lunes, 30 de diciembre de 2013

La mejor maniobra

Karina Bendezú


Los habitantes de la pequeña ciudad bajaban a la costa a disfrutar de sus extensas playas y del radiante sol. El verano había llegado con todas sus fuerzas llenando de energía a los pobladores. Su turno en el bar había terminado, se quitó el delantal, agarró las propinas y caminó hacia el mar. En la playa, sus amigos surfistas encendían una fogata para comer malvaviscos y celebrar la alegría de vivir, al verla pasar, la invitaron a acompañarlos. La bella Gaby se les uniría enseguida.

- ¡Gaby, estamos preparando unos malvaviscos!

-¡Estoy con ustedes chicos! –les contestó con una dulce sonrisa.

Pero la joven siguió su camino hasta el mar para mojar sus bronceados pies quedándose allí por unos minutos, ensimismada… ¿En qué estaría pensando? De pronto, un empujón la sacó de su recogimiento y sintió que una personita le abrazaba fuertemente. Era Alex, su travieso hermano de diez años que la seguía a todas partes.

-¡Qué haces pequeño diablillo! –le preguntó Gaby.

-¡Ven a la fogata, te estamos esperando! –contesta Alex.

Gaby miró a Alex con ternura y accedió feliz a los pedidos de su hermano. Lo abrazó fuertemente: la calidez de sus manos siempre lo reconfortaban. Ambos corrieron hasta la fogata, se sentaron alrededor de ella y comieron los deliciosos masmelos. Luego de un par de horas regresaron al bar, allí los esperaba su padre que cerraba el local. Los tres partieron en el jeep.

Gaby corría tabla, era una excelente deportista del surf, su pasión y estilo de vida. También lo practicaban su padre, sus tíos, primos y ahora su hermano Alex con el bodyboard. Gaby se había criado prácticamente en el mar; muy temprano por las mañanas, en compañía de su padre, la joven de cabellos largos y silueta esbelta, bajaba a la playa a conectarse con la inmensidad del océano. Al día siguiente, seis de la mañana y ataviada para la travesía con su wetsuit, recostada en su tabla, Gaby se desliza suavemente braceando las aguas entre ola y ola. Mar a dentro se sienta sobre su tabla de surf para contemplar el amanecer. Suspira, en ese instante recuerda con nostalgia a Juana, su madre.

La madre de Gaby había fallecido en un accidente de auto hace un par de años. Juana, al no querer pasarse la desviación camino a su casa intenta girar a la izquierda desde el carril derecho donde se encontraba. Un auto que iba a gran velocidad por el carril izquierdo no llega a ver el giro de Juana y colisiona directo a ella. Juana, muere a los pocos minutos del impacto. Gaby iba sentada en el asiento del copiloto, sólo llega a recibir algunos golpes y cortes. Desde ese día, la joven surfista pasaba mucho tiempo en el mar, en silencio, en soledad con las olas y sus pensamientos.

Alex también era un apasionado de los deportes acuáticos, un niño intrépido y audaz. De  gran desempeño con el bodyboard, braceaba recostado en su morey impulsándose hasta lo alto de las olas para deslizarse sobre ellas, realizando piruetas y giros, nadando por la pared cilíndrica de la ola para luego seguir la trayectoria velozmente hasta llegar a la orilla. A veces, perdía el equilibrio pero siempre lo volvía a intentar. El mar estaba algo crecido y las olas eran perfectas para todos los que allí surfeaban. Alex deseaba deslizarse en olas mucho más grandes, le entretenía estar allí demostrando sus aptitudes sobre el mar.

Recién egresada del colegio, Gaby practicaría su deporte favorito durante las vacaciones. Con paciencia decidiría qué estudios seguir en la universidad, aún no estaba segura. En sus momentos de soledad en el mar, surfeando las olas, Gaby lo observaba todo. La naturaleza era mágica y poderosa, decía. Gaby estaba siempre atenta al movimiento del oleaje, los niveles de la marea y la velocidad del viento para poder surfear mejor. Todo ello le ayudaba a desconectarse, seguir adelante y dejar atrás la tragedia del accidente.

En el bar, Gaby trabajaba por las tardes ayudando en el negocio de su padre. Sus padres, Mike y Juana, habían construido un resto-bar en la costa del Pacífico allá por los años ´70. De madera y materiales rústicos, el resto-bar llamado Sunset, era el punto de encuentro de surfistas, lugareños y turistas que disfrutaban del mar. Allí servían comida naturista que mantenía el sabor original de los alimentos, bebidas, jugos naturales y las delicias que el océano Pacífico ofrecía.

Mike, desde el accidente de su esposa, vivía sólo para sus hijos y el trabajo. Dedicarse a  tiempo completo a atender el resto-bar le hacía mantener viva la presencia de su esposa que extrañaba con todas sus fuerzas. A pesar de cuidar a sus hijos, los tres ya no charlaban como antes, en familia, y notaba que Gaby se distanciaba poco a poco de él.

Reunida en la noche con sus amigos surfistas, Gaby pasó unas horas nadando bajo la luna y las estrellas que brillaban intensamente. Alex estaba con ellos. Era la primera vez que acompañaba a su hermana. Alex era aún muy chico para ir de noche a surfear, pero gracias a su carácter tan vivaz e insistente había convencido a su hermana de acompañarla. A raíz del accidente de su madre, Gaby temía que su pequeño hermano se lastimara.

En las noches, los chicos y chicas surfistas, amigos y familiares bendecían las nuevas tablas de surf pidiendo buenas olas y dando gracias por las magníficas que surfeaban, siempre todos juntos, alrededor de una fogata, cantando y bailando al compás de la música. Uno de los chicos, se acercó con pequeños pescados recién salidos del mar y los compartió con todos cocinándolos al fuego de la gran lumbre.

Los siguientes días pasaron y el clima empezó a cambiar, aumentando así, el tamaño de las olas. Algunos avezados surfistas se adentraban a ellas, superando el rompiente nadando y buceando bajo el agua para avanzar y poder surfearlas. Alex veía desde la orilla de la playa, la destreza con que los chicos y chicas sorteaban las olas. Él pertenecía al mar y deseaba experimentar aquellas proezas que realizaban los jóvenes surfistas en el oleaje. Para él, ese era el momento ideal de surfear aquellas imponentes olas.

Y así lo hizo, sin que nadie lo viera, o más bien dicho, lejos de la vista de su padre y hermana, Alex siguió sus instintos. Con el wetsuit puesto, cogió su morey y se recostó sobre él nadando fuertemente mar adentro. Sorteó con gran dificultad las primeras olas hasta llegar a la más grande. De pronto, una multitud se conglomeró en la orilla de la playa. Todos veían al pequeño niño entrar al mar embravecido. El padre de Alex salió del resto-bar al ver tanta gente reunida en la playa. ¿Por qué tanto alboroto?, se preguntó. No podía creer lo que veía. Se agarró la cabeza de la impresión. Gaby preocupada se acercó inmediatamente a su padre y le preguntó qué pasaba.

-¿Papá, te sucede algo? ¿Qué está sucediendo allá afuera?

-¡Tu hermano, tenemos que sacarlo de allí! –gritó Mike mirando hacia el mar.

Gaby giró la cabeza en dirección al océano y vio las inmensas olas que rompían con fuerza generando grandes cantidades de espuma blanca. A lo lejos, vio a su pequeño hermano tratando de llegar a ellas. Padre e hija corrieron hasta la orilla llamando a gritos a Alex sin recibir respuesta alguna. Angustiada, Gaby agarró su tabla y fue en busca de su hermano.

Alex braceó con todas sus fuerzas hasta llegar a la ola que lo estaba esperando. Se colocó en la posición correcta, agarró fuertemente su morey y empezó a deslizarse sobre la gigantesca ola, escabulléndose sobre el tubo que ella formaba. En él, Alex pudo dar un Aéreo Rollo 360 (subir a lo alto de la ola, golpear con él la tabla y realizar un giro en el eje que va de la cabeza a los pies en el aire) para luego caer al mar. Lleno de emoción, había logrado su proeza. La gente de la playa aplaudía alegremente la maniobra del pequeño muchacho. Pero al terminar el giro, segundos después, Alex se resbaló, soltándose del morey cayendo así al agua. En seguida salió a flote, pero justo, una gigantesca ola rompía arriba de él, hundiéndolo nuevamente. Sus aguas formaron un remolino que lo envolvieron por completo.

La gente entró en pánico y llamaron a los paramédicos, los salvavidas intentaban rescatar a Alex, queriendo acercarse lo más cerca posible a él, pero aún no podían verlo reflotar. Gaby en el mar y desde su tabla observaba atenta verlo resurgir junto con otros surfistas que allí se encontraban. Segundos después Gaby pudo ver a su hermano inconsciente flotar muy cerca de ella. Gaby dio el aviso a los salvavidas y juntos llevaron a Alex a la playa. Los paramédicos realizaron las técnicas de resucitación correspondientes. Alex aún no reaccionaba. Gaby y Mike abrazados, temían lo peor. Alex tenía los labios morados y la tez blanca, el oxígeno no llegaba a sus pulmones. Allí, al lado de su pequeño hermano, en una milésima de segundo, Gaby rememoró el fatídico accidente de su madre, reviviéndolo todo nuevamente. Se vio al lado de ella, minutos antes de que Juana falleciera.

Gaby, visualizó su dulce sonrisa y recordó sus últimas palabras de amor hacia ella.

-“Amada hija no temas, sigue adelante, tu eres un ser muy especial. Hija mía, te amo, los amo a los tres”.

Gaby despertó del ensueño e intempestivamente empujó al paramédico inclinándose sobre Alex. Se recostó sobre el pecho de su hermano, abrazándolo fuertemente, llenándolo de la energía que su cuerpo emitía. Con lágrimas en los ojos, le pidió desesperadamente que despertara, que no la dejara sola. Le acariciaba el rostro con ternura para que reaccionara. Mike, desolado, veía conmovido el acto de amor de su hija. De pronto, Alex empezó a reaccionar, escupiendo el agua que había tragado. Los paramédicos subieron a Alex a la ambulancia. Gaby y Mike lo acompañaron hasta el hospital.

A un mes del accidente de Alex en el mar, Gaby le contó a su padre la experiencia vivida minutos antes de morir Juana. Mike abrazó fuertemente a su hija.


Y ese verano llegó a su fin, cambiando las vidas de Mike, Alex y Gaby para siempre. Mike pudo rehacer su vida, empezaba a salir con una joven mujer, Alex se deslizaba nuevamente sobre las olas con su morey, pero esta vez con más precaución y Gaby que pasaba ahora más tiempo con su padre, ya estaba lista para ir a la universidad. Estudiaría medicina.  

jueves, 26 de diciembre de 2013

Llegada a las nueve

Sonia Manrique Collado



El señor Delgado estaba ansioso por llegar a su casa. Había estado fuera quince días, así vivía desde abril. Era lo único malo del trabajo en las minas: estar lejos de su hogar la mitad del mes. Por lo demás todo iba sobre ruedas, el sueldo superaba por mucho al de su empleo anterior. El señor Delgado llegó a la ciudad a las ocho de la mañana, el viaje había sido largo: siete horas. Quería abrazar a su esposa, seguramente ella ya lo esperaba con el desayuno listo y con esos besos incomparables.

Él amaba a su esposa aunque sus familiares no la aceptaran. Era una mujer mucho más joven que él y eso fue lo primero que lo cautivó. La había conocido por casualidad en una parrillada,  fue amor a primera vista. No pasó más de una semana cuando el señor Delgado terminó su largo noviazgo con María Luisa. Fue un gran golpe para ella pero aceptó con dignidad. Después él se casó y casi nadie fue a su boda porque sus hermanos estaban muy molestos por el desplante hecho a María Luisa. Pero no le importó.

