Manuel Quezada
La tarde soleada y
calurosa no le afectaba. El sudor le bajaba por la frente, el cuello y sus
brazos brillaban de la humedad. A estas alturas del juego había mucha tensión y
ella no podía controlar el movimiento de los dedos. El estadio por reventar de
aficionados de ambos equipos y el encuentro estaba empatado. Se fueron al
octavo inning extra y, en estos
XXIV Juegos Centroamericanos y del Caribe, otorgaban el beneficio de corredores
en la primera y segunda base. El pícher giró su cabeza hacia el hombro derecho
para ver al hombre en posición de anotar. Faltaba un «out» en la parte baja y
todo apuntaba a un turno adicional a cada equipo. Lanzó la pelota y el bateador
conectó hasta enviarla al jardín central, el dominicano la buscó e hizo todo el
esfuerzo del mundo, logró tomarla, pero perdió el equilibrio y de inmediato la pelota
salió del guante hasta tocar el césped. El jugador venezolano sabía que solo
tocaba correr y correr sin mirar atrás y, cerca del «home» se lanzó para
asegurar la carrera. Todos sus compañeros lo esperaban para celebrar la entrada
del triunfo.
—¿Tú crees que
todos son pro-Maduro? —interrogó Jacky.
—«X» —respondió. Pronunciaba
esa letra para indicar que la política le era indiferente e indicar desinterés
en este tema. Dejar su país y vivir el exilio había sido un costo emocional
demasiado alto. No visitarlo es duro. Hablar con su familia únicamente por
teléfono y recibir noticias de la evolución política de su patria era
desgastante.
Cerca de la
almohadilla de «home» los jugadores no paraban de celebrar: saltaban, se
abrazaban, sonreían como si fuera el último juego de sus vidas, y luego
volvieron a ver los graderíos para saludar a toda la afición venezolana que
había venido a apoyarlos: algunos desde su propio país, otros venían de Miami,
y una nutrida comunidad que vivía aquí por años y que estaba creciendo. Habían
asegurado la medalla de bronce.
Ella se levantó
del asiento ubicado en los graderíos del sector de tercera base y sus profundos
ojos negros se humedecieron poco a poco. Aplaudió intensamente y sonrió.
—Es algo extraño —me
dijo—, no los conozco, a ninguno de ellos, pero me alegra demasiado estar aquí.
Dejó su asiento, caminó
hacia las gradas lentamente porque su sobrepeso no le permitía bajar con la
rapidez que le latía el corazón por la emoción y, abriéndose paso entre la
multitud del estadio, logró llegar hasta el campo y tomarse fotos con cada
jugador de su país. Los abrazó uno a uno, posó y, tomó la bandera que llevaba
enrollada alrededor de su cuello. Muchos venezolanos buscaron el contacto con
los jugadores y la mayoría celebraba en las gradas con mucha intensidad
gritando el nombre del país y el «¡Sí se pudo!».
—Desde que decidí
dejar mi país, revivo con esto, es como un soplo divino…
—Y los jugadores
simpatizarán con…
—“X” —me repitió—,
quizá algunos o todos, si no, ni estuvieran en el máximo equipo.
La mayoría de los
aficionados se desplazaron a las afueras del estadio para esperar a que los
jugadores salieran con su equipo sobre el hombro, y uno a uno aparecían por la
puerta principal para seguir con la celebración: abrazos, selfis, ondeo
de la bandera, batucada, hasta que cada jugador fue subiendo al bus que los
llevaría a la villa olímpica. Esos minutos de tarde calurosa representaban un
encuentro con un puñado de desconocidos con clara identidad en la tonada de
voz, música, dichos; era un pedazo de algo que no podía definir bien, pero le
devolvía a su tierra.
—No soy ingenua y
sé la importancia del deporte en la política —me dijo mi amiga, quien había
apoyado a su equipo y no quería renunciar a su desbordante alegría—. Es
importante sobresalir para justificar el aporte del régimen.
Cuando los atletas
venezolanos subieron al bus y partieron, ella siguió el recorrido hasta que
perdió de vista la unidad de transporte. Respiró y sonrió con paz.
—He ido a ver todo
lo que he podido. He llorado y llorado…Se vive para estos momentos. Ver la bandera,
escuchar el himno, identificar el acento entre la multitud… es como estar allá —dijo
con claridad, pero con mucho dolor.
Se dirigieron al
carro y mientras caminaban en esa dirección, examinan el calendario de otras
competencias deportivas, para asistir antes que caiga la noche. Discutieron si
van a ver baloncesto de tres contra tres (conocido como callejero, ahora es
competencia olímpica).
—Dicen que la
patria es donde trabajas y comes, pero ni mierda de eso, hay algo que me sigue
haciendo falta. No se tiene patria con un buen trabajo, una quiere volver… cada
mañana, en cualquier país, una amanece como si te acabarás de cambiar de empleo
y eres la trabajadora nueva de la empresa. No somos de aquí y ya no somos de
allá. Las raíces, la semilla, donde algún día debemos volver solo son recuerdos
y recuerdos.
Antes de arrancar
el carro me pregunta si tengo hambre porque no habíamos almorzado lo suficiente
por la tensión del partido y, ahora era tiempo de buscar algún lugar para comer
como se debía.
—¿Vamos a…?
—Donde tú quieras…
—respondió Jacky.
—Quiero unas
arepas. Quiero comer como Dios manda.
Sonríen.
En dos horas,
comenzaría allí mismo la disputa de la medalla de oro entre Cuba y México, pero
dejamos el parqueo del estadio en busca de comida y seguir de cerca las
competencias de los venezolanos en otras disciplinas deportivas.
Aquí en Perú vemos muy de cerca la lucha de los hermanos venezolanos.
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