jueves, 14 de septiembre de 2023

Atención, damitas

Patricio Durán


Carla se encontraba recostada en su sillón favorito. Mientras le daba un sorbo a su café expreso, navegaba por la red y despertó su curiosidad un mensaje que decía: «Atención, damitas». Dio clic en el enlace y se le desplegó la siguiente información: «Hombre hispano, divorciado, de baja estatura, medio gordo, cincuentón, con calvicie incipiente, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi siempre borracho; busca dama soltera, viuda o divorciada; blanca, atractiva e inteligente, para que confirme la opinión de su exesposa sobre él; que tenga entre treinta y cuatro y cuarenta y cinco años. No quiero mujer perfecta, que posea defectos, pero cuyos defectos me gusten. Interesadas comunicarse por interno».

Carla tenía treinta y seis años, soltera, se consideraba atractiva e inteligente, así que puso atención al mensaje, aunque en un principio no le hizo gracia la descripción del sujeto: «…medio gordo, mal dotado, casi siempre borracho… ¿Qué es eso? ¿Cómo un tipo piensa que puede atraer a una mujer con semejante imagen? Terminó su café expreso. Una ligera sonrisa se le dibujó en el rostro. También sintió cierta aprensión. Siguió navegando en la red.

Cansada de tanto Internet decidió tomar un baño relajante, llenó la tina con agua a treinta grados de temperatura, puso sales minerales de sus aromas favoritos, sobre todo la «Rosa del Himalaya», que la ayudaban a calmarse y a disminuir las tensiones diarias, y se sumergió. Más relajada empezó a cavilar en el tipo que puso el anuncio «Atención, damitas». «Debe sentirse desesperado, o solo, terriblemente solo para escribir algo así», pensó. «O quizás es lo contrario de lo que ha manifestado y quiere ver cómo reaccionan las mujeres».

Se lo imaginó como un hombre con escasa habilidad para establecer una relación sentimental; tal vez tiene baja autoestima por su mal aspecto al ser bajo, calvo, no ha tenido opción de conocer a mujeres dispuestas a empezar un romance, o tiene problemas mentales, sexuales y de salud, quizás es alcohólico…

Carla salió de la bañera, se secó, vistió y preparó otro café expreso que acompañó con tarta de chocolate. Se conectó nuevamente al mensaje de «Atención, damitas». Apuntó su nombre: Carlos Luis Barrera, y el número de teléfono. Leyó por segunda vez. El anuncio, bien mirado, era bastante divertido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.

Decidió llamarlo. El teléfono timbró tres veces. «Hola», contestó él.

—¿Con el señor Carlos Luis Barrera?

—¿Sí?

—Es que vi su anuncio. Su anuncio «Atención, damitas»…

—Ah, sí.

—Me llamo Carla.

—¿Cómo estás, Carla?

—Oh, muy bien. Bueno, señor Barrera…

—Llámame Carlos Luis, a secas.

—Bueno, Carlos Luis, a secas, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?

—Viste mi anuncio.

—Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?

—Creo que no. Carla, dime: ¿dónde están?

—¿Las mujeres?

—Sí.

—Oh, pues en todas partes, ya sabes.

—¿Dónde? Dime. ¿Dónde?

—Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.

—No me gustan las santurronas ni mosquitas muertas.

—Pues hay también en los colegios, en las universidades…

—Tampoco me gustan las estudiantes, son unas zorras redomadas.

—Puedes salir a bares, discotecas, en fin…

—Así lo hago, pero tampoco ha funcionado.

—Oh. ¿En realidad eres tal cual cómo te describes?: de baja estatura, medio gordo, cincuentón, con calvicie incipiente, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi siempre borracho…

—Escucha. ¿Por qué no vienes a mi casa y lo compruebas?

—No puedo. Es tarde.

—No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.

—Bueno, es que…

—Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.

—No, yo no tengo miedo.

—Entonces vente, Carla.

—Bueno, es que…

—¡Vamos!

—Bueno, de acuerdo. Estaré allí en veinte minutos.

El señor Barrera vivía en un moderno edificio ubicado en un barrio exclusivo. Nada que ver con lo «pobre» que decía el anuncio. Esto le hizo pensar a Carla que lo escrito en «Atención, damitas» era una farsa. El conserje del inmueble registró su nombre: Carla Bruni, razón de la visita: personal al señor Carlos Luis Barrera. «Por favor, tome el ascensor hasta el quinto piso, departamento 5-12», dijo el portero.

Al llegar al departamento indicado Carla timbró. La puerta se abrió y allí estaba el enigmático señor Barrera de cuerpo entero. En efecto, tal como lo había intuido Carla, el susodicho resultó lo contrario a lo descrito en el anuncio. A sus cincuenta y seis años todavía era un hombre atractivo, afeitado correctamente, cabello entrecano, engominado, apenas se notaban unas líneas de expresión en la frente, de un metro ochenta y tres centímetros, revestido de un encanto irresistible para las damas.

—Entra, Carla…

Ella ingresó y la puerta se cerró inmediatamente. Carla usaba un vestido floreado de líneas sencillas y un corte cómodo que le llegaba hasta las rodillas. Llevaba medias panti color piel que resaltaban sus torneadas piernas y su contorno. Calzaba sandalias.

Era un departamento elegante, espacioso, impecable, muy bien decorado, con buenas vistas, iluminado, mobiliario de diseño, varios adornos artísticos y arquitectónicos y un pequeño jardín.

—Ponte cómoda, mientras preparo algo de beber. ¿Qué te gustaría?

—Una cerveza bien helada.

El señor Barrera cojeaba un poco al andar por una fractura producida al caer mientras practicaba ciclismo, su deporte favorito. Él era un apasionado de la música clásica y puso una música suave, «Claro de luna», la sonata que Beethoven compuso cuando estuvo enamorado. La melodía tranquilizó a Carla.

El señor Barrera –Carlos Luis- salió con las bebidas: cerveza bien helada para Carla y él se había preparado un whisky en las rocas. Se sentó junto a Carla y dijo: «¡Salud!». «¡Salud!», respondió ella.

Carla tomó un sorbo. Estaba buena la cerveza helada para el calor que abochornaba. Carlos Luis apenas mojó los labios en la bebida. Vestía con elegancia: pantalón blanco de lino, camisa blanca con rayas azules y zapatos deportivos, todo de marca.

—Ese vestido te queda muy bien, Carla.

—Muchas gracias. Es muy cómodo y vaporoso, me ayuda a sobrellevar el calor.

Se quedaron callados tomando sus bebidas, se miraban de vez en cuando. El silencio se hizo incómodo y para romper el hielo, Carla preguntó:

—¿Qué te hizo escribir un anuncio así cuando tú eres todo lo contrario?

—Bueno, lo que pasa es que quería hacer burla de quienes escriben mensajes en los periódicos y revistas en los que se jactan buscando pareja y se describen como: «Soy un caballero de excelente presencia, con trabajo estable, viajo constantemente, me gusta la buena vida. Busco una mujer de similares características para una relación seria».

—¿Y te funcionó?

—¡Por supuesto! Tú eres la evidencia.

—Oh. Pues sí. Me sentí muy intrigada al leer el anuncio. En un principio medité que podría ser una broma, luego pensé: es un hombre necesitado de afecto que no puede conseguir pareja.

—Bueno, de hecho, he conseguido algunas, pero ninguna me ha convencido. Incluso recibí la llamada de un marica. Yo le dije que lea bien el anuncio que dice «Atención, damitas». «Es que yo me considero una dama», respondió el muy ladino.

—¡Terrible! ¿Eres muy exigente con las mujeres?

