lunes, 10 de julio de 2023

Día no laborable

Rosario Sánchez Infantas


Como todos los días, Julio se levantó unos minutos antes de las seis de la mañana. Recordó con alegría que el gobierno, para promover el turismo, había declarado no laborable ese día viernes, alargando así el fin de semana. Su entusiasmo se debía al tiempo extra disponible para realizar el trabajo pendiente. 

Es docente de un instituto tecnológico estatal peruano, soltero, cuarentón y vive solo. Los fines de semana intenta darse tiempo para lavar la ropa y limpiar el departamento, pero las prendas se acumulan atiborrando el tacho de ropa sucia y una capa de polvo cubre los muebles durante semanas. Apenas si hace las compras urgentes, completa el trabajo retrasado o adelanta el de la semana próxima.

Y es que debía procesar las modificaciones a la Ley de educación, los reglamentos de la misma, los nuevos modelos de acreditación de programas educativos y de licenciamiento institucional. Así mismo, con la exigencia de los estudios de maestría, segundas especializaciones, diplomados, idiomas extranjeros, sus planificaciones educativas y el acopio de evidencias, no le quedaba tiempo para levantar la vista y ver algo que no fuera su trabajo. Se consideraba un perdedor que no lograba seguirle el paso a las exigencias laborales alrededor de las cuales había organizado su vida. Antes que amigo, compañero o cómplice, se sentía tratado como un competidor. Introvertido y ansioso en sus relaciones sociales, sufría intensamente el sentimiento de amenaza permanente de parte de las autoridades y de otros compañeros más acomodaticios, de una conveniente moral flexible y los que acumulaban (desconocía de qué manera) tantos diplomas.  

Sabía cómo alimentarse saludablemente, pero, al igual que todas las mañanas, desayunó café y panes con mantequilla, cepilló sus dientes y, aún en pijama y pantuflas, abrió el correo institucional y el WhatsApp. Pertenecía a muchos grupos de esta aplicación: el de los estudiantes de la maestría, el de los docentes del instituto, el del departamento pedagógico en el que laboraba, el colectivo de docentes de su especialidad, la facción política de docentes a la que pertenecía para evitar ser hostilizado, los grupos de cada una de sus asignaturas y muchos etcéteras. Había varios mensajes en cada uno de ellos, echar un vistazo a algunos de ellos le produjo el cotidiano desencanto. Nada personal. Cada quien mostrando sus viajes, fiestas, paseos y celebraciones. Había también consejos para ser exitosos, poderosos o felices. Emoticones, muñecos, aplausos, pulgares en alto, imágenes de abrazos, besos y flores para cualquiera que lo vea. Le afligió, como desde hacía algún tiempo, saberse ficticiamente parte de una masa impersonal, ególatra, nada original. 

Estuvo tentado de cerrar la aplicación, pero sintió una instantánea opresión en el pecho al pensar si no le habrán enviado alguna nueva tarea laboral. Efectivamente, el día anterior a las once de la noche, el director había reenviado las observaciones al informe de su círculo de mejoramiento de la calidad, para ser corregidas hasta el domingo, como máximo. ¡Se acabó el día no laborable! Y no era todo: le habían enviado dos proyectos de tesis para ser evaluados e informados, de manera conjunta, con los otros miembros del jurado. En unas tres horas podría revisar y emitir el informe de cada proyecto. Pensó que, era muy pesado hacerlo, pero resultaba mucho más difícil escribir o llamar a los otros miembros del tribunal y concertar una fecha para realizar el trabajo de manera colegiada; ello podía tomar de dos semanas a un par de meses. «Lo peor de trabajar “en equipo” es tener que lidiar con la actitud de aprobar todo o de observar todo, dependiendo de quién sea el asesor de cada proyecto».  El desaliento lo embarga. Tiene vocación pluralista, reconoce la diversidad que aporta cada individuo al equipo; pero, opta por una salida personalista que contraviene sus ideas y al reglamento de grados y títulos del instituto.

Hará los informes, pero le cuesta tanto empezar, que decide, antes, saciar su sed y estirar las piernas. En el viaje a la cocina se percata que va arrastrándolas. Surge espontáneamente la asociación entre sus neuronas: «Arrastro mi vida, la vida que me imponen los demás». De inmediato se rectifica. Se trata de su trabajo. Es serio y maduro cumplir con él, sobre todo ahora que le han encargado interinamente una coordinación… ¡y duplicado el trabajo! Respira intensamente con resignación y empieza a adecuar su informe al formato que le demanda la oficina de calidad, corrige prácticas, elabora diapositivas, pasa notas al registro. El hambre le apremia, improvisa un almuerzo y mientras lo ingiere va planificando lo que hará por la tarde. No cuenta con el sábado ni la mañana del domingo porque tiene clases de la maestría. Requiere el grado para ganar un poco más… «que se irá en nuevas actualizaciones». Suspira y piensa que la tarde del domingo todavía puede ser aprovechada. Experimenta una molestia difusa y no del todo consciente: quizás podría reunirse con los amigos que gustan de la literatura, ir al cine o salir a almorzar a la campiña cercana. Sin embargo, casi inmediatamente, Julio descarta esas ideas. Se acerca el concurso para nombramiento y tiene muchas actividades por realizar.  

