lunes, 29 de enero de 2024

Aquel niño, un padre y su hija

Joe Monroy Oyola


Karl Simons, horas antes del gran evento. 15 de setiembre del año 2023

«Otro mensaje de texto. ¿Es que nunca se dará por vencida? Yo apenas cumplía dieciocho años. Tara era hermosa. Bajo el cabello azabache rizado, ese bello rostro con sus carnosos labios junto a su escultural silueta. Desde que llegó a la secundaria me llamó la atención, además, era la única porrista de color. La fiesta en el gimnasio resultó el pretexto perfecto. Cómo resaltaba entre todas las chicas con ese vestido tan ceñido de color rojo rubí. Por seguro usaba un perfume barato que era como el aroma de las lilas. Aquella noche en mi auto al acariciarla le descubrí ese lunar entre su hombro y el seno derecho, en forma de lágrima, mientras ella repetía mi nombre al oído con sus ojos marrones entreabiertos. Sonaba en la radio la canción: I am yours  de Jason Mraz. Esa fue su primera vez con solo dieciséis años. Quedamos en que sería nuestro secreto. Me contaba que pronto se mudarían a Oklahoma. Después de llevarla hasta su casa nunca más la vi, aunque siempre vino a mi recuerdo, pero ella era negra, ¡imposible!  Al pasar de algunos meses llegó esa llamada para decirme del embarazo. Cómo saber si era mío, hasta que me envió aquel mensaje de texto con la foto del bebé: afroamericano, ojos azules. Le puso mi nombre: ¡Karl Simons!».

Gerald Simons escupe tabaco frente a la puerta principal de la casa, mientras que Zachary enrollaba un trozo de papel; están apoyados en el jeep negro de Karl. Un olor a marihuana flotaba sobre ellos.

—¿Hasta qué hora vamos a esperar a tu hermano? —pregunta Zachary mientras se lleva a la boca un pitillo—. El festival empezará en un par de horas. ¡Hoy se cumplen los cincuenta años que hicimos volar esa iglesia de negros en Birmingham!  

—¡Nada podemos hacer, él recibe inspiración divina! ¡Es poeta, vidente, un profeta!

—Hapersville competirá con otras ciudades de Alabama. El año pasado ganamos por mi hermano.

Karl, había abierto la cortina de la ventana. Miraba a Zachary y a Gerald. «Cuál vidente ni profeta si soy un fiasco. Jamás recibí revelación alguna. De la biblia lo único que conozco es aquello que busqué a propósito de algún tema en Google». Vuelve sobre sus pasos y se queda mirando la pancarta. Voltea sobresaltado mira alrededor y sobre sí mismo... «Me estoy volviendo loco, otra vez esa misma voz, por semanas la escucho hasta en sueños. ¿Debería ir a ver algún siquiatra?».

Una niña entra corriendo a la casa antes que Gerald o Zachary lo puedan notar.

—Karl, me das permiso para ir a... —dijo mientras contempla el enorme letrero de tela que cubre la pared central del comedor—. ¡¿Qué estás haciendo?!

—¡Hija, se supone que estabas en la casa de tu amiga! Estoy preparando algo para el concurso. Ya te he dicho mil veces que no me llames Karl, soy tu papá. Eres mi niña.

—Acabo de cumplir once años, ya no soy una niña —responde y se aleja del padre—. Además, nunca estás conmigo, todo para ti es tu grupo y estas cosas raras.

Lana se acercó aún más al mural mientras masticaba un caramelo. La inmensa y obesa figura de Gerald contrastaba con la de Zachary, ambos se encontraban detrás de ella. Karl los miró con gesto adusto y pidió que cerraran la puerta por fuera. En el interior de la casa se combinaban el olor a solvente proveniente del plumón, que estaba aún en la mano de Karl, y los tufos de marihuana con el del tabaco de los dos lacayos recién desalojados.

—Estúpido, por estar machacando tabaco no te diste cuenta de que regresaba tu sobrina.

—Y, tú, por fumar esa cochinada. Contestó Gerald.

