martes, 30 de junio de 2015

Natalia

Camilo Gil Ostria


Algo en ella desconcertaba de una forma extraña. Su pelo era largo, de un dorado tan claro que si se contaba con mucha luz parecería que en realidad era blanco. Tenía un alma vieja –algo que me parecía increíble en una mina– no era necesario pasar más de cinco minutos con ella para saberlo. Su mirada, esa mirada traspasaba tus ojos –a veces eso hacía que te sientas incómodo– para llegar finalmente a tu cerebro, donde ella te leía libremente.

Un lunes –tipo seis de la tarde– ella tocó mi puerta. No tenía más de doce años en aquella época –yo tenía veintidós–. Le abrí, vestido únicamente con mis boxers, medio dormido, esperando poder decirle a alguien que se marchará para seguir con mi sueño. Solía dormir de tarde, escribir temprano en la mañana, salir en la noche a fiestas, mi madre siempre decía que mi vida era un desorden... aguafiestas.

La gente mencionaba que yo era sociable, sin embargo pensaban lo contrario a la verdad, la gente me da asco… Pero, ¡¿cómo esperan que sea amable con ellos si a veces son tan imbéciles?!

–Mi padre murió… –dijo ella. Me quedé congelado, nadie nunca me había enseñado cómo reaccionar cuando alguien te dice eso, puse una cara de estúpido por unos segundos. Luego le pedí que pase.

Le dije que me esperara, que iba a vestirme, dijo que no, que no quería pasar ni un solo segundo sola, que sentía que el fantasma de su padre la seguía. Era una simple niña, se notaba en el temblor de sus labios –en una tarde tan cálida como esa– que tenía miedo, mucho miedo. Entonces me quedé así. Se sentó a mi lado, luego de un momento empezó a hablarme:

–Murió a las seis de la mañana, a esa hora le doy su pastilla para el dolor, a las nueve le doy o mejor dicho le daba una para la digestión y en el almuerzo otra para su tos. –Su voz era suave, al hablar miraba únicamente al piso, donde mi alfombra de tonos blanquecinos; manchada con café, quemada con cigarros, aromatizada por vodka y quién sabe que más; reposaba–. Él ya era viejo. Era su hora de partir, todo le dolía, siempre se quejaba de la vida, yo tenía que ir como su esclava, de un lado a otro, preparar el café, traer el periódico, leérselo, y ¡ay de mí si encontraba una novela que le gustaba! Me tenía leyéndosela horas hasta terminarla.

Hizo una pausa, levantó su mirada para mirarme a los ojos. Ya no parecía amenazadora, ahora era como un gato, cuya pata se había roto, merecía cuidados, también los aceptaba. Pero mostraba tener fuerza para luchar si era necesario.

–Tú le gustabas, no sé por qué, pero siempre decía: “Ese Jeremías, siempre escribiendo, haciendo lo que le gusta, amando el arte como Dios manda, ese hombre llegará lejos”, seguía diciendo: “Él sería un buen esposo para ti”. Yo siempre le decía que ya no estábamos en la época donde los padres escogían la pareja de sus hijas, le reclamaba que debería dejar de ser tan anticuado, le recordaba que si me dejara salir, talvez ya habría encontrado un novio.

Hizo otra pausa, esta vez volvió su mirada a la alfombra, me avergoncé un poco del fuerte olor a alcohol, tanto en mi departamento, como en mí mismo. Entonces me levanté, pero no salí de la sala en la que estábamos –en la que muchas veces había caído borracho– talvez por eso no protestó. Encendí un incienso olor a vainilla para disimular los otros olores y prendí la única luz del cuarto. Posé mi vista en un hermoso cuadro que había comprado años antes, era un gran cartucho rosado, con un fondo morado casi negro, resaltaba de una manera hermosa sobre mi pared blanca, el toque de suciedad en la misma hacía –aunque nadie me creía– que ese pedazo de arte se luzca más. La obra; justo encima del sillón plomo en el que Natalia se sentaba; era mi pequeño orgullo.

Entonces volví mi mirada a la niña, me senté justo a su lado, ella se acercó más a mi cuerpo, totalmente congelada; para estar con sus blue-jeans y su polera negra, de manga larga; en realidad me sorprendía. Sus ojos, rojos por tanto llorar, no dejaban de ser bellos. Al poco tiempo de estar en esa posición, ella continúo con su relato:

–Pero quizás él tenía razón. –Su voz era suave, casi un susurro, ella pasó en una caricia su pequeña mano por mi pecho, hasta llegar a mi abdomen, un escalofrío recorrió mi cuerpo y la miré sorprendido–. Lo siento, pero no creo que el fantasma de mi padre deje de perseguirme, a menos de que seas… mi esposo.

