Manuel Quezada
Era difícil
cualquier escenario: sabíamos que moriría, pero guardábamos una débil esperanza,
casi ingenua. Cada veinticuatro horas había una desalentadora noticia hacia un
desenlace inevitable. Los aparatos conectados a su cuerpo mantenían un pitido
constante que alteraba mis nervios. Solo la música me proveía descanso. Cada
mañana que la veía dormida estaba más delgada y percibía sus huesos,
principalmente pómulos y mentón.
Estos días he
escuchado un arreglo musical de Max Richter sobre Las Cuatro Estaciones de
Vivaldi. La pieza Spring 1 según Spotify es una recomposición del año 2012. Hay
dos notas dominantes en la ejecución que me producen estados anímicos
diferentes. Por un lado, la intensidad de los violines, que desde el inicio
toman un ritmo galopante, me provoca alegría; por el otro, aparece un piano
(después supe que era un sintetizador) con notas lentas, pausadas, que me
vuelve nostálgico. No recuerdo una pieza musical que permita experimentar dos
sentimientos opuestos
La primera vez que
disfruté Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, fue con el maestro Herbert von
Karajan y la prodigiosa violinista Anna-Sophie Mutter, en el marco de la
inauguración de la Kammermusiksaal (sala de música de cámara) de la Berliner
Philharmonie en 1987. Yo disfruté ese concierto por video y años después lo repaso
en «Youtube».
En la última
presentación que hizo Joaquín Sabina en nuestro país, dijo que había tres
personas importantes para él: Monseñor Oscar Arnulfo Romero, el poeta Roque
Dalton y el futbolista Jorge «El Mágico» González. Este último dejó una huella
en el fútbol de España, en especial la ciudad de Cádiz, donde se le considera
un dios. En una entrevista que le hicieron, vestía una camiseta con el logo de
los Rolling Stones: la prolongada lengua que data de 1971. El reportero le
preguntó si sabía el significado de esta, a lo que respondió que no, para luego
insistir, si entendía lo que decía la música de esa banda que toca en inglés, a
lo que dijo con la sencillez que lo caracteriza que no.
—¿Y por
qué la escuchas? —volvió a cargar el reportero contra El Mágico.
—No sé, quizá
porque me gusta, en realidad en mi cabeza solo hay música —respondió.
En un programa
matutino de radio entrevistaron a un cantante de ópera, el barítono José
Guerrero del grupo OPUS 503. En un esfuerzo por difundir el canto a nivel
nacional comentó que se trasladaron al departamento de La Unión, uno de los más
pobres del país, y relató que cantaron en una plaza pública obras clásicas y
canciones populares, interpretando grandes piezas líricas como «Nessun dorma», «Granada»
y «O solé mío», hasta melodías de corte popular como «My way», «Fly me to the moon».
Dijo que al final del concierto se le acercó un vendedor de sorbetes y lo
felicitó. Él quedó sorprendido por aquel gesto del hombre humilde.
—¿Las entendió? —recuerda
que preguntó.
En mis años de
infancia solo teníamos una radio y no tenía control sobre aquel aparato, solo mi
hermano mayor quien sintonizaba las estaciones musicales para escuchar su
música preferida, la cual era en inglés. Me enamoré de varias canciones de
mediados de década de los setenta y a la fecha, al recordar cada una de ellas,
vuelvo a aquellos años. No comprendía la letra y ahora que las traduzco al
español me decepcionan o no las entiendo, pero me siguen gustando y me animan, otras
las he dejado de traducir para no llevarme una frustración más como es el caso
de Hotel California. La segunda gran usuaria de la única radio era mi
madre, quien hacía sonar «música para planchar» mientras trabajaba en los
oficios de la casa. Por ella conocí a cantantes contemporáneos de España, como
Camilo Sesto, Mocedades, Juan Bau, y de México, que, no siendo la moda, siempre
se escuchaban como Pedro Infante, Los Panchos, y muchos otros.
Transcribo lo que
leí en un artículo sobre la música y que me interesó: “Cuando cantamos o
hacemos música en grupo se reduce la producción de cortisona, la hormona
responsable del estrés, y aumenta la de oxitocina, que fortalece las relaciones
sociales y también los lazos afectivos entre madre e hijo” (Revista XL Semanal,
en internet).
En los últimos días
de vida de mi madre la música me ayudó a transitar del optimismo ingenuo de su
recuperación al consentimiento de la partida. Las notas musicales del arreglo
de Max Richter en Spring 1 me bamboleaban entre los animosos violines agudos y el
meditativo sintetizador. Una melodía caótica de cuerdas, pero que me provocaba
a ratos una paz. El carácter de mi madre era fuerte y no permitía que le ayudáramos
a colocar las medicinas intravenosas en cualquiera de los dos brazos, pero una
joven doctora descubrió que disfrutaba la música de Pedro Infante, y dejó
anotado en un papel la secuencia o protocolo a seguir para lograr el objetivo:
1) Pedro Infante, 2) Medicina «X», 3) Medicina «Y», 4) Medicina «Z».
—Ayer escuchó en «YouTube»
a Pedro Infante y se dejó poner todas las medicinas —me dijo la doctora.
Yo sonreí con la
noticia.
—Uno aprende a
negociar con los pacientes —sentenció.
