Érika Ramírez Levín
Ella sabía que no era el mejor momento ni
lugar; es más, ni siquiera lo tenía bien planeado. Se repetía que era pasajero,
que con los días ese pensamiento se atenuaría hasta quedar en el olvido. Sin
embargo, en otras ocasiones lo había creído así y siempre regresaba a cazarla.
La duda que la corroía era si, esta vez, sería capaz.
«A ver», se dijo ojeando las cosas esparcidas
en la cama. «Maleta, bolsa de mano, dinero, botiquín médico… el frasco —cerró
los ojos y la sorprendió un suspiro amargo—, las llaves, reservación impresa… listo,
parece que ya tengo todo».
Eran las seis de la tarde. Fue a la cocina para
preparar una cena ligera pues sabía que, tras la comida y el pastel por el
festejo de sus primos, Marcos no traería mucha hambre. Ya quería verlo,
platicar sus expectativas e ideas con él. Se sentía muy emocionada. Abrió la
aplicación de música en su celular y reprodujo la lista de canciones que la
animaba para cocinar. Media hora más tarde, la mesa estaba servida. El olor de
la pasta con el queso le abrió el apetito. Sonrió ilusionada, mas de inmediato
la sonrisa se difuminó al apagar la música y notar que no tenía mensajes
nuevos.
Leyó un rato para hacer tiempo. Siete y
cuarto. Volvió a revisar el celular. Nada. Prendió la televisión para
distraerse. Ocho y veinte. «Amor, ¿todo bien? Quedaste en llegar temprano para
ultimar los detalles. Por cierto, ¿te tomaste la pastilla?». Él sufría de insuficiencia
cardiaca y, a pesar de que intentaba ser disciplinado, en situaciones así lo
olvidaba. También se preguntaba si estaría bebiendo mucho, pues esto perjudicaba
su condición. Envió el mensaje y se mantuvo atenta a la pantalla. Él no se
conectó. Cerca de las once de la noche, metida en la cama, oyó la puerta. Se
hizo la dormida cuando él se acomodó a su lado impregnando el ambiente de un
inequívoco tufo alcohólico.
A la mañana siguiente, Irma, con visible molestia,
lo zarandeó varias veces para despertarlo al darse cuenta de que no reaccionó con
la alarma. Tuvieron que salir apresurados para evitar el tránsito pesado hacia
la autopista. El único intercambio de palabras fue después de veinte minutos en
que él se animó a hablar.
—Por favor discúlpame, nena. Se me pasó el
tiempo. Ya sabes cómo son esos cabrones —dijo apenado.
—Lo que no entiendo es por qué no tuviste la
decencia de avisarme. ¿Qué te quita mandarme un mensaje? Ni dos minutos, en
serio. Además, sabías lo importante que es este viaje para ambos, cuánto lo
hemos planeado y esperado. Por cierto… bebiste… bastante.
—No bebí —contestó defendiéndose, pero calló
de súbito reflexionando que, negarlo o justificarse, empeoraría las cosas—…
tanto. Sí, lo sé, de verdad lo siento. Hace mucho que no los veía, no me di
cuenta de la hora y solo fueron dos… tres cervezas.
No tenía caso seguir discutiendo y oyendo sus
mentiras. «Hace mucho», repitió en su cabeza. «Como si un mes fuera una
eternidad». En varias ocasiones ya había priorizado el tiempo con su familia a
costa de planes con ella. Volteó la cabeza hacia la ventana y bajó el vidrio.
Dejó que el aire frío golpeara su rostro sintiendo que sus pulmones se llenaban
con la humedad del ambiente. Sus pupilas se alimentaron del paisaje ocre que
vestía los campos y las montañas al costado de la carretera. El otoño estaba en
su apogeo. Una neblina densa se había apoderado del camino. Era como si el
clima adivinara su sentir.
Sin hijos, sin familia, ella estaba
acostumbrada a manejarse de manera independiente. Él, en cambio, tenía cierto
apego a su madre, hermanos, tíos, primos. En varias ocasiones habían discutido
a causa de esto, ya que Marcos intentaba no faltar a los eventos o reuniones
familiares, asegurándole que, después de que se casaran, las cosas cambiarían. Irma
dudaba del éxito de esas promesas por días como el anterior, lo cual la
confundía pues, fuera de ese tema, la entrega y pasión por ella eran indudables.
