Luis Orellana Díaz
Cuando volvió en
sí tenía el rostro hundido en el lodo. Despertó saboreando la tierra mezclada
con esa sensación ferrosa de la sangre. Mientras respiraba con la boca abierta sus
dientes crujían con la arena que le llegaba hasta la garganta. Intentó levantar la cabeza, pero una bota la
mantenía fija contra el suelo. Llovía persistentemente, estaba calado de pies a
cabeza, no sentía las manos ni las piernas.
—¡Las deudas de
juego son sagradas! ¿Lo sabes? —repite una voz—. Pagarás de cualquier forma.
Minacho, un «milico»
orondo, vestido de camuflaje, apretaba con su bota el cuello de Galton; a su
lado, dos conscriptos bajo sus órdenes, contemplaban la escena impávidos. El
más alto, el que lo golpeó, aún tenía en las manos el fusil con la culata hacia
arriba.
Galton permaneció
por un instante mirando los hierbajos que crecían a ras de suelo. A través del
pasto ralo podía reconocer los corvejones castaños de su caballo. Tras la niebla
apenas vislumbraba la empalizada de la cerca.
—¡Sí le voy a
pagar, se lo juro! —dijo Galton entre gruñidos—. Le ruego por Dios que me
suelte.
—¿Cuándo?, ¿cuándo?
—preguntaba implacable—. ¿Vas a seguir jugando a las escondidas?
—¡No, no, se lo
juro! Yo mismo le llevo el dinero a su
casa la próxima semana.
Minacho mantuvo el
pie sobre el cuello un tiempo más hasta convencerse de que el hombre tendido en
el suelo lo había comprendido.
—Me tendrás ese
dinero la próxima semana. ¡Ni una semana más! ¿Entendiste?
—Entendí, entendí —repitió
Galton incorporándose sobre sus rodillas.
El sargento se
quitó la gorra y golpeó con ella el rostro de Galton a modo de bofetada.
—El juego comienza
y termina en la mesa de naipes, después todo va en serio —lo dijo ya con voz
reposada—. Lo sabes, ¿verdad?… —Galton asentía cabizbajo a toda la perorata que
Minacho le lanzaba.
Cuando sus agresores
se marcharon se puso de pie, se limpió la cara con un borde de la camisa, fregó
sus manos sobre la hierba para quitarse la sangre y el lodo, con sus palmas ya
limpias, sacudió y estiró sus vestidos hasta dejarlos tirantes. Su finca estaba cerca, a unas dos cuadras más
allá del lote de los naranjos. Tomó la rienda de su caballo y caminó en
silencio el trecho que faltaba hasta su casa.
«Si mi viejo me
viera —venía pensando—, volvería a morirse de la pura vergüenza». «¡Aléjate del
juego, del licor y las mujeres!». La voz de su padre le llovía en la conciencia.
—¡Papá, papá!
—gritaban los niños que salieron a su encuentro.
Galton levantó en
sus brazos a la más pequeña. Galtiton saltaba a su lado tomándolo por la
camisa.
—No lo olvidaste, ¿verdad?,
¿no lo olvidaste? —repetía ansioso el niño.
El hombre sacó del
bolsillo de su chamarra un pequeño gallito de latón que estaba todo apachurrado,
lo enderezó como pudo y se lo dio a su hijo.
La cabaña era grande,
aunque modesta, la había heredado de su padre con diez acres de tierra; en ella
medraba una familia de cinco miembros.
—¿Qué te traes? —preguntó
la esposa de pie en el portal de la cabaña—, vienes tan magullado.
El rostro del
hombre comenzaba a hincharse y a ponerse violáceo a causa de los golpes.
—No es nada Maruja
—dijo—. Este caballo que cada día está más mañoso. ¡Pon a hervir el matico para
amortiguar los golpes! —ordenó.
No quiso entrar a
la casa para evitar que su anciana madre lo viera en ese estado. Hizo un rodeo hacia
la parte posterior. Desensilló al
caballo profiriendo unas palabrotas y lo dejó en el establo. Llegó hasta el
estanque y se zambulló con la ropa puesta. En su corral se alborotaban los
gallos con las postreras campanadas que marcaban el fin de la tarde.