El señor Delgado esperó pacientemente un taxi en la puerta de las oficinas de la mina. Hacía un calor fuerte y eso lo incomodaba, ya se había acostumbrado al frío de las alturas. ¿Qué estaría haciendo ella? Él no creía en los rumores que le habían llegado sobre un individuo que visitaba su casa en su ausencia. La gente era muy envidiosa y quizás le tenían cólera por haber conseguido una mujer joven y guapa. Por ella incluso había peleado con su hija mayor, Daniela, quien muchas veces le recriminó el haber dejado a María Luisa. Tan elegante María Luisa, tan educada y digna. ¿Cómo pudiste haber hecho eso, papá?

Pasó un taxi y el señor Delgado lo detuvo. Subió y dio su dirección. El taxista empezó a hablarle de la situación difícil de la ciudad, del terrible tráfico y los baches en las pistas. Él le escuchaba en silencio. Pensaba en su esposa, en su cuerpo juvenil, en sus deliciosos almuerzos, en sus enojos frecuentes. Hasta eso le gustaba de ella. Él debía ser la envidia de todos los hombres de su edad y por eso inventaban chismes. A veces ella lo trataba mal en los días pero todo eso era compensado en las noches, dormir con esa mujer era un placer que no había sentido antes.

El taxista avanzó rápidamente hacia la avenida Hartley y el señor Delgado miró a las personas que se dirigían a su trabajo con mucha prisa. Él estaba en mejor posición desde que consiguió su puesto en las minas. De hecho, más tarde él y su joven mujer saldrían para hacer compras. A ella le encantaba hacer compras, eran sus mejores momentos. Había sido muy pobre de niña y cuando recibía algo nuevo su alegría era contagiosa.

Finalmente el taxi llegó a su destino. El señor Delgado pagó y se bajó. Por un momento pensó que ella estaba esperándolo en la puerta pero no había nadie. Entonces se dirigió hacia su departamento. Subió rápidamente las gradas hasta el tercer piso. No se sentían ruidos en el edificio, parecía vacío. Llegó a la puerta, sacó sus llaves y abrió mientras llamaba el nombre de su esposa. Pero su sonrisa se congeló, ¿se había equivocado de departamento? Cerró la puerta y el estupor lo invadió, ¿qué era eso? Miró las paredes y los pisos, caminó hacia la cocina, no había nada. ¿Entraron ladrones? Después fue a su habitación, igual. Abrió el clóset y ahí estaba su ropa: sólo la de él.

Regresó a la sala y entonces vio algo en el suelo, era el teléfono. La casa estaba vacía pero había quedado el teléfono, a su lado un pedazo de papel. El señor Delgado se agachó a recogerlo y leyó: “Ya no soporto más, me voy”. Quedó inmóvil algunos segundos, incapaz de reaccionar. Sentía que el mundo caía sobre sus hombros.

El señor Delgado se sentó en el suelo y allí estuvo, con la espalda apoyada en la pared. Finalmente levantó el auricular. No sabía a quién llamar para contarle lo que había sucedido. Pensó en su hermana Irene, ella era compasiva. Marcó el número y esperó. Cuando sintió su voz al otro lado del teléfono se le hizo difícil empezar, sus manos temblaban. Finalmente habló.

─Ella se fue, se llevó todo –dijo haciendo un esfuerzo.

─¿Ella? ¿A quién te refieres? –preguntó Irene.

─Quién va a ser, Jacqueline.

Irene sintió ganas de gritar de impotencia pero se calló. No quiso agravar el dolor del señor Delgado. Le dijo que se tranquilizara y que fuera para su casa, tomarían desayuno y después verían qué hacer.

Al colgar el teléfono, Irene miró a su sobrina Daniela que se había quedado a dormir la noche anterior.

─Llamó tu papá, esa mujer se ha ido de la casa –le dijo.

Daniela quedó en silencio, ella se lo había advertido mil veces pero él no quiso escucharla. En ese momento sintió una gran tristeza al igual que su tía.

─Ya viene en camino –dijo Irene-. Pon la mesa, que tome un rico desayuno por lo menos.

Daniela empezó a poner las tazas en la mesa mientras sentía una lágrima caer.

─Es una perra, yo lo sabía –dijo sollozando-. Seguro se fue con ese Javier, todo este tiempo ha engañado a mi papá con él.

─No se te ocurra decirle nada de eso -dijo Irene en tono de advertencia-, él no sabe nada. Ahora sólo tenemos que apoyarlo.

Diez minutos después el timbre sonó. Irene abrió la puerta, el señor Delgado estaba ahí. Había envejecido mil años, la miró y se abrazaron. Daniela cogió el maletín de su papá y lo puso en un sillón. Después se dirigió hacia él y también lo abrazó.

─¿Quieres bañarte antes de tomar desayuno, José? –preguntó Irene-. El viaje debe haber sido pesado.

El rico olor a panetón y chocolate invadía la casa. Los adornos de Navidad ya estaban colocados y los dos perros parecían disfrutar del ambiente.

─No quiero bañarme ni comer –dijo el señor Delgado. Después se sentó en el sofá y puso la cabeza entre sus manos. Era la primera vez que Daniela veía a su padre llorar.



─Qué bueno que por fin decidiste dejar a ese tipo –susurró Javier mientras acariciaba los hombros de Jacqueline.

─He soportado mucho tiempo a su lado –dijo ella con ira-. Por eso me traje todas las cosas. Que sufra igual que sufrí yo.

─¿Te maltrataba de verdad, mami? –preguntó Javier sintiendo una pena repentina por el señor Delgado. “Pobre viejo”, pensó.

─No seas tonto. Con maltrato o sin maltrato es horrible vivir con alguien a quien no amas.

Jacqueline miró a Javier con ojos llenos de amor. “Te quiero tanto”, pensó. ¿Hacía bien en dejarlo todo por él? Por un segundo su rostro se ensombreció. 

─Tomemos desayuno –dijo él mirando su reloj-, ya son las nueve.

martes, 24 de diciembre de 2013

Si resucita… lo mato

Silvia Alatorre Orozco


Era una fría y brumosa mañana invernal,  mientras apuntaban los primeros rayos del sol, las gotas del rocío centelleaban brillos dorados sobre la hierba y una sinfonía festiva invadía la atmósfera, era el trinar de los de pájaros en su despertar que revoloteaban sobre las ramas de los altos pinos esparciendo un fresco aroma a bosque; se podía saborear en los labios una dulce humedad; pudiera decirse que era la promesa de un buen día; cuando menos ese era el anhelo de Daniela. 

Sentada sobre una piedra y con la mirada perdida en el infinito, rememora aquella  terrible escena que a pesar de haber pasado quince años sigue vivida en  su mente.  Tal parece que vuelve a ver los cuerpos de sus padres sin vida, a orillas de la laguna; a sus  apenas catorce años, quería pensar  que estaban recostados sobre el pasto, mirando  las estrellas del amanecer pues sus ojos permanecían abiertos, sin embargo, su mirada era vidriosa y el pecho estaba manchado de sangre, de su boca escurría un espeso hilo rojo. Duque, el perro pastor, que siempre la acompañaba en sus caminatas, corría de un lado a otro ladrando con furia, de su hocico destilaba una densa baba y lanzaba lastimosos aullidos. 

Recuerda cómo se acercó a los inertes cuerpos:

- Mamá… papá… despierten… levántense… ¿porque no me escuchan? -les chillaba desesperadamente.

Sus gritos y los enfurecidos gruñidos del perro, alarmaron a doña Lupe que se encontraba dormida, llegó al lugar corriendo y casi sin resuello, -pasaba de los cuarenta- abrazaba a la niña y trataba de calmarla, la quería tanto como si fuera su madre, pues de bebé la amamantó, había sido su nodriza; quería evitar  que sufriera, pero era de tal gravedad la escena que se sentía impotente para librarla de vivir ese terrible momento. 

Fue tanto  el alboroto que se  escuchó, que los trabajadores  llegaron de inmediato al lugar; Calixto, el capataz del rancho,  se hizo cargo de la situación, llamó al padre Anselmo para que les otorgará los Santos Oleos a los difuntos y avisó a la policía.

Cuando las autoridades buscaron esclarecer el crimen, resultó complicado admitir por ciertas  las  declaraciones hechas por los presuntos testigos, pues con tal de ver sus nombres escritos en el periódico del pueblo, narraban historias diversas y falsas.

- Yo vide que eran tres julanos a caballo, los ajusticiaron a machetazos -declaraba Eustaquio.

- No eran tres, eran solo dos, desconocidos, yo vide cuando les dispararon con fusiles a los patrones -aclaraba Martin chico.

- Los bandidos violaron a la patrona, trate de defenderla y me dieron tal golpe que perdí la concencia -vociferaba el viejo caballerango.

- De lejos pude apreciar como el patrón acuchillo a la patrona y después, el mesmo se clavó el cuchillo en el pecho -manifestaba uno más. 

- Los mataron en otro lado, aquí solo los trajieron a tirar… yo mesmo ollí el  motor de un camión -tartamudeando, explicaba el sordo Simón.

Pero la policía aceptó lo dicho por el cura:

- Era de madrugada, yo venía de dar el sacramento de la comunión a un moribundo,  desde la lomita vi como un hombre amenazaba a los patrones con tremendo cuchillo y a gritos les preguntaba:

- ¿Ondes´condes las monedas de oro?... viejo cabrón, me dices o hasta´qui llegates… tú… y  tú vieja también…  habla o me los quebró  ahora mesmo -los señores callaban hasta que don Julián soltó:

- Caminaras y descansaras sobre él, pero tus malditas manos nunca lo tocarán.

- Y fue cuando, este hombre los acuchilló y desapareció despotricando mil maldiciones. Me asusté mucho y corrí a la iglesia.

Se encontraba tan absorta en esos vividos recuerdos que no percibió  los pasos de su marido acercándose a su lado, cuando él  tocó su hombro fue que ella retornó a la realidad.

- Danielita no te atormentes más. El auto nos espera… vamos... muy pronto ésta tierra será únicamente un mal recuerdo -la ayuda a incorporarse y con cariño acaricia sus frías mejillas.

A sus casi treinta  años es más atractiva que en su mocedad, chaparrita igual que su madre, y grandes ojos aceitunados como los del padre, es una chica linda, se sabe bonita y es coqueta y dulce con su marido que  la ama inmensamente. Juntos regresan a la finca, caminan por la vereda arbolada que los lleva a la gran construcción de paredes blancas, techos rojos y rodeada de verdes jardines, quieren verla una vez más antes de partir. Daniela recorre cada uno de  los grandes cuartos, de altos techos, y muros encalados; al caminar escucha el eco de sus pasos y de sus sollozos; nostálgicamente mira los pasillos que aún lucen las macetas con frondosos y verdes helechos que tanto cuidó doña Lupe, y nuevamente la invaden  infinidad de memorias; deja salir un gran suspiro; lamenta haber sido tan inexperta cuando pasó aquella horrible tragedia. En ese entonces al verse desamparada y sin saber qué hacer, le permitió al Padre Anselmo decidir por ella.

- Danielita, ya sin tus padres y siendo mujercita, tu futuro es incierto. He pensado que lo mejor es que te cases con Calixto, el conoce el manejo del rancho y los trabajadores lo obedecen, pues le temen por  su mal carácter.

- No… no… de ninguna manera… mi niña no se casa con el “pinto” -intervino doña Lupe.

