viernes, 8 de septiembre de 2023

Ts'ono'ot

Roberto Murcia


Balam K'inich, jaguar rostro de sol, príncipe heredero de la ciudad estado maya de Chichén Itzá, salió deprisa en medio de la oscuridad sin informárselo a nadie ni despedirse, pues no deseaba que las exhortaciones ni las lágrimas de sus familiares le impidieran llevar a cabo su propósito, un fin más alto que él mismo, que cualquier relación que pudiera sostener con ser humano alguno. Hace varias lunas Chaak, dios de la lluvia, le ordenó que, para que terminara la sequía que afligía a su pueblo, bajara a un ts'ono'ot —recinto sagrado donde a menudo se reunían para realizar rituales y ceremonias. 

La comunidad dependía de la llegada anual de la estación lluviosa que iniciaba alrededor del solsticio de verano, cuando terminaba la seca, para nutrir sus cultivos y sustentar su forma de vida. Ese año tardó más de lo usual, la tierra, una vez llena de vitalidad y abundancia, yacía dormida. Los campos tornaron su verdor en árido marrón. Las quemas anteriores a la siembra acentuaron la precariedad ambiental con su humo que se elevaba al cielo presagiando hambre y devastación. La inanición hizo presa de la población. Los bebés succionaban con ansia los escuálidos pechos de sus emaciadas madres.

Chichén Itzá —la boca del pozo de los brujos del agua, en lengua maya—, cuyo nombre hace referencia al gran cenote aledaño a la acrópolis y a los itzaes, héroes mítico-históricos, está enclavada en el corazón de la selva tropical como una perla rodeada de nácar. Los cenotes —o ts'ono'ot en su idioma— son acuíferos manantiales de considerable hondura formados por el colapso del lecho rocoso de piedra caliza, que deja expuesta el agua dulce subterránea anteriormente atrapada debajo de la superficie, de los cuales hay varios en sus inmediaciones, eran considerados las puertas de ingreso al inframundo —el Xibalbá— morada de las deidades. Desde tiempos inmemoriales han servido como lugares de peregrinación, sacrificio y veneración para los pueblos mayas.

Hace varias semanas los sacerdotes se congregaron para deliberar cómo llevar el añorado líquido a su territorio. Se decidió realizar una ceremonia que incluía el juego de pelota, sacrificios rituales y construir una estatua de madera del dios de la lluvia para llevarla en procesión por la ciudadela. Pronto los artífices se pusieron a trabajar en la figura, la esculpieron y decoraron con colores brillantes y patrones intrincados. Utilizaron, sobre todo, el azul de palygorskita reservado a las deidades y el cielo. Agregaron detalles en rojo, de la sangre y el sol naciente. Amarillo, de los muertos, las serpientes y el inframundo. Blanco que simboliza la luz y los fluidos que incrementan los seres vivos y potencian su desarrollo: la leche materna y el semen. Verde, color de la exuberancia vegetal aportada por la madre tierra. Se prepararon para el ritual con sumo cuidado, seleccionando a los mejores jugadores, bailarines y músicos; ofrendas de maíz, miel y otros bienes preciosos.

Cuando llegó el día previsto, los aldeanos convocados en la plaza ceremonial encendieron hogueras y quemaron incienso de copal, llenando el aire con relajante aroma dulce y ahumado. Humo y clamor se elevaban hacia el cielo. El cortejo, cual culebra colosal, iba encabezado por la imponente escultura, llevada en alto por varios hombres fuertes. Los presentes bailaron, cantaron, efectuaron holocaustos frente a la figura que los observaba inexpresiva. Los tambores que marcaban un ritmo constante y las voces anhelantes se conjugaban en un crescendo de oración y súplica.

A continuación, se realizó el juego de pelota que conmemoraba la victoria de los hermanos gemelos Hunahpu e Xbalanque —hijos de las deidades mayas Hun Hunahpu y Vucub Hunahpu— sobre los dioses del inframundo. Estos después de ser retados a jugar y asesinados por los malévolos espíritus, también conocidos como los Señores de Xibalbá, retornaron a la existencia para vencerlos. La contienda que se acompañaba de música y baile era, además de un deporte, una forma de congraciarse con los dioses y asegurar la fertilidad de la tierra. Una medida heroica para mantener al sol en el cielo y preservar así los ciclos estacionales. La bola de goma maciza de entre tres y cinco kilos representaba al astro rey en batalla singular contra la luna y las estrellas; entre la luz y la oscuridad; el bien y el mal.