Al día siguiente
se levantó temprano, antes de que amaneciera. Tuvo una noche terrible a causa
de los golpes y las preocupaciones, su mujer se despertó en varias ocasiones y
le preguntaba: «¿Qué pasa marido?», entre dormida y despierta.
Después de echarse
agua fría en el rosto, más que para despertarse, para aliviarse la inflamación;
cruzó el patio y se metió al corral abriéndose paso entre las gallinas hasta la
percha donde permanecían los gallos enjaulados. Todavía se podía vislumbrar el
lucero del alba refulgiendo en el firmamento. El hombre lo tomó como un signo
de buen augurio.
—Ajicito, ya estás
mejor, ¿verdad?
En el interior de
la jaula el ave estaba erguida con el cuello levantado. Su cráneo redondo y fuerte
parecía de piedra, su rostro sanguíneo amputado de cresta y barbillas mostraba
unos ojos fijos y vacíos.
—Ya estas mejor, ¿verdad?
—volvió a preguntar.
Intentó acariciarlo
introduciendo sus dedos a través de las mallas. El ave cobró vida y comenzó a
moverse como una máquina, como un artefacto de fina relojería. Cacareó dos o
tres veces sin romper el silencio de la madrugada.
—Ahora te toca a
ti —le habló como a un amigo, como a un confidente—. Hubiera querido que
descanses algo más, te lo mereces después de tu última pelea. Reyes está picado
contigo, debemos aprovechar esta oportunidad, no nos queda tiempo. Ya sabes: lo
del banco, la deuda de Minacho. Se nos acabó el crédito. Pero tú, tú nunca me
has fallado, ¿verdad?, ¿verdad? —repetía en voz baja con la certeza de que Ají
Seco le comprendía.
Los hombres que trabajan para Miguel Reyes lo llaman el Señor. La fama de Miguel comenzó desde muy joven. Guiaba mulas con su padre y cruzaba la frontera hacia el Perú trayendo y llevando de todo. Dicen en el pueblo, aunque en voz baja, que su fortuna se acrecentó cuando se dedicó a cruzar paquetes de «polvo». Ahora es el dueño de la comarca.
—¿Puedo hablar con
el Señor? —preguntó Galton.
Dos hombres
curtidos por el sol hacían guardia en la puerta de la mansión. El pequeño de
barba se acercó a las rejas del portón, bajo la camiseta que cubría al
cinturón, se podía adivinar el bulto de un revolver.
—¿Quién pregunta
por él? —contesta inclinando la cabeza hacia atrás y levantando el mentón de
forma desafiante.
—De parte de su
compadre, dígale. De su compadre Galton.
Galton se presentó
frente a la reja portando gafas obscuras de grandes marcos y un sombrero de ala
ancha que proyectaba sombra y ocultaba su rostro maltrecho. Los guardias lo
juzgaron con cautela y no terminaban de decidirse a dejarlo pasar.
—Díganle a Miguel
que vengo por el asunto de Ají Seco —habló con aplomo.
El Guardia que
estaba en la garita corrió la ventanilla e hizo un gesto con la cabeza en señal
de anuencia.
—Oí que Minacho lo
andaba buscando compadre —dijo Miguel mientras le daba unas palmadas en la
espalda—, pero por lo que veo, ya dio con usted, ese «milico» es de armas tomar
—continuó mientras le servía una copa de aguardiente.
El hombre se puso
cómodo frente al escritorio del Señor. En cada ocasión que era recibido en el
despacho de su amigo se deleitaba contemplando la vitrina colmada de galardones
que, junto a una pared ornada de diplomas y placas de reconocimiento —Al Mejor Holstein
Friesian de la feria, al Mejor Expositor de Caballos de Paso, al Gallero del Año…—,
era lo más preciado que tenía don Miguel. De entre todos los premios que adornaban
la pared, lo que Galton más codiciaba era una copa de plata alpaca coronada por
un gallo de oro con incrustaciones de diminutos diamantes en el plumaje, que
hacían resplandecer al icono cuando la luz le pegaba de frente. En su pedestal traía
grabada la frase: A Cobra Negra Campeón Internacional.
