Patricio Durán
Carla se
encontraba recostada en su sillón favorito. Mientras le daba un sorbo a su café
expreso, navegaba por la red y despertó su curiosidad un mensaje que decía:
«Atención, damitas». Dio clic en el enlace y se le desplegó la siguiente
información: «Hombre hispano, divorciado, de baja estatura, medio gordo,
cincuentón, con calvicie incipiente, en regular estado de salud, mal dotado,
pobre, casi siempre borracho; busca dama soltera, viuda o divorciada; blanca,
atractiva e inteligente, para que confirme la opinión de su exesposa sobre él;
que tenga entre treinta y cuatro y cuarenta y cinco años. No quiero mujer
perfecta, que posea defectos, pero cuyos defectos me gusten. Interesadas
comunicarse por interno».
Carla tenía
treinta y seis años, soltera, se consideraba atractiva e inteligente, así que
puso atención al mensaje, aunque en un principio no le hizo gracia la
descripción del sujeto: «…medio gordo, mal dotado, casi siempre borracho… ¿Qué
es eso? ¿Cómo un tipo piensa que puede atraer a una mujer con semejante imagen?
Terminó su café expreso. Una ligera sonrisa se le dibujó en el rostro. También
sintió cierta aprensión. Siguió navegando en la red.
Cansada de tanto
Internet decidió tomar un baño relajante, llenó la tina con agua a treinta
grados de temperatura, puso sales minerales de sus aromas favoritos, sobre todo
la «Rosa del Himalaya», que la ayudaban a calmarse y a disminuir las tensiones
diarias, y se sumergió. Más relajada empezó a cavilar en el tipo que puso el
anuncio «Atención, damitas». «Debe sentirse desesperado, o solo, terriblemente
solo para escribir algo así», pensó. «O quizás es lo contrario de lo que ha
manifestado y quiere ver cómo reaccionan las mujeres».
Se lo imaginó como
un hombre con escasa habilidad para establecer una relación sentimental; tal
vez tiene baja autoestima por su mal aspecto al ser bajo, calvo, no ha tenido
opción de conocer a mujeres dispuestas a empezar un romance, o tiene problemas
mentales, sexuales y de salud, quizás es alcohólico…
Carla salió de la
bañera, se secó, vistió y preparó otro café expreso que acompañó con tarta de
chocolate. Se conectó nuevamente al mensaje de «Atención, damitas». Apuntó su
nombre: Carlos Luis Barrera, y el número de teléfono. Leyó por segunda vez. El
anuncio, bien mirado, era bastante divertido. Por lo menos había mostrado ser
original al escribirlo.
Decidió llamarlo.
El teléfono timbró tres veces. «Hola», contestó él.
—¿Con el señor
Carlos Luis Barrera?
—¿Sí?
—Es que vi su
anuncio. Su anuncio «Atención, damitas»…
—Ah, sí.
—Me llamo Carla.
—¿Cómo estás,
Carla?
—Oh, muy bien.
Bueno, señor Barrera…
—Llámame Carlos
Luis, a secas.
—Bueno, Carlos
Luis, a secas, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?
—Viste mi anuncio.
—Bueno, quiero
decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?
—Creo que no.
Carla, dime: ¿dónde están?
—¿Las mujeres?
—Sí.
—Oh, pues en todas
partes, ya sabes.
—¿Dónde? Dime.
¿Dónde?
—Bueno, en la
iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.
—No me gustan las
santurronas ni mosquitas muertas.
—Pues hay también
en los colegios, en las universidades…
—Tampoco me gustan
las estudiantes, son unas zorras redomadas.
—Puedes salir a
bares, discotecas, en fin…
—Así lo hago, pero
tampoco ha funcionado.
—Oh. ¿En realidad
eres tal cual cómo te describes?: de baja estatura, medio gordo, cincuentón,
con calvicie incipiente, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi
siempre borracho…
—Escucha. ¿Por qué
no vienes a mi casa y lo compruebas?
—No puedo. Es
tarde.
—No es tan tarde.
Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.
—Bueno, es que…
—Tienes miedo, eso
es lo que te pasa. Tienes miedo.
—No, yo no tengo
miedo.
—Entonces vente,
Carla.