—La verdad, sí. La mayoría de mujeres que he conocido han sido interesadas, incluso mi exesposa se llevó todo cuando nos divorciamos. Mi hermana también se quedó con cosas que me pertenecían. Estoy a un tris de convertirme en misógino.

Como todos los misóginos, el señor Barrera era una persona que necesitaba desesperadamente a las mujeres, y las odiaba a la vez, porque no podía soportar su dependencia de ellas. Había amado mucho a su exesposa, con ella trabajaron duro y consiguieron una buena posición económica, luego ella se fue con el psiquiatra que atendía al señor Barrera por su constante estado de depresión. A cada señora con la que mantenía contacto trataba de hacerla sentir mal, de burlarse, denigrarla, rechazarla, discriminarla, hasta llegar incluso a la violencia. «La mujer es un vulgar animal del que el hombre se ha formado un ideal demasiado bello; no son más que unas vagabundas aprovechadoras», pensaba.

—¿Tú te divorciaste de tu mujer, Carlos Luis?

—No, ella se divorció de mí.

—¿Y no es lo mismo?

—No, porque yo me negaba a hacerlo. Cuando me pidió que firmara los papeles del divorcio yo no le creí, pensé que era un arrebato y que ya se le pasaría, pero estaba equivocado. Un día desapareció de mi vida. Ignoraba su paradero. A los pocos días me enteré que se encontraba en una ciudad cercana, fui a verla y la encontré con el psiquiatra. Evité una escena, solamente le dije «en dónde firmo».

—¿Y cuánto tiempo estuvieron casados?

—Quince años.

—¿Y qué opinión quieres que las mujeres confirmen sobre lo que tu exesposa pensaba sobre ti?

—Decía que era un vago, mujeriego, borracho, que no hacía nada de provecho y que todo lo que hicimos en la sociedad conyugal era solamente gracias a su trabajo.

—Creo que ya no debería importarte lo que ella piense. Total, ya están divorciados.

—Tienes razón. Mejor hablemos de otras cosas. ¿Tú que has hecho de tu vida, Carla?

—Bueno, no me vas a creer si te digo y te vas a reír.

—Prometo no hacerlo.

—Quise ser monja. Estuve interna en un convento de claustro.

—¿En serio?

—Sí.

Carlos Luis se quedó pensando en lo que acababa de oír. Primera vez que escuchaba algo parecido. De pronto se le vino la idea de que una mujer virtuosa como Carla, obligada por los votos a la pobreza, la castidad y la obediencia, podría ser una buena esposa.

—Dime, Carla, ¿por qué decidiste llamar si se dice que las monjas tienen como esposo a Cristo?

—En verdad no llegué a tomar los hábitos de monja, estuve de novicia por unos meses en un convento. Me dio curiosidad y me causó gracia el anuncio de «Atención, damitas», y como ya no tengo ningún vínculo con el claustro quise conocer cómo sería este personaje gordo, calvo, mal dotado... A propósito, ¿qué quiere decir «mal dotado»? ¿Quizás que es medio tonto?...

—Carla, eres tan inocente que casi no lo creo. Mal dotado se refiere a un pene pequeño.

Al escuchar pene pequeño, se ruborizó.

—¿Qué pasa, Carla? ¿Por qué el rubor de tus mejillas?

—Es que yo no sé nada de cuestiones sexuales. Nunca lo he hecho.

—¿En serio? ¿Y te gustaría hacerlo?

—¡Nooo! Bueno, solamente cuando me case y para tener hijos. Me entregaré al que sea mi esposo. El sexo me parece sucio.

—¿Sucio?

—Pues sí, mira que se hace por donde orinamos.

—El sexo solo es sucio cuando se hace bien.

—¿¡Cómo!?

—Olvídalo. No lo entenderías.

—Bueno, pero sí me gustaría tener hijos, antes de que sea demasiado tarde. ¿En verdad tienes el pene pequeño? Supongo que no, porque como lo que pusiste en el anuncio es falso, seguramente es todo lo contrario.

Carlos Luis no dijo nada, Carla tampoco. Allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, terminando sus bebidas. Él pensaba en la suerte que había tenido al conocer a Carla: soltera, sin prole, hija única, y virgen. Sus labios no habían sido besados nunca. Ningún hombre ha hollado su cosita.

Carla se sintió incómoda por el prolongado silencio. «¿Por qué no habla?», pensó. «Se supone que es él quien debe llevar el hilo de la conversación».

—¿Quieres otra cerveza o algo más fuerte? —preguntó por fin Carlos Luis.

—No. Ya es tarde. Me tengo que ir.

—No es tan tarde. Toma un trago más y puedes irte.

—Está bien, pero después de este me voy.

Carlos Luis se preparó un whisky doble esta vez, y para Carla otra cerveza fría.  Mientras bebía su trago dijo:

—Sabes, estoy impresionado contigo con lo que me has contado sobre tu vocación de monja, tu virginidad, tu deseo de permanecer pura y casta hasta el matrimonio. Pensé que esas cosas importaban en la edad media. Realmente eres una mujer muy valiosa. ¿Cómo puedo saber si eres virgen o me estás mintiendo?

—Tendrás que confiar en mí, no hay otra forma.

—Sí la hay. Puedo llevarte a que te hagan un chequeo ginecológico.

—No. Ni lo sueñes. ¿Y por qué tanto interés en mi virginidad?

—Porque si realmente eres virgen quiero casarme contigo.

—¿En serio? ¿Tan rápido? Pero si acabamos de conocernos.

—No me importa. Una mujer como tú no la voy a encontrar.

—Es que yo no me puedo casar así. Yo quiero casarme enamorada.

—¡Pamplinas! El amor nace después, con el compartir día a día. Te aseguro que vas a llegar a quererme.

El matrimonio se realizó luego de tres meses. La madre de Carla le dijo a Carlos Luis: «Usted es el hombre más afortunado del mundo. Se casa con una santa».

En la noche de bodas, ya en el dormitorio, Carlos Luis emocionado ante la perspectiva de desflorar a su flamante esposa, empezó a quitarle el vestido blanco de novia, sinónimo de inocencia y pureza. Carla estaba sentada en el borde de la cama. El novio se arrodilló y, colocando las piernas en su pecho, le quitó los zapatos y luego el panti medias y besó sus pies. Según iba despojándole de la ropa interior crecía en él un sentimiento de euforia, de admiración hasta de adoración. Era amor verdadero. Carlos Luis la estrechó contra sí, mientras Carla no dejaba de llorar y se negó a entregarse a él la primera vez que durmieron juntos.

El flamante esposo, extrañado por esa negativa en consumar el matrimonio, tratando de conservar la compostura, le averiguó sobre su actitud. Carla adujo que estaba cansada y quería reposar. Le dio en la mejilla un rápido y pequeño beso, similar al picotazo de un pájaro, se viró y durmió. Carlos Luis aceptó de mal grado su decisión y trató de conciliar el sueño, aunque le resultó bastante difícil pensando en lo sucedido.

Al amanecer, Carlos Luis, bastante excitado y con una potente erección, decidió consumar el matrimonio. Penetró en ella, fácil y cómodamente, como cuchillo en mantequilla. Tuvo la sensación de estar con cualquier mujer menos con una doncella. Carla, somnolienta, emitió unos leves quejidos.

Carlos Luis, sorprendido al constatar que no era inmaculada, la sacudió y le exigió una explicación. Ella, entre sollozos, le confesó que, de púber, fue violada por un primo y sus amigos, que la drogaron, debido a lo cual ella permaneció dormida durante todo el evento, en consecuencia, al no haber estado consciente, consideraba que psicológicamente seguía siendo virgen.

Carlos Luis no salía de su asombro. Permaneció en silencio un buen rato, pensando en lo que escuchó. 

