lunes, 29 de enero de 2024

Aquel niño, un padre y su hija

Joe Monroy Oyola


Karl Simons, horas antes del gran evento. 15 de setiembre del año 2023

«Otro mensaje de texto. ¿Es que nunca se dará por vencida? Yo apenas cumplía dieciocho años. Tara era hermosa. Bajo el cabello azabache rizado, ese bello rostro con sus carnosos labios junto a su escultural silueta. Desde que llegó a la secundaria me llamó la atención, además, era la única porrista de color. La fiesta en el gimnasio resultó el pretexto perfecto. Cómo resaltaba entre todas las chicas con ese vestido tan ceñido de color rojo rubí. Por seguro usaba un perfume barato que era como el aroma de las lilas. Aquella noche en mi auto al acariciarla le descubrí ese lunar entre su hombro y el seno derecho, en forma de lágrima, mientras ella repetía mi nombre al oído con sus ojos marrones entreabiertos. Sonaba en la radio la canción: I am yours  de Jason Mraz. Esa fue su primera vez con solo dieciséis años. Quedamos en que sería nuestro secreto. Me contaba que pronto se mudarían a Oklahoma. Después de llevarla hasta su casa nunca más la vi, aunque siempre vino a mi recuerdo, pero ella era negra, ¡imposible!  Al pasar de algunos meses llegó esa llamada para decirme del embarazo. Cómo saber si era mío, hasta que me envió aquel mensaje de texto con la foto del bebé: afroamericano, ojos azules. Le puso mi nombre: ¡Karl Simons!».

Gerald Simons escupe tabaco frente a la puerta principal de la casa, mientras que Zachary enrollaba un trozo de papel; están apoyados en el jeep negro de Karl. Un olor a marihuana flotaba sobre ellos.

—¿Hasta qué hora vamos a esperar a tu hermano? —pregunta Zachary mientras se lleva a la boca un pitillo—. El festival empezará en un par de horas. ¡Hoy se cumplen los cincuenta años que hicimos volar esa iglesia de negros en Birmingham!  

—¡Nada podemos hacer, él recibe inspiración divina! ¡Es poeta, vidente, un profeta!

—Hapersville competirá con otras ciudades de Alabama. El año pasado ganamos por mi hermano.

Karl, había abierto la cortina de la ventana. Miraba a Zachary y a Gerald. «Cuál vidente ni profeta si soy un fiasco. Jamás recibí revelación alguna. De la biblia lo único que conozco es aquello que busqué a propósito de algún tema en Google». Vuelve sobre sus pasos y se queda mirando la pancarta. Voltea sobresaltado mira alrededor y sobre sí mismo... «Me estoy volviendo loco, otra vez esa misma voz, por semanas la escucho hasta en sueños. ¿Debería ir a ver algún siquiatra?».

Una niña entra corriendo a la casa antes que Gerald o Zachary lo puedan notar.

—Karl, me das permiso para ir a... —dijo mientras contempla el enorme letrero de tela que cubre la pared central del comedor—. ¡¿Qué estás haciendo?!

—¡Hija, se supone que estabas en la casa de tu amiga! Estoy preparando algo para el concurso. Ya te he dicho mil veces que no me llames Karl, soy tu papá. Eres mi niña.

—Acabo de cumplir once años, ya no soy una niña —responde y se aleja del padre—. Además, nunca estás conmigo, todo para ti es tu grupo y estas cosas raras.

Lana se acercó aún más al mural mientras masticaba un caramelo. La inmensa y obesa figura de Gerald contrastaba con la de Zachary, ambos se encontraban detrás de ella. Karl los miró con gesto adusto y pidió que cerraran la puerta por fuera. En el interior de la casa se combinaban el olor a solvente proveniente del plumón, que estaba aún en la mano de Karl, y los tufos de marihuana con el del tabaco de los dos lacayos recién desalojados.

—Estúpido, por estar machacando tabaco no te diste cuenta de que regresaba tu sobrina.

—Y, tú, por fumar esa cochinada. Contestó Gerald.

Lana, retiraba de entre sus labios una hebra de la rojiza cabellera. Se le cayó el caramelo que degustaba. Sus ojos azules rodeaban las imágenes del lienzo. Había un verso bíblico escrito debajo de las ilustraciones: “(…) ¡Maldito sea Canaán! El más bajo de los esclavos será para sus hermanos”.

Karl Simons. 15 de setiembre del año 2015 

En el centro de esparcimiento de Hapersville se oía por los parlantes el llamado al siguiente participante. El joven cantante se acomoda con la mano derecha su rubio y largo cabello. interpreta la canción de su autoría: «Mi bandera sureña». Al terminar de cantar el olor a pólvora producido por algunos disparos al aire se disipa muy rápido.

El quinto concursante era un hombre delgado y de mediana estatura, Karl Simons; vestía un decolorado pantalón jean rasgado en ambas rodillas, camisa afranelada a cuadros rojos y azules. Las patillas salían por debajo de la cabellera rojiza. Inclina su rostro, luego eleva los brazos:

—A tu patria amarás, del foráneo enemigo la defenderás. ¡A esto te conmino!

El cartel develado muestra la foto de unos cuerpos en estado de descomposición, a un lado se ve a un sonriente oficial con lentes color verde oscuro igual que su uniforme. La gorra dejaba ver escrita la palabra: Fronteras. Su bota derecha sobre el cráneo de una osamenta humana. Estaba imprimido con plumón negro: Salmo 53:5; “(…) Dios esparcirá los huesos de los que te asedian; Dios los desechará y los dejará en vergüenza (…)”. ¡Amén! ¡Amén! ¡Ku Klux Klan! ¡Ku Klux Klan!, aullaban y aplaudían los presentes.

El campo del auditorio al aire libre parecía demarcado por largas hileras de pequeños banderines triangulares con el diseño de la bandera confederada, el aire esparcía en remolinos el aroma de la carne y las salchichas asándose; botellas de cerveza estaban tiradas alrededor de los pocos depósitos de basura. Las mujeres en diversos grupos comparaban sus tatuajes, los hombres bebían sin mesura. Tras el último participante empiezan a depositar la votación en tres ánforas blancas, cada cual tenía dibujada una cruz en llamas. Después de hora y media el presentador aclara la voz. Inicia con el tercer puesto hasta llegar al ganador, el cantor de: «Mi bandera sureña». 

 —Felicitaciones hermano. Obtuviste el segundo lugar —dice con una inmensa sonrisa mientras lo abraza—. Honras el legado de nuestro abuelo Joseph Simons, «Mago Imperial» del clan.

—Soy solo el recipiente del Creador.

El anfitrión del evento pidió a los presentes recordar a los héroes que cuarenta y dos años atrás detonaron bombas en la Iglesia Bautista de enemigos afroamericanos, en la calle 16 de Birmingham.

En Turquía. Miércoles 2 de setiembre del año 2015

Muy temprano por la mañana dos hombres sirios están parados sobre unas rocas, sus ropas aleteaban hacia las espaldas; sostenían los turbantes con sus manos mientras observaban en la playa un embarque.

—Hassan, ¿no crees que es un bote muy pequeño? Son como treinta personas.

—Lo es, Jamal. Alá los favorezca y ojalá que nuestros paisanos puedan llegar a Grecia.

—Entonces, ¿crees que lo lograrán?

—No lo sé hermano. Nosotros debemos trabajar aquí hasta poder reunir el dinero que precisamos.

Colonia AltaVista, San Martín, El Salvador. Miércoles 2 de setiembre del año 2015

Antonio abre la puerta. Deja sobre la mesa de la cocina una fiambrera plástica. La televisión estaba encendida.

—¡Ya llegué mamá! —dice y saca de la refrigeradora una jarra de vidrio con agua. Cierra la puerta del congelador con su talón—. ¿Dónde están los vasos?

Suena el inodoro y doña Dolores entra a la cocina secándose las manos en el delantal celeste.

—Hola, hijo. Llegas tarde y no creo que el abusivo de tu jefe te vaya a pagar horas extras. Pero, qué fuerte hueles; eso ha sido aguardiente.

Antonio le explicaba que festejaron el cumpleaños de su compañero en la pizzería: Oscar Martínez. Solo fueron unas copas mamita, le decía riendo. De pronto la locutora del noticiero nocturno con tono solemne y rostro compungido daba una información. Escucha hijo están hablando sobre un naufragio de migrantes en Turquía. ¿Dónde será eso? Él afirmó que debería ser algún país cercano a China. La relatora advertía que las imágenes podrían herir la sensibilidad de los televidentes.