A Calixto lo apodaban el “pinto” ya que su oscura piel estaba salpicada por desagradables manchas color rosa escarlata, debido al vitíligo que padeció desde niño.

- Lupe cállate, esto no es de tu incumbencia -protestó airadamente el cura.

- ¿Qué no se da cuenta, padrecito, que Danielita aún está muy tiernita para que este viejo la haga mujer? - replicó doña Lupe y agregó- Calixto tiene más de cincuenta.

-  Te puedo jurar ante el altar de la virgen de las Remedios, que Calixto no tomará a Danielita como mujer,  será hasta el día en que ella este sazoncita. Entiende el “pinto” es el único que puede trabajar el rancho para beneficio de ella.

Y ante ese argumento doña Lupe consintió en el matrimonio, aunque a regañadientes. 

A los pocos días se llevó a cabo una discreta ceremonia religiosa en donde el párroco los unió como marido y mujer. Y efectivamente como lo tenía prometido el párroco, Calixto respetaba a la niña. Daniela seguía ocupando las mismas habitaciones que en vida de sus padres, Lupe no se separaba de ella. El hombre tomó las habitaciones que ocuparon, en vida, don Julián y su esposa, se encontraban en el otro extremo de la casa. 

En el rancho se continuó  laborando como en vida de los patrones. Sin embargo, en la finca  Calixto buscaba con ahínco  las monedas de oro, hacia escarbadero en  pisos y paredes. Estaba seguro que en algún lugar se escondía una verdadera fortuna;  producto de la venta del otro rancho que había heredado don Julián; según decían, <le pagaron en puritito oro>.

Calixto, ese hombre rudo y temido, amaba a las aves,  cuando veía a los chamacos tirándoles pedradas a los pajaritos les propinaba fuertes coscorrones mientras los regañaba:

- ¡Matar  un pájaro es matar la libertad!

Sin embargo, con los trabajadores era déspota, les exigía llamarlo “patrón”, a quien no lo nombraba así, lo obligaba hacerlo a base de fuetazos. La espalda de Lupe estaba marcada por los fuertes golpes que con frecuencia le proporcionaba.

- Que me digas patrón vieja desgraciada -le gritaba mientras la golpeaba, cosa que hacía apartado de Daniela.

- El día que calces los zapatos del Don entonces te llamaré patrón.

Calixto padecía de juanetes y tal como las hermanas de la Cenicienta, trataba de meter sus pies dentro de los zapatos sin lograrlo. Tampoco le fue posible vestir los trajes de fino casimir, pues como era ventrudo, los pantalones no le subían más allá de sus zambas rodillas. Únicamente usaba los sombreros tipo Panamá, que adornaba con una pluma de águila, pero al poco tiempo de traerlos sobre su sudorosa cabeza, estaban sebosos y manchados.

El cura recibió como pago por su intervención en el casorio varias parcelas cercanas al río, propicias para la buena siembra.

Pasados los años, la vida de Daniela se convirtió en un hastío, Calixto no le permitía ir al pueblo ni recibir amistades, y ella lo obedecía sin protestar pues consideraba que él era la autoridad en el rancho; su única amiga era  Lupe. Extrañaba al fiel Duque, varios años fue su inseparable compañero hasta el día en que amaneció envenenado, sabía que Calixto lo había matado,  pues el perro  le gruñía muy feo y le tiraba tarascadas; ella lo enterró bajo  una higuera, frente a su ventana, y por varios días le lloró desconsoladamente. 

Diariamente, Daniela se dirigía a la  laguna, ahí depositaba un ramillete de flores silvestres para sus padres. De regreso a la casona, visitaba los corrales; le gustaba el olor de la pastura con que alimentaban al ganado y beber un pocillo de leche calientita y espumosa recién ordeñada. Más de una vez se topó con Víctor, el veterinario, que llevaba el control sanitario de los animales; su marido le prohibía dirigirle la palabra, pero ella aprovechaba salir cuando el “pinto” se encontraba ocupado, excavando, en busca del mentado oro.

Víctor era un chico alto, bien parecido, medio bizco, pero sus ojos azules eran hermosos y ese pequeño defecto proporcionaba un singular encanto a su mirada; descendiente de franceses, recién egresado de la universidad, responsable y trabajador. Sentía atracción por Daniela pero la respetaba, más por miedo a Calixto que por subordinación. Le enternecía ver la carita triste de la chica, y quería verla sonreír, algunos días intercambiaban cortas conversaciones.

Cuando doña Lupe la descubrió hablando con el joven, le advirtió que Calixto era capaz de matarla si se enteraba de ello. A Daniela eso no le preocupaba pues sabía que últimamente su marido, desde temprano, se metía en su despacho a beber  con dos o tres de los peones más jovencitos, según decía para que le cuidaran las espaldas, pero Lupe entre dientes comentaba:

- Es´pa que le cuiden el fundillo.

Era por todos sabido que a Calixto le gustaban los placeres sodomitas y no le interesaban las mujeres; Daniela lo ignoraba pero se sentía aliviada de que no la obligara a cumplir como esposa, pues le despertaba una gran repugnancia.

Calixto se embriagaba frecuentemente y sus orgias eran “el pan nuestro de cada día”. Pero una madrugada sus gritos despertaron a Daniela; los jovencitos,  que Calixto tenía  en su despacho y a los que obligaba a cometer todos los actos de perversión inimaginables, se sublevaron, y además intoxicados por el alcohol, le “echaron montón” y a botellazos le partieron la cabeza y el culo. 

Cuando Daniela llegó a la habitación, sus ojos vieron un espectáculo dantesco; esa escena la horrorizó  más que  aquel mal día en que encontró a sus padres, muertos, a orillas de la laguna.

A sus veintiocho años quedo viuda y virgen.

Por fin, estaba liberada de su carcelero. 

Al funeral del capataz, asistieron pocos trabajadores, más por consideración a la patrona que al desgraciado de Calixto. Víctor, siempre permaneció al lado de Daniela, dándole consuelo y apoyo. El padre Anselmo celebró una misa frente al féretro mientras dos peones cavaban la tumba, lejos de la casa y al lado del pozo que abastecía de agua a los bebederos para el ganado. Cuando hacían el hoyo, de pronto se escuchó que las palas golpeaban sobre una superficie dura y metálica.

- ¡Ahí está lo que tanto busco Calixto! -gritó Lupe.

Y efectivamente, ante los sorprendidos ojos de los presentes, unas vasijas atiborradas de monedas aparecieron.

- ¡Están llenas de monedas de oro! -exclamaron efusivamente los pocos asistentes.

El cura palideció y perdió el equilibrio. Pensaba en lo rico que hubieran sido, Calixto y él, si tiempo atrás ellos las hubieran hallado.

Sacaron los cantaros y el capataz fue enterrado en esa fosa, cubierto por pesadas piedras, según indicaciones de Lupe.

- Pa´que quede bien soterrado y este infeliz no pueda salir pá´juera -y añadió- porque si resucita… lo mato. 

Apenas pasado medio año del entierro de Calixto, Lupe murió de pulmonía, Daniela perdió a su otra madre; una infinita tristeza la invadió, pensaba que se encontraba completamente sola; sin embargo, no era así, Víctor no la abandonó, permaneció su lado,  no podía desampararla en estos dolorosos momentos, pues desde siempre la había amado. Por fin,  cumpliría su anhelo de casarse con ella, ahora que era una mujer libre le pidió matrimonio y ella aceptó de inmediato; desde hacía varios años se encontraba enamorada del veterinario, pero por miedo a Calixto había callado ese sentimiento.

Sabía que con Víctor tendría una vida dichosa. Ya no era la niña de catorce que ignoraba como definir su vida, ya podía decidir por ella misma. 

Era una mujer fuerte a pesar de los infortunios vividos. Sin embargo estas tierras representaban para ella: dolor, muerte y desgracia. Anhelaba irse de ahí, poner mar de por medio y dejar a un lado ese amargo pasado.

Vendió el rancho y planeo un porvenir diferente al lado de Víctor.

- Danielita, el auto nos espera…vamos… muy pronto esta tierra será únicamente un mal recuerdo. 

Daniela miró por última vez aquellos parajes y comentó:

- Mi vida está hechas de historias y  futuros…

Y rememorando aquella clásica frase de Margaret Mitchell:

- Mañana será otro día… -y agregó- pero a tu lado será el mejor -tomó fuertemente la mano de Víctor y  unidos se encaminaron al encuentro de un destino compartido.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Sin aguinaldo