Llorando, Carla bajó de la cama y se dirigió a la ventana abierta con la intención de saltar. Él se quedó tendido, mirándola. Ella, tiritando, esperaba qué su esposo la detuviera. 

Carlos Luis se levantó, se acercó lentamente y la abrazó. Le dijo que lamentaba lo que le había ocurrido, aunque hubiese preferido que le contara sobre este trágico episodio de su vida. Nada podía arreglar su pasado. «Por ahora me basta con saber que se habría matado por haberme defraudado», pensó.

viernes, 8 de septiembre de 2023

Ts'ono'ot

Roberto Murcia


Balam K'inich, jaguar rostro de sol, príncipe heredero de la ciudad estado maya de Chichén Itzá, salió deprisa en medio de la oscuridad sin informárselo a nadie ni despedirse, pues no deseaba que las exhortaciones ni las lágrimas de sus familiares le impidieran llevar a cabo su propósito, un fin más alto que él mismo, que cualquier relación que pudiera sostener con ser humano alguno. Hace varias lunas Chaak, dios de la lluvia, le ordenó que, para que terminara la sequía que afligía a su pueblo, bajara a un ts'ono'ot —recinto sagrado donde a menudo se reunían para realizar rituales y ceremonias. 

La comunidad dependía de la llegada anual de la estación lluviosa que iniciaba alrededor del solsticio de verano, cuando terminaba la seca, para nutrir sus cultivos y sustentar su forma de vida. Ese año tardó más de lo usual, la tierra, una vez llena de vitalidad y abundancia, yacía dormida. Los campos tornaron su verdor en árido marrón. Las quemas anteriores a la siembra acentuaron la precariedad ambiental con su humo que se elevaba al cielo presagiando hambre y devastación. La inanición hizo presa de la población. Los bebés succionaban con ansia los escuálidos pechos de sus emaciadas madres.

Chichén Itzá —la boca del pozo de los brujos del agua, en lengua maya—, cuyo nombre hace referencia al gran cenote aledaño a la acrópolis y a los itzaes, héroes mítico-históricos, está enclavada en el corazón de la selva tropical como una perla rodeada de nácar. Los cenotes —o ts'ono'ot en su idioma— son acuíferos manantiales de considerable hondura formados por el colapso del lecho rocoso de piedra caliza, que deja expuesta el agua dulce subterránea anteriormente atrapada debajo de la superficie, de los cuales hay varios en sus inmediaciones, eran considerados las puertas de ingreso al inframundo —el Xibalbá— morada de las deidades. Desde tiempos inmemoriales han servido como lugares de peregrinación, sacrificio y veneración para los pueblos mayas.

Hace varias semanas los sacerdotes se congregaron para deliberar cómo llevar el añorado líquido a su territorio. Se decidió realizar una ceremonia que incluía el juego de pelota, sacrificios rituales y construir una estatua de madera del dios de la lluvia para llevarla en procesión por la ciudadela. Pronto los artífices se pusieron a trabajar en la figura, la esculpieron y decoraron con colores brillantes y patrones intrincados. Utilizaron, sobre todo, el azul de palygorskita reservado a las deidades y el cielo. Agregaron detalles en rojo, de la sangre y el sol naciente. Amarillo, de los muertos, las serpientes y el inframundo. Blanco que simboliza la luz y los fluidos que incrementan los seres vivos y potencian su desarrollo: la leche materna y el semen. Verde, color de la exuberancia vegetal aportada por la madre tierra. Se prepararon para el ritual con sumo cuidado, seleccionando a los mejores jugadores, bailarines y músicos; ofrendas de maíz, miel y otros bienes preciosos.

Cuando llegó el día previsto, los aldeanos convocados en la plaza ceremonial encendieron hogueras y quemaron incienso de copal, llenando el aire con relajante aroma dulce y ahumado. Humo y clamor se elevaban hacia el cielo. El cortejo, cual culebra colosal, iba encabezado por la imponente escultura, llevada en alto por varios hombres fuertes. Los presentes bailaron, cantaron, efectuaron holocaustos frente a la figura que los observaba inexpresiva. Los tambores que marcaban un ritmo constante y las voces anhelantes se conjugaban en un crescendo de oración y súplica.

A continuación, se realizó el juego de pelota que conmemoraba la victoria de los hermanos gemelos Hunahpu e Xbalanque —hijos de las deidades mayas Hun Hunahpu y Vucub Hunahpu— sobre los dioses del inframundo. Estos después de ser retados a jugar y asesinados por los malévolos espíritus, también conocidos como los Señores de Xibalbá, retornaron a la existencia para vencerlos. La contienda que se acompañaba de música y baile era, además de un deporte, una forma de congraciarse con los dioses y asegurar la fertilidad de la tierra. Una medida heroica para mantener al sol en el cielo y preservar así los ciclos estacionales. La bola de goma maciza de entre tres y cinco kilos representaba al astro rey en batalla singular contra la luna y las estrellas; entre la luz y la oscuridad; el bien y el mal.

La cancha dispuesta para el torneo constaba de un espacio rectangular libre de aproximadamente ciento veinte metros de largo por treinta de ancho en la que se movían los jugadores. Bordeada al este y oeste por plataformas, una a cada lado mayor del rectángulo, con altas paredes que miraban hacia el centro de manera que si la bola caía sobre ellas regresaba al área central. En lo alto de estas había anillos de piedra verticales que representaban el inframundo. El objetivo del juego era introducir la pelota, que no podía ser tomada con las manos o pateada, a través de cualquiera de los dos aros, usando solo las caderas, codos o rodillas. En los lados menores había templos, uno al norte y otro al sur.

En los extremos abiertos se colocaron los bandos competidores que constaban, cada uno, de siete jugadores. Vestían trajes elaborados, penachos y brazaletes de plumas, que representaban a las divinidades. Los integrantes de la casta gobernante y sacerdotal se ubicaron en lo alto de las plataformas que conforman el campo, al igual que el juez que ordenaba las acciones desde el trono del jaguar y los de clase baja en las gradas inferiores. El encuentro, que duró varias horas, dio inicio al son de música. Uno de los equipos anotó un tanto y luego otro. En la fiera disputa hubo golpeados y heridos. El segundo logró igualar el marcador anotando dos consecutivos y finalmente obtuvo los tres puntos necesarios y acabó la competencia. La delirante audiencia festejó el evento con gritos y cantos.

A continuación, se sacrificaron pájaros, serpientes y otros animales. En el clímax de la celebración se inmoló a un noble cautivo de una localidad rival en la ceremonia conocida como «evento del hacha», cuyo sacrificio fue posteriormente representado en una estela conmemorativa y su cráneo clavado sobre una estaca, exhibido en el monumento llamado plataforma de las calaveras junto con cientos más pertenecientes a enemigos atrapados en batalla. Sin embargo, en los días siguientes no llovió. El cielo sin nubes anunciaba la continuidad de la sequía. De nada habían servido los sacrificios y ofrendas para aplacar la ira de los dioses, la resequedad era el dolor de su pueblo, de los pastizales y el maíz. Aves y criaturas terrestres gemían con llanto indecible, llamando la lluvia cada noche, cada amanecer, pero se tornó huidiza como arena entre los dedos.

Balam K'inich se retiró al bosque para determinar qué debía hacer. En la soledad de la selva pidió ayuda a los elementos y espíritus ancestrales. Interrogó al yaxché, árbol sagrado, y al jaguar que reina en el follaje durante el día y en el ocaso al tecolote que domina en la oscuridad de la noche. Hasta que una madrugada, en medio de su sueño, Chaak le indicó que para acabar con la sequía debía bajar a un cenote cercano en el cual se habían verificado ceremonias en el pasado. Entonces tomó la determinación de ir a su destino la mañana siguiente. Se levantó antes del alba y se marchó deprisa. Recorrió la campiña cubierta de maíz malogrado por falta de precipitación. El rocío matutino lo envolvía y se confundía con el sudor de sus mejillas, creando la ilusión de humedad que le faltaba al suelo.

