jueves, 29 de octubre de 2015

Tres meses

Adriana Zamora


Llevaba tres meses de relativa tranquilidad desde su última visita, cuando recibí su llamada. En cuestión de segundos mientras él saludaba, mi corazón latía a gran velocidad; pensaba en que iba a llegar para desordenar mi vida, cuando aún no me recuperaba.
 
En efecto, de nuevo estaba en Ibagué; y al tiempo que hablaba yo planeaba que excusa iba a utilizar para evitar verlo. Fue justo en ese momento cuando preguntó:


¿Vamos a tomar algo?
Sí claro.

El punto de encuentro fue un bar de ambientación irlandesa; debido a su gusto por los cigarrillos nos ubicamos en una de las mesas exteriores, lo cual no me disgustó, ya que el ruido del interior nos hubiera impedido sostener una conversación. Me contó sobre su viaje: esta vez fue a Canadá, estuvo principalmente en Ontario y Quebec y como siempre había buscado sitios lo más cercanos posibles a la naturaleza que no fueran tan populares, socializando con muchas personas y gastando lo menos posible. Tomó la decisión de regresar a Colombia porque ya no tenía dinero y un primo le había ofrecido un trabajo mientras volvía a organizarse.

Fue tenaz Coni —decía mientras me acariciaba suavemente la mano—. Los últimos dos días no pude comer. Menos mal en el aeropuerto, una pareja a la que le hice una caricatura me pagó bien o me hubiera desmayado del hambre.


Y ahora, ¿qué vas a hacer?


Pues mi primo vive en Cali. Pienso trabajar duro unos seis meses y vuelvo a viajar. Tengo ganas de ir a Camboya y pues si puedo, recorrer toda esa zona de la península indochina. Dicen que Angkor Wat es espectacular. Tú también podrías cuadrar tus cosas y me acompañas dos meses —dijo al tiempo que me guiñaba un ojo y exhalaba el humo del cigarrillo.

Recordé la última vez que me puse de loca aventurera con él, terminé comiendo hasta carne de un lagarto raro que me supo a mier… y me quedaron los brazos llenos de cicatrices. Pero no era solo eso. A diferencia de él, no podía darme el lujo de dejar todo tirado e ir a recorrer el mundo por dos meses.

No, tú sabes que no. De pronto algo más corto. Un viaje de una semana quizás.  ¡¿Qué tal si vamos al Amazonas?! Sería el sitio perfecto para los dos ya que es selva pero hay hoteles cómodos y no es tan caro.

­Sí. Puede ser dijo mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero y me miraba fijamente, al final sonrió y sacó un paquete de su morral— por cierto casi lo olvido: te traje un detalle.  No tenía plata para tus costosísimas camisetas de “Hard Rock”, pero creo que te gustará.

Era una preciosa camiseta blanca que tenía estampado en tonos rosas, azules y grises un motivo alusivo a las cataratas del Niagara.  Me emocioné mucho al verla, era la primera vez que me traía un regalo.  Lo abracé emocionada mientras él reía.

—¡Vaya! Parece que acerté en grande.

Fuimos los últimos clientes en salir del bar; si hubiera sido por nosotros, la conversación, la cerveza y el cigarrillo se hubieran prolongado por varias horas más.   Pero la solicitud de la camarera de cancelar ya que tenían que cerrar nos obligó a cambiar de planes.   No hubo necesidad de que me preguntara si se podía quedar en mi casa,  por el camino pensaba en que afortunadamente no tenía mucho mercado y sí un par de camisetas de mi hermano listas para ser catalogadas en la categoría: pijama;  ya que suele desocupar mi nevera y mostrarme toda su ropa deteriorada, recordándome que vivimos en una sociedad de consumo donde la gente usa demasiadas cosas que no necesita y acto seguido me pregunta sobre qué tengo para desechar.

Tantas veces se había quedado que ya no había necesidad de que yo le diera indicaciones.  Sabía que la habitación de huéspedes se encontraba en el segundo piso, al lado del cuarto de televisión y a seis metros del de mi madre; él mismo sacaba las sabanas del armario y tendía la cama.  Los primeros dos días se la pasó durmiendo; se levantaba solo a comer y charlar un par de cosas. Mientras dormía, me asomaba por momentos a la habitación y lo observaba. Estaba muy delgado y las ojeras aún no desaparecían; sus manos, su cabello, todo su ser, reflejaban que había soportado bastantes carencias; pero también emanaba un olor especial difícil de describir, mezcla entre pino y almizcle. Irónicamente su aspecto provocaba mi envidia;  una vida llena de aventuras, sin responsabilidades,  no mirando más allá de unos cuantos meses en su futuro y siempre alegre.

Inicialmente pensé que se quedaría solo durante el fin de semana, pero no fue así; continuó en mi casa por unos días más ayudando a arreglar desperfectos del techo, podando las plantas, ojeando libros en la biblioteca, paseando a Venus y cuidando a mi mamá. Siempre me enternece la dulzura con la que le habla, poniéndole atención a sus largas historias y haciéndola reír con sus comentarios.

Un día llego a la conclusión de que el sol le daba directamente a los muebles de la sala y que eso contribuía a que se fueran decolorando, por lo cual decidió cambiarlos de sitio y durante esta maniobra rompió un par de porcelanas, después de lo cual sonrió de lado a lado y volvió a la historia de la sociedad de consumo, el materialismo, etc. Ya después de siete objetos que me ha roto, ni me molesto en descompensarme cada vez que hace eso.

En las noches veíamos películas, jugábamos cartas, tomábamos cerveza o vino, nadábamos en la piscina y en ocasiones salíamos por la ciudad. Una noche mientras veíamos “predestination” ya con seis cervezas encima me quede mirándolo fijamente; él al darse cuenta me pregunto:

—¿Qué ocurre?

—Me alegra estar contigo —le respondí apretándole suavemente el brazo.

—A mí también me gusta estar contigo Coni, pero…no quiero que te aferres. Recuerda que un día de estos me iré.

—Sí, entiendo. —Contesté volviendo a soltarlo y no volví a hacer ningún comentario durante el resto de la película. Después decidí irme a dormir temprano.

Por experiencia sabía que el tiempo de su estadía podía variar de días hasta meses, y ni él mismo lo conocía. Entre más tiempo peor para mí, porque más duro me daba luego su ausencia.

Realmente eran sentimientos ambivalentes los que me provocaba; por un lado me encantaba su compañía y encontraba en él las características del hombre que siempre había buscado: su buen humor, nivel cultural, amor por los niños, los ancianos y los animales, la actitud descomplicada ante la vida y los problemas, sus conductas eran protectoras y de ayuda. Pero por otro lado sus pequeños desplantes conscientes o no me ponían irritable: su constante crítica a mi estilo de vida, sus eternas conversaciones telefónicas donde me dejaba sola por quince minutos o más en un bar en vez de cortarle rápido a la otra persona, la pedantería que desarrollaba ante ciertos temas como literatura o cine, la facilidad con que se desprendía de mi compañía por meses. El mensaje era claro: yo le caía bien, pero no me amaba.  No tenía corazón para pedirle que se fuera, nunca lo había tenido, tal vez era porque tenía la esperanza de que algún día llegara a agradecer todo lo que hacía por él y se enamorara de mí; pero otras veces sabía que me estaba engañando y comprando cariño. Me sentía patética.

Terminaron siendo dos semanas y como siempre, sin previo aviso. Cuando llegué a casa ya tenía todo listo y simplemente dijo:

¿Me llevas al terminal? Hoy arranco para Cali.

La primera vez que hizo eso ni siquiera se despidió. Dos meses después cuando llamó a saludar le armé una pataleta de los mil diablos, le dije que cuando alguien se había hospedado en algún lugar, lo mínimo que debía hacer por cortesía era despedirse. Él se limitó a mirarme calladamente y con la mayor tranquilidad, prometió que no volvería a ocurrir. En muchas cosas jamás cambiaría, era imposible contar con él para un plan seguro; te podría jurar que estaría ahí y después simplemente no aparecería. Te llamaría tres o cuatro meses después como si nada hubiera pasado y al tratar de decirle que te quedó mal en algo importante, daría todo un discurso de la patológica dependencia de los seres humanos a estar con otra persona.

