viernes, 1 de septiembre de 2023

Medusa

Ruth Rosales


La primera vez que la vi me pareció una mujer hermosa, similar a las otras modelos y actrices que circulaban por el lugar, pero esa energía que emanaba de su cuerpo hacía que te perdieras en el poder enigmático de su alma.

En aquel entonces sólo era el asistente de luces en la castinera en la que trabajaba. Me gustaba lo que hacía, pero no era mi pasión. Estaba ahí más que nada para aprender y tejer contactos mientras estudiaba cine y soñaba con ser un gran director. El ambiente de la publicidad se me antojaba monótono y vacío, casi inhumano, pero esa tarde, detrás de la cámara, pude ver que estaba equivocado.

El asistente de dirección sonó la claqueta para sincronizar la imagen y el sonido mientras le pedía que se pusiera en el círculo marcado con cinta adhesiva amarilla en el piso, dijera su nombre, mostrara sus perfiles y se diera una vuelta completa. Ella era la última de ese día. Se había acabado la semana y todos estábamos cansados y ansiosos por irnos a tomar un par de cervezas al bar que en esos momentos transmitía las semifinales del fútbol, por lo que el director hizo a un lado el guion y se puso a improvisar. 

—Supongo que estudiaste tus líneas, ¿verdad? —preguntó pasándose las manos sobre el rostro agotado—. Vamos a ahorrarnos la réplica y definamos esto con una sola pregunta. ¿Por qué sigues haciendo publicidad si tú lo que seguramente quieres es ser actriz y actuar en películas y series de televisión?

Se hizo un silencio incómodo en la sala. Las miradas de interrogación pasaron del director a la chica que estaba parada en medio del círculo frente a un ciclorama color verde y con todas las luces reflejadas en su rostro imperturbable. 

—Después de que Emilio Fuentes me vendó los ojos, me puso en un cuarto oscuro y me hizo chuparle el pene empujando mi cabeza con su mano una y otra vez, prefiero hacer comerciales y vender mejor mi imagen en lugar de mi cuerpo por un protagónico.

Todos en la sala sostuvimos la respiración. Mis labios se separaron mientras mis ojos se exaltaron seguidos por las líneas de expresión prominentes en mi frente. Emilio Fuentes era, no solo el director estrella del cine mexicano, era el orgullo del país entero al ser el primero en haber obtenido un Oscar a mejor dirección, la palma de oro en el Festival de Cannes y múltiples reconocimientos internacionales.

—¿Cómo? —preguntó el director ligeramente perturbado.

—¿Me está preguntando cómo? ¿¡Quiere que le haga una demostración!?

—¡No!... No. Por supuesto que no. Pero…

—Es muy sencillo —lo interrumpió lanzando un suspiro que invitó a que todos hiciéramos conciencia de nuestra respiración contenida.

Volteó a ver a cada uno de los que estaban presentes. En total éramos cuatro hombres del equipo creativo y una mujer que representaba al cliente. Tras una pausa dramática, habló.

———

En ese entonces trabajaba como asistente de una reconocida maestra de teatro, después de haber estudiado sin descanso y con la ilusión de una niña cuyo más grande deseo era convertirse en un monstruo escénico teatral. Habían pasado ya cinco años desde que me mudé a esta ciudad y poco a poco empezaba a ver frutos de mi esfuerzo. Pero no los aburriré con esos detalles. Seguro ustedes han oído infinidad de historias parecidas y la mía no es la excepción. Así que iré al grano.

Yo admiraba con devoción a mi maestra. Su disciplina y rigor para entrenar el cuerpo y la mente de sus estudiantes era exquisito. Tenía una figura delgada y atlética, lo que impregnaba a sus movimientos una mezcla de agilidad y fortaleza que hacían que su presencia en el escenario tuviera el poder del radio y polonio juntos. Bueno, tal vez exagero, pero ustedes me entienden. Eso quería yo. Mientras lo obtenía, a base de arduos entrenamientos y una disciplina inquebrantable, me congratulaba de contar con su protección y me sentía afortunada al tener acceso a su sabiduría. Para mí era una diosa y yo la adoraba.

Un día me hizo ir al ensayo una hora más temprano. Me dijo que quería hablar conmigo antes de empezar. Cuando llegué, un hombre estaba sentado junto a ella. Mi maestra me pidió que por favor realizara una improvisación en donde mostrara la desesperación y pérdida de voluntad de una mujer que ha estado encerrada en un cuarto pequeño durante seis meses. Utilicé un poco de la técnica corporal que llevaba ya un tiempo entrenando en donde, a través de la economía de los movimientos, lograba proyectar mi angustia y desesperanza sin emitir una sola palabra. Al finalizar, mi maestra me dio las gracias y me pidió que saliera por unos minutos.

Después de un rato regresó. Inexpresiva y de pocas palabras como era, se acercó y me dio un abrazo fuerte y prolongado.

—A partir de mañana formas parte del elenco de la próxima película de Emilio Fuentes.

—¿Qué?

—No está de más recordarte que llegues puntual a los llamados, que respetes y hagas todo lo que el director te diga. Emilio es muy exigente y te llevará hasta el límite para que explores lugares a los que igual y nunca has accedido estando consciente.