Lana, retiraba de entre sus labios una hebra de la rojiza cabellera. Se le cayó el caramelo que degustaba. Sus ojos azules rodeaban las imágenes del lienzo. Había un verso bíblico escrito debajo de las ilustraciones: “(…) ¡Maldito sea Canaán! El más bajo de los esclavos será para sus hermanos”.

Karl Simons. 15 de setiembre del año 2015 

En el centro de esparcimiento de Hapersville se oía por los parlantes el llamado al siguiente participante. El joven cantante se acomoda con la mano derecha su rubio y largo cabello. interpreta la canción de su autoría: «Mi bandera sureña». Al terminar de cantar el olor a pólvora producido por algunos disparos al aire se disipa muy rápido.

El quinto concursante era un hombre delgado y de mediana estatura, Karl Simons; vestía un decolorado pantalón jean rasgado en ambas rodillas, camisa afranelada a cuadros rojos y azules. Las patillas salían por debajo de la cabellera rojiza. Inclina su rostro, luego eleva los brazos:

—A tu patria amarás, del foráneo enemigo la defenderás. ¡A esto te conmino!

El cartel develado muestra la foto de unos cuerpos en estado de descomposición, a un lado se ve a un sonriente oficial con lentes color verde oscuro igual que su uniforme. La gorra dejaba ver escrita la palabra: Fronteras. Su bota derecha sobre el cráneo de una osamenta humana. Estaba imprimido con plumón negro: Salmo 53:5; “(…) Dios esparcirá los huesos de los que te asedian; Dios los desechará y los dejará en vergüenza (…)”. ¡Amén! ¡Amén! ¡Ku Klux Klan! ¡Ku Klux Klan!, aullaban y aplaudían los presentes.

El campo del auditorio al aire libre parecía demarcado por largas hileras de pequeños banderines triangulares con el diseño de la bandera confederada, el aire esparcía en remolinos el aroma de la carne y las salchichas asándose; botellas de cerveza estaban tiradas alrededor de los pocos depósitos de basura. Las mujeres en diversos grupos comparaban sus tatuajes, los hombres bebían sin mesura. Tras el último participante empiezan a depositar la votación en tres ánforas blancas, cada cual tenía dibujada una cruz en llamas. Después de hora y media el presentador aclara la voz. Inicia con el tercer puesto hasta llegar al ganador, el cantor de: «Mi bandera sureña». 

 —Felicitaciones hermano. Obtuviste el segundo lugar —dice con una inmensa sonrisa mientras lo abraza—. Honras el legado de nuestro abuelo Joseph Simons, «Mago Imperial» del clan.

—Soy solo el recipiente del Creador.

El anfitrión del evento pidió a los presentes recordar a los héroes que cuarenta y dos años atrás detonaron bombas en la Iglesia Bautista de enemigos afroamericanos, en la calle 16 de Birmingham.

En Turquía. Miércoles 2 de setiembre del año 2015

Muy temprano por la mañana dos hombres sirios están parados sobre unas rocas, sus ropas aleteaban hacia las espaldas; sostenían los turbantes con sus manos mientras observaban en la playa un embarque.

—Hassan, ¿no crees que es un bote muy pequeño? Son como treinta personas.

—Lo es, Jamal. Alá los favorezca y ojalá que nuestros paisanos puedan llegar a Grecia.

—Entonces, ¿crees que lo lograrán?

—No lo sé hermano. Nosotros debemos trabajar aquí hasta poder reunir el dinero que precisamos.

Colonia AltaVista, San Martín, El Salvador. Miércoles 2 de setiembre del año 2015

Antonio abre la puerta. Deja sobre la mesa de la cocina una fiambrera plástica. La televisión estaba encendida.

—¡Ya llegué mamá! —dice y saca de la refrigeradora una jarra de vidrio con agua. Cierra la puerta del congelador con su talón—. ¿Dónde están los vasos?

Suena el inodoro y doña Dolores entra a la cocina secándose las manos en el delantal celeste.