Pero en esto cedió; aprendió a despedirse.  Paradójico a su conducta habitual tan desprendida, suele dar afectuosos abrazos y promete estar en contacto.  Cosa que cumple… tres meses después.

Luego de comprar el tiquete lo acompañé por quince minutos mientras abordaba. El calor era insoportable, se sentía denso el aire y ambos comenzamos a sudar; decidimos comprar un par de botellas con agua y ubicarnos lo más cerca posible del aire acondicionado.


Gracias por todo. Tú siempre estás para mí. Tan linda. –Decía al tiempo que jugaba con un mechón de mi cabello.

Con gusto. Pero eres muy confiado. No siempre voy a estar ahí. La próxima vez que vengas de pronto estaré de viaje o no quiera verte.

Si es probable que estés de viaje. Respondió al tiempo que comenzaba a jugar con otro mechónEn ese caso me divertiré un poco por la ciudad, me levantaré un dinero y partiré. Pero siempre me querrás ver.

¿Por qué tan seguro? —le dije elevando levemente el tono de mi voz y alejando mi cabello de sus manos.

Se acercó y me dio un suave beso en la boca.

Porque tú me amas Coni.


Y se dirigió hacia el punto de chequeo. No se molestó ni por un segundo en voltear y mirar mi reacción. Simplemente se fue... maldito.

viernes, 23 de octubre de 2015

Asombro

Cristina Navarrete


Violeta está parada junto a la puerta de la estación de autobuses. Sus ojos, azules y profundos; el cabello rizado, color negro azabache, mojado por la lluvia; una esbelta y delgada silueta arrimada a la barandilla; hacen que todos los transeúntes la noten.

A pesar del fuerte aguacero ella no se ha movido en más de veinte minutos, su suéter de colores, los jeans desteñidos estilo campana y las sandalias de cuero están empapadas, sin embargo sigue mirando el reloj y no hace ningún esfuerzo por marcharse.

Un hombre alto, delgado, de facciones muy finas y una piel como de porcelana, cruza la calle corriendo. Avanza rápidamente hacia la puerta de la estación buscando a alguien, mira a Violeta, ella responde con una sonrisa, se incorpora, acomoda el bolso tejido con figuras tribales en su hombro, se acerca a él y sin decir una palabra dan media vuelta y caminan juntos, alejándose poco a poco de la terminal.

Mientras las dos siluetas se pierden en la oscuridad de la noche, se puede ver que aún sin mirarse, ella toma su mano y él le corresponde.

Luego de un largo rato, la lluvia cesó, y ellos seguían caminando, ella lo miró, le brindó una gran sonrisa y por fin dijo:

—Entonces... ¿Para qué querías verme?, ha pasado mucho tiempo.

—Te he extrañado muchísimo, no tengo más argumento —respondió en voz muy baja; luego de un corto silencio, él, se acercó lentamente a su rostro, acarició su cabello y le dio un beso suave y delicado.

En ese instante, Augusta, se levantó inesperadamente del mullido sillón que la abrigaba, tomó el control remoto, apagó la televisión y lo lanzó al piso.

—¡Tonterías! Eso solo pasa en las películas —dijo para sí misma, mientras sus pies descalzos y ágiles la guiaban hacia la cocina.

Se acercó al mesón donde tenía una pequeña y antigua radio color naranja con una extraña textura que simulaba la madera, la encendió, buscó esa emisora que la acompañó durante su adolescencia con música continua y variada, cuando al fin la encontró se dirigió al refrigerador, sacó algunos ingredientes y empezó a cocinar, al tiempo que tarareaba la canción que al sonar traía con ella hermosos recuerdos de infancia y de la dueña original del anticuado artefacto: su abuela.

Mientras sus rápidas manos cortaban con mucha facilidad los vegetales, el agua empezaba a hervir en la estufa, el ambiente se calentaba poco a poco. Una vez troceados, los echó en el agua, fue por las especias; mientras los ingredientes se fusionaban, un olor a comida hecha en casa inundó el lugar. Tomó una cuchareta y le dio un sorbo al potaje. Su rostro cambió de pronto, el ceño fruncido y la notable tensión mandibular se relajaron, en sus ojos se distinguía un brillo antes inexistente y en su boca se esbozó una sonrisa.

—¡Comer! Qué gran placer, siempre anima el corazón —decía mientras servía un gran plato de humeante sopa caliente— seguro sería aún más deliciosa si fuese compartida, pero de todas formas calienta el alma.

Retiró su computador de la mesa y una pila de documentos que lo acompañaban, pero justo cuando iba a sentarse en su pequeño y rústico comedor de madera vista, el timbre de la puerta sonó.

—¿Quién podrá ser a esta hora? —dijo mientras se asomaba por el filo de la ventana casi sin mover las cortinas; sus ojos se abrían cada vez más.

—¡No lo puedo creer! ¿Ahora qué voy a hacer?... Y yo en estas fachas —exclamaba mientras subía y bajaba las escaleras, entraba y salía de la cocina; hasta que por fin respiró profundo, se tranquilizó, corrió al baño, tomó un buen trago de enjuague bucal, lo escupió, recogió su desordenado cabello con una liga de colores, arregló su pijama y abrió la puerta.

Allí estaba él, tan sencillo, con su ropa para ir al gimnasio, sin excusas, de pie frente al pórtico; sus miradas se cruzaron por algunos segundos. Los mismos que fueron suficientes para recordar su olor, el sonido de su estrepitosa risa, los viajes realizados en esa vieja y ruidosa motocicleta y por supuesto el dolor de dejarlo ir cuando ganó aquella beca para estudiar arquitectura en Inglaterra.

—Han pasado ya cuatro años ¿Qué te trajo por aquí? —dijo Augusta tratando de ocultar la emoción profunda que la inundaba.

Miguel se movió muy despacio hacia ella como en cámara lenta, y cuando estaba tan cerca como para sentir su respiración, susurró: simplemente… te he extrañado muchísimo, no tengo más argumento.

jueves, 22 de octubre de 2015

Mucho mejor

Margarita Moreno


Es el primer viernes de otoño, la penumbra de la madrugada flota en la habitación, sobre el tálamo nupcial duerme profundamente una mujer, ¿su nombre? Ernestina. De pie mirando por la ventana, se delinea la silueta de Agustín, su esposo. De la calle, poco a poco llega el rumor distante del motor de algún auto, el golpeteo apresurado de pasos en la acera y el trinar de las aves. El hombre permanece unos instantes con la vista fija en el clarear del cielo, la luz toca su rostro y se aparta del ventanal, al momento alcanza su abrigo y una maleta que acecha en el sofá, antes de irse contempla un hilillo de sol enredando las pestañas de su mujer, sonríe con amargura y sale de la alcoba dejando un portazo tras de sí. Ella, entorna los ojos, pero la luz que besa sus pupilas vuelve a vencerlos, alarga el brazo derecho, la palma de su mano asiente el vacío de su marido, con gracia felina se estira largamente hasta explayarse en el blando lecho y... se queda ahí, inmóvil, sosegada, deliciosamente sola, holgando, soñando apacible, sintiéndose mejor,  ¡mucho mejor!

Veinticinco años atrás, un bello auto negro ataviado de flores, lazos y azahares, estaciona a las puertas del Templo de San Felipe, Agustín espera tranquilo al pie del altar, el padre de Ernestina conmovido entra a la iglesia del brazo de su hija, las notas Mendelssohn armonizan los pasos del cortejo, la novia, luce cándido vestido blanco de leve escote bordado en lentejuelas, un discreto velo le cubre el rostro y borde de los hombros; calza zapatillas lisas de satén y un pulcro ramo de lirios eclipsa la ausencia del anillo de compromiso. El peinado liso y ajustado remata en chongo, sin más realce que una tiara sujetando el velo a la coronilla, sus pómulos acusan un suave rubor y el brillo nacarino en sus labios irradia el voto de amor. ¡Sí, para toda la vida!

Durante los días siguientes, la ilusión de la “luna de miel” se reduce al siguiente fin de semana en un balneario cercano, en compañía de la familia del esposo.

