Ruth Rosales
La primera vez
que la vi me pareció una mujer hermosa, similar a las otras modelos y actrices
que circulaban por el lugar, pero esa energía que emanaba de su cuerpo hacía
que te perdieras en el poder enigmático de su alma.
En aquel entonces
sólo era el asistente de luces en la castinera en la que trabajaba. Me gustaba
lo que hacía, pero no era mi pasión. Estaba ahí más que nada para aprender y
tejer contactos mientras estudiaba cine y soñaba con ser un gran director. El
ambiente de la publicidad se me antojaba monótono y vacío, casi inhumano, pero
esa tarde, detrás de la cámara, pude ver que estaba equivocado.
El asistente de
dirección sonó la claqueta para sincronizar la imagen y el sonido mientras le
pedía que se pusiera en el círculo marcado con cinta adhesiva amarilla en el
piso, dijera su nombre, mostrara sus perfiles y se diera una vuelta completa.
Ella era la última de ese día. Se había acabado la semana y todos estábamos
cansados y ansiosos por irnos a tomar un par de cervezas al bar que en esos
momentos transmitía las semifinales del fútbol, por lo que el director hizo a
un lado el guion y se puso a improvisar.
—Supongo que
estudiaste tus líneas, ¿verdad? —preguntó pasándose las manos sobre el rostro
agotado—. Vamos a ahorrarnos la réplica y definamos esto con una sola pregunta.
¿Por qué sigues haciendo publicidad si tú lo que seguramente quieres es ser
actriz y actuar en películas y series de televisión?
Se hizo un
silencio incómodo en la sala. Las miradas de interrogación pasaron del director
a la chica que estaba parada en medio del círculo frente a un ciclorama color
verde y con todas las luces reflejadas en su rostro imperturbable.
—Después de que
Emilio Fuentes me vendó los ojos, me puso en un cuarto oscuro y me hizo chuparle
el pene empujando mi cabeza con su mano una y otra vez, prefiero hacer
comerciales y vender mejor mi imagen en lugar de mi cuerpo por un protagónico.
Todos en la sala
sostuvimos la respiración. Mis labios se separaron mientras mis ojos se
exaltaron seguidos por las líneas de expresión prominentes en mi frente. Emilio
Fuentes era, no solo el director estrella del cine mexicano, era el orgullo del
país entero al ser el primero en haber obtenido un Oscar a mejor dirección, la
palma de oro en el Festival de Cannes y múltiples reconocimientos
internacionales.
—¿Cómo? —preguntó
el director ligeramente perturbado.
—¿Me está
preguntando cómo? ¿¡Quiere que le haga una demostración!?
—¡No!... No. Por
supuesto que no. Pero…
—Es muy sencillo
—lo interrumpió lanzando un suspiro que invitó a que todos hiciéramos
conciencia de nuestra respiración contenida.
Volteó a ver a
cada uno de los que estaban presentes. En total éramos cuatro hombres del
equipo creativo y una mujer que representaba al cliente. Tras una pausa dramática,
habló.
———
En ese entonces
trabajaba como asistente de una reconocida maestra de teatro, después de haber
estudiado sin descanso y con la ilusión de una niña cuyo más grande deseo era
convertirse en un monstruo escénico teatral. Habían pasado ya cinco años desde
que me mudé a esta ciudad y poco a poco empezaba a ver frutos de mi esfuerzo.
Pero no los aburriré con esos detalles. Seguro ustedes han oído infinidad de
historias parecidas y la mía no es la excepción. Así que iré al grano.
Yo admiraba con
devoción a mi maestra. Su disciplina y rigor para entrenar el cuerpo y la mente
de sus estudiantes era exquisito. Tenía una figura delgada y atlética, lo que
impregnaba a sus movimientos una mezcla de agilidad y fortaleza que hacían que
su presencia en el escenario tuviera el poder del radio y polonio juntos.