–Nata –dije acariciando su mejilla, intentando controlar lo que pasaba ahí, sin herir sus sentimientos, pero al mismo tiempo sin encadenarme a una relación que era prohibida por ley– sé que tu padre era mucho para ti, pero los fantasmas no existen, y si existieran no creo que el de tu padre, o cualquier otro, te persiguiera para que seamos novios –reí de la forma más real que pude, mientras su mano se paseaba libremente por todo mi cuerpo–. Si yo fuera tu padre y volviera del inframundo no sería para que tengas pareja, sino para que no… ¿Entiendes?

Su tono de respuesta fue más débil que antes, su voz se quebró y tartamudeó unas cuantas veces.

–Nnono, tú no entinedes, no entiendes, le hihice una promemesa a mi padre.

–¿Qué promesa? –Mi tono ya no era muy gentil, jamás creí en los fantasmas, pero no por eso quería estar enredado en la promesa de una niña con un muerto. Mi imaginación era bastante fuerte, las pesadillas que vendrían después de eso no parecían muy agradables.

Su mano acariciaba mi nuca, luego mi oreja, un suave toque en el mentón, luego por el borde de mi cuello, hasta llegar a mi espalda.

–Le prometí… –se interrumpió unos segundos, tomó un buen bocado de aire, el incienso se consumía poco a poco– que me casaría contigo…

Silencio, ella quitó su mano de mi cuerpo, mi única luz pareció parpadear –aunque talvez solo era mi mente jugando conmigo– nadie se atrevió a agregar nada. La miré a los ojos, ella lloraba, pero de una forma tan calmada, tan silenciosa… que si no hubiera mirado su hermoso rostro pálido, no hubiera caído en cuenta de que lágrimas caían por él. Odié verla así, con mi dedo índice detuve la caída de la lágrima, luego frote su hombro, intentando calmarla.

–Natalia –volví a mi tono relajado– eso ni siquiera es legal, eres una menor de edad.

–El matrimonio –respondió con un tono lleno de confianza– es solo una formalidad. En la práctica es la unión que tienen dos personas, una unión física-espiritual.

“¡¿Me estaba pidiendo sexo?!”, fue lo primero que pensé, sin embargo no quise decir lo que pensaba en voz alta, aunque talvez ella ya lo sabía, ella siempre sabía... Solo la miré, intentando creer que una creatura tan inocente –pequeña y que parecía tan pura– podría pedirme eso.

–Lo siento –dije, alejándome un poco de ella– pero el matrimonio, sea cómo dices o en una iglesia, se basa en el amor. Yo, lastimosamente, no te amo.

Sentí que algo se rompía en su mirada, intentó darme la espalda. No lo logró, el sillón no era tan grande; pero solo mostrándome un lado de su cara, dijo:

–No seas tonto… –disimuló su tristeza con una sonrisa fingida, dio otra pausa larga para tomar aire– sé que me amas, al menos de una forma física, y ese amor que sientes por mí se puede volver en mucho más.

La chica era linda, pero ¿amor? Ni en sueños.

–Sé que tienes miedo, que deseas que me “case” contigo –giré mis ojos, luego de decir la última frase con sarcasmo casi imperceptible– que te ame, quizás que algún día tengamos una familia. Pero no quiero eso, como decía tu padre soy un escritor comprometido con mi arte, necesito mi soledad, mi espacio. Una esposa no te deja tener eso.

–Solo necesitamos hacerlo una vez…

Sí, eso sin lugar a dudas era hablar de relaciones coitales. La niña era una loca, o quizás sus hormonas saltaban de un lado a otro, como cientos de boli-gomas lanzadas a un cuarto pequeño, algún momento tendrían que dejar de rebotar.

–No –fue mi respuesta, en un tono tan amigable que casi no creí que fuese yo el que hablaba, con mi mano derecha acaricié, nuevamente, su hombro intentando calmarla– no necesitamos hacerlo, tú necesitas hablar con algún especialista –quizás un psicólogo o un psiquiatra– sobre tu padre. Yo necesito ir a una fiesta, tomar suficiente, olvidar esta tarde.

–Por favor… –fueron sus únicas palabras.

