jueves, 29 de octubre de 2015

Tres meses

Adriana Zamora


Llevaba tres meses de relativa tranquilidad desde su última visita, cuando recibí su llamada. En cuestión de segundos mientras él saludaba, mi corazón latía a gran velocidad; pensaba en que iba a llegar para desordenar mi vida, cuando aún no me recuperaba.
 
En efecto, de nuevo estaba en Ibagué; y al tiempo que hablaba yo planeaba que excusa iba a utilizar para evitar verlo. Fue justo en ese momento cuando preguntó:


¿Vamos a tomar algo?
Sí claro.

El punto de encuentro fue un bar de ambientación irlandesa; debido a su gusto por los cigarrillos nos ubicamos en una de las mesas exteriores, lo cual no me disgustó, ya que el ruido del interior nos hubiera impedido sostener una conversación. Me contó sobre su viaje: esta vez fue a Canadá, estuvo principalmente en Ontario y Quebec y como siempre había buscado sitios lo más cercanos posibles a la naturaleza que no fueran tan populares, socializando con muchas personas y gastando lo menos posible. Tomó la decisión de regresar a Colombia porque ya no tenía dinero y un primo le había ofrecido un trabajo mientras volvía a organizarse.

Fue tenaz Coni —decía mientras me acariciaba suavemente la mano—. Los últimos dos días no pude comer. Menos mal en el aeropuerto, una pareja a la que le hice una caricatura me pagó bien o me hubiera desmayado del hambre.


Y ahora, ¿qué vas a hacer?


Pues mi primo vive en Cali. Pienso trabajar duro unos seis meses y vuelvo a viajar. Tengo ganas de ir a Camboya y pues si puedo, recorrer toda esa zona de la península indochina. Dicen que Angkor Wat es espectacular. Tú también podrías cuadrar tus cosas y me acompañas dos meses —dijo al tiempo que me guiñaba un ojo y exhalaba el humo del cigarrillo.

Recordé la última vez que me puse de loca aventurera con él, terminé comiendo hasta carne de un lagarto raro que me supo a mier… y me quedaron los brazos llenos de cicatrices. Pero no era solo eso. A diferencia de él, no podía darme el lujo de dejar todo tirado e ir a recorrer el mundo por dos meses.

No, tú sabes que no. De pronto algo más corto. Un viaje de una semana quizás.  ¡¿Qué tal si vamos al Amazonas?! Sería el sitio perfecto para los dos ya que es selva pero hay hoteles cómodos y no es tan caro.

­Sí. Puede ser dijo mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero y me miraba fijamente, al final sonrió y sacó un paquete de su morral— por cierto casi lo olvido: te traje un detalle.  No tenía plata para tus costosísimas camisetas de “Hard Rock”, pero creo que te gustará.

Era una preciosa camiseta blanca que tenía estampado en tonos rosas, azules y grises un motivo alusivo a las cataratas del Niagara.  Me emocioné mucho al verla, era la primera vez que me traía un regalo.  Lo abracé emocionada mientras él reía.

—¡Vaya! Parece que acerté en grande.

Fuimos los últimos clientes en salir del bar; si hubiera sido por nosotros, la conversación, la cerveza y el cigarrillo se hubieran prolongado por varias horas más.   Pero la solicitud de la camarera de cancelar ya que tenían que cerrar nos obligó a cambiar de planes.   No hubo necesidad de que me preguntara si se podía quedar en mi casa,  por el camino pensaba en que afortunadamente no tenía mucho mercado y sí un par de camisetas de mi hermano listas para ser catalogadas en la categoría: pijama;  ya que suele desocupar mi nevera y mostrarme toda su ropa deteriorada, recordándome que vivimos en una sociedad de consumo donde la gente usa demasiadas cosas que no necesita y acto seguido me pregunta sobre qué tengo para desechar.

Tantas veces se había quedado que ya no había necesidad de que yo le diera indicaciones.  Sabía que la habitación de huéspedes se encontraba en el segundo piso, al lado del cuarto de televisión y a seis metros del de mi madre; él mismo sacaba las sabanas del armario y tendía la cama.  Los primeros dos días se la pasó durmiendo; se levantaba solo a comer y charlar un par de cosas. Mientras dormía, me asomaba por momentos a la habitación y lo observaba. Estaba muy delgado y las ojeras aún no desaparecían; sus manos, su cabello, todo su ser, reflejaban que había soportado bastantes carencias; pero también emanaba un olor especial difícil de describir, mezcla entre pino y almizcle. Irónicamente su aspecto provocaba mi envidia;  una vida llena de aventuras, sin responsabilidades,  no mirando más allá de unos cuantos meses en su futuro y siempre alegre.