Siempre sintió una
envidia encubierta por los logros de su compadre Miguel, desde aquellos años de
la niñez cuando guiaban recuas por esos cerros polvorientos. Cuando bebía, que
era a menudo, le daba por compararse con su compadre y en silencio se consolaba
aduciendo su pobreza a su proceder honesto y veía la riqueza de su compadre como
una afrenta.
—Bueno compadre
—dijo Galton, levantando la copa a modo de brindis—. A usted y a mí se nos va
la vida en el juego. Así que, iré al grano: quiero darle la revancha con mi
gallo.
Miguel le quedó
mirando a los ojos un momento, intentando de descifrar las verdaderas
intenciones que traía su amigo.
—Le propongo mi
gallo frente a su Goliat —continuó Galton, poniéndose de pie y tratando de
darle a su voz la solemnidad que exige un reto—. Es la pelea que su merced
siempre ha buscado, ¿no es así?
—No tan rápido,
compadre —respondió Miguel—. «Cójale suave». Que este asunto con el «milico» no
le haga perder la cabeza. —Le dio unas palmadas en la espalda— ¿No cree que es
muy pronto para regresarlo al palenque? No hace mucho que su gallo estuvo en la
arena; claro que ganó, pero no salió tan bien parado.
—No lo pelearía si
así fuera, el Ají está óptimo ¡Palabra de gallero!
—Mire —dijo el
Señor—, usted sabe cuánto le estimo y no quisiera ser yo el que termine de
arruinarlo. —Puso la mano sobre el hombro de su amigo—. Le propongo algo: cédame
el gallo y yo me hago cargo de su deuda con el Minacho. —Sirvió otra copa a la
espera de que su compadre entrara en razón—. Ese gallo es bueno, no tanto como
usted cree, pero… ¿cómo le diré?, digamos que es diferente. Yo preferiría
aprovechar su genética antes que quitarle a usted más de su dinero.
—Vea mi compadre.
—Al hombre no le quedó más que sincerarse con su amigo—: Mi problema va más
allá de la deuda con el «milico». Mi problema mayor es el préstamo del banco. Estoy
con el agua al cuello. El mes que viene se remata la finca.
—Vaya, vaya, mi querido
Galton Rodríguez, usted sí que se las trae. —Movía la cabeza al tiempo que
sonreía irónicamente—. Esa finca siempre me ha gustado y usted lo sabe, desde
que perteneció a don Carlos, su finado padre, que en paz descanse. —Se
santiguó.
—Son veinte
grandes los que debo al banco, pero la finca con la casa vale diez veces ese
precio.
—No, si sale al
remate —discrepó el Señor.
—Lo sé, por eso
acudo al amigo —dijo en tono de súplica—. Le estoy proponiendo algo que usted
mismo me propuso hace unos meses atrás.
—El tiempo pasa y el
mundo da vueltas —respondió Miguel, mientras hacía girar su dedo índice—. Además,
tenemos claro que en los negocios no hay amigos —y dejando a un lado los
discursos, le preguntó—: ¿Cómo lo jugaríamos?
—Veinticinco —contestó
Galton, como quien dice una puchuela.
—¡Ajá! —dijo—. Son
cinco grandes los que le debe a Minacho. Por mí no habría problema. —Lo sopesó por un
momento y luego decidió—. Podría ser. —Volvió a pensarlo—. ¡Está bien! Si así lo quiere, no le demos más vueltas. Pero
usted sabe de antemano que lo jugaríamos por el rancho, porque dinero… es lo
que anda buscando. ¿Verdad?
—Para que le digo
que no, si su merced lo sabe de antemano —dijo Galton—. No se hable más.
Entonces: ¿para este fin de semana que son las fiestas de San Carlos?
—No hay otro momento más propicio que esta
feria —afirmó Miguel y estrechó la mano de su amigo—. Ahora solo falta ver de qué
lado se inclina la balanza.
—Hecho —confirmó
el hombre y salió decidido a poner a punto a su gallo.