Incluso, muchas veces, le hizo la analogía de que, estando juntos, se sentía
como en una burbuja repleta de amor, libertad, pasión, en fin, felicidad
absoluta. Solo cuando él salía de ese mundo rosa, un manto de lejanía y
frialdad los cubría.
Durante las dos horas de trayecto, la radio
fue la que armonizó el mutismo que reinaba al interior del vehículo. En cuanto se
escuchó a Jesse & Joy cantar: «Quiero ser como tú / Quiero ser yo la fuerte
/ Solo te he pedido a cambio tu sinceridad / Quiero que el amor al fin conteste
/ ¿Por qué siempre soy yo la de la mala suerte?», la voz del GPS interrumpió la
canción que acompañaba el llanto discreto de Irma para avisar que la desviación
estaba próxima. Al mismo tiempo, los letreros de madera clavados con largas
estacas en el acotamiento iban apareciendo, señalando con flechas la entrada al
complejo de cabañas. «Paraíso romántico a diez minutos», se leía en uno.
«Bosque mágico. Próxima salida», anunciaba otro.
Marcos activó la palanca de la direccional y
bajó su mano a la pierna de Irma.
—Nena, por favor, perdóname. Ya estamos aquí,
vamos a intentar pasar el mejor momento, ¿sí? No dejemos que mis estupideces
arruinen el viaje.
Ella volteó a verlo enjugándose las lágrimas.
Encontró su mirada que navegaba entre el camino y sus ojos húmedos color
avellana. Quiso creerle. Quiso sentir su arrepentimiento y aprovechar el tiempo
con él. Sabía lo complicado que era escaparse para estar juntos.
—Sí, está bien —respondió sonriendo—.
Gracias, amor.
Una vez que llegaron y terminaron de
registrarse, les mostraron el sendero hacia la cabaña reservada. Frente a ella
podrían estacionar la camioneta y, en lo que bajaban las maletas, un empleado
dejaría leña frente a la chimenea. Irma se hallaba en un sueño hecho realidad.
El misticismo del bosque envolvía la emoción del fin de semana. Cuatro días
entregándose el uno al otro, amándose sin límites como tanto lo había fantaseado.
Podría gritar y desfogar toda esa pasión que se desataba al estar con él y que,
por lo general, en la ciudad reprimía.
El interior de la construcción rústica era
amplio pero acogedor. Pese al frío, reparó en la reacción de su cuerpo ante las
imágenes que su mente fabricaba al ver el nido tan romántico en el que estarían;
una cálida y húmeda sensación le invadió la entrepierna. En cuanto el empleado
se marchó, luego de explicarles cómo deberían de acomodar y prender la madera
más tarde, Irma se apresuró a cerrar con seguro la puerta. Sus ojos buscaron a
Marcos, quien notó la lascivia que desbordaban. Se apresuró a terminar de
escribir algo en el celular para enseguida aventarlo a la mesa que había en el
centro de la estancia e ir hacia ella con paso decidido. Comenzó a besarla y a
desnudarla recorriendo cada poro de su trémula piel. Sus lenguas jugaban a
explorarse, a reconocerse. Prenda tras prenda avivaban el frenesí que los
colmaba y los llamaba a dejarse ir. Él sintió la pantaleta de ella empapada y
se excitó a tal grado que pensó que explotaría en cualquier segundo.
Cayeron en la cama presa de la urgencia
corporal de fundirse. Sus manos inspeccionaban cada centímetro de piel erizada
y ávida de caricias. Sus respiraciones se agitaban conforme el nivel de
excitación se incrementaba. Ella abrió las piernas y lo recibió arqueando
ligeramente la espalda. Resollaron al unísono. La penetró despacio, disfrutando
esa sensación deliciosa de ser atrapado por su calor y estrechez. ¡Cómo adoraba
el cambio de textura, de presión! Ese roce en cada parte de su miembro era
exquisito y ella se mojaba tanto que entrar y salir causaba un placer inaudito.
Marcos besó los pezones duros y erectos de Irma. Conocía bien la conexión
directa entre ellos y su aumento de placer. Como magia, sus gemidos se
incrementaban, lo abrazaba con fuerza y se frotaba en él cada vez con más
vigor.
