jueves, 14 de septiembre de 2023

Atención, damitas

Patricio Durán


Carla se encontraba recostada en su sillón favorito. Mientras le daba un sorbo a su café expreso, navegaba por la red y despertó su curiosidad un mensaje que decía: «Atención, damitas». Dio clic en el enlace y se le desplegó la siguiente información: «Hombre hispano, divorciado, de baja estatura, medio gordo, cincuentón, con calvicie incipiente, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi siempre borracho; busca dama soltera, viuda o divorciada; blanca, atractiva e inteligente, para que confirme la opinión de su exesposa sobre él; que tenga entre treinta y cuatro y cuarenta y cinco años. No quiero mujer perfecta, que posea defectos, pero cuyos defectos me gusten. Interesadas comunicarse por interno».

Carla tenía treinta y seis años, soltera, se consideraba atractiva e inteligente, así que puso atención al mensaje, aunque en un principio no le hizo gracia la descripción del sujeto: «…medio gordo, mal dotado, casi siempre borracho… ¿Qué es eso? ¿Cómo un tipo piensa que puede atraer a una mujer con semejante imagen? Terminó su café expreso. Una ligera sonrisa se le dibujó en el rostro. También sintió cierta aprensión. Siguió navegando en la red.

Cansada de tanto Internet decidió tomar un baño relajante, llenó la tina con agua a treinta grados de temperatura, puso sales minerales de sus aromas favoritos, sobre todo la «Rosa del Himalaya», que la ayudaban a calmarse y a disminuir las tensiones diarias, y se sumergió. Más relajada empezó a cavilar en el tipo que puso el anuncio «Atención, damitas». «Debe sentirse desesperado, o solo, terriblemente solo para escribir algo así», pensó. «O quizás es lo contrario de lo que ha manifestado y quiere ver cómo reaccionan las mujeres».

Se lo imaginó como un hombre con escasa habilidad para establecer una relación sentimental; tal vez tiene baja autoestima por su mal aspecto al ser bajo, calvo, no ha tenido opción de conocer a mujeres dispuestas a empezar un romance, o tiene problemas mentales, sexuales y de salud, quizás es alcohólico…

Carla salió de la bañera, se secó, vistió y preparó otro café expreso que acompañó con tarta de chocolate. Se conectó nuevamente al mensaje de «Atención, damitas». Apuntó su nombre: Carlos Luis Barrera, y el número de teléfono. Leyó por segunda vez. El anuncio, bien mirado, era bastante divertido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.

Decidió llamarlo. El teléfono timbró tres veces. «Hola», contestó él.

—¿Con el señor Carlos Luis Barrera?

—¿Sí?

—Es que vi su anuncio. Su anuncio «Atención, damitas»…

—Ah, sí.

—Me llamo Carla.

—¿Cómo estás, Carla?

—Oh, muy bien. Bueno, señor Barrera…

—Llámame Carlos Luis, a secas.

—Bueno, Carlos Luis, a secas, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?

—Viste mi anuncio.

—Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?

—Creo que no. Carla, dime: ¿dónde están?

—¿Las mujeres?

—Sí.

—Oh, pues en todas partes, ya sabes.

—¿Dónde? Dime. ¿Dónde?

—Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.

—No me gustan las santurronas ni mosquitas muertas.

—Pues hay también en los colegios, en las universidades…

—Tampoco me gustan las estudiantes, son unas zorras redomadas.

—Puedes salir a bares, discotecas, en fin…

—Así lo hago, pero tampoco ha funcionado.

—Oh. ¿En realidad eres tal cual cómo te describes?: de baja estatura, medio gordo, cincuentón, con calvicie incipiente, en regular estado de salud, mal dotado, pobre, casi siempre borracho…

—Escucha. ¿Por qué no vienes a mi casa y lo compruebas?

—No puedo. Es tarde.

—No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.

—Bueno, es que…

—Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.

—No, yo no tengo miedo.

—Entonces vente, Carla.

—Bueno, es que…

—¡Vamos!

—Bueno, de acuerdo. Estaré allí en veinte minutos.