La pollada en la
que nació Ají Seco reventó un catorce de enero por la mañana. Era un grupo de
quince polluelos con el color de las naranjas que caían de maduras. Cuando el
grupo se desperdigaba en busca de bichos y gusanos, su madre —una gallina
bulliciosa— terminaba confundida buscando a sus polluelos entre tanta naranja que
se descomponía en el piso de tierra. Ají Seco era el único polluelo rojinegro.
Tendrían algo más
de una semana cuando las tormentas del Niño azotaron la comarca. Una madrugada
que Galtiton se preparaba para la escuela, después de una noche de lluvia
torrencial, descubrió a los polluelos flotando con las patas para arriba en el
patio inundado. El niño rescató a los tres únicos que aún seguían con vida,
entre ellos el polluelo rojinegro. Los secó, los abrigó, y por un tiempo
compartió el cuidado con la bulliciosa.
Maruja, a cargo de
la casa, pasaba ocupándose de su tierna hija, de la granja y atendiendo la
cocina. Una mañana, el cacareo de la bulliciosa rompió de súbito la
tranquilidad del patio a la hora en que la mujer sazonaba un guiso, a eso se
sumó el llanto angustioso de la pequeña que reclamaba desde su cuna. La mujer
corrió en auxilio de la niña mientras en el patio el alboroto de las gallinas hacía
vibrar las calaminas. De pronto, se hizo un silencio rotundo… Cuando Maruja
salió al huerto aún quedaban algunas plumas suspendidas en el aire enrarecido
por el polvo. En el cielo, Maruja miró impotente el cuerpo de la bulliciosa que
pendía inerte de las garras de un gavilán.
Ya estaban
comiendo maíz chancado cuando su madre los dejó, pero la mujer, sabia en
asuntos de criar polluelos, les subministraba ají fresco, picado y mezclado con
el agua de bebida; dizque para darles la energía que supliera el abrigo de las
alas maternas en esas noches tan lluviosas. Todas las tardes, al regresar de la
escuela, el niño les cambiaba el agua picante a los polluelos huérfanos; pero
al rojinegro, no contento con el agua, lo encontraban picoteando las bayas del
ají que pendían ya resecas en sus matas.
De esa ingenua metáfora
que se le ocurrió al niño, surgió el nombre de uno de los gallos más renombrados
en la comarca. Los polluelos amarillos compañeros de nidada, devinieron en dos
hermosas gallinas que compartieron la huerta con su hermano mientras crecían. Cuando
llegó la hora de separar a los gallos para evitar las peleas, Galton lo confinó
en una de las jaulas sobre la percha de los probados, no sin antes, bautizarle con
un nombre respetable. Su nuevo ritual consistiría en entrenamiento constante,
una mezcla equilibrada de cereales y leguminosas, además de carne picada.
Las tardes después
de la escuela, los afectos del niño quebrantaban todas las reglas y Ají Seco
quedaba libre para corretear tras su tutor, al que le tenía un gran afecto.
Maruja, preocupada por el futuro gladiador, reprendía constantemente a su hijo:
—Deja de abrazarlo.
¡Estás criando una gallina!
El niño, que todo
lo llevaba a broma, lanzaba a su amigo al aire y luego lo correteaba gritándole:
«¡Ají Seco gallina! ¡Ají Seco gallina!»
Una de esas tantas
tardes que el gallo andaba libre, Maruja molía maíz en la cocina y Galtiton
mecía la cuna de su hermana. De repente,
se armó un alboroto que puso de cabeza a los habitantes de la huerta. Madre e
hijo acudieron al unísono. Maruja gritaba: «¡Te dije que encierres al gallo, te
dije…!». La sorpresa los dejó sin palabras. Ají Seco arremetía contra el gavilán
y lo tenía mal parado. La rapaz, caída sobre su costado, no soltaba la presa que
se debatía entre sus garras, pero el gallo no se arredraba. Una, dos, tres
envestidas. Ora sobre el cuello, ora sobre la cabeza, ora sobre el bulto
curtido del predador, hasta que, al fin, el gavilán soltó su presa y levantó el
vuelo para no volver.