Marco Absalón Haro Sánchez


Cómo se te ocurrió a ti Aurelio chico de unos quince años acariciar los pies de Yolanda que no tendría más de dieciocho pues aprovechaste que te acomodaron para que pases la noche en el mismo lecho donde dormía junto al ama de casa que yacía enferma la cual era una señora entrada en años y todo porque no quedaban habitaciones disponibles en el enorme rancho familiar a donde te dieron posada los días de Navidad de cierto año y tú nunca imaginaste que alguna vez tendrías que compartir un lecho con una o más mujeres como en este caso y nada de esto intuiste cuando tu padre aireado contigo por no querer estudiar la secundaria te llevó a que le ayudes en las faenas agrícolas de las tierras que acabó de coger en la vía a Santo Domingo de los Tsáchilas provincia septentrional del Ecuador de Suramérica a dos o tres horas de Quito la capital y asimismo entre los terrenos de tu padre y los de don Antonio Moreno había dos o tres horas de camino a pie pero si ibas en carro era otra cosa y apenas se perdió en el horizonte el autobús en que llegaste junto a tus padres te estableciste en aquella montaña fría e inhóspita aunque por allí cruzaba la vía de comunicación entre las poblaciones que se levantaban a considerable distancia uniendo la Sierra con la Costa y a veces te quedabas semanas enteras en compañía de uno o dos peones que realizaban los desmontes y nuevas siembras cada cierto tiempo y cuando terminaba la jornada diaria se acercaban al arroyo de la quebrada para asearse o acarrear agua y luego en el rancho formaban el corrillo y merendaban los alimentos que tú los preparabas pues algo entendías del arte culinario porque tu madre te enseñó desde que ibas a la escuela primaria y todos daban buena cuenta mientras oían radionovelas como Kalimán el hombre increíble seguido de El Rayo de Plata el charro justiciero y luego Porfirio Cadena el ojo de vidrio que transmitían en la Radio Nacional Espejo y otras que ya no seguían porque se acostaban a descansar y al canto del gallo seguían rotando las colaboraciones con las actividades del rancho tanto como las agrícolas en medio de los negros surcos pero cuando te quedabas solo porque no te acompañaba peón alguno te tocaba cuidar de aves y mamíferos domésticos no obstante algunas tardes acudías a la hacienda ganadera donde trabajaba Carlos y vivía con su familia pero nunca visitaste el rancho de don Antonio Moreno porque doblaba la distancia aunque tanto tu padre como Carlos te hablaron algunas veces de él y ambos coincidían en que era una linda persona y tú les prometiste visitarlo algún día más temprano que tarde y la gente aseguraba que dicho personaje tenía tres hijas muy hermosas pero las malas lenguas advertían que tú frecuentabas la de Carlos por estar junto a María su hija cuya edad era semejante a la tuya y estaba creciendo como un botón de rosa morena y magra de carnes pues más de una vez te adentraste en la luz oscura de sus pupilas y sentiste una especie de cosquilleo que entonces no entendiste qué era eso pero una madrugada de domingo que se quedaron solos en casa porque sus padres salieron al pueblo tan sólo llegaste tus labios a los suyos sin besar aunque se tenían de las manos y no quedaste sin sentir las típicas mariposas en el vientre pero eso fue todo y luego de varias semanas llegarían los días de Navidad y tú no quisiste pasar solo en tu rancho y volcaste un saco de pienso en los comederos tanto como llenaste con agua varios recipientes que los distribuiste por el suelo del corral para que no les falte de nada a las aves que criaban allí y también echaste una generosa porción de maíz para las gallinas que andaban sueltas o dejaste gran cantidad de lavaza para el puerco y tomaste una muda de ropa y te lanzaste a la carretera porque calculabas que más o menos a medio día llegarías al rancho de don Antonio Moreno así como tenías claro que no volverías hasta dentro de dos días y luego de pasar frente a la hacienda donde trabajaba Carlos y que a simple vista te pareció que no había nadie seguiste el sendero hacia el lugar de destino pero al cabo del tiempo prescrito echaste de ver el imponente rancho que emergía del tapiz verdoso como un castillo de la edad media con su soberbio poderío y misterio y te acercaste todo lo que pudiste no sin antes proveerte de una vara larga y fuerte que arrancaste de un árbol pero te pareció insuficiente aquel tolete para luchar contra un enorme mastín que más parecía una pantera que gruñía con gran ferocidad mientras se acercaba a ti como un rayo pero tú fuiste más rápido que éste porque cuando llegó te pilló encaramado en un árbol fuera de su alcance y diste voces a ver si alguno del rancho te oía pero tuviste suerte porque te escucharon y se acercó hacia ti un muchacho de tu misma edad Ricardo quien te preguntó qué hacías ahí arriba y tú le comentaste lo del mastín y éste lo tuvo sujeto y te invitó a pasar mientras caminabas percibías los gratos efluvios de dulces y moliendas así como escuchaste un gran murmullo de voces y cuando clavaste tus pies en el umbral de la cocina muchos pares de ojos femeninos y masculinos te examinaron de pies a cabeza en tanto tú saludabas al grupo intentando ser todo lo cortés posible y te presentaron a un hombre que pasaba de la cincuentena de edad y te dijeron que era el jefe de familia don Antonio Moreno el amigo de tu padre y de Carlos que aún no conocías más que de oídas y este hombre había procreado dos varones que ya tenían mujer e hijos y el benjamín de la familia el muchacho que te salió a recibir pero antes de este último le nacieron tres buenas mozas una mejor que la otra que ya estaban en edad de casamiento y como era la víspera de Navidad se hallaban todos inmersos en los preparativos y las manos de hombres y mujeres elaboraban varios embutidos o empanadas y bocadillos propios de esas fiestas mientras el patriarca estaba a cargo del tonel de picante chicha de chontilla cuyo fermento lo repartía en sendos jarros a los presentes y se notaba por la verborrea que se extendió hasta la tarde y noche y aún avanzó hasta la madrugada cuando pusieron el tocadiscos a todo volumen y empezaron a bailar sin dejar de brindar por san gusto que viva la Navidad que viva la familia y también a ti te convidaron unas copas de aguardiente pero con dos o tres te emborrachaste y te quedaste tumbado y no te enteraste de nada más ni siquiera supiste que los hijos mayores del patriarca salieron de madrugada al pueblo y llevaron la consigna que a su regreso debían acercar más familiares pero cuando te fue pasando el mareo volviste en ti y no entendías qué pasaba con tu rostro y creíste que llevabas una máscara o algo parecido pegado a la piel pero cuando te miraste las uñas estaban pintadas con esmalte y corriste al baño a verte en el espejo entonces te enteraste que te habían pintarrajeado el rostro también y enseguida pediste a las muchachas que te lo quitaran y no lo hicieron sin antes reírse de buena gana la broma gastada en ti y pensaste en qué diría María si se enterara de lo que te han hecho y de seguro creíste que hubiese dicho bien hecho por andar tomando y traerla a la memoria fue como una premonición porque ese día se pasó sin mayores novedades que la visita de la aludida que venía acompañada de un hermano menor y de dos mujeres madre e hija respectivamente pero apenas pusieron sus pies en el patio Ricardo se adelantó para recibirlos porque era amigo de éstos también tú los saludaste y diste muestras de felicidad por la llegada de los tales aunque estabas un poco tenso cuando se saludaron no obstante hubo miradas de complicidad entre Yolanda y tú por lo que sentiste cierta quemazón en las orejas y no dudabas que era la aversión que sentía por ti el chico anfitrión o que María empezó a tener celos de ésta pero lo cierto fue que enseguida se hicieron buenas amigas a pesar de no haberse visto antes no obstante te inquietó la situación de Ricardo que aunque no era novio de ninguna tendría temor que te la levantaras y le dejaras sin su preferida pero tú creíste que éste se sentiría aliviado con la presencia de María ya que él tampoco dudaba en que algo habría entre los dos y por eso tenía el camino libre para soñar con su chica pero tú no hiciste caso de tales incertidumbres y continuaste compartiendo los momentos junto a toda la familia y los nuevos visitantes pero a media tarde arribaron los hijos del patriarca trayendo el encargo que era un buen grupo de gente y aumentó la alegría en gran manera pues se desarrollaron los típicos juegos de estas fiestas como la carrera de los ensacados la gallina ciega o el gallo enterrado la rotura de la piñata y otros hasta que llegó la hora de la cena que por cierto estuvo exquisita en medio de los felices integrantes del clan Moreno Arrabal y cuando acabó la misma se materializó en la escena Carlos que vino a por sus hijos y no pudo acompañar el festejo de la Navidad por tener que cuidar de la hacienda y las hijas del patriarca entregaron en sus manos una canasta con ricos manjares y aunque María quiso quedarse más tiempo su padre no lo permitió y se los llevó y enseguida volvieron a poner el tocadiscos a todo volumen y empezó de nuevo el baile con mayor alegría que la víspera y con mayor número de integrantes pero por lo que respecta a ti Aurelio entablaste una competencia sin límites con Ricardo por ganar el favor de Yolanda pues aunque había más chicas a ti te gustaba ésta y quien no tenía elección era tu rival porque las demás eran sus hermanas y tampoco ella se decidía por ti o por él y así pasó gran parte de la noche bailando alternadamente con los dos hasta que llegó la hora del fin al ser tan tarde y las chicas querían descansar y tú no bebiste una sola copa de aguardiente porque no quisiste que te aconteciera lo de la víspera y mientras las mujeres se acercaban a los dormitorios a ti te acomodaron en la misma habitación donde dormía el ama de casa enferma y junto a ella también Yolanda ya sea para bien o para mal tú todavía no estabas en edad de amanecerte bebiendo hasta las tantas como lo hizo el grueso de hombres que se encontraban en la fiesta así es que ibas a dormir al pie de las dos mujeres y luego de varios minutos en que se acalló el rumor de la gente que se acostaba y sólo se percibía el de los bebedores tú estabas inquieto por algo y empezaste a desear a Yolanda con todas tus fuerzas y en contados instantes tu mano empezó a reptar por el pie de la muchacha cuya piel te pareció de fina seda y avanzó tu mano por dentro de una de las mangas de los pantalones que llevaba y ésta ni se movió por eso entendiste que le estaba gustando el juego y le acariciabas cada vez más arriba pero con mucho tiento para no rozar a la barrera humana asimismo la prenda de la muchacha te lo impedía y no lograbas pasar de la rodilla pero en tu vientre algo empezó a crecer desmesuradamente acompañado de una sensación indescriptible mientras retiraste quedamente la mano del pie femenino y luego de contados instantes volviste a incursionar en el mismo pero para tu sorpresa ésta se hallaba desnuda y tragaste un litro de saliva mientras tu vientre era una roca cuando con las puntas de tus dedos rozabas unos labios de un animalito peludo que se escondía detrás de un lienzo en el centro de la muchacha y no podías alcanzarlo completamente aunque llevabas el brazo estirado y la muchacha se bajó todo lo que le permitió sin hacer movimientos bruscos que la hubieran delatado ante el ama que parecía roncar pero de pronto ésta se movió y te rozó fuertemente el brazo que lo quitaste en un santiamén y te creíste descubierto pero la barrera humana volvió a quedarse inmóvil con la cara hacia Yolanda sin embargo quisiste empezar de nuevo a auscultar el cuerpo de ésta que se había acurrucado hacia el rincón luego de colocarse los pantalones y qué querías Aurelio que la muchacha siguiera eternamente en la última posición que la dejaste pues nada haz cuenta que te quedaste sin aguinaldo aquella Navidad gracias a la barrera de carne y hueso.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Reencuentro fugaz

Nelly Jácome Villalva


Corría un viento helado que se filtraba por la blusa que llevaba puesta, la calzada lucía algo mojada y los autos parecían no moverse, el caos siempre ha provocado en mí ganas de escapar, así que entré a la biblioteca, cogí el primer libro disponible, pues no tenía ninguna preferencia, o sí, -tal vez buscaba algún tema que me recuerde abrigarme antes de salir tan temprano –me reprocho al tiempo que dibujo una sonrisa disimulada, como pensando que nadie lo notara, miro a mi alrededor e irónicamente constato que estoy sola salvo por la bibliotecaria que está en una esquina, entonces me siento junto a la ventana mientras froto mis manos preparándome a leer.

Mirando el vacío de la biblioteca, siento uno más grande en este momento, -¡Bah Lili! No te vas a venir ahora con esas cosas.  Empecé a leer el libro seleccionado y en unos segundos que levanté mi rostro, percibí tu presencia por la ventana que daba al frente de aquella cafetería añeja, desde la cual todavía se huele ese aromático café que nos servimos juntos hace casi dos años, recuerdo que vestías tus jeans preferidos con esa camiseta que decía no sé qué en algún idioma oriental que nunca desciframos. Pasaste tan a prisa que apenas pude distinguir tu cabello castaño bien corto, ahora llevabas traje y me pareció ver unas cuantas líneas que marcaban tu rostro, te seguí con la mirada hasta que ya no distinguí tu figura.  Eras experto en desaparecer cuando las cosas se ponían duras, no estaba entre tus atributos el hablar claro y resolver los líos que de la nada, decías, te surgían.

Tomé la decisión de salir inmediatamente de la biblioteca y darle alcance, tenía que preguntarle a dónde fue, con quién estuvo o con quién está, tengo que saberlo, tengo que preguntarte aun cuando la herida no haya cerrado, aun cuando en algunos años más ya ni siquiera recuerdes quién soy, -no quiero la soledad de la biblioteca en mi vida –digo quedamente.

-¡Hola! Acabas de pasar muy cerca de mí y no me viste -le dije jadeando, mientras tomaba su brazo para sujetarme y no caer.  Pasaron varios segundos, que me fueron horas, sin que reaccionara, no esperaba encontrarme, era evidente. Seguramente estarías pensando en qué respuesta darme, porque sabías que el mes siguiente te casabas en la iglesia de la esquina.  -¡Qué bueno verte! -me dijiste al fin, forzando una sonrisa y fijando tu mirada hacia las nubes, que en ese momento no eran escasas.  Estabas muy nervioso, recordaste de pronto, que en un par de horas te encontrabas con tu novia para sellar el contrato del departamento donde van a vivir y antes tienes que ir al banco… Ya no pude escuchar lo que decías, obtuve refugio en aquel viaje a la playa que hicimos juntos para festejar nuestro compromiso, sentí ese nerviosismo previo a encontrarnos en el aeropuerto, porque sabía que algo nos pasaría en ese paseo, que al regresar no sería la misma. 