Caminó el sendero que conocía desde que era un chico y por el que los miembros de su tribu iban a rendirle culto a sus dioses. A lo lejos se apreciaban las edificaciones de Chichén Itzá dibujadas sobre el marchito manto agreste. Kukulkán lo espiaba descendiendo desde la cúspide de su pirámide. Lo acompañaban las aves: el quetzal de plumaje verde iridiscente y rojo carmesí, la guacamaya escarlata, el colibrí esmeralda.

Fatigó las sendas bordeadas de arbustos hacia el lugar indicado. Un latido rítmico resonaba a través del espeso ramaje. Los simios danzando sobre las copas de los árboles anunciaban su presencia. Las palmas y chicozapotes lo vieron llegar. Helechos como brazos le daban la bienvenida. Hasta que divisó el óvalo superior del ts’ono’ot rodeado de vegetación. Sintiéndose atraído, se acercó al borde de la abertura con reverencia y asombro. El espejo se divisaba azul celeste en el fondo, brillando a la luz del sol. Una sensación de admiración ante la magnificencia natural de este emplazamiento lo embargó.

La entrada estaba oculta bajo un denso dosel de follaje tropical. Bajó sin prisa las escalinatas construidas con esa finalidad. Lo recibieron un coro de pájaros y el revoloteo de mariposas iridiscentes. Arriba la abertura circular permitía el paso de los rayos del sol. De sus bordes, raíces cual barbas exuberantes y enredaderas de hojas verdes colgaban de la cúpula hasta tocar el agua. Helechos, plantas trepadoras y musgos se aferraban a las formaciones rocosas, creando un vibrante tapiz vital dentro del oasis subterráneo.

Esperó el cenit con la paciencia que da la determinación, a fin de contar con toda la iluminación posible. El sol danzaba en la superficie ondulada, proyectando reflejos que jugaban sobre las paredes. Los dorados destellos caían sobre el líquido dándole un tono azul turquesa en filigranas de formas caprichosas y cambiantes. Bancos de diminutos peces se movían en el fondo. En la inmensidad de su propósito solitario, pidió permiso a los aluxes, guardianes de la selva y protectores de los cenotes, para ingresar al sacro recinto. Se detuvo a contemplar el entorno. Mientras descansaba a un lado de la orilla, le pareció escuchar una voz que lo llamaba desde el interior. Miró hacia abajo y divisó una hermosa figura femenina dentro del agua, vestida con una túnica verde resplandeciente y piel de un dorado luminoso que le hizo un ademán para que la siguiera y luego se hundió en la profundidad nebulosa.

Balam K'inich la siguió. En sus manos sostenía un tecomate vacío con tapón que se utiliza normalmente a manera de cantimplora y que llevó consigo con el propósito de retener aire. Introdujo sus piernas con lentitud. El líquido lo recibió con un suave barullo y acaricio su cuerpo con una sensación de frescura. Cada sonido que hacía era magnificado por el eco. El reflejo del sol iluminaba su rostro. Respiró por última vez antes de adentrarse en lo ignoto. El fluido creaba la ilusión de eternidad suspendida en el lecho de rocas y arena. A medida que descendía sintió paz y tranquilidad. El agua se agitaba a su alrededor y se percibió ingrávido y libre. Recorrió sin inconvenientes un buen trecho hasta que llegó al fondo.

Del limo, congelados en el tiempo, sobresalían adornos de jade, oro, piezas de cerámica y promontorios con formas alargadas y blanquecinas —comprendió que se trataba de huesos remanentes de los seres humanos sacrificados en otras épocas—: ofrendas de objetos valiosos y de sangre propicias a las divinidades. Con indecisión miró alternativamente el túnel que se abría pavoroso e insondable y la superficie, sin embargo, no había llegado allí para darse por vencido. Arriba se hallaba el ansiado aire, pero también la miseria de la que venía. Se supo al borde del abismo. Nadó hacia abajo, más y más profundo, hasta que vio el portal reluciente en la distancia. Cuando el oxígeno faltó, inhaló una bocanada de aire del tecomate, luego otra. Buscó una salida sin poder localizarla. Estaba tan cerca de alcanzar su meta y al mismo tiempo tan lejos para regresar, así que, si no la encontraba, terminaría sus días en aquella trampa mortal.

Al terminarse el suministro, y no teniendo más que hacer, se abandonó a su suerte, pues consideró que su muerte era segura. Para su sorpresa, una corriente con forma de remolino dirigida por una serpiente lo envolvió. Comprendió que se trataba de Tzukán, quien lo llevó hacia un espacio abierto. Al primer contacto con la atmosfera inspiró de nuevo y el hálito regresó a su cuerpo. Cuando se recuperó, recorrió el lugar, una caverna, con seguridad formaba parte del complejo de cuevas y pasajes internos en el subsuelo. Caminó por ella con dificultad, pues el terreno no era plano. En su viaje tuvo que descender por precipicios y laderas inclinadas hasta que llegó a un riachuelo de sangre cuyos remolinos de impúdico líquido parecían un matadero rezumante. Lo evitó como pudo. Las estalactitas que pendían del límite superior dificultaban su paso. Siguió y encontró un río de agua y, a un lado de este, una pirámide invertida de siete niveles que surgía del techo y terminaba sobre el suelo.

Escuchó un rumor extraño proveniente del interior. Se dirigió hacia la fuente del ruido y descubrió un pasadizo oculto que conducía a un lugar más profundo. Mientras se aventuraba, tropezó con un hermoso lago subterráneo, iluminado por rayos de luz solar que brillaban a través de fisuras en la parte superior de la gruta. Un mundo mágico, destacado por el resplandor de las algas bioluminiscentes. Se sumergió por unos minutos. Peces de colores nadaban libres, formaciones rocosas inusuales, tortugas tomando el sol y diminutas criaturas corriendo entre las rocas.

De repente, sintió una intensa corriente tirando de él en dirección a un pasaje oscuro en la pared rocosa. Intentó alejarse, pero era demasiado potente y fue arrastrado hacia el foso. Se encontró en un túnel estrecho y tortuoso, sin tener idea de adónde conduciría. Nadó lo más rápido que pudo, con la esperanza de encontrar una salida. Después de lo que pareció una eternidad, finalmente emergió a un vasto espacio abierto, de gran altura y corrientes cristalinas.

De pie, junto a una hoguera, una anciana lo miraba con calma como si anticipara su venida. Sus cabellos largos y grises le llegaban a la cintura. Sobre el pecho un collar de obsidiana y jade, el vestido liviano. La piel en extremo arrugada, más de lo que había visto alguna vez. Ojos inteligentes de sierpe se adivinaban escondidos entre los pliegues colgantes de sus parpados.

—Ayúdame, he venido de lejos para encontrarme con los dioses —expresó en tono de súplica.

La dama lo miró con expresión inexpugnable y le dijo:

—Te esperaba.

—Si es así, razón de más para que me ayudes a encontrar lo que busco.

—Si buscas con el corazón puro, encontrarás las respuestas, de lo contrario nunca las hallarás. No existe marcha atrás, si tomas la poción sagrada, te enfrentarás a un mundo desconocido, lo insondable, quizá mueras o sobrevivas, nadie puede asegurarlo, o volverás sin recordar lo que te ha pasado. Tú eliges. El hombre está condenado a tomar decisiones, de ellas está tejida la vida. Toma las que consideres sabias, aunque al hacerlo temas sus consecuencias. Es mejor padecer por lo que es correcto, que huir de la verdad y vivir el resto de tu existencia lleno de infamia y error. Decide sabiamente.