Bueno, tal vez exagero, pero ustedes me entienden. Eso quería yo. Mientras lo
obtenía, a base de arduos entrenamientos y una disciplina inquebrantable, me
congratulaba de contar con su protección y me sentía afortunada al tener acceso
a su sabiduría. Para mí era una diosa y yo la adoraba.
Un día me hizo ir
al ensayo una hora más temprano. Me dijo que quería hablar conmigo antes de
empezar. Cuando llegué, un hombre estaba sentado junto a ella. Mi maestra me
pidió que por favor realizara una improvisación en donde mostrara la
desesperación y pérdida de voluntad de una mujer que ha estado encerrada en un
cuarto pequeño durante seis meses. Utilicé un poco de la técnica corporal que
llevaba ya un tiempo entrenando en donde, a través de la economía de los
movimientos, lograba proyectar mi angustia y desesperanza sin emitir una sola
palabra. Al finalizar, mi maestra me dio las gracias y me pidió que saliera por
unos minutos.
Después de un
rato regresó. Inexpresiva y de pocas palabras como era, se acercó y me dio un
abrazo fuerte y prolongado.
—A partir de
mañana formas parte del elenco de la próxima película de Emilio Fuentes.
—¿Qué?
—No está de más
recordarte que llegues puntual a los llamados, que respetes y hagas todo lo que
el director te diga. Emilio es muy exigente y te llevará hasta el límite para
que explores lugares a los que igual y nunca has accedido estando consciente.
Yo la escuchaba
muda, las palabras me habían abandonado por completo. No sabía qué decir.
¿Emilio Fuentes? ¿Ese señor era Emilio Fuentes? ¿Yo, en una película de Emilio
Fuentes?
—Y otra cosa
—interrumpió mis pensamientos—. Serás embajadora de esta compañía. Estarás
mostrando las técnicas y disciplina que aquí has aprendido, por lo que espero
que los sorprendas con tu talento y rigor. Emilio y yo fuimos juntos a la
escuela, siempre he admirado su trabajo y nada me hace sentir más orgullo que
esté confiando en mí al ofrecerle esta gran oportunidad a una alumna mía.
La puerta de la
sala de ensayos se abrió y empezaron a entrar poco a poco los integrantes de la
compañía para iniciar el calentamiento. Ahí estaba yo, en medio del espacio
escuchando las voces lejanas de mis compañeros, sintiendo cómo sus cuerpos
pasaban alrededor de mí mientras el mío iba recuperando poco a poco la
consciencia y «le caía el veinte» del peso que de la nada habían puesto sobre
sus hombros.
Voy a decir algo
que tal vez sea difícil de creer, pero es verdad. No era lo que buscaba. Yo
solo quería estar en los escenarios y seguir entrenando mi cuerpo y mente. Con
mi maestra me sentía segura. Estar en su taller era estar en casa. Pero como ya
he dicho antes, yo hacía lo que ella me dijera, sin dudarlo, sin preguntar. Sus
palabras para mi eran mandamientos así que ahí estaba yo, puntual el día del
llamado.
Las primeras
semanas fueron muy interesantes, no lo voy a negar. El guion se inspiraba en la
obra de Jean-Paul Sartre A puerta cerrada. Nos cuestionamos sobre la
condición humana, las relaciones que se generan entre los individuos y el
significado de la existencia. Ya saben, esos temas que tanto atormentaban a los
pensadores de esa época y que a nosotros nos encantan. Pero lo que más
exploramos fue el manejo sutil, casi imperceptible, del cambio de energía que
repercute en nosotros al sentirnos observados y sometidos al juicio de los
demás. Poco a poco fuimos desentrañando esa frase que rige el escrito: «El
infierno son los otros».
Trabajar con
Emilio era interesante. Empecé a tenerle respeto por la manera en cómo nos hacía
abordar esos temas. Yo ponía todo mi empeño en que mi trabajo fuera más que
excelente. Siempre procuraba dar lo mejor de mí y un poquito más. Tenía en mi
cabeza la promesa de ser una digna representante del taller y poner en alto la
metodología actoral desarrollada por mi maestra. Así que todo lo que el
director nos decía que hiciéramos, lo realizaba sin objeción.