El señor Barrera vivía en un moderno edificio ubicado en un barrio exclusivo. Nada que ver con lo «pobre» que decía el anuncio. Esto le hizo pensar a Carla que lo escrito en «Atención, damitas» era una farsa. El conserje del inmueble registró su nombre: Carla Bruni, razón de la visita: personal al señor Carlos Luis Barrera. «Por favor, tome el ascensor hasta el quinto piso, departamento 5-12», dijo el portero.

Al llegar al departamento indicado Carla timbró. La puerta se abrió y allí estaba el enigmático señor Barrera de cuerpo entero. En efecto, tal como lo había intuido Carla, el susodicho resultó lo contrario a lo descrito en el anuncio. A sus cincuenta y seis años todavía era un hombre atractivo, afeitado correctamente, cabello entrecano, engominado, apenas se notaban unas líneas de expresión en la frente, de un metro ochenta y tres centímetros, revestido de un encanto irresistible para las damas.

—Entra, Carla…

Ella ingresó y la puerta se cerró inmediatamente. Carla usaba un vestido floreado de líneas sencillas y un corte cómodo que le llegaba hasta las rodillas. Llevaba medias panti color piel que resaltaban sus torneadas piernas y su contorno. Calzaba sandalias.

Era un departamento elegante, espacioso, impecable, muy bien decorado, con buenas vistas, iluminado, mobiliario de diseño, varios adornos artísticos y arquitectónicos y un pequeño jardín.

—Ponte cómoda, mientras preparo algo de beber. ¿Qué te gustaría?

—Una cerveza bien helada.

El señor Barrera cojeaba un poco al andar por una fractura producida al caer mientras practicaba ciclismo, su deporte favorito. Él era un apasionado de la música clásica y puso una música suave, «Claro de luna», la sonata que Beethoven compuso cuando estuvo enamorado. La melodía tranquilizó a Carla.

El señor Barrera –Carlos Luis- salió con las bebidas: cerveza bien helada para Carla y él se había preparado un whisky en las rocas. Se sentó junto a Carla y dijo: «¡Salud!». «¡Salud!», respondió ella.

Carla tomó un sorbo. Estaba buena la cerveza helada para el calor que abochornaba. Carlos Luis apenas mojó los labios en la bebida. Vestía con elegancia: pantalón blanco de lino, camisa blanca con rayas azules y zapatos deportivos, todo de marca.

—Ese vestido te queda muy bien, Carla.

—Muchas gracias. Es muy cómodo y vaporoso, me ayuda a sobrellevar el calor.

Se quedaron callados tomando sus bebidas, se miraban de vez en cuando. El silencio se hizo incómodo y para romper el hielo, Carla preguntó:

—¿Qué te hizo escribir un anuncio así cuando tú eres todo lo contrario?

—Bueno, lo que pasa es que quería hacer burla de quienes escriben mensajes en los periódicos y revistas en los que se jactan buscando pareja y se describen como: «Soy un caballero de excelente presencia, con trabajo estable, viajo constantemente, me gusta la buena vida. Busco una mujer de similares características para una relación seria».

—¿Y te funcionó?

—¡Por supuesto! Tú eres la evidencia.

—Oh. Pues sí. Me sentí muy intrigada al leer el anuncio. En un principio medité que podría ser una broma, luego pensé: es un hombre necesitado de afecto que no puede conseguir pareja.

—Bueno, de hecho, he conseguido algunas, pero ninguna me ha convencido. Incluso recibí la llamada de un marica. Yo le dije que lea bien el anuncio que dice «Atención, damitas». «Es que yo me considero una dama», respondió el muy ladino.

—¡Terrible! ¿Eres muy exigente con las mujeres?

—La verdad, sí. La mayoría de mujeres que he conocido han sido interesadas, incluso mi exesposa se llevó todo cuando nos divorciamos. Mi hermana también se quedó con cosas que me pertenecían. Estoy a un tris de convertirme en misógino.