-¿No te arrepientes haber venido? –preguntaste en tanto salías del baño para venir a mi lado, moví la cabeza diciendo no. Y cómo iba a arrepentirme si pasé una noche que difícilmente podré olvidar. Aún sentía sus besos, esa mirada seductora que lanzaba una invitación al juego, tus caricias, la forma como ibas de a poco quitándome la ropa y luego tocarnos, entrelazar tus muslos a los míos y sentir que ya no teníamos más tiempo.  No tuvimos más tiempo, ese fue nuestro momento, que terminó por cosas que ya ni recuerdo, y ahora estás frente a mí tan lejano.


Se hace tarde y tienes que irte, así que adiós, el próximo mes no entraré a la biblioteca.

La mano

Marcela Royo Lira


La historia había comenzado con los golpes en la puerta y la carta en cuestión. Quizás, incluso antes, cuando desde el balcón del departamento vio al cartero en la vereda de enfrente y supo, a través de los trancos largos del hombre que atravesó la calle, en el modo de entrecerrar los ojos y verificar los números, que esta vez llamaría a su casa. Demoró adrede en atender. Un presentimiento lo mantuvo inmóvil detrás de la madera. Escuchó el suspiro del otro, algo como un imperceptible rezongo. Lo imaginó agachado, aprontándose a deslizar el sobre por debajo de la puerta. La abrió de golpe. El mensajero dio un respingo y pidió disculpas sin haber por qué. 

Una vez solo, se enteró que la enviaban desde un bufete de abogados. ¿Qué querrán estos leguleyos? dijo entre dientes molesto, no sabía por qué pero una ligera inquietud le había alertado. Revisó mentalmente sus actos de los últimos tres años. Por si acaso. Nunca se sabe. Se acordó, cuando  un año atrás una conocida casa comercial inició una persecución judicial en su contra, por la compra de un electrodoméstico. Una mujer había dado su dirección. Le costó, dinero y tiempo, convencerlos que nada tenía que ver con ella. Amenazaron con embargarle parte de su mobiliario.

Ahora la cita era dentro de dos días. No especificaban de qué trataba.

Esa mañana, cuando abandonó la oficina de abogados, sonreía incrédulo de su suerte. Como único beneficiario heredaba, de un tío de su madre, una casona de once habitaciones, dos salones y un patio interior de naranjos y hortensias, en el viejo barrio de Avenida Matta, en Santiago antiguo. De vuelta al Puerto de Valparaíso, donde actualmente vivía, recordó haberlo visitado siendo niño en dos o tres ocasiones. Un viejo cascarrabias que lo obligaba mantenerse quieto mientras los mayores conversaban, a veces en voz tan baja que los imaginaba urdiendo maldades de las cuales él no podía enterarse. Se acordó también de los olores a encierro y humedad, de la naftalina, a orina de animal, del tapiz de los muebles, sucio y hediondo. Y las ratas que corrían en el entretecho, el gato tuerto y al parecer sordo que dormitaba junto al brasero. También, de la caja grande con soldaditos de plomo que le hizo llegar, a los nueve años, para una navidad.  Fue la última vez que supo de él, su madre murió al poco tiempo y cesó el contacto.  

Semanas después, una tarde de frío y amenazante de lluvia, viajó a la capital y fue a reconocer la vieja casa de adobe que siempre había querido olvidar.

No puede explicarlo. Sabe que es absurdo. El antiguo llamador, en forma de mano, de la puerta de calle lo inquieta. Hace un mes habita la casona de calle Lord Cochrane,  las puertas de todas las habitaciones abren a un largo pasillo en penumbras. Hay un tragaluz en la sala principal y otro en el baño. Las piezas son oscuras, sin ventanas al exterior. Ahora recuerda el miedo que sentía al entrar, detenido tras la mampara su madre debía poco menos que arrastrarlo hacia el interior. Pero hoy es adulto. Es absurda esta desazón.

Quizás, todo comenzó el día que llegó a instalarse. En la calle, el camión cargado con los muebles y su ropa en un baúl y dos maletas. Cuando introdujo la llave en la cerradura le pareció que la mano giraba levemente, como si quisiera conocer al nuevo dueño. Más tarde, mientras bebía un vaso de whisky, la había escuchado golpear con fuerza la madera, sin embargo, al abrir no había nadie. Tuvo la desagradable impresión, mientras se preparaba otro trago (este era el tercero) que no se iban a entender. Cuando niño gustaba de jugar con ella, la levantaba y dejaba caer abruptamente.

─Deja de hacer eso, hijo. La vas a cansar ─lo regañó la madre en varias ocasiones. El tío le golpeó las manos con una varilla y él, en un descuido de los mayores, encendió un encendedor y mantuvo la llama sobre la mano largo rato.

En el transcurso de los meses su llamado a horas imprevistas e inoportunas lo mantenían al borde del colapso. Al principio pensó en jugarretas de niños, era la única casa que todavía mantenía ese tipo de llamador, en gente ociosa, incluso en los “okupas” de la otra cuadra, pero cuando la descubrió vigilando la hora de sus salidas y llegadas, en el mismo movimiento imperceptible del primer día, supo que el asunto era serio y entre ellos dos. Se aficionó al whisky, bebía a deshoras y en mayores cantidades; a disfrazarse como un encapuchado cuando venía de vuelta, a ver si así no lo reconocía. Sin embargo, la mano siempre daba dos golpecitos suaves, como en sorna.

Sucedió de madrugada. 

Llovía y hacía frío. Llevada dos días en cama con fiebre y un fuerte dolor de garganta, sin ánimo de levantarse. Al séptimo llamado, harto de la jugarreta, cogió el combo de acero, que había encontrado entre la leña de la cocina, y se dirigió a la puerta de entrada. Entonces, de un golpe seco y con todas sus fuerzas la arrancó de la madera. En el suelo, continuó golpeándola, los golpes no hicieron daño en el bronce. Luego, envuelta en hojas de diario, como si fuese un ratón muerto, la arrojó dentro del tacho de la  basura.

Días después, alertados por los vecinos del mal olor, la policía lo encontró en su cama, muerto por estrangulación. A su lado, la pequeña mano de bronce, intacta, sobre unas hojas de diarios viejos.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Las aventuras del mujeriego

  (La duda que te carcome)

Dennis Armas Walter


El perdón se exige, pero no se otorga.
La Sociedad.

Eran casi las cinco de la tarde cuando Blas Rodríguez salió de la oficina junto con su amiga Melita, unos quince años menor que él. Ambos se fueron caminando en silencio por las congestionadas calles del distrito de San Isidro. El sonido del tráfico, con sus insistentes bocinazos mezclados con una que otra grosería lanzada por algún chofer frustrado, más la gente que caminaba en sentido contrario y que había que ir esquivando, hacían imposible cualquier conversación, por lo que Blas se limitaba a lanzar miradas a su amiga. Pero cada mirada lanzada recopilaba toda la información visual posible. Los ojos de Blas se movían como un par de escáneres sobre el cuerpo de ella, recogiendo cada fotón de luz que revelase su figura. Luego de escanearla con la mirada se ponía a visualizar en su mente cada porción de su anatomía.

¡Pero qué ricos senos tiene! -pensaba el hombre- ¡Parecen dos globos de agua redonditos y espachurrables! ¡Y qué caderas! ¡Qué Piernas! ¡Qué buena está esta blanquiñosa!
Otra escaneada más.
¡Qué pantorrillas! ¡Qué piel tan blanca! ¡Qué nalgas tan redondas! Cómo le permiten ir vestida con esa faldita tan corta. Al final mejor para mí ¡Pero qué ricas…!

- ¡Oye! -le llamó la atención su amiga- ¿No puedes aguantarte hasta que lleguemos? Se te van a salir los ojos de tanto mirarme. Mejor límpiate la baba y fíjate por dónde caminas o te vas a sacar la mierda.

- Pero Melita, ¡es que me traes loco! -respondió Blas riendo y moviendo los dedos de las manos como tratando de hacerle cosquillas al aire.

- Ya sé, ya sé, pero aguántate hasta que lleguemos.

- Está bien, está bien -dijo lanzándole una descarada mirada al trasero.

Los dos siguieron avanzando por la acera. La luz del ocaso se reflejaba en las ventanas de las tiendas y pintaba de amarillo los techos de las casas, las paredes de los edificios, las veredas, y a la gente misma.

Se detuvieron frente a un cruce peatonal junto con otras veinte personas. La avenida delante de ellos estaba llena de taxis ocupados que avanzaban a paso de tortuga mientras que una joven policía de tránsito asordaba a todo el mundo tocando innecesariamente su silbato.

La agente de policía giró noventa grados para tocarle el silbado a quién sabe qué cosa, y mientras Blas le miraba absorto el culo, Melita volteó a mirarlo a él.  Lo miró de pies a cabeza. Ciertamente él era mayor que ella, y en su cara mestiza ya se formaban las arrugas propias de un hombre que pasa los cuarenta, pero por lo menos no tenía una barriga desbordante y además su forma de hablar revelaba a un sujeto de buena formación, cosa muy rara en un medio dónde la población apenas domina su propio idioma.
Después de un minuto de espera la policía se dio la vuelta y detuvo el tránsito. Blas y Melita pudieron cruzar junto con el resto de la gente; avanzaron una cuadra y luego voltearon en la esquina.

Siguieron caminando hasta atravesar una pista y llegar a la vereda que circunda un parque. A Blas se le estaba haciendo larga la caminata y pensó que lo mejor hubiese sido tomar un taxi, pero con el tránsito de esa hora era más efectivo caminar que tomar cualquier carro.  Finalmente no pudo seguir resistiéndose.

- ¡No me aguanto más! -dijo cogiéndola de una mano y jalándola hacía sí.

Los dos enroscaron sus lenguas parados en medio de la calle, sin importarles ser un estorbo para los demás transeúntes. Así se quedaron por unos segundos. Blas sentía que la bragueta del pantalón le iba a reventar. Cuando besaba a Melita esta sucumbía a la pasión de inmediato; se derretía en sus brazos olvidándose del mundo circundante, su respiración se agitaba, los pezones se le endurecían, su temperatura corporal subía y su entrepierna empezaba a lubricarse.  Blas podría haberle subido la falda ahí mismo y ella hubiese puesto poca o ninguna resistencia. Jamás había conocido a una mujer que se excite tan rápidamente como ella al menor estímulo. En todo caso mejor para Blas, quien presionó a la chica contra su cuerpo sin desapegar su boca de la de ella, luego fue bajando la mano por su espalda y la cerró fuertemente sobre una de sus nalgas. Melita ni se estremeció, estaba totalmente sumergida en un éxtasis sexual y sus respiraciones ya empezaban a sonar como gemidos.

De pronto, un tono musical los sacó violentamente de su trance de placer. Blas extrajo rápidamente el celular del bolsillo de la chaqueta, mientras Melita se colocaba una mano abierta sobre el pecho tratando de relajar su respiración.

- Melita Sshhh, calladita nomás, es mi mujer -dijo Blas señalando la pantalla del teléfono.

Melita asintió con un gesto de aburrimiento y Blas contestó:

- Hola amorcito de mi vida, ¿qué pasa?

- Hola -respondió su esposa-, ¿ya saliste del trabajo?

- Acabo de salir en este preciso momento, ¿quieres que compre algo?

- Ah, sí, para eso te llamaba, mira, ya no hay huevos ni azúcar en la casa, si pasas por el supermercado compras pues.

- No te preocupes cariño, yo compro todo lo que tú quieras.

- Ya mi amor, gracias. Ya nos vemos en la casa.

- ¡Amorcito, una cosa! -se apresuró Blas.

- ¿Sí, qué pasa?

