sábado, 29 de julio de 2023

Un cura de parroquia

Patricio Durán


Las rosas, margaritas y claveles que decoraban las puertas, ventanas y columnas de estilo barroco de la iglesia Jesús Obrero aportaban armonía, frescura y calidez. Las bancas estaban decoradas con caspia y solidago, creando un ambiente festivo y romántico. El perfume alborotado de las flores daba la bienvenida y dejaba su eco en el olfato de los invitados a la boda. El Ave Verum Corpus de Mozart se escuchaba suavemente. Los novios se encontraban de pie ante el altar.

A punto de pronunciar los votos: «Yo, Miguel Ángel Fernández, te quiero a ti, Verónica Vivanco, como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida…», el novio recordó la promesa que hizo años atrás a la Virgen de la Cueva de servirle como sacerdote si lo salvaba de morir enterrado bajo los desechos, broza y cascote, luego del terremoto que lo arrasó todo en la parroquia rural de San Mateo.

La catástrofe ocurrió el 10 de noviembre de 1950 al mediodía, causó mucha destrucción por el desplazamiento de grandes masas de tierra que atraparon a miles de asustados sanmateanos. Su epicentro estuvo ubicado en una falla geológica al norte del nido sísmico de Atocha, aproximadamente a veinte kilómetros de San Mateo. La magnitud calculada fue de seis punto ocho grados en la escala sismológica de Richter, con una profundidad de cuarenta mil metros.

Aquel viernes fatídico, el cielo se encontraba completamente despejado, no había una sola nube en lontananza, todo estaba tranquilo; los pobladores no se imaginaban la tragedia que se cernía bajo sus pies. Los parroquianos estaban preocupados en atender sus labores diarias: unos se ocupaban de actividades mineras o comerciales, otros a las faenas agrícolas, las amas de casa dedicadas a preparar el almuerzo, los niños se reunían en la iglesia Jesús Obrero preparándose para realizar la primera comunión. De pronto, las diligencias parroquiales fueron interrumpidas por la brusca sacudida de la corteza terrestre.

Muchos habitantes salieron de sus viviendas en precipitada carrera, haciendo lo contrario de lo que se aconseja en estos casos en los que se debe conservar la calma y no correr. La gente arrancaba aterrada, sin rumbo fijo, buscando lugares descampados: la plaza de toros, el parque Centenario, la explanada del templo y de la casa parroquial. La cifra de fallecidos fluctuaba entre seis y ocho mil. Nunca se supo el número exacto de los fallecidos. Luego del sismo, a San Mateo se le llegó a conocer como «El pueblo de los muertos».

En medio de violentas convulsiones, la nave central de la iglesia se vino abajo, atrapando en sus escombros a los niños que se preparaban para la primera comunión. El inmenso cielo se oscureció de pronto. Las nubes estaban cargadas, una tormenta trajo un viento místico que se desvaneció como la niebla en la insondable oscuridad y en sueños, Miguel Ángel sintió que un espectro lo rescataba de entre las ruinas, lo llevó en vilo y lo depositó con suavidad sobre el césped del parque Centenario, a pocos pasos del templo destruido.

Cuando volvió en sí se enteró de que la mayoría de sus compañeros estaban sepultados, sangraban profusamente por las heridas, pero él, ¡oh portento divino!, estaba ileso, solo unas magulladuras en brazos y piernas y un pequeño chichón causado por el golpe de una piedra, pero nada serio, por lo que desde ese mismo instante se ratificó en su promesa a la Virgen de la Cueva de entregarse en cuerpo y alma a servirla. Años después, al pie del altar, se arrepentiría de aquel juramento sintiendo que el amor por una mujer de carne y hueso es más fuerte que cualquier vocación espiritual.

Circulaba por las calles de San Mateo la creencia de que la «Pacha mama» se resintió por la exagerada explotación de los recursos naturales y por el comportamiento disoluto de aquellos, saturado por una corrupción difusa, tanto en lo religioso como en lo político, desfogando su enojo y enviando el castigo divino en forma de terremoto.

Los parroquianos sacaron la imagen de la Virgen de la Cueva en procesión por las vías destruidas con el propósito de calmar su ira, produciendo un sincretismo por la combinación de creencias religiosas provenientes de costumbres indígenas ancestrales y del cristianismo, que en este caso rayaba en la superstición, y en una general ambigüedad de comportamientos por parte de los pobladores.  Algunos de ellos permanecían prosternados y penitentes mientras la figura de la Virgen de la Cueva se alejaba; cuando levantaron la cabeza, solamente vieron una especie de sombra que colocaba el cuerpo inerte de un niño en la grama del parque Centenario.