—Hola, hijo. Llegas tarde y no creo que el abusivo de tu jefe te vaya a pagar horas extras. Pero, qué fuerte hueles; eso ha sido aguardiente.

Antonio le explicaba que festejaron el cumpleaños de su compañero en la pizzería: Oscar Martínez. Solo fueron unas copas mamita, le decía riendo. De pronto la locutora del noticiero nocturno con tono solemne y rostro compungido daba una información. Escucha hijo están hablando sobre un naufragio de migrantes en Turquía. ¿Dónde será eso? Él afirmó que debería ser algún país cercano a China. La relatora advertía que las imágenes podrían herir la sensibilidad de los televidentes.

  —¡Ay, Dios mío! ¡Es un nene tirado en la playa, muerto! —gritó tomándose el vientre con ambas manos—. Dice que son doce personas ahogadas entre hombres, mujeres y niños.

—Mamá, está boca abajo en la playa.

 —Nunca más me vuelvas a repetir que tratarás de emigrar a los Estados Unidos. Promételo.

—Pero mamá, allá tenemos familia.

—Es más: ¡júramelo!

El silbido de la tetera con agua hirviendo daba un disonante fondo a la espera por la respuesta.

—Está bien: lo juro.

Pobre Haití. 2 de marzo del año 2019

El longevo hombre acariciaba al niño. Levantó la vista y miró a hacia el lado de la puerta:

—Lise, no vayan a ese país. Recuerda que su presidente dijo que los haitianos éramos una...

—Papá, no repita esa grosería delante del niño —dijo poniéndose el dedo índice sobre los labios.

—Abuelito, ¿no vas a venir con nosotros?

—Pronto empezarán los ciclones —replica negando con la cabeza—. ¿Estaré aquí solo?

—Papá, usted no podría cruzar la selva de Darién. Son caras las visas de turista para Chile. Recuerde que luego debemos recorrer todo Sudamérica, Centroamérica y México. Por la hipoteca del terreno no me dieron mucho —dice regresando al lado de su padre y lo besa—. Pronto le enviaré dinero.

—Querido nieto, creo que no podré.

—Mami, llevemos a mi abuelito con nosotros.

—No es posible hijito.  

 Ella tomó de la mano al infante y cerró muy lento la puerta tras de ellos; el crujido de las vetustas bisagras era cubierto por un ronco sollozo proveniente desde dentro de la choza.

Partiendo de AltaVista, San Martín, El Salvador. 3 de abril del año 2019

Doña Dolores y Antonio estaban en la estación de autobuses. Él portaba un maletín de mano deportivo verde y sobre su espalda una mochila negra. Vestía la camiseta color roja del equipo inglés de fútbol: Manchester.

—Me lo prometiste, hasta lo juraste —hablaba sollozando—. ¿Cómo has de cruzar toda esa ruta?

—Madre, acá los delincuentes nos cobran cupo semanal, si no pago me matan; peor aún, me le pueden hacer daño a usted. Nos vamos varios vecinos: los Martínez Ramírez, los Contreras Benítez y con don Benito el vigilante de la pizzería, aunque es un cincuentón está bien fuerte.

El controlador de tickets hace la última llamada. La madre le hace la señal de la cruz sobre la frente. Antonio le promete cuidarse y que enviaría por ella.

A cruzar el Río Bravo. 24 de junio del año 2019

Durante la jornada la caravana había sido diezmada por delincuentes quienes asesinaron a algunos hombres que se negaron a darles su dinero, raptaron a mujeres y niños. En Tapachula la mayoría de ellos había obtenido una visa de refugio mexicana. Ahora esperaban ser atendidos por las autoridades americanas para intentar un permiso temporal. Ya sin dinero y con temor por las posibles prohibiciones de las nuevas leyes americanas la desesperación cundía.

—Don Benito, ¿sabe dónde están Oscar Martínez y su familia? No los veo hace rato —indagaba Antonio mirando en todas las direcciones—.  Quizá se fueron a cruzar el río.

—Sí, Antonio, de eso hablaban. No pude convencerlos.