En la habitación
del hospital donde se recuperaba de una cirugía de alto riesgo, cerca de las ocho
de la mañana del jueves 13 de abril de 2023, me di cuenta de que estaba cerca
de la mala noticia. Le hablé al oído para decirle que aquí estaba con ella y
abrió los ojos. Me dirigió una mirada firme y, sin cerrar los párpados, comenzó
a llorar. Apenas movía las pupilas. Sus lágrimas comenzaron a descender por su
cara. Recordé actrices que tenían capacidad de llorar sin mover pupilas, párpados
y mantenían frialdad en su rostro. Dos de ellas, Olivia Colman y Claire Foy en la
serie The crown.
Mientras nos
veíamos, vino a mi mente un pasaje de hace cuarenta y siete años que no recordaba
por ese entonces, pero ese instante de mutuas miradas me lo trajo: perdimos
nuestra casa por problemas financieros de mi padre debido a su alcoholismo, así
que nos vimos obligados a tomar en arrendamiento una vivienda en un barrio más
pobre. Una tarde, minutos antes de que desaparecieran los últimos rayos del
sol, ella me tomó del brazo y dijo que la acompañara. Nos dirigimos a la orilla
de un barranco y al sentarnos en un lugar seguro indicó el lago de Ilopango cuyas
aguas brillaban en una tonalidad plateada. Inmediatamente ella comenzó a
cantar:
«Luna gardenia de
plata, que en mi serenata te vuelves canción. Tú que me viste cantando, me ves
hoy llorando mi desilusión».
Boquiabierto la escuché
atento y vi su rostro joven, pollón, y sus ojos fijos en las aguas del lago que
teníamos enfrente. La vi hermosa. No se detuvo.
«Luna de Xelajú
que supiste alumbrar, en mis noches de pena, por una morena de dulce mirar».
No había recordado
esa escena sino hasta ese jueves y repasé aquellos años difíciles, donde ella sostuvo
la economía de la casa y toleró la ausencia diaria de mi padre atragantado en
el alcohol y aventuras de amor. Por eso el carácter natural de mi madre era
fuerte.
«…en mi vida no habrá más cariño que tu mi amor, porque no eres ingrata mi luna de plata Luna de Xeeeeeelajú… Luna que me alumbró en mis noches de amor, hoy consuelas la pena, por una morena, que me abandonooo».
Tomé mi teléfono
celular y entré a la aplicación de «YouTube» para buscar «Luna de Xelajú» y le
di todo el volumen para que ella la escuchara. Comenzó a abrir los ojos y
volvió a dirigirme una mirada fija que duró el tiempo de la canción. Cerró los
ojos. Estaba cansada pero las comisuras dibujaban una leve sonrisa.
A mis diez años no
entendí la canción, solo la intensidad de su canto. Poco hubiera sucedido o
cambiado de haberla comprendido. Mi cariño hacia ella se afincó desde aquella
tarde de hace cuarenta y siete años, firmado por seis minutos melodiosos de su
voz frente a las aguas plateadas del lago de Ilopango. Oscureció. Perdimos la
lucha de su recuperación y su corazón se detuvo diez días después, el 23 de
abril de 2023.
La música empuja
la esperanza diaria… Al finalizar el conflicto interno bélico, Alejandro Coto,
promotor de arte en el destruido pueblo de Suchitoto, comenzó a traer artistas
para dar conciertos principalmente de cuerdas. Tuve la oportunidad de escuchar a
Carlos Morel, Carlos Barbosa Lima, Liona Boyd, y a un percusionista brasileño
que no recuerdo su nombre. Una noche de tantas, antes de iniciar el concierto
en la iglesia principal del pueblo, encontré en las afueras de la iglesia al
maestro Carlos Barbosa Lima, viendo la plaza de forma distraída con sus amplios
y cuadrados anteojos, vestido con una guayabera blanca y pantalón oscuro. El
calor era insoportable. Conversé brevemente:
—La primera vez
que vine a El Salvador fue por los años setenta, vine a tocar a una boda en la
iglesia la Ceiba de Guadalupe.
Para mí era
difícil sostener una conversación con él. No sabía qué decir o preguntar
después de cada comentario o participación del maestro en la improvisada tertulia.
—Me trajeron
porque la primera opción era John Williams y a última hora dijo que no vendría.
Así que me contactaron.
Esa noche desplegó todo su talento y cerró su
participación con la ejecución de la dulce «Caixinha de Música» que me dejó una
atmósfera de paz. Él visitó nuestro país al menos en tres ocasiones más y cada
vez que cerraba sus veladas le pedíamos «Caixinha de Música», y accedía.
En 1995 murió uno
de mis mejores amigos, cuyo apodo era «Remolino» porque cuando caminaba, corría
o jugaba futbol levantaba polvo detrás de él. Tuvo cáncer en los pulmones. Dejó
planeado todo su funeral y el día del entierro llegó un guitarrista y ejecutó «Hojas
Muertas» de Jacques Prévert, una canción francesa de 1945 con música de Joseph
Kosma. Luego tocó Kinderzernen, op.15: VII Traumerei de Robert Schuman, una dulce
melodía inspirada en recuerdos de infancia del mismo autor.
Cada mañana me
levanto antes que salga el sol, pongo café y escucho música para recordar
amigos, para animarme y recibir los primeros rayos. Por estos días vuelvo con
Antonio Vivaldi y los arreglos de Max Richter de «Las Cuatro Estaciones»,
y me parece el caos más dulce. Me dirijo
al trabajo y pongo música en Spotify, pero también la escucho durante el día, y
aunque a veces no sea posible escucharla desde la aplicación, en mi cabeza recuerdo
alguna canción, como lo dijo Jorge «El Mágico» González, «me anima».
La música es una
memoria, mi cajita donde resuenan los nombres de amigos y familiares que mueren
poco a poco hasta resucitarlos en recuerdos.
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