Él asintió con la cabeza. Ella se dirigió hacia un caldero en el que preparaba un brebaje. Le ofreció de beber en un guacal.  La infusión le supo amarga y una vez ingerida le produjo letargo. Se recostó sobre el suelo y después de un lapso su cuerpo se contorsionó de dolor y vomitó. Comenzó a soñar despierto. El delgado velo que separa los mundos se rompió. Se percibió rodeado de líquido en el vientre palpitante de su madre, revivió el traumatismo de su alumbramiento, volvió a nacer, a llorar ante el ambiente externo inhóspito, indefenso como un neonato. Recorrió su infancia y su juventud. Sus ojos fueron abiertos y presenció colores que ningún mortal había presenciado, fractales inmensos, cascadas cromáticas, sonidos armoniosos. Experimentó sueños inefables. Amor incondicional lo envolvió como un manto largamente anhelado.

Pronto flotaba en el espacio aéreo, más y más alto. El horizonte se cubría de bosques, ríos, montañas y valles. Pudo apreciar el cielo inconmensurable, el mar sin fin, las estrellas, las tempestades. Lo embargó el asombro ante tanta belleza. El mundo se hacía cada vez más pequeño. Experimentó una sensación de ligereza y libertad. Lo envolvieron nubes soporíficas. Mientras continuaba flotando hacia arriba, vio una reluciente puerta dorada en la lejanía. Al penetrarla, contempló arbustos con hojas que resplandecían cual diamantes, arroyos rebosantes de agua tan clara como el cristal, un jardín colmado de flores multicolores, el aire imbuido por un aroma de jazmín y lavanda.

En el horizonte ilimitado una luz cegadora resplandecía alumbrando el universo. Millares de seres celestiales deambulaban en fabulosos coros por la esfera celeste. Escuchó innumerables voces acariciadoras que se expandían como melodías. En la vorágine eterna, retornó al básico barro sin forma de donde provienen todas las cosas. Presenció mil vidas humanas, sus alegrías y sinsabores, aquellos que serían inmolados desde la fundación del mundo. Vislumbró caminos hacia el futuro. Se supo uno con el infinito, cabalgó corceles indomables en el firmamento. Fue ubicuo, se adentró en lo múltiple, inconexo, aró la eternidad en un instante, en cada uno de sus momentos, y descubrió que el tiempo es uno solo para aquel que puede percibir la inmensidad.

En su imaginación formuló una pregunta: No había terminado de hacerlo cuando se escuchó un trueno que contestó su interrogante y que, a pesar de su intensidad, no le ocasionó temor. Cada cuestión que acudía a su consciencia era contestada por un estruendo similar. Cada voz era una revelación, un nuevo comienzo. Supo que tras su regreso volvería la lluvia y así continuaría el delicado ciclo de renovación de la vida por varios años hasta que en un futuro aún lejano la ciudad sería abandonada y la naturaleza reclamaría lo que por derecho le pertenecía. Muchos descendientes de su pueblo perecerían masacrados y los sobrevivientes serían sojuzgados por terribles conquistadores inmisericordes que arribarían de tierras lejanas, de ultramar, pero ellos, a su vez, recibirían el pago de sus acciones como todos los demás.

Su interés se apartó de lo mundano y buscó el origen y el fin de los hechos y de las cosas. Siguió el diluvio que redime y libera, el renacer vital. Vio enormes centros urbanos poblados por muchedumbres distantes en el tiempo y espacio. Quizá del futuro o del pasado. Edificaciones descomunales que se erguían verticales hacia las nubes, paisajes llenos de materia blanca esparcida sobre vastas extensiones, las casas y todo hasta donde podía alcanzar su mirada. El sol apenas se adivinaba en el horizonte y el viento era fiero y helaba la piel. Multitudes de personas de diversos colores, tamaños y complexiones; cabello claro y oscuro, lacio o rizado. Regiones milenarias, océanos míticos, fantasmagóricos pasajes, rocas y lugares atemporales.

Su ínfimo ser deambuló en la marea del devenir y del espacio. Atravesó millares de estrellas y galaxias en el instante presente del pensamiento. Contempló el abismo, tan basto que su razón finita no lograba abarcar ni comprender. Se lanzó al precipicio y lo recorrió sin llegar al fondo. Acarició los años y los eones y comprendió la futilidad y brevedad de la existencia humana que es una mota de polvo en la inmensidad de la eternidad. Experimentó la tentación de quedarse. El dulce abandono del retorno a la fuente del tiempo. Su alma estaba colmada.

Cuando volvió de su ensueño sintió que habían transcurrido años, sin embargo, todo a su alrededor le indicaba lo opuesto: la anciana aún estaba allí, el fuego no se había extinguido, la piedra seguía siendo piedra, el barro, barro. Su exterior permanecía joven, pero su alma había trascurrido varios lustros. Tardó en reponerse, su espíritu deseaba levantarse, el cuerpo se negaba; su mente hablaba, no obstante, sus miembros no respondían. Se repuso al delirio y ocaso de la consciencia pasado un lapso cuya duración no supo precisar. Una profunda somnolencia lo embargó y cayó en la inconsciencia.

Al despertar la dama lo observaba con rostro impasible. Se dirigió hacia donde él se encontraba y se agachó. Sobre el piso de la cueva colocó dos caracoles, uno oscuro y otro blanco, le pidió que escogiera. Uno, el oscuro, le llevaría a un lugar sin retorno, el otro de regreso con los suyos. Sintió el anhelo de adentrarse en el infinito, la tentación de abandonar el dolor, las privaciones de la vida, el sufrimiento. Una vez saboreado el éxtasis es difícil volver atrás. Sin embargo, a su consciencia acudió su familia, su pueblo, contempló el hambre y la desolación. Recordó las palabras de la anciana «decide sabiamente». Escogió el caracol blanco sin dudarlo más.  

—Ahora, descansa. Debes reponer fuerzas. Aún te falta volver por el camino por el que viniste.

Pasó un día más recuperándose hasta que su organismo recobró la fortaleza. La mujer le dio de comer y vigiló su sueño. Por la mañana, renovado por el descanso, se incorporó. A su lado yacía el caracol blanco. Lo envolvió en la manta sobre la que descansaba, lo anudó a su cintura y llevó consigo.

Procedió en sentido inverso. Esta vez conocía el camino y no le fue tan difícil hacerlo. Los túneles lo recibieron como a un viejo conocido. Los elementos conspiraron para llevarlo a salvo. Desanduvo el trayecto, nadó por los pasajes que había cruzado con anterioridad hasta que salió a la luz del cenote. Estaba exhausto y se detuvo a recobrar el aliento. Las grietas en el techo arrojaban rayos etéreos sobre el estanque cristalino. La atmosfera era dulce y refrescante, con un toque de aroma terroso. Enredaderas, cuyos zarcillos se extendían hacia el agua como candelabros, colgaban de la elipse superior que mostraba el firmamento azul.

No queriendo demorar más, subió las escaleras hacia el exterior y emprendió su regreso al poblado. Lo envolvió el interminable abrazo esmeralda de la jungla. Le sorprendió cuán diferente se apreciaba el entorno que dejara días atrás, aunque en apariencia fueran el mismo, lo envolvía un aura cualitativamente distinta. Se maravilló al comprobar que podía entender el lenguaje de las aves, de los animales terrestres, concertó el canto de los pájaros. En el horizonte aparecieron volutas de nubes, pintando la vasta extensión de la bóveda celeste en tonos grises, que proyectaban una sombra sobre el denso dosel forestal. La brisa murmuraba, en medio de la arboleda, promesas de lluvia.