El resto es
historia conocida. Aunque la vez primera que pisó el palenque y el voceador anunció
su nombre: «¡En esta esquiiiina Ají Seco!», fue el hazme reír de la
concurrencia, a nuestro personaje le bastaron treinta segundos para dejar en
mutis al coliseo y a su rival tendido entre estertores sobre el cuadro central del
ruedo. Galton, a su pesar, había adoptado para su ave insigne el nombre con el
que le bautizara su hijo.
Un día sábado por
la noche, en vísperas de las efemérides del santo, Galton se quedó hasta tarde
poniendo a punto toda la parafernalia para el combate del domingo. Nadie
sospechó nada hasta la mañana siguiente cuando Maruja, que madrugaba de
costumbre, se sorprendió al ver a Ají Seco dentro de la jaula de transporte.
—¿A dónde lo
llevas? —preguntó a su esposo que en ese momento ensillaba el caballo— ¡No me
digas que vas a la gallera!
—Shhhh. No
levantes la voz que despertarás al niño —dijo el hombre, poniendo su índice sobre
los labios de su mujer.
—Lo prometiste, lo
prometiste —dijo Maruja indignada—. Le prometiste a tu hijo que no pelearía más.
Por favor no lo lleves, romperás el corazón de tu niño.
—¡Cállate!
—respondió—. Métete en tus asuntos. —El hombre no tenía tiempo para argumentos.
Ya fuera, acosado
por la culpa, se detuvo frente a la entrada de la finca. Contempló por un
instante el cielo azul, el verde naranjal cuajado de frutos amarillos. El
cafetal brillando al sol de una mañana esplendorosa, y al fondo, su cabaña suspendida
en el verdor del follaje bajo la larga sombra de un viejo mango. Se imaginó a
su hijo jugando con la rueda, persiguiendo a las gallinas. Sintió un nudo en la
garganta. Apretó los dientes y contuvo una lágrima. En su mente la imagen de
Maruja, con su niña en el pecho, brillaba nítida como una postal.
Levantó la frágil
jaula a la altura de su rostro. El ave, de plumaje rojo y verde tornasol, lo
miraba con ojos centellantes como entendiendo lo trascendente del momento y le
platicaba entre cacareos como si conversase con el hombre.
—Bueno —dijo con
voz decidida—. ¡Ahora te toca a ti carajo!
—Juro que esta vez
sí es tu última pelea Ajicito —le
dijo, mientras colocaba el pie en el estribo y de un salto montaba su caballo.
Cuesta abajo, por
el sendero, no se oía más que el golpeteo sincrónico de los herrajes sobre las
piedras. Desde lo alto de su caballo el hombre conversaba amenamente con el ave:
«Esta pelea la ganas por que la ganas. Reyes está picado contigo ¡Fíjate que
hasta quiso comprarte! Pero los dos sabemos que le ganamos al Goliat, ¿verdad?
Salvamos la finca». Ají Seco movía su cabeza impaciente. «Pero cuidado, si
pierdes perdemos todo. Ya sé, ya sé, tú te juegas la vida, pero si ganas…». se
puso optimista: «Te prometo que se acabaron los coliseos. De vuelta al patio
con todas tus gallinitas. Te espera la buena vida, como la de un jeque».
El coliseo de
gallos La Herradura queda en la parte baja del pueblo, cerca del río. Los domingos
desde temprano, los hombres se reúnen a libar alegremente y a perder sus
escasos ingresos ganados en las arduas tareas del campo. A veces, cuando la
suerte les sonríe, recuperan alguna suma de dinero en juegos de azar o peleas
de gallos; dinero que lo despilfarran en alcohol, tabaco o mujeres de «mala
vida». El tiempo en Tarapal transcurre en calma a orillas del Jubones; un río
manso, diáfano, de aguas color turquesa que atraviesa el caserío. En las
cuencas, que forman sus meandros, la agricultura prospera en abundancia. Sus chacras —huertos caseros—, cultivadas
por mujeres y niños, le dan verdor al desierto y crean un oasis en medio de un
universo gris y polvoriento.
—Buen día compadre
—dijo Galton todavía sobre su caballo—. Hace un hermoso día, ¿no cree?
—Demasiado hermoso
como para dar malas noticias. A lo mejor… son buenas para su gallo —respondió Miguel.