―Mi amor, debes tener un poco de paciencia. ―apela Agustín ante la desdicha ahogada en llanto de Ernestina. ―Mi familia solo quiere apoyarnos, sabes que no tenemos dinero para un viaje, si los rechazamos se ofenderán.

―Discúlpame cariño, soy una egoísta es que, yo tenía tanta ilusión…

―Lo sé mi vida, dijo besando su frente y marcando raudo el teléfono para dar la buena nueva ―Hola, hermano, buenas noticias. ¡Sí, claro! Esto es nuestro primer ensayo de luna de miel, ya habrá más, ¡hasta que salga bien!, bromeaba Agustín entre carcajadas.

Ernestina suspira resignada, luego telefonea para contarle a su madre lo que sucede, ella le aconseja, ―hija ten paciencia, trata de adaptarte a tu nueva vida, ahora eres una mujer casada y te debes a tu esposo, acabas de prometer ante el altar amarlo, serle fiel y respetarlo, por todos los días de tu vida. Serénate, haz un poco de oración y obedece a tu marido.

El presentimiento de la joven, de haber caído en una trampa la estremece y pone un gusto amargo en su corazón. Y no se equivoca porque después de ese “ensayo” no hay ningún otro y el viaje de novios nunca se realiza. El idilio y los besos se ahorran para cuando Agustín, con la venia de su madre, apremia a su esposa por un “primogénito varón” ―para continuar el apellido. Sin embargo, tras meses de espera, un raudal de prendas azules y un parto difícil, la cigüeña trae una niña. Tres años después una más y aunque el padre adora a sus hijas, se arriesga y apuesta todo su bankroll de pasión, un hot-streak de vida, ¡poker de ases! ¿El premio? ¡Un hijo varón! 

—¡La familia está completa!, dice a menudo el orgulloso padre.

Agustín no es un mal hombre, su mujer lo admite, pero también sabe que está hecho a efigie y analogía de su madre; el padre los plantó cuando tenía apenas tres años, en el tiempo que pasó hasta que fue mayor, la figura materna era todo su universo; mamá omnipresente lo ama, educa, corrige, vela su sueño, desvela en sus fiebres, sus brazos lo arropan, lo miman, las manos de ángel cocinan delicias, arman juguetes, disfraces, caricias de consuelo, su voz risueña narra cuentos fantásticos. Siempre juntos, un maridaje perfecto y benévolo. A veces él, lamenta estar atado perenemente a los tantos defectos de Ernestina; ella, ¡nunca podrá llegarle a su madre ni a los talones! ¡Jamás!, pero esta última quería nietos y él deseaba verla feliz.

Los años pasan lentos colmando a Ernestina con el amor de sus pequeños y la inmensa tarea de cuidarlos prolijamente, desde luego, bajo la guía insuperable de su versada suegra. Cuando el dinero de su esposo deja de ser suficiente, le sugieren un empleo de medio tiempo para apuntalar la economía del hogar, acepta encantada, precisa cuanto antes salir de la asfixiante inercia. —Eso sí, con la condición que sea temporal, porque la mujer casada, en su casa debe estar, ¡mujeres en la cocina y hombres en la cantina! —“bromea” Agustín.

La faena dentro y fuera del hogar se vuelve irrevocable y penosa para Ernestina, el tiempo no alcanza ni para acicalarse debidamente e ir a la oficina y su marido exige se muestre aseada pero austera, —una esposa no debe provocar malos pensamientos en otros hombres. Su horario es de esclavos, se levanta al alba y la media noche la encuentra sin concluir todos sus deberes, a menudo el marido la reprende si la descubre reposando sin terminar lo que su hogar exige. Los fines de semana resultan una tortura, el ajetreo no tiene tregua y aunque él llega tarde por divertirse con amigos, considera que su mujer, por el solo hecho de serlo, no tiene concesión de salir sola o con amigas a comportarse como una mujerzuela.

Los hijos crecen y poco a poco las obligaciones de Ernestina se mitigan de algún modo, nunca ha querido mortificar a sus padres y prefiere mantener ante ellos, la imagen de un buen matrimonio. En la oficina, el tiempo le da prestigio y un salario mejor. También cultiva un par de amistades entre compañeras y en más de una ocasión, a la hora del almuerzo les confía su situación. Su amiga Silvia aconseja redimirse, pensar en ella antes que en nadie más, —Ernestina, tienes que amarte a ti misma, piensa que eres tu única propiedad, si tú no eres feliz, no podrás hacer feliz a nadie, medítalo amiga mía, respétate, quiérete un poco por favor.

A partir de estos consejos, ella intenta darle otro rumbo a sus días, poco a poco va exponiendo sus deseos y disgustos a su esposo y por ende a suegra, en principio no la toman en cuenta.

—¡Mujer, por favor no me vengas con estupideces!, estoy muy cansado, mejor sírveme la cena. ¡Anda, vamos!

Pronto se forma un auténtico campo de batalla, se enfrentan constantemente sin llegar a ponerse de acuerdo en peticiones o reclamos, los paréntesis son de franca indiferencia. Un silencio espeso enlaza los días y el insomnio teje desesperación en sus noches, pero ya no puede, ni quiere echarse atrás; el solo hecho de expresar lo que su corazón lacerado sufre es un paliativo en su vida. La tensión entre ella y su marido crece a pasos agigantados, las peleas son cada vez más cáusticas, una lazada dolorosa, cruel, se ata en su garganta, no hay forma de aliviar el dolor que le produce.

Una mañana, salen muy temprano de casa con tal de no seguir discutiendo, no logran entenderse, parecen hablar idiomas distintos, interpretaciones de negro a blanco, no atinan coincidencia alguna.

Ella está abatida, llega al trabajo como autómata y registra su entrada antes que nadie.  Coloca bolso y abrigo en el perchero, se dirige a la pequeña cocineta al fondo del local, llena de agua el depósito de la cafetera, inserta un filtro de papel, agrega mezcla para café y pulsa encendido; en segundos brillantes gotitas caoba empiezan a brotar, una tras otra se estrellan gloriosas en el fondo cristalino, un efluvio fragante y redentor inunda el ambiente con recuerdos felices y sueños sin realizar, una gran congoja oprime su pecho, las lágrimas comienzan a resbalar por sus mejillas, de pronto, una voz piadosa la resta de sus desdichas. 

—¿Qué te sucede Ernes? ¿Puedo ayudarte? Pregunta Mercedes, compañera de trabajo con la que no simpatiza, Ernestina está desconcertada e incómoda.

—Nada Mercedes, estoy bien gracias.

—No, no, tú siempre estás contenta, puedo escucharte y  por favor dime Merce.

—No, gracias, de verdad “Merce”, es algo muy personal.

—Tu marido, ¿verdad?  —dice y Ernes rompe a llorar.

—Calma, ven, vamos a la terraza conversemos un poco, siempre hace falta un hombro para llorar.

Ernestina está sorprendida y duda pero, también siente deseos de confiarse a esa mujer que siempre le ha causado problemas y la sigue, caminan juntas mientras la alienta con eficiencia, al llegar Merce abre la puerta y pasa diciendo, —te entiendo perfectamente amiga, los hombres son unos perfectos cabrones, todos son unos malditos, infelices, ¿puedes creerlo? Hoy precisamente, esta misma mañana, el desgraciado de Juan Pablo, mi esposo, me llamó despilfarradora, descuidada, embustera y… ¡Ya estoy harta, harta! dijo sollozando con desconsuelo. Ernestina, siente su tristeza torcer a rabia incontenible y sin pensarlo, grita furiosa.

—¡Cállate estúpida!, cállate, no tienes derecho a gimotear antes que yo. Tú, fuiste hasta mí lugar para enterarte, yo no busqué tu opinión, ni deseaba acercarme a ti.

—¡Ingrata de porquería! ¡Mereces lo que te sucede!, si no tenías deseos de hacerme confidencias  entonces, ¿por qué me abriste tú corazón?

—¡No seas ridícula Mercedes! aunque tienes razón,  no lo sé,  porque no somos amigas, me has hecho la vida imposible y nunca has sido “santo de mi devoción”, así que… ¡Olvídalo! Solo olvídalo.