Después de meses
de filmación me encontraba agotada física y mentalmente. El constante cambio
emocional y energético al que me veía sometida entre toma y toma me empezó a
desgastar de tal manera que había ocasiones en que ya no sabía si la que
hablaba fuera de cámaras era yo o el personaje. Ese cansancio hizo que los
últimos llamados se alargaran aún más de lo previsto porque las secuencias no
quedaban como el director quería.
Mandó a descansar
a todo el crew una semana y a los actores tres días. Al cuarto nos llamó
y dijo que realizaríamos una serie de ejercicios para soltarnos y lograr el
efecto que el guion estaba exigiendo.
Nos puso en un
cuarto de aproximadamente tres por dos metros, pequeñito, sin ventanas, sin
luz. Los cuatro actores principales estábamos apretujados junto con el
director, mirándonos en silencio unos a otros. Así pasamos casi una hora. Suena
a que estuvo aburrido, pero a mí me puso en un estado meditativo de paz y
tranquilidad. Pensaba en lo afortunada que era de estar en esa producción y
agradecía en silencio la oportunidad. Tal vez por eso reaccioné como lo hice
minutos después.
Emilio se levantó
y nos pasó a cada uno de los actores una venda negra. «Póngansela en los ojos y
apriétenla bien» nos dijo en voz monótona al tiempo en que apagaba la luz.
Nos pidió que
camináramos por el espacio una vez que comprobó que todos tuviéramos los ojos
completamente cubiertos. Señaló que pusiéramos énfasis en la respiración de tal
manera que cada vez que nos topáramos con alguien, emitiéramos una larga
inhalación y exhalación tratando de ignorar el contacto y enfocarnos en las
sensaciones que se producían en nuestro cuerpo.
Al principio me
tensionaba cuando me encontraba con alguno de los otros actores. Traté de
dirigir mi atención a mis sensaciones y poco a poco empecé a relajarme. Después
de un rato el director nos pidió que empezáramos a respirar por la boca y
fuéramos acelerando el ritmo hasta llegar a inhalaciones y exhalaciones cortas.
Teníamos que seguir enfocando nuestros sentidos a lo que experimentaba el
cuerpo sin perder la concentración que pudiera presentarse debido a la corta o
nula retención de aire en los pulmones.
Empecé a sentirme
mareada y desorientada. Cada roce con otros cuerpos me generaba una especie de
descarga eléctrica. Sentía cómo los poros de mi piel se expandían haciéndome
más ligera, era como si flotara. Mi corazón latía fuerte y rápido, pero al
mismo tiempo podía percibir su movimiento pausado, como en cámara lenta. Y
entonces comencé a reír.
Mi risa contagió
a los demás y ahora todos reíamos, cantábamos y nos deslizábamos en una danza
cortesana en el espacio con movimientos suaves y armónicos mientras nuestros
pechos subían y bajaban con rapidez debido a nuestra respiración acelerada. Nos
empezamos a tocar unos a otros y podía sentir lo que ellos estaban
experimentando. Era como si todos estuviéramos conectados y formáramos un solo
ser.
Sentí cómo una
mano empezó a tocarme con delicadeza mis labios para después deslizarse a mis
hombros y presionarlos hacia abajo haciendo que mis piernas se doblaran y me
hincara en el suelo. Percibí después dos manos ajenas jugando con mi pelo, mi
frente, mis ojos y mis pómulos.
Los dedos de esas
manos extranjeras abrieron mi boca haciendo que instintivamente la cerrara
mientras la remojaba con la lengua, y, aprovechando ese minúsculo espacio de
apertura entre mis labios al estar inhalando y exhalando con nerviosismo, un monolito
grueso y caliente se hizo paso de manera abrupta entre mis dientes, al tiempo
en que cambiaba de forma haciéndose más grueso y grande. Entonces paré.
