martes, 18 de julio de 2023

En mi cabeza solo hay música

Manuel Quezada


Era difícil cualquier escenario: sabíamos que moriría, pero guardábamos una débil esperanza, casi ingenua. Cada veinticuatro horas había una desalentadora noticia hacia un desenlace inevitable. Los aparatos conectados a su cuerpo mantenían un pitido constante que alteraba mis nervios. Solo la música me proveía descanso. Cada mañana que la veía dormida estaba más delgada y percibía sus huesos, principalmente pómulos y mentón.

Estos días he escuchado un arreglo musical de Max Richter sobre Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. La pieza Spring 1 según Spotify es una recomposición del año 2012. Hay dos notas dominantes en la ejecución que me producen estados anímicos diferentes. Por un lado, la intensidad de los violines, que desde el inicio toman un ritmo galopante, me provoca alegría; por el otro, aparece un piano (después supe que era un sintetizador) con notas lentas, pausadas, que me vuelve nostálgico. No recuerdo una pieza musical que permita experimentar dos sentimientos opuestos

La primera vez que disfruté Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, fue con el maestro Herbert von Karajan y la prodigiosa violinista Anna-Sophie Mutter, en el marco de la inauguración de la Kammermusiksaal (sala de música de cámara) de la Berliner Philharmonie en 1987. Yo disfruté ese concierto por video y años después lo repaso en «Youtube».

En la última presentación que hizo Joaquín Sabina en nuestro país, dijo que había tres personas importantes para él: Monseñor Oscar Arnulfo Romero, el poeta Roque Dalton y el futbolista Jorge «El Mágico» González. Este último dejó una huella en el fútbol de España, en especial la ciudad de Cádiz, donde se le considera un dios. En una entrevista que le hicieron, vestía una camiseta con el logo de los Rolling Stones: la prolongada lengua que data de 1971. El reportero le preguntó si sabía el significado de esta, a lo que respondió que no, para luego insistir, si entendía lo que decía la música de esa banda que toca en inglés, a lo que dijo con la sencillez que lo caracteriza que no.

—¿Y por qué la escuchas? —volvió a cargar el reportero contra El Mágico.

—No sé, quizá porque me gusta, en realidad en mi cabeza solo hay música —respondió.

En un programa matutino de radio entrevistaron a un cantante de ópera, el barítono José Guerrero del grupo OPUS 503. En un esfuerzo por difundir el canto a nivel nacional comentó que se trasladaron al departamento de La Unión, uno de los más pobres del país, y relató que cantaron en una plaza pública obras clásicas y canciones populares, interpretando grandes piezas líricas como «Nessun dorma», «Granada» y «O solé mío», hasta melodías de corte popular como «My way», «Fly me to the moon». Dijo que al final del concierto se le acercó un vendedor de sorbetes y lo felicitó. Él quedó sorprendido por aquel gesto del hombre humilde.

—¿Las entendió? —recuerda que preguntó.

—No, pero había algo en mi pecho que vibraba, que me alegraba al escucharlo —respondió el vendedor de sorbetes.

En mis años de infancia solo teníamos una radio y no tenía control sobre aquel aparato, solo mi hermano mayor quien sintonizaba las estaciones musicales para escuchar su música preferida, la cual era en inglés. Me enamoré de varias canciones de mediados de década de los setenta y a la fecha, al recordar cada una de ellas, vuelvo a aquellos años. No comprendía la letra y ahora que las traduzco al español me decepcionan o no las entiendo, pero me siguen gustando y me animan, otras las he dejado de traducir para no llevarme una frustración más como es el caso de Hotel California. La segunda gran usuaria de la única radio era mi madre, quien hacía sonar «música para planchar» mientras trabajaba en los oficios de la casa. Por ella conocí a cantantes contemporáneos de España, como Camilo Sesto, Mocedades, Juan Bau, y de México, que, no siendo la moda, siempre se escuchaban como Pedro Infante, Los Panchos, y muchos otros.

Transcribo lo que leí en un artículo sobre la música y que me interesó: “Cuando cantamos o hacemos música en grupo se reduce la producción de cortisona, la hormona responsable del estrés, y aumenta la de oxitocina, que fortalece las relaciones sociales y también los lazos afectivos entre madre e hijo” (Revista XL Semanal, en internet).

En los últimos días de vida de mi madre la música me ayudó a transitar del optimismo ingenuo de su recuperación al consentimiento de la partida. Las notas musicales del arreglo de Max Richter en Spring 1 me bamboleaban entre los animosos violines agudos y el meditativo sintetizador. Una melodía caótica de cuerdas, pero que me provocaba a ratos una paz. El carácter de mi madre era fuerte y no permitía que le ayudáramos a colocar las medicinas intravenosas en cualquiera de los dos brazos, pero una joven doctora descubrió que disfrutaba la música de Pedro Infante, y dejó anotado en un papel la secuencia o protocolo a seguir para lograr el objetivo: 1) Pedro Infante, 2) Medicina «X», 3) Medicina «Y», 4) Medicina «Z».

—Ayer escuchó en «YouTube» a Pedro Infante y se dejó poner todas las medicinas —me dijo la doctora.

Yo sonreí con la noticia.

—Uno aprende a negociar con los pacientes —sentenció.

