal al que Marcos la llevó cuando apareció el primer indicio de parto, entonces el accidente, ¿jamás habría ocurrido?, ¿estarían los tres felices en su hogar? Se reprocharía eso una y mil veces. Olga pidió en cambio que la llevara a la clínica de la ciudad, en plena noche de sábado. 

Vuelve a escuchar el llanto hambriento del bebé, al principio sutil y seguidamente más sonoro. Echa sus cabellos revueltos hacia atrás e intenta otra vez incorporarse. Le sorprende que nadie acuda ante los gritos. Sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, a un costado de la habitación puede ver la cuna, lo que es extraño, lleva semanas en casa de sus padres para huir de la sombra de los recuerdos de su maternidad frustrada y la viudez prematura. 

El dolor en su vientre le dice que no está muerta como quisiera y tampoco sueña. Con cuidado coloca sus pies sobre el duro suelo. Sale de la cama despacio, quiere correr, pero se contiene, como si la voz de la razón la detuviera. Intenta llegar hasta la cuna que parece alejarse con cada paso que da. Un sudor frío le recorre las sienes, sus pulmones reclaman más oxígeno, de fondo oye el eco de ese tambor que es su corazón desbocado. Avanza, un paso detrás de otro y alcanza por fin la camita del bebé, extiende las manos y quita el velo que la cubre, inclina el cuerpo para cargar al recién nacido, apenas percibe el piso bajo sus pies, ¿acaso vuela? 

Siente su cuerpo flotando en el aire y cae pesadamente. Un grito se escapa de su garganta. Momentos de aturdimiento y dolor. A lo lejos alguien abre y cierra puertas, oye voces llamándola por su nombre. Pasos bajando escaleras, luces de lámparas, murmullos, llantos. Su cuerpo húmedo por la lluvia yace de espaldas sobre el césped inundado del jardín de la casa. Abre los ojos y observa la puerta abierta del balcón de su habitación en la segunda planta. La delgada cortina flamea enloquecida a fuerza del viento. 

La noche era oscura, pero nada más oscuro y profundo que su propio ser, desposeído de crear nueva vida. A su lado otra vez la figura oscura la acompaña. Olga no siente miedo ni aflicción. Cierra los ojos y el disco duro de su mente se vuelve a quedar en blanco.