Monseñor Germán Luzuriaga, obispo de la Diócesis de Nuevo León (a la que pertenecía la parroquia de San Mateo), fue padrino de bautismo de Miguel Ángel. En alguna ocasión en que se encontraban repasando el catecismo le preguntó: «Ahijado, ¿qué vas a ser cuando seas grande?», a lo que el niño respondió sin titubear: «Padrecito como usted, padrino». A él le llamaba la atención la indumentaria eclesiástica que usaba su mecenas, lo veía muy elegante e imponente con su sotana, casulla, estola, y toda la parafernalia de los ritos católicos.

Miguel Ángel fungía de monaguillo, era el servidor por excelencia, que se encargaba de atender en el altar y en las celebraciones de la liturgia. Ayudaba tanto al padre Hugo Romero, cura de la parroquia, como a la comunidad en hacer más solemne los rituales, por lo que servía al mismísimo Cristo que se encontraba presente en la celebración. La indumentaria del acólito consistía en dos prendas: sotana roja y roquete o sobrepelliz que era una vestidura blanca de lienzo fino con mangas anchas que llevaba sobre la toga, lo cual le daba un aire divertido.

A misa dominical, las señoritas iban vestidas con ropa nueva, la cara cubierta de polvo de arroz que daba a su piel una textura aterciopelada, y, pese a los serios rituales de la ceremonia, al ver al monaguillo vestido de tal forma soltaban la risa, lo que provocaba cierta turbación en Miguel Ángel, sobre todo porque entre las jóvenes se encontraba Beatriz, una chiquilla primorosa con quien se daba besos inocentes a hurtadillas; el aroma de su cabello sedeño le impedía dormir e iba ojeroso a la escuela. Sin duda, las Beatrices inspiran amores infinitos.

Miguel Ángel se convirtió en un agraciado joven, de elevada estatura, poseedor de una natural elocuencia, vigoroso, henchido de energía y entusiasmo que cautivaba los corazones de las chicas (y no tan chicas) que siempre buscaban su compañía. A medida que se desarrollaba físicamente sentía un cambio progresivo en su postura, una fuerte sensualidad le quemaba las entrañas, y el estar en contacto con el sexo femenino exacerbaba su deseo que lo transformó en un personaje oscuro, ambiguo que se evidenciaba en dicotomías antagónicas entre su vocación religiosa y sus sentimientos por Beatriz. En ocasiones, la imagen de ella estaba presente por más tiempo y más fuerza en sus pensamientos que la Virgen de la Cueva.

Monseñor Luzuriaga, hombrecillo de unos sesenta años, constitución gruesa, aunque pequeña, de aliento rancio, observando la aventurilla amorosa, llamó su atención gruñendo:

—¡Pero qué comportamiento es ese, ahijado! Tú no estás para dártelas de conquistador, tú tienes un serio compromiso con tu vocación. Así que pídele a la virgencita más sentido común. ¡Más juicio en la mollera!

—No es nada, padrino —respondió Miguel Ángel—. Beatriz es solamente una amiga.

—¡A las amigas no se les machaca la boca con ávidos besos, tunante! —respondió furioso monseñor Luzuriaga.

—Fueron solamente unos «piquitos». No volverá a pasar, padrino —contestó mohíno.

—¡Eso espero! —bramó monseñor y se retiró mascullando insultos.

Intuyendo las condiciones y el talento que mostraba su ahijado para la carrera eclesiástica, y al notar que Beatriz podría ser una amenaza y dar al traste con su vocación religiosa, apresuró sus buenos oficios y consiguió la autorización de los padres de Miguel Ángel para inscribirlo en el seminario. «La mujer puede ser un manjar digno de los dioses, mientras no lo sazone el diablo», dijo echando maldiciones. Con la renuencia de los jóvenes por abrazar el sacerdocio, monseñor no podía darse el lujo de perder a un buen prospecto por los ósculos de una damisela.

Miguel Ángel ingresó al seminario sin la convicción que mostró al inicio. Beatriz socavó su vocación haciéndola tambalear. A pesar de todo se graduó y gracias a una beca pudo continuar sus estudios eclesiásticos en la capital de la república donde recibió el sacramento del orden sacerdotal. Un mes después de su ordenación, al ser favorecedor de otra beca gestionada igualmente por su padrino, partió a Europa a estudiar en algunos de los más renombrados centros académicos del viejo continente graduándose como doctor en derecho canónico.

