martes, 23 de enero de 2024

Promesas

Érika Ramírez Levín

 

Ella sabía que no era el mejor momento ni lugar; es más, ni siquiera lo tenía bien planeado. Se repetía que era pasajero, que con los días ese pensamiento se atenuaría hasta quedar en el olvido. Sin embargo, en otras ocasiones lo había creído así y siempre regresaba a cazarla. La duda que la corroía era si, esta vez, sería capaz.

«A ver», se dijo ojeando las cosas esparcidas en la cama. «Maleta, bolsa de mano, dinero, botiquín médico… el frasco —cerró los ojos y la sorprendió un suspiro amargo—, las llaves, reservación impresa… listo, parece que ya tengo todo».

Eran las seis de la tarde. Fue a la cocina para preparar una cena ligera pues sabía que, tras la comida y el pastel por el festejo de sus primos, Marcos no traería mucha hambre. Ya quería verlo, platicar sus expectativas e ideas con él. Se sentía muy emocionada. Abrió la aplicación de música en su celular y reprodujo la lista de canciones que la animaba para cocinar. Media hora más tarde, la mesa estaba servida. El olor de la pasta con el queso le abrió el apetito. Sonrió ilusionada, mas de inmediato la sonrisa se difuminó al apagar la música y notar que no tenía mensajes nuevos.

Leyó un rato para hacer tiempo. Siete y cuarto. Volvió a revisar el celular. Nada. Prendió la televisión para distraerse. Ocho y veinte. «Amor, ¿todo bien? Quedaste en llegar temprano para ultimar los detalles. Por cierto, ¿te tomaste la pastilla?». Él sufría de insuficiencia cardiaca y, a pesar de que intentaba ser disciplinado, en situaciones así lo olvidaba. También se preguntaba si estaría bebiendo mucho, pues esto perjudicaba su condición. Envió el mensaje y se mantuvo atenta a la pantalla. Él no se conectó. Cerca de las once de la noche, metida en la cama, oyó la puerta. Se hizo la dormida cuando él se acomodó a su lado impregnando el ambiente de un inequívoco tufo alcohólico.

A la mañana siguiente, Irma, con visible molestia, lo zarandeó varias veces para despertarlo al darse cuenta de que no reaccionó con la alarma. Tuvieron que salir apresurados para evitar el tránsito pesado hacia la autopista. El único intercambio de palabras fue después de veinte minutos en que él se animó a hablar.

—Por favor discúlpame, nena. Se me pasó el tiempo. Ya sabes cómo son esos cabrones —dijo apenado.

—Lo que no entiendo es por qué no tuviste la decencia de avisarme. ¿Qué te quita mandarme un mensaje? Ni dos minutos, en serio. Además, sabías lo importante que es este viaje para ambos, cuánto lo hemos planeado y esperado. Por cierto… bebiste… bastante.

—No bebí —contestó defendiéndose, pero calló de súbito reflexionando que, negarlo o justificarse, empeoraría las cosas—… tanto. Sí, lo sé, de verdad lo siento. Hace mucho que no los veía, no me di cuenta de la hora y solo fueron dos… tres cervezas.

No tenía caso seguir discutiendo y oyendo sus mentiras. «Hace mucho», repitió en su cabeza. «Como si un mes fuera una eternidad». En varias ocasiones ya había priorizado el tiempo con su familia a costa de planes con ella. Volteó la cabeza hacia la ventana y bajó el vidrio. Dejó que el aire frío golpeara su rostro sintiendo que sus pulmones se llenaban con la humedad del ambiente. Sus pupilas se alimentaron del paisaje ocre que vestía los campos y las montañas al costado de la carretera. El otoño estaba en su apogeo. Una neblina densa se había apoderado del camino. Era como si el clima adivinara su sentir.