Luego de una segunda taza de café vuelve a sentarse ante el ordenador, elabora el informe de sus actividades de proyección social, quiere echarse a la cama a descansar, pero piensa en la responsabilidad de la acreditación institucional. «Hay que sacrificarse por… el gregarismo… por la manada de ovejas que odian su trabajo, pero disimulan bien. No, yo lo hago por la lealtad a la institución a la que pertenezco… aunque me agobia cada día». Se va acrecentando el sentimiento de no tener vida propia que es acompañado de opresión en las mandíbulas y el pecho. Se sacude la cabeza «Es la institución que me da el pan». Crea un nuevo archivo, empieza a elaborar el plan de desarrollo docente, que debería hacerlo el jefe de departamento pedagógico. 

Recibe la llamada telefónica de un amigo preguntando si va a ir, por la noche, a la presentación del poemario de Manuel, un amigo común. Se sorprende, no estaba enterado. Es un buen camarada y le gustaría acompañarlo. Le parece tan lejano el tiempo en el que Manuel hiciera una hermosa presentación de su libro de prosa poética. Entra en conflicto, quiere avanzar el trabajo pendiente, y desea participar en la actividad tan importante para su compañero de letras. Decide que estará en la ceremonia, mas no en el festejo, pues todavía puede aprovechar unas horas de regreso de la presentación del libro.

Se alista y sale, pero en el trayecto recuerda una conclusión de su exposición del día siguiente, en una asignatura que cursa: «Es imprescindible el respeto a las normas para ejercer una ciudadanía constructora del bien común y de la democracia». Se siente culpable de «perder» el tiempo, de no contribuir al bienestar, a la acreditación de su carrera profesional. «Además este trabajo me ayudó a sobrevivir, me dejó sin momentos para sufrir por la partida de Camila». Suspira. La angustia se disipa cuando planifica levantarse de madrugada para avanzar en algo el trabajo pendiente.

Disfruta encontrarse con entrañables compañeros de letras, las apreciaciones de los presentadores y las anécdotas del proceso creativo del autor. Siente que es aquí a dónde pertenece. Se pregunta por qué no se regala más seguido estas experiencias. El entorno le recuerda los sentimientos que lo decidieron estudiar literatura. Entonces creyó que su título profesional le daría licencia para escribir profesionalmente. Suspira con nostalgia. Sin embargo, un instantáneo ramalazo de culpa lo sacude. 

Tras culminar la ceremonia, le invitan a realizar unos brindis por el flamante libro. Su más auténtico sentir es prolongar, después de mucho tiempo, este encuentro con humanos tan afines. Pero se siente irresponsable, desleal, desagradecido con su centro laboral. Teme no lograr el puntaje mínimo requerido para ser ratificado en su plaza. Los amigos lo notan pues lo toman de los brazos y le impelen a ponerse en marcha hacia el bar acordado. 

Después de casi tres años de encierro, a causa de la pandemia, Julio se conmueve por el ambiente acogedor del bar: luces cálidas, decorado rústico, música suave que acompaña la conversación. Son una docena de amigos del escritor cuya plática gira alrededor de la creación literaria, la música y el arte en general. Hay un clima grato, espontáneo, se habla de las pocas ventas de los libros, de los premios injustos, de la falta de apoyo estatal hacia los artistas, del desprecio por las modas de cualquier tipo. Nadie se siente juzgado, comparado ni poco exitoso. Todo el tiempo Julio se ha estado diciendo que se irá en una hora. Pero cada vez más profundamente reconoce que este instante de plenitud es lo que él llama «vivir». Mira su reloj, faltan cuatro minutos para partir. Raulito, el escritor de prosa alambicada y precisa, culto, divertido y eterno viajero se acerca al DJ y solicita un tema, que se diría degusta con todos sus sentidos: … «Para escuchar tus cantares, lunita de oro, se precisa del orgullo de los huemules en las montañas que saben trazar caminos, con toda la ciencia pura, cuando tu blanca hermosura nutre los frutos de la mañana».

El alcohol también está haciendo efecto. Pero él, especialista en neuroeducación, sabe que solo se ha inhibido su lóbulo frontal, la parte de su cerebro que juzga, critica y censura (además de otras funciones). Liberado parcialmente de ella, se acerca a sus más auténticas verdades. Golpea repetidamente su copa contra la botella para atraer la atención de sus amigos y les dice: 

—Necesito escuchar los cantares de la luna. Preciso de mi orgullo intacto, como el de los ciervos del sur. Puedo decir, con orgullo y sin falsa modestia, que sé trazar caminos en las vidas de mis estudiantes. No vine al mundo para ser un excelente coordinador burócrata al que pagan por cuarenta horas semanales de trabajo y labora setenta. El lunes solicitaré pasar a tiempo parcial en el instituto… ¡automáticamente dejaré de ser coordinador encargado! Con lo que dejaré de recibir, estaré comprando horas de vida para leer, escribir y para conducir talleres juveniles de poesía en la parroquia. Los próximos días no laborables me alcanzarán para visitar a Camila. Mi falta de claridad de lo que era importante preparó el camino, y su nombramiento se la llevó. Aún hay mucho por decir.

Todos aplaudieron. 

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