—¿Olvidar tus groserías? ¡Claro! Me ofendes y… de corazón me alegro de tus problemas, seguro ganaste a pulso lo que te sucede y yo merezco tu ingratitud, por ser tan sensible, democrática y preocuparme hasta de ti. ¡Ja! Pero, ¿qué hacer? cuando existimos personas de buena cuna, pías, generosas… pero, ¿qué te digo? Si en el fondo envidias mi forma de ser.

—Si tú lo dices, el punto es que siendo “democráticas” y ya que fui tercamente indagada por tu “bonísima” persona, a mí, me corresponde exponer los problemas y penas que me agobian, ser escuchada, confortada y, sobre todo “amiga” ¡A mí me toca llorar primero! pero ¿sabes? ya no tengo ganas —y diciendo esto último, da media vuelta frente a Merce de semblante enrojecido y labios tan apretados que figuran la grieta de una presa a punto de reventar.

Con pasos firmes regresa al despacho, se desploma en la silla y se queda pensando en lo que acababa de suceder; de repente y sin titubear levanta el auricular del teléfono y marca bruscamente el número de Agustín, lo escucha contestar.

—¡Qué carajos quieres! Si vas a disculparte, ya es muy tarde. ¡Quiero divorciarme de ti, loca peligrosa! ¿Escuchaste? ¡Quiero el divorcio!

—¡Gracias a Dios Agustín! ¡Concedido! Hoy, es la última noche que pasamos bajo el mismo techo, mañana, te quiero fuera de mi vida. ¡Estúpido! Y acto seguido, cuelga complacida.

Se queda pasmada un instante, su cuerpo aún tiembla de enojo y apenas puede creer todo lo que ha dicho en menos de una hora, es fantástico, después de años de control y sumisión. Un suspiro profundo escapa de su pecho y luego comienza a reírse sin respeto, su rostro divertido se refleja en la pantalla del computador. Hacía décadas que no detonaba en carcajadas de regocijo, no hay duda alguna, honestamente ella, ahora se siente mejor,  ¡muchísimo mejor

Decisión inusitada

Rocío Ávila


Nunca pensé que nuestra historia acabaría así. Esta tarde de invierno temprano me invita a confesarte que Ruth Manjarrez fue por más de veinte años la razón de mi existencia. Sus padres estuvieron siempre al pendiente suyo. Recibió lo mejor de sus progenitores. No quiero que pienses mal. Nunca la sobreprotegieron o la mimaron en exceso. La amaron mucho, cada uno a su estilo. Su situación económica si bien no era mala no les permitía formarla para un mundo irreal. Toda experiencia era para ellos un reto de cómo enseñarle a defenderse. Eran tan incisivos que ella pensó que la lápida materna, algún día, llevaría la frase “Vamos, tú puedes resolverlo sola”. Su padre no estaba totalmente de acuerdo con esto pero al final acababa haciendo lo que su amada esposa indicaba.

Esta inesperada revelación se desarrolla en un inmueble ubicado en el centro de un barrio antiguo. Entre las banquetas rotas, árboles de décadas anteriores y edificaciones, casi todas de una planta, se distingue una casa por su peculiar colorido. Las viviendas aledañas demuestran su edad gracias a sus elementos decorativos y la palidez que el color de sus fachadas ha ido adquiriendo con el paso de las estaciones. Las ventanas del singular domicilio, siempre abiertas, estimulan la imaginación de los transeúntes quienes, gracias a las cortinas, nunca alcanzan a ver el interior.

Daniel habla sin parar mientras contempla a la dama sentada frente a él. No podían estar en mejor lugar. La sala donde se encuentran es su habitación favorita. Es un espacio pequeño con hermosos vanos que dejan pasar el sol para calentar el lugar. El alto techo grita que no es una construcción reciente entretanto los muros vivamente coloridos y las flores repartidas en varios jarrones solo señalan que los ocupantes de esa morada son personas alegres. En un momento de silencio Daniel se sienta en un taburete con la cabeza gacha. Pareciera que los diminutos orificios que se han ido formando en el piso de madera revelaran para él un secreto que no quiere perderse. Tras tomar una bocanada de aire, continúa su narración ante la atenta mirada de su interlocutora.

Su niñez no tuvo nada espectacular. Padeció las enfermedades típicas. Su entorno familiar se desarrolló en una constante lucha por no sobreprotegerla, ni sobre alabarla aunque la parte más difícil, para la señora Manjarrez, siempre fue la de no sobre exigir madurez a Ruth. Sus formadores intentaron hacerla la mejor persona posible no obstante olvidaron el insignificante detalle de sus características individuales que nadie lograría cambiar. Ni siquiera ellos, habiéndole dado la vida y los genes que hacían de ella lo que era.

¿Su adolescencia? Hasta donde sé, fue como cualquiera. De ser una niña jovial y traviesa se transformó en una morena con cabello largo, lacio y una sonrisa franca que daba un espectacular brillo a sus ojos al sonreír. Nunca se maquilló mucho, apenas un poco los ojos y algo de color a las mejillas pero no necesitaba más. Cerca del final de esta etapa, ella conoció al que yo creí sería el amor más grande de su vida. Tienes razón, hablo de mí, aunque quizá todavía no tengas claro porque lo hago.

La compañera de Daniel se reacomoda algo inquieta en su sitio en el sillón. Siente el frío entrar por las ventanas a medio abrir pero eso no le molesta. Inhala profundamente y para su sorpresa no entra a sus pulmones viento álgido sino una suave combinación de rosas, jazmines provenientes del jardín y café que seguramente está preparando la sirvienta en la cocina cercana. La voz conocida la vuelve a la realidad.

Mi hermana era la mejor amiga de Ruth. Nunca he sido atractivo, pero reconozco que en ese entonces era tan amable y tímido que casi ningún ser se fijaba en mis mechones sin gracia, mis orejas chistosas o mis delgadas piernas kilométricas. Desde que la conocí morí de amor por ella. Nunca se lo dije pero estaba ahí cuando ella lloraba por algún desengaño; hasta le hice una tarea complicadísima para que no estuviera preocupada.

—¡Este chico es un ángel!, pero no entiendo qué le pasa a sus orejas.

De todos los que me identificaban solo ella notaba mis nada agraciados cartílagos auditivos. Una y otra vez repetía esa frase odiosa cuando se refería a mí. Sí, era un espíritu celeste totalmente invisible para ella cuando de enamoramientos se trataba.

En medio de la estancia, como música de fondo, se escucha el leve crujir de las ramas que se mueven al mandato de la ventisca. El mismo vendaval que trae a Daniel los recuerdos que le permiten continuar su relato.

Sus padres pensaron que si tenían suerte y hacían bien su deber, Ruth, cumpliría con el ciclo natural de todo ser humano. La señora Manjarrez soñaba, para cuando ella tuviera cinco décadas, estar meciendo a algún nieto en la cuna. Nada más lejano a la realidad. La primera parte fue fácil, su hija nació y creció aunque el problema realmente surgió en la etapa reproductiva.

En su ciclo universitario tuvo algunos pretendientes. Para ella, la prueba de fuego eran cuatro meses. Entontes ya sabía si el galán en turno valía la pena o no. Como verás, ninguno pasó la prueba. Puedo expresar que cuando ella hacía sus experimentos la mayoría de sus amigas tenían metas concretas y al acabar la carrera todas tenían un anillo de compromiso brillando en el dedo. Para desconcierto general, Ruth no se inmutó.

Un leve golpeteo a la puerta atrae la atención del orador.

—Pase, Mercedes. Deje las tazas en la mesita lateral y salga, por favor —dice con voz amable en tanto espera a la doméstica salir.

No te he contado una singularidad de su formación familiar. En una comunidad que todavía conservaba algo de religiosidad ninguno de sus procreadores era lo que se llama espiritual. Para ellos fue toda una consternación cuando, al terminar la carrera, les dijo lo más solemnemente posible “me voy a un voluntariado jesuita por un año”. Me parece que por única vez su formadora se arrepintió de su filosofía educativa. Cuando esta inquietud surgió en Ruth, resolvió sola el problema y le abrió la puerta a un dios amoroso que ninguno de los que la rodeaban conocía. Verás, en ese entonces sus amigos eran buenos chicos pero ninguno de ellos consideraba importante ceder tiempo personal al bienestar de unos desconocidos. Ahora pienso que, en esa fase debió desilusionar un poco a todos los que la conocían, especialmente a su madre. En lugar de alabarla censuraron su desapego a la seguridad económica.