Irma lo empujó para que quedara acostado boca
arriba y se sentó sobre él, dirigiendo con la mano al pene para que volviera a
visitarla hasta el fondo de su ser. ¡Ah! El deleite de apresarlo así en su
interior era único. Volvió a frotarse encima de él, despacio. A veces se
inclinaba para besarle la boca y luego llevaba su cuerpo hacia atrás sintiendo
cómo la fricción la transportaba al cielo. Jadeó, gritó y desahogó en un gran
gemido el orgasmo que alteró cada milímetro de su existencia. Su cuerpo se
convulsionaba al compás de los movimientos de cadera de él quien también estaba
llegando al fin del recorrido, agarrándole con una mano un seno y con la otra
apretujándole la cadera.
Ambos, sudando, recuperaban el aliento celebrando
el momento tan maravilloso que habían compartido. Se quedaron recostados un
rato, abrazados. Luego, él le besó con ternura los labios y fue al cuarto de
baño. Ella, tras unos segundos, recordó algo y se levantó de la cama. No la
detuvo el aire fresco que cubrió su cuerpo; era importante ir a la mesa del
comedor. Sin titubear levantó el celular que él había aventado ahí y lo
desbloqueó. No había cambiado la clave. La aplicación de los mensajes estaba
activa. «¿Cómo están mis niñas? Apenas llegué a la convención, hay muy mala
señal. Las extraño y amo mucho. Besos».
Otro tipo de calor comenzó a subir por su
vientre hasta llegar al pecho. Era quemante, incómodo, seco. «¡¿Mis niñas?! ¿¡Las…
amo?! ¿¡Las?!», pensó con una furia que se agolpaba en su mente. Sintió en el
estómago un vuelco terrible, como ese jalón al recorrer en auto, a alta
velocidad, una bajada inesperada. «De su hija, lo entiendo, pero ¿a ella
también le habla así? Él me dijo que ya no sentía nada por su esposa, ¡maldito
infeliz!». Dejó el celular en la misma posición donde lo encontró e inhaló
profundo para tranquilizarse.
Se dirigió al mueble, junto a la cama, en
donde habían dejado las maletas. Abrió la suya, sacó su bata, se la puso y
removió entre la ropa hasta encontrar lo que buscaba. Acto seguido, hurgó en el
equipaje de él y sacó un pequeño contenedor con las pastillas para su enfermedad.
Caminó hacia la cocina y acomodó todo sobre la barra de servicio. Al pequeño
bote que obtuvo de la valija de él le extrajo todas las tabletas y lo llenó con
otras casi del mismo tamaño, color y forma del frasco que ella traía. Luego, en
el apartado escondido del forro de su mochila personal, guardó las que había
sacado.
Sintió una punzada de remordimiento y se
perdió en sus pensamientos. Rememoró la historia que le había contado a su
amiga, aprovechando que trabajaba en una farmacia, para que la ayudara a
encontrar algún medicamento antiinflamatorio, no esteroide, que se pareciera a
un comprimido que le dio. «Mira, es este», le había dicho al entregárselo. «Fue
mágico contra mi dolor de espalda, ¡pero no recuerdo el nombre! Solo sé que es
el de mayor gramaje, ya sabes, el “forte”», mintió. Nunca se mencionó que esos antiinflamatorios
están contraindicados para quien sufre insuficiencia cardiaca, pues agravan el
padecimiento en forma vertiginosa.
—¡Amor! —le gritó Marcos desde el baño—,
¿vienes? Vamos a bañarnos para recorrer un rato el bosque.
Irma se sobresaltó al ser arrancada de sus
recuerdos. Intentó distribuir, de la forma más natural posible, el contenido
del botiquín y el frasco con las medicinas alteradas. «Si me pregunta por qué
vacié aquí esto, le diré que me dolía la cabeza», concluyó para sus adentros.
—Sí, voy —dijo en voz alta, se despojó de la
bata e ingresó al cuarto de baño.