Sin hijos, sin familia, ella estaba acostumbrada a manejarse de manera independiente. Él, en cambio, tenía cierto apego a su madre, hermanos, tíos, primos. En varias ocasiones habían discutido a causa de esto, ya que Marcos intentaba no faltar a los eventos o reuniones familiares, asegurándole que, después de que se casaran, las cosas cambiarían. Irma dudaba del éxito de esas promesas por días como el anterior, lo cual la confundía pues, fuera de ese tema, la entrega y pasión por ella eran indudables. Incluso, muchas veces, le hizo la analogía de que, estando juntos, se sentía como en una burbuja repleta de amor, libertad, pasión, en fin, felicidad absoluta. Solo cuando él salía de ese mundo rosa, un manto de lejanía y frialdad los cubría.

Durante las dos horas de trayecto, la radio fue la que armonizó el mutismo que reinaba al interior del vehículo. En cuanto se escuchó a Jesse & Joy cantar: «Quiero ser como tú / Quiero ser yo la fuerte / Solo te he pedido a cambio tu sinceridad / Quiero que el amor al fin conteste / ¿Por qué siempre soy yo la de la mala suerte?», la voz del GPS interrumpió la canción que acompañaba el llanto discreto de Irma para avisar que la desviación estaba próxima. Al mismo tiempo, los letreros de madera clavados con largas estacas en el acotamiento iban apareciendo, señalando con flechas la entrada al complejo de cabañas. «Paraíso romántico a diez minutos», se leía en uno. «Bosque mágico. Próxima salida», anunciaba otro.

Marcos activó la palanca de la direccional y bajó su mano a la pierna de Irma.

—Nena, por favor, perdóname. Ya estamos aquí, vamos a intentar pasar el mejor momento, ¿sí? No dejemos que mis estupideces arruinen el viaje.

Ella volteó a verlo enjugándose las lágrimas. Encontró su mirada que navegaba entre el camino y sus ojos húmedos color avellana. Quiso creerle. Quiso sentir su arrepentimiento y aprovechar el tiempo con él. Sabía lo complicado que era escaparse para estar juntos.

—Sí, está bien —respondió sonriendo—. Gracias, amor.

Una vez que llegaron y terminaron de registrarse, les mostraron el sendero hacia la cabaña reservada. Frente a ella podrían estacionar la camioneta y, en lo que bajaban las maletas, un empleado dejaría leña frente a la chimenea. Irma se hallaba en un sueño hecho realidad. El misticismo del bosque envolvía la emoción del fin de semana. Cuatro días entregándose el uno al otro, amándose sin límites como tanto lo había fantaseado. Podría gritar y desfogar toda esa pasión que se desataba al estar con él y que, por lo general, en la ciudad reprimía.

El interior de la construcción rústica era amplio pero acogedor. Pese al frío, reparó en la reacción de su cuerpo ante las imágenes que su mente fabricaba al ver el nido tan romántico en el que estarían; una cálida y húmeda sensación le invadió la entrepierna. En cuanto el empleado se marchó, luego de explicarles cómo deberían de acomodar y prender la madera más tarde, Irma se apresuró a cerrar con seguro la puerta. Sus ojos buscaron a Marcos, quien notó la lascivia que desbordaban. Se apresuró a terminar de escribir algo en el celular para enseguida aventarlo a la mesa que había en el centro de la estancia e ir hacia ella con paso decidido. Comenzó a besarla y a desnudarla recorriendo cada poro de su trémula piel. Sus lenguas jugaban a explorarse, a reconocerse. Prenda tras prenda avivaban el frenesí que los colmaba y los llamaba a dejarse ir. Él sintió la pantaleta de ella empapada y se excitó a tal grado que pensó que explotaría en cualquier segundo.

Cayeron en la cama presa de la urgencia corporal de fundirse. Sus manos inspeccionaban cada centímetro de piel erizada y ávida de caricias. Sus respiraciones se agitaban conforme el nivel de excitación se incrementaba. Ella abrió las piernas y lo recibió arqueando ligeramente la espalda. Resollaron al unísono. La penetró despacio, disfrutando esa sensación deliciosa de ser atrapado por su calor y estrechez. ¡Cómo adoraba el cambio de textura, de presión! Ese roce en cada parte de su miembro era exquisito y ella se mojaba tanto que entrar y salir causaba un placer inaudito. Marcos besó los pezones duros y erectos de Irma. Conocía bien la conexión directa entre ellos y su aumento de placer. Como magia, sus gemidos se incrementaban, lo abrazaba con fuerza y se frotaba en él cada vez con más vigor.