La cancha dispuesta para el torneo constaba de un espacio rectangular libre de aproximadamente ciento veinte metros de largo por treinta de ancho en la que se movían los jugadores. Bordeada al este y oeste por plataformas, una a cada lado mayor del rectángulo, con altas paredes que miraban hacia el centro de manera que si la bola caía sobre ellas regresaba al área central. En lo alto de estas había anillos de piedra verticales que representaban el inframundo. El objetivo del juego era introducir la pelota, que no podía ser tomada con las manos o pateada, a través de cualquiera de los dos aros, usando solo las caderas, codos o rodillas. En los lados menores había templos, uno al norte y otro al sur.

En los extremos abiertos se colocaron los bandos competidores que constaban, cada uno, de siete jugadores. Vestían trajes elaborados, penachos y brazaletes de plumas, que representaban a las divinidades. Los integrantes de la casta gobernante y sacerdotal se ubicaron en lo alto de las plataformas que conforman el campo, al igual que el juez que ordenaba las acciones desde el trono del jaguar y los de clase baja en las gradas inferiores. El encuentro, que duró varias horas, dio inicio al son de música. Uno de los equipos anotó un tanto y luego otro. En la fiera disputa hubo golpeados y heridos. El segundo logró igualar el marcador anotando dos consecutivos y finalmente obtuvo los tres puntos necesarios y acabó la competencia. La delirante audiencia festejó el evento con gritos y cantos.

A continuación, se sacrificaron pájaros, serpientes y otros animales. En el clímax de la celebración se inmoló a un noble cautivo de una localidad rival en la ceremonia conocida como «evento del hacha», cuyo sacrificio fue posteriormente representado en una estela conmemorativa y su cráneo clavado sobre una estaca, exhibido en el monumento llamado plataforma de las calaveras junto con cientos más pertenecientes a enemigos atrapados en batalla. Sin embargo, en los días siguientes no llovió. El cielo sin nubes anunciaba la continuidad de la sequía. De nada habían servido los sacrificios y ofrendas para aplacar la ira de los dioses, la resequedad era el dolor de su pueblo, de los pastizales y el maíz. Aves y criaturas terrestres gemían con llanto indecible, llamando la lluvia cada noche, cada amanecer, pero se tornó huidiza como arena entre los dedos.

Balam K'inich se retiró al bosque para determinar qué debía hacer. En la soledad de la selva pidió ayuda a los elementos y espíritus ancestrales. Interrogó al yaxché, árbol sagrado, y al jaguar que reina en el follaje durante el día y en el ocaso al tecolote que domina en la oscuridad de la noche. Hasta que una madrugada, en medio de su sueño, Chaak le indicó que para acabar con la sequía debía bajar a un cenote cercano en el cual se habían verificado ceremonias en el pasado. Entonces tomó la determinación de ir a su destino la mañana siguiente. Se levantó antes del alba y se marchó deprisa. Recorrió la campiña cubierta de maíz malogrado por falta de precipitación. El rocío matutino lo envolvía y se confundía con el sudor de sus mejillas, creando la ilusión de humedad que le faltaba al suelo.

Caminó el sendero que conocía desde que era un chico y por el que los miembros de su tribu iban a rendirle culto a sus dioses. A lo lejos se apreciaban las edificaciones de Chichén Itzá dibujadas sobre el marchito manto agreste. Kukulkán lo espiaba descendiendo desde la cúspide de su pirámide. Lo acompañaban las aves: el quetzal de plumaje verde iridiscente y rojo carmesí, la guacamaya escarlata, el colibrí esmeralda.

Fatigó las sendas bordeadas de arbustos hacia el lugar indicado. Un latido rítmico resonaba a través del espeso ramaje. Los simios danzando sobre las copas de los árboles anunciaban su presencia. Las palmas y chicozapotes lo vieron llegar. Helechos como brazos le daban la bienvenida. Hasta que divisó el óvalo superior del ts’ono’ot rodeado de vegetación. Sintiéndose atraído, se acercó al borde de la abertura con reverencia y asombro. El espejo se divisaba azul celeste en el fondo, brillando a la luz del sol. Una sensación de admiración ante la magnificencia natural de este emplazamiento lo embargó.