  —¡Ay, Dios mío! ¡Es un nene tirado en la playa, muerto! —gritó tomándose el vientre con ambas manos—. Dice que son doce personas ahogadas entre hombres, mujeres y niños.

—Mamá, está boca abajo en la playa.

 —Nunca más me vuelvas a repetir que tratarás de emigrar a los Estados Unidos. Promételo.

—Pero mamá, allá tenemos familia.

—Es más: ¡júramelo!

El silbido de la tetera con agua hirviendo daba un disonante fondo a la espera por la respuesta.

—Está bien: lo juro.

Pobre Haití. 2 de marzo del año 2019

El longevo hombre acariciaba al niño. Levantó la vista y miró a hacia el lado de la puerta:

—Lise, no vayan a ese país. Recuerda que su presidente dijo que los haitianos éramos una...

—Papá, no repita esa grosería delante del niño —dijo poniéndose el dedo índice sobre los labios.

—Abuelito, ¿no vas a venir con nosotros?

—Pronto empezarán los ciclones —replica negando con la cabeza—. ¿Estaré aquí solo?

—Papá, usted no podría cruzar la selva de Darién. Son caras las visas de turista para Chile. Recuerde que luego debemos recorrer todo Sudamérica, Centroamérica y México. Por la hipoteca del terreno no me dieron mucho —dice regresando al lado de su padre y lo besa—. Pronto le enviaré dinero.

—Querido nieto, creo que no podré.

—Mami, llevemos a mi abuelito con nosotros.

—No es posible hijito.  

 Ella tomó de la mano al infante y cerró muy lento la puerta tras de ellos; el crujido de las vetustas bisagras era cubierto por un ronco sollozo proveniente desde dentro de la choza.

Partiendo de AltaVista, San Martín, El Salvador. 3 de abril del año 2019

Doña Dolores y Antonio estaban en la estación de autobuses. Él portaba un maletín de mano deportivo verde y sobre su espalda una mochila negra. Vestía la camiseta color roja del equipo inglés de fútbol: Manchester.

—Me lo prometiste, hasta lo juraste —hablaba sollozando—. ¿Cómo has de cruzar toda esa ruta?

—Madre, acá los delincuentes nos cobran cupo semanal, si no pago me matan; peor aún, me le pueden hacer daño a usted. Nos vamos varios vecinos: los Martínez Ramírez, los Contreras Benítez y con don Benito el vigilante de la pizzería, aunque es un cincuentón está bien fuerte.

El controlador de tickets hace la última llamada. La madre le hace la señal de la cruz sobre la frente. Antonio le promete cuidarse y que enviaría por ella.

A cruzar el Río Bravo. 24 de junio del año 2019

Durante la jornada la caravana había sido diezmada por delincuentes quienes asesinaron a algunos hombres que se negaron a darles su dinero, raptaron a mujeres y niños. En Tapachula la mayoría de ellos había obtenido una visa de refugio mexicana. Ahora esperaban ser atendidos por las autoridades americanas para intentar un permiso temporal. Ya sin dinero y con temor por las posibles prohibiciones de las nuevas leyes americanas la desesperación cundía.

—Don Benito, ¿sabe dónde están Oscar Martínez y su familia? No los veo hace rato —indagaba Antonio mirando en todas las direcciones—.  Quizá se fueron a cruzar el río.

—Sí, Antonio, de eso hablaban. No pude convencerlos.

—Pero acordamos cruzar juntos con las sogas que conseguí.

Al llegar a la ribera vieron de lejos cómo Oscar Alberto Martínez nadaba con su hija Valeria, y luego desaparecieron tragados por la corriente. En la orilla Tania gritaba por su esposo y la nena.

—Dios mío, allí están llegando los policías fronterizos. Vamos don Benito, cruzaremos corriente arriba —gritó y corrió cargando los cabos— ¡Nada podemos hacer por ellos! ¡Es el momento!

—Dios mío, Valeria y su papá, pobre esposa —lloriqueó y emprendió la carrera detrás de Antonio—. ¡Vamos, sí, vamos!

El amor, una fuerza poderosa

Una veintena de personas cruzó el río gracias a esos cabos. Ahora debían encontrar refugio y después un puesto fronterizo donde entregarse a la vez de pedir asilo. Antonio y don Benito se perdieron de vista entre ellos. Debían llegar a la ciudad de Brownsville.

Casi oscurecía. Una mujer cargaba a un bebé y caminaba tomando a otro niño de la mano. Cayó extenuada. Alrededor de los labios de todos había una mancha blanca de la saliva seca. Se escuchó una voz:

—Señora, señora, no se asuste —le habló arrodillándose junto a ella y sus hijos—. Debe de seguir adelante. Es peligroso quedarse porque merodean bandas de delincuentes.

—¡Ay, me sorprendió señor!, no lo vi llegar —responde abrazando a sus dos infantes—. No puedo más. Necesito descansar unas pocas horas.

—Mire allá a lo lejos se distingue aquellas luces, debe ser Brownsville. Sólo un poco más.

—Gracias señor, siga usted su camino —contestó y se acomodó sobre la hierba junto a sus críos.

El fuerte olor a sudor de todos ellos parecía ser parte del entorno silvestre dejando de ser repulsivo.

«Qué dilema. No puedo dejarlos aquí. Este lugar es inseguro hasta para los hombres».

—Señora la ayudaré con su niño mayorcito —al decir esto con raudo movimiento lo cargó en vilo y emprendió la carrera—. ¡Lo siento, sígame, señora!

Los ojos de la madre se abrieron inmensos; incorporándose cargó a su bebé.

—¡Socorro, alguien me ayude, se lo roba! —gemía y corría—. ¡Maldito devuélveme a mi hijo!

Jadeando la madre pudo llegar a la distante gasolinera. Muchos que habían arribado un poco antes estaban sentados en las aceras bebiendo agua o algún refresco. Por alimento un pan o golosina. Ella desfallecía sin aliento. Alguien tocó su hombro por detrás:

—Señora, aquí está su niño. Perdóneme. No podía cargarlos a todos, ni abandonarlos atrás.

—¡Desgraciado, maldito! —vociferó al tiempo que le propinaba una furibunda bofetada y recuperaba a su vástago.

El hombre agachó el rostro y dio la vuelta en dirección a un grupo de hispanos.

—¡Oiga usted! ¿Cómo se llama?

El individuo se detuvo y le contestó:

—Me llaman don Benito.

—Don Benito..., muchas gracias por salvarnos.

Amaneciendo una camioneta dejaba en la tienda un paquete de periódicos. El encargado del establecimiento empezó a colocarlos en el exhibidor. Una foto inmensa se mostraba en la primera página.

Antonio y don Benito ya reunidos con el grupo de salvadoreños se acercaron a mirar el rotativo.

—¡Dios mío, que desgracia!

—Los encontraron —agregó don Benito meneando la cabeza. Murieron.

Centro de detención en Brownsville.  Los haitianos. 26 de julio del año 2,019                               

Lise tenía estaba con su niño y conversaba con una paisana ventilándose con un cartón:

—Fíjese que corre el rumor de que si aceptáramos ir hasta Alaska nos aprobarían el asilo. Pero, yo ni loca. Tenemos nuestros derechos. Exijamos que nos envíen hacia algún estado con buen clima como California o La Florida. ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Fabiola. Pues si es como usted dice deberíamos de presentar algún reclamo.

Dos amigos se despedían entre abrazos:

—Don Benito me voy a Dallas.  Aquí en Texas tengo a dos tíos, ellos me patrocinaron.

—Qué bueno Antonio. Yo iré a reunirme con mi hija en Nebraska.

Cierta mañana subieron a los haitianos en buses. En el aeropuerto los hicieron abordar un avión.

—Ya lo ve Fabiola. Valió la pena el griterío que les armamos a los agentes fronterizos.

—Lise, tenía usted toda la razón. Debe estar lejos California ya llevamos algunas horas.

—Caramba, no se preocupe Fabiola. Pronto llegaremos a Los Ángeles —contestó sonriendo.

Por los parlantes pedían abrocharse los cinturones. La compuerta se abrió. El clima era caluroso y húmedo. El sol caía sobre la vista de los viajeros. Al bajar alguien vociferó:

—¿Qué es esto?  ¡Nos regresaron a Puerto Príncipe, estamos en Haití!

Corrieron tratando de volver al avión, pero la escalinata ya era transportada hacia un hangar.