—Bueno, es que…
—¡Vamos!
—Bueno, de
acuerdo. Estaré allí en veinte minutos.
El señor Barrera
vivía en un moderno edificio ubicado en un barrio exclusivo. Nada que ver con
lo «pobre» que decía el anuncio. Esto le hizo pensar a Carla que lo escrito en
«Atención, damitas» era una farsa. El conserje del inmueble registró su nombre:
Carla Bruni, razón de la visita: personal al señor Carlos Luis Barrera. «Por
favor, tome el ascensor hasta el quinto piso, departamento 5-12», dijo el
portero.
Al llegar al
departamento indicado Carla timbró. La puerta se abrió y allí estaba el
enigmático señor Barrera de cuerpo entero. En efecto, tal como lo había intuido
Carla, el susodicho resultó lo contrario a lo descrito en el anuncio. A sus
cincuenta y seis años todavía era un hombre atractivo, afeitado correctamente,
cabello entrecano, engominado, apenas se notaban unas líneas de expresión en la
frente, de un metro ochenta y tres centímetros, revestido de un encanto
irresistible para las damas.
—Entra, Carla…
Ella ingresó y la
puerta se cerró inmediatamente. Carla usaba un vestido floreado de líneas
sencillas y un corte cómodo que le llegaba hasta las rodillas. Llevaba medias
panti color piel que resaltaban sus torneadas piernas y su contorno. Calzaba
sandalias.
Era un
departamento elegante, espacioso, impecable, muy bien decorado, con buenas
vistas, iluminado, mobiliario de diseño, varios adornos artísticos y
arquitectónicos y un pequeño jardín.
—Ponte cómoda,
mientras preparo algo de beber. ¿Qué te gustaría?
—Una cerveza bien
helada.
El señor Barrera
cojeaba un poco al andar por una fractura producida al caer mientras practicaba
ciclismo, su deporte favorito. Él era un apasionado de la música clásica y puso
una música suave, «Claro de luna», la sonata que Beethoven compuso cuando
estuvo enamorado. La melodía tranquilizó a Carla.
El señor Barrera
–Carlos Luis- salió con las bebidas: cerveza bien helada para Carla y él se
había preparado un whisky en las rocas. Se sentó junto a Carla y dijo:
«¡Salud!». «¡Salud!», respondió ella.
Carla tomó un
sorbo. Estaba buena la cerveza helada para el calor que abochornaba. Carlos
Luis apenas mojó los labios en la bebida. Vestía con elegancia: pantalón blanco
de lino, camisa blanca con rayas azules y zapatos deportivos, todo de marca.
—Ese vestido te
queda muy bien, Carla.
—Muchas gracias.
Es muy cómodo y vaporoso, me ayuda a sobrellevar el calor.
Se quedaron
callados tomando sus bebidas, se miraban de vez en cuando. El silencio se hizo
incómodo y para romper el hielo, Carla preguntó:
—¿Qué te hizo
escribir un anuncio así cuando tú eres todo lo contrario?
—Bueno, lo que
pasa es que quería hacer burla de quienes escriben mensajes en los periódicos y
revistas en los que se jactan buscando pareja y se describen como: «Soy un
caballero de excelente presencia, con trabajo estable, viajo constantemente, me
gusta la buena vida. Busco una mujer de similares características para una
relación seria».
—¿Y te funcionó?
—¡Por supuesto! Tú
eres la evidencia.
—Oh. Pues sí. Me
sentí muy intrigada al leer el anuncio. En un principio medité que podría ser
una broma, luego pensé: es un hombre necesitado de afecto que no puede
conseguir pareja.
—Bueno, de hecho,
he conseguido algunas, pero ninguna me ha convencido. Incluso recibí la llamada
de un marica. Yo le dije que lea bien el anuncio que dice «Atención, damitas».
«Es que yo me considero una dama», respondió el muy ladino.
—¡Terrible! ¿Eres
muy exigente con las mujeres?
—La verdad, sí. La
mayoría de mujeres que he conocido han sido interesadas, incluso mi exesposa se
llevó todo cuando nos divorciamos. Mi hermana también se quedó con cosas que me
pertenecían. Estoy a un tris de convertirme en misógino.