—Pero acordamos cruzar juntos con las sogas que conseguí.

Al llegar a la ribera vieron de lejos cómo Oscar Alberto Martínez nadaba con su hija Valeria, y luego desaparecieron tragados por la corriente. En la orilla Tania gritaba por su esposo y la nena.

—Dios mío, allí están llegando los policías fronterizos. Vamos don Benito, cruzaremos corriente arriba —gritó y corrió cargando los cabos— ¡Nada podemos hacer por ellos! ¡Es el momento!

—Dios mío, Valeria y su papá, pobre esposa —lloriqueó y emprendió la carrera detrás de Antonio—. ¡Vamos, sí, vamos!

El amor, una fuerza poderosa

Una veintena de personas cruzó el río gracias a esos cabos. Ahora debían encontrar refugio y después un puesto fronterizo donde entregarse a la vez de pedir asilo. Antonio y don Benito se perdieron de vista entre ellos. Debían llegar a la ciudad de Brownsville.

Casi oscurecía. Una mujer cargaba a un bebé y caminaba tomando a otro niño de la mano. Cayó extenuada. Alrededor de los labios de todos había una mancha blanca de la saliva seca. Se escuchó una voz:

—Señora, señora, no se asuste —le habló arrodillándose junto a ella y sus hijos—. Debe de seguir adelante. Es peligroso quedarse porque merodean bandas de delincuentes.

—¡Ay, me sorprendió señor!, no lo vi llegar —responde abrazando a sus dos infantes—. No puedo más. Necesito descansar unas pocas horas.

—Mire allá a lo lejos se distingue aquellas luces, debe ser Brownsville. Sólo un poco más.

—Gracias señor, siga usted su camino —contestó y se acomodó sobre la hierba junto a sus críos.

El fuerte olor a sudor de todos ellos parecía ser parte del entorno silvestre dejando de ser repulsivo.

«Qué dilema. No puedo dejarlos aquí. Este lugar es inseguro hasta para los hombres».

—Señora la ayudaré con su niño mayorcito —al decir esto con raudo movimiento lo cargó en vilo y emprendió la carrera—. ¡Lo siento, sígame, señora!

Los ojos de la madre se abrieron inmensos; incorporándose cargó a su bebé.

—¡Socorro, alguien me ayude, se lo roba! —gemía y corría—. ¡Maldito devuélveme a mi hijo!

Jadeando la madre pudo llegar a la distante gasolinera. Muchos que habían arribado un poco antes estaban sentados en las aceras bebiendo agua o algún refresco. Por alimento un pan o golosina. Ella desfallecía sin aliento. Alguien tocó su hombro por detrás:

—Señora, aquí está su niño. Perdóneme. No podía cargarlos a todos, ni abandonarlos atrás.

—¡Desgraciado, maldito! —vociferó al tiempo que le propinaba una furibunda bofetada y recuperaba a su vástago.

El hombre agachó el rostro y dio la vuelta en dirección a un grupo de hispanos.

—¡Oiga usted! ¿Cómo se llama?

El individuo se detuvo y le contestó:

—Me llaman don Benito.

—Don Benito..., muchas gracias por salvarnos.

Amaneciendo una camioneta dejaba en la tienda un paquete de periódicos. El encargado del establecimiento empezó a colocarlos en el exhibidor. Una foto inmensa se mostraba en la primera página.

Antonio y don Benito ya reunidos con el grupo de salvadoreños se acercaron a mirar el rotativo.

—¡Dios mío, que desgracia!

—Los encontraron —agregó don Benito meneando la cabeza. Murieron.

Centro de detención en Brownsville.  Los haitianos. 26 de julio del año 2,019                               

Lise tenía estaba con su niño y conversaba con una paisana ventilándose con un cartón:

—Fíjese que corre el rumor de que si aceptáramos ir hasta Alaska nos aprobarían el asilo. Pero, yo ni loca. Tenemos nuestros derechos. Exijamos que nos envíen hacia algún estado con buen clima como California o La Florida. ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Fabiola. Pues si es como usted dice deberíamos de presentar algún reclamo.