Yo la escuchaba muda, las palabras me habían abandonado por completo. No sabía qué decir. ¿Emilio Fuentes? ¿Ese señor era Emilio Fuentes? ¿Yo, en una película de Emilio Fuentes?

—Y otra cosa —interrumpió mis pensamientos—. Serás embajadora de esta compañía. Estarás mostrando las técnicas y disciplina que aquí has aprendido, por lo que espero que los sorprendas con tu talento y rigor. Emilio y yo fuimos juntos a la escuela, siempre he admirado su trabajo y nada me hace sentir más orgullo que esté confiando en mí al ofrecerle esta gran oportunidad a una alumna mía. 

La puerta de la sala de ensayos se abrió y empezaron a entrar poco a poco los integrantes de la compañía para iniciar el calentamiento. Ahí estaba yo, en medio del espacio escuchando las voces lejanas de mis compañeros, sintiendo cómo sus cuerpos pasaban alrededor de mí mientras el mío iba recuperando poco a poco la consciencia y «le caía el veinte» del peso que de la nada habían puesto sobre sus hombros.

Voy a decir algo que tal vez sea difícil de creer, pero es verdad. No era lo que buscaba. Yo solo quería estar en los escenarios y seguir entrenando mi cuerpo y mente. Con mi maestra me sentía segura. Estar en su taller era estar en casa. Pero como ya he dicho antes, yo hacía lo que ella me dijera, sin dudarlo, sin preguntar. Sus palabras para mi eran mandamientos así que ahí estaba yo, puntual el día del llamado.

Las primeras semanas fueron muy interesantes, no lo voy a negar. El guion se inspiraba en la obra de Jean-Paul Sartre A puerta cerrada. Nos cuestionamos sobre la condición humana, las relaciones que se generan entre los individuos y el significado de la existencia. Ya saben, esos temas que tanto atormentaban a los pensadores de esa época y que a nosotros nos encantan. Pero lo que más exploramos fue el manejo sutil, casi imperceptible, del cambio de energía que repercute en nosotros al sentirnos observados y sometidos al juicio de los demás. Poco a poco fuimos desentrañando esa frase que rige el escrito: «El infierno son los otros».  

Trabajar con Emilio era interesante. Empecé a tenerle respeto por la manera en cómo nos hacía abordar esos temas. Yo ponía todo mi empeño en que mi trabajo fuera más que excelente. Siempre procuraba dar lo mejor de mí y un poquito más. Tenía en mi cabeza la promesa de ser una digna representante del taller y poner en alto la metodología actoral desarrollada por mi maestra. Así que todo lo que el director nos decía que hiciéramos, lo realizaba sin objeción.

Después de meses de filmación me encontraba agotada física y mentalmente. El constante cambio emocional y energético al que me veía sometida entre toma y toma me empezó a desgastar de tal manera que había ocasiones en que ya no sabía si la que hablaba fuera de cámaras era yo o el personaje. Ese cansancio hizo que los últimos llamados se alargaran aún más de lo previsto porque las secuencias no quedaban como el director quería. 

Mandó a descansar a todo el crew una semana y a los actores tres días. Al cuarto nos llamó y dijo que realizaríamos una serie de ejercicios para soltarnos y lograr el efecto que el guion estaba exigiendo.

Nos puso en un cuarto de aproximadamente tres por dos metros, pequeñito, sin ventanas, sin luz. Los cuatro actores principales estábamos apretujados junto con el director, mirándonos en silencio unos a otros. Así pasamos casi una hora. Suena a que estuvo aburrido, pero a mí me puso en un estado meditativo de paz y tranquilidad. Pensaba en lo afortunada que era de estar en esa producción y agradecía en silencio la oportunidad. Tal vez por eso reaccioné como lo hice minutos después. 

Emilio se levantó y nos pasó a cada uno de los actores una venda negra. «Póngansela en los ojos y apriétenla bien» nos dijo en voz monótona al tiempo en que apagaba la luz.

Nos pidió que camináramos por el espacio una vez que comprobó que todos tuviéramos los ojos completamente cubiertos. Señaló que pusiéramos énfasis en la respiración de tal manera que cada vez que nos topáramos con alguien, emitiéramos una larga inhalación y exhalación tratando de ignorar el contacto y enfocarnos en las sensaciones que se producían en nuestro cuerpo.

Al principio me tensionaba cuando me encontraba con alguno de los otros actores. Traté de dirigir mi atención a mis sensaciones y poco a poco empecé a relajarme. Después de un rato el director nos pidió que empezáramos a respirar por la boca y fuéramos acelerando el ritmo hasta llegar a inhalaciones y exhalaciones cortas. Teníamos que seguir enfocando nuestros sentidos a lo que experimentaba el cuerpo sin perder la concentración que pudiera presentarse debido a la corta o nula retención de aire en los pulmones.