Su amistad con mi hermana se fue perdiendo paulatinamente un par de años antes de entrar a la universidad. Cada una escogió escuelas diferentes para la preparatoria y aunque juraron ser amigas entrañables hasta la eternidad aquello se fue limitando a felicitaciones de cumpleaños y alguna que otra llamada a lo largo del año. Está demás decir que yo no figuraba en su catálogo de pendientes. Me olvidó antes que a nadie.

Cuando regresó del voluntariado al primero que se topó fue a mí, aunque en verdad yo la encontré a ella. Apenas puse un pie en la cafetería la descubrí. No me atreví a acercarme; me senté en una mesa de la esquina. Dejé que el olor de las bebidas calientes me tranquilizará. El golpeteo de los trastes y el murmullo de conversaciones sin sentido impedían a mis recuerdos volver con claridad. Con apenas dos días en la ciudad ella continuaba con su moda de cara lavada, cabello recogido en una coleta y ropa lo más cómoda posible. Se le veía pensativa. Tras unos instantes, café en mano me acerqué a ella. Mis palabras la devolvieron al presente.

—¿Ruth? ¿Eres tú? Pero por dios ¡¡tantos años sin verte!!

Cuando levantó la cara para ver quien hablaba pude observar su descontrol momentáneo.

—Pero, ¿qué le pasa a tus orejas? —atinó a decir al reconocerme.

—Creo que se reacomodaron —contesté entre risas— al parecer cuando terminé de crecer mi cuerpo optó tomar proporciones normales.

Aún recuerdo que ella estaba en las mesas exteriores del local. La vista era muy agradable pero hacía un soplo frío espantoso. Tuve que aguantarlo con tal de no despedirme. Me senté en la misma mesa que ella; así, entre suaves temblores corporales y bromas nos pusimos al día. Seguía soltera y yo le conté sobre la novia con la que estaba pensando formalizar mi relación. Se lo dije porque pensé que las cosas mantendrían su ritmo pese a la emoción que sentí al verla nuevamente. Se alegró por mí.

Había regresado a la casa donde creció porque amaba su hogar. La vivienda era una mezcla de estilos decorativos con combinaciones llamativas de color que a nadie se le hubieran ocurrido y sin embargo siempre lucía bien. Era una vivienda amplia con dos recámaras y una cocina de donde siempre emanaban olores agradables y apetitosos. La habitación principal hacía las veces de recibidor y comedor según la ocasión. La principal característica del lugar era la calidez con que recibía a sus visitantes. A Ruth le resultaba muy cómodo vivir ahí hasta que su futuro se convirtió en conflicto para la autora de sus días. No le habían dado lo mejor para que ella acabara haciendo servicio social. Cuando la conversación se ponía estresante Ruth tomaba su bolso y salía a caminar. En esa época el destino trataba de decirnos algo porque tarde o temprano acabábamos encontrándonos. Casualmente o planeado nos fuimos viendo con mayor frecuencia.

Yo trabajaba en un importante consorcio mercantil. La recomendé para uno de los puestos administrativos. Moví cielo, mar y tierra para que la contrataran y lo logré. Los seis primeros meses la apoyé como en los anales escolares. Invariablemente estaba enterado de las tareas bajo su cargo. Ella operaba en la planta baja y yo tenía mi escritorio en el noveno piso. Casi milagrosamente, si necesitaba ir al archivo yo estaba en el pasillo para acompañarla a encontrar el expediente requerido. Si se quedaba horas extras en la oficina por casualidad yo también. La hice sentir segura conforme me dedicaba más a ella aunque ahora me pregunto cómo es que logré conservar el empleo. Me esforzaba más en investigar sus movimientos que haciendo las tareas por las que me pagaban.

Frecuentemente la invitaba a salir. Buscábamos pequeños lugares donde poder conversar sin interrupciones. Al principio nuestro intercambio de ideas era sobre temas generales ya que yo evitaba las conversaciones personales lo más posible pero llegó el día en que no pude eludir lo inevitable. Fue en un salón de té inglés, elegantemente decorado donde le informé sobre mi ruptura del compromiso matrimonial. Admití, entre muros rosados y mullidos cojines que lo hice antes de consultarlo con ella, sin saber cuál sería su respuesta, en base a mis grandes expectativas. Cuando me rechazó la odié con la misma intensidad con la que la quise siempre.

—Eres la persona más ingrata y fría que conozco —le grité en la cara— tú nunca vas a querer a nadie.

—No hagas esto, Daniel, por favor calla. Mañana te arrepentirás de lo que digas ahora.

Vociferé cosas irrepetibles. ¡Afortunadamente éramos los únicos clientes en ese momento! Conocía cada una de sus debilidades y las usé en su contra. Nos vimos envueltos en una discusión que vista a distancia fue una estupidez. Ella no cesaba de golpearse el pecho con ambas manos mientras hacía referencia a lo que la hacía sufrir con mi declaración y yo no paraba de señalarla cuando rebatía lo que me decía. Acabamos agotados para separarnos, entre miradas hostiles, en el lugar más romántico de la zona.

La nuestra fue la peor crisis que he tenido con alguien. Nadie, ni en su más atrevido sueño le había restregado algo de egoísmo en la cara. No fue algo solucionable en dos días ni en tres. Pasaron muchas semanas para que Ruth entendiera lo que anhelaba. De pronto todas las expectativas paternas, sociales y las propias cayeron sobre ella como una gran avalancha.

Según supe después, intentó hablar sobre nuestra situación con su mamá. Por primera vez en su existencia, no le dijo que lo solucionara a su modo. Cuando le solicitó consejo le sorprendió con su respuesta:

—Cásate —le dijo.

Ante su asombro, su tutora le pintó un cuadro tan hermoso que Ruth sintió pena al principio. Para la señora Manjarrez el casamiento era como una pareja cariñosa, tomada de la mano,  caminando bajo un cielo azul con apenas algunas nubes en el firmamento. En pocas palabras ella veía a su hija con una sonrisa en los labios y una despreocupación como si los horarios de trabajo y el pago de impuestos no existieran. La señora solo le pidió no eliminar la idea y que lo pensara. Lo sé bien porque la fuente de estas palabras me buscó, por iniciativa propia, para que perdonara a Ruth. Sí, yo tampoco podía creerlo. Sentado ahí, donde tú estás ahora, escuché los detalles de esa conversación familiar.

La pareja se mira un momento. Los dos inhalan y exhalan suavemente dando unos minutos a Daniel para acomodarse junto a la chica, en el sillón, con la intensión de continuar.

Para su tranquilidad, Ruth le prometió pensarlo y para su propio estupor se descubrió acariciando la idea que le vendieron tan bien. Estaba en la confianza de que si me buscaba la recibiría, como si nada, tras darme una disculpa. Eternamente fue así, no sabía guardar rencor. Fue ahí donde su cabeza empezó a elaborar otra hipótesis. No le era molesta la idea de casarse con un buen hombre, aunque no lo amara, porque nadie le garantizaba la veracidad de la existencia de su media naranja. Así, con algunas cosas en común, lo más probable es que consiguiera un buen matrimonio; sin pasión pero con suerte llegaría a envejecer junto al elegido que de primera opción era yo.

El cielo se va pintando de rojo, azul y negro. La luna está por aparecer y la habitación se va oscureciendo. La mujer se pone de pie y por un momento parece que comenzará a reírse nerviosamente pero se recupera para caminar hacia el apagador. Enciende las luces y vuelve a posicionarse frente a Daniel. Cruza los brazos para segundos después llevar su mano hasta su boca para cubrir sus labios; el hombre no ve claramente lo que su gesto expresa. Obligándose a continuar el muchacho se reacomoda de nuevo.