Dos amigos se despedían entre abrazos:

—Don Benito me voy a Dallas.  Aquí en Texas tengo a dos tíos, ellos me patrocinaron.

—Qué bueno Antonio. Yo iré a reunirme con mi hija en Nebraska.

Cierta mañana subieron a los haitianos en buses. En el aeropuerto los hicieron abordar un avión.

—Ya lo ve Fabiola. Valió la pena el griterío que les armamos a los agentes fronterizos.

—Lise, tenía usted toda la razón. Debe estar lejos California ya llevamos algunas horas.

—Caramba, no se preocupe Fabiola. Pronto llegaremos a Los Ángeles —contestó sonriendo.

Por los parlantes pedían abrocharse los cinturones. La compuerta se abrió. El clima era caluroso y húmedo. El sol caía sobre la vista de los viajeros. Al bajar alguien vociferó:

—¿Qué es esto?  ¡Nos regresaron a Puerto Príncipe, estamos en Haití!

Corrieron tratando de volver al avión, pero la escalinata ya era transportada hacia un hangar.

Karl Simons y su hija Lana. 15 de setiembre del año 2,023                                                                

Lana retiraba de entre sus labios una hebra de la rojiza cabellera. Se le cayó el caramelo que degustaba. Sus ojos azules rodeaban las imágenes del lienzo. Aparecía un verso bíblico escrito debajo de las ilustraciones: «¡Maldito sea Canaán! El más bajo de los esclavos será para sus hermanos».

Había dos representaciones impresas:  un niño boca abajo en una playa, el agua lo rodeaba; en la siguiente, el cuerpo de un hombre que tenía dentro de su camiseta a una niña en la orilla de un río. 

Debajo se leía: ¡Lo que de la escoria viene, con la basura se va! ¡Ningún migrante más!

—Karl, no puedo creer que seas tan cruel. Me das miedo.

—Lana, tú no comprendes. Lo que ves allí es la defensa de nuestro país —afirmó y trató de acercarse a ella con los brazos abiertos—. Esto lo hago por ti. No ves que son ilegales tratando de meterse a...

—No me toques. Yo solo puedo ver: aquel niño y un padre con su hija. Por favor, envíame con mis abuelos, o a una escuela internada. No quiero verte ni oírte más— interrumpió ella con los brazos flexionados junto a su blusa y mostrando las palmas de sus manos en señal de defensa.

La puerta se cerró con fuerza tras Lana. «Caray, qué muchacha. Hasta pareciera que le agrada esa gente. Ellos corrompen nuestra raza. No creo ser un mal padre».

«Este tipo y su cría no debieron intentar cruzar nuestras fronteras. ¿Por qué debería yo de sentir pena? Además, está siendo injusta pues aquel hombre decidió afrontar el riesgo...».

Karl gira su rostro de manera brusca y retrocede dos pasos. Tropieza con una silla. Se reincorpora;

—¡¿Quién habla?! Seguro eres tú Zachary, has puesto un parlante. Qué dices: ¿tú eres el que eres?

En el gran festival

Gerald y Zachary, le entregaron al presentador dos rollos. El primero tenía escrito al dorso el número uno. El otro era el número dos. Al desplegar el primero se distinguía las fotos del niño sirio, al lado la del hombre con la niña. Empezaron los aplausos y risas. Luego desenrolló el siguiente. Un silencio sepulcral fue el preámbulo de una hecatombe. Aparecía un poema y un pasaje bíblico:

«Unidos en sólido abrazo nadas/ a ti asustada se aferra. / Quizá partiste primero, luego te siguió ella. / Mejor sería usar los ladrillos y piedras/ para construir puentes que unieran fronteras. / Un nuevo mapamundi diseñemos/ el cual solo distinga: los mares separados de las tierras. /Si convertirnos en uno solo pudiéramos...». Autor: Karl Simons. Éxodo 22:21 «Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto».

Karl Simons y Lana

—¡Tan solo toma algo de ropa en tu mochila! Ya vienen por mí y podrían hacerte daño.