Como todos los
misóginos, el señor Barrera era una persona que necesitaba desesperadamente a
las mujeres, y las odiaba a la vez, porque no podía soportar su dependencia de
ellas. Había amado mucho a su exesposa, con ella trabajaron duro y consiguieron
una buena posición económica, luego ella se fue con el psiquiatra que atendía
al señor Barrera por su constante estado de depresión. A cada señora con la que
mantenía contacto trataba de hacerla sentir mal, de burlarse, denigrarla,
rechazarla, discriminarla, hasta llegar incluso a la violencia. «La mujer es un
vulgar animal del que el hombre se ha formado un ideal demasiado bello; no son
más que unas vagabundas aprovechadoras», pensaba.
—¿Tú te
divorciaste de tu mujer, Carlos Luis?
—No, ella se
divorció de mí.
—¿Y no es lo
mismo?
—No, porque yo me
negaba a hacerlo. Cuando me pidió que firmara los papeles del divorcio yo no le
creí, pensé que era un arrebato y que ya se le pasaría, pero estaba equivocado.
Un día desapareció de mi vida. Ignoraba su paradero. A los pocos días me enteré
que se encontraba en una ciudad cercana, fui a verla y la encontré con el
psiquiatra. Evité una escena, solamente le dije «en dónde firmo».
—¿Y cuánto tiempo
estuvieron casados?
—Quince años.
—¿Y qué opinión
quieres que las mujeres confirmen sobre lo que tu exesposa pensaba sobre ti?
—Decía que era un
vago, mujeriego, borracho, que no hacía nada de provecho y que todo lo que
hicimos en la sociedad conyugal era solamente gracias a su trabajo.
—Creo que ya no
debería importarte lo que ella piense. Total, ya están divorciados.
—Tienes razón.
Mejor hablemos de otras cosas. ¿Tú que has hecho de tu vida, Carla?
—Bueno, no me vas
a creer si te digo y te vas a reír.
—Prometo no
hacerlo.
—Quise ser monja.
Estuve interna en un convento de claustro.
—¿En serio?
—Sí.
Carlos Luis se
quedó pensando en lo que acababa de oír. Primera vez que escuchaba algo
parecido. De pronto se le vino la idea de que una mujer virtuosa como Carla,
obligada por los votos a la pobreza, la castidad y la obediencia, podría ser
una buena esposa.
—Dime, Carla, ¿por
qué decidiste llamar si se dice que las monjas tienen como esposo a Cristo?
—En verdad no
llegué a tomar los hábitos de monja, estuve de novicia por unos meses en un
convento. Me dio curiosidad y me causó gracia el anuncio de «Atención,
damitas», y como ya no tengo ningún vínculo con el claustro quise conocer cómo
sería este personaje gordo, calvo, mal dotado... A propósito, ¿qué quiere decir
«mal dotado»? ¿Quizás que es medio tonto?...
—Carla, eres tan
inocente que casi no lo creo. Mal dotado se refiere a un pene pequeño.
Al escuchar pene
pequeño, se ruborizó.
—¿Qué pasa, Carla?
¿Por qué el rubor de tus mejillas?
—Es que yo no sé
nada de cuestiones sexuales. Nunca lo he hecho.
—¿En serio? ¿Y te
gustaría hacerlo?
—¡Nooo! Bueno,
solamente cuando me case y para tener hijos. Me entregaré al que sea mi esposo.
El sexo me parece sucio.
—¿Sucio?
—Pues sí, mira que
se hace por donde orinamos.
—El sexo solo es
sucio cuando se hace bien.
—¿¡Cómo!?
—Olvídalo. No lo
entenderías.
—Bueno, pero sí me
gustaría tener hijos, antes de que sea demasiado tarde. ¿En verdad tienes el
pene pequeño? Supongo que no, porque como lo que pusiste en el anuncio es
falso, seguramente es todo lo contrario.
Carlos Luis no
dijo nada, Carla tampoco. Allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro,
terminando sus bebidas. Él pensaba en la suerte que había tenido al conocer a
Carla: soltera, sin prole, hija única, y virgen. Sus labios no habían sido
besados nunca. Ningún hombre ha hollado su cosita.