Empecé a sentirme mareada y desorientada. Cada roce con otros cuerpos me generaba una especie de descarga eléctrica. Sentía cómo los poros de mi piel se expandían haciéndome más ligera, era como si flotara. Mi corazón latía fuerte y rápido, pero al mismo tiempo podía percibir su movimiento pausado, como en cámara lenta. Y entonces comencé a reír. 

Mi risa contagió a los demás y ahora todos reíamos, cantábamos y nos deslizábamos en una danza cortesana en el espacio con movimientos suaves y armónicos mientras nuestros pechos subían y bajaban con rapidez debido a nuestra respiración acelerada. Nos empezamos a tocar unos a otros y podía sentir lo que ellos estaban experimentando. Era como si todos estuviéramos conectados y formáramos un solo ser. 

Sentí cómo una mano empezó a tocarme con delicadeza mis labios para después deslizarse a mis hombros y presionarlos hacia abajo haciendo que mis piernas se doblaran y me hincara en el suelo. Percibí después dos manos ajenas jugando con mi pelo, mi frente, mis ojos y mis pómulos.

Los dedos de esas manos extranjeras abrieron mi boca haciendo que instintivamente la cerrara mientras la remojaba con la lengua, y, aprovechando ese minúsculo espacio de apertura entre mis labios al estar inhalando y exhalando con nerviosismo, un monolito grueso y caliente se hizo paso de manera abrupta entre mis dientes, al tiempo en que cambiaba de forma haciéndose más grueso y grande. Entonces paré.

Detuve con brusquedad la respiración acelerada y sentí como me desconectaba del resto de mis compañeros. Quise levantarme y sacar eso de mi boca, pero una mano sostenía mi nuca mientras la otra se aferraba a mi coronilla con fuerza obligándome a quedar arrodillada y sometida. No podía respirar, sentía esa cosa mutante llegar hasta mi garganta. Lancé un grito ahogado, al mismo tiempo en que mi cabeza era manejada por esas manos intrusas que jalaban con fuerza mi cabello hacia adelante y hacia atrás. 

Muchas veces me he cuestionado por qué no lo mordí. Por qué lo único que hizo mi cuerpo fue rendirse a la voluntad de ese animal que satisfacía sus instintos. Por qué permití que mis lágrimas salieran de mis ojos al mismo tiempo en que me tragaba ese líquido espeso salado y asqueroso en lugar de quitarme, escupir y gritar.

Solo sé que mi mente repetía una y otra vez: «Que no se den cuenta mis compañeros, que no se den cuenta mis compañeros». Yo era la que estaba haciendo algo mal y me daba una vergüenza terrible. Me sentía culpable por haber perdido la concentración del ejercicio «he roto la conexión con mis compañeros, he roto la conexión con mis compañeros, qué van a decir mis compañeros, qué van a pensar mis compañeros».

El director logró tener el final existencial que tanto buscaba. Crudo, desalentador, con una sensación de desasosiego y reflexión sobre la condición humana y por ello ganó múltiples reconocimientos internacionales y, como bien lo saben ustedes, su primera nominación al Oscar.

Nunca quise participar en los eventos de promoción de la película y eso molestó sobremanera a la producción. Mis compañeros no lo entendían. La prensa hablaba maravillas de mí, y yo permanecía en las sombras. Emilio le dijo a mi maestra que yo me le había ofrecido y que como él me había rechazado, estaba haciendo esto por venganza. Por supuesto ella no se detuvo en poner en duda lo que su amigo de la escuela le dijo y me corrió de su taller, sin permitir darle explicación alguna.

Ahora estaba ahí, en medio de un éxito taquillero internacional, sin mi maestra, exiliada del taller y asediada por propuestas sexuales de otros directores que al parecer habían escuchado la escena erótica distorsionada de cuando yo se la chupé al director en un cuarto oscuro.

Así que, volviendo a tu pregunta. No, yo no quiero ser actriz, yo ya lo soy. Podrías reformular la estructura de tus palabras y decirme: «¿Te dio tiempo de estudiar los diálogos mientras esperabas tu turno o necesitas que te dé réplica?». De esta manera haces tú tu trabajo y yo el mío.

———

Despertamos del embrujo en el que caímos durante su relato. Ese fuego que desprendía su mirada nos hizo sentir incómodos y avergonzados. El ambiente se volvió tenso y yo tenía unas absurdas ganas de llorar. El director tomó el guion y se acomodó para darle réplica a sus diálogos y empezar por fin la audición. Sus manos temblaban y parecía que las palabras no podían salir de su boca. Realizó unas muecas como si quisiera volver el estómago mientras su respiración se volvía entrecortada. Nadie acudió a socorrerlo. Era como si una fuerza nos impidiera movernos. 

—Mmm, ya veo —comentó la actriz colocada aún en medio del círculo marcado con cinta adhesiva amarilla en el piso—. Parece que al señor director le ha inquietado mi relato. Dile a tu padre que su actriz favorita le manda saludos. Pregúntale cómo le sabe el éxito. Dile que no tiene nada de qué preocuparse por las historias que andan circulando de él por ahí. Recuérdale que «el infierno está en los otros». Creo que por hoy mi audición ha terminado. 

Salió del círculo y se dirigió a la puerta, llevándose con ella toda nuestra energía.

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