Irma lo empujó para que quedara acostado boca arriba y se sentó sobre él, dirigiendo con la mano al pene para que volviera a visitarla hasta el fondo de su ser. ¡Ah! El deleite de apresarlo así en su interior era único. Volvió a frotarse encima de él, despacio. A veces se inclinaba para besarle la boca y luego llevaba su cuerpo hacia atrás sintiendo cómo la fricción la transportaba al cielo. Jadeó, gritó y desahogó en un gran gemido el orgasmo que alteró cada milímetro de su existencia. Su cuerpo se convulsionaba al compás de los movimientos de cadera de él quien también estaba llegando al fin del recorrido, agarrándole con una mano un seno y con la otra apretujándole la cadera.

Ambos, sudando, recuperaban el aliento celebrando el momento tan maravilloso que habían compartido. Se quedaron recostados un rato, abrazados. Luego, él le besó con ternura los labios y fue al cuarto de baño. Ella, tras unos segundos, recordó algo y se levantó de la cama. No la detuvo el aire fresco que cubrió su cuerpo; era importante ir a la mesa del comedor. Sin titubear levantó el celular que él había aventado ahí y lo desbloqueó. No había cambiado la clave. La aplicación de los mensajes estaba activa. «¿Cómo están mis niñas? Apenas llegué a la convención, hay muy mala señal. Las extraño y amo mucho. Besos».

Otro tipo de calor comenzó a subir por su vientre hasta llegar al pecho. Era quemante, incómodo, seco. «¡¿Mis niñas?! ¿¡Las… amo?! ¿¡Las?!», pensó con una furia que se agolpaba en su mente. Sintió en el estómago un vuelco terrible, como ese jalón al recorrer en auto, a alta velocidad, una bajada inesperada. «De su hija, lo entiendo, pero ¿a ella también le habla así? Él me dijo que ya no sentía nada por su esposa, ¡maldito infeliz!». Dejó el celular en la misma posición donde lo encontró e inhaló profundo para tranquilizarse.

Se dirigió al mueble, junto a la cama, en donde habían dejado las maletas. Abrió la suya, sacó su bata, se la puso y removió entre la ropa hasta encontrar lo que buscaba. Acto seguido, hurgó en el equipaje de él y sacó un pequeño contenedor con las pastillas para su enfermedad. Caminó hacia la cocina y acomodó todo sobre la barra de servicio. Al pequeño bote que obtuvo de la valija de él le extrajo todas las tabletas y lo llenó con otras casi del mismo tamaño, color y forma del frasco que ella traía. Luego, en el apartado escondido del forro de su mochila personal, guardó las que había sacado.

Sintió una punzada de remordimiento y se perdió en sus pensamientos. Rememoró la historia que le había contado a su amiga, aprovechando que trabajaba en una farmacia, para que la ayudara a encontrar algún medicamento antiinflamatorio, no esteroide, que se pareciera a un comprimido que le dio. «Mira, es este», le había dicho al entregárselo. «Fue mágico contra mi dolor de espalda, ¡pero no recuerdo el nombre! Solo sé que es el de mayor gramaje, ya sabes, el “forte”», mintió. Nunca se mencionó que esos antiinflamatorios están contraindicados para quien sufre insuficiencia cardiaca, pues agravan el padecimiento en forma vertiginosa.

—¡Amor! —le gritó Marcos desde el baño—, ¿vienes? Vamos a bañarnos para recorrer un rato el bosque.

Irma se sobresaltó al ser arrancada de sus recuerdos. Intentó distribuir, de la forma más natural posible, el contenido del botiquín y el frasco con las medicinas alteradas. «Si me pregunta por qué vacié aquí esto, le diré que me dolía la cabeza», concluyó para sus adentros.

—Sí, voy —dijo en voz alta, se despojó de la bata e ingresó al cuarto de baño.