Como me lo diría la misma Ruth, cada intento para llamarme le daba dolor de estómago. No eran esas mariposas que se sienten cuando uno va a encontrarse con la persona amada. No. Era un dolor como si le hubieran pateado ahí mismo y tuviera que detenerse a respirar. Todo gracias a la maldita obsesión que sentía por estar tomada de la mano con otro. Alguna desconocida razón hizo de ese gesto la representación de lo que era un emparejamiento: dos manos entrelazadas tan fuertemente que nada alcanzaría a separarlas. Entendió que eso era totalmente falso. En alguna oportunidad tendrían que soltarse y su temor era seguir de largo y no volver jamás a buscar la mano que la tenía entrelazada. Acabó borrando mi número de su celular, su agenda y su memoria.

Pienso en el hijo que tú y yo estamos esperando. Me hubiera gustado tener una hija con ella y en ocasiones imaginé ese momento, por favor perdona mi sinceridad. Seguro estas palabras te hacen sufrir pero debes saber toda la verdad. Soñaba con el momento de tenerla en mis brazos y poder mirar su cara pequeña, sus ojos preciosos y su boquita. ¡Todo lo que le diría! Aunque tengo el discurso en mi mente jamás saldrá a través de mis labios porque muchas temporadas han pasado y no hay forma de cambiar el ayer.

Ruth decidió ser fiel a sus principios y seguir adelante sola. Abandonó la casa paterna para independizarse. Ahora vive en un departamento y según sé, cuando yo renuncié a mi empleo en la empresa ella decidió seguir ahí. Ha tenido muchas coyunturas: de compañía, soledad, amorosas, angustiosas pero ha carecido de las de arrepentimiento. Eso la ha llevado a vivir en paz y en armonía. Hace cosa de nada murió su madre. Por eso te cuento esto. Me enteré del velorio por mi hermana y me atreví a ir a verla.

Suena loco, lo sé. No era lugar para tratar temas pasados pero te diré que hasta me dio gusto hacerlo. Por favor, no te alteres; esta reunión me regaló una tranquilidad inmensa. Ella me robó muchas cosas, entre ellas mi ingenuidad y mi capacidad de perdonar todo. Me enseñó a odiar como nunca lo había hecho en mi existencia pero también a no mirar atrás. Fui a verla con la intensión de contarle lo nuestro y cerrar para siempre la puerta a Ruth. Al final no le conté nada, no hacía falta. Yo sé que ese asunto tiene punto final y es lo importante. Ahora tengo una nueva relación: ajena a ella, madura y donde estoy feliz.

Los jóvenes esposos se encuentran de pie, frente a frente. Ella lo mira felizmente sorprendida y él la ve con satisfacción por su propio acto de valentía. Daniel acaricia con ternura el vientre de su esposa y sonríe tímidamente.

Ahora, mientras te cuento todo esto, pienso que coincido con una de las últimas expresiones de la señora Manjarrez. Ruth me contó en tono de broma que, tras aquel sorpresivo diálogo sobre su estado civil, pensó en buscar otro epitafio para la tumba de su progenitora. Afortunadamente no lo hizo. Antes de morir, en su última plática, la señora tuvo la oportunidad de charlar con Ruth para decirle con tono de orgullo:


—Después de todo, pudiste resolverlo tú sola. Te felicito.

lunes, 19 de octubre de 2015

La casa

 Camilo Gil Ostria


“Vieja madera para arder,
viejo vino para beber,
viejos amigos en quien confiar,
 y viejos autores para leer.”
Sir Francis Bacon


Debo aclarar que aunque soy joven, siento una clase de madurez que alguien de dieciséis años no tiene; pero hay algo que despierta ese lado de adolescente que inevitablemente debo tener, al final sí tengo esa edad. Desde que me mudé aquí con todas mis cosas, libros y familia, hace dos o tres meses, la gente del lugar empezó a hablarme de esa casa, totalmente abandonada, con paredes que me hacen pensar en la noche, pero no en cualquier noche, sino una fría, en esas en las que deben ponerte mil colchas encima para poder dormir bien. También tiene unas ventanas con vidrios rotos, que según yo, son la ruptura de la vida en ese lugar. Jardines podridos, olor a muerte y, por sobre todo, en esa morada hay espíritus, que, según dicen, son totalmente malignos; está repleta de ellos lo que hace que una vejez se sienta en el aire. Un toque de máquina del tiempo se puede sentir al pasar por su acera, con una fachada antigua, casi ancestral. Sinceramente muero de ganas por ir, pero mi madre…

Yo jamás dejaría que mi hijo se acerque ni a diez metros de ese antro ubicado en la esquina de la veintiocho, es tan horrible que solo pensar en ello me pone los pelos de puntas… Tengo que pasar por ahí, sin otra opción, todos los días para llegar al mercado, desearía deslizarme por otra calle, dar un rodeo, incluso recorrer mil kilómetros más, ¡lo que sea!, pero quisiera no tener que transitar por ahí. Es mi sufrimiento diario, creo que tengo suerte de ir en auto, si tuviera que ir a pie, pasar tan cerca me haría vomitar.

Es una sobre protectora.

Es un simple niño.

Dicen que ahí fue asesinada una mujer por su propio esposo. Pero no de cualquier forma, hay diferentes versiones del hecho, pero solo hay una en la que yo creo.

Mi hijo, además, está obsesionado con esas historias, se pasa el día entero hablando de eso con su padre y si no fuera por mí, él ya habría entrado a esa casucha llena de violadores, putas, borrachos y toda clase de pecadores, lujuriosos, condenados sin remedio alguno a las llamas eternas del infierno, y no estoy segura de las miles de cosas horribles que le podrían hacer.

Murió decapitada, mi compañero de colegio –y mejor amigo– Carlos, me contó que el esposo se volvió loco y consiguió, de camino a su hogar, un hacha bien afilada. Según me dijeron, la robó de uno de esos que talan árboles. Por eso no tardaron mucho en detectarlo y descubrir el crimen. Algunos detalles no los conozco, Carlos sí, él se las sabe todas.

Aparte, es un irresponsable mi hijito. Le tengo que hacer recuerdo de ponerse su abrigo, de apagar las luces, de lavarse los dientes, de hacer sus tareas, de limpiarse las manos antes de comer, y de mil otras cosas que hacen que me pregunte: ¿qué será de él cuando no esté para cuidarlo?

Eso fue después de una pelea que tuvieron, seguramente de esas que todas las parejas tienen. Él llegó, empezó a gritar el nombre de su esposa –ahora no lo recuerdo muy bien– ¡Lisa! –creo– ¡Sal de dónde estés Lisa! Ella ha debido estar muriéndose de miedo, ya me imagino…

Me acuerdo de una vez, él –la wawita– cumplía nueve años –ahora tiene dieciséis– y a mi pobre hijo le aterraban los payasos en aquella época –y lo siguen haciendo–. Contraté un mago; pero gran mago ese que llegó con su nariz roja y su pelo verde, para colmo ese dis’ que mago lo empujó a la torta a mi hijito y justo era de almendras. Le empezó a sangrar la nariz a mi hijito, tuve que cancelar la fiesta y ocuparme de él, ¿qué me quedaba?

Entonces, el asesino subió las escaleras lentamente, golpeando suavemente las paredes mientras avanzaba y gritaba: “¡Ven aquí Lisa!, ¡ven mi amor!” Aunque era claro –por lo menos para mí– que amor entre ellos no había.

Pero desde ese cumpleaños, mi hijito, se cree todo un hombre, ya no quiere que le haga recuerdo de las cosas que debe o que no debe hacer, no se da cuenta de lo frágil que es; o de lo peligrosa que, en realidad, llega a ser la vida. Por eso me obligó a responder de forma un poquito más estricta. Cuando la plebe trata de revelarse lo mejor es sacar al ejército, ¿o no?

Una vez terminó de subir las escaleras, ese hijo de puta abrió la puerta de su cuarto, esperando encontrar a su esposa ahí, con sed de venganza, y con los ojos inyectados de sangre. Pero ahí no encontró a nadie.

Ya no lo puedo dejar salir con cualquier amigo. Algunos pueden ser muy mala influencia, de hecho, hay uno que me parece en especial terrible,  siempre quiere llevarlo a lugares solitarios donde, seguramente, se dedican a tomar y divertirse con mujeres –putas– o, Dios no lo quiera, abusar de sustancias ilegales. Su nombre es Carlos, él siempre está hablando de chicas e incluso de historias de miedo, se cree muy adelantadito el chico, porque cuando me habla lo hace de una forma tan dis’ que madura: hace que me duela la cabeza. Lo peor es que mi hijito lo adora. La verdad es un mocoso, y si sigue ese camino de oscuridad y pecado va a terminar en la cárcel el maleante. Hay algunas personas para las cuales ya no hay esperanza, aquellas que se ganarán el fuego infernal hagan lo que hagan, estoy segura que él es uno de esos.