Karl Simons y su hija Lana. 15 de setiembre del año 2,023                                                                

Lana retiraba de entre sus labios una hebra de la rojiza cabellera. Se le cayó el caramelo que degustaba. Sus ojos azules rodeaban las imágenes del lienzo. Aparecía un verso bíblico escrito debajo de las ilustraciones: «¡Maldito sea Canaán! El más bajo de los esclavos será para sus hermanos».

Había dos representaciones impresas:  un niño boca abajo en una playa, el agua lo rodeaba; en la siguiente, el cuerpo de un hombre que tenía dentro de su camiseta a una niña en la orilla de un río. 

Debajo se leía: ¡Lo que de la escoria viene, con la basura se va! ¡Ningún migrante más!

—Karl, no puedo creer que seas tan cruel. Me das miedo.

—Lana, tú no comprendes. Lo que ves allí es la defensa de nuestro país —afirmó y trató de acercarse a ella con los brazos abiertos—. Esto lo hago por ti. No ves que son ilegales tratando de meterse a...

—No me toques. Yo solo puedo ver: aquel niño y un padre con su hija. Por favor, envíame con mis abuelos, o a una escuela internada. No quiero verte ni oírte más— interrumpió ella con los brazos flexionados junto a su blusa y mostrando las palmas de sus manos en señal de defensa.

La puerta se cerró con fuerza tras Lana. «Caray, qué muchacha. Hasta pareciera que le agrada esa gente. Ellos corrompen nuestra raza. No creo ser un mal padre».

«Este tipo y su cría no debieron intentar cruzar nuestras fronteras. ¿Por qué debería yo de sentir pena? Además, está siendo injusta pues aquel hombre decidió afrontar el riesgo...».

Karl gira su rostro de manera brusca y retrocede dos pasos. Tropieza con una silla. Se reincorpora;

—¡¿Quién habla?! Seguro eres tú Zachary, has puesto un parlante. Qué dices: ¿tú eres el que eres?

En el gran festival

Gerald y Zachary, le entregaron al presentador dos rollos. El primero tenía escrito al dorso el número uno. El otro era el número dos. Al desplegar el primero se distinguía las fotos del niño sirio, al lado la del hombre con la niña. Empezaron los aplausos y risas. Luego desenrolló el siguiente. Un silencio sepulcral fue el preámbulo de una hecatombe. Aparecía un poema y un pasaje bíblico:

«Unidos en sólido abrazo nadas/ a ti asustada se aferra. / Quizá partiste primero, luego te siguió ella. / Mejor sería usar los ladrillos y piedras/ para construir puentes que unieran fronteras. / Un nuevo mapamundi diseñemos/ el cual solo distinga: los mares separados de las tierras. /Si convertirnos en uno solo pudiéramos...». Autor: Karl Simons. Éxodo 22:21 «Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto».

Karl Simons y Lana

—¡Tan solo toma algo de ropa en tu mochila! Ya vienen por mí y podrían hacerte daño.

—Karl, yo no voy a ninguna parte contigo. ¿De qué estás hablando? —preguntó retirándose dos pasos hacia la puerta de su cuarto—. ¿Por qué me muestras tu celular? ¿Y esas fotos?

—Jamás creí poder ver el mundo con otra perspectiva. Lo perdí todo: a tu fallecida madre, a ti, esta casa y mi nombre —dijo tomando la escopeta que estaba sobre la chimenea—. Vámonos hija.

—Es un poema muy triste —respondió sosteniendo aún el teléfono—. Vamos... papá.

En la ruta mientras Karl manejaba Lana le pregunta hacia dónde se dirigían. Él le explicaba que iban hasta Oklahoma. Irían a conocer a un miembro de la familia. Confundida queda mirando a su padre, vuelve a mirar las fotos del celular que estaba sobre el asiento;

—¿Qué pasó contigo, papá? ¿A qué se debió tu cambio? —inquirió sosteniendo el celular, que estaba sin volumen entre sus manos—. ¿Acaso eres de esas personas que llaman bipolares?

—No, nada de eso. Aunque la verdad tampoco me reconozco —contestó mientras sonreía meneando la cabeza—. Ese versículo de la biblia nunca siquiera lo había escuchado. De pronto me sentí rodeado por una inmensa burbuja invisible que casi podía tocar. Vi mi mano apagando el radio sin ápice de mi voluntad. Escuché un silencio absoluto y el olor a flores, aromas deliciosos o incienso tal vez. Entonces provino «esa voz»; me expresó quién era él...

—¿Quién dijo que era? — inquirió pasando saliva mientras se mordía una uña.

—Me reveló: «¡Yo soy el que soy!». Lo repitió tres veces. Una voz tan hermosa como poderosa.

Mientras Karl conducía por la ruta federal 72 hacia Oklahoma, Lana seguía mirando fotos en el celular. Antes de que su papá pudiera notarlo halló los retratos de una mujer con un niño, ambos afroamericanos. Al preguntarle por ellos, toda la conversación tomó esa dirección...

—Entonces, él es afroamericano y tiene el color de nuestros ojos...

—Sí, hija, fue durante mi adolescencia, mucho antes de conocer a tu madre —al responder se muerde el labio inferior—. ¿Estás decepcionada?

—Estoy sorprendida, pero ¡No, es genial! —contesta riéndose—. ¡Tengo un hermano!

Karl no pudo saber que aquella columna de humo visible a la distancia, por el espejo retrovisor del auto, provenía de su propiedad. Un aroma a flores e incienso empezó a rodearlos en la cabina

Gerald Simons le decía a Zachary que, así como quemaron esa casa, pronto encontrarían a Karl, quién no era más su hermano, sino, un enemigo de la hermandad a quien aniquilarían.

En Turquía. 2 de Setiembre, año 2023

Dos hombres suben a un bote. También abordaban una señora con su niña de la mano.

—¿No nos va a dar chalecos salvavidas para mi hija y para mí?

—Eso no está incluido. Son veinte dólares por cada uno —retruca el hombre que funge de jefe.

—Pero, ya no tengo más dinero. Por favor.

—Esto no se trata de favores, señora, es negocio.

Entonces, Hassan y Jamal le entregan sus chalecos a la mujer con su nena.

Una tenue línea negra de hule los rodea, aquel motor tose estruendoso. El azul del mar se une con el firmamento. Un inmenso semicírculo rojizo parece naufragar entre las olas.

—Jamal, por fin pudimos ahorrar el dinero para comenzar una nueva vida.

—Hassan, ¿crees que logremos llegar?

—Jamal, pienso que si llegamos o no a Grecia igual seremos libres.

La sonora risa de los hermanos contagia al resto, el viento los hace tiritar y trae hacia ellos el aroma de la brisa marina que cada nervio olfatorio reconoce con placer; sienten un gusto salobre en sus bocas proveniente de la superficie oceánica, así como desde los abismos del ser.

En la orilla, otro grupo de personas aguardaba por algún bote.

martes, 23 de enero de 2024

Promesas

Érika Ramírez Levín

 

Ella sabía que no era el mejor momento ni lugar; es más, ni siquiera lo tenía bien planeado. Se repetía que era pasajero, que con los días ese pensamiento se atenuaría hasta quedar en el olvido. Sin embargo, en otras ocasiones lo había creído así y siempre regresaba a cazarla. La duda que la corroía era si, esta vez, sería capaz.

«A ver», se dijo ojeando las cosas esparcidas en la cama. «Maleta, bolsa de mano, dinero, botiquín médico… el frasco —cerró los ojos y la sorprendió un suspiro amargo—, las llaves, reservación impresa… listo, parece que ya tengo todo».

Eran las seis de la tarde. Fue a la cocina para preparar una cena ligera pues sabía que, tras la comida y el pastel por el festejo de sus primos, Marcos no traería mucha hambre. Ya quería verlo, platicar sus expectativas e ideas con él. Se sentía muy emocionada. Abrió la aplicación de música en su celular y reprodujo la lista de canciones que la animaba para cocinar. Media hora más tarde, la mesa estaba servida. El olor de la pasta con el queso le abrió el apetito. Sonrió ilusionada, mas de inmediato la sonrisa se difuminó al apagar la música y notar que no tenía mensajes nuevos.