Aún había luz cuando salieron a dar una
vuelta por el terreno. Las copas de los árboles parecían tocar el cielo
aumentando la obscuridad de la zona. Había varias cabañas, algunas de dos
pisos, con sobrado espacio entre ellas. La mayoría estaba vacía ya que no era
época vacacional. Al fondo descansaba un lago con agua verdosa y nenúfares
decorando su extensión, rodeado de grandes rocas grisáceas completando el
cuadro. Se escuchaban diversas aves trinar al compás del viento que cada minuto
soplaba más fuerte. El pasto de un verde vivo se mezclaba con la tierra remojada
que dibujaba las escasas pisadas de los visitantes. Aún era época de lluvias y
se podía sentir la humedad calar los huesos. En cuanto terminó de caer la
noche, regresaron a la cabaña a cenar.
En el paquete que contrataron se incluían los
alimentos. Solicitaron que les llevaran la cena cerca de las siete pues habían almorzado
un refrigerio ligero en la carretera. Al entrar, ya estaban las charolas en la
mesa. Para su sorpresa habían decorado con velas rojas la zona del comedor,
pétalos de rosas en un camino de la entrada hacia la cama y, dispuesto frente a
la chimenea ya encendida, un tapete grueso. Sobre él, varios cojines carmesíes formaban
un enorme corazón. En el centro, una hielera de metal enfriaba una botella de
champaña y, junto a ella, dos copas de cristal. Al lado, una caja transparente,
bien sellada para evitar que las hormigas la invadieran, contenía lo que
parecían fresas cubiertas con chocolate.
Irma tenía los ojos desorbitados y una
sonrisa que no cabía en su rostro.
—¿Te gusta, amor? —preguntó Marcos sin poder
ocultar su emoción—. Por eso te pedí el teléfono de aquí. No fue para confirmar
la reservación, sino para que me ayudaran a darte esta sorpresa. Te amo, nena,
y quiero hacerte feliz.
Ella, colmada de alegría, lo abrazó con
efusividad, besándolo una y otra vez. Se sentía tan plena y feliz, que olvidó
todo.
—Vamos a cenar, nena mía, que ya hace hambre
—le susurró al oído y le dio un tierno beso en la oreja—. Porque me urge
disfrutar el postre… y también las fresas.
Ambos rieron en complicidad acariciándose
como dos adolescentes enamorados. Ella destapaba las charolas y distribuía la
comida en los platos mientras él, de espaldas, servía las bebidas que estaban
en la barra. Vio de reojo los frascos y aprovechó para tomarse su medicina, ya
que la noche anterior lo había olvidado y no podía correr el riesgo de que
fueran dos noches seguidas. Sin percatarse, se frotó el brazo izquierdo debido
a un leve cosquilleo que sentía desde temprano.
Degustaron la cena platicando del paisaje con
el que se habían deleitado en la tarde y planeando qué actividades realizarían
el siguiente día. Quizás podrían hacer el recorrido a caballo mencionado en el
folleto o unirse al grupo de senderismo para escalar el pequeño cerro que se
veía a espaldas del terreno. Eso si no llovía porque era peligroso llevar a
cabo algunas de estas actividades por lo resbalosos que se volvían los caminos por
el lodo.
—Amor, voy a llamarle a mi hija y después nos
pasamos frente a la chimenea, ¿está bien? —preguntó Marcos. Sabía que el tema de
comunicarse a su casa, estando con Irma, era álgido y por eso intentaba
portarse con la mayor afabilidad posible.
—Ajá —respondió sin verlo a los ojos con tono
molesto—. Mientras voy guardando en el refrigerador la comida que sobró.
Marcos tentó la bolsa de su pantalón para
asegurarse de que traía el celular y se dirigió a la puerta de la cabaña; la
abrió y salió sin voltear. Irma sentía que le hervía la sangre. Aventó todo al frigorífico
y comenzó a pasearse dentro de la cabaña. De vez en cuando se asomaba por la
ventana. ¿Hablaría con ella o con su hija? Lo veía animado, escuchaba de lejos
sus carcajadas. Estaba disfrutando la plática. Con su hija no podría tener una
conversación tan larga y placentera, apenas tenía seis años. De seguro era con
su esposa. ¿Por qué le mentía? ¿Por qué le decía que casi no hablaban, que solo
trataban temas de la niña si era notorio que su relación iba más allá de la
paternidad? ¿Por qué había quedado de llamarles justo este fin de semana, que
sabía que estaría con ella? ¿Por qué le creía cuando él le juraba que se
divorciaría?