Escuchó un trueno distante, luego otro. En un recodo del camino pudo apreciar la silueta de la urbe que se asomaba en la lejanía. Sintió la alegría de volver. El viento embravecido zumbaba sobre las viviendas en presagio de tormenta. Mientras se acercaba al poblado, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, besaron el suelo árido, provocando que exhalara un suspiro de alivio. Los surcos sedientos acogieron con avidez el regalo de lo alto, despertando la vida dormida y llenando el aire con el embriagador olor del petricor.

Con lentitud al principio, luego más y más contundente, el golpeteo rítmico se transformó en una formidable melodía, una sinfonía orquestada en la floresta. Hasta que el horizonte se convirtió en una cortina líquida, un torrente caía sobre la selva, las piedras y las construcciones, y hacían resurgir los retoños dormidos. Danza celestial entre los cielos y la tierra. Enjambres de gotas jugaban con las hojas de los arbustos y plantas. Se detuvo y extendió sus brazos. Recibió en su cuerpo la añorada precipitación, hilos de plata corrían por sus cabellos, ojos, mejillas y acariciaban su torso. Penetraban en su boca cual néctar sagrado. Limpiaron su alma, revitalizaron su ser.

Los secos cauces de los ríos se hincharon con el elixir. Se encendió su rumor acuífero, llevando alimento, tanto a las raíces de los guanacastes monumentales, como a las delicadas flores silvestres. Los caminos se tornaron en arroyuelos, los manglares cantaban, las aves batían sus alas escurriendo el exceso de líquido. Las ranas emergieron de sus rincones ocultos con su perenne croar. El jaguar se movía con gracia felina entre las palmas danzantes. Su pelaje adornado con gotas de lluvia cual diamantes líquidos. Sus ojos captaron destellos de movimiento en medio del exuberante follaje. Los monos se balanceaban de rama en rama, encontrando solaz en el robusto abrazo de los árboles centenarios.  El élan vital había retornado al bosque.

En el vecindario, las calles se poblaron de risas. Los rostros se colmaron de esperanza. El dulce retruécano sonoro sobre los techos era música para sus oídos. Improvisados riachuelos se formaron entre las casas vecinas. Las mujeres danzaban y los hombres gritaban, los niños jugaban en los charcos. La algarabía general era un gozo para los ojos, sustento para el espíritu. La gente vitoreaba y bailaba celebrando la llegada de la lluvia.

martes, 5 de septiembre de 2023

Exilio

Manuel Quezada


La tarde soleada y calurosa no le afectaba. El sudor le bajaba por la frente, el cuello y sus brazos brillaban de la humedad. A estas alturas del juego había mucha tensión y ella no podía controlar el movimiento de los dedos. El estadio por reventar de aficionados de ambos equipos y el encuentro estaba empatado. Se fueron al octavo inning extra y, en estos XXIV Juegos Centroamericanos y del Caribe, otorgaban el beneficio de corredores en la primera y segunda base. El pícher giró su cabeza hacia el hombro derecho para ver al hombre en posición de anotar. Faltaba un «out» en la parte baja y todo apuntaba a un turno adicional a cada equipo. Lanzó la pelota y el bateador conectó hasta enviarla al jardín central, el dominicano la buscó e hizo todo el esfuerzo del mundo, logró tomarla, pero perdió el equilibrio y de inmediato la pelota salió del guante hasta tocar el césped. El jugador venezolano sabía que solo tocaba correr y correr sin mirar atrás y, cerca del «home» se lanzó para asegurar la carrera. Todos sus compañeros lo esperaban para celebrar la entrada del triunfo.

—¿Tú crees que todos son pro-Maduro? —interrogó Jacky.

—«X» —respondió. Pronunciaba esa letra para indicar que la política le era indiferente e indicar desinterés en este tema. Dejar su país y vivir el exilio había sido un costo emocional demasiado alto. No visitarlo es duro. Hablar con su familia únicamente por teléfono y recibir noticias de la evolución política de su patria era desgastante.

Cerca de la almohadilla de «home» los jugadores no paraban de celebrar: saltaban, se abrazaban, sonreían como si fuera el último juego de sus vidas, y luego volvieron a ver los graderíos para saludar a toda la afición venezolana que había venido a apoyarlos: algunos desde su propio país, otros venían de Miami, y una nutrida comunidad que vivía aquí por años y que estaba creciendo. Habían asegurado la medalla de bronce.

Ella se levantó del asiento ubicado en los graderíos del sector de tercera base y sus profundos ojos negros se humedecieron poco a poco. Aplaudió intensamente y sonrió.

—Es algo extraño —me dijo—, no los conozco, a ninguno de ellos, pero me alegra demasiado estar aquí.

Dejó su asiento, caminó hacia las gradas lentamente porque su sobrepeso no le permitía bajar con la rapidez que le latía el corazón por la emoción y, abriéndose paso entre la multitud del estadio, logró llegar hasta el campo y tomarse fotos con cada jugador de su país. Los abrazó uno a uno, posó y, tomó la bandera que llevaba enrollada alrededor de su cuello. Muchos venezolanos buscaron el contacto con los jugadores y la mayoría celebraba en las gradas con mucha intensidad gritando el nombre del país y el «¡Sí se pudo!».

—Desde que decidí dejar mi país, revivo con esto, es como un soplo divino…

—Y los jugadores simpatizarán con…

—“X” —me repitió—, quizá algunos o todos, si no, ni estuvieran en el máximo equipo.

La mayoría de los aficionados se desplazaron a las afueras del estadio para esperar a que los jugadores salieran con su equipo sobre el hombro, y uno a uno aparecían por la puerta principal para seguir con la celebración: abrazos, selfis, ondeo de la bandera, batucada, hasta que cada jugador fue subiendo al bus que los llevaría a la villa olímpica. Esos minutos de tarde calurosa representaban un encuentro con un puñado de desconocidos con clara identidad en la tonada de voz, música, dichos; era un pedazo de algo que no podía definir bien, pero le devolvía a su tierra.

—No soy ingenua y sé la importancia del deporte en la política —me dijo mi amiga, quien había apoyado a su equipo y no quería renunciar a su desbordante alegría—. Es importante sobresalir para justificar el aporte del régimen.

Cuando los atletas venezolanos subieron al bus y partieron, ella siguió el recorrido hasta que perdió de vista la unidad de transporte. Respiró y sonrió con paz.

—He ido a ver todo lo que he podido. He llorado y llorado…Se vive para estos momentos. Ver la bandera, escuchar el himno, identificar el acento entre la multitud… es como estar allá —dijo con claridad, pero con mucho dolor.

Se dirigieron al carro y mientras caminaban en esa dirección, examinan el calendario de otras competencias deportivas, para asistir antes que caiga la noche. Discutieron si van a ver baloncesto de tres contra tres (conocido como callejero, ahora es competencia olímpica).

—Dicen que la patria es donde trabajas y comes, pero ni mierda de eso, hay algo que me sigue haciendo falta. No se tiene patria con un buen trabajo, una quiere volver… cada mañana, en cualquier país, una amanece como si te acabarás de cambiar de empleo y eres la trabajadora nueva de la empresa. No somos de aquí y ya no somos de allá. Las raíces, la semilla, donde algún día debemos volver solo son recuerdos y recuerdos.

Antes de arrancar el carro me pregunta si tengo hambre porque no habíamos almorzado lo suficiente por la tensión del partido y, ahora era tiempo de buscar algún lugar para comer como se debía.

—¿Vamos a…?

—Donde tú quieras… —respondió Jacky.

—Quiero unas arepas. Quiero comer como Dios manda.