Leyó un rato para hacer tiempo. Siete y cuarto. Volvió a revisar el celular. Nada. Prendió la televisión para distraerse. Ocho y veinte. «Amor, ¿todo bien? Quedaste en llegar temprano para ultimar los detalles. Por cierto, ¿te tomaste la pastilla?». Él sufría de insuficiencia cardiaca y, a pesar de que intentaba ser disciplinado, en situaciones así lo olvidaba. También se preguntaba si estaría bebiendo mucho, pues esto perjudicaba su condición. Envió el mensaje y se mantuvo atenta a la pantalla. Él no se conectó. Cerca de las once de la noche, metida en la cama, oyó la puerta. Se hizo la dormida cuando él se acomodó a su lado impregnando el ambiente de un inequívoco tufo alcohólico.

A la mañana siguiente, Irma, con visible molestia, lo zarandeó varias veces para despertarlo al darse cuenta de que no reaccionó con la alarma. Tuvieron que salir apresurados para evitar el tránsito pesado hacia la autopista. El único intercambio de palabras fue después de veinte minutos en que él se animó a hablar.

—Por favor discúlpame, nena. Se me pasó el tiempo. Ya sabes cómo son esos cabrones —dijo apenado.

—Lo que no entiendo es por qué no tuviste la decencia de avisarme. ¿Qué te quita mandarme un mensaje? Ni dos minutos, en serio. Además, sabías lo importante que es este viaje para ambos, cuánto lo hemos planeado y esperado. Por cierto… bebiste… bastante.

—No bebí —contestó defendiéndose, pero calló de súbito reflexionando que, negarlo o justificarse, empeoraría las cosas—… tanto. Sí, lo sé, de verdad lo siento. Hace mucho que no los veía, no me di cuenta de la hora y solo fueron dos… tres cervezas.

No tenía caso seguir discutiendo y oyendo sus mentiras. «Hace mucho», repitió en su cabeza. «Como si un mes fuera una eternidad». En varias ocasiones ya había priorizado el tiempo con su familia a costa de planes con ella. Volteó la cabeza hacia la ventana y bajó el vidrio. Dejó que el aire frío golpeara su rostro sintiendo que sus pulmones se llenaban con la humedad del ambiente. Sus pupilas se alimentaron del paisaje ocre que vestía los campos y las montañas al costado de la carretera. El otoño estaba en su apogeo. Una neblina densa se había apoderado del camino. Era como si el clima adivinara su sentir.

Sin hijos, sin familia, ella estaba acostumbrada a manejarse de manera independiente. Él, en cambio, tenía cierto apego a su madre, hermanos, tíos, primos. En varias ocasiones habían discutido a causa de esto, ya que Marcos intentaba no faltar a los eventos o reuniones familiares, asegurándole que, después de que se casaran, las cosas cambiarían. Irma dudaba del éxito de esas promesas por días como el anterior, lo cual la confundía pues, fuera de ese tema, la entrega y pasión por ella eran indudables. Incluso, muchas veces, le hizo la analogía de que, estando juntos, se sentía como en una burbuja repleta de amor, libertad, pasión, en fin, felicidad absoluta. Solo cuando él salía de ese mundo rosa, un manto de lejanía y frialdad los cubría.

Durante las dos horas de trayecto, la radio fue la que armonizó el mutismo que reinaba al interior del vehículo. En cuanto se escuchó a Jesse & Joy cantar: «Quiero ser como tú / Quiero ser yo la fuerte / Solo te he pedido a cambio tu sinceridad / Quiero que el amor al fin conteste / ¿Por qué siempre soy yo la de la mala suerte?», la voz del GPS interrumpió la canción que acompañaba el llanto discreto de Irma para avisar que la desviación estaba próxima. Al mismo tiempo, los letreros de madera clavados con largas estacas en el acotamiento iban apareciendo, señalando con flechas la entrada al complejo de cabañas. «Paraíso romántico a diez minutos», se leía en uno. «Bosque mágico. Próxima salida», anunciaba otro.

Marcos activó la palanca de la direccional y bajó su mano a la pierna de Irma.

—Nena, por favor, perdóname. Ya estamos aquí, vamos a intentar pasar el mejor momento, ¿sí? No dejemos que mis estupideces arruinen el viaje.

Ella volteó a verlo enjugándose las lágrimas. Encontró su mirada que navegaba entre el camino y sus ojos húmedos color avellana. Quiso creerle. Quiso sentir su arrepentimiento y aprovechar el tiempo con él. Sabía lo complicado que era escaparse para estar juntos.

—Sí, está bien —respondió sonriendo—. Gracias, amor.

Una vez que llegaron y terminaron de registrarse, les mostraron el sendero hacia la cabaña reservada. Frente a ella podrían estacionar la camioneta y, en lo que bajaban las maletas, un empleado dejaría leña frente a la chimenea. Irma se hallaba en un sueño hecho realidad. El misticismo del bosque envolvía la emoción del fin de semana. Cuatro días entregándose el uno al otro, amándose sin límites como tanto lo había fantaseado. Podría gritar y desfogar toda esa pasión que se desataba al estar con él y que, por lo general, en la ciudad reprimía.

El interior de la construcción rústica era amplio pero acogedor. Pese al frío, reparó en la reacción de su cuerpo ante las imágenes que su mente fabricaba al ver el nido tan romántico en el que estarían; una cálida y húmeda sensación le invadió la entrepierna. En cuanto el empleado se marchó, luego de explicarles cómo deberían de acomodar y prender la madera más tarde, Irma se apresuró a cerrar con seguro la puerta. Sus ojos buscaron a Marcos, quien notó la lascivia que desbordaban. Se apresuró a terminar de escribir algo en el celular para enseguida aventarlo a la mesa que había en el centro de la estancia e ir hacia ella con paso decidido. Comenzó a besarla y a desnudarla recorriendo cada poro de su trémula piel. Sus lenguas jugaban a explorarse, a reconocerse. Prenda tras prenda avivaban el frenesí que los colmaba y los llamaba a dejarse ir. Él sintió la pantaleta de ella empapada y se excitó a tal grado que pensó que explotaría en cualquier segundo.

Cayeron en la cama presa de la urgencia corporal de fundirse. Sus manos inspeccionaban cada centímetro de piel erizada y ávida de caricias. Sus respiraciones se agitaban conforme el nivel de excitación se incrementaba. Ella abrió las piernas y lo recibió arqueando ligeramente la espalda. Resollaron al unísono. La penetró despacio, disfrutando esa sensación deliciosa de ser atrapado por su calor y estrechez. ¡Cómo adoraba el cambio de textura, de presión! Ese roce en cada parte de su miembro era exquisito y ella se mojaba tanto que entrar y salir causaba un placer inaudito. Marcos besó los pezones duros y erectos de Irma. Conocía bien la conexión directa entre ellos y su aumento de placer. Como magia, sus gemidos se incrementaban, lo abrazaba con fuerza y se frotaba en él cada vez con más vigor.

Irma lo empujó para que quedara acostado boca arriba y se sentó sobre él, dirigiendo con la mano al pene para que volviera a visitarla hasta el fondo de su ser. ¡Ah! El deleite de apresarlo así en su interior era único. Volvió a frotarse encima de él, despacio. A veces se inclinaba para besarle la boca y luego llevaba su cuerpo hacia atrás sintiendo cómo la fricción la transportaba al cielo. Jadeó, gritó y desahogó en un gran gemido el orgasmo que alteró cada milímetro de su existencia. Su cuerpo se convulsionaba al compás de los movimientos de cadera de él quien también estaba llegando al fin del recorrido, agarrándole con una mano un seno y con la otra apretujándole la cadera.

Ambos, sudando, recuperaban el aliento celebrando el momento tan maravilloso que habían compartido. Se quedaron recostados un rato, abrazados. Luego, él le besó con ternura los labios y fue al cuarto de baño. Ella, tras unos segundos, recordó algo y se levantó de la cama. No la detuvo el aire fresco que cubrió su cuerpo; era importante ir a la mesa del comedor. Sin titubear levantó el celular que él había aventado ahí y lo desbloqueó. No había cambiado la clave. La aplicación de los mensajes estaba activa. «¿Cómo están mis niñas? Apenas llegué a la convención, hay muy mala señal. Las extraño y amo mucho. Besos».

Otro tipo de calor comenzó a subir por su vientre hasta llegar al pecho. Era quemante, incómodo, seco. «¡¿Mis niñas?! ¿¡Las… amo?! ¿¡Las?!», pensó con una furia que se agolpaba en su mente. Sintió en el estómago un vuelco terrible, como ese jalón al recorrer en auto, a alta velocidad, una bajada inesperada. «De su hija, lo entiendo, pero ¿a ella también le habla así? Él me dijo que ya no sentía nada por su esposa, ¡maldito infeliz!». Dejó el celular en la misma posición donde lo encontró e inhaló profundo para tranquilizarse.