La entrada estaba oculta bajo un denso dosel de follaje tropical. Bajó sin prisa las escalinatas construidas con esa finalidad. Lo recibieron un coro de pájaros y el revoloteo de mariposas iridiscentes. Arriba la abertura circular permitía el paso de los rayos del sol. De sus bordes, raíces cual barbas exuberantes y enredaderas de hojas verdes colgaban de la cúpula hasta tocar el agua. Helechos, plantas trepadoras y musgos se aferraban a las formaciones rocosas, creando un vibrante tapiz vital dentro del oasis subterráneo.

Esperó el cenit con la paciencia que da la determinación, a fin de contar con toda la iluminación posible. El sol danzaba en la superficie ondulada, proyectando reflejos que jugaban sobre las paredes. Los dorados destellos caían sobre el líquido dándole un tono azul turquesa en filigranas de formas caprichosas y cambiantes. Bancos de diminutos peces se movían en el fondo. En la inmensidad de su propósito solitario, pidió permiso a los aluxes, guardianes de la selva y protectores de los cenotes, para ingresar al sacro recinto. Se detuvo a contemplar el entorno. Mientras descansaba a un lado de la orilla, le pareció escuchar una voz que lo llamaba desde el interior. Miró hacia abajo y divisó una hermosa figura femenina dentro del agua, vestida con una túnica verde resplandeciente y piel de un dorado luminoso que le hizo un ademán para que la siguiera y luego se hundió en la profundidad nebulosa.

Balam K'inich la siguió. En sus manos sostenía un tecomate vacío con tapón que se utiliza normalmente a manera de cantimplora y que llevó consigo con el propósito de retener aire. Introdujo sus piernas con lentitud. El líquido lo recibió con un suave barullo y acaricio su cuerpo con una sensación de frescura. Cada sonido que hacía era magnificado por el eco. El reflejo del sol iluminaba su rostro. Respiró por última vez antes de adentrarse en lo ignoto. El fluido creaba la ilusión de eternidad suspendida en el lecho de rocas y arena. A medida que descendía sintió paz y tranquilidad. El agua se agitaba a su alrededor y se percibió ingrávido y libre. Recorrió sin inconvenientes un buen trecho hasta que llegó al fondo.

Del limo, congelados en el tiempo, sobresalían adornos de jade, oro, piezas de cerámica y promontorios con formas alargadas y blanquecinas —comprendió que se trataba de huesos remanentes de los seres humanos sacrificados en otras épocas—: ofrendas de objetos valiosos y de sangre propicias a las divinidades. Con indecisión miró alternativamente el túnel que se abría pavoroso e insondable y la superficie, sin embargo, no había llegado allí para darse por vencido. Arriba se hallaba el ansiado aire, pero también la miseria de la que venía. Se supo al borde del abismo. Nadó hacia abajo, más y más profundo, hasta que vio el portal reluciente en la distancia. Cuando el oxígeno faltó, inhaló una bocanada de aire del tecomate, luego otra. Buscó una salida sin poder localizarla. Estaba tan cerca de alcanzar su meta y al mismo tiempo tan lejos para regresar, así que, si no la encontraba, terminaría sus días en aquella trampa mortal.

Al terminarse el suministro, y no teniendo más que hacer, se abandonó a su suerte, pues consideró que su muerte era segura. Para su sorpresa, una corriente con forma de remolino dirigida por una serpiente lo envolvió. Comprendió que se trataba de Tzukán, quien lo llevó hacia un espacio abierto. Al primer contacto con la atmosfera inspiró de nuevo y el hálito regresó a su cuerpo. Cuando se recuperó, recorrió el lugar, una caverna, con seguridad formaba parte del complejo de cuevas y pasajes internos en el subsuelo. Caminó por ella con dificultad, pues el terreno no era plano. En su viaje tuvo que descender por precipicios y laderas inclinadas hasta que llegó a un riachuelo de sangre cuyos remolinos de impúdico líquido parecían un matadero rezumante. Lo evitó como pudo. Las estalactitas que pendían del límite superior dificultaban su paso. Siguió y encontró un río de agua y, a un lado de este, una pirámide invertida de siete niveles que surgía del techo y terminaba sobre el suelo.