Sonríen.

En dos horas, comenzaría allí mismo la disputa de la medalla de oro entre Cuba y México, pero dejamos el parqueo del estadio en busca de comida y seguir de cerca las competencias de los venezolanos en otras disciplinas deportivas.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Medusa

Ruth Rosales


La primera vez que la vi me pareció una mujer hermosa, similar a las otras modelos y actrices que circulaban por el lugar, pero esa energía que emanaba de su cuerpo hacía que te perdieras en el poder enigmático de su alma.

En aquel entonces sólo era el asistente de luces en la castinera en la que trabajaba. Me gustaba lo que hacía, pero no era mi pasión. Estaba ahí más que nada para aprender y tejer contactos mientras estudiaba cine y soñaba con ser un gran director. El ambiente de la publicidad se me antojaba monótono y vacío, casi inhumano, pero esa tarde, detrás de la cámara, pude ver que estaba equivocado.

El asistente de dirección sonó la claqueta para sincronizar la imagen y el sonido mientras le pedía que se pusiera en el círculo marcado con cinta adhesiva amarilla en el piso, dijera su nombre, mostrara sus perfiles y se diera una vuelta completa. Ella era la última de ese día. Se había acabado la semana y todos estábamos cansados y ansiosos por irnos a tomar un par de cervezas al bar que en esos momentos transmitía las semifinales del fútbol, por lo que el director hizo a un lado el guion y se puso a improvisar. 

—Supongo que estudiaste tus líneas, ¿verdad? —preguntó pasándose las manos sobre el rostro agotado—. Vamos a ahorrarnos la réplica y definamos esto con una sola pregunta. ¿Por qué sigues haciendo publicidad si tú lo que seguramente quieres es ser actriz y actuar en películas y series de televisión?

Se hizo un silencio incómodo en la sala. Las miradas de interrogación pasaron del director a la chica que estaba parada en medio del círculo frente a un ciclorama color verde y con todas las luces reflejadas en su rostro imperturbable. 

—Después de que Emilio Fuentes me vendó los ojos, me puso en un cuarto oscuro y me hizo chuparle el pene empujando mi cabeza con su mano una y otra vez, prefiero hacer comerciales y vender mejor mi imagen en lugar de mi cuerpo por un protagónico.

Todos en la sala sostuvimos la respiración. Mis labios se separaron mientras mis ojos se exaltaron seguidos por las líneas de expresión prominentes en mi frente. Emilio Fuentes era, no solo el director estrella del cine mexicano, era el orgullo del país entero al ser el primero en haber obtenido un Oscar a mejor dirección, la palma de oro en el Festival de Cannes y múltiples reconocimientos internacionales.

—¿Cómo? —preguntó el director ligeramente perturbado.

—¿Me está preguntando cómo? ¿¡Quiere que le haga una demostración!?

—¡No!... No. Por supuesto que no. Pero…

—Es muy sencillo —lo interrumpió lanzando un suspiro que invitó a que todos hiciéramos conciencia de nuestra respiración contenida.

Volteó a ver a cada uno de los que estaban presentes. En total éramos cuatro hombres del equipo creativo y una mujer que representaba al cliente. Tras una pausa dramática, habló.

———

En ese entonces trabajaba como asistente de una reconocida maestra de teatro, después de haber estudiado sin descanso y con la ilusión de una niña cuyo más grande deseo era convertirse en un monstruo escénico teatral. Habían pasado ya cinco años desde que me mudé a esta ciudad y poco a poco empezaba a ver frutos de mi esfuerzo. Pero no los aburriré con esos detalles. Seguro ustedes han oído infinidad de historias parecidas y la mía no es la excepción. Así que iré al grano.

Yo admiraba con devoción a mi maestra. Su disciplina y rigor para entrenar el cuerpo y la mente de sus estudiantes era exquisito. Tenía una figura delgada y atlética, lo que impregnaba a sus movimientos una mezcla de agilidad y fortaleza que hacían que su presencia en el escenario tuviera el poder del radio y polonio juntos. Bueno, tal vez exagero, pero ustedes me entienden. Eso quería yo. Mientras lo obtenía, a base de arduos entrenamientos y una disciplina inquebrantable, me congratulaba de contar con su protección y me sentía afortunada al tener acceso a su sabiduría. Para mí era una diosa y yo la adoraba.

Un día me hizo ir al ensayo una hora más temprano. Me dijo que quería hablar conmigo antes de empezar. Cuando llegué, un hombre estaba sentado junto a ella. Mi maestra me pidió que por favor realizara una improvisación en donde mostrara la desesperación y pérdida de voluntad de una mujer que ha estado encerrada en un cuarto pequeño durante seis meses. Utilicé un poco de la técnica corporal que llevaba ya un tiempo entrenando en donde, a través de la economía de los movimientos, lograba proyectar mi angustia y desesperanza sin emitir una sola palabra. Al finalizar, mi maestra me dio las gracias y me pidió que saliera por unos minutos.

Después de un rato regresó. Inexpresiva y de pocas palabras como era, se acercó y me dio un abrazo fuerte y prolongado.

—A partir de mañana formas parte del elenco de la próxima película de Emilio Fuentes.

—¿Qué?

—No está de más recordarte que llegues puntual a los llamados, que respetes y hagas todo lo que el director te diga. Emilio es muy exigente y te llevará hasta el límite para que explores lugares a los que igual y nunca has accedido estando consciente.

Yo la escuchaba muda, las palabras me habían abandonado por completo. No sabía qué decir. ¿Emilio Fuentes? ¿Ese señor era Emilio Fuentes? ¿Yo, en una película de Emilio Fuentes?

—Y otra cosa —interrumpió mis pensamientos—. Serás embajadora de esta compañía. Estarás mostrando las técnicas y disciplina que aquí has aprendido, por lo que espero que los sorprendas con tu talento y rigor. Emilio y yo fuimos juntos a la escuela, siempre he admirado su trabajo y nada me hace sentir más orgullo que esté confiando en mí al ofrecerle esta gran oportunidad a una alumna mía. 

La puerta de la sala de ensayos se abrió y empezaron a entrar poco a poco los integrantes de la compañía para iniciar el calentamiento. Ahí estaba yo, en medio del espacio escuchando las voces lejanas de mis compañeros, sintiendo cómo sus cuerpos pasaban alrededor de mí mientras el mío iba recuperando poco a poco la consciencia y «le caía el veinte» del peso que de la nada habían puesto sobre sus hombros.

Voy a decir algo que tal vez sea difícil de creer, pero es verdad. No era lo que buscaba. Yo solo quería estar en los escenarios y seguir entrenando mi cuerpo y mente. Con mi maestra me sentía segura. Estar en su taller era estar en casa. Pero como ya he dicho antes, yo hacía lo que ella me dijera, sin dudarlo, sin preguntar. Sus palabras para mi eran mandamientos así que ahí estaba yo, puntual el día del llamado.

Las primeras semanas fueron muy interesantes, no lo voy a negar. El guion se inspiraba en la obra de Jean-Paul Sartre A puerta cerrada. Nos cuestionamos sobre la condición humana, las relaciones que se generan entre los individuos y el significado de la existencia. Ya saben, esos temas que tanto atormentaban a los pensadores de esa época y que a nosotros nos encantan. Pero lo que más exploramos fue el manejo sutil, casi imperceptible, del cambio de energía que repercute en nosotros al sentirnos observados y sometidos al juicio de los demás. Poco a poco fuimos desentrañando esa frase que rige el escrito: «El infierno son los otros».  