Como todos los misóginos, el señor Barrera era una persona que necesitaba desesperadamente a las mujeres, y las odiaba a la vez, porque no podía soportar su dependencia de ellas. Había amado mucho a su exesposa, con ella trabajaron duro y consiguieron una buena posición económica, luego ella se fue con el psiquiatra que atendía al señor Barrera por su constante estado de depresión. A cada señora con la que mantenía contacto trataba de hacerla sentir mal, de burlarse, denigrarla, rechazarla, discriminarla, hasta llegar incluso a la violencia. «La mujer es un vulgar animal del que el hombre se ha formado un ideal demasiado bello; no son más que unas vagabundas aprovechadoras», pensaba.

—¿Tú te divorciaste de tu mujer, Carlos Luis?

—No, ella se divorció de mí.

—¿Y no es lo mismo?

—No, porque yo me negaba a hacerlo. Cuando me pidió que firmara los papeles del divorcio yo no le creí, pensé que era un arrebato y que ya se le pasaría, pero estaba equivocado. Un día desapareció de mi vida. Ignoraba su paradero. A los pocos días me enteré que se encontraba en una ciudad cercana, fui a verla y la encontré con el psiquiatra. Evité una escena, solamente le dije «en dónde firmo».

—¿Y cuánto tiempo estuvieron casados?

—Quince años.

—¿Y qué opinión quieres que las mujeres confirmen sobre lo que tu exesposa pensaba sobre ti?

—Decía que era un vago, mujeriego, borracho, que no hacía nada de provecho y que todo lo que hicimos en la sociedad conyugal era solamente gracias a su trabajo.

—Creo que ya no debería importarte lo que ella piense. Total, ya están divorciados.

—Tienes razón. Mejor hablemos de otras cosas. ¿Tú que has hecho de tu vida, Carla?

—Bueno, no me vas a creer si te digo y te vas a reír.

—Prometo no hacerlo.

—Quise ser monja. Estuve interna en un convento de claustro.

—¿En serio?

—Sí.

Carlos Luis se quedó pensando en lo que acababa de oír. Primera vez que escuchaba algo parecido. De pronto se le vino la idea de que una mujer virtuosa como Carla, obligada por los votos a la pobreza, la castidad y la obediencia, podría ser una buena esposa.

—Dime, Carla, ¿por qué decidiste llamar si se dice que las monjas tienen como esposo a Cristo?

—En verdad no llegué a tomar los hábitos de monja, estuve de novicia por unos meses en un convento. Me dio curiosidad y me causó gracia el anuncio de «Atención, damitas», y como ya no tengo ningún vínculo con el claustro quise conocer cómo sería este personaje gordo, calvo, mal dotado... A propósito, ¿qué quiere decir «mal dotado»? ¿Quizás que es medio tonto?...

—Carla, eres tan inocente que casi no lo creo. Mal dotado se refiere a un pene pequeño.

Al escuchar pene pequeño, se ruborizó.

—¿Qué pasa, Carla? ¿Por qué el rubor de tus mejillas?

—Es que yo no sé nada de cuestiones sexuales. Nunca lo he hecho.

—¿En serio? ¿Y te gustaría hacerlo?

—¡Nooo! Bueno, solamente cuando me case y para tener hijos. Me entregaré al que sea mi esposo. El sexo me parece sucio.

—¿Sucio?

—Pues sí, mira que se hace por donde orinamos.

—El sexo solo es sucio cuando se hace bien.

—¿¡Cómo!?

—Olvídalo. No lo entenderías.

—Bueno, pero sí me gustaría tener hijos, antes de que sea demasiado tarde. ¿En verdad tienes el pene pequeño? Supongo que no, porque como lo que pusiste en el anuncio es falso, seguramente es todo lo contrario.

Carlos Luis no dijo nada, Carla tampoco. Allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, terminando sus bebidas. Él pensaba en la suerte que había tenido al conocer a Carla: soltera, sin prole, hija única, y virgen. Sus labios no habían sido besados nunca. Ningún hombre ha hollado su cosita.