Escuchó un rumor extraño proveniente del interior. Se dirigió hacia la fuente del ruido y descubrió un pasadizo oculto que conducía a un lugar más profundo. Mientras se aventuraba, tropezó con un hermoso lago subterráneo, iluminado por rayos de luz solar que brillaban a través de fisuras en la parte superior de la gruta. Un mundo mágico, destacado por el resplandor de las algas bioluminiscentes. Se sumergió por unos minutos. Peces de colores nadaban libres, formaciones rocosas inusuales, tortugas tomando el sol y diminutas criaturas corriendo entre las rocas.

De repente, sintió una intensa corriente tirando de él en dirección a un pasaje oscuro en la pared rocosa. Intentó alejarse, pero era demasiado potente y fue arrastrado hacia el foso. Se encontró en un túnel estrecho y tortuoso, sin tener idea de adónde conduciría. Nadó lo más rápido que pudo, con la esperanza de encontrar una salida. Después de lo que pareció una eternidad, finalmente emergió a un vasto espacio abierto, de gran altura y corrientes cristalinas.

De pie, junto a una hoguera, una anciana lo miraba con calma como si anticipara su venida. Sus cabellos largos y grises le llegaban a la cintura. Sobre el pecho un collar de obsidiana y jade, el vestido liviano. La piel en extremo arrugada, más de lo que había visto alguna vez. Ojos inteligentes de sierpe se adivinaban escondidos entre los pliegues colgantes de sus parpados.

—Ayúdame, he venido de lejos para encontrarme con los dioses —expresó en tono de súplica.

La dama lo miró con expresión inexpugnable y le dijo:

—Te esperaba.

—Si es así, razón de más para que me ayudes a encontrar lo que busco.

—Si buscas con el corazón puro, encontrarás las respuestas, de lo contrario nunca las hallarás. No existe marcha atrás, si tomas la poción sagrada, te enfrentarás a un mundo desconocido, lo insondable, quizá mueras o sobrevivas, nadie puede asegurarlo, o volverás sin recordar lo que te ha pasado. Tú eliges. El hombre está condenado a tomar decisiones, de ellas está tejida la vida. Toma las que consideres sabias, aunque al hacerlo temas sus consecuencias. Es mejor padecer por lo que es correcto, que huir de la verdad y vivir el resto de tu existencia lleno de infamia y error. Decide sabiamente.

Él asintió con la cabeza. Ella se dirigió hacia un caldero en el que preparaba un brebaje. Le ofreció de beber en un guacal.  La infusión le supo amarga y una vez ingerida le produjo letargo. Se recostó sobre el suelo y después de un lapso su cuerpo se contorsionó de dolor y vomitó. Comenzó a soñar despierto. El delgado velo que separa los mundos se rompió. Se percibió rodeado de líquido en el vientre palpitante de su madre, revivió el traumatismo de su alumbramiento, volvió a nacer, a llorar ante el ambiente externo inhóspito, indefenso como un neonato. Recorrió su infancia y su juventud. Sus ojos fueron abiertos y presenció colores que ningún mortal había presenciado, fractales inmensos, cascadas cromáticas, sonidos armoniosos. Experimentó sueños inefables. Amor incondicional lo envolvió como un manto largamente anhelado.

Pronto flotaba en el espacio aéreo, más y más alto. El horizonte se cubría de bosques, ríos, montañas y valles. Pudo apreciar el cielo inconmensurable, el mar sin fin, las estrellas, las tempestades. Lo embargó el asombro ante tanta belleza. El mundo se hacía cada vez más pequeño. Experimentó una sensación de ligereza y libertad. Lo envolvieron nubes soporíficas. Mientras continuaba flotando hacia arriba, vio una reluciente puerta dorada en la lejanía. Al penetrarla, contempló arbustos con hojas que resplandecían cual diamantes, arroyos rebosantes de agua tan clara como el cristal, un jardín colmado de flores multicolores, el aire imbuido por un aroma de jazmín y lavanda.