Me paré, indicándole que la acompañaría a la puerta. Ella en un impulso desesperado jaló mi ropa interior hacia abajo, dejándome completamente desnudo.

–¡Ya basta! –le grité enojado, ella se quedó mirándome, de pies a cabeza una y otra vez, como hipnotizada. Subí mi ropa lo más rápido que pude, pues mis instintos sexuales empezaban a despertar. La jalé del brazo, Natalia se paró finalmente por voluntad propia y dijo:

–La maldición de mi padre caerá sobre ti, pues ya he hecho todo lo posible por casarme contigo. –Su voz empezó a tartamudear de nuevo desde este punto–: Aahoora, susufre las consecucuencias…
Natalia se marchó.

Al principio, como cualquier ser racional, no escuché sus amenazas. Esa tarde había sido demasiado extraña como para volver a dormir, entonces me duché y fui a un bar cercano. Yo solía ir a discotecas, bailar con chicas lindas y llevarme una a mi casa para tener un buen cacho, pero ese día no estaba de humor, solo quería licor. Mientras peor era su calidad, mejor era para mí.

Entré por una puerta de madera que simulaba las antiguas puertas de las cantinas del viejo oeste de Estados Unidos, cuyas películas era tan famosas –especialmente las de Clint Eastwood– y que disfruté tantas veces con un buen tarro de pipocas. Me senté en el bar y pedí mi trago favorito, exactamente por ser muy barato en ese lugar:

–Un shot de vodka por favor. –Luego de pensarlo un momento agregué–: Mejor que sean dos.

El encargado del bar me miró, preguntó si había tenido un día difícil, le dije que no. No tenía ganas de hablar con nadie, peor con un curioso que se encargaba de escuchar historias deprimentes de borrachos todo el día. Me sirvió con rapidez, con la misma, o incluso más, acabé con los pequeños vasos. Luego pedí dos extras. Volví a acabar con ellos como Speedy Gonzales, luego pedí una cerveza. Me dediqué a escuchar la música, intentando no enfocarme en lo que pasó en la tarde. Había un fuerte olor a vómito inundando el lugar, suerte que mis sentidos estaban confundidos, además de acostumbrados a ese tipo de vida.

Acabé con mi cerveza, la música era bastante antigua, un folk extraño –pero chévere– aunque al tiempo llegó a marearme. En fin, pedí una cerveza más y fui a tomarla junto a la puerta, donde el aire era limpio y la música casi no se escuchaba.

Para empeorar la cosa, no podía dejar de pensar en Natalia desde que la vi por última vez, no podía dejar de pensar en sus suaves manos pasando sobre mi pecho, en su voz, en su dulce sonrisa, en su intento infantil –aunque excitante– de verme desnudo.

Salí, viendo las aceras desiertas, pero en la calle pasaba un auto detrás de otro a velocidades incomprensibles –peor en un estado como el mío–. Entonces una extraña figura, de mi lado de la acera, empezó a acercarse, al principio no le presté mucha atención, pues pensé que era un extraño cualquiera, pero de pronto escuche la voz de Natalia en mi cabeza.

–Él, que ves caminando con decisión, él, esa sombra de extraña procedencia, él, es mi padre.

Un temblor sacudió mi cuerpo. Intenté fijar mis ojos en la figura, pero con la misma decisión con la que venía, justo antes de que pueda verlo bien, giró hacia la derecha, y como si fuera obra del destino los autos dejaron de pasar. Él cruzó la calle y se marchó, jamás pude ver quién era en realidad…

Entonces volví a entrar al bar, pedí otra cerveza. Luego pensé que era suficiente y fui a escribir a casa. Llegué como un rayo, totalmente mareado, con ganas de escribir, luego no recuerdo exactamente qué pasó, pero desperté a las ocho de la mañana tirado en la sala.

Desperté y fui directamente a vomitar, luego me recompuse un poco, serví un vaso de agua y tomé mitad, me dirigí a mi habitación con vaso en mano –derramé un poco del agua por culpa del dolor de cabeza–. Mi habitación; con una cama, una mesa de noche, una silla, un basurero, un escritorio con una máquina de escribir y muchas hojas; era mi lugar favorito.

En lugar de una alfombra blanca, la alfombra es café, por lo que la suciedad no se nota tanto, pero el olor a alcohol y a vómito es muy fuerte, se pega a las cosas para nunca salir. No le di mucha importancia. Me senté, había una rima escrita en la hoja…

Te mataré,
o te amaré,
pero jamás te dejaré.