Carla se sintió incómoda por el prolongado silencio. «¿Por qué no habla?», pensó. «Se supone que es él quien debe llevar el hilo de la conversación».

—¿Quieres otra cerveza o algo más fuerte? —preguntó por fin Carlos Luis.

—No. Ya es tarde. Me tengo que ir.

—No es tan tarde. Toma un trago más y puedes irte.

—Está bien, pero después de este me voy.

Carlos Luis se preparó un whisky doble esta vez, y para Carla otra cerveza fría.  Mientras bebía su trago dijo:

—Sabes, estoy impresionado contigo con lo que me has contado sobre tu vocación de monja, tu virginidad, tu deseo de permanecer pura y casta hasta el matrimonio. Pensé que esas cosas importaban en la edad media. Realmente eres una mujer muy valiosa. ¿Cómo puedo saber si eres virgen o me estás mintiendo?

—Tendrás que confiar en mí, no hay otra forma.

—Sí la hay. Puedo llevarte a que te hagan un chequeo ginecológico.

—No. Ni lo sueñes. ¿Y por qué tanto interés en mi virginidad?

—Porque si realmente eres virgen quiero casarme contigo.

—¿En serio? ¿Tan rápido? Pero si acabamos de conocernos.

—No me importa. Una mujer como tú no la voy a encontrar.

—Es que yo no me puedo casar así. Yo quiero casarme enamorada.

—¡Pamplinas! El amor nace después, con el compartir día a día. Te aseguro que vas a llegar a quererme.

El matrimonio se realizó luego de tres meses. La madre de Carla le dijo a Carlos Luis: «Usted es el hombre más afortunado del mundo. Se casa con una santa».

En la noche de bodas, ya en el dormitorio, Carlos Luis emocionado ante la perspectiva de desflorar a su flamante esposa, empezó a quitarle el vestido blanco de novia, sinónimo de inocencia y pureza. Carla estaba sentada en el borde de la cama. El novio se arrodilló y, colocando las piernas en su pecho, le quitó los zapatos y luego el panti medias y besó sus pies. Según iba despojándole de la ropa interior crecía en él un sentimiento de euforia, de admiración hasta de adoración. Era amor verdadero. Carlos Luis la estrechó contra sí, mientras Carla no dejaba de llorar y se negó a entregarse a él la primera vez que durmieron juntos.

El flamante esposo, extrañado por esa negativa en consumar el matrimonio, tratando de conservar la compostura, le averiguó sobre su actitud. Carla adujo que estaba cansada y quería reposar. Le dio en la mejilla un rápido y pequeño beso, similar al picotazo de un pájaro, se viró y durmió. Carlos Luis aceptó de mal grado su decisión y trató de conciliar el sueño, aunque le resultó bastante difícil pensando en lo sucedido.

Al amanecer, Carlos Luis, bastante excitado y con una potente erección, decidió consumar el matrimonio. Penetró en ella, fácil y cómodamente, como cuchillo en mantequilla. Tuvo la sensación de estar con cualquier mujer menos con una doncella. Carla, somnolienta, emitió unos leves quejidos.

Carlos Luis, sorprendido al constatar que no era inmaculada, la sacudió y le exigió una explicación. Ella, entre sollozos, le confesó que, de púber, fue violada por un primo y sus amigos, que la drogaron, debido a lo cual ella permaneció dormida durante todo el evento, en consecuencia, al no haber estado consciente, consideraba que psicológicamente seguía siendo virgen.

Carlos Luis no salía de su asombro. Permaneció en silencio un buen rato, pensando en lo que escuchó. 

Llorando, Carla bajó de la cama y se dirigió a la ventana abierta con la intención de saltar. Él se quedó tendido, mirándola. Ella, tiritando, esperaba qué su esposo la detuviera. 

Carlos Luis se levantó, se acercó lentamente y la abrazó. Le dijo que lamentaba lo que le había ocurrido, aunque hubiese preferido que le contara sobre este trágico episodio de su vida. Nada podía arreglar su pasado. «Por ahora me basta con saber que se habría matado por haberme defraudado», pensó.

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