En el horizonte ilimitado una luz cegadora resplandecía alumbrando el universo. Millares de seres celestiales deambulaban en fabulosos coros por la esfera celeste. Escuchó innumerables voces acariciadoras que se expandían como melodías. En la vorágine eterna, retornó al básico barro sin forma de donde provienen todas las cosas. Presenció mil vidas humanas, sus alegrías y sinsabores, aquellos que serían inmolados desde la fundación del mundo. Vislumbró caminos hacia el futuro. Se supo uno con el infinito, cabalgó corceles indomables en el firmamento. Fue ubicuo, se adentró en lo múltiple, inconexo, aró la eternidad en un instante, en cada uno de sus momentos, y descubrió que el tiempo es uno solo para aquel que puede percibir la inmensidad.

En su imaginación formuló una pregunta: No había terminado de hacerlo cuando se escuchó un trueno que contestó su interrogante y que, a pesar de su intensidad, no le ocasionó temor. Cada cuestión que acudía a su consciencia era contestada por un estruendo similar. Cada voz era una revelación, un nuevo comienzo. Supo que tras su regreso volvería la lluvia y así continuaría el delicado ciclo de renovación de la vida por varios años hasta que en un futuro aún lejano la ciudad sería abandonada y la naturaleza reclamaría lo que por derecho le pertenecía. Muchos descendientes de su pueblo perecerían masacrados y los sobrevivientes serían sojuzgados por terribles conquistadores inmisericordes que arribarían de tierras lejanas, de ultramar, pero ellos, a su vez, recibirían el pago de sus acciones como todos los demás.

Su interés se apartó de lo mundano y buscó el origen y el fin de los hechos y de las cosas. Siguió el diluvio que redime y libera, el renacer vital. Vio enormes centros urbanos poblados por muchedumbres distantes en el tiempo y espacio. Quizá del futuro o del pasado. Edificaciones descomunales que se erguían verticales hacia las nubes, paisajes llenos de materia blanca esparcida sobre vastas extensiones, las casas y todo hasta donde podía alcanzar su mirada. El sol apenas se adivinaba en el horizonte y el viento era fiero y helaba la piel. Multitudes de personas de diversos colores, tamaños y complexiones; cabello claro y oscuro, lacio o rizado. Regiones milenarias, océanos míticos, fantasmagóricos pasajes, rocas y lugares atemporales.

Su ínfimo ser deambuló en la marea del devenir y del espacio. Atravesó millares de estrellas y galaxias en el instante presente del pensamiento. Contempló el abismo, tan basto que su razón finita no lograba abarcar ni comprender. Se lanzó al precipicio y lo recorrió sin llegar al fondo. Acarició los años y los eones y comprendió la futilidad y brevedad de la existencia humana que es una mota de polvo en la inmensidad de la eternidad. Experimentó la tentación de quedarse. El dulce abandono del retorno a la fuente del tiempo. Su alma estaba colmada.

Cuando volvió de su ensueño sintió que habían transcurrido años, sin embargo, todo a su alrededor le indicaba lo opuesto: la anciana aún estaba allí, el fuego no se había extinguido, la piedra seguía siendo piedra, el barro, barro. Su exterior permanecía joven, pero su alma había trascurrido varios lustros. Tardó en reponerse, su espíritu deseaba levantarse, el cuerpo se negaba; su mente hablaba, no obstante, sus miembros no respondían. Se repuso al delirio y ocaso de la consciencia pasado un lapso cuya duración no supo precisar. Una profunda somnolencia lo embargó y cayó en la inconsciencia.

Al despertar la dama lo observaba con rostro impasible. Se dirigió hacia donde él se encontraba y se agachó. Sobre el piso de la cueva colocó dos caracoles, uno oscuro y otro blanco, le pidió que escogiera. Uno, el oscuro, le llevaría a un lugar sin retorno, el otro de regreso con los suyos. Sintió el anhelo de adentrarse en el infinito, la tentación de abandonar el dolor, las privaciones de la vida, el sufrimiento. Una vez saboreado el éxtasis es difícil volver atrás. Sin embargo, a su consciencia acudió su familia, su pueblo, contempló el hambre y la desolación. Recordó las palabras de la anciana «decide sabiamente». Escogió el caracol blanco sin dudarlo más.  

