jueves, 22 de octubre de 2015

Mucho mejor

Margarita Moreno


Es el primer viernes de otoño, la penumbra de la madrugada flota en la habitación, sobre el tálamo nupcial duerme profundamente una mujer, ¿su nombre? Ernestina. De pie mirando por la ventana, se delinea la silueta de Agustín, su esposo. De la calle, poco a poco llega el rumor distante del motor de algún auto, el golpeteo apresurado de pasos en la acera y el trinar de las aves. El hombre permanece unos instantes con la vista fija en el clarear del cielo, la luz toca su rostro y se aparta del ventanal, al momento alcanza su abrigo y una maleta que acecha en el sofá, antes de irse contempla un hilillo de sol enredando las pestañas de su mujer, sonríe con amargura y sale de la alcoba dejando un portazo tras de sí. Ella, entorna los ojos, pero la luz que besa sus pupilas vuelve a vencerlos, alarga el brazo derecho, la palma de su mano asiente el vacío de su marido, con gracia felina se estira largamente hasta explayarse en el blando lecho y... se queda ahí, inmóvil, sosegada, deliciosamente sola, holgando, soñando apacible, sintiéndose mejor,  ¡mucho mejor!

Veinticinco años atrás, un bello auto negro ataviado de flores, lazos y azahares, estaciona a las puertas del Templo de San Felipe, Agustín espera tranquilo al pie del altar, el padre de Ernestina conmovido entra a la iglesia del brazo de su hija, las notas Mendelssohn armonizan los pasos del cortejo, la novia, luce cándido vestido blanco de leve escote bordado en lentejuelas, un discreto velo le cubre el rostro y borde de los hombros; calza zapatillas lisas de satén y un pulcro ramo de lirios eclipsa la ausencia del anillo de compromiso. El peinado liso y ajustado remata en chongo, sin más realce que una tiara sujetando el velo a la coronilla, sus pómulos acusan un suave rubor y el brillo nacarino en sus labios irradia el voto de amor. ¡Sí, para toda la vida!

Durante los días siguientes, la ilusión de la “luna de miel” se reduce al siguiente fin de semana en un balneario cercano, en compañía de la familia del esposo.

―Mi amor, debes tener un poco de paciencia. ―apela Agustín ante la desdicha ahogada en llanto de Ernestina. ―Mi familia solo quiere apoyarnos, sabes que no tenemos dinero para un viaje, si los rechazamos se ofenderán.

―Discúlpame cariño, soy una egoísta es que, yo tenía tanta ilusión…

―Lo sé mi vida, dijo besando su frente y marcando raudo el teléfono para dar la buena nueva ―Hola, hermano, buenas noticias. ¡Sí, claro! Esto es nuestro primer ensayo de luna de miel, ya habrá más, ¡hasta que salga bien!, bromeaba Agustín entre carcajadas.

Ernestina suspira resignada, luego telefonea para contarle a su madre lo que sucede, ella le aconseja, ―hija ten paciencia, trata de adaptarte a tu nueva vida, ahora eres una mujer casada y te debes a tu esposo, acabas de prometer ante el altar amarlo, serle fiel y respetarlo, por todos los días de tu vida. Serénate, haz un poco de oración y obedece a tu marido.

El presentimiento de la joven, de haber caído en una trampa la estremece y pone un gusto amargo en su corazón. Y no se equivoca porque después de ese “ensayo” no hay ningún otro y el viaje de novios nunca se realiza. El idilio y los besos se ahorran para cuando Agustín, con la venia de su madre, apremia a su esposa por un “primogénito varón” ―para continuar el apellido. Sin embargo, tras meses de espera, un raudal de prendas azules y un parto difícil, la cigüeña trae una niña. Tres años después una más y aunque el padre adora a sus hijas, se arriesga y apuesta todo su bankroll de pasión, un hot-streak de vida, ¡poker de ases! ¿El premio? ¡Un hijo varón! 

—¡La familia está completa!, dice a menudo el orgulloso padre.