Se dirigió al mueble, junto a la cama, en donde habían dejado las maletas. Abrió la suya, sacó su bata, se la puso y removió entre la ropa hasta encontrar lo que buscaba. Acto seguido, hurgó en el equipaje de él y sacó un pequeño contenedor con las pastillas para su enfermedad. Caminó hacia la cocina y acomodó todo sobre la barra de servicio. Al pequeño bote que obtuvo de la valija de él le extrajo todas las tabletas y lo llenó con otras casi del mismo tamaño, color y forma del frasco que ella traía. Luego, en el apartado escondido del forro de su mochila personal, guardó las que había sacado.

Sintió una punzada de remordimiento y se perdió en sus pensamientos. Rememoró la historia que le había contado a su amiga, aprovechando que trabajaba en una farmacia, para que la ayudara a encontrar algún medicamento antiinflamatorio, no esteroide, que se pareciera a un comprimido que le dio. «Mira, es este», le había dicho al entregárselo. «Fue mágico contra mi dolor de espalda, ¡pero no recuerdo el nombre! Solo sé que es el de mayor gramaje, ya sabes, el “forte”», mintió. Nunca se mencionó que esos antiinflamatorios están contraindicados para quien sufre insuficiencia cardiaca, pues agravan el padecimiento en forma vertiginosa.

—¡Amor! —le gritó Marcos desde el baño—, ¿vienes? Vamos a bañarnos para recorrer un rato el bosque.

Irma se sobresaltó al ser arrancada de sus recuerdos. Intentó distribuir, de la forma más natural posible, el contenido del botiquín y el frasco con las medicinas alteradas. «Si me pregunta por qué vacié aquí esto, le diré que me dolía la cabeza», concluyó para sus adentros.

—Sí, voy —dijo en voz alta, se despojó de la bata e ingresó al cuarto de baño.

Aún había luz cuando salieron a dar una vuelta por el terreno. Las copas de los árboles parecían tocar el cielo aumentando la obscuridad de la zona. Había varias cabañas, algunas de dos pisos, con sobrado espacio entre ellas. La mayoría estaba vacía ya que no era época vacacional. Al fondo descansaba un lago con agua verdosa y nenúfares decorando su extensión, rodeado de grandes rocas grisáceas completando el cuadro. Se escuchaban diversas aves trinar al compás del viento que cada minuto soplaba más fuerte. El pasto de un verde vivo se mezclaba con la tierra remojada que dibujaba las escasas pisadas de los visitantes. Aún era época de lluvias y se podía sentir la humedad calar los huesos. En cuanto terminó de caer la noche, regresaron a la cabaña a cenar.

En el paquete que contrataron se incluían los alimentos. Solicitaron que les llevaran la cena cerca de las siete pues habían almorzado un refrigerio ligero en la carretera. Al entrar, ya estaban las charolas en la mesa. Para su sorpresa habían decorado con velas rojas la zona del comedor, pétalos de rosas en un camino de la entrada hacia la cama y, dispuesto frente a la chimenea ya encendida, un tapete grueso. Sobre él, varios cojines carmesíes formaban un enorme corazón. En el centro, una hielera de metal enfriaba una botella de champaña y, junto a ella, dos copas de cristal. Al lado, una caja transparente, bien sellada para evitar que las hormigas la invadieran, contenía lo que parecían fresas cubiertas con chocolate.

Irma tenía los ojos desorbitados y una sonrisa que no cabía en su rostro.

—¿Te gusta, amor? —preguntó Marcos sin poder ocultar su emoción—. Por eso te pedí el teléfono de aquí. No fue para confirmar la reservación, sino para que me ayudaran a darte esta sorpresa. Te amo, nena, y quiero hacerte feliz.

Ella, colmada de alegría, lo abrazó con efusividad, besándolo una y otra vez. Se sentía tan plena y feliz, que olvidó todo.

—Vamos a cenar, nena mía, que ya hace hambre —le susurró al oído y le dio un tierno beso en la oreja—. Porque me urge disfrutar el postre… y también las fresas.

Ambos rieron en complicidad acariciándose como dos adolescentes enamorados. Ella destapaba las charolas y distribuía la comida en los platos mientras él, de espaldas, servía las bebidas que estaban en la barra. Vio de reojo los frascos y aprovechó para tomarse su medicina, ya que la noche anterior lo había olvidado y no podía correr el riesgo de que fueran dos noches seguidas. Sin percatarse, se frotó el brazo izquierdo debido a un leve cosquilleo que sentía desde temprano.

Degustaron la cena platicando del paisaje con el que se habían deleitado en la tarde y planeando qué actividades realizarían el siguiente día. Quizás podrían hacer el recorrido a caballo mencionado en el folleto o unirse al grupo de senderismo para escalar el pequeño cerro que se veía a espaldas del terreno. Eso si no llovía porque era peligroso llevar a cabo algunas de estas actividades por lo resbalosos que se volvían los caminos por el lodo.

—Amor, voy a llamarle a mi hija y después nos pasamos frente a la chimenea, ¿está bien? —preguntó Marcos. Sabía que el tema de comunicarse a su casa, estando con Irma, era álgido y por eso intentaba portarse con la mayor afabilidad posible.

—Ajá —respondió sin verlo a los ojos con tono molesto—. Mientras voy guardando en el refrigerador la comida que sobró.

Marcos tentó la bolsa de su pantalón para asegurarse de que traía el celular y se dirigió a la puerta de la cabaña; la abrió y salió sin voltear. Irma sentía que le hervía la sangre. Aventó todo al frigorífico y comenzó a pasearse dentro de la cabaña. De vez en cuando se asomaba por la ventana. ¿Hablaría con ella o con su hija? Lo veía animado, escuchaba de lejos sus carcajadas. Estaba disfrutando la plática. Con su hija no podría tener una conversación tan larga y placentera, apenas tenía seis años. De seguro era con su esposa. ¿Por qué le mentía? ¿Por qué le decía que casi no hablaban, que solo trataban temas de la niña si era notorio que su relación iba más allá de la paternidad? ¿Por qué había quedado de llamarles justo este fin de semana, que sabía que estaría con ella? ¿Por qué le creía cuando él le juraba que se divorciaría?

Recordó la ocasión en que estaban dentro del auto en un estacionamiento de una tienda de autoservicio. Era una noche fresca. Irma intentó brindarle un ultimátum. Él, conflictuado, le aseguró que no había planeado enamorarse a ese grado, que todo se había acomodado para conocerse e intimar. No obstante, su educación no vislumbraba el divorcio, pues su familia era muy tradicionalista y una noticia así les haría mucho daño, sobre todo a su madre. Ella pensó que ahí terminaría la relación, pero él la buscó días después; juró que la amaba y aseguró ser capaz de romper esos obstáculos por ella. Habían pasado cinco años desde entonces. Además, la relación entre él y su esposa era más que cordial. Los había llegado a ver de lejos platicando, riendo, conviviendo como dos buenos amigos.

Se volvió a asomar, pero no lo vio. Intentó tranquilizarse. Fue al tapete frente a la chimenea, sacó la botella de la cubeta plateada, sirvió una copa y se quedó parada a un costado de la mesa central. Aguantó la respiración y se la bebió toda. De pronto se sintió una ráfaga helada de viento: Marcos entraba a la cabaña, sonriendo.

—¡Vaya! Te me adelantaste —comentó risueño. Se acercó a ella, quien ya se servía la segunda copa. Le quitó la bebida de la mano y, en su lugar, le colocó una cajita de terciopelo negro sobre la palma, sin quitarle la vista de encima.

Irma se quedó inmóvil. ¿Sería, por fin, el anillo de compromiso? Sintió vergüenza por la ira que segundos atrás la consumía.

—Vamos, ¡ábrelo! —le pidió Marcos, emocionado.

Con manos temblorosas abrió despacio la tapa y descubrió, sí, un anillo dorado, mas no acompañado por un diamante. Una pequeña piedra roja, en forma de corazón, adornaba el aro.

—¿Te gusta? —preguntó entusiasmado—. Es tu piedra, nena, rubí.

No esperó a que le respondiera. Le arrebató la caja de la mano, sacó el anillo y se lo puso en el dedo anular de la mano derecha. Levantó la vista para verla. Ella esbozaba una ligera mueca mientras unas lágrimas se escapaban de sus ojos.

—¡Te encantó! —Festejó abrazándola con fuerza. La tomó de la mano y la llevó al centro del tapete en donde ambos se sentaron frente al fuego.

Sin embargo, Irma sentía que su cuerpo se había separado de su ser. Veía a quien consideraba el amor de su vida celebrar su éxito, llenar las copas del líquido ámbar y abrir la caja de las fresas mientras movía los labios emitiendo palabras que ella no escuchaba. Era como si, por primera vez en todos esos años, lo que había sido obvio, en ese preciso instante, lograba asentarse en su comprensión y al fin percibía la foto completa.

—¿Ya te tomaste tus píldoras? —lo cuestionó sin considerar que su pregunta indicaba que no estaba siguiendo el hilo de ideas que él expresaba.

—Eh, sí… este… ¿todo bien, nena? —cuestionó Marcos sorprendido por la pregunta repentina y fuera de lugar.

—Sí… todo bien —respondió llevando sus piernas a su pecho, abrazándolas y volteando la cabeza para perder su mirada en el baile suave y gentil del fuego que jugaba entre los troncos de madera al interior de la chimenea. El calor que la envolvía maquillaba lo helado de la respuesta—. Es que cuando regresaste te estabas agarrando el brazo izquierdo. Solo quería saber. Vamos, sírvenos otra copa.

Bebieron en silencio. Al advertir que la observaba desconcertado, intentó sacudir ese extraño pesar que se había adueñado de sus entrañas y lo estrechó cariñosa para atenuar cualquier pensamiento que pudiera ponerlo sobre aviso. Le susurró al oído que quería su bienestar y lo besó como si nada hubiera interrumpido el ambiente que reinaba media hora atrás mientras cenaban. Volvieron a fundirse al compás de las llamas que calentaban e iluminaban sus cuerpos desnudos, vibrando y estremeciéndose entre jadeos y promesas que, al menos ella, sabía que jamás se cumplirían.

jueves, 4 de enero de 2024

Ají Seco

Luis Orellana Díaz


Cuando volvió en sí tenía el rostro hundido en el lodo. Despertó saboreando la tierra mezclada con esa sensación ferrosa de la sangre. Mientras respiraba con la boca abierta sus dientes crujían con la arena que le llegaba hasta la garganta.  Intentó levantar la cabeza, pero una bota la mantenía fija contra el suelo. Llovía persistentemente, estaba calado de pies a cabeza, no sentía las manos ni las piernas.  

—¡Las deudas de juego son sagradas! ¿Lo sabes? —repite una voz—. Pagarás de cualquier forma.

Minacho, un «milico» orondo, vestido de camuflaje, apretaba con su bota el cuello de Galton; a su lado, dos conscriptos bajo sus órdenes, contemplaban la escena impávidos. El más alto, el que lo golpeó, aún tenía en las manos el fusil con la culata hacia arriba.  

Galton permaneció por un instante mirando los hierbajos que crecían a ras de suelo. A través del pasto ralo podía reconocer los corvejones castaños de su caballo. Tras la niebla apenas vislumbraba la empalizada de la cerca.

—¡Sí le voy a pagar, se lo juro! —dijo Galton entre gruñidos—. Le ruego por Dios que me suelte.

—¿Cuándo?, ¿cuándo? —preguntaba implacable—. ¿Vas a seguir jugando a las escondidas?

—¡No, no, se lo juro!  Yo mismo le llevo el dinero a su casa la próxima semana.

Minacho mantuvo el pie sobre el cuello un tiempo más hasta convencerse de que el hombre tendido en el suelo lo había comprendido.

—Me tendrás ese dinero la próxima semana. ¡Ni una semana más! ¿Entendiste?  

—Entendí, entendí —repitió Galton incorporándose sobre sus rodillas.

El sargento se quitó la gorra y golpeó con ella el rostro de Galton a modo de bofetada.

—El juego comienza y termina en la mesa de naipes, después todo va en serio —lo dijo ya con voz reposada—. Lo sabes, ¿verdad?… —Galton asentía cabizbajo a toda la perorata que Minacho le lanzaba.

Cuando sus agresores se marcharon se puso de pie, se limpió la cara con un borde de la camisa, fregó sus manos sobre la hierba para quitarse la sangre y el lodo, con sus palmas ya limpias, sacudió y estiró sus vestidos hasta dejarlos tirantes.  Su finca estaba cerca, a unas dos cuadras más allá del lote de los naranjos. Tomó la rienda de su caballo y caminó en silencio el trecho que faltaba hasta su casa.

«Si mi viejo me viera —venía pensando—, volvería a morirse de la pura vergüenza». «¡Aléjate del juego, del licor y las mujeres!». La voz de su padre le llovía en la conciencia.

—¡Papá, papá! —gritaban los niños que salieron a su encuentro.

Galton levantó en sus brazos a la más pequeña. Galtiton saltaba a su lado tomándolo por la camisa.

—No lo olvidaste, ¿verdad?, ¿no lo olvidaste? —repetía ansioso el niño.

El hombre sacó del bolsillo de su chamarra un pequeño gallito de latón que estaba todo apachurrado, lo enderezó como pudo y se lo dio a su hijo.

La cabaña era grande, aunque modesta, la había heredado de su padre con diez acres de tierra; en ella medraba una familia de cinco miembros.

—¿Qué te traes? —preguntó la esposa de pie en el portal de la cabaña—, vienes tan magullado.

El rostro del hombre comenzaba a hincharse y a ponerse violáceo a causa de los golpes.

—No es nada Maruja —dijo—. Este caballo que cada día está más mañoso. ¡Pon a hervir el matico para amortiguar los golpes! —ordenó.

No quiso entrar a la casa para evitar que su anciana madre lo viera en ese estado. Hizo un rodeo hacia la parte posterior.  Desensilló al caballo profiriendo unas palabrotas y lo dejó en el establo. Llegó hasta el estanque y se zambulló con la ropa puesta. En su corral se alborotaban los gallos con las postreras campanadas que marcaban el fin de la tarde.

Al día siguiente se levantó temprano, antes de que amaneciera. Tuvo una noche terrible a causa de los golpes y las preocupaciones, su mujer se despertó en varias ocasiones y le preguntaba: «¿Qué pasa marido?», entre dormida y despierta.

Después de echarse agua fría en el rosto, más que para despertarse, para aliviarse la inflamación; cruzó el patio y se metió al corral abriéndose paso entre las gallinas hasta la percha donde permanecían los gallos enjaulados. Todavía se podía vislumbrar el lucero del alba refulgiendo en el firmamento. El hombre lo tomó como un signo de buen augurio.

—Ajicito, ya estás mejor, ¿verdad?

En el interior de la jaula el ave estaba erguida con el cuello levantado. Su cráneo redondo y fuerte parecía de piedra, su rostro sanguíneo amputado de cresta y barbillas mostraba unos ojos fijos y vacíos.

—Ya estas mejor, ¿verdad? —volvió a preguntar.

Intentó acariciarlo introduciendo sus dedos a través de las mallas. El ave cobró vida y comenzó a moverse como una máquina, como un artefacto de fina relojería. Cacareó dos o tres veces sin romper el silencio de la madrugada.

—Ahora te toca a ti —le habló como a un amigo, como a un confidente—. Hubiera querido que descanses algo más, te lo mereces después de tu última pelea. Reyes está picado contigo, debemos aprovechar esta oportunidad, no nos queda tiempo. Ya sabes: lo del banco, la deuda de Minacho. Se nos acabó el crédito. Pero tú, tú nunca me has fallado, ¿verdad?, ¿verdad? —repetía en voz baja con la certeza de que Ají Seco le comprendía.

Los hombres que trabajan para Miguel Reyes lo llaman el Señor. La fama de Miguel comenzó desde muy joven. Guiaba mulas con su padre y cruzaba la frontera hacia el Perú trayendo y llevando de todo. Dicen en el pueblo, aunque en voz baja, que su fortuna se acrecentó cuando se dedicó a cruzar paquetes de «polvo». Ahora es el dueño de la comarca.

—¿Puedo hablar con el Señor? —preguntó Galton.

Dos hombres curtidos por el sol hacían guardia en la puerta de la mansión. El pequeño de barba se acercó a las rejas del portón, bajo la camiseta que cubría al cinturón, se podía adivinar el bulto de un revolver.

—¿Quién pregunta por él? —contesta inclinando la cabeza hacia atrás y levantando el mentón de forma desafiante.

—De parte de su compadre, dígale. De su compadre Galton.

Galton se presentó frente a la reja portando gafas obscuras de grandes marcos y un sombrero de ala ancha que proyectaba sombra y ocultaba su rostro maltrecho. Los guardias lo juzgaron con cautela y no terminaban de decidirse a dejarlo pasar.

—Díganle a Miguel que vengo por el asunto de Ají Seco —habló con aplomo.

El Guardia que estaba en la garita corrió la ventanilla e hizo un gesto con la cabeza en señal de anuencia.

—Oí que Minacho lo andaba buscando compadre —dijo Miguel mientras le daba unas palmadas en la espalda—, pero por lo que veo, ya dio con usted, ese «milico» es de armas tomar —continuó mientras le servía una copa de aguardiente.

El hombre se puso cómodo frente al escritorio del Señor. En cada ocasión que era recibido en el despacho de su amigo se deleitaba contemplando la vitrina colmada de galardones que, junto a una pared ornada de diplomas y placas de reconocimiento —Al Mejor Holstein Friesian de la feria, al Mejor Expositor de Caballos de Paso, al Gallero del Año…—, era lo más preciado que tenía don Miguel. De entre todos los premios que adornaban la pared, lo que Galton más codiciaba era una copa de plata alpaca coronada por un gallo de oro con incrustaciones de diminutos diamantes en el plumaje, que hacían resplandecer al icono cuando la luz le pegaba de frente. En su pedestal traía grabada la frase: A Cobra Negra Campeón Internacional.

Siempre sintió una envidia encubierta por los logros de su compadre Miguel, desde aquellos años de la niñez cuando guiaban recuas por esos cerros polvorientos. Cuando bebía, que era a menudo, le daba por compararse con su compadre y en silencio se consolaba aduciendo su pobreza a su proceder honesto y veía la riqueza de su compadre como una afrenta.

—Bueno compadre —dijo Galton, levantando la copa a modo de brindis—. A usted y a mí se nos va la vida en el juego. Así que, iré al grano: quiero darle la revancha con mi gallo.

Miguel le quedó mirando a los ojos un momento, intentando de descifrar las verdaderas intenciones que traía su amigo.

—Le propongo mi gallo frente a su Goliat —continuó Galton, poniéndose de pie y tratando de darle a su voz la solemnidad que exige un reto—. Es la pelea que su merced siempre ha buscado, ¿no es así?

—No tan rápido, compadre —respondió Miguel—. «Cójale suave». Que este asunto con el «milico» no le haga perder la cabeza. —Le dio unas palmadas en la espalda— ¿No cree que es muy pronto para regresarlo al palenque? No hace mucho que su gallo estuvo en la arena; claro que ganó, pero no salió tan bien parado.

—No lo pelearía si así fuera, el Ají está óptimo ¡Palabra de gallero!

—Mire —dijo el Señor—, usted sabe cuánto le estimo y no quisiera ser yo el que termine de arruinarlo. —Puso la mano sobre el hombro de su amigo—. Le propongo algo: cédame el gallo y yo me hago cargo de su deuda con el Minacho. —Sirvió otra copa a la espera de que su compadre entrara en razón—. Ese gallo es bueno, no tanto como usted cree, pero… ¿cómo le diré?, digamos que es diferente. Yo preferiría aprovechar su genética antes que quitarle a usted más de su dinero.

—Vea mi compadre. —Al hombre no le quedó más que sincerarse con su amigo—: Mi problema va más allá de la deuda con el «milico». Mi problema mayor es el préstamo del banco. Estoy con el agua al cuello. El mes que viene se remata la finca.

—Vaya, vaya, mi querido Galton Rodríguez, usted sí que se las trae. —Movía la cabeza al tiempo que sonreía irónicamente—. Esa finca siempre me ha gustado y usted lo sabe, desde que perteneció a don Carlos, su finado padre, que en paz descanse. —Se santiguó.

—Son veinte grandes los que debo al banco, pero la finca con la casa vale diez veces ese precio.

—No, si sale al remate —discrepó el Señor.

—Lo sé, por eso acudo al amigo —dijo en tono de súplica—. Le estoy proponiendo algo que usted mismo me propuso hace unos meses atrás.

—El tiempo pasa y el mundo da vueltas —respondió Miguel, mientras hacía girar su dedo índice—. Además, tenemos claro que en los negocios no hay amigos —y dejando a un lado los discursos, le preguntó—: ¿Cómo lo jugaríamos?

—Veinticinco —contestó Galton, como quien dice una puchuela.

—¡Ajá! —dijo—. Son cinco grandes los que le debe a Minacho.  Por mí no habría problema. —Lo sopesó por un momento y luego decidió—. Podría ser. —Volvió a pensarlo—. ¡Está bien!  Si así lo quiere, no le demos más vueltas. Pero usted sabe de antemano que lo jugaríamos por el rancho, porque dinero… es lo que anda buscando. ¿Verdad?

—Para que le digo que no, si su merced lo sabe de antemano —dijo Galton—. No se hable más. Entonces: ¿para este fin de semana que son las fiestas de San Carlos?

 —No hay otro momento más propicio que esta feria —afirmó Miguel y estrechó la mano de su amigo—. Ahora solo falta ver de qué lado se inclina la balanza.

—Hecho —confirmó el hombre y salió decidido a poner a punto a su gallo.

La pollada en la que nació Ají Seco reventó un catorce de enero por la mañana. Era un grupo de quince polluelos con el color de las naranjas que caían de maduras. Cuando el grupo se desperdigaba en busca de bichos y gusanos, su madre —una gallina bulliciosa— terminaba confundida buscando a sus polluelos entre tanta naranja que se descomponía en el piso de tierra. Ají Seco era el único polluelo rojinegro.

Tendrían algo más de una semana cuando las tormentas del Niño azotaron la comarca. Una madrugada que Galtiton se preparaba para la escuela, después de una noche de lluvia torrencial, descubrió a los polluelos flotando con las patas para arriba en el patio inundado. El niño rescató a los tres únicos que aún seguían con vida, entre ellos el polluelo rojinegro. Los secó, los abrigó, y por un tiempo compartió el cuidado con la bulliciosa.

Maruja, a cargo de la casa, pasaba ocupándose de su tierna hija, de la granja y atendiendo la cocina. Una mañana, el cacareo de la bulliciosa rompió de súbito la tranquilidad del patio a la hora en que la mujer sazonaba un guiso, a eso se sumó el llanto angustioso de la pequeña que reclamaba desde su cuna. La mujer corrió en auxilio de la niña mientras en el patio el alboroto de las gallinas hacía vibrar las calaminas. De pronto, se hizo un silencio rotundo… Cuando Maruja salió al huerto aún quedaban algunas plumas suspendidas en el aire enrarecido por el polvo. En el cielo, Maruja miró impotente el cuerpo de la bulliciosa que pendía inerte de las garras de un gavilán.

Ya estaban comiendo maíz chancado cuando su madre los dejó, pero la mujer, sabia en asuntos de criar polluelos, les subministraba ají fresco, picado y mezclado con el agua de bebida; dizque para darles la energía que supliera el abrigo de las alas maternas en esas noches tan lluviosas. Todas las tardes, al regresar de la escuela, el niño les cambiaba el agua picante a los polluelos huérfanos; pero al rojinegro, no contento con el agua, lo encontraban picoteando las bayas del ají que pendían ya resecas en sus matas.

De esa ingenua metáfora que se le ocurrió al niño, surgió el nombre de uno de los gallos más renombrados en la comarca. Los polluelos amarillos compañeros de nidada, devinieron en dos hermosas gallinas que compartieron la huerta con su hermano mientras crecían. Cuando llegó la hora de separar a los gallos para evitar las peleas, Galton lo confinó en una de las jaulas sobre la percha de los probados, no sin antes, bautizarle con un nombre respetable. Su nuevo ritual consistiría en entrenamiento constante, una mezcla equilibrada de cereales y leguminosas, además de carne picada.

Las tardes después de la escuela, los afectos del niño quebrantaban todas las reglas y Ají Seco quedaba libre para corretear tras su tutor, al que le tenía un gran afecto. Maruja, preocupada por el futuro gladiador, reprendía constantemente a su hijo:

—Deja de abrazarlo. ¡Estás criando una gallina!

El niño, que todo lo llevaba a broma, lanzaba a su amigo al aire y luego lo correteaba gritándole: «¡Ají Seco gallina! ¡Ají Seco gallina!»