—Ahora, descansa. Debes reponer fuerzas. Aún te falta volver por el camino por el que viniste.

Pasó un día más recuperándose hasta que su organismo recobró la fortaleza. La mujer le dio de comer y vigiló su sueño. Por la mañana, renovado por el descanso, se incorporó. A su lado yacía el caracol blanco. Lo envolvió en la manta sobre la que descansaba, lo anudó a su cintura y llevó consigo.

Procedió en sentido inverso. Esta vez conocía el camino y no le fue tan difícil hacerlo. Los túneles lo recibieron como a un viejo conocido. Los elementos conspiraron para llevarlo a salvo. Desanduvo el trayecto, nadó por los pasajes que había cruzado con anterioridad hasta que salió a la luz del cenote. Estaba exhausto y se detuvo a recobrar el aliento. Las grietas en el techo arrojaban rayos etéreos sobre el estanque cristalino. La atmosfera era dulce y refrescante, con un toque de aroma terroso. Enredaderas, cuyos zarcillos se extendían hacia el agua como candelabros, colgaban de la elipse superior que mostraba el firmamento azul.

No queriendo demorar más, subió las escaleras hacia el exterior y emprendió su regreso al poblado. Lo envolvió el interminable abrazo esmeralda de la jungla. Le sorprendió cuán diferente se apreciaba el entorno que dejara días atrás, aunque en apariencia fueran el mismo, lo envolvía un aura cualitativamente distinta. Se maravilló al comprobar que podía entender el lenguaje de las aves, de los animales terrestres, concertó el canto de los pájaros. En el horizonte aparecieron volutas de nubes, pintando la vasta extensión de la bóveda celeste en tonos grises, que proyectaban una sombra sobre el denso dosel forestal. La brisa murmuraba, en medio de la arboleda, promesas de lluvia.

Escuchó un trueno distante, luego otro. En un recodo del camino pudo apreciar la silueta de la urbe que se asomaba en la lejanía. Sintió la alegría de volver. El viento embravecido zumbaba sobre las viviendas en presagio de tormenta. Mientras se acercaba al poblado, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, besaron el suelo árido, provocando que exhalara un suspiro de alivio. Los surcos sedientos acogieron con avidez el regalo de lo alto, despertando la vida dormida y llenando el aire con el embriagador olor del petricor.

Con lentitud al principio, luego más y más contundente, el golpeteo rítmico se transformó en una formidable melodía, una sinfonía orquestada en la floresta. Hasta que el horizonte se convirtió en una cortina líquida, un torrente caía sobre la selva, las piedras y las construcciones, y hacían resurgir los retoños dormidos. Danza celestial entre los cielos y la tierra. Enjambres de gotas jugaban con las hojas de los arbustos y plantas. Se detuvo y extendió sus brazos. Recibió en su cuerpo la añorada precipitación, hilos de plata corrían por sus cabellos, ojos, mejillas y acariciaban su torso. Penetraban en su boca cual néctar sagrado. Limpiaron su alma, revitalizaron su ser.

Los secos cauces de los ríos se hincharon con el elixir. Se encendió su rumor acuífero, llevando alimento, tanto a las raíces de los guanacastes monumentales, como a las delicadas flores silvestres. Los caminos se tornaron en arroyuelos, los manglares cantaban, las aves batían sus alas escurriendo el exceso de líquido. Las ranas emergieron de sus rincones ocultos con su perenne croar. El jaguar se movía con gracia felina entre las palmas danzantes. Su pelaje adornado con gotas de lluvia cual diamantes líquidos. Sus ojos captaron destellos de movimiento en medio del exuberante follaje. Los monos se balanceaban de rama en rama, encontrando solaz en el robusto abrazo de los árboles centenarios.  El élan vital había retornado al bosque.

En el vecindario, las calles se poblaron de risas. Los rostros se colmaron de esperanza. El dulce retruécano sonoro sobre los techos era música para sus oídos. Improvisados riachuelos se formaron entre las casas vecinas. Las mujeres danzaban y los hombres gritaban, los niños jugaban en los charcos. La algarabía general era un gozo para los ojos, sustento para el espíritu. La gente vitoreaba y bailaba celebrando la llegada de la lluvia.

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