Beatriz, desolada por el viaje de Miguel Ángel, se echó a llorar al perder las esperanzas de que su inefable amado regrese a sus brazos. La partida a Europa era algo con lo que ella no contaba. No podía olvidar aquellos besos nocturnos y caricias apasionadas en la laguna de La Moya, sin los cuales nunca más recuperaría el placer de vivir. Pensó en hacerse monja: le entró una gran devoción, manifestación exagerada de las tendencias que desde niña había creado en su naturaleza sensible la convivencia con los clérigos; adquirió el hábito de la lectura, devoraba libros religiosos; pegó afiches de santos en las paredes de su habitación, asistía todos los días a misa, se confesaba y comulgaba todas las semanas. Se convirtió en un ejemplo para las adolescentes díscolas ingresando al convento de monjas de claustro, el cual tuvo que abandonar al poco tiempo por su estado de gravidez. 

Miguel Ángel, aprovechando su permanencia en el país galo, asistió como alumno a la Universidad Católica de París en donde se diplomó en Lengua y Cultura Francesa. Durante su estadía en Austria acudió a la Universidad de Viena y se graduó en idioma alemán. Su afición por los idiomas le permitía comunicarse con soltura en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y quichua. 

Miguel Ángel no era un cura ambicioso, no quiso ser caudatario de ningún obispo, él tenía claro que su existencia se la dedicaría a la Virgen de la Cueva, que gracias a su intervención la salvó; se conformaba con ser párroco para poder servir a su benefactora. No deseaba vivir en una gran ciudad, ni tampoco laborar en un templo al que asista gente rica y confesar a sus mujeres que acudían al confesionario para conquistar al cura confesor. Recordaba claramente cuando encontró al padre Hugo Romero besando apasionadamente a una feligresa en el confesonario. Ahora, ya de regreso a su parroquia, quería respetar los votos constitutivos de su vida monástica: obediencia, castidad y pobreza, aunque el melifluo recuerdo de Beatriz lo acompañaba siempre. El voto que se le dificultaba cumplir fue el de continencia, con los otros dos se las arreglaría.

Colmado de títulos y honores, el padre Miguel Ángel Fernández retornó a su pueblo natal para cumplir con la promesa que hizo a la Virgen de la Cueva de convertirse en sacerdote si salía vivo de entre los escombros del terremoto. Monseñor Germán Luzuriaga estaba muy satisfecho con el nombramiento de su ahijado como párroco de San Mateo. En la farmacia de la doctora Miriam, en el parque Central, en la sacristía de la catedral, por donde iba ponderaba sus estudios en las mejores universidades europeas, su acatamiento, el ser morigerado en las costumbres, en fin, glorificaba incluso su voz: «¡Un timbre que es un coro de ángeles!». —Él es el indicado para recuperar la fe de la gente. Le vaticinaba con ímpetu un gran futuro, grandes oportunidades. ¡Quizás la satisfacción de una prelatura!

El nuevo párroco llegó a su flamante parroquia veinte y cinco días después de su nombramiento en Roma. Fue a recibirlo su padrino.

—¡Hola, Miguel Ángel! —gritó el obispo Luzuriaga al verlo apearse de la diligencia que lo había transportado desde la capital.

—¡Padrino! —dijo el cura párroco con alegría, y se abrazaron, mientras una multitud entusiasmada rodeaba y aclamaba al nuevo cura de la parroquia.  

Las campanas repicaban sin cesar. Caminaron hacia la nueva residencia del cura párroco por un sendero cubierto de charcos y de ramas caídas. Los matorrales no habían sido podados y parecían amantes abrazados. Una luz moribunda se extendía por el pueblo, el aire dulzón podía sentirse creando una encantadora tranquilidad; de las casas salían humos blanquecinos y olorosos, portadores de las deliciosas viandas que preparaban las parroquianas; unos perros con aspecto macilento movían la cola alegremente esperando recibir un mendrugo de pan, y se escuchaba el trinar melancólico de las golondrinas.  Se notaba aún los vestigios de la iglesia y de varias viviendas que fueron destruidas por el terremoto, lo que evidenciaba la magnitud de la catástrofe, lo cual le recordaba a Miguel Ángel su promesa.

Monseñor Luzuriaga explicaba pausadamente que no podría hospedarse en el hogar de sus padres porque quedaba demasiado lejos del despacho parroquial, y sus nuevas funciones requerían que resida en un lugar cercano para atender a los lugareños que soliciten sus sagrados servicios a la hora que se presenten, ya sea para dar los santos óleos a los moribundos, aconsejar a un suicida o cualquier otra emergencia, por lo que consiguió un departamento en la morada de una mujer temerosa de Dios, de cuentas claras, muy económica y servicial.