Inicialmente pensé que se quedaría solo durante el fin de semana, pero no fue así; continuó en mi casa por unos días más ayudando a arreglar desperfectos del techo, podando las plantas, ojeando libros en la biblioteca, paseando a Venus y cuidando a mi mamá. Siempre me enternece la dulzura con la que le habla, poniéndole atención a sus largas historias y haciéndola reír con sus comentarios.

Un día llego a la conclusión de que el sol le daba directamente a los muebles de la sala y que eso contribuía a que se fueran decolorando, por lo cual decidió cambiarlos de sitio y durante esta maniobra rompió un par de porcelanas, después de lo cual sonrió de lado a lado y volvió a la historia de la sociedad de consumo, el materialismo, etc. Ya después de siete objetos que me ha roto, ni me molesto en descompensarme cada vez que hace eso.

En las noches veíamos películas, jugábamos cartas, tomábamos cerveza o vino, nadábamos en la piscina y en ocasiones salíamos por la ciudad. Una noche mientras veíamos “predestination” ya con seis cervezas encima me quede mirándolo fijamente; él al darse cuenta me pregunto:

—¿Qué ocurre?

—Me alegra estar contigo —le respondí apretándole suavemente el brazo.

—A mí también me gusta estar contigo Coni, pero…no quiero que te aferres. Recuerda que un día de estos me iré.

—Sí, entiendo. —Contesté volviendo a soltarlo y no volví a hacer ningún comentario durante el resto de la película. Después decidí irme a dormir temprano.

Por experiencia sabía que el tiempo de su estadía podía variar de días hasta meses, y ni él mismo lo conocía. Entre más tiempo peor para mí, porque más duro me daba luego su ausencia.

Realmente eran sentimientos ambivalentes los que me provocaba; por un lado me encantaba su compañía y encontraba en él las características del hombre que siempre había buscado: su buen humor, nivel cultural, amor por los niños, los ancianos y los animales, la actitud descomplicada ante la vida y los problemas, sus conductas eran protectoras y de ayuda. Pero por otro lado sus pequeños desplantes conscientes o no me ponían irritable: su constante crítica a mi estilo de vida, sus eternas conversaciones telefónicas donde me dejaba sola por quince minutos o más en un bar en vez de cortarle rápido a la otra persona, la pedantería que desarrollaba ante ciertos temas como literatura o cine, la facilidad con que se desprendía de mi compañía por meses. El mensaje era claro: yo le caía bien, pero no me amaba.  No tenía corazón para pedirle que se fuera, nunca lo había tenido, tal vez era porque tenía la esperanza de que algún día llegara a agradecer todo lo que hacía por él y se enamorara de mí; pero otras veces sabía que me estaba engañando y comprando cariño. Me sentía patética.

Terminaron siendo dos semanas y como siempre, sin previo aviso. Cuando llegué a casa ya tenía todo listo y simplemente dijo:

¿Me llevas al terminal? Hoy arranco para Cali.

La primera vez que hizo eso ni siquiera se despidió. Dos meses después cuando llamó a saludar le armé una pataleta de los mil diablos, le dije que cuando alguien se había hospedado en algún lugar, lo mínimo que debía hacer por cortesía era despedirse. Él se limitó a mirarme calladamente y con la mayor tranquilidad, prometió que no volvería a ocurrir. En muchas cosas jamás cambiaría, era imposible contar con él para un plan seguro; te podría jurar que estaría ahí y después simplemente no aparecería. Te llamaría tres o cuatro meses después como si nada hubiera pasado y al tratar de decirle que te quedó mal en algo importante, daría todo un discurso de la patológica dependencia de los seres humanos a estar con otra persona.

Pero en esto cedió; aprendió a despedirse.  Paradójico a su conducta habitual tan desprendida, suele dar afectuosos abrazos y promete estar en contacto.  Cosa que cumple… tres meses después.

Luego de comprar el tiquete lo acompañé por quince minutos mientras abordaba. El calor era insoportable, se sentía denso el aire y ambos comenzamos a sudar; decidimos comprar un par de botellas con agua y ubicarnos lo más cerca posible del aire acondicionado.


Gracias por todo. Tú siempre estás para mí. Tan linda. –Decía al tiempo que jugaba con un mechón de mi cabello.

Con gusto. Pero eres muy confiado. No siempre voy a estar ahí. La próxima vez que vengas de pronto estaré de viaje o no quiera verte.

Si es probable que estés de viaje. Respondió al tiempo que comenzaba a jugar con otro mechónEn ese caso me divertiré un poco por la ciudad, me levantaré un dinero y partiré. Pero siempre me querrás ver.

¿Por qué tan seguro? —le dije elevando levemente el tono de mi voz y alejando mi cabello de sus manos.

Se acercó y me dio un suave beso en la boca.

Porque tú me amas Coni.


Y se dirigió hacia el punto de chequeo. No se molestó ni por un segundo en voltear y mirar mi reacción. Simplemente se fue... maldito.

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