Agustín no es un mal hombre, su mujer lo admite, pero también sabe que está hecho a efigie y analogía de su madre; el padre los plantó cuando tenía apenas tres años, en el tiempo que pasó hasta que fue mayor, la figura materna era todo su universo; mamá omnipresente lo ama, educa, corrige, vela su sueño, desvela en sus fiebres, sus brazos lo arropan, lo miman, las manos de ángel cocinan delicias, arman juguetes, disfraces, caricias de consuelo, su voz risueña narra cuentos fantásticos. Siempre juntos, un maridaje perfecto y benévolo. A veces él, lamenta estar atado perenemente a los tantos defectos de Ernestina; ella, ¡nunca podrá llegarle a su madre ni a los talones! ¡Jamás!, pero esta última quería nietos y él deseaba verla feliz.

Los años pasan lentos colmando a Ernestina con el amor de sus pequeños y la inmensa tarea de cuidarlos prolijamente, desde luego, bajo la guía insuperable de su versada suegra. Cuando el dinero de su esposo deja de ser suficiente, le sugieren un empleo de medio tiempo para apuntalar la economía del hogar, acepta encantada, precisa cuanto antes salir de la asfixiante inercia. —Eso sí, con la condición que sea temporal, porque la mujer casada, en su casa debe estar, ¡mujeres en la cocina y hombres en la cantina! —“bromea” Agustín.

La faena dentro y fuera del hogar se vuelve irrevocable y penosa para Ernestina, el tiempo no alcanza ni para acicalarse debidamente e ir a la oficina y su marido exige se muestre aseada pero austera, —una esposa no debe provocar malos pensamientos en otros hombres. Su horario es de esclavos, se levanta al alba y la media noche la encuentra sin concluir todos sus deberes, a menudo el marido la reprende si la descubre reposando sin terminar lo que su hogar exige. Los fines de semana resultan una tortura, el ajetreo no tiene tregua y aunque él llega tarde por divertirse con amigos, considera que su mujer, por el solo hecho de serlo, no tiene concesión de salir sola o con amigas a comportarse como una mujerzuela.

Los hijos crecen y poco a poco las obligaciones de Ernestina se mitigan de algún modo, nunca ha querido mortificar a sus padres y prefiere mantener ante ellos, la imagen de un buen matrimonio. En la oficina, el tiempo le da prestigio y un salario mejor. También cultiva un par de amistades entre compañeras y en más de una ocasión, a la hora del almuerzo les confía su situación. Su amiga Silvia aconseja redimirse, pensar en ella antes que en nadie más, —Ernestina, tienes que amarte a ti misma, piensa que eres tu única propiedad, si tú no eres feliz, no podrás hacer feliz a nadie, medítalo amiga mía, respétate, quiérete un poco por favor.

A partir de estos consejos, ella intenta darle otro rumbo a sus días, poco a poco va exponiendo sus deseos y disgustos a su esposo y por ende a suegra, en principio no la toman en cuenta.

—¡Mujer, por favor no me vengas con estupideces!, estoy muy cansado, mejor sírveme la cena. ¡Anda, vamos!

Pronto se forma un auténtico campo de batalla, se enfrentan constantemente sin llegar a ponerse de acuerdo en peticiones o reclamos, los paréntesis son de franca indiferencia. Un silencio espeso enlaza los días y el insomnio teje desesperación en sus noches, pero ya no puede, ni quiere echarse atrás; el solo hecho de expresar lo que su corazón lacerado sufre es un paliativo en su vida. La tensión entre ella y su marido crece a pasos agigantados, las peleas son cada vez más cáusticas, una lazada dolorosa, cruel, se ata en su garganta, no hay forma de aliviar el dolor que le produce.

Una mañana, salen muy temprano de casa con tal de no seguir discutiendo, no logran entenderse, parecen hablar idiomas distintos, interpretaciones de negro a blanco, no atinan coincidencia alguna.

Ella está abatida, llega al trabajo como autómata y registra su entrada antes que nadie.  Coloca bolso y abrigo en el perchero, se dirige a la pequeña cocineta al fondo del local, llena de agua el depósito de la cafetera, inserta un filtro de papel, agrega mezcla para café y pulsa encendido; en segundos brillantes gotitas caoba empiezan a brotar, una tras otra se estrellan gloriosas en el fondo cristalino, un efluvio fragante y redentor inunda el ambiente con recuerdos felices y sueños sin realizar, una gran congoja oprime su pecho, las lágrimas comienzan a resbalar por sus mejillas, de pronto, una voz piadosa la resta de sus desdichas. 

