martes, 5 de septiembre de 2023

Exilio

Manuel Quezada


La tarde soleada y calurosa no le afectaba. El sudor le bajaba por la frente, el cuello y sus brazos brillaban de la humedad. A estas alturas del juego había mucha tensión y ella no podía controlar el movimiento de los dedos. El estadio por reventar de aficionados de ambos equipos y el encuentro estaba empatado. Se fueron al octavo inning extra y, en estos XXIV Juegos Centroamericanos y del Caribe, otorgaban el beneficio de corredores en la primera y segunda base. El pícher giró su cabeza hacia el hombro derecho para ver al hombre en posición de anotar. Faltaba un «out» en la parte baja y todo apuntaba a un turno adicional a cada equipo. Lanzó la pelota y el bateador conectó hasta enviarla al jardín central, el dominicano la buscó e hizo todo el esfuerzo del mundo, logró tomarla, pero perdió el equilibrio y de inmediato la pelota salió del guante hasta tocar el césped. El jugador venezolano sabía que solo tocaba correr y correr sin mirar atrás y, cerca del «home» se lanzó para asegurar la carrera. Todos sus compañeros lo esperaban para celebrar la entrada del triunfo.

—¿Tú crees que todos son pro-Maduro? —interrogó Jacky.

—«X» —respondió. Pronunciaba esa letra para indicar que la política le era indiferente e indicar desinterés en este tema. Dejar su país y vivir el exilio había sido un costo emocional demasiado alto. No visitarlo es duro. Hablar con su familia únicamente por teléfono y recibir noticias de la evolución política de su patria era desgastante.

Cerca de la almohadilla de «home» los jugadores no paraban de celebrar: saltaban, se abrazaban, sonreían como si fuera el último juego de sus vidas, y luego volvieron a ver los graderíos para saludar a toda la afición venezolana que había venido a apoyarlos: algunos desde su propio país, otros venían de Miami, y una nutrida comunidad que vivía aquí por años y que estaba creciendo. Habían asegurado la medalla de bronce.

Ella se levantó del asiento ubicado en los graderíos del sector de tercera base y sus profundos ojos negros se humedecieron poco a poco. Aplaudió intensamente y sonrió.

—Es algo extraño —me dijo—, no los conozco, a ninguno de ellos, pero me alegra demasiado estar aquí.

Dejó su asiento, caminó hacia las gradas lentamente porque su sobrepeso no le permitía bajar con la rapidez que le latía el corazón por la emoción y, abriéndose paso entre la multitud del estadio, logró llegar hasta el campo y tomarse fotos con cada jugador de su país. Los abrazó uno a uno, posó y, tomó la bandera que llevaba enrollada alrededor de su cuello. Muchos venezolanos buscaron el contacto con los jugadores y la mayoría celebraba en las gradas con mucha intensidad gritando el nombre del país y el «¡Sí se pudo!».

—Desde que decidí dejar mi país, revivo con esto, es como un soplo divino…

—Y los jugadores simpatizarán con…

—“X” —me repitió—, quizá algunos o todos, si no, ni estuvieran en el máximo equipo.

La mayoría de los aficionados se desplazaron a las afueras del estadio para esperar a que los jugadores salieran con su equipo sobre el hombro, y uno a uno aparecían por la puerta principal para seguir con la celebración: abrazos, selfis, ondeo de la bandera, batucada, hasta que cada jugador fue subiendo al bus que los llevaría a la villa olímpica. Esos minutos de tarde calurosa representaban un encuentro con un puñado de desconocidos con clara identidad en la tonada de voz, música, dichos; era un pedazo de algo que no podía definir bien, pero le devolvía a su tierra.

—No soy ingenua y sé la importancia del deporte en la política —me dijo mi amiga, quien había apoyado a su equipo y no quería renunciar a su desbordante alegría—. Es importante sobresalir para justificar el aporte del régimen.

Cuando los atletas venezolanos subieron al bus y partieron, ella siguió el recorrido hasta que perdió de vista la unidad de transporte. Respiró y sonrió con paz.

—He ido a ver todo lo que he podido. He llorado y llorado…Se vive para estos momentos. Ver la bandera, escuchar el himno, identificar el acento entre la multitud… es como estar allá —dijo con claridad, pero con mucho dolor.

Se dirigieron al carro y mientras caminaban en esa dirección, examinan el calendario de otras competencias deportivas, para asistir antes que caiga la noche. Discutieron si van a ver baloncesto de tres contra tres (conocido como callejero, ahora es competencia olímpica).

—Dicen que la patria es donde trabajas y comes, pero ni mierda de eso, hay algo que me sigue haciendo falta. No se tiene patria con un buen trabajo, una quiere volver… cada mañana, en cualquier país, una amanece como si te acabarás de cambiar de empleo y eres la trabajadora nueva de la empresa. No somos de aquí y ya no somos de allá. Las raíces, la semilla, donde algún día debemos volver solo son recuerdos y recuerdos.

Antes de arrancar el carro me pregunta si tengo hambre porque no habíamos almorzado lo suficiente por la tensión del partido y, ahora era tiempo de buscar algún lugar para comer como se debía.

—¿Vamos a…?

—Donde tú quieras… —respondió Jacky.

—Quiero unas arepas. Quiero comer como Dios manda.

Sonríen.

En dos horas, comenzaría allí mismo la disputa de la medalla de oro entre Cuba y México, pero dejamos el parqueo del estadio en busca de comida y seguir de cerca las competencias de los venezolanos en otras disciplinas deportivas.

1 comentario:

  1. Aquí en Perú vemos muy de cerca la lucha de los hermanos venezolanos.

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