Carla se sintió
incómoda por el prolongado silencio. «¿Por qué no habla?», pensó. «Se supone
que es él quien debe llevar el hilo de la conversación».
—¿Quieres otra
cerveza o algo más fuerte? —preguntó por fin Carlos Luis.
—No. Ya es tarde.
Me tengo que ir.
—No es tan tarde.
Toma un trago más y puedes irte.
—Está bien, pero
después de este me voy.
Carlos Luis se
preparó un whisky doble esta vez, y para Carla otra cerveza fría. Mientras bebía su trago dijo:
—Sabes, estoy
impresionado contigo con lo que me has contado sobre tu vocación de monja, tu
virginidad, tu deseo de permanecer pura y casta hasta el matrimonio. Pensé que
esas cosas importaban en la edad media. Realmente eres una mujer muy valiosa.
¿Cómo puedo saber si eres virgen o me estás mintiendo?
—Tendrás que
confiar en mí, no hay otra forma.
—Sí la hay. Puedo
llevarte a que te hagan un chequeo ginecológico.
—No. Ni lo sueñes.
¿Y por qué tanto interés en mi virginidad?
—Porque si
realmente eres virgen quiero casarme contigo.
—¿En serio? ¿Tan
rápido? Pero si acabamos de conocernos.
—No me importa.
Una mujer como tú no la voy a encontrar.
—Es que yo no me
puedo casar así. Yo quiero casarme enamorada.
—¡Pamplinas! El
amor nace después, con el compartir día a día. Te aseguro que vas a llegar a
quererme.
El matrimonio se
realizó luego de tres meses. La madre de Carla le dijo a Carlos Luis: «Usted es
el hombre más afortunado del mundo. Se casa con una santa».
En la noche de
bodas, ya en el dormitorio, Carlos Luis emocionado ante la perspectiva de
desflorar a su flamante esposa, empezó a quitarle el vestido blanco de novia,
sinónimo de inocencia y pureza. Carla estaba sentada en el borde de la cama. El
novio se arrodilló y, colocando las piernas en su pecho, le quitó los zapatos y
luego el panti medias y besó sus pies. Según iba despojándole de la ropa
interior crecía en él un sentimiento de euforia, de admiración hasta de
adoración. Era amor verdadero. Carlos Luis la estrechó contra sí, mientras
Carla no dejaba de llorar y se negó a entregarse a él la primera vez que
durmieron juntos.
El flamante
esposo, extrañado por esa negativa en consumar el matrimonio, tratando de
conservar la compostura, le averiguó sobre su actitud. Carla adujo que estaba
cansada y quería reposar. Le dio en la mejilla un rápido y pequeño beso,
similar al picotazo de un pájaro, se viró y durmió. Carlos Luis aceptó de mal
grado su decisión y trató de conciliar el sueño, aunque le resultó bastante
difícil pensando en lo sucedido.
Al amanecer,
Carlos Luis, bastante excitado y con una potente erección, decidió consumar el
matrimonio. Penetró en ella, fácil y cómodamente, como cuchillo en mantequilla.
Tuvo la sensación de estar con cualquier mujer menos con una doncella. Carla,
somnolienta, emitió unos leves quejidos.
Carlos Luis,
sorprendido al constatar que no era inmaculada, la sacudió y le exigió una
explicación. Ella, entre sollozos, le confesó que, de púber, fue violada por un
primo y sus amigos, que la drogaron, debido a lo cual ella permaneció dormida
durante todo el evento, en consecuencia, al no haber estado consciente,
consideraba que psicológicamente seguía siendo virgen.
Carlos Luis no salía de su asombro. Permaneció en silencio un buen rato, pensando en lo que escuchó.
Llorando, Carla bajó de la cama y se dirigió a la ventana abierta con la intención de saltar. Él se quedó tendido, mirándola. Ella, tiritando, esperaba qué su esposo la detuviera.
Carlos Luis se levantó, se acercó lentamente y la abrazó. Le dijo que lamentaba lo que le había ocurrido, aunque hubiese preferido que le contara sobre este trágico episodio de su vida. Nada podía arreglar su pasado. «Por ahora me basta con saber que se habría matado por haberme defraudado», pensó.