—Karl, yo no voy a ninguna parte contigo. ¿De qué estás hablando? —preguntó retirándose dos pasos hacia la puerta de su cuarto—. ¿Por qué me muestras tu celular? ¿Y esas fotos?

—Jamás creí poder ver el mundo con otra perspectiva. Lo perdí todo: a tu fallecida madre, a ti, esta casa y mi nombre —dijo tomando la escopeta que estaba sobre la chimenea—. Vámonos hija.

—Es un poema muy triste —respondió sosteniendo aún el teléfono—. Vamos... papá.

En la ruta mientras Karl manejaba Lana le pregunta hacia dónde se dirigían. Él le explicaba que iban hasta Oklahoma. Irían a conocer a un miembro de la familia. Confundida queda mirando a su padre, vuelve a mirar las fotos del celular que estaba sobre el asiento;

—¿Qué pasó contigo, papá? ¿A qué se debió tu cambio? —inquirió sosteniendo el celular, que estaba sin volumen entre sus manos—. ¿Acaso eres de esas personas que llaman bipolares?

—No, nada de eso. Aunque la verdad tampoco me reconozco —contestó mientras sonreía meneando la cabeza—. Ese versículo de la biblia nunca siquiera lo había escuchado. De pronto me sentí rodeado por una inmensa burbuja invisible que casi podía tocar. Vi mi mano apagando el radio sin ápice de mi voluntad. Escuché un silencio absoluto y el olor a flores, aromas deliciosos o incienso tal vez. Entonces provino «esa voz»; me expresó quién era él...

—¿Quién dijo que era? — inquirió pasando saliva mientras se mordía una uña.

—Me reveló: «¡Yo soy el que soy!». Lo repitió tres veces. Una voz tan hermosa como poderosa.

Mientras Karl conducía por la ruta federal 72 hacia Oklahoma, Lana seguía mirando fotos en el celular. Antes de que su papá pudiera notarlo halló los retratos de una mujer con un niño, ambos afroamericanos. Al preguntarle por ellos, toda la conversación tomó esa dirección...

—Entonces, él es afroamericano y tiene el color de nuestros ojos...

—Sí, hija, fue durante mi adolescencia, mucho antes de conocer a tu madre —al responder se muerde el labio inferior—. ¿Estás decepcionada?

—Estoy sorprendida, pero ¡No, es genial! —contesta riéndose—. ¡Tengo un hermano!

Karl no pudo saber que aquella columna de humo visible a la distancia, por el espejo retrovisor del auto, provenía de su propiedad. Un aroma a flores e incienso empezó a rodearlos en la cabina

Gerald Simons le decía a Zachary que, así como quemaron esa casa, pronto encontrarían a Karl, quién no era más su hermano, sino, un enemigo de la hermandad a quien aniquilarían.

En Turquía. 2 de Setiembre, año 2023

Dos hombres suben a un bote. También abordaban una señora con su niña de la mano.

—¿No nos va a dar chalecos salvavidas para mi hija y para mí?

—Eso no está incluido. Son veinte dólares por cada uno —retruca el hombre que funge de jefe.

—Pero, ya no tengo más dinero. Por favor.

—Esto no se trata de favores, señora, es negocio.

Entonces, Hassan y Jamal le entregan sus chalecos a la mujer con su nena.

Una tenue línea negra de hule los rodea, aquel motor tose estruendoso. El azul del mar se une con el firmamento. Un inmenso semicírculo rojizo parece naufragar entre las olas.

—Jamal, por fin pudimos ahorrar el dinero para comenzar una nueva vida.

—Hassan, ¿crees que logremos llegar?

—Jamal, pienso que si llegamos o no a Grecia igual seremos libres.

La sonora risa de los hermanos contagia al resto, el viento los hace tiritar y trae hacia ellos el aroma de la brisa marina que cada nervio olfatorio reconoce con placer; sienten un gusto salobre en sus bocas proveniente de la superficie oceánica, así como desde los abismos del ser.

En la orilla, otro grupo de personas aguardaba por algún bote.

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