Trabajar con Emilio era interesante. Empecé a tenerle respeto por la manera en cómo nos hacía abordar esos temas. Yo ponía todo mi empeño en que mi trabajo fuera más que excelente. Siempre procuraba dar lo mejor de mí y un poquito más. Tenía en mi cabeza la promesa de ser una digna representante del taller y poner en alto la metodología actoral desarrollada por mi maestra. Así que todo lo que el director nos decía que hiciéramos, lo realizaba sin objeción.

Después de meses de filmación me encontraba agotada física y mentalmente. El constante cambio emocional y energético al que me veía sometida entre toma y toma me empezó a desgastar de tal manera que había ocasiones en que ya no sabía si la que hablaba fuera de cámaras era yo o el personaje. Ese cansancio hizo que los últimos llamados se alargaran aún más de lo previsto porque las secuencias no quedaban como el director quería. 

Mandó a descansar a todo el crew una semana y a los actores tres días. Al cuarto nos llamó y dijo que realizaríamos una serie de ejercicios para soltarnos y lograr el efecto que el guion estaba exigiendo.

Nos puso en un cuarto de aproximadamente tres por dos metros, pequeñito, sin ventanas, sin luz. Los cuatro actores principales estábamos apretujados junto con el director, mirándonos en silencio unos a otros. Así pasamos casi una hora. Suena a que estuvo aburrido, pero a mí me puso en un estado meditativo de paz y tranquilidad. Pensaba en lo afortunada que era de estar en esa producción y agradecía en silencio la oportunidad. Tal vez por eso reaccioné como lo hice minutos después. 

Emilio se levantó y nos pasó a cada uno de los actores una venda negra. «Póngansela en los ojos y apriétenla bien» nos dijo en voz monótona al tiempo en que apagaba la luz.

Nos pidió que camináramos por el espacio una vez que comprobó que todos tuviéramos los ojos completamente cubiertos. Señaló que pusiéramos énfasis en la respiración de tal manera que cada vez que nos topáramos con alguien, emitiéramos una larga inhalación y exhalación tratando de ignorar el contacto y enfocarnos en las sensaciones que se producían en nuestro cuerpo.

Al principio me tensionaba cuando me encontraba con alguno de los otros actores. Traté de dirigir mi atención a mis sensaciones y poco a poco empecé a relajarme. Después de un rato el director nos pidió que empezáramos a respirar por la boca y fuéramos acelerando el ritmo hasta llegar a inhalaciones y exhalaciones cortas. Teníamos que seguir enfocando nuestros sentidos a lo que experimentaba el cuerpo sin perder la concentración que pudiera presentarse debido a la corta o nula retención de aire en los pulmones.

Empecé a sentirme mareada y desorientada. Cada roce con otros cuerpos me generaba una especie de descarga eléctrica. Sentía cómo los poros de mi piel se expandían haciéndome más ligera, era como si flotara. Mi corazón latía fuerte y rápido, pero al mismo tiempo podía percibir su movimiento pausado, como en cámara lenta. Y entonces comencé a reír. 

Mi risa contagió a los demás y ahora todos reíamos, cantábamos y nos deslizábamos en una danza cortesana en el espacio con movimientos suaves y armónicos mientras nuestros pechos subían y bajaban con rapidez debido a nuestra respiración acelerada. Nos empezamos a tocar unos a otros y podía sentir lo que ellos estaban experimentando. Era como si todos estuviéramos conectados y formáramos un solo ser. 

Sentí cómo una mano empezó a tocarme con delicadeza mis labios para después deslizarse a mis hombros y presionarlos hacia abajo haciendo que mis piernas se doblaran y me hincara en el suelo. Percibí después dos manos ajenas jugando con mi pelo, mi frente, mis ojos y mis pómulos.

Los dedos de esas manos extranjeras abrieron mi boca haciendo que instintivamente la cerrara mientras la remojaba con la lengua, y, aprovechando ese minúsculo espacio de apertura entre mis labios al estar inhalando y exhalando con nerviosismo, un monolito grueso y caliente se hizo paso de manera abrupta entre mis dientes, al tiempo en que cambiaba de forma haciéndose más grueso y grande. Entonces paré.

Detuve con brusquedad la respiración acelerada y sentí como me desconectaba del resto de mis compañeros. Quise levantarme y sacar eso de mi boca, pero una mano sostenía mi nuca mientras la otra se aferraba a mi coronilla con fuerza obligándome a quedar arrodillada y sometida. No podía respirar, sentía esa cosa mutante llegar hasta mi garganta. Lancé un grito ahogado, al mismo tiempo en que mi cabeza era manejada por esas manos intrusas que jalaban con fuerza mi cabello hacia adelante y hacia atrás. 

Muchas veces me he cuestionado por qué no lo mordí. Por qué lo único que hizo mi cuerpo fue rendirse a la voluntad de ese animal que satisfacía sus instintos. Por qué permití que mis lágrimas salieran de mis ojos al mismo tiempo en que me tragaba ese líquido espeso salado y asqueroso en lugar de quitarme, escupir y gritar.

Solo sé que mi mente repetía una y otra vez: «Que no se den cuenta mis compañeros, que no se den cuenta mis compañeros». Yo era la que estaba haciendo algo mal y me daba una vergüenza terrible. Me sentía culpable por haber perdido la concentración del ejercicio «he roto la conexión con mis compañeros, he roto la conexión con mis compañeros, qué van a decir mis compañeros, qué van a pensar mis compañeros».

El director logró tener el final existencial que tanto buscaba. Crudo, desalentador, con una sensación de desasosiego y reflexión sobre la condición humana y por ello ganó múltiples reconocimientos internacionales y, como bien lo saben ustedes, su primera nominación al Oscar.

Nunca quise participar en los eventos de promoción de la película y eso molestó sobremanera a la producción. Mis compañeros no lo entendían. La prensa hablaba maravillas de mí, y yo permanecía en las sombras. Emilio le dijo a mi maestra que yo me le había ofrecido y que como él me había rechazado, estaba haciendo esto por venganza. Por supuesto ella no se detuvo en poner en duda lo que su amigo de la escuela le dijo y me corrió de su taller, sin permitir darle explicación alguna.

Ahora estaba ahí, en medio de un éxito taquillero internacional, sin mi maestra, exiliada del taller y asediada por propuestas sexuales de otros directores que al parecer habían escuchado la escena erótica distorsionada de cuando yo se la chupé al director en un cuarto oscuro.

Así que, volviendo a tu pregunta. No, yo no quiero ser actriz, yo ya lo soy. Podrías reformular la estructura de tus palabras y decirme: «¿Te dio tiempo de estudiar los diálogos mientras esperabas tu turno o necesitas que te dé réplica?». De esta manera haces tú tu trabajo y yo el mío.

———

Despertamos del embrujo en el que caímos durante su relato. Ese fuego que desprendía su mirada nos hizo sentir incómodos y avergonzados. El ambiente se volvió tenso y yo tenía unas absurdas ganas de llorar. El director tomó el guion y se acomodó para darle réplica a sus diálogos y empezar por fin la audición. Sus manos temblaban y parecía que las palabras no podían salir de su boca. Realizó unas muecas como si quisiera volver el estómago mientras su respiración se volvía entrecortada. Nadie acudió a socorrerlo. Era como si una fuerza nos impidiera movernos. 

—Mmm, ya veo —comentó la actriz colocada aún en medio del círculo marcado con cinta adhesiva amarilla en el piso—. Parece que al señor director le ha inquietado mi relato. Dile a tu padre que su actriz favorita le manda saludos. Pregúntale cómo le sabe el éxito. Dile que no tiene nada de qué preocuparse por las historias que andan circulando de él por ahí. Recuérdale que «el infierno está en los otros». Creo que por hoy mi audición ha terminado. 

Salió del círculo y se dirigió a la puerta, llevándose con ella toda nuestra energía.