- Quizá llegue un poco tarde, David me ha pedido que pase a su casa.

- Oh…, muy bien pues, pero no te demores.

- No, mi amor.

- Bueno, ya nos vemos, chau.

- Chau.

Apenas cortó la llamada Blas se contactó con su amigo.

- ¿Aló? -contestó David.

- ¡Código rosa! ¡Código rosa! -exclamó dándole la espalda a Melita, quien estuvo a punto de soltar una carcajada.

David, al otro lado de la línea, se quedó callado por un par de segundos, finalmente preguntó:

- ¿Melita otra vez?

- Sí.

- Muy bien, suerte.

Blas colgó el teléfono y lo volvió a guardar en el bolsillo de su casaca.

- Tienes un alcahuete bien entrenado -le comentó la mujer de veintisiete años.

Blas sonrió y se fue caminando junto con su amante.


Faltaba poco para las seis de la tarde cuando finalmente llegaron a su destino: El hotel Luna.

Los dos entraron despreocupadamente, era muy poco probable que alguien conocido los viera, pero por si acaso Melita siempre ingresaba acomodándose el pelo sobre la frente.

A Blas el administrador ya lo conocía, era un chino de mediana edad que siempre le daba la misma habitación, aunque no siempre lo veía llegar con la misma mujer. 

Los dos subieron al segundo piso del hotel por unas escaleras de un solo descanso que desembocaban frente a la puerta de una habitación, pero esa no era la suya.  Su cuarto se hallaba más a la derecha, al final del oscuro corredor, cerca de una ventana entreabierta que daba a la calle. Mientras caminaban hacia allá Melita empezó a desabotonarse la blusa.

- ¿Qué haces? -le preguntó divertidamente Blas.

- Tú apúrate y abre la puerta -le respondió ella con voz agitada.

Cuando abrió la puerta Melita ya estaba en sostén. Ambos entraron raudamente a la habitación. La chica lanzó al suelo su blusa y cartera y se abalanzó sobre un sorprendió Blas.

Tal vez el beso que le di en la calle la ha recalentado -pensó él mientras sus lenguas se enroscaban nuevamente.

El hombre trató de desabrocharle el sostén, pero ella lo apartó de inmediato:

- Deja, yo lo hago, es más rápido -le dijo sacándose ella misma el sostén.

- Muy bien.

- ¡No te quedes ahí parado, quítate la ropa! -le ordenó la chica mientras deslizaba su pequeña falda hasta los tobillos y la pateaba lejos.

Los se despojaron de sus ropas casi sacudiéndoselas de encima, y cuando quedaron completamente desnudos se apretaron el uno contra el otro besándose y acariciándose violentamente. Luego se lanzaron juntos a la cama, entrelazándose como dos serpientes en celo.

Melita se hallaba rebotando sobre la pelvis de Blas cuando el celular de este empezó a sonar de nuevo.

- ¡Melita, Melita! -le gritó él.

Pero la chica seguía rebotando como una pelota de hule y no parecía escuchar que la llamaban.

- ¡Oye Melita, detente!

Nada.

- ¡Melita! ¡Mi celular! ¡Está sonando! ¡Seguro que es mi esposa, necesito contestar!

Pero la joven mujer estaba a punto de tener su primer orgasmo y ni un terremoto la detendría. Él empezó a balancearse de un lado a otro para sacársela de encima, pero lo único que logró fue hacerle sentir más placer. Mientras tanto el celular seguía sonando. Blas se sentía atrapado; pensó en darse la vuelta para botarla, pero eso la podría hacer caer por el borde de la cama y se terminaría golpeando. Finalmente Melita emitió una mezcla de alarido y llanto que anunciaba la explosión de placer que estaba experimentando.

- ¡¡Qué rico es el adulterio carajo!! -proclamó al mundo exhausta y sudorosa.

- ¡Cállate la boca, loca! ¡Y sácate de encima que me está llamando mi mujer!

Se escucharon risas desde la otra habitación.

Melita se paró y caminó desnuda hasta el baño, pero antes de entrar Blas le hizo una señal con el dedo para que se mantenga en silencio. Ella asintió.

- ¿Hola Bárbara, qué pasa? -contestó él nerviosamente.

Efectivamente era su esposa quien llamaba.

- ¿Por qué no contestabas?

Blas tenía que pensar en una excusa, y rápido.

- Lo que pasa linda es que el carro estaba tan lleno que no podía alcanzar el celular, así es que tuve que bajarme, creo que mejor tomaré un taxi porque el tráfico está insoportable.

- ¿Estás en la calle?

- Sí, sí, sí, estoy en la calle, me tuve que bajar del carro.

- Qué raro, no suena como si estuvieras en la calle…

Una oleada de pánico se apoderó de Blas. Sin pensarlo dos veces salió disparado de la habitación, se colocó junto a la ventana que daba a la calle y cuidadosamente la abrió un poco más.

- Sí, sí estoy en calle -repitió Blas parado en el pasillo junto a la ventana.

El truco pareció funcionar, pues su esposa podía escuchar los ruidos de fondo del exterior. Blas se tapaba el pene con la mano libre y ocultaba su culo contra la pared, rezando para que nadie saliera de  las habitaciones contiguas.

- Bueno -dijo Bárbara-, si el tráfico está infernal entonces mejor toma un taxi.

- Sí linda, sí, eso haré, eso haré -respondió mirando con angustia las puertas del corredor una por una.

- ¡Ay, pero vas a gastar mucho! -le recordó su mujer.

- ¡No importa mi amor, no importa!, la cuestión es llegar a casa.

- Bueno pues, está bien.

- Sí, sí.

- Ya, está bien, entonces nos vemos en la casa.

- Sí, sí,  allá nos vemos, chau -dijo Blas con el dedo en el botón de colgar.

- ¡Ah! Oye, otra cosa…

Blas resopló mirando al techo.

- ¿Qué pasa? -dijo casi entre dientes.

- Me dijiste que vas a pasar por la casa de David, ¿no? ¿Te vas a demorar mucho ahí?

Blas miraba la puerta abierta de su habitación deseando poder entrar, pero no podía apartarse de la ventana, sería muy sospechoso que los ruidos de la calle cesen de un momento a otro; y para colmo Melita ni se asomaba como para que él le pidiese una toalla o alguna otra prenda.

¿Se habrá puesto a cagar? -pensó él.

De pronto se le ocurrió que si fingía tomar un taxi podría regresar a la privacidad de su habitación sin que resulte sospechoso que los ruidos de la calle desaparezcan.

- No, no me voy a demorar, no te preocupes linda, mira yo… ¡Uy!  ¡Uy! ¡Ahí viene un taxi, ahí viene un taxi! -dijo estirando el cuello y la mano como si en realidad estuviera en la calle tratando de tomar uno- Espera un rato, mi amor, voy a preguntarle al señor cuánto me cobra.

- Ok.

Blas sostuvo el teléfono contra su espalda y se inclinó ante la ventana imaginaria de un taxi imaginario.

- Señor, cuánto me cobra a la cuadra doce de la avenida San Borja -le preguntó al aire- ¿Cómo dice? ¿Quince soles? Nooo, Muuucho. Doce pues, ¿qué le parece? ¿Sí? ¿Está bien? Bueno.

Luego volvió a ponerse el celular en la oreja.

- Linda, tengo que colgar para subir al taxi.

- Pero tengo algo más que decirte -replicó su esposa.

- No te preocupes, yo te vuelvo a llamar apenas suba, sí, sí, no te preocupes, yo te llamo, yo te llamo.

Y colgó.

A Bárbara le pareció extraño que su marido tuviese que colgar el teléfono para subir al taxi. Seguramente está cargando algún paquete y necesita tener una mano libre -pensó inocentemente.

Blas se apresuró hacia su habitación al mismo tiempo que daba un último vistazo a las puertas del corredor, y su mirada se cruzó con un par de ojitos femeninos que se asomaban por uno de los umbrales, tal vez sintiendo curiosidad por saber quién era el que estaba tomando un taxi en medio del pasillo del hotel. Avergonzadísimo se metió a su cuarto y cerró la puerta detrás de él.

Melita acababa de salir del baño y lo miraba con cara de ¿qué mierda hacías afuera calato?

- ¡¿Dónde te habías metido?! ¡¿Qué tanto hacías en el baño?! -le preguntó él.

La joven abrió la boca para contestar.

- No importa, no importa -le dijo Blas apresurado-. Tengo que llamar a mi mujer, así es que ya sabes, ¡Shhh! calladita nomás.

Una vez más la chica puso cara de aburrida y asintió de mala gana.

- ¿Aló? -contestó Bárbara.

- Hola mi amor. ¿Ves?, te estoy llamando como te lo prometí, dime, ¿qué era lo que querías decirme?

- Ah… yo ya iba saliendo.

- ¿Ya estás yendo a la casa?

- No, a la casa no.

- ¿Cómo? ¿A dónde te vas entonces?

- Mis compañeras y yo vamos a ir a tomar algo por ahí.

- A tomar algo por ahí… -repitió Blas mientras Melita se volteaba y agachaba mostrándole su hermoso trasero en forma de durazno.

- Sí, vamos a ir a un restaurante que queda cerca, no te preocupes -le informó su esposa por el auricular.

- Cerca ¿eh?

- Sí amor, no me voy a ir muy lejos, es un local que está a unas cuadras de mi trabajo, vamos a estar un rato nada más y luego me voy para la casa.
Mientras Blas hablaba con su mujer, su amante seguía de espaldas a él, agachada con las manos apoyadas sobre las rodillas y moviendo el trasero de un lado a otro, volteando la mirada de tanto en tanto para verle la cara de cojudo que ponía cuando ella le hacía eso.

- Ya, ya amor, ok -dijo embobado, señalándole el trasero a Melita y poniendo un rostro inquisitivo como preguntando ¿ahora lo haremos por atrás?

Melita, sin dejar de menear el durazno, asintió, confirmando las expectativas de Blas, cosa que lo excitó muchísimo y ella lo notó de inmediato. Sin perder ni un segundo se abalanzó hambrienta sobre la entrepierna de su compañero y se consagró a la faena de succionar su libido.

- Bueno -dijo la esposa, totalmente inconsciente de la situación de su marido-,  eso es lo que te quería decir.

- Yaaa, está bien, nos vemos en la casa -respondió el hombre mareado de placer.

Estaba a punto de despedirse. La lengua de Melita se movía como la brocha de un artista que se niega a dejar algún espacio en blanco; cuando de pronto, Blas escuchó una voz lejana a través del auricular, una voz de varón que le hablaba a Bárbara:

- ¡Barbi! ¡Oye Barbi! Ya nos estamos yendo, ¿vas a venir?

- Sí, ya voy, espérenme un ratito -contestó notándose que había apartado el teléfono de su rostro.

Inmediatamente Blas colocó su mano libre sobre la frente de Melita y la empujó hacia atrás desenchufándose de ella.

- ¡Oye! ¡Bárbara! -gritó por el celular- ¡¿Quién es ese tipo que te dice Barbi?!  ¡¿Por qué te dice Barbi?!

Melita se paró ofuscada y se sentó en la cama con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

- ¿Qué? -replicó su esposa por el teléfono.

Blas suspiró irritado.

- Qué quién es ese tipo que te dice Barbi, ¿por qué te dice así?

- Sí ya voy, ya voy -le hablaba Bárbara a sus amigos-, espérenme un rato, sí, sí, un rato nomás, ya voy…

- ¡Bárbara!

- Bueno mi amor, ya me tengo que ir, nos vemos en la casa…

- ¡No, no, no! ¡No cuelgues!

