martes, 28 de julio de 2015

Gabriel y Lucien

Teresa Kohrs


¡Jala el hilo! ¡Ahora Gabriel! ¡Tira de él! Gritaba esa parte traviesa dentro de mí. Lo tenía entre los dedos, todavía no lo había tensado. Emocionado pero inseguro, pensando que tal vez sería divertido, planeé cuidadosamente una broma para uno de mis vecinos.

En ese tiempo, vivía junto con mis padres en un edificio de departamentos cerca del centro de la ciudad. La construcción era antigua y se notaba en los elegantes acabados de madera que hoy en día se mostraban decaídos por falta de mantenimiento. Constaba de cinco pisos y la única forma de llegar a ellos era a través de pasillos comunes unidos por una escalera que formaba una espiral. Para evitar accidentes, tanto el pasillo como las escaleras estaban resguardados por un alto barandal.

Desde muy chico destaqué por mi inteligencia. Con frecuencia me sentía aburrido pues todo parecía demasiado fácil. Dentro de mis juegos mentales, solía pasar el tiempo clasificando pensamientos. Un día decidí que todos los que catalogaba como “dañinos”, se los atribuiría a un personaje imaginario al que llamé Lucien, aludiendo al concepto del ángel caído y a mi propio nombre: Gabriel, el ángel de Dios.

Amarré el hilo en la parte baja del barandal y me escondí detrás de la gruesa columna al otro lado del pasillo. Desde ahí tenía la vista perfecta. El sonido de una puerta golpeándose fue lo primero que escuché. Después los pasos firmes del señor Pierre, conocido carpintero de la colonia, quien cargaba con sus pesadas herramientas a todas partes. La madera del piso crujía conforme se iba acercando. El olor a tabaco lo acompañaba.

Por un instante dudé. Desde que tengo memoria, Lucien tenía ideas descabelladas. Siempre animando a hacer alguna travesura, jalarle el pelo a la niña del pupitre de enfrente, pegarle un chicle al profesor, cosas así. Tan sólo visualizarlas hacía que muriera de risa. En doce años nunca le había hecho caso, tachando las ideas de locas, pero me gustaba el desafío que estas presentaban. En esos días de vacaciones, sin hermanos ni amigos, Lucien era lo único entretenido. En algún punto entre la ociosidad y la curiosidad, acepté el reto. No era momento de echarse para atrás.

Después de esa pequeña vacilación le di el tirón al hilo. El señor Pierre tropezó con él perdiendo el paso. Salió volando por los aires. Sus herramientas escaparon hacia todas direcciones en cámara lenta, como si fueran gotas de agua saliendo de un rehilete. Una de ellas cayó fuertemente sobre su cabeza produciendo un ruido de roca partiéndose en dos, al tiempo que su voluminoso cuerpo azotó en el suelo como saco de patatas. La escena fue escalofriante. Mi corazón se detuvo, la sangre se me heló en las venas. Yo había causado esto. El hombre estaba tirado, inconsciente, quizás muerto, y yo lo provoqué.

Solté el hilo como si estuviera caliente y lo aventé tratando de esconderlo. Corrí hacia el lado contrario con la vista nublada, entre pasillos y escaleras, llegando justo a tiempo a la puerta de mi departamento para correr al baño y perder toda mi comida en el escusado. No recuerdo haber sentido esto jamás. La culpa me comía por dentro y esa noche no pude dormir. Cada que cerraba los ojos visualizaba la caída y las náuseas volvían.

Al día siguiente regresé al lugar del crimen. Desde mi escondite recé para que apareciera el señor Pierre. Se escuchó el portazo y el alivio que sentí fue liberador. El buen carpintero estaba vivo, sólo que ahora, no se escuchaban pasos sólidos, sino el sonido de un pie arrastrándose y los quejidos de dolor. La culpa retornó como el golpe de un mazo en el pecho. No pude más. Con sigilo le di vuelta a la columna e hice parecer que andaba por ahí. Cuando lo vi batallando para cargar sus herramientas al tiempo que utilizaba las muletas, ofrecí ayudarlo. Repetí la acción cada vez que el señor Pierre entraba y salía del edificio durante dos meses. Tiempo que tardó en recuperase.

Ese día juré que jamás le volvería hacer caso a Lucien. Esos pensamientos negros seguían en mi mente, incitando acciones negativas, buscando convencerme de hacer locuras. Yo aprendí la lección. Jamás lo volví a tomar en serio.

Conforme fui creciendo, Lucien se volvió más atrevido. Cuando cumplí dieciocho años estuve a punto de caer de nuevo en su encantamiento. Me sentía ya un adulto pues había conseguido mi identificación que lo certificaba. Una noche, entré a un bar y pedí alcohol mostrándola con orgullo. Iba por la segunda bebida cuando una mujer mayor se acercó. Vestía de esas faldas pequeñitas con altos tacones y su blusa tan abierta que con cada movimiento parecía que un seno se iba a salir. No había duda de sus intenciones. Platicaba con su cálido aliento en mi oído, acariciando mis muslos, rozando en ocasiones otra parte más sensible. Empecé a sentir como mi cuerpo reaccionaba a las sutiles caricias, pero al mismo tiempo su perfume y sudor me causaban una cierta repulsión.

Lucien estaba conmigo, incitando, estimulando más mi imaginación con sus palabras eróticas, animándome a tocarla y llevarla a un lugar sombrío para tener sexo con ella. Mi cabeza se nubló entre las necesidades del cuerpo y las palabras de “mi amigo”. Estuve a punto de caer, pero ese olor a rancio que ella trataba de disimular con la fragancia dulzona, ayudó a que recordara lo que pasó la última vez que le hice caso. Gracias a eso pude separarme de la neblina que borraba mi juicio. Me di cuenta que en realidad yo no deseaba tener relaciones con esa mujer. Salí de aquel bar sintiéndome vencedor.

Tres años más viví con aquella batalla en mi cabeza, constantemente luchando contra los pensamientos negativos, reprimiéndolos. En esa época yo empezaba a trabajar en un hospital como enfermero. La primera ocasión que visité uno fue cuando tenía alrededor de quince años y lo que más recuerdo de aquella experiencia fue el olor a limpio, la predominancia del color blanco y las diferentes emociones expresadas por las personas que deambulaban el lugar. Quedé fascinado. No tenía interés de convertirme en doctor, lo mío era ayudar de cerca, en las labores más difíciles, contactando las necesidades del paciente.

Durante una de mis rondas nocturnas, mientras checaba el respirador de una anciana, Lucien sugirió que la desconectara y la dejara morir. El simple hecho de haber considerado la idea me dejó helado.

Furioso, apretando la quijada y murmurando entre dientes, salí corriendo del hospital por la parte de atrás, hacia los basureros de material orgánico. Un lugar que la gente evitaba a toda costa pues había riesgo de contagio, además de que el olor putrefacto que salía de los quemadores era insoportable. Entre el crujir de las flamas calentando el hierro, el sofocante calor y los humores que nublaban mi vista, busqué la concentración necesaria. Reuní toda la voluntad de la que era capaz, y con un grito mental que contenía la fuerza de una bomba atómica hice callar a Lucien.

El esfuerzo me dejó drenado, caí de rodillas sobre el cemento humedecido por el vapor que salía de los incineradores, con la respiración laboriosa como si hubiera corrido por varios kilómetros, atragantándome aquel asqueroso aire.

Supe que había sido exitoso porque de inmediato sentí un vacío. Regresé a mi trabajo y a la normalidad. Desde que tengo memoria, él siempre estuvo ahí, pero ahora sólo había un silencio. Dormía esperándolo, despertaba hablando con él. Lo buscaba en todo momento, pero ya no estaba. La depresión me asaltó.

Un día, terminando mi turno en el hospital, salí de madrugada. Parecía que el cielo se caía de golpe. No iba preparado para la tormenta, pero no tuve la paciencia de esperar. Corrí bajo la lluvia sintiendo los golpes de las gotas como si fueran pequeñas piedras. El viento me empujaba y batallaba para caminar. Decidí ir por el callejón pensando que las paredes altas servirían de protección contra el viento helado. No había dado ni dos pasos dentro de él cuando resbalé y caí de espaldas golpeando mi cabeza.

Me levanté a tientas, estaba obscuro. Seguí caminando hasta el fondo donde había una hendidura entre dos edificios que acortaba la distancia hacia el departamento. Al llegar a ese punto me sentí desorientado. La hendidura no aparecía. Estiré mis manos en la penumbra para tratar de encontrarla. Las puntas de mis dedos chocaron con una textura lisa y fría. Mi reacción fue retraerlos. La luz de un rayo iluminó el tiempo suficiente para ver de qué se trataba. Era un gran espejo.

Otro rayo se escuchó volteé hacia atrás asustado, pues con él se encendió la única bombilla del alumbrado público. Me recuperé relativamente rápido del sobresalto. Giré hacia el espejo y entonces supe lo que era sentirse paralizado por el miedo.

El joven que se veía reflejado tenía un gran parecido conmigo. Sentía el corazón palpitando en mis oídos y por un instante dejé de respirar. La figura del otro lado no se movía. También me observaba. Tragué bilis e inhalé tomando valor. Di pasos tentativos hacia él. Sus movimientos eran iguales a los míos. Noté que el otro hombre estaba tan asombrado como yo. Toqué el espejo con la mano derecha. Él también colocó una mano frente a la mía separadas sólo por aquella capa fría. Mis ojos claros se clavaron en los suyos que eran tan negros que parecían violetas. No pude evitar notar las diferencias. Cabello negro en lugar de rubio, tez color sepia, en vez de rosada. Daba la impresión de estar viendo un negativo de mí mismo. Moviendo solamente los labios dije mi nombre: Gabriel. Al mismo tiempo él pronunció en silencio: Lucien. En ese segundo entendí, el espejo mostraba una fotografía de mi interior.

Otro relámpago cayó y el espejo se rompió en mil pedazos. Cubrí mi rostro con el brazo para evitar los afilados cachos y cuando levanté la vista el paso estaba despejado. Del otro lado del espejo ya no estaba Lucien, sino un amplio valle, completamente nublado, en cuyo centro había un gran árbol. La curiosidad me atrapó. Con cuidado para no cortarme levanté primero una pierna y luego la otra al cruzar. La suavidad de la hierba fue inesperada, casi una invitación a marchar sobre ella. Al principio avancé con cautela. Más adelante sentí el impulso de ir más rápido.

El sonido de mis pies sobre un tapete de hojas secas rompió el absoluto silencio. La falta de viento y la neblina emulaban la sensación de estar dentro de un baño sauna. Pequeñas gotas se adhirieron a mi piel mojando la ropa. Los pasos me llevaron poco a poco más cerca del árbol. Levanté la vista hacia él y los escasos rayos del sol que atravesaban el espeso follaje lastimaron mis ojos. Al cerrarlos, diminutos puntos de luz bailaron ante mí. Parpadeé varias veces antes de dar el siguiente paso. Tropecé ligeramente con algunas raíces que salían de la tierra las cuales dibujaban un complicado y hermoso grabado. Conforme avanzaba la brisa se hacía presente y secaba la humedad en mi piel. El ambiente se volvía cada vez más agradable. Era como si al aproximarme al centro del valle, el clima buscara también un balance.

Con cautela estudié el gran árbol. Estaba tan cerca que podía tocarlo con tan sólo estirar la mano. El tronco era muy grueso, la corteza antigua y en ciertos puntos lloraba resina. Olía a madera y a hierba fresca. La cantidad de ramas y hojas que salían de él eran alucinantes y la sensación de estar frente a un gigante fue abrumadora. Dando vueltas a su alrededor noté que bajo las hojas secas había algo. Me agaché para investigar. Curiosamente descubrí un camino de pequeñas piedras negras. Algo blanco captó mi atención más adelante. Emocionado limpié sobre esa zona… otro camino, este construido con piedras grandes.

Busqué si había más, pero sólo encontré esos dos, los cuales parecían girar alrededor del tronco en forma de espiral perdiéndose a la distancia. Me pregunté qué querría decir todo eso. No descarté que fuera alguno de los juegos de mi imaginación con los que solía entretenerme. Evidentemente estas dos vías tenían que ver una vez más con el concepto del bien y del mal. Lo lógico sería pensar que el negro conduciría al mal… sin embargo recordé que una compañera del hospital, siempre hacia limpiezas energéticas clandestinas a las habitaciones antes de admitir un paciente. Ella utilizaba una piedra negra llamada turmalina. Bajo ese principio, el negro sería entonces el del bien.

Supongo que tendré que elegir dije suspirando. ¿Negro o blanco?

Empecé a respirar agitadamente. A pesar del buen tiempo, gotitas de sudor empaparon mi frente.

Cerré los párpados buscando inspiración. Cavando en lo profundo de mi memoria, traté de encontrar alguna clave. Curiosamente mi cerebro viajó a un tiempo no muy lejano. La pequeña Elionore de siete años, una prima a la casi nunca veía, jugaba rayando el patio de su casa con gises de colores. Yo estaba ahí por encargo de mi madre recogiendo un paquete.

Mientras mi tía iba por él, Elionore me llamó.

Ven dijo con una suave voz moviendo su manita.

A pesar de ser mi prima la conocía poco, pero no pude decir que no a unos ojos brillantes que miraban con expectación. Me acerqué a ella tocando ligeramente sus suaves rizos.

Hola le dije tentativamente ¿a qué juegas?

Viéndome como si fuera el tonto más grande del mundo señala con desesperación aquellos dibujos hechos de gis en el piso.

A los caminos —contestó frunciendo el entrecejo. No sabes jugar afirmó desilusionada.

Algo en su mirada avivó mi nerviosismo. Yo no sabía nada de niños. Sólo porque que era mi pariente hice un esfuerzo. Intenté sonreír mientras me hincaba para quedar a su altura.

Pues no, pero si me enseñas…

Reapareció esa luz en sus ojitos y el nerviosismo volvió.

Este es mío dijo señalando unas extrañas rayas que yo supuse eran un camino y ese de allá es el tuyo añadió sonriendo de oreja a oreja con su dedo apuntando otro conjunto de extrañas culebras y líneas rectas.

Vamos exclamó tomando mi mano.

Comenzamos a transitar sobre sus raros dibujos. Cuando llegamos al otro lado del patio se giró y levantó su cara buscando la mía. Volvió a fruncir el entrecejo. Su expresión parecía decir: este pobre idiota no entiende nada. Me resultó divertido que una niña tan pequeña pudiera hacerme sentir así.

No, no, no. Mm mm dijo regañándome no es así —aseguró soltando mi mano. Imitándome se movió como un orangután alrededor mío.

Es así… —añadió. Avanzó dando pasos fuertes con la columna recta y la mirada al frente, exagerando su sonrisa.

Ahora tú me dijo mirándome fijamente.

Suspiré profundo queriendo de verdad hacerlo bien. Copié su postura erguida, los pasos de soldado y su gran sonrisa. La volteé a ver con la pregunta en los ojos, elevando mis cejas. De pronto la niña soltó una carcajada y no pude evitar reír con ella. Se acercó y extendió los brazos. Con un poco de trepidación la alce torpemente y quedamos frente a frente. Se inclinó hacia mi oído para hablarme en secreto.

—Tú caminas… así no es.

¿No? pregunté.

Mm mm me dijo cantarina moviendo sus rizos de lado a lado.

¿Entonces cómo? —volví a preguntar.

Se acercó de nuevo a mi oído.

—El camino eres tú —dijo tan bajito que sentí la piel de gallina.

—¡Elionore! —exclamó su mamá divertida desde la puerta del patiobájate del pobre Gabriel que ya pesas mucho.

Ella se deslizó hasta el suelo, tomé el paquete de mi tía todavía intrigado por sus palabras, di las gracias y partí. No había vuelto a pensar en ellas y sin embargo, cuando necesitaba con urgencia una guía para salir de este insólito lugar, lo único que llegaba a mi mente era la frase de Elionore “el camino eres tú”. Todavía concentrado busqué más detalles de aquel día al tiempo que esas cuatro palabras se repetían en mi cabeza como un mantra. La insistencia de la niña en la forma de andar… de pronto lo entendí.

El camino soy yo dije en voz alta no, no, no, no soy yo… Soy Yo. Expresé con mayor fuerza, interrumpiendo el silencio del valle.

Observé con detenimiento el camino negro e inmediatamente lo descarté, lo mismo hice con el blanco. Me acerqué al tronco desde el cual nacían estas dos rutas y lo toqué sin pensarlo mucho. La emoción que sentí indicaba que estaba en lo correcto. ¡Debía subir! Tomar cualquiera de ellos significaría una separación. No se trataba de elegir. Si quería caminar el sendero, tenía que Ser el sendero.

Una energía empezó a circular por mis venas y músculos. Inicié el ascenso apoyando firmemente mis pies y manos en las ramas, las cuales estaban distribuidas de tal manera que parecían construidas especialmente para trepar. Subí con determinación. El árbol parecía no tener fin. Cansado, recargué mi peso en el tronco. No resistí la tentación y miré hacia abajo. Desde esa altura se podía observar la trayectoria de los dos caminos. En un principio ambos giraban alrededor del árbol pero después, cada uno tomaba vías distintas, uno al este y el otro al oeste. Por lo que se alcanzaba a ver, estos se entrecruzaban más adelante y se volvían a separar. No pude evitar pensar en todas las personas que andamos inconscientes por la vida, entrecruzándonos por temporadas para luego volvernos a alejar unos de otros.

Seguí escalando mientras meditaba las palabras de mi pequeña prima, hasta que tuve que parar, pues el espacio entre rama y rama era muy grande. Alargué el brazo estirando el cuerpo desde la punta de los pies. No fue suficiente. Desesperado, después de varios intentos, me sobresalté al ver aparecer delante de mí una mano. Era una que yo conocía bien… Lucien. Al elevar la mirada me cegó la brillante luz que lo envolvía. Su postura claramente invitaba a confiar.

Dudé por tan solo unos segundos, pero finalmente extendí la mía tomándolo con seguridad. Al momento del contacto ese vacío que aún continuaba dentro de mí, se llenó. Desde que le grité que se callara y saliera de mi vida me sentía mutilado. Ahora comprendía que al rechazar los pensamientos que Lucien representaba lo único que logré fue vivir a medias, odiando una importante parte de mí.

Lucien jaló con sorprendente fuerza y logre subir. Esa misma luz que lo cubría me rodeó. Juntos, iluminados, llegamos a la cima. Desde ahí, abrazados como los mejores amigos del mundo, disfrutamos del paisaje. Ninguno habló. No hacía falta, pues elevados a esa altura, completamente bañados por el sol, ni él ni yo teníamos necesidad de dominar al otro. Estábamos unidos.

La imagen se desvaneció de pronto y desperté tirado en la calle. Un dolor agudo hizo que tocara mi cabeza. Los dedos se deslizaron en sangre que salía de la herida. Permanecí unos minutos más recostado en el piso encharcado de aquel callejón, entre el lodo y el ruido lejano de la ciudad. Todo fue una alucinación. A pesar del malestar y el frío, una sonrisa me tomó por sorpresa. Había sido el mejor sueño de mi vida.


A partir de ese día mis pensamientos negativos dejaron de llamarse Lucien. Ahora simplemente los aceptaba como míos. Sabía que si yo quería, tenía el poder de transformarlos en algo positivo. Durante el sueño, al reunirme con él en la luz, recuperé el balance que había perdido al rechazar mi obscuridad. La sensación de bienestar con la que desperté aquel día permanecía conmigo, a veces muy clara, otras no tanto, pero siempre a mi alcance.

lunes, 27 de julio de 2015

Serás ampliamente recompensado

Carlos Reynafé


          El timbre del teléfono no dejaba de sonar. Enciende la luz. Manotea el reloj: 

─¡La puta que lo pario! Quién jode a esta hora, son las dos de la mañana ─protesta enojado, hace apenas una hora que se ha dormido.


         Tambaleando sale de la cama buscando el receptor que ha quedado sobre la mesa de la cocina. Bosteza, se refriega los ojos, toma el auricular:


─Hola… hola… ¡Hola! ─un sonido callejero escucha, ninguna voz responde─ Queda en espera, ruidos urbanos como trasfondo.


─Hola ─vuelve a intentarlo.


        Mas despierto, con el auricular pegado a su oído presta mayor atención. Son voces variadas. Mira la pantalla y la maldita leyenda: “desconocido” lo deja más inquieto. Una discusión acalorada. Sirenas entran en la escena auditiva acercándose progresivamente al lugar. Puertas que se cierran, una moto que arranca con fuerza. El conjunto de sonidos se distancia rápidamente, como si la persona que sostiene el aparato se alejara. Un claro taconeo golpetea las baldosas apagando los otros. Aparecen nuevos, sordos, aplacados y perezosos. Rodolfo sigue con el aparato pegado a su oído, parado en medio de la cocina, descalzo, con unos bóxer blancos como único atuendo. Escucha una fricción entre prendas y: 


─Hola.

─¿Quién habla?

─Rolo, soy Maru, tu vecina, la del edificio de enfrente. Discúlpame que te joda pero estoy en problemas, ¿me puedes venir a buscar?

─¿Dónde estás?

─Ahora en la esquina de nueve de julio y Tucumán.

─En treinta estoy, espérame en Colón y Tucumán, es más fácil estacionar.

─Dale, te espero.

Rodolfo se vistió, calzó y bajo a la cochera. Al salir, lo recibe una noche cerrada, sin luz en la calle, sin luna.

Mientras conduce comienza a reaccionar. Maruca, es vecina, está casada y vive en el edificio que da justo al frente del suyo. Una linda mujer que ronda los cuarenta. Su marido más o menos de la misma edad de Rodolfo que cuenta los cuarenta y dos. Le sorprende que nunca haya mantenido una conversación prolongada. Solo un “buenos días” o “buenas noches”. Tal vez un “gracias” al salir o ingresar del mercadito de la esquina. Nunca más que eso. Esta noche ella se ha dirigido como si lo conociera de toda la vida. “No me explico porque he salido a buscarla”, reprocha su actitud inconsciente.

Está llegando a la intersección y alcanza a verla en la vereda a su derecha, sobre el carril selectivo para colectivos. Mira por el espejo retrovisor y decidido ingresa por la zona prohibida para vehículos particulares. Estaciona, abre la puerta del acompañante. Ella ingresa de un salto, retoma la marcha a buena velocidad para no perder la onda verde de los semáforos.

─¿Y tu marido?

─Lo llevaron.

─¿Quiénes?

─Detenido… la policía ─comienza a llorar.

Han recorrido unas diez cuadras del lugar, aminora la marcha hasta detenerse bajo la sombras de un árbol, lejos de las luminarias de la avenida, con el motor en marcha. Contiene su adrenalina y puede prestar más atención sobre la compañía. Ella está vestida con una blusa blanca bajo una chaqueta negra de terciopelo. Falda corta haciendo juego que muestran unas hermosas piernas, botitas negras con tacos agujas. Un cabello castaño claro hasta la altura de los hombros. El intenso y seductor perfume ha invadido el habitáculo del vehículo. Un pequeño bolso negro con lentejuelas descansan sobre su falda. Pañuelos de papel sirven para limpiarse la nariz. El rímel corrido no logra desfigurar el hermoso rostro.

La observa directamente, sin pronunciar palabra esperando la calma.

Algo repuesta, ella dice:

─Perdóname la molestia. No tenía a quién llamar. No puedo volver a mi departamento. Por favor, vamos al tuyo. ¿Podemos?

─Tienes suerte, vivo solo, no debo dar explicaciones ─apenas puede disimular que suene irónico renegando de sí mismo.

─Gracias.

Mientras bate café y calienta el agua, Maruca está en el cuarto de baño. Rodolfo ha puesto música suave para romper la tensión y aplacar su molestia.

Ella parada en el vano de la puerta observa la espalda del vecino que sirve el café en las tasas que tiene sobre una bandeja.

─Para ser el departamento de un tipo soltero, no está nada mal. Ordenado, prolijo, parece que también es buen anfitrión ─la voz calma. En la cara no hay rastros de rímel corrido.

─No me gusta vivir en la roña, toma asiento. ¿Deseas comer algo?

─No. Gracias.

Enfrentados en la mesa Rodolfo la observa respetuosamente. Es la primera oportunidad de mirar su rostro directamente. Termina por confirmar que es una mujer muy atractiva. Trata de disimular su curiosidad, intentando actuar naturalmente, como si fuesen conocidos de hace tiempo.

Después de varios sorbos de café con la mirada pegada al pocillo, ella comienza a hablar en tono muy bajo, casi confesional.

─Esta noche estábamos en un boliche de la zona del Chateau, con un grupo de amigos festejando el cumpleaños de uno de ellos, hasta que llegaron cuatro tipos. Se llevaron a Ciro afuera. Ciro es mi marido, se llama Diego Ciro, todos lo nombran por su apellido. ─a medida que habla, su rostro se transforma─ Como se demoraba me acerque a ellos. Lo habían golpeado y empecé a los gritos. Se armó una grande, la gente que estaba cerca pensaron que me habían pegado a mí. Sólo ligué un empujón y una caída. Intervino la seguridad del lugar y nos separaron. Con Ciro aprovechamos esa confusión y escapamos. ─angustia en su voz tensa, agitada la respiración. ─Al Salir, otro coche estacionado nos siguió. En el centro cruzaron su vehículo al nuestro. A él lo sacaron a las trompadas del coche, quedé sola, a los gritos. La policía apareció, intervino y detuvieron a todos. Escapé apenas sacaron a Ciro, calculo que no me querían, o no les interesaba en ese momento… Me arrinconé en el kiosco de diarios que hay en la esquina. Paralizada y temblando empecé a pensar en pedir ayuda. Por suerte tengo tu número. Llamé. Gracias por atenderme.

─Fue un placer hacerlo en plena madrugada ─irónicamente contesta─ ¿en que andan?

─Él en la droga, distribuye. Fue muy cruel confirmar mis sospechas.

─¿Y ahora?... ¿Cómo conseguiste mí número?

─Buenas preguntas las tuya. No sé. Por lo pronto, no me animo a dormir esta noche en casa, tengo miedo. Mi familia vive lejos, no hay nadie conocido cerca y vos me has inspirado confianza desde el primer momento que te he visto, averigüé tus datos con el portero de la mañana. No resultó difícil. Un poco de coqueteo, inclinarse para que la blusa muestre el contenido,… sonrisas,… palabras sensuales,…fácil para una mina como yo,… pocos se resisten.

─¿Y tu marido qué sabe de mí?

─Sobre vos, nada, es mi secreto.

─¿Secreto? No entiendo.

─Boludo, no puedo decirle: ¡El tipo del frente me gusta…!

─Te agradezco la confesión, pero, ¿no piensas que me estas metiendo en un lío que no me interesa?

─Lo sé, discúlpame. No tengo a quien recurrir.

─Eso lo dijiste. ─Ella bajó la vista, sus ojos tenían el brillo de alguien que contiene lágrimas.

Termina el café y tiende la taza como pidiendo más. Rodolfo se la llena nuevamente y le dice:

─Me quedan muchas preguntas. Tengo sueño, me voy a dormir. Te comunico que solo tengo una cama de dos plazas, no hay sofá. O duermes en el suelo, o te tiras junto a mí. No te preocupes, no te voy a tocar. Te puedo prestar alguna remera, no tengo otra cosa para que uses de pijama. En el mueble del baño hay toallas limpias y todo lo que puedas necesitar. Apaga las luces cuando te acuestes. ─lo dijo molesto, muy cansado y puteándose internamente por lo boludo que fue en salir a buscarla.

Ni bien puso la cabeza sobre la almohada, cayó en un profundo sueño.

El perfume de Maru, intenso como los verdes ojos de ella, fue lo que lo despertó. Se incorporó en la cama y lo primero que vio fue el portentoso culo desnudo a su frente. Ha puesto la almohada a los pies de la cama, se acostó dándole la espalda a Rodolfo.

El reloj marca las nueve. Las cortinas están corridas, el sol débilmente atraviesa el entramado de la tela dejando en tenue penumbra la habitación. Su ropa está sobre la silla, bajo la ropa de ella, al ponérsela, siente el abrazo del aroma dulzón y provocativo enervando su instinto animal. Comienza una lucha por domarlo. El lobo que lleva dentro quiere saltar sobre la presa que está servida en sábanas de plata con ribetes rojos. “Apetecible, abordable, deseable… ¡A la mierda!” le dice a su lobisón mandándolo a la cucha.

En la cocina toma conciencia que le faltan provisiones. Trabajó toda la semana y no ha tenido tiempo de reabastecer la alacena. Del escritorio saca una hoja y deja una nota pegada en la puerta de la heladera:

“Me voy de compras, no tengo nada para el desayuno ni el almuerzo. Regreso en dos horas. Si te vas, deja la llave en el buzón de la correspondencia. Gracias”.

Llegó tres horas más tarde. Encontró las llaves donde indicó. Al ingresar al departamento notó una presencia extraña en el ambiente. La cama sin tender, el baño mojado, la remera que usó Maru colgada en el picaporte de la puerta de entrada a la cocina y la nota hecha un bollo tirada sobre la mesa. Señales de convivencia a las que no está habituado. Si bien no es un obsesivo por la limpieza, lo es por el orden.

Guardó las compras. Corrió las cortinas del living, salió al balcón. Las ventanas del departamento de su vecina están bajas, no hay señales de vida detrás.

Pensando qué hacer de comer se enfrasca en las faenas domésticas y rutinarias de los domingos. Puso la selección de música almacenada en el disco de su notebook comenzando con: “Sabor de verano, de Café del Mar” olvidando lo acontecido, se sumerge en las tareas. El sonido del portero eléctrico lo distrae:

─¿Quién?

─Soy yo ─la voz de Maru, nerviosa.

Acciona el botón y el ruido de la puerta que se abre dándole paso indica que no almorzará solo. El agua está a punto de hervir, deberá aumentar la ración. Descorcha un tinto Merlot. Vierte el vino en las copas. El color granate le alienta el paladar.

La puerta del departamento está sin llave, entra como si estuviera en su propia casa. Estuvo a punto de comentar algo y se mordió la lengua: “Claro, hemos dormido juntos…” piensa acallando nuevamente el lobo interno. Ella está descollante, con unas calzas blancas que marcan su torneado cuerpo sin pudor alguno, una remera que apenas cubre su ombligo, dejando al aire la tersa piel del abdomen. Los pechos debajo de la tela de algodón, retozan libres y dos pezones le apuntan rígidos, como si fueran escopetas a punto de fusilarlo. Ese perfume, tapa los olores de la cocina.

─Hola, ¿te mudas, o te vas de viaje? ─una maleta que duplica su peso, rueda por el cerámico.

─Ya te dije…

─¡Ya! ─con un ademán como entregándose vencido contesta ─no tengo donde ir y a ese “no tengo”, lo vienes a hacer acá. ¿No era que no podías volver a tu casa? ¿De dónde traes esa valija?

Ella encoge los hombros poniendo una cara de “yo no fui” enmarcada en una mueca infantil y responde:

─De mi auto que está en la cochera…Lista para irnos de viaje esta noche.

─Hace de cuenta que estás en tu casa, ponete cómoda. Ya veremos donde te acomodas… ─contesta con cierto toque de irónica comprensión, encubriendo su disgusto y maldiciendo la hora en que decidió buscarla.

Se voltea para depositar en la olla unos sorrentinos a los cuatro quesos y retirar la salsa del fuego. Acomoda otro cubierto en la mesa, enfrentando los platos. Quiere mirar de frente a Maru. Intentará desentrañar los secretos de ella, anular su lado seductor que maneja a la perfección haciéndolo sentir como una presa fácil, cosa que le incomoda sobremanera.

En el fondo de los platos vierte una cucharada de crema, coloca los sorrentinos sobre ella y vuelca la salsa boloñesa para después, con una lluvia de queso parmesano en hebras, coronar la presentación.

─Ni que estuviera almorzando en el “Sheraton”.

─Estás en la “cocina de Rodolfo”. Pero no te ilusiones, esto no es todos los días.

Levantando las copas, le dice:

─Para que se resuelvan todos tus problemas.

─Gracias. ¡Qué vino! ─exclama ella.

─Me alegro que te guste ─en el fondo de la boca le queda un largo sabor del vino que tapa su fastidio─ es ideal para acompañar estas pastas.

─Están exquisitas. Mil gracias. Serás ampliamente recompensado por lo que haces por mí.
─No espero recompensa. ¿Cómo has dormido?

─Di muchas vueltas hasta meterme en la cama. Me encerré en el cuarto de baño a llorar. Hace tiempo que debo tomar pastillas para dormir. No tenía nada. Te envidio la forma en que reposas. Quedé mirando tu sueño, tan placentero, tan pleno. Hace años que no puedo descansar de esa forma. Siempre de a ratos, con los ojos abiertos. Llena de miedo.

Su rostro ha perdido la frescura tras poner rígidos los músculos faciales. Su mirada fría, calculadora, aprieta los dientes. Continúa:

─Es algo que viene incorporado en los genes. Mi padre fue un tipo manipulador. Enfermo por la guita. No tenía escrúpulos ni compasión por nadie. Fui sometida y apaleada por mi viejo. Mi vieja no existía. Que en paz descansen los dos… Ella dominada con los deseos y caprichos de su marido. Dicen que la historia marcha en espiral, las cosas viejas vuelven pero evidentemente no al mismo lugar, si no que caen en otro más actual, más moderno. En mi caso, en mi marido. Elegí a un tipo igual a mi viejo, o peor, no sé... He quedado enredada en esos preceptos de ser una servidumbre. ¡El hombre proveedor, la mujer complaciente! –gesticula con ademanes, remedando seguramente a su padre- hoy pago las consecuencias de mi error. Siempre me resultó cómodo que me dieran todos los gustos, exploté mi cuerpo y mi autoestima la basé en él. Te he mirado y esa tranquilidad tuya me conmueve hasta las tripas, yo no recuerdo haber tenido reposo igual.

─¿Y Ciro?

─Un reverendo hijo de puta, con mayúsculas y subrayado. Me usa y me he dejado usar. El brillo de la abundancia me encandiló hace tiempo, pensando que eso era la vida. Ahora está preso y no creo que zafe esta vez. Es más, a estas horas seguramente ya está muerto… Metido hasta los huesos,… le cagó un negocio muy grande a un político de mucho peso.

A medida que Rodolfo la escucha, va tomando consciencia donde está parado. Suda frío.

─¿Y a vos, qué te toca en todo esto?

─¿Yo?, ya no existo, doblemente condenada. Escapé, pero nunca me sacaré los sicarios de encima. Sé demasiadas cosas que no debiera. Así mismo, es lo que menos me importa.

─No entiendo ─lo dice y nota que no ha probado bocado alguno─ come, te hace falta reponer energías.

─No tengo ganas ─habla tomándose el bajo vientre con ambas manos y una expresión de dolor en el rostro─ no puedo, no aguanto el dolor, son muchas horas sin medicamentos.

─¿Qué tienes?

─Nada más ni nada menos que cáncer de útero. Hace tiempo me diagnosticaron. La ginecóloga me dio unos meses de vida si no me sometía a un tratamiento… Le dije que se fuera a la mierda…

Rodolfo, con el cubierto en viaje a su boca, pierde el habla. No puede creer que esa mujer tan vital en apariencia fuera un cadáver andante.

─Discúlpame, me cruzo a buscar un poco de morfina para calmarme, no soporto este dolor. Vos quédate tranquilo que estás fuera de todo. No tienen como vincularte.

Con dificultad se levanta y encamina los pasos fuera del departamento dejando la puerta abierta. La pierde de vista al cerrarse el elevador, una horrible sensación lo invade.

Rodolfo desde el balcón la observa cruzando la calle, hablando por celular. El viento juega con los cabellos de ella. Una moto dobla la esquina. Ella con las llaves por abrir la puerta de ingreso al edificio y el reflejo del vidrio muestra su rostro. La moto se detiene a su espalda. El acompañante descarga el tambor de un arma sobre Maru y restos del cuerpo se esparcen manchando de rojo piso, paredes, convirtiendo en miles de astillas ese reflejo último. Un grito desgarrador brota de sus intestinos. La música que suena como telón de fondo desde el disco de su notebook es: “Que pena” por Gal Costa y Jorge Ben.

Horas más tarde dispuesto a dormir, revive la escena donde ella ingresa con la valija. Rodolfo cae en la cuenta que no la ha vuelto a ver. La encuentra debajo de la cama. Hay ropas, agendas, notas, documentos y dinero. Una bolsa con “vidrios”… ¿O, son diamantes?... “¿Quién mierda vendrá a reclamar esto?” se pregunta.


De madrugada, con el aroma del perfume presente en la almohada recuerda algo que leyó: “más que renunciar al acto sexual en sí, fue no poder compartir esos momentos de intimidad con ella. Al fin y al cabo, perder una mujer consistía en eso”. Puso la mente en modo indiferente, apagó la luz y la oscuridad lo invadió todo. 

viernes, 17 de julio de 2015

Ilusión

Cristina Navarrete


Ese día pidió permiso en su trabajo y lo pasó eligiendo el atuendo y hasta el maquillaje que usaría. Después de dos años de ser amigos por fin Joaquín la invitó a salir. Estaba tan emocionada que el corazón no le cabía en el pecho.

Luego de horas de probar todas las posibilidades que tenía en el armario: jeans desteñidos, camisetas estampadas, coloridos sobretodos y zapatos deportivos, decidió salir en busca de la combinación perfecta, pues su estilo al parecer no era el más indicado para impresionarlo; después de una larga exploración por fin se miró en el espejo vistiendo sus colores favoritos, y en medio de los violetas y naranjas que la adornaban se descubrió femenina, hermosa e interesante, estaba lista para dar el siguiente paso.

Al salir de su apartamento, parecía deslizase por las escaleras como la brisa marina, nunca se sintió más feliz, apagó las luces, cerró la puerta y subió a su auto; hasta su pequeño escarabajo amarillo lucía como una limosina ante sus ojos.

Lista para partir, dio un gran suspiro, giró la llave, pero nada pasó, —Que raro —pensó, mientras revisaba el indicador de la gasolina. Estaba segura de haber llenado el tanque, definitivamente no era eso. Se bajó, revisó el motor, la batería, y nada; no entendía que pudo haber pasado. Se dispuso a llamar a la asistencia técnica pero había olvidado el celular en casa, buscó las llaves para entrar, y tampoco estaban. En medio de la emoción lo olvidó todo.

Se sentó otra vez en el auto, para organizar sus ideas.

—No voy a arruinar esta noche —se dijo y respiro profundo— Voy a tomar un taxi y seguro Joaquín tiene la idea perfecta para solucionar este lío.

Salió del auto, y empezó a caminar hacia la calle principal para buscar el tan deseado transporte, se paró en una esquina y mientras esperaba, seguía pensando en la emoción que le producía encontrase con Joaquín.

Ya habían transcurrido más de diez minutos, todos pasaban ocupados; el cielo tan impredecible como suele ser, se nubló violentamente y una lluvia pertinaz comenzó a caer sobre la ciudad. Mientras Ana buscaba un paraguas en el bolso, la angustia empezaba a apoderarse de ella, y aunque lo abrió casi enseguida, ese hermoso cabello caoba, tan cuidadosamente peinado, se había mojado y caía desordenadamente sobre su espalda.

Un joven alto, de rostro delgado y grandes ojos negros, sentado en un restaurante italiano de arquitectura rústica y un aroma a especias que puede percibirse en toda la cuadra, juega nervioso con una servilleta y mira a través de la ventana como buscando algo, mientras, la lluvia golpea los cristales y el cemento de la calzada desaparece bajo el agua que corre velozmente. El olor a humedad lo invade todo trayéndole el recuerdo del día en que la conoció, la tormenta era terrible, y los dos junto a un grupo de excursionistas tuvieron que guarecerse en un pequeño refugio a los pies del Mont Blanc, el tomó la iniciativa para encender la chimenea y ella lo ayudó, mientras lo hacían empezaron a charlar y la afinidad fue inmediata.

Ana desesperada cruza la calle y empieza a caminar en dirección a su destino mirando constantemente hacia atrás, esperando que un taxi vacío la rescate.

Joaquín, mira su celular, —ya han pasado más de treinta minutos de la hora acordada, Ana siempre es tan puntual, creo que la asusté con esta invitación —se dijo mientras marcaba su número, una, dos y tres veces, pero ella no contestó.

Cuando ella ya había perdido toda esperanza, a lo lejos divisó unas luces, el tan esperado transporte aparecía al fin, subió apuradamente, le dio una dirección y el nombre de un famoso y tradicional restaurante italiano.

—Por favor, lléveme lo más rápido posible, ¡esta noche ha sido un desastre!, y debía ser la más feliz de mi vida —le dijo al conductor, mientras sacaba de su bolso un pequeño espejo y todos los insumos para acicalarse de nuevo.

—No se preocupe señorita —dijo el conductor, mirándola por el espejo retrovisor—conozco el mejor atajo para llegar al centro de la ciudad.

Se bajó apresuradamente del taxi, azotando la puerta, como si eso la ayudara a llegar más rápido. Entró al hermoso y acogedor espacio y busco entre todos los rostros el de Joaquín.

—¿Buscaba a alguien? ¿Le podemos ayudar en algo? —preguntó el anfitrión del sitio.
—Sí, gracias; busco a un chico joven, muy alto, con grandes ojos negros, que debía encontrarme aquí —respondió angustiada.
—¿Usted es Ana?
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Un caballero con la descripción que usted me dio acaba de irse hace pocos minutos, lucía muy triste y preocupado, dejó esto para usted —dijo, entregándole una servilleta cuidadosamente doblada.

Ana se sentó para tomar aire, pidió un café escocés para calentarse y como presintiendo su contenido, abrió la servilleta.

Mi querida amiga y compañera de aventuras, esperé tu llegada durante más de una hora, te llamé y no contestaste; quiero que sepas que este fue el motivo por el cual no me atrevía a expresarte mis sentimientos, tenía miedo de perderte, y parece ser que mi mayor temor se hizo realidad, no llegaste, no pude verte, te perdí. Espero que un día caminando por ahí, decidas venir a este lugar que siempre nos acogió en los mejores y peores momentos, y sepas mediante estas líneas cuanto te amo y te he amado desde que te conocí. No te preocupes no volveré a molestarte, tu sabes dónde encontrarme si un día correspondes a este corazón.
Besos
J.

Las lágrimas corrían por el rostro de Ana, no podía ser que una sucesión de eventos tontos y desafortunados la estuvieran separando de la persona que ella siempre esperó para ser su compañero. Tomó su café de un sorbo, guardó la pequeña servilleta en su bolso, con mucho cuidado, como si fuera el bien más preciado, y salió corriendo en busca del amor.

Joaquín no salía de su desconcierto, condujo por toda la ciudad analizando lo ocurrido, pensó que tal vez algo pudo haberla retrasado, tomó valor y se dirigió a la casa de Ana, estaba dispuesto a esperarla hasta que llegara, pero al pasar por ahí, vio el auto estacionado y la luz del pórtico prendida; se detuvo y llamó a la puerta, nadie le abrió, la llamó y aunque desde afuera escuchaba el timbre del teléfono, ella no contestó. En ese momento lo comprendió, ella no estaba interesada y todo había terminado. Subió nuevamente a su auto, y se marchó sin mirar atrás.

Después de horas de vagar, rememorando todos los gratos momentos que habían vivido juntos, por fin llegó a su casa; sus ojos no podían creer lo que distinguía, ella era como una visión, de pie bajo la lluvia frente a su puerta, su paraguas rojo no dejaba la menor duda. Un extraño calor inundaba su corazón, salió del auto y la miró.

¡Lo siento! Ha sido un día terrible, primero el auto no encendía, olvidé el celular en casa y no contenta con eso…

Él silenció su angustia con un profundo beso, la abrazó, y se aferró a ella sin pensar en el mañana.