Cristina Navarrete
Ese día pidió permiso en su trabajo y lo pasó eligiendo el atuendo y hasta
el maquillaje que usaría. Después de dos años de ser amigos por fin Joaquín la
invitó a salir. Estaba tan emocionada que el corazón no le cabía en el pecho.
Luego de horas de probar todas las posibilidades que tenía en el armario: jeans
desteñidos, camisetas estampadas, coloridos sobretodos y zapatos deportivos,
decidió salir en busca de la combinación perfecta, pues su estilo al parecer no
era el más indicado para impresionarlo; después de una larga exploración por
fin se miró en el espejo vistiendo sus colores favoritos, y en medio de los
violetas y naranjas que la adornaban se descubrió femenina, hermosa e
interesante, estaba lista para dar el siguiente paso.
Al salir de su apartamento, parecía deslizase por las escaleras como la
brisa marina, nunca se sintió más feliz, apagó las luces, cerró la puerta y subió
a su auto; hasta su pequeño escarabajo amarillo lucía como una limosina ante
sus ojos.
Lista para partir, dio un gran suspiro, giró la llave, pero nada pasó, —Que raro —pensó, mientras
revisaba el indicador de la gasolina. Estaba segura de haber llenado el tanque,
definitivamente no era eso. Se bajó, revisó el motor, la batería, y nada; no
entendía que pudo haber pasado. Se dispuso a llamar a la asistencia técnica
pero había olvidado el celular en casa, buscó las llaves para entrar, y tampoco
estaban. En medio de la emoción lo olvidó todo.
Se sentó otra vez en el auto, para organizar sus ideas.
—No voy a arruinar esta noche —se dijo y respiro profundo—
Voy a tomar un taxi y seguro Joaquín tiene la idea perfecta para solucionar
este lío.
Salió del auto, y empezó a caminar hacia la calle principal para buscar el
tan deseado transporte, se paró en una esquina y mientras esperaba, seguía
pensando en la emoción que le producía encontrase con Joaquín.
Ya habían transcurrido más de diez minutos, todos pasaban ocupados; el
cielo tan impredecible como suele ser, se nubló violentamente y una lluvia
pertinaz comenzó a caer sobre la ciudad. Mientras Ana buscaba un paraguas en el
bolso, la angustia empezaba a apoderarse de ella, y aunque lo abrió casi
enseguida, ese hermoso cabello caoba, tan cuidadosamente peinado, se había
mojado y caía desordenadamente sobre su espalda.
Un joven alto, de rostro delgado y grandes ojos negros, sentado en un
restaurante italiano de arquitectura rústica y un aroma a especias que puede percibirse
en toda la cuadra, juega nervioso con una servilleta y mira a través de la
ventana como buscando algo, mientras, la lluvia golpea los cristales y el cemento de
la calzada desaparece bajo el agua que corre velozmente. El olor a humedad lo
invade todo trayéndole el recuerdo del día en que la conoció, la tormenta era
terrible, y los dos junto a un grupo de excursionistas tuvieron que guarecerse
en un pequeño refugio a los pies del Mont Blanc, el tomó la iniciativa para
encender la chimenea y ella lo ayudó, mientras lo hacían empezaron a charlar y
la afinidad fue inmediata.
Ana desesperada cruza la calle y empieza a caminar en dirección a su
destino mirando constantemente hacia atrás, esperando que un taxi vacío la
rescate.
Joaquín, mira su celular, —ya han pasado más de treinta
minutos de la hora acordada, Ana siempre es tan puntual, creo que la asusté con
esta invitación —se dijo mientras marcaba su número,
una, dos y tres veces, pero ella no contestó.
Cuando ella ya había perdido toda esperanza, a lo lejos divisó unas luces,
el tan esperado transporte aparecía al fin, subió apuradamente, le dio una
dirección y el nombre de un famoso y tradicional restaurante italiano.
—Por favor, lléveme lo más rápido posible, ¡esta noche ha
sido un desastre!, y debía ser la más feliz de mi vida —le dijo al conductor, mientras sacaba de su bolso un
pequeño espejo y todos los insumos para acicalarse de nuevo.
—No se preocupe señorita —dijo
el conductor, mirándola por el espejo retrovisor—conozco el mejor atajo para llegar al centro de la ciudad.
Se bajó apresuradamente del taxi, azotando la puerta, como si eso la
ayudara a llegar más rápido. Entró al hermoso y acogedor espacio y busco entre
todos los rostros el de Joaquín.
—¿Buscaba a alguien? ¿Le podemos ayudar en algo? —preguntó el anfitrión del sitio.
—Sí, gracias; busco a un chico joven, muy alto, con grandes
ojos negros, que debía encontrarme aquí —respondió
angustiada.
—¿Usted es Ana?
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Un caballero con la descripción que usted me dio acaba de
irse hace pocos minutos, lucía muy triste y preocupado, dejó esto para usted —dijo, entregándole una servilleta cuidadosamente doblada.
Ana se sentó para tomar aire, pidió un café escocés para calentarse y como
presintiendo su contenido, abrió la servilleta.
Mi querida amiga y compañera de aventuras, esperé tu
llegada durante más de una hora, te llamé y no contestaste; quiero que sepas
que este fue el motivo por el cual no me atrevía a expresarte mis sentimientos,
tenía miedo de perderte, y parece ser que mi mayor temor se hizo realidad, no
llegaste, no pude verte, te perdí. Espero que un día caminando por ahí, decidas
venir a este lugar que siempre nos acogió en los mejores y peores momentos, y
sepas mediante estas líneas cuanto te amo y te he amado desde que te conocí. No
te preocupes no volveré a molestarte, tu sabes dónde encontrarme si un día
correspondes a este corazón.
Besos
J.
Las lágrimas corrían por el rostro de Ana, no podía ser que una sucesión de
eventos tontos y desafortunados la estuvieran separando de la persona que ella
siempre esperó para ser su compañero. Tomó su café de un sorbo, guardó la
pequeña servilleta en su bolso, con mucho cuidado, como si fuera el bien más
preciado, y salió corriendo en busca del amor.
Joaquín
no salía de su desconcierto, condujo por toda la ciudad analizando lo ocurrido,
pensó que tal vez algo pudo haberla retrasado, tomó valor y se dirigió a la
casa de Ana, estaba dispuesto a esperarla hasta que llegara, pero al pasar por
ahí, vio el auto estacionado y la luz del pórtico prendida; se detuvo y llamó a
la puerta, nadie le abrió, la llamó y aunque desde afuera escuchaba el timbre
del teléfono, ella no contestó. En ese momento lo comprendió, ella no estaba
interesada y todo había terminado. Subió nuevamente a su auto, y se marchó sin
mirar atrás.
Después
de horas de vagar, rememorando todos los gratos momentos que habían vivido
juntos, por fin llegó a su casa; sus ojos no podían creer lo que distinguía,
ella era como una visión, de pie bajo la lluvia frente a su puerta, su paraguas
rojo no dejaba la menor duda. Un extraño calor inundaba su corazón, salió del
auto y la miró.
—¡Lo
siento! Ha sido un día terrible, primero el auto no encendía, olvidé el celular
en casa y no contenta con eso…
Él silenció
su angustia con un profundo beso, la abrazó, y se aferró a ella sin pensar en
el mañana.
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