Aún había luz cuando salieron a dar una vuelta por el terreno. Las copas de los árboles parecían tocar el cielo aumentando la obscuridad de la zona. Había varias cabañas, algunas de dos pisos, con sobrado espacio entre ellas. La mayoría estaba vacía ya que no era época vacacional. Al fondo descansaba un lago con agua verdosa y nenúfares decorando su extensión, rodeado de grandes rocas grisáceas completando el cuadro. Se escuchaban diversas aves trinar al compás del viento que cada minuto soplaba más fuerte. El pasto de un verde vivo se mezclaba con la tierra remojada que dibujaba las escasas pisadas de los visitantes. Aún era época de lluvias y se podía sentir la humedad calar los huesos. En cuanto terminó de caer la noche, regresaron a la cabaña a cenar.

En el paquete que contrataron se incluían los alimentos. Solicitaron que les llevaran la cena cerca de las siete pues habían almorzado un refrigerio ligero en la carretera. Al entrar, ya estaban las charolas en la mesa. Para su sorpresa habían decorado con velas rojas la zona del comedor, pétalos de rosas en un camino de la entrada hacia la cama y, dispuesto frente a la chimenea ya encendida, un tapete grueso. Sobre él, varios cojines carmesíes formaban un enorme corazón. En el centro, una hielera de metal enfriaba una botella de champaña y, junto a ella, dos copas de cristal. Al lado, una caja transparente, bien sellada para evitar que las hormigas la invadieran, contenía lo que parecían fresas cubiertas con chocolate.

Irma tenía los ojos desorbitados y una sonrisa que no cabía en su rostro.

—¿Te gusta, amor? —preguntó Marcos sin poder ocultar su emoción—. Por eso te pedí el teléfono de aquí. No fue para confirmar la reservación, sino para que me ayudaran a darte esta sorpresa. Te amo, nena, y quiero hacerte feliz.

Ella, colmada de alegría, lo abrazó con efusividad, besándolo una y otra vez. Se sentía tan plena y feliz, que olvidó todo.

—Vamos a cenar, nena mía, que ya hace hambre —le susurró al oído y le dio un tierno beso en la oreja—. Porque me urge disfrutar el postre… y también las fresas.

Ambos rieron en complicidad acariciándose como dos adolescentes enamorados. Ella destapaba las charolas y distribuía la comida en los platos mientras él, de espaldas, servía las bebidas que estaban en la barra. Vio de reojo los frascos y aprovechó para tomarse su medicina, ya que la noche anterior lo había olvidado y no podía correr el riesgo de que fueran dos noches seguidas. Sin percatarse, se frotó el brazo izquierdo debido a un leve cosquilleo que sentía desde temprano.

Degustaron la cena platicando del paisaje con el que se habían deleitado en la tarde y planeando qué actividades realizarían el siguiente día. Quizás podrían hacer el recorrido a caballo mencionado en el folleto o unirse al grupo de senderismo para escalar el pequeño cerro que se veía a espaldas del terreno. Eso si no llovía porque era peligroso llevar a cabo algunas de estas actividades por lo resbalosos que se volvían los caminos por el lodo.

—Amor, voy a llamarle a mi hija y después nos pasamos frente a la chimenea, ¿está bien? —preguntó Marcos. Sabía que el tema de comunicarse a su casa, estando con Irma, era álgido y por eso intentaba portarse con la mayor afabilidad posible.

—Ajá —respondió sin verlo a los ojos con tono molesto—. Mientras voy guardando en el refrigerador la comida que sobró.

Marcos tentó la bolsa de su pantalón para asegurarse de que traía el celular y se dirigió a la puerta de la cabaña; la abrió y salió sin voltear. Irma sentía que le hervía la sangre. Aventó todo al frigorífico y comenzó a pasearse dentro de la cabaña. De vez en cuando se asomaba por la ventana. ¿Hablaría con ella o con su hija? Lo veía animado, escuchaba de lejos sus carcajadas. Estaba disfrutando la plática. Con su hija no podría tener una conversación tan larga y placentera, apenas tenía seis años. De seguro era con su esposa. ¿Por qué le mentía? ¿Por qué le decía que casi no hablaban, que solo trataban temas de la niña si era notorio que su relación iba más allá de la paternidad? ¿Por qué había quedado de llamarles justo este fin de semana, que sabía que estaría con ella? ¿Por qué le creía cuando él le juraba que se divorciaría?