Detuve con
brusquedad la respiración acelerada y sentí como me desconectaba del resto de
mis compañeros. Quise levantarme y sacar eso de mi boca, pero una mano sostenía
mi nuca mientras la otra se aferraba a mi coronilla con fuerza obligándome a
quedar arrodillada y sometida. No podía respirar, sentía esa cosa mutante
llegar hasta mi garganta. Lancé un grito ahogado, al mismo tiempo en que mi
cabeza era manejada por esas manos intrusas que jalaban con fuerza mi cabello
hacia adelante y hacia atrás.
Muchas veces me
he cuestionado por qué no lo mordí. Por qué lo único que hizo mi cuerpo fue
rendirse a la voluntad de ese animal que satisfacía sus instintos. Por qué
permití que mis lágrimas salieran de mis ojos al mismo tiempo en que me tragaba
ese líquido espeso salado y asqueroso en lugar de quitarme, escupir y gritar.
Solo sé que mi
mente repetía una y otra vez: «Que no se den cuenta mis compañeros, que no se
den cuenta mis compañeros». Yo era la que estaba haciendo algo mal y me daba
una vergüenza terrible. Me sentía culpable por haber perdido la concentración
del ejercicio «he roto la conexión con mis compañeros, he roto la conexión con
mis compañeros, qué van a decir mis compañeros, qué van a pensar mis
compañeros».
El director logró
tener el final existencial que tanto buscaba. Crudo, desalentador, con una
sensación de desasosiego y reflexión sobre la condición humana y por ello ganó
múltiples reconocimientos internacionales y, como bien lo saben ustedes, su
primera nominación al Oscar.
Nunca quise
participar en los eventos de promoción de la película y eso molestó sobremanera
a la producción. Mis compañeros no lo entendían. La prensa hablaba maravillas
de mí, y yo permanecía en las sombras. Emilio le dijo a mi maestra que yo me le
había ofrecido y que como él me había rechazado, estaba haciendo esto por
venganza. Por supuesto ella no se detuvo en poner en duda lo que su amigo de la
escuela le dijo y me corrió de su taller, sin permitir darle explicación
alguna.
Ahora estaba ahí,
en medio de un éxito taquillero internacional, sin mi maestra, exiliada del
taller y asediada por propuestas sexuales de otros directores que al parecer
habían escuchado la escena erótica distorsionada de cuando yo se la chupé al
director en un cuarto oscuro.
Así que,
volviendo a tu pregunta. No, yo no quiero ser actriz, yo ya lo soy. Podrías
reformular la estructura de tus palabras y decirme: «¿Te dio tiempo de estudiar
los diálogos mientras esperabas tu turno o necesitas que te dé réplica?». De
esta manera haces tú tu trabajo y yo el mío.
———
Despertamos del
embrujo en el que caímos durante su relato. Ese fuego que desprendía su mirada
nos hizo sentir incómodos y avergonzados. El ambiente se volvió tenso y yo
tenía unas absurdas ganas de llorar. El director tomó el guion y se acomodó
para darle réplica a sus diálogos y empezar por fin la audición. Sus manos
temblaban y parecía que las palabras no podían salir de su boca. Realizó unas
muecas como si quisiera volver el estómago mientras su respiración se volvía
entrecortada. Nadie acudió a socorrerlo. Era como si una fuerza nos impidiera
movernos.
—Mmm, ya veo
—comentó la actriz colocada aún en medio del círculo marcado con cinta adhesiva
amarilla en el piso—. Parece que al señor director le ha inquietado mi relato.
Dile a tu padre que su actriz favorita le manda saludos. Pregúntale cómo le
sabe el éxito. Dile que no tiene nada de qué preocuparse por las historias que
andan circulando de él por ahí. Recuérdale que «el infierno está en los otros».
Creo que por hoy mi audición ha terminado.
Salió del círculo y se dirigió a la puerta, llevándose con ella toda nuestra energía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario