Joe Monroy Oyola
Karl Simons, horas
antes del gran evento. 15 de setiembre del año 2023
«Otro mensaje de
texto. ¿Es que nunca se dará por vencida? Yo apenas cumplía dieciocho años.
Tara era hermosa. Bajo el cabello azabache rizado, ese bello rostro con sus
carnosos labios junto a su escultural silueta. Desde que llegó a la secundaria
me llamó la atención, además, era la única porrista de color. La fiesta en el
gimnasio resultó el pretexto perfecto. Cómo resaltaba entre todas las chicas
con ese vestido tan ceñido de color rojo rubí. Por seguro usaba un perfume
barato que era como el aroma de las lilas. Aquella noche en mi auto al
acariciarla le descubrí ese lunar entre su hombro y el seno derecho, en forma
de lágrima, mientras ella repetía mi nombre al oído con sus ojos marrones
entreabiertos. Sonaba en la radio la canción: I am yours de Jason Mraz. Esa fue su primera
vez con solo dieciséis años. Quedamos en que sería nuestro secreto. Me contaba
que pronto se mudarían a Oklahoma. Después de llevarla hasta su casa nunca más
la vi, aunque siempre vino a mi recuerdo, pero ella era negra, ¡imposible! Al pasar de algunos meses llegó esa llamada
para decirme del embarazo. Cómo saber si era mío, hasta que me envió aquel
mensaje de texto con la foto del bebé: afroamericano, ojos azules. Le puso mi
nombre: ¡Karl Simons!».
Gerald Simons
escupe tabaco frente a la puerta principal de la casa, mientras que Zachary enrollaba
un trozo de papel; están apoyados en el jeep negro de Karl. Un olor a marihuana
flotaba sobre ellos.
—¿Hasta qué hora
vamos a esperar a tu hermano? —pregunta Zachary mientras se lleva a la boca un
pitillo—. El festival empezará en un par de horas. ¡Hoy se cumplen los
cincuenta años que hicimos volar esa iglesia de negros en Birmingham!
—¡Nada podemos
hacer, él recibe inspiración divina! ¡Es poeta, vidente, un profeta!
—Hapersville competirá
con otras ciudades de Alabama. El año pasado ganamos por mi hermano.
Karl, había
abierto la cortina de la ventana. Miraba a Zachary y a Gerald. «Cuál vidente ni
profeta si soy un fiasco. Jamás recibí revelación alguna. De la biblia lo único
que conozco es aquello que busqué a propósito de algún tema en Google». Vuelve
sobre sus pasos y se queda mirando la pancarta. Voltea sobresaltado mira
alrededor y sobre sí mismo... «Me estoy volviendo loco, otra vez
esa misma voz, por semanas la escucho hasta en sueños. ¿Debería ir a ver algún siquiatra?».
Una niña entra
corriendo a la casa antes que Gerald o Zachary lo puedan notar.
—Karl, me das
permiso para ir a... —dijo mientras contempla el enorme letrero de tela que
cubre la pared central del comedor—. ¡¿Qué estás haciendo?!
—¡Hija, se supone
que estabas en la casa de tu amiga! Estoy preparando algo para el concurso. Ya
te he dicho mil veces que no me llames Karl, soy tu papá. Eres mi niña.
—Acabo de cumplir
once años, ya no soy una niña —responde y se aleja del padre—. Además, nunca
estás conmigo, todo para ti es tu grupo y estas cosas raras.
Lana se acercó aún
más al mural mientras masticaba un caramelo. La inmensa y obesa figura de Gerald
contrastaba con la de Zachary, ambos se encontraban detrás de ella. Karl los miró
con gesto adusto y pidió que cerraran la puerta por fuera. En el interior de la
casa se combinaban el olor a solvente proveniente del plumón, que estaba aún en
la mano de Karl, y los tufos de marihuana con el del tabaco de los dos lacayos
recién desalojados.
—Estúpido, por
estar machacando tabaco no te diste cuenta de que regresaba tu sobrina.
—Y, tú, por fumar
esa cochinada. Contestó Gerald.
Lana, retiraba de
entre sus labios una hebra de la rojiza cabellera. Se le cayó el caramelo que
degustaba. Sus ojos azules rodeaban las imágenes del lienzo. Había un verso
bíblico escrito debajo de las ilustraciones: “(…) ¡Maldito sea Canaán! El más
bajo de los esclavos será para sus hermanos”.
Karl Simons. 15 de setiembre del año 2015
En el centro de esparcimiento de
Hapersville se oía por los parlantes el llamado al siguiente participante. El
joven cantante se acomoda con la mano derecha su rubio y largo cabello.
interpreta la canción de su autoría: «Mi bandera sureña». Al terminar de cantar
el olor a pólvora producido por algunos disparos al aire se disipa muy rápido.
El quinto
concursante era un hombre delgado y de mediana estatura, Karl Simons; vestía un
decolorado pantalón jean rasgado en ambas rodillas, camisa afranelada a cuadros
rojos y azules. Las patillas salían por debajo de la cabellera rojiza. Inclina
su rostro, luego eleva los brazos:
—A tu patria
amarás, del foráneo enemigo la defenderás. ¡A esto te conmino!
El cartel develado
muestra la foto de unos cuerpos en estado de descomposición, a un lado se ve a
un sonriente oficial con lentes color verde oscuro igual que su uniforme. La
gorra dejaba ver escrita la palabra: Fronteras. Su bota derecha sobre el cráneo
de una osamenta humana. Estaba imprimido con plumón negro: Salmo 53:5; “(…)
Dios esparcirá los huesos de los que te asedian; Dios los desechará y los
dejará en vergüenza (…)”. ¡Amén! ¡Amén! ¡Ku Klux Klan! ¡Ku Klux Klan!, aullaban
y aplaudían los presentes.
El campo del
auditorio al aire libre parecía demarcado por largas hileras de pequeños
banderines triangulares con el diseño de la bandera confederada, el aire esparcía
en remolinos el aroma de la carne y las salchichas asándose; botellas de
cerveza estaban tiradas alrededor de los pocos depósitos de basura. Las mujeres
en diversos grupos comparaban sus tatuajes, los hombres bebían sin mesura. Tras
el último participante empiezan a depositar la votación en tres ánforas blancas,
cada cual tenía dibujada una cruz en llamas. Después de hora y media el presentador
aclara la voz. Inicia con el tercer puesto hasta llegar al ganador, el cantor
de: «Mi bandera sureña».
—Felicitaciones hermano. Obtuviste el segundo
lugar —dice con una inmensa sonrisa mientras lo abraza—. Honras el legado de
nuestro abuelo Joseph Simons, «Mago Imperial» del clan.
—Soy solo el
recipiente del Creador.
El anfitrión del
evento pidió a los presentes recordar a los héroes que cuarenta y dos años
atrás detonaron bombas en la Iglesia Bautista de enemigos afroamericanos, en la
calle 16 de Birmingham.
En Turquía.
Miércoles 2 de setiembre del año 2015
Muy temprano por
la mañana dos hombres sirios están parados sobre unas rocas, sus ropas
aleteaban hacia las espaldas; sostenían los turbantes con sus manos mientras
observaban en la playa un embarque.
—Hassan, ¿no crees
que es un bote muy pequeño? Son como treinta personas.
—Lo es, Jamal. Alá
los favorezca y ojalá que nuestros paisanos puedan llegar a Grecia.
—Entonces, ¿crees
que lo lograrán?
—No lo sé hermano.
Nosotros debemos trabajar aquí hasta poder reunir el dinero que precisamos.
Colonia AltaVista,
San Martín, El Salvador. Miércoles 2 de setiembre del año 2015
Antonio abre la puerta.
Deja sobre la mesa de la cocina una fiambrera plástica. La televisión estaba
encendida.
—¡Ya llegué mamá!
—dice y saca de la refrigeradora una jarra de vidrio con agua. Cierra la puerta
del congelador con su talón—. ¿Dónde están los vasos?
Suena el inodoro y
doña Dolores entra a la cocina secándose las manos en el delantal celeste.
—Hola, hijo.
Llegas tarde y no creo que el abusivo de tu jefe te vaya a pagar horas extras.
Pero, qué fuerte hueles; eso ha sido aguardiente.
Antonio le
explicaba que festejaron el cumpleaños de su compañero en la pizzería: Oscar
Martínez. Solo fueron unas copas mamita, le decía riendo. De pronto la locutora
del noticiero nocturno con tono solemne y rostro compungido daba una
información. Escucha hijo están hablando sobre un naufragio de migrantes en
Turquía. ¿Dónde será eso? Él afirmó que debería ser algún país cercano a China.
La relatora advertía que las imágenes podrían herir la sensibilidad de los
televidentes.
—¡Ay, Dios mío! ¡Es un nene tirado en la
playa, muerto! —gritó tomándose el vientre con ambas manos—. Dice que son doce
personas ahogadas entre hombres, mujeres y niños.
—Mamá, está boca
abajo en la playa.
—Nunca más me vuelvas a repetir que tratarás
de emigrar a los Estados Unidos. Promételo.
—Pero mamá, allá
tenemos familia.
—Es más:
¡júramelo!
El silbido de la
tetera con agua hirviendo daba un disonante fondo a la espera por la respuesta.
—Está bien: lo
juro.
Pobre Haití. 2 de
marzo del año 2019
El longevo hombre
acariciaba al niño. Levantó la vista y miró a hacia el lado de la puerta:
—Lise, no vayan a
ese país. Recuerda que su presidente dijo que los haitianos éramos una...
—Papá, no repita
esa grosería delante del niño —dijo poniéndose el dedo índice sobre los labios.
—Abuelito, ¿no vas
a venir con nosotros?
—Pronto empezarán
los ciclones —replica negando con la cabeza—. ¿Estaré aquí solo?
—Papá, usted no
podría cruzar la selva de Darién. Son caras las visas de turista para Chile. Recuerde
que luego debemos recorrer todo Sudamérica, Centroamérica y México. Por la hipoteca
del terreno no me dieron mucho —dice regresando al lado de su padre y lo besa—.
Pronto le enviaré dinero.
—Querido nieto, creo
que no podré.
—Mami, llevemos a
mi abuelito con nosotros.
—No es posible hijito.
Ella tomó de la mano al infante y cerró muy
lento la puerta tras de ellos; el crujido de las vetustas bisagras era cubierto
por un ronco sollozo proveniente desde dentro de la choza.
Partiendo de AltaVista,
San Martín, El Salvador. 3 de abril del año 2019
Doña Dolores y
Antonio estaban en la estación de autobuses. Él portaba un maletín de mano
deportivo verde y sobre su espalda una mochila negra. Vestía la camiseta color
roja del equipo inglés de fútbol: Manchester.
—Me lo prometiste,
hasta lo juraste —hablaba sollozando—. ¿Cómo has de cruzar toda esa ruta?
—Madre, acá los
delincuentes nos cobran cupo semanal, si no pago me matan; peor aún, me le
pueden hacer daño a usted. Nos vamos varios vecinos: los Martínez Ramírez, los
Contreras Benítez y con don Benito el vigilante de la pizzería, aunque es un cincuentón
está bien fuerte.
El controlador de
tickets hace la última llamada. La madre le hace la señal de la cruz sobre la
frente. Antonio le promete cuidarse y que enviaría por ella.
A cruzar el Río
Bravo. 24 de junio del año 2019
Durante la jornada
la caravana había sido diezmada por delincuentes quienes asesinaron a algunos hombres
que se negaron a darles su dinero, raptaron a mujeres y niños. En Tapachula la
mayoría de ellos había obtenido una visa de refugio mexicana. Ahora esperaban
ser atendidos por las autoridades americanas para intentar un permiso temporal.
Ya sin dinero y con temor por las posibles prohibiciones de las nuevas leyes
americanas la desesperación cundía.
—Don Benito, ¿sabe
dónde están Oscar Martínez y su familia? No los veo hace rato —indagaba Antonio
mirando en todas las direcciones—. Quizá
se fueron a cruzar el río.
—Sí, Antonio, de
eso hablaban. No pude convencerlos.
—Pero acordamos
cruzar juntos con las sogas que conseguí.
Al llegar a la
ribera vieron de lejos cómo Oscar Alberto Martínez nadaba con su hija Valeria, y
luego desaparecieron tragados por la corriente. En la orilla Tania gritaba por su
esposo y la nena.
—Dios mío, allí
están llegando los policías fronterizos. Vamos don Benito, cruzaremos corriente
arriba —gritó y corrió cargando los cabos— ¡Nada podemos hacer por ellos! ¡Es
el momento!
—Dios mío, Valeria
y su papá, pobre esposa —lloriqueó y emprendió la carrera detrás de Antonio—.
¡Vamos, sí, vamos!
El amor, una
fuerza poderosa
Una veintena de
personas cruzó el río gracias a esos cabos. Ahora debían encontrar refugio y
después un puesto fronterizo donde entregarse a la vez de pedir asilo. Antonio
y don Benito se perdieron de vista entre ellos. Debían llegar a la ciudad de
Brownsville.
Casi oscurecía. Una
mujer cargaba a un bebé y caminaba tomando a otro niño de la mano. Cayó extenuada.
Alrededor de los labios de todos había una mancha blanca de la saliva seca. Se
escuchó una voz:
—Señora, señora,
no se asuste —le habló arrodillándose junto a ella y sus hijos—. Debe de seguir
adelante. Es peligroso quedarse porque merodean bandas de delincuentes.
—¡Ay, me sorprendió
señor!, no lo vi llegar —responde abrazando a sus dos infantes—. No puedo más.
Necesito descansar unas pocas horas.
—Mire allá a lo
lejos se distingue aquellas luces, debe ser Brownsville. Sólo un poco más.
—Gracias señor,
siga usted su camino —contestó y se acomodó sobre la hierba junto a sus críos.
El fuerte olor a
sudor de todos ellos parecía ser parte del entorno silvestre dejando de ser
repulsivo.
«Qué dilema. No
puedo dejarlos aquí. Este lugar es inseguro hasta para los hombres».
—Señora la ayudaré
con su niño mayorcito —al decir esto con raudo movimiento lo cargó en vilo y
emprendió la carrera—. ¡Lo siento, sígame, señora!
Los ojos de la
madre se abrieron inmensos; incorporándose cargó a su bebé.
—¡Socorro, alguien
me ayude, se lo roba! —gemía y corría—. ¡Maldito devuélveme a mi hijo!
Jadeando la madre pudo
llegar a la distante gasolinera. Muchos que habían arribado un poco antes
estaban sentados en las aceras bebiendo agua o algún refresco. Por alimento un
pan o golosina. Ella desfallecía sin aliento. Alguien tocó su hombro por
detrás:
—Señora, aquí está
su niño. Perdóneme. No podía cargarlos a todos, ni abandonarlos atrás.
—¡Desgraciado,
maldito! —vociferó al tiempo que le propinaba una furibunda bofetada y
recuperaba a su vástago.
El hombre agachó
el rostro y dio la vuelta en dirección a un grupo de hispanos.
—¡Oiga usted!
¿Cómo se llama?
El individuo se
detuvo y le contestó:
—Me llaman don
Benito.
—Don Benito...,
muchas gracias por salvarnos.
Amaneciendo una
camioneta dejaba en la tienda un paquete de periódicos. El encargado del
establecimiento empezó a colocarlos en el exhibidor. Una foto inmensa se
mostraba en la primera página.
Antonio y don
Benito ya reunidos con el grupo de salvadoreños se acercaron a mirar el
rotativo.
—¡Dios mío, que
desgracia!
—Los encontraron
—agregó don Benito meneando la cabeza. Murieron.
Centro de detención en Brownsville. Los haitianos. 26 de julio del año 2,019
Lise tenía estaba con su niño y
conversaba con una paisana ventilándose con un cartón:
—Fíjese que corre
el rumor de que si aceptáramos ir hasta Alaska nos aprobarían el asilo. Pero,
yo ni loca. Tenemos nuestros derechos. Exijamos que nos envíen hacia algún
estado con buen clima como California o La Florida. ¿Cómo se llama usted?
—Me llamo Fabiola.
Pues si es como usted dice deberíamos de presentar algún reclamo.
Dos amigos se despedían
entre abrazos:
—Don Benito me voy
a Dallas. Aquí en Texas tengo a dos
tíos, ellos me patrocinaron.
—Qué bueno
Antonio. Yo iré a reunirme con mi hija en Nebraska.
Cierta mañana subieron
a los haitianos en buses. En el aeropuerto los hicieron abordar un avión.
—Ya lo ve Fabiola.
Valió la pena el griterío que les armamos a los agentes fronterizos.
—Lise, tenía usted
toda la razón. Debe estar lejos California ya llevamos algunas horas.
—Caramba, no se
preocupe Fabiola. Pronto llegaremos a Los Ángeles —contestó sonriendo.
Por los parlantes
pedían abrocharse los cinturones. La compuerta se abrió. El clima era caluroso
y húmedo. El sol caía sobre la vista de los viajeros. Al bajar alguien vociferó:
—¿Qué es
esto? ¡Nos regresaron a Puerto Príncipe,
estamos en Haití!
Corrieron tratando
de volver al avión, pero la escalinata ya era transportada hacia un hangar.
Karl Simons y su hija Lana. 15 de setiembre del año 2,023
Lana
retiraba de entre sus labios una hebra de la rojiza cabellera. Se le cayó el
caramelo que degustaba. Sus ojos azules rodeaban las imágenes del lienzo. Aparecía
un verso bíblico escrito debajo de las ilustraciones: «¡Maldito sea Canaán! El
más bajo de los esclavos será para sus hermanos».
Había dos representaciones
impresas: un niño boca abajo en una
playa, el agua lo rodeaba; en la siguiente, el cuerpo de un hombre que tenía
dentro de su camiseta a una niña en la orilla de un río.
Debajo se leía:
¡Lo que de la escoria viene, con la basura se va! ¡Ningún migrante más!
—Karl, no puedo
creer que seas tan cruel. Me das miedo.
—Lana, tú no
comprendes. Lo que ves allí es la defensa de nuestro país —afirmó y trató de
acercarse a ella con los brazos abiertos—. Esto lo hago por ti. No ves que son
ilegales tratando de meterse a...
—No me toques. Yo
solo puedo ver: aquel niño y un padre con su hija. Por favor, envíame con mis
abuelos, o a una escuela internada. No quiero verte ni oírte más— interrumpió
ella con los brazos flexionados junto a su blusa y mostrando las palmas de sus
manos en señal de defensa.
La puerta se cerró
con fuerza tras Lana. «Caray, qué muchacha. Hasta pareciera que le agrada esa
gente. Ellos corrompen nuestra raza. No creo ser un mal padre».
«Este tipo y su
cría no debieron intentar cruzar nuestras fronteras. ¿Por qué debería yo de
sentir pena? Además, está siendo injusta pues aquel hombre decidió afrontar el
riesgo...».
Karl gira su
rostro de manera brusca y retrocede dos pasos. Tropieza con una silla. Se
reincorpora;
—¡¿Quién habla?! Seguro
eres tú Zachary, has puesto un parlante. Qué dices: ¿tú eres el que eres?
En el gran festival
Gerald
y Zachary, le entregaron al presentador dos rollos. El primero tenía escrito al
dorso el número uno. El otro era el número dos. Al desplegar el primero se
distinguía las fotos del niño sirio, al lado la del hombre con la niña.
Empezaron los aplausos y risas. Luego desenrolló el siguiente. Un silencio
sepulcral fue el preámbulo de una hecatombe. Aparecía un poema y un pasaje
bíblico:
«Unidos en sólido
abrazo nadas/ a ti asustada se aferra. / Quizá partiste primero, luego te
siguió ella. / Mejor sería usar los ladrillos y piedras/ para construir puentes
que unieran fronteras. / Un nuevo mapamundi diseñemos/ el cual solo distinga:
los mares separados de las tierras. /Si convertirnos en uno solo pudiéramos...».
Autor: Karl Simons. Éxodo 22:21 «Y al extranjero no engañarás ni angustiarás,
porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto».
Karl Simons y Lana
—¡Tan solo toma
algo de ropa en tu mochila! Ya vienen por mí y podrían hacerte daño.