De pronto, sumido en la desesperación de encontrar a su esposa, se sentó a ver por la ventana de la habitación, la leyenda dice que en ese momento vio el reflejo del monstruo en el que se había convertido, y justo antes de poder reflexionar un poco más ¡bum! Escucha el ruido de alguien correr hacia abajo por las escaleras: su esposa. Él ni siquiera se molestó en correr, se levantó de una manera solemne y en un paso tranquilo siguió el rumbo de Lisa, seguro de alcanzarla. Yo creo que en ese momento él sonreía al caminar, consciente de ya haber ganado y de poder calmar su sed de sangre, venganza, odio...

Y realmente me preocupa el futuro de mi hijito, no quiero que termine como un vago, sin ninguna profesión, con hambre en la calle, o peor aún, trabajando como cajero en una de esas enfermizas franquicias de comida rápida –otra cosa que siempre le prohibí incluso comer–: son puro cáncer, y yo solo doy lo mejor a mi wawa.

La alcanzó, sin dificultad, en el sótano y apenas la vio, con una sonrisa amplia y desquiciada le dijo de una forma lenta, calmada, enfermiza: “Ya veremos quién lleva los pantalones en esta relación”. La mujer –obviamente– intentó protegerse, pelear un poco antes de morir, pero él no tuvo piedad.

Sería bueno que él pueda ser un abogado, quizás un médico, talvez diputado o incluso canciller.

Le cortó la cabeza.

Pero para que mi wawita pueda ser una gran persona, debo evitar que exista cualquier trauma. Mantenerlo sano, física y mentalmente y las historias de terror no ayudan para nada.

Dicen que luego él se suicidó, “ambos fantasmas continúan y continuarán en su morada, por toda la eternidad” me dijo mi mejor amigo Carlos y él –siempre tan valiente– piensa ir ahí hoy a media noche, me encantaría acompañarlo y averiguar si la historia es verdadera.

Acercarse a esa cueva sería lo peor para él, su compañero, el despreciable Carlos, lo quiere obligar a ir hoy en la noche, le dije que no podría hacerlo y debo ser fuerte con mi decisión, no debo, por ningún motivo, dar mi brazo a torcer. Creo que el futuro de mi hijo depende de ello. Además, se nota a metros que él no quiere ir, en su mirada veo que desea algo mejor, quiere alejarse de Carlos, es mi deber, como su mamá, ayudarlo.

Mi madre no me dio permiso para ir –como era de esperarse– pero pienso escapar. Ella duerme a eso de las diez de la noche, su energía no da para más y parece un tronco hasta las siete de la mañana siguiente, por lo que me da tiempo de sobra para colarme por mi ventana y volver antes que, si quiera, note que salí.

Solo porque creo que ese niño despreciable vendrá a buscarlo, me quedaré despierta. Mi hijo no puede ir por ninguna razón, su padre me reprocha que estoy exagerando las cosas, pero a él no le preocupa su dulce retoño. Esa casa estará repleta de borrachos y drogadictos, no es el ambiente adecuado para mi wawa.

Solo me queda esperar…

–Hijo, baja a cenar –siempre me agradó mi cocina y siempre pensé que; recubierta con esos pedazos de cerámica crema y ese olor a frutas que le da un toque no solo hogareño, sino también, mágico; es un bonito lugar.

–Ya voy… –respondí de mala gana, no tenía hambre, ni quería bajar a esa cocina, a tener que hablar con mi madre.

Mi lindo hijo bajó las escaleras, vestido de manera indecente con unos jeans negros –pegados al cuerpo para provocar a las putas–   y una polera con una inscripción tan burda, que me daba vergüenza leer y seguro a Jesús también. Solo ahí, uno podía notar la influencia de Carlos, porque antes de conocerlo él solía vestirse con bonitas camisitas y pantaloncitos de tela, pero ahora cambió. Únicamente porque no saldría más ese día, decidí no decirle nada sobre su forma de vestir. La guerra se gana batalla a batalla, especialmente aquellas que son contra los demonios. Y mi hijo no solo sería grande en la vida y ganaría todas las guerras con mi ayuda, sino que también llegaría al cielo y compartiríamos la vida eterna, una inmortalidad en el paraíso, junto al Señor.

Mi madre me miraba de arriba abajo mil y un veces, ya era algo bastante molesto, y estaba a punto de decirle algo cuando de pronto dejó de hacerlo, preferí no crear más problemas. Me senté en la mesa sin decir nada, en esos momentos estaba pidiendo a Dios o lo que sea que rija el universo –destino, karma, azar– que por favor lo de la casa no salga a conversación, pero que tampoco intente mencionar a su iglesia de tradiciones racistas.

Serví un plato de lasaña, esperé que se enfríe un poco –para que mi hijito no se queme– y se lo di, su mirada me decía que estaba molesto, aunque esos días yo ya no sabía en realidad, todo había cambiado entre nosotros, pero seguramente así era, y a causa de no dejarle ir con el pillo de Carlos. Ese demonio había entrado profundo en mi hijito.

Empecé a devorar mi comida, quería irme de ahí lo antes posible. El solo hecho de ver a mi madre en esos instantes significaba molestia para mí, siempre había sido una mujer absurda.

–Calma campeón, la comida no se va a escapar, debemos hacer la oración antes de comer, ¿dónde quedaron tus modales? –le dije, esperé un momento y agregué–: Igual no debes ir a ningún lugar.

–Quiero ir a dormir. –Mentí con cinismo, ¡cómo se atrevía a decirme campeón!, ¿¡por qué no entiende que ya no soy un niño de tres años!? Me desesperaba estar en ese lugar donde lo superficial era lo que más valía, esa cocina en la que se gastó tanto dinero solo para que esté “bonita” ¡Joder!, mi madre hace que pierda la fe en la humanidad y pisotea la ya muerta que tengo por un Dios cristiano.

–Y yo quiero ser millonaria y tener tres hombres –reí un poco, él jamás pudo mentirme, y jamás podrá hacerlo– pero creo que ambos somos unos mentecatos que no saben decir la verdad, y no somos muy buenos pecando de la mentira mi amorcito. Lo siento, pero hoy no irás con Carlos.

–¡Joder!, ¡solo quiero ir a dormir mamá! –me levanté de golpe, totalmente enojado, y posiblemente rojo por la furia, y me marché a mi habitación. Apagué las luces y, a oscuras, preparé mi mochila para mi aventura de esa noche. Puse una linterna, una chamarra, algunas golosinas y a las once y media partí para dar encuentro a Carlos en la casa. Mi madre ni siquiera sospechó.

Oí, a las once y media más o menos, la ventana del cuarto de mi hijo y ese momento supe lo que se proponía –escapar bajo la influencia del ratero de Carlos, para luego ir a ese antro satánico–. Vi a través de la ventana de mi cuarto como mi hijo corría, y pude suponer la ruta que seguiría. Inmediatamente salí tras él, no podía permitir que se rompan mis reglas o que mi hijito quede traumado.

Llegué y Carlos estaba sentado en la acera, esperándome bajo el único poste de luz en la cuadra, cuando grité su nombre él levantó la mirada y sonrió al verme. Estaba usando esa polera blanca que, según yo, le quedaba muy bien. Me acerqué, chocamos los puños en forma de saludo y sin perder más tiempo entramos, la puerta estaba abierta.

Los vi entrar y pensé que no me quedaba otra opción que internarme en esa horrible caverna, reprimí mis ganas de vomitar, y, con toda mi voluntad, entré a rescatar a mi wawita. Lo peor es que seguro ese Carlos lo haría tomar para divertirse o acercarse a los drogadictos y hablarles, como si todo fuera normal. Debía apurarme.