Recordó la ocasión en que estaban dentro del
auto en un estacionamiento de una tienda de autoservicio. Era una noche fresca.
Irma intentó brindarle un ultimátum. Él, conflictuado, le aseguró que no había
planeado enamorarse a ese grado, que todo se había acomodado para conocerse e
intimar. No obstante, su educación no vislumbraba el divorcio, pues su familia
era muy tradicionalista y una noticia así les haría mucho daño, sobre todo a su
madre. Ella pensó que ahí terminaría la relación, pero él la buscó días después;
juró que la amaba y aseguró ser capaz de romper esos obstáculos por ella.
Habían pasado cinco años desde entonces. Además, la relación entre él y su
esposa era más que cordial. Los había llegado a ver de lejos platicando,
riendo, conviviendo como dos buenos amigos.
Se volvió a asomar, pero no lo vio. Intentó tranquilizarse.
Fue al tapete frente a la chimenea, sacó la botella de la cubeta plateada,
sirvió una copa y se quedó parada a un costado de la mesa central. Aguantó la
respiración y se la bebió toda. De pronto se sintió una ráfaga helada de viento:
Marcos entraba a la cabaña, sonriendo.
—¡Vaya! Te me adelantaste —comentó risueño.
Se acercó a ella, quien ya se servía la segunda copa. Le quitó la bebida de la
mano y, en su lugar, le colocó una cajita de terciopelo negro sobre la palma,
sin quitarle la vista de encima.
Irma se quedó inmóvil. ¿Sería, por fin, el
anillo de compromiso? Sintió vergüenza por la ira que segundos atrás la
consumía.
—Vamos, ¡ábrelo! —le pidió Marcos,
emocionado.
Con manos temblorosas abrió despacio la tapa
y descubrió, sí, un anillo dorado, mas no acompañado por un diamante. Una
pequeña piedra roja, en forma de corazón, adornaba el aro.
—¿Te gusta? —preguntó entusiasmado—. Es tu
piedra, nena, rubí.
No esperó a que le respondiera. Le arrebató
la caja de la mano, sacó el anillo y se lo puso en el dedo anular de la mano
derecha. Levantó la vista para verla. Ella esbozaba una ligera mueca mientras
unas lágrimas se escapaban de sus ojos.
—¡Te encantó! —Festejó abrazándola con
fuerza. La tomó de la mano y la llevó al centro del tapete en donde ambos se
sentaron frente al fuego.
Sin embargo, Irma sentía que su cuerpo se
había separado de su ser. Veía a quien consideraba el amor de su vida celebrar
su éxito, llenar las copas del líquido ámbar y abrir la caja de las fresas
mientras movía los labios emitiendo palabras que ella no escuchaba. Era como
si, por primera vez en todos esos años, lo que había sido obvio, en ese preciso
instante, lograba asentarse en su comprensión y al fin percibía la foto
completa.
—¿Ya te tomaste tus píldoras? —lo cuestionó
sin considerar que su pregunta indicaba que no estaba siguiendo el hilo de
ideas que él expresaba.
—Eh, sí… este… ¿todo bien, nena? —cuestionó
Marcos sorprendido por la pregunta repentina y fuera de lugar.
—Sí… todo bien —respondió llevando sus
piernas a su pecho, abrazándolas y volteando la cabeza para perder su mirada en
el baile suave y gentil del fuego que jugaba entre los troncos de madera al
interior de la chimenea. El calor que la envolvía maquillaba lo helado de la
respuesta—. Es que cuando regresaste te estabas agarrando el brazo izquierdo. Solo
quería saber. Vamos, sírvenos otra copa.
Bebieron en silencio. Al advertir que la observaba desconcertado, intentó sacudir ese extraño pesar que se había adueñado de sus entrañas y lo estrechó cariñosa para atenuar cualquier pensamiento que pudiera ponerlo sobre aviso. Le susurró al oído que quería su bienestar y lo besó como si nada hubiera interrumpido el ambiente que reinaba media hora atrás mientras cenaban. Volvieron a fundirse al compás de las llamas que calentaban e iluminaban sus cuerpos desnudos, vibrando y estremeciéndose entre jadeos y promesas que, al menos ella, sabía que jamás se cumplirían.
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