—Karl, yo no voy a
ninguna parte contigo. ¿De qué estás hablando? —preguntó retirándose dos pasos
hacia la puerta de su cuarto—. ¿Por qué me muestras tu celular? ¿Y esas fotos?
—Jamás creí poder
ver el mundo con otra perspectiva. Lo perdí todo: a tu fallecida madre, a ti,
esta casa y mi nombre —dijo tomando la escopeta que estaba sobre la chimenea—. Vámonos
hija.
—Es un poema muy
triste —respondió sosteniendo aún el teléfono—. Vamos... papá.
En la ruta
mientras Karl manejaba Lana le pregunta hacia dónde se dirigían. Él le
explicaba que iban hasta Oklahoma. Irían a conocer a un miembro de la familia.
Confundida queda mirando a su padre, vuelve a mirar las fotos del celular que
estaba sobre el asiento;
—¿Qué pasó
contigo, papá? ¿A qué se debió tu cambio? —inquirió sosteniendo el celular, que
estaba sin volumen entre sus manos—. ¿Acaso eres de esas personas que llaman
bipolares?
—No, nada de eso.
Aunque la verdad tampoco me reconozco —contestó mientras sonreía meneando la
cabeza—. Ese versículo de la biblia nunca siquiera lo había escuchado. De
pronto me sentí rodeado por una inmensa burbuja invisible que casi podía tocar.
Vi mi mano apagando el radio sin ápice de mi voluntad. Escuché un silencio
absoluto y el olor a flores, aromas deliciosos o incienso tal vez. Entonces
provino «esa voz»; me expresó quién era él...
—¿Quién dijo que
era? — inquirió pasando saliva mientras se mordía una uña.
—Me reveló: «¡Yo
soy el que soy!». Lo repitió tres veces. Una voz tan hermosa como poderosa.
Mientras Karl
conducía por la ruta federal 72 hacia Oklahoma, Lana seguía mirando fotos en el
celular. Antes de que su papá pudiera notarlo halló los retratos de una mujer
con un niño, ambos afroamericanos. Al preguntarle por ellos, toda la
conversación tomó esa dirección...
—Entonces, él es
afroamericano y tiene el color de nuestros ojos...
—Sí, hija, fue
durante mi adolescencia, mucho antes de conocer a tu madre —al responder se
muerde el labio inferior—. ¿Estás decepcionada?
—Estoy
sorprendida, pero ¡No, es genial! —contesta riéndose—. ¡Tengo un hermano!
Karl no pudo saber
que aquella columna de humo visible a la distancia, por el espejo retrovisor
del auto, provenía de su propiedad. Un aroma a flores e incienso empezó a
rodearlos en la cabina
Gerald Simons le
decía a Zachary que, así como quemaron esa casa, pronto encontrarían a Karl,
quién no era más su hermano, sino, un enemigo de la hermandad a quien aniquilarían.
En Turquía. 2 de
Setiembre, año 2023
Dos hombres suben
a un bote. También abordaban una señora con su niña de la mano.
—¿No nos va a dar chalecos
salvavidas para mi hija y para mí?
—Eso no está incluido.
Son veinte dólares por cada uno —retruca el hombre que funge de jefe.
—Pero, ya no tengo
más dinero. Por favor.
—Esto no se trata
de favores, señora, es negocio.
Entonces, Hassan y
Jamal le entregan sus chalecos a la mujer con su nena.
Una tenue línea
negra de hule los rodea, aquel motor tose estruendoso. El azul del mar se une con
el firmamento. Un inmenso semicírculo rojizo parece naufragar entre las olas.
—Jamal, por fin pudimos
ahorrar el dinero para comenzar una nueva vida.
—Hassan, ¿crees
que logremos llegar?
—Jamal, pienso que
si llegamos o no a Grecia igual seremos libres.
La sonora risa de
los hermanos contagia al resto, el viento los hace tiritar y trae hacia ellos
el aroma de la brisa marina que cada nervio olfatorio reconoce con placer;
sienten un gusto salobre en sus bocas proveniente de la superficie oceánica, así
como desde los abismos del ser.
En la orilla, otro
grupo de personas aguardaba por algún bote.