En la habitación del hospital donde se recuperaba de una cirugía de alto riesgo, cerca de las ocho de la mañana del jueves 13 de abril de 2023, me di cuenta de que estaba cerca de la mala noticia. Le hablé al oído para decirle que aquí estaba con ella y abrió los ojos. Me dirigió una mirada firme y, sin cerrar los párpados, comenzó a llorar. Apenas movía las pupilas. Sus lágrimas comenzaron a descender por su cara. Recordé actrices que tenían capacidad de llorar sin mover pupilas, párpados y mantenían frialdad en su rostro. Dos de ellas, Olivia Colman y Claire Foy en la serie The crown.

Mientras nos veíamos, vino a mi mente un pasaje de hace cuarenta y siete años que no recordaba por ese entonces, pero ese instante de mutuas miradas me lo trajo: perdimos nuestra casa por problemas financieros de mi padre debido a su alcoholismo, así que nos vimos obligados a tomar en arrendamiento una vivienda en un barrio más pobre. Una tarde, minutos antes de que desaparecieran los últimos rayos del sol, ella me tomó del brazo y dijo que la acompañara. Nos dirigimos a la orilla de un barranco y al sentarnos en un lugar seguro indicó el lago de Ilopango cuyas aguas brillaban en una tonalidad plateada. Inmediatamente ella comenzó a cantar:

«Luna gardenia de plata, que en mi serenata te vuelves canción. Tú que me viste cantando, me ves hoy llorando mi desilusión».

Boquiabierto la escuché atento y vi su rostro joven, pollón, y sus ojos fijos en las aguas del lago que teníamos enfrente. La vi hermosa. No se detuvo.

«Luna de Xelajú que supiste alumbrar, en mis noches de pena, por una morena de dulce mirar».

No había recordado esa escena sino hasta ese jueves y repasé aquellos años difíciles, donde ella sostuvo la economía de la casa y toleró la ausencia diaria de mi padre atragantado en el alcohol y aventuras de amor. Por eso el carácter natural de mi madre era fuerte.

«…en mi vida no habrá más cariño que tu mi amor, porque no eres ingrata mi luna de plata Luna de Xeeeeeelajú… Luna que me alumbró en mis noches de amor, hoy consuelas la pena, por una morena, que me abandonooo».   

Tomé mi teléfono celular y entré a la aplicación de «YouTube» para buscar «Luna de Xelajú» y le di todo el volumen para que ella la escuchara. Comenzó a abrir los ojos y volvió a dirigirme una mirada fija que duró el tiempo de la canción. Cerró los ojos. Estaba cansada pero las comisuras dibujaban una leve sonrisa.

A mis diez años no entendí la canción, solo la intensidad de su canto. Poco hubiera sucedido o cambiado de haberla comprendido. Mi cariño hacia ella se afincó desde aquella tarde de hace cuarenta y siete años, firmado por seis minutos melodiosos de su voz frente a las aguas plateadas del lago de Ilopango. Oscureció. Perdimos la lucha de su recuperación y su corazón se detuvo diez días después, el 23 de abril de 2023.

La música empuja la esperanza diaria… Al finalizar el conflicto interno bélico, Alejandro Coto, promotor de arte en el destruido pueblo de Suchitoto, comenzó a traer artistas para dar conciertos principalmente de cuerdas. Tuve la oportunidad de escuchar a Carlos Morel, Carlos Barbosa Lima, Liona Boyd, y a un percusionista brasileño que no recuerdo su nombre. Una noche de tantas, antes de iniciar el concierto en la iglesia principal del pueblo, encontré en las afueras de la iglesia al maestro Carlos Barbosa Lima, viendo la plaza de forma distraída con sus amplios y cuadrados anteojos, vestido con una guayabera blanca y pantalón oscuro. El calor era insoportable. Conversé brevemente:

—La primera vez que vine a El Salvador fue por los años setenta, vine a tocar a una boda en la iglesia la Ceiba de Guadalupe.

Para mí era difícil sostener una conversación con él. No sabía qué decir o preguntar después de cada comentario o participación del maestro en la improvisada tertulia.

—Me trajeron porque la primera opción era John Williams y a última hora dijo que no vendría. Así que me contactaron.

 Esa noche desplegó todo su talento y cerró su participación con la ejecución de la dulce «Caixinha de Música» que me dejó una atmósfera de paz. Él visitó nuestro país al menos en tres ocasiones más y cada vez que cerraba sus veladas le pedíamos «Caixinha de Música», y accedía.

En 1995 murió uno de mis mejores amigos, cuyo apodo era «Remolino» porque cuando caminaba, corría o jugaba futbol levantaba polvo detrás de él. Tuvo cáncer en los pulmones. Dejó planeado todo su funeral y el día del entierro llegó un guitarrista y ejecutó «Hojas Muertas» de Jacques Prévert, una canción francesa de 1945 con música de Joseph Kosma. Luego tocó Kinderzernen, op.15: VII Traumerei de Robert Schuman, una dulce melodía inspirada en recuerdos de infancia del mismo autor.  

Cada mañana me levanto antes que salga el sol, pongo café y escucho música para recordar amigos, para animarme y recibir los primeros rayos. Por estos días vuelvo con Antonio Vivaldi y los arreglos de Max Richter de «Las Cuatro Estaciones», y me parece el caos más dulce.  Me dirijo al trabajo y pongo música en Spotify, pero también la escucho durante el día, y aunque a veces no sea posible escucharla desde la aplicación, en mi cabeza recuerdo alguna canción, como lo dijo Jorge «El Mágico» González, «me anima».

La música es una memoria, mi cajita donde resuenan los nombres de amigos y familiares que mueren poco a poco hasta resucitarlos en recuerdos.

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