—¡Te encontrarás allí como en tu propia casa! —dijo el padrino con ímpetu—. Tendrás las tres comidas diarias: desayuno, almuerzo, merienda y …

—Vamos despacio, padrino —dijo el cura párroco—. ¿Cuánto me va a costar esta maravilla? Mire que la Iglesia está en austeridad y no me ha asignado muchos fondos.

—La Iglesia siempre ha estado en austeridad, mi querido ahijado. La prebenda que recibes por tu canonjía alcanza plenamente —dijo el obispo—. Ocho mil sucres. ¡Un regalo!, considerando que se encuentra a una cuadra del despacho parroquial. Además, te atenderá Verónica, la hija de doña Genoveva, la dueña de casa, una chiquilla muy espiritual y hacendosa, además de bonita.

—¡Aquí tiene usted a su huésped! —dijo al llegar doña Genoveva.

—¡Es para mí un privilegio recibirlo, señor cura párroco! ¡Un gran honor! El viaje ha sido largo y debe estar agotado y hambriento. Le llevaré hasta su departamento —dijo la matrona—. Esta es su sala. Aquí puede recibir a las importantes personas que vengan a visitarlo. Por acá —añadió, abriendo una puerta— está su alcoba con baño privado y agua caliente. Ahora, si me dispensan, voy a preparar la mesa.

Luego de cenar, Miguel Ángel se despidió de su padrino y de doña Genoveva. «Estoy agotado del viaje y mañana temprano empieza mi labor». En su habitación había una imagen de la Virgen de la Cueva ataviada de un manto de terciopelo de algodón con saya blanca de brocado de oro. Porta en sus manos un sudario de tul bordado a mano ribeteado en encaje de concha y plata. Se sentía seguro al mirar la efigie. Abrió su librito de oraciones, se hincó, dijo una breve oración y se durmió inmediatamente.

A la mañana siguiente unos golpecitos temerosos lo hicieron despertar. Miguel Ángel abrió la puerta y vio a Verónica. Lo que le había mencionado su padrino acerca de su belleza se quedaba corto. La jovencita era mucho más hermosa de lo que se imaginaba. Algo turbado atinó a decir:

—Buenos días.

—Buenos días, señor cura párroco —dijo Verónica azorada viendo al sacerdote en pijamas—. El desayuno está servido.

—Muchas gracias. Me aseo y bajo enseguida.

Miguel Ángel se sentía complacido al cuidado de las mujeres. Doña Genoveva, muy abnegada, cuidaba con esmero todos los detalles para que su permanencia sea de lo mejor: lavaba y planchaba el hábito eclesiástico con el que podía lucir su gallarda figura. Le cocinaba deliciosas comidas y su habitación despedía un brillo como el sol mañanero. Verónica tenía con él mucha confianza lo que facilitaba una comunicación instantánea y efectiva: «han congeniado el uno con el otro», dijo, muy contenta doña Genoveva. De esta manera transcurrió el tiempo. Se sintió cómodo, con mantel largo, una cama esponjosa y la compañía afectuosa de dos damas virtuosas, sobre todo de Verónica, por quien las brasas del deseo empezaron a consumirlo sin que lo pudiera evitar. El «eterno femenino» en su máxima expresión.

En la parroquia de San Mateo se hablaba de la llegada del nuevo cura párroco, desde ya su hijo predilecto, quien parecía que iba a ser «profeta en su propia tierra». Se vio desembarcar sendas maletas cargadas de libros, muchos libros y artículos novedosos traídos de la madre patria y de los países europeos en los que se había formado «taita curita», así le empezaron a tratar los parroquianos. Las novedades consistían en una vitrola y colecciones de discos del estilo musical que pegaba con fuerza como el rock and roll, los grupos de moda eran The Beatles y de Elvis Presley.

Todos ponderaban las habilidades del cura de parroquia en muchos temas: hablaba varios idiomas, cantaba y bailaba como un profesional, conocía sobre agricultura, además de los inherentes a sus actividades al frente de la comunidad, dirigirla, preparar y dar sermones, oficiar eventos: bodas o funerales, y ayudar a los parroquianos en momentos de necesidad o aflicción, llevando la palabra del Señor cual bálsamo sanador.

El padre Miguel Ángel enseñó a los agricultores formas novedosas de cultivo aprendidas en España, especialmente de ajo y cebolla. En unas tierras fértiles de doña Genoveva puso en práctica sus técnicas de labranza obteniendo excelentes resultados y ayudando en la economía de la dueña de casa. Todas estas actividades no eran ajenas a Verónica, quien se fue enamorando de las destrezas del sacerdote, de su porte varonil, y él de todo lo que provenía de ella: le gustaba el talle perfecto de sus vestidos, su andar garboso, la forma de acicalarse el cabello. A veces veía entreabierta la puerta de su habitación, deslizaba hacia dentro miradas furtivas: la ropa interior desparramada en la cama le causaba hormigueos en el bajo vientre. Veía girar el mundo a sus pies, como si caminara en el aire. Nunca había estado tan cerca de una mujer.