- ¡Ay, y ahora qué pasa!

- ¿No me escuchaste? ¿Quién ese sujeto que te dice Barbi?

- Ah, él es un amigo, Tony.

- ¿Tony?

- Sí, sí, es un amigo, te dije que iba a salir con unos amigos a tomar algo por aquí, ¿cuál es el problema?

- ¿El problema? -replicó Blas mortificado- Primero me dijiste que ibas a salir con tus compañeras, ¿recuerdas?, tus compañeras, ¡y ahora resulta que vas a salir con tus amigos! ¡O sea que va a haber hombres! ¡Y uno de ellos te dice Barbi!

- Ay amor, no te entiendo muy bien, ya me tengo que ir, después te llamó…

- ¡No, no, no, pásame con ese tipo!

- Mi amor, ya se están yendo, cuando llegue a la casa te cuento cómo me fue…

- ¡Oye!

- Ya se van, ya se van, luego te hablo, chau -colgó Bárbara apurada.

- ¡Bárbara! ¡Bárbara! -vociferaba Blas por el celular, pero ya nadie le contestaba.

De inmediato volvió a marcar el número de su esposa, pero le contestó el buzón de voz, signo que su mujer acababa de apagar el teléfono.

Agitado, Blas empezó a caminar de un lado a otro de la habitación sujetando el celular con una mano y rascándose la cabeza con la otra.

Melita solo lo miraba desde la cama.

- Oye -finalmente le dijo-, estate tranquilo, ¿de qué te preocupas?

Blas se volvió hacia ella con una mueca de disgusto.

- ¿Cómo de qué me preocupo? ¡Ese sujeto, Tony, le dijo Barbi a mi esposa!

- ¿Y? -replicó la chica encogiéndose de hombros.

- ¿Cómo Y? ¡Así es como empieza… así es como empieza!

- ¿Así empieza qué cosa?

Blas dejó el celular sobre la cómoda.

- ¡Por favor Melita, no te hagas! Ya sabes a qué me refiero. Primero son “amigos”, luego agarran más confianza y cada vez más confianza, hasta que al final… -cerró los ojos y sacudió la cabeza como queriendo deshacerse de una imagen perturbadora en su mente.

La chica tenía que hacer un esfuerzo para no sonreír. La cara de su compañero, por otro lado, se había deformado en una expresión adusta.

- ¡Los hombres y las mujeres no pueden ser amigos! -sentenció Blas- ¡O se van a la cama o no hacen nada, pero no pueden ser amigos!

Melita se arrodillo sobre el colchón.

- ¿Es a eso a lo que le temes? ¿Temes que tu esposa se vaya a la cama con ese tal Tony?

- ¡Por supuesto!

La joven mujer esbozó una sonrisa irónica.

- Oye, Blas, mírame bien, ¿qué traigo puesto en este momento?

Blas la miró extrañado.

- ¡Nada! -respondió ella- Estoy desnuda. Tus estás desnudo. Estamos en la habitación de un hotel. No hemos venido a jugar ajedrez.

- Ya lo sé, ¿pero eso qué tiene que ver?

- ¡Uff! -refunfuño ella- ¡Tú le estás haciendo a tu mujer lo mismo que ahora temes que ella te haga a ti! Así es que no te quejes.

Blas se llevó la mano a la frente como si acabase de escuchar la tontería más absurda del mundo.

- Pero no es lo mismo, Melita, no es lo mismo, ¡yo soy hombre!, ¡tengo necesidades que ella no tiene!

- Si ella no tiene las mismas necesidades que tú, ¿de qué te preocupas?

- ¡De ese tipo! ¡Seguro tiene intenciones con ella!

- Bueno, ese Tony también es hombre, se supone que tiene los mismos derechos que tú, ¿cuál es el problema entonces?

Blas se sintió mortificado. Sentía que su amante estaba disfrutando de esa situación. Y no estaba equivocado.

- Óyeme bien Melita, ese tipo Tony puede meterse con la mujer que sea, no me importa, pero Bárbara es mi esposa, es una mujer casada, ¡y una mujer casada no debe hacer esas cosas! -dijo enfatizando lo último.

- Yo también soy una mujer casada -le recordó Melita-, y tú lo sabes bien, ¿quieres decir que yo no debería estar aquí contigo?

- Pero esto diferente… ¡Tú me diste pista! -fue una respuesta que sonó más a una acusación.

- ¡¿Pista?! -replicó ella llevándose una mano al pecho- ¿Qué te parezco yo? ¿Un aeropuerto?

- ¡No! Quiero decir que me diste Entrada.

La chica sabía perfectamente a qué se refería su amante, pero por joder ladeo la cabeza como si no entendiera nada.

- Ya sabes -continuó Blas- ¡Pista! ¡Entrada! Un hombre se da cuenta cuando una mujer quiere con él. Hay señales…, palabras…, lenguaje corporal que un hombre sabe interpretar en una fémina. Es como si la mujer te dijera quiero lo mismo que tú, ven y tómalo.

- ¡Aaaah…! ya veo. Yo te di entrada.

- Claro, ya entiendes.

- Bueno -dijo Melita sacando el labio inferior en señal de indiferencia-, en ese caso no tienes nada de qué preocuparte. Si tu mujer termina en la cama con ese tal Tony será porque ella le dio entrada. Todo pasa según tus reglas. ¿De qué te preocupas?

- ¡Carajo, estás con ganas de joderme! ¿No?

- ¿Por qué no simplemente admites que tú quieres ser infiel, pero no quieres que ella te haga lo mismo?

Blas se dio vuelta y se agarró la cabeza.

- No es así, tu no entiendes, no es…-luego de una pausa- ¡Está bien! ¡Lo admito! ¡Yo y solo yo -dijo golpeándose el pecho con el dedo índice-, quiero ser el único que haga esto! ¡No quiero que ella lo haga! ¡Si ella quiere estar con otro, pues que se aguante!

- Bien, muy bien -dijo ella dando un par de aplausos-, ¿ahora te sientes mejor?

- No.

- Mira Blas, ¿acaso ella te ha dado motivo para que tu desconfíes?

- A veces… ella es un poco coqueta…

- Todas las mujeres lo somos. Eso no es suficiente.

- ¡Pero me apagó el celular!

- Porque no quiere que la jodas con tus celos estúpidos.

- ¿Estúpidos? ¡Ese imbécil le dijo Barbi!

- Oye, no te hagas problemas. Que los compañeros de trabajo, hombres y mujeres, se pongan apodos y salgan a tomar algo después de la jornada es algo muy normal.

- Pero…

- ¿Por qué mejor no sales y compras un six pack de cervezas? Así nos relajamos y la seguimos pasando bien.

Blas se quedó de pie mirando el suelo. No le convenía disgustar a Melita. La podría perder.

- Ya, no seas paranoico, ¿vas a ir por las cervezas o te vas a quedar ahí parado imaginando cosas?

- Ok, está bien, ya voy, ya voy.

Blas se vistió y salió a la calle en busca de una bodega. Melita se quedó en la habitación y aprovechó para meterse en el baño y dar una nueva pujada. No obtuvo nada, pero así se aseguró de que no tendría ningún accidente sucio cuando su amante regrese y le taladre el durazno.

Mientras Melita esperaba percibió actividad afuera, en el pasillo. Se podía escuchar a la pareja del cuarto contiguo salir, y al parecer se habían encontrado de frente con otra pareja que venía subiendo. Se oyeron algunas risitas nerviosas y la puerta de la habitación  siguiente a la contigua se cerró de un portazo. Ella trataba de imaginarse a los que acababan de entrar en aquella pieza. ¿Qué edad tendrían? - se preguntaba- Si tienen menos de veinticinco pueden ser enamorados. Si tienen más de veinticinco lo más probable es que sean amantes. Pueden ser enamorados o amantes, pero nunca esposos, no, eso jamás, los esposos pertenecen a la aburrida alcoba de su casa, no a la apasionante habitación de un hotel; pertenecen a la monotonía de los problemas cotidianos, de los llantos de los niños, de los reproches mutuos, de  las discusiones por los gastos del hogar, del colegio, o de cualquier otra cosa, es como si compitieran por saber quién puede hacer más miserable al otro, claro, siempre y cuando estemos hablando de un matrimonio decente, en el que ambos cumplan la promesa que se hicieron de matar al otro de aburrimiento.

Rato después, un golpeteo la sacó de sus pensamientos. Melita se puso de pie de un salto, caminó desnuda hacia la puerta y la abrió toda. Era Blas con la cerveza, que se quedó sorprendido al verla.

- ¡Oye! ¡Cómo se te ocurre abrir la puerta estando así! ¿Y si yo hubiese sido otra persona?

- ¿Quién más va ser?

- No sé… podría haber sido el portero, el administrador, alguien que se equivocó de habitación, cualquiera… ¿Qué habrías hecho? ¿Eh?

Melita suspiró.

- Pues le hubiera preguntado qué se le ofrece. Dame -dijo tomando el paquete de cerveza con ambas manos.

Después del primer par de cervezas las cosas parecieron mejorar. Los cuerpos de ambos se entrelazaron como dos pulpos lujuriosos, estrujándose y acariciándose frenéticamente. Luego Blas le pidió que se tendiera boca abajo.

- ¡Uy! para eso voy a necesitar otra cerveza -le dijo Melita anticipando sus intenciones-, y algo de estímulo también.

Blas destapó un par de botellas más.

Los dos yacían echados de costado, cara a cara y muy pegados. Bebían, se miraban y se acariciaban las zonas más íntimas. De no ser por las inmundicias que se decían la escena podría haber sido hasta romántica.

A Melita le gustaba que le dijeran descarnadamente lo que iban a hacerle, eso la encendía, y Blas estaba más que feliz de complacerla. Con las palabras más sucias, vulgares y denigrantes  le describía todo que planeaba hacer con ella.

- ¡Cuando salgas de aquí -le decía- ya no tendrás ninguna dignidad, serás una perra asquerosa, una mujer inmunda, sucia y llena de vergüenza!

- Ten piedad por favor -jadeaba ella.

- ¡Las putas no merecen piedad! ¡Perra cochina, no eres más que un juguete, un pedazo de carne, rica carne, carne de zorra! ¡Mira nomás lo mucho que te maquillas!

Melita sentía que nuevamente se hallaban en sintonía. Cuando Blas le dio un par de nalgadas supo que ya estaba lista. Se dio vuelta y se puso a gatas sobre el colchón, bajó el pecho y elevó el trasero.

- Ya tienes el garaje abierto, papi -dijo con voz temblorosa.

Blas se paró sobre la cama y se colocó detrás de ella.

- No tengas miedo, está limpio, ya me aseguré -le dijo la chica.

Melita sintió un súbito destello de placer, como si le estuviesen introduciendo el Cielo a través de un supositorio. Abrió los ojos de par en par y su boca empezó a temblar a medida que el Cielo le entraba más. Sus manos se abrían y cerraban rítmicamente. Curvó la espalda para mayor receptividad, y sus jadeos fueron poco a poco convirtiéndose en aullidos gatunos.

Blas iba lento, al principio, luego fue acelerando cuidadosamente hasta llegar a una óptima velocidad de bombeo.

 Los dos cuerpos se movían como un motor de un solo pistón, aunque tal vez a Melita le hubiese gustado tener dos pistones a su disposición. Sus aullidos felinos resonaban en toda la estancia mezclándose con los chirridos de los pernos de la cama y con los crujidos de su madera.

Todo iba de maravilla hasta que Blas escuchó un gemido que le sonó muy familiar, pero no parecía provenir de su amante. Se detuvo en seco y agudizó los oídos.