—¿Qué te sucede Ernes? ¿Puedo ayudarte? Pregunta Mercedes, compañera de trabajo con la que no simpatiza, Ernestina está desconcertada e incómoda.

—Nada Mercedes, estoy bien gracias.

—No, no, tú siempre estás contenta, puedo escucharte y  por favor dime Merce.

—No, gracias, de verdad “Merce”, es algo muy personal.

—Tu marido, ¿verdad?  —dice y Ernes rompe a llorar.

—Calma, ven, vamos a la terraza conversemos un poco, siempre hace falta un hombro para llorar.

Ernestina está sorprendida y duda pero, también siente deseos de confiarse a esa mujer que siempre le ha causado problemas y la sigue, caminan juntas mientras la alienta con eficiencia, al llegar Merce abre la puerta y pasa diciendo, —te entiendo perfectamente amiga, los hombres son unos perfectos cabrones, todos son unos malditos, infelices, ¿puedes creerlo? Hoy precisamente, esta misma mañana, el desgraciado de Juan Pablo, mi esposo, me llamó despilfarradora, descuidada, embustera y… ¡Ya estoy harta, harta! dijo sollozando con desconsuelo. Ernestina, siente su tristeza torcer a rabia incontenible y sin pensarlo, grita furiosa.

—¡Cállate estúpida!, cállate, no tienes derecho a gimotear antes que yo. Tú, fuiste hasta mí lugar para enterarte, yo no busqué tu opinión, ni deseaba acercarme a ti.

—¡Ingrata de porquería! ¡Mereces lo que te sucede!, si no tenías deseos de hacerme confidencias  entonces, ¿por qué me abriste tú corazón?

—¡No seas ridícula Mercedes! aunque tienes razón,  no lo sé,  porque no somos amigas, me has hecho la vida imposible y nunca has sido “santo de mi devoción”, así que… ¡Olvídalo! Solo olvídalo.

—¿Olvidar tus groserías? ¡Claro! Me ofendes y… de corazón me alegro de tus problemas, seguro ganaste a pulso lo que te sucede y yo merezco tu ingratitud, por ser tan sensible, democrática y preocuparme hasta de ti. ¡Ja! Pero, ¿qué hacer? cuando existimos personas de buena cuna, pías, generosas… pero, ¿qué te digo? Si en el fondo envidias mi forma de ser.

—Si tú lo dices, el punto es que siendo “democráticas” y ya que fui tercamente indagada por tu “bonísima” persona, a mí, me corresponde exponer los problemas y penas que me agobian, ser escuchada, confortada y, sobre todo “amiga” ¡A mí me toca llorar primero! pero ¿sabes? ya no tengo ganas —y diciendo esto último, da media vuelta frente a Merce de semblante enrojecido y labios tan apretados que figuran la grieta de una presa a punto de reventar.

Con pasos firmes regresa al despacho, se desploma en la silla y se queda pensando en lo que acababa de suceder; de repente y sin titubear levanta el auricular del teléfono y marca bruscamente el número de Agustín, lo escucha contestar.

—¡Qué carajos quieres! Si vas a disculparte, ya es muy tarde. ¡Quiero divorciarme de ti, loca peligrosa! ¿Escuchaste? ¡Quiero el divorcio!

—¡Gracias a Dios Agustín! ¡Concedido! Hoy, es la última noche que pasamos bajo el mismo techo, mañana, te quiero fuera de mi vida. ¡Estúpido! Y acto seguido, cuelga complacida.

Se queda pasmada un instante, su cuerpo aún tiembla de enojo y apenas puede creer todo lo que ha dicho en menos de una hora, es fantástico, después de años de control y sumisión. Un suspiro profundo escapa de su pecho y luego comienza a reírse sin respeto, su rostro divertido se refleja en la pantalla del computador. Hacía décadas que no detonaba en carcajadas de regocijo, no hay duda alguna, honestamente ella, ahora se siente mejor,  ¡muchísimo mejor

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