El hombre sintió
como la adrenalina le tensó el cuerpo.
—No me diga que el
Señor se arrepintió —contestó Galton apeándose del caballo—. Palabra de gallero
es palabra de varón. —Levantó la jaula en señal de compromiso.
—El Goliat no está
en condiciones de pelear. Amaneció «tuzo» por la fiebre, su pastor cree que puede
ser viruela. Hay una epidemia, dicen.
—No lo creo —dijo
el hombre—, no se ha oído nada.
—¿Me está llamando
mentiroso? —respondió Miguel un tanto indignado—. Si usted cree que hay gloria
en que su gallo pelee con un enfermo, llevemos un juez a mi gallinero. —Se
quedó midiendo la reacción de su compadre, luego acotó—: Tiene usted todo el
derecho de dudar. No crea que me estoy aprovechando de las circunstancias.
Galton estaba
demudado, no sabía qué responder, meditaba buscando las palabras, temía ofender
a su compadre. Sabía que una frase fuera de lugar podría desatar la ira de su
amigo y ya no peligraría solo la finca, sino su propia vida.
—Vea compadre
—continuó Miguel—, no se haga mala sangre. Ahí está el Cobra Negra. Y para que
no diga que juego con ventaja, aumento diez grandes a la bolsa.
Cuando oyó el
nombre del gallo el hombre sintió que el mundo se le venía encima, pero no
tenía hacia donde correr. Llenó sus pulmones de aire como si el que fuera a
combatir fuese él mismo y se quedó mirando a su gallo. De pronto escuchó:
—Y, ¿entonces?, ¿no
que su gallo canta en cualquier gallinero?
—¿Quién dijo
miedo? —respondió—. ¡Muerto por uno, muerto por mil! Le hacemos porque le
hacemos. —Estrechó la mano de su compadre.
El combate se
programó para el final de la tarde debido a los cambios de última hora. Galton
no quería ni pensar en regresar a casa. Acicateado por el miedo, la
incertidumbre y la culpa, deambuló por el pueblo con Ají Seco a cuestas. Vagó por
mesas de juego entre músicos y trileros. Almorzó en una fonda de mala muerte. No
tenía cabeza para el licor, todo el tiempo pendiente de su ave. Temprano en la tarde,
acudió a la casa de Rocío —una de sus queridas— con la intención de brindar agua
y alimento, además de sombra, al gallo. Con el ave a buen recaudo, intentó
dormir algo en la cama de su amante. Llevaba muchas malas noches encima.
Cuando Rocío le sacudió, despertó sobresaltado.
Soñaba con su padre muerto, devorado por los gusanos. El hombre lo tomó como un
mal presagio.
—Vamos —dijo—, te
están esperando en el coliseo.
La noticia de la
pelea estaba por todas partes. El hombre tuvo que abrirse paso entre la
multitud para llegar hasta la arena. Plantado dentro del círculo con su gallo
bajo el brazo, sintió como el ruido de la gente se iba disipando de su cabeza
hasta escuchar tan solo el palpitar de Ají Seco al mismo ritmo que el de su
corazón.
El voceador
repetía a voz pelada: «Hagan sus apuestas señores, hagan sus apuestas…». El
olor del aguardiente mezclado con la sangre flotaba en el ambiente. El sudor de
la gente era adrenalina pura. Una sola imagen permaneció en su memoria: la
frágil ligereza con que Galtiton
correteaba tras la rueda. Susurró unas últimas y secretas palabras a su ave y
esperó en la arena mientras el presentador anunciaba: «A la izquierda Ají Seco.
A la derecha La Cobra Negra».
Miguel Reyes cargaba un gallo negro sin cresta y un pico de acero. De ojos vivaces y crueles, de alas un tanto cortas pero fuerte de hueso y macizo de carnes. De piernas robustas, cargadas hacia delante, de patas negras. Su cabeza, erguida sobre un largo cuello tornasolado, semejaba la viva imagen de Abraxas; el dios con cabeza de gallo de la mitología griega y egipcia que dispersaba la noche y advertía a los infieles el comienzo del fin.
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