- ¿Qué te pasa? -preguntó la chica totalmente agitada- ¿Por qué te detienes?

- ¡Shhh!

- ¡¿Qué?!

- ¡Shhh!

Blas volvió a escuchar el gemido familiar, parecía proceder de la habitación de al lado.

De inmediato se desconectó bruscamente de Melita, se bajó de la cama y se quedó mirando la pared izquierda.

- ¡Nooo, y ahora qué pasa! -protestó la chica- ¡No puedes dejarme a la mitad!

Blas se volteó hacia ella en con la estupefacción dibujada en el rostro.

- Creo que…, creo… que, escuché a mi mujer -dijo con incredulidad.

- ¡¿Qué?! Ay no, no, no, no. ¡Con eso otra vez no! ¡Por favor, olvídate de eso! Súbete y termina conmigo, anda, sube.

- Silencio -dijo Blas acerándose a la pared que los separaba del cuarto contiguo y colocó el oído sobre su superficie.

- ¡Esa habitación está vacía! -le dijo ella indignada.

- ¿Cómo sabes tú que está vacía? -le preguntó él.

- Cuando tú te fuiste a comprar las cervezas yo escuché a sus ocupantes irse.

- ¡Entonces está en la habitación que le sigue, esa que está frente a las escaleras!

Se volvió a escuchar el gemido, solo que está vez terminó en palabras que Blas no pudo distinguir, pero no necesitaba hacerlo, la voz de Bárbara era inconfundible.

- ¡Es Bárbara! ¡Es mi mujer! -dijo furioso- ¡Esa traidora infiel está en ese cuarto!

- Mierda con  este sujeto -suspiró Melita-. Oye…

- ¡Estoy seguro que es ella! -decía Blas con la oreja pegada a la pared- ¡Le reconozco la voz!  

Melita, disgustadísima, abandonó la humillante postura en la que estaba y se sentó en la cama.

- ¡Escúchame Blas! ¡Oye!

- ¡Qué!

- ¡Despega la oreja de la pared y escúchame!

- ¡Estoy seguro que es Bárbara!

- ¡Por mi madre! Aunque tu mujer te estuviera engañando, cosa que dudo mucho, ¿Cuáles son las probabilidades de que haya escogido este hotel en particular?

Se volvieron a escuchar las voces distantes y alegres de un hombre y una mujer. Blas paró la oreja. Esta vez no había dudas.

- ¡Es Bárbara, estoy seguro! -dijo corriendo hacia sus ropas tiradas en el suelo.

Melita se puso de pie mientras Blas recogía apresurado su calzoncillo. El convencimiento de su amante empezaba a convencerla a ella también.

- Bueno Blas -dijo con los brazos cruzados-, vas a ir hasta esa habitación, vas a tocar la puerta, ¿y qué vas a hacer?

- ¡La quiero sorprender en el acto! -respondió el hombre subiéndose la ropa interior de un jalón.

- Ya. Muy bien. ¿Y qué le vas a decir cuando te pregunte qué haces tú acá?
Blas se detuvo en seco. No había pensado en eso.

- No puedo creerlo -dijo la chica llevándose una mano a los ojos.

- Yo… yo… le diré que…

- Por Dios.

- ¡Ya sé! ¡Le diré que la seguí! ¡Eso es! ¡La seguí!

- Para que eso resulte creíble ella debió de haber tenido una conducta sospechosa y repetitiva durante las últimas semanas. No es normal que un marido se ponga a seguir a su mujer sin que ella le haya dado motivo. ¿Te ha dado ella algún motivo para que la estés siguiendo?

- ¿Motivo? Bueno… en realidad no… -dijo Blas moviendo los ojos de un lado a otro, buscando en su memoria algo que pudiese justificar un seguimiento-, no pues, motivo no me ha dado… ¡Pero no importa, un marido tiene todo el derecho de seguir a su mujer para saber lo que hace!

- ¡Me lleva! -replicó Melita golpeándose la frente con la palma de la mano- ¿No te parece muy extraño? Justo hoy tú decides seguirla sin ninguna razón y justo hoy a ella se le ocurre meterse a un hotel con otro hombre.  ¡Qué coincidencia! Si ella no es idiota entonces se va a dar cuenta que tú también estás aquí con alguien más.

- ¡Bueno entonces qué le digo! -exclamó agitando los brazos como un colibrí.

La chica inhaló y exhaló con indiferencia, mientras que Blas seguía pensado en una excusa que explique su presencia en el hotel.

- ¡Ya sé! ¡Ya sé! Le diré que pasaba por aquí y la vi entrar -dijo con una mueca estúpida hacia Melita como esperando su aprobación. Pero la cara de la chica se lo dijo todo.

- Blas…

- ¿Qué?

- ¡¿Eres imbécil, dime?! ¡¿Tienes otro pene en el cerebro?! ¿Tú piensas que ella va a creer que tú simplemente estabas pasando por aquí, todo inocente, cuando de repente, ¡oh casualidad!, ves a tu mujer entrando a un hotel con otro?  Además ya le has dicho que te ibas a la casa de tu amigo David, ¿o acaso lo olvidas?

- Carajo, es cierto. ¡Pero tengo que hacer algo! ¡Esto no se puede quedar así!

Blas empezó a caminar de un lado a otro pensando en una solución. Hasta se había olvidado de vestirse, solo tenía puestos los calzoncillos. El hecho de no poder sorprender a su mujer sin delatarse él mismo lo carcomía por dentro.

- Tal vez te has confundido -le comentó la chica.

- ¡No, no, no y no! Ella está ahí, lo sé, he oído su voz.

- Muchas voces se parecen…

Melita ya estaba cansada del asunto, pero Blas seguía paseándose por el cuarto como león enjaulado.

- ¡Ya lo tengo! -exclamó el hombre- Melita, anda tú y…

- ¡Olvídalo! A mí déjame fuera de esto.

- ¡Entonces dime qué hago! Cada vez que se me ocurre algo tú no haces otra cosa más que ver los defectos. ¡Dame una solución!

- Yo solo estoy evitando que metas la pata.

   - ¡Bah!

- ¡Esta bien! -rezongó la chica-, mira, dile que un amigo tuyo la vio entrar aquí, te avisó por celular y tú viniste enseguida aprovechando que ya estabas en un taxi.

A Blas se le iluminó el rostro.

- ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Es perfecto, perfecto! ¡Todo encaja! ¡Melita, eres una zorra astuta!

Pero Melita no se sentía de humor para cumplidos. Sentía que estaba ayudando a que una mujer sea castigada por el mismo pecado que ella estaba cometiendo. Inmediatamente se arrepintió de su sugerencia, pero ya era demasiado tarde.

Blas se terminó de vestir lo más rápido que pudo, salió por la puerta y corrió hacia la habitación donde él creía se hallaba su esposa.

- ¡Bárbara! ¡Bárbara! ¡Abre ahora mismo! ¡Ya sé que estás ahí adentro! -gritaba aporreando la puerta -¡Bárbara!

- Aquí no hay ninguna Bárbara -dijo una voz masculina proveniente del interior del cuarto.

- ¡Maldito imbécil! ¡Estás ahí con mi mujer! ¡Abre la puerta! ¡Qué la abras te digo!

El administrador del hotel subió hasta el descanso de la escalera y empezó a increpar a Blas:

- ¡Eh!, oiga, no glite, no glite. Malo pala mi negocio.

Blas se volvió hacia la escalera.

- ¡Cállate chino de mierda! ¡Aquí se están tirando a mi mujer!

Y continuó aporreando la puerta.

- Le digo que aquí no hay ninguna Bárbara -insistió la voz dentro de la habitación.

- ¡Abre!

- ¡No!

- ¡Cómo que no! ¡Mi esposa está adentro!

Blas empezó a embestir la puerta con el hombro intentando traérsela abajo.

- ¡No, no hacel eso! -decía el administrador- ¡Va a lompel puelta, no hacel eso pol favol!

Pero a Blas no le importaban las suplicas del dueño, seguía embistiendo la puerta como si se tratase de un ariete humano, mas la chapa de acero no cedía.

- ¡Hey! ¡Loco de mielda! -le gritaba el administrador- ¡Voy a llamal policía, le advielto, si tú no dejal de golpeal puelta yo llamal policía! ¡Hey!

En vista que sus embestidas no causaban ningún daño a Blas no le quedó otra alternativa que seguir aporreando con la mano.

- ¡Bárbara, abre la maldita puerta! ¡Soy tu esposo! ¡Cómo es posible que me hagas esto! ¡Bárbara!

- ¡Que aquí no hay ninguna Bárbara! -le volvieron a decir desde el interior.
Pero Blas no se iba a dejar engañar.

- ¡Bárbara! ¡Sé muy bien que estás ahí adentro, te estado escuchando desde la otra habitación!

Instantáneamente Blas dejó de aporrear la puerta, se llevó ambas manos a la boca y apretó los ojos con fuerza.

¡Mierda, ya la cagué! -pensó- ¡Ya la cagué, ya la cagué!

Se quedó parado frente a la puerta cerrada por unos segundos, mientras el dueño maldecía en chino mandarín.

No pasaba nada. Todo era silencio. Los demás huéspedes habían escuchado el escándalo, pero no se animaban a salir ni por curiosidad, pero ya se imaginaban cual era la situación.

Blas esperaba que Bárbara saliera diciendo ¡Cómo es eso que me oíste desde la otra habitación! ¿Con quién estás? Pero nadie salía.

¿Me habré equivocado? ¿Era realmente su voz? ¿Y si Melita tenía razón?-empezaba a dudar.

 Se fue corriendo hasta su propio cuarto mientras el chino, teléfono en mano, lo seguía con una mirada enfadada. Entró y cerró la puerta detrás de él.

Ahí encontró a Melita ya vestida y mirándolo con una cara de Eres un grandísimo idiota.

- Melita -le dijo preocupadísimo.

- Sí -afirmó ella.

- Ya la fregué.

- Sí, lo oí todo.

- ¿Y ahora qué hago?

- ¿Qué qué vas a hacer? Pues irte, es lo que vas a hacer. Tenemos que irnos antes que venga la policía.

- ¿Pero y mi mujer?

La chica resopló mirando al techo.

- Mira Blas, si tu esposa es la que está adentro de esa habitación, entonces no va a salir, porque mientras ella no se deje ver va a poder negarlo todo; y si no se trata de tu mujer y tú te has equivocado, pues tampoco va a salir; después del susto que le has dado se va a quedar ahí por un buen rato. En todo caso no puedes estar seguro.

Estás últimas palabras resonaron en la cabeza de Blas.

- Ahora vámonos, toma -lo apuró ella extendiéndole su celular.

Ambos salieron de la habitación en dirección a las escaleras. Blas dio una última mirada hacia la puerta que guardaba el misterio.

- ¡Camina! -lo atizó Melita.

- ¡Y no volvel nunca más! -dijo el dueño antes de que ambos salieran.


Cuando Blas llegó a su departamento su esposa aún no había llegado. Se echó en la cama y se puso a pensar. Minutos después llegó su mujer.

- Hola mi amor, ¿cómo te fue con David? -le preguntó Bárbara.

- Eh… bien, bien, ¿y a ti, cómo te fue?

- Ah, me fue fabuloso con mis amigas, pero déjame tomar un baño que estoy muerta.

Después de que su esposa se encerrara en el baño, Blas se jaló los cabellos y pensó:

¡¿Bárbara, eras o no eras tú la mujer del hotel?! ¡¿Eras o no eras?! ¡¿Cómo preguntártelo?! ¡¿Cómo?! ¡Me lleva!