El primer cuarto era una acogedora sala que olía a galletitas de avena, había una mecedora al centro del lugar, algunos retratos colgados en las paredes de color café, ya desteñido por el paso del tiempo. Pero aunque todo parecía tan común, se empezaba a sentir una atmósfera más pesada, como si alguien estuviera observándonos. Carlos me jaló del hombro para que sigamos por ese enredo de pasillos. Así lo hicimos. Todo parecía viejo, pero una ancianidad conservada, casi romántica, con capas de polvo encima de los muebles, con esa antigüedad que parecía viva.

La puerta ya estaba abierta, entré enojada, si en ese momento veía a Carlos lo más probable es que le sacaba los dientes de una bofetada. Yo esperaba encontrar habitaciones sin muebles, llenas de drogadictos o borrachos, pero lo que encontré era totalmente diferente: Había una señora, de unos ochenta años –talvez más– balanceándose, de una manera casi imperceptible, en una mecedora que parecía tan vieja que seguramente ya se rompería. Apenas me vio, rompió el silencio.

Carlos subía las escaleras con gracia natural, en sus diecisiete años era alto, moreno, pelo negro y lacio, siempre bien peinado. Su sonrisa eternamente espectacular hacía que todas las chicas del colegio se derritan al verlo. Simplemente quería ser como él. Pero yo; media cabeza más bajo, piel tan blanca como la leche, pelo rubio y ondulado; casi desordenado se podría decir; sin ningún don físico; era, y soy, tan diferente de Carlos que lo envidiaba un poco, pero era tan buena persona que siempre me gustó andar con él.

–¿Qué haces en mi casa? –su tono de voz no demostraba enojo, la anciana estaba un poco ronca, más bien sonaba a diversión, y su sonrisa de gran tamaño la delataba, era como si en realidad le gustará tener una visita. Lo que más me sorprendía; aparte del hecho que alguien viva ahí; era la vestimenta de la señora, era como de hace un siglo. Y esos ojos celestes, eran tan suaves, pero en su cara, tan delgada y huesuda, hacían una mirada que ponía a mi corazón a latir un poco más rápido.

Al final de las escaleras había un amplio pasillo que apestaba a antigüedad y el polvo recargado; en cada mueble, en cada cuadro, en cada esquina; solo aumentaba la sensación de estar en un lugar que no había sido habitado desde el siglo XX; pero se sentía algo anormal, todo estaba en perfectas condiciones –considerando la edad que debían tener esas cosas– como en museo. A los lados tenía miles de retratos, todos de hombres a la derecha y de mujeres a la izquierda, lo curioso de estos, es que parecían sonreír de oreja a oreja de una forma tan amplia que me perturbó por días. El lugar se sentía cada vez más pesado. Una rata pasó rozando mis pies, hizo que salte hacia adelante, entonces choqué con Carlos, quien, a su vez, miró hacia atrás y con una leve sonrisa –de esas que siempre me reconfortaban– me hizo sentir mejor.

–Perdóneme señora, pero no sabía que alguien vivía aquí y mis hijos entraron hace… –la puerta se cerró de golpe a mis espaldas, cortando mis palabras e incluso sentí por un momento que no podía expulsar el aire de mi interior, la piel se me puso de gallina. La señora me seguía mirando plácidamente, con una sonrisa que parecía haber crecido de tamaño y, por un momento, me dio la impresión que se mecía a mayor velocidad que antes.

Llegamos al final del pasillo donde había una puerta cerrada, yo intentaba no separarme mucho de Carlos. Su simple presencia parecía infundirme valor. Le dije que, talvez, sería mejor que volvamos afuera, pero él negó con la cabeza y abrió la puerta. Era el cuarto.

–¿Alguien vive aquí? –sonrió la señora, yo estaba cada vez más confundida así como asustada– tampoco lo sabía, este era mi hogar hace varios años, pero según mi conocimiento ya nadie “vive” aquí, “habitamos” el lugar… Pero en el sentido estricto de la palabra, nosotros dos… bueno… No vivimos. –Sentí como un grito se ahogaba en mi interior, la señora siguió hablando luego de reír levemente, lo hizo con una voz dulce que me molestaba. Cada vez sentía que el lugar estaba más oscuro. Ella se mecía con mayor rapidez–. En cuanto a su hijo, y a su amigo… ¿sabes? Planeaba divertirme con ellos, casi siempre viene gente joven y yo me divierto mu-u-u-u-ucho con ellos –la abuela rió nuevamente– pero pocas veces viene una persona de tu edad. Y me pareció que a veces hay que divertirse con alguien que esté… más a tu altura, ¿sabes? Por lo que hoy me divertiré un poco contigo, ¿te imaginas cómo me divierto? –negué con la cabeza, como un perro que acaba de ser pateado por su propio amo– ¡ASUSTANDO!

Era el lugar donde Lisa y su esposo habían dormido por tantos años, para luego darse muerte. Carlos se acercó al vidrio, donde –según la leyenda– el desquiciado había visto su reflejo, caminé lentamente hacia Carlos y en ese momento lo vi: Era él, con una gran sonrisa en su rostro, mirándonos. En un momento dado, la figura sacó su hacha, yo estaba a punto de irme corriendo, cuando esa aparición atacó. Grité, pero luego me di cuenta que solo era una ilusión y no algo real, Carlos se acercó a mí y en un abrazo cubrió mi cabeza y la acercó a su pecho, donde yo claramente podía sentir su corazón. Y latía de una forma tan rápida que sabía que él también estaba asustado –o nervioso– pero por alguna razón no lo demostraba, talvez ese era el mayor acto de valentía. “Cálmate” me dijo luego de unos momentos de tranquilo silencio. Luego hizo que lo vea directamente a sus ojos.

En ese momento la señora empezó a reírse de una forma frenética, sin parar ni para respirar –posiblemente porque no necesitaba hacerlo– y unas extrañas manos; que salían de entre las sombras, como demonios del inframundo; empezaron a agarrar mi cuerpo, eran demasiadas, y yo intentaba hacer que me suelten, pero tenían una fuerza sobrenatural que estaba a punto de desgarrar mi piel. Yo me escuchaba gritar, pero no sentía como si en realidad lo estuviera haciendo, porque las risas de la señora eran más fuertes que cualquier grito, mi memoria no está del todo clara en este punto, fue demasiado confuso. Entonces vi como la mecedora se movía frenéticamente de adelante hacia atrás y la piel de la abuela se volvía más verdosa. Cada vez más cubierta de moho.

En ese instante sentí algo extraño en mi estómago, algo como… mariposas. Y Carlos me besó, a decir verdad no entendía qué estaba pasando, pero mi corazón volvió a agitarse, e incluso empecé a temblar. El beso fue en realidad corto pero para mí fue como una eternidad. Carlos se alejó de mí y al ver mi súper estúpida cara dijo: “Perdón”, ese momento quería decirle que él me gustaba, que no tenía por qué disculparse. Cuando escuchamos gritos, eran de mi madre. Por suerte él entendió lo que quería decir, gracias a que luego le dediqué una sonrisa y bajé las gradas agarrándole el hombro, deseando jamás separarme de él.

La cabeza de la señora cayó justo a mis pies, seguía riendo. Las manos me obligaron a caer de rodillas y pensé en la única forma de salvarme: empecé a orar y cuando iba en: “No nos dejes caer en la tentación” todo desapareció, y dejé de sentir el lugar como algo oscuro o pesado. Dios me había salvado.

Apenas llegamos al primer cuarto vimos a mi madre de rodillas, rezando el Padre Nuestro, me acerqué a ella, que parecía como en un trance, y le toqué el hombro. Me miró y dijo:

–Gracias –mi hijo y su amigo me habían salvado la vida por obra del Señor, yo no podía creerlo, besé sus rostros, les dije que desde entonces podían salir cuando quisieran y que ya no iba a seguirlos.

Mi madre me avergonzaba besándome y besando a Carlos mil veces, quien reía con cada tontería que a ella se le ocurría. Pero, para ser sincero, desde ese día ella fue mi madre de nuevo.


Talvez me equivoqué, él sí era un hombre. Lo dejé ser más libre y salió más con Carlitos. Además cada día lo veía más responsable, maduro. Ya lo podía ver casado con la mujer de sus sueños, con dos o tres hijos. Siempre me encantaron los nietos.