Una de esas tantas tardes que el gallo andaba libre, Maruja molía maíz en la cocina y Galtiton mecía la cuna de su hermana.  De repente, se armó un alboroto que puso de cabeza a los habitantes de la huerta. Madre e hijo acudieron al unísono. Maruja gritaba: «¡Te dije que encierres al gallo, te dije…!». La sorpresa los dejó sin palabras. Ají Seco arremetía contra el gavilán y lo tenía mal parado. La rapaz, caída sobre su costado, no soltaba la presa que se debatía entre sus garras, pero el gallo no se arredraba. Una, dos, tres envestidas. Ora sobre el cuello, ora sobre la cabeza, ora sobre el bulto curtido del predador, hasta que, al fin, el gavilán soltó su presa y levantó el vuelo para no volver.

El resto es historia conocida. Aunque la vez primera que pisó el palenque y el voceador anunció su nombre: «¡En esta esquiiiina Ají Seco!», fue el hazme reír de la concurrencia, a nuestro personaje le bastaron treinta segundos para dejar en mutis al coliseo y a su rival tendido entre estertores sobre el cuadro central del ruedo. Galton, a su pesar, había adoptado para su ave insigne el nombre con el que le bautizara su hijo.

Un día sábado por la noche, en vísperas de las efemérides del santo, Galton se quedó hasta tarde poniendo a punto toda la parafernalia para el combate del domingo. Nadie sospechó nada hasta la mañana siguiente cuando Maruja, que madrugaba de costumbre, se sorprendió al ver a Ají Seco dentro de la jaula de transporte.

—¿A dónde lo llevas? —preguntó a su esposo que en ese momento ensillaba el caballo— ¡No me digas que vas a la gallera!

—Shhhh. No levantes la voz que despertarás al niño —dijo el hombre, poniendo su índice sobre los labios de su mujer.

—Lo prometiste, lo prometiste —dijo Maruja indignada—. Le prometiste a tu hijo que no pelearía más. Por favor no lo lleves, romperás el corazón de tu niño.

—¡Cállate! —respondió—. Métete en tus asuntos. —El hombre no tenía tiempo para argumentos.

Ya fuera, acosado por la culpa, se detuvo frente a la entrada de la finca. Contempló por un instante el cielo azul, el verde naranjal cuajado de frutos amarillos. El cafetal brillando al sol de una mañana esplendorosa, y al fondo, su cabaña suspendida en el verdor del follaje bajo la larga sombra de un viejo mango. Se imaginó a su hijo jugando con la rueda, persiguiendo a las gallinas. Sintió un nudo en la garganta. Apretó los dientes y contuvo una lágrima. En su mente la imagen de Maruja, con su niña en el pecho, brillaba nítida como una postal.

Levantó la frágil jaula a la altura de su rostro. El ave, de plumaje rojo y verde tornasol, lo miraba con ojos centellantes como entendiendo lo trascendente del momento y le platicaba entre cacareos como si conversase con el hombre.

—Bueno —dijo con voz decidida—. ¡Ahora te toca a ti carajo!

—Juro que esta vez sí es tu última pelea Ajicito —le dijo, mientras colocaba el pie en el estribo y de un salto montaba su caballo.

Cuesta abajo, por el sendero, no se oía más que el golpeteo sincrónico de los herrajes sobre las piedras. Desde lo alto de su caballo el hombre conversaba amenamente con el ave: «Esta pelea la ganas por que la ganas. Reyes está picado contigo ¡Fíjate que hasta quiso comprarte! Pero los dos sabemos que le ganamos al Goliat, ¿verdad? Salvamos la finca». Ají Seco movía su cabeza impaciente. «Pero cuidado, si pierdes perdemos todo. Ya sé, ya sé, tú te juegas la vida, pero si ganas…». se puso optimista: «Te prometo que se acabaron los coliseos. De vuelta al patio con todas tus gallinitas. Te espera la buena vida, como la de un jeque».

El coliseo de gallos La Herradura queda en la parte baja del pueblo, cerca del río. Los domingos desde temprano, los hombres se reúnen a libar alegremente y a perder sus escasos ingresos ganados en las arduas tareas del campo. A veces, cuando la suerte les sonríe, recuperan alguna suma de dinero en juegos de azar o peleas de gallos; dinero que lo despilfarran en alcohol, tabaco o mujeres de «mala vida». El tiempo en Tarapal transcurre en calma a orillas del Jubones; un río manso, diáfano, de aguas color turquesa que atraviesa el caserío. En las cuencas, que forman sus meandros, la agricultura prospera en abundancia. Sus chacras —huertos caseros—, cultivadas por mujeres y niños, le dan verdor al desierto y crean un oasis en medio de un universo gris y polvoriento.

—Buen día compadre —dijo Galton todavía sobre su caballo—. Hace un hermoso día, ¿no cree?

—Demasiado hermoso como para dar malas noticias. A lo mejor… son buenas para su gallo —respondió Miguel.

El hombre sintió como la adrenalina le tensó el cuerpo.

—No me diga que el Señor se arrepintió —contestó Galton apeándose del caballo—. Palabra de gallero es palabra de varón. —Levantó la jaula en señal de compromiso.

—El Goliat no está en condiciones de pelear. Amaneció «tuzo» por la fiebre, su pastor cree que puede ser viruela. Hay una epidemia, dicen.

—No lo creo —dijo el hombre—, no se ha oído nada.

—¿Me está llamando mentiroso? —respondió Miguel un tanto indignado—. Si usted cree que hay gloria en que su gallo pelee con un enfermo, llevemos un juez a mi gallinero. —Se quedó midiendo la reacción de su compadre, luego acotó—: Tiene usted todo el derecho de dudar. No crea que me estoy aprovechando de las circunstancias.

Galton estaba demudado, no sabía qué responder, meditaba buscando las palabras, temía ofender a su compadre. Sabía que una frase fuera de lugar podría desatar la ira de su amigo y ya no peligraría solo la finca, sino su propia vida.

—Vea compadre —continuó Miguel—, no se haga mala sangre. Ahí está el Cobra Negra. Y para que no diga que juego con ventaja, aumento diez grandes a la bolsa.

Cuando oyó el nombre del gallo el hombre sintió que el mundo se le venía encima, pero no tenía hacia donde correr. Llenó sus pulmones de aire como si el que fuera a combatir fuese él mismo y se quedó mirando a su gallo. De pronto escuchó:

—Y, ¿entonces?, ¿no que su gallo canta en cualquier gallinero?

—¿Quién dijo miedo? —respondió—. ¡Muerto por uno, muerto por mil! Le hacemos porque le hacemos. —Estrechó la mano de su compadre.

El combate se programó para el final de la tarde debido a los cambios de última hora. Galton no quería ni pensar en regresar a casa. Acicateado por el miedo, la incertidumbre y la culpa, deambuló por el pueblo con Ají Seco a cuestas. Vagó por mesas de juego entre músicos y trileros. Almorzó en una fonda de mala muerte. No tenía cabeza para el licor, todo el tiempo pendiente de su ave. Temprano en la tarde, acudió a la casa de Rocío —una de sus queridas— con la intención de brindar agua y alimento, además de sombra, al gallo. Con el ave a buen recaudo, intentó dormir algo en la cama de su amante. Llevaba muchas malas noches encima.

 Cuando Rocío le sacudió, despertó sobresaltado. Soñaba con su padre muerto, devorado por los gusanos. El hombre lo tomó como un mal presagio.

—Vamos —dijo—, te están esperando en el coliseo.

La noticia de la pelea estaba por todas partes. El hombre tuvo que abrirse paso entre la multitud para llegar hasta la arena. Plantado dentro del círculo con su gallo bajo el brazo, sintió como el ruido de la gente se iba disipando de su cabeza hasta escuchar tan solo el palpitar de Ají Seco al mismo ritmo que el de su corazón.

El voceador repetía a voz pelada: «Hagan sus apuestas señores, hagan sus apuestas…». El olor del aguardiente mezclado con la sangre flotaba en el ambiente. El sudor de la gente era adrenalina pura. Una sola imagen permaneció en su memoria: la frágil ligereza con que Galtiton correteaba tras la rueda. Susurró unas últimas y secretas palabras a su ave y esperó en la arena mientras el presentador anunciaba: «A la izquierda Ají Seco. A la derecha La Cobra Negra».

Miguel Reyes cargaba un gallo negro sin cresta y un pico de acero. De ojos vivaces y crueles, de alas un tanto cortas pero fuerte de hueso y macizo de carnes. De piernas robustas, cargadas hacia delante, de patas negras. Su cabeza, erguida sobre un largo cuello tornasolado, semejaba la viva imagen de Abraxas; el dios con cabeza de gallo de la mitología griega y egipcia que dispersaba la noche y advertía a los infieles el comienzo del fin.