Olvidaba de que era un cura de parroquia, la promesa a la Virgen de la Cueva, el sacerdocio, el pecado quedaban tan lejos. Solamente pensaba en acariciar sus cabellos sedosos, besar sus cálidos labios, sentir su aliento perfumado. En ocasiones protestaba contra estas debilidades carnales recordando las palabras de su padrino: «¡Más sentido común! ¡Más juicio en la mollera!», ignorando que el sentido común es el menos común de los sentidos cuando del amor se trata. «Si fuese un hombre libre, me casaría con Verónica. Sería un amantísimo esposo y un abnegado padre de familia», decía. Ante el cuadro dramático de su existencia, y frente a la perspectiva de una vida fallida y mediocre, una ola de calor, de furia contenida invadió su cuerpo y maldijo a su padrino, quien lo llevó de la mano, desde niño hasta convertirse en lo que hoy era: un ser amargado, devorado por la pasión carnal.

Tanta ternura le procuraba la sin par Verónica, con sus tiernos embelecos y miradas acarameladas; las faldas, medias, calzones y sostenes desperdigados en su cama que, a fin de cuentas, habían excitado su deseo, haciendo que el pobre cura terminara cediendo a sus deseos amorosos, comenzando una relación secreta, que con el tiempo se hizo pública, esto supuso el declive moral del cura párroco y un dilema: desistir de su romance o colgar los hábitos, abandonando la vida religiosa para casarse con ella.

Lamentaba no tener la libertad de contraer matrimonio, de hacerle el amor sin remordimiento, suavemente o con furia. ¿Por qué prometió a la Virgen de la Cueva convertirse en cura de parroquia? ¿Por qué permitió que su padrino lo lleve de la mano, como buey al matadero? ¿Por qué la Iglesia prohibía a sus clérigos la satisfacción más elemental, no negada ni siquiera en el reino animal? ¿Acaso las simples palabras de un jerarca religioso «serás puro y casto» a un varón en plena efervescencia de su sangre la iba a apaciguar? ¿Y quién concibió semejante despropósito? ¡Un cónclave de prelados decadentes en el ocaso de sus vidas! ¿Quizás ellos no sintieron en su juventud el llamado de la naturaleza taladrarlos hasta el tuétano? ¡Toda actividad humana podría evitarse, menos el amor! Y si amar no es pecado, ¿por qué está vedado entonces que el seminarista lo sienta, que lo haga con decencia e integridad, sin caer en la pedofilia y otras aberraciones? ¡Tal vez sería preferible que busque placer acudiendo a la más antigua de las profesiones en las sórdidas callejuelas citadinas? ¡El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil!

No comprendía cómo Verónica, una mujer tan hermosa, que le prodigaba cariño, finas atenciones, comprensión, que satisfacía las urgencias del deseo, fuera la culpable de sus cuitas de amor. ¿Debía convertirse en anacoreta y pasar el resto de su vida en lo alto de una columna en el desierto, rodeado de animales salvajes y alimañas para no caer en pecado?

El cura de parroquia pasó varios días reflexionando sobre la decisión a tomar; buscó inspiración en las Sagradas Escrituras y dio con un versículo de Primera de Timoteo que dice: «Si alguno desea ser siervo de Dios debe ser intachable, esposo de una sola mujer, moderado, sensato, respetable, hospitalario y capaz de enseñar…». Ahí encontró lo que buscaba: «esposo de una sola mujer». La Iglesia católica no permite que sus sacerdotes sean casados, por lo que Miguel Ángel solicitó la dispensa de su estado clerical, se hizo pastor protestante, que a fin de cuentas observa normas más humanas, y casó con Verónica. Su decisión enojó a su padrino, pero prefería eso a desagradar a Dios que era todo amor, como lo repetían una y otra vez en el seminario.

Al fin podría besar, con la aquiescencia de la Iglesia cristiana y del Estado, aquella boca y aquellos senos de mujer, única obsesión del hombre: los toma al nacer y no los suelta hasta morir de viejo. El cura de parroquia cambió los favores de la Virgen del Monte por los de una montubia.

3 comentarios:

  1. Felicitaciones mi estimado Patricio

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  2. Un abrazo cariñoso y felicitaciones !!!!! Estupendo y entretenido relato literario !!!!!

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  3. Excelente muy entretenido

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