Recordó la ocasión en que estaban dentro del auto en un estacionamiento de una tienda de autoservicio. Era una noche fresca. Irma intentó brindarle un ultimátum. Él, conflictuado, le aseguró que no había planeado enamorarse a ese grado, que todo se había acomodado para conocerse e intimar. No obstante, su educación no vislumbraba el divorcio, pues su familia era muy tradicionalista y una noticia así les haría mucho daño, sobre todo a su madre. Ella pensó que ahí terminaría la relación, pero él la buscó días después; juró que la amaba y aseguró ser capaz de romper esos obstáculos por ella. Habían pasado cinco años desde entonces. Además, la relación entre él y su esposa era más que cordial. Los había llegado a ver de lejos platicando, riendo, conviviendo como dos buenos amigos.

Se volvió a asomar, pero no lo vio. Intentó tranquilizarse. Fue al tapete frente a la chimenea, sacó la botella de la cubeta plateada, sirvió una copa y se quedó parada a un costado de la mesa central. Aguantó la respiración y se la bebió toda. De pronto se sintió una ráfaga helada de viento: Marcos entraba a la cabaña, sonriendo.

—¡Vaya! Te me adelantaste —comentó risueño. Se acercó a ella, quien ya se servía la segunda copa. Le quitó la bebida de la mano y, en su lugar, le colocó una cajita de terciopelo negro sobre la palma, sin quitarle la vista de encima.

Irma se quedó inmóvil. ¿Sería, por fin, el anillo de compromiso? Sintió vergüenza por la ira que segundos atrás la consumía.

—Vamos, ¡ábrelo! —le pidió Marcos, emocionado.

Con manos temblorosas abrió despacio la tapa y descubrió, sí, un anillo dorado, mas no acompañado por un diamante. Una pequeña piedra roja, en forma de corazón, adornaba el aro.

—¿Te gusta? —preguntó entusiasmado—. Es tu piedra, nena, rubí.

No esperó a que le respondiera. Le arrebató la caja de la mano, sacó el anillo y se lo puso en el dedo anular de la mano derecha. Levantó la vista para verla. Ella esbozaba una ligera mueca mientras unas lágrimas se escapaban de sus ojos.

—¡Te encantó! —Festejó abrazándola con fuerza. La tomó de la mano y la llevó al centro del tapete en donde ambos se sentaron frente al fuego.

Sin embargo, Irma sentía que su cuerpo se había separado de su ser. Veía a quien consideraba el amor de su vida celebrar su éxito, llenar las copas del líquido ámbar y abrir la caja de las fresas mientras movía los labios emitiendo palabras que ella no escuchaba. Era como si, por primera vez en todos esos años, lo que había sido obvio, en ese preciso instante, lograba asentarse en su comprensión y al fin percibía la foto completa.

—¿Ya te tomaste tus píldoras? —lo cuestionó sin considerar que su pregunta indicaba que no estaba siguiendo el hilo de ideas que él expresaba.

—Eh, sí… este… ¿todo bien, nena? —cuestionó Marcos sorprendido por la pregunta repentina y fuera de lugar.

—Sí… todo bien —respondió llevando sus piernas a su pecho, abrazándolas y volteando la cabeza para perder su mirada en el baile suave y gentil del fuego que jugaba entre los troncos de madera al interior de la chimenea. El calor que la envolvía maquillaba lo helado de la respuesta—. Es que cuando regresaste te estabas agarrando el brazo izquierdo. Solo quería saber. Vamos, sírvenos otra copa.

Bebieron en silencio. Al advertir que la observaba desconcertado, intentó sacudir ese extraño pesar que se había adueñado de sus entrañas y lo estrechó cariñosa para atenuar cualquier pensamiento que pudiera ponerlo sobre aviso. Le susurró al oído que quería su bienestar y lo besó como si nada hubiera interrumpido el ambiente que reinaba media hora atrás mientras cenaban. Volvieron a fundirse al compás de las llamas que calentaban e iluminaban sus cuerpos desnudos, vibrando y estremeciéndose entre jadeos y promesas que, al menos ella, sabía que jamás se cumplirían.

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