Otro escalofrío, me paré de golpe e inmediatamente me pregunté quién había escrito eso, luego pensé en que era una de las peores rimas que había visto en mi vida, quién la había hecho no se debería dedicar a ser poeta. Podía haberlo escrito yo –no lo creía posible, yo era un buen poeta– ayer en esas horas que en realidad no recordaba, o alguien podría haber entrado a mi departamento. Lastimosamente había una tercera opción, una en la que ni siquiera quería pensar. El padre, cuya maldición me perseguía, lo había escrito, dejándome un mensaje de la hija.

Me di la vuelta y vi a alguien correr por mi sala. El miedo que afloraba en mi interior se volvió terror, terror puro y verdadero. Me levanté de mi escritorio y busqué algo para protegerme. Escogí el cuarto equivocado, hubiera deseado estar en la cocina llena de cuchillos, desde donde el intruso posiblemente acechaba en ese momento.

Pero en mi habitación no había cosas útiles, usé lo que tenía a la vista, pues era mejor que nada: Mi vaso de agua, claro que antes lo terminé.

Miré con cautela por la puerta de mi habitación, la sala parecía vacía, pero estaba seguro de haber visto algo moverse, entonces pensé que mis sospechas eran correctas. El intruso estaba en la cocina, como para confirmar esto, se escuchó el estruendo de un sartén caer.

Bien agarrado de mi vaso y atento como si Belcebú en persona me estuviese siguiendo, di unos pasos por la sala, justo para poder ver que la puerta de la cocina estaba abierta, miré a través de ella y no me pareció ver nada fuera de lo normal.

Di unos pasos más hacia la puerta, miré desde el marco de la misma y mis dudas fueron aclaradas, no había nadie. Tampoco encontré ningún sartén en el suelo, o prueba de que hubo un intruso en mi departamento. Talvez mi imaginación jugaba conmigo, quizás… Pero era muy difícil para mí creer eso, porque estaba seguro que vi a alguien moverse en mi sala. Bueno, superé todo eso y marché a hacer lo que era importante: escribir.

Lo hice todo el resto de la mañana, apenas escribí dos planas, bueno, en realidad escribí unas diez, pero solo dos servían. Era alrededor de las tres de la tarde y obviamente tenía hambre. Me levanté, salí de mi departamento, lo primero que hice fue tomar un gran trago de aire fresco, luego me dirigí a una pensión en la que suelo almorzar y que siempre guardan un plato para mí; eso es lo bueno de no cambiar de pensión por ser bastante barata.

Caminé hasta el lugar, no eran más de dos cuadras y me hizo bien, sentí como se relajaba mi cuerpo. Entré por su única puerta de vidrio, que tenía colgado un cartel que rezaba: “abierto”.

El lugar era más bien sencillo, me senté en la barra donde el mesero –ese Fabián era un amor de persona– atendía. Además de la caja desde donde se podía ver la cocina, no había gente a mis lados, pues la mayoría se sentaban en las mesas familiares del fondo. Un fuerte olor a carne me llamó y dije:
–Fabián, ya sé que es el almuerzo… –hice una pausa para esperar que él se acercara– parrillada.

El muchacho, de no más de diecinueve años, sonrió. Asintió con la cabeza, también tomó mi propia sonrisa como una orden, pues al poco tiempo trajo un plato bien servido de carne, arroz con queso acompañado de ensalada.

Comí con avidez, tenía hambre. Desde el día anterior no había comido nada, típica vida de artista. Terminé y pedí que trajeran el postre, un delicioso arroz con leche. Lo terminé en menos tiempo del que tardaron en traérmelo, estaba tan rico que había valido la pena. Pagué mi cuenta, me despedí de todos los que trabajaban ahí, pues ya los conocía de memoria y sin decir nada más salí del lugar.
Esa calle era normalmente bastante vacía, pero en esos momentos estaba bastante perturbadora, pues parecía totalmente desierta, con una excepción...

Al frente mío: el padre.

Lo reconocí inmediatamente, pues él era una de esas personas que uno nunca olvida, totalmente calvo, de rasgos finos, tez blanca como la de la hija. Sus gafas de sol y su terno gris. Sin lugar a dudas era él. Me miró fijamente unos segundos, dijo algo que en realidad no alcancé a escuchar y justo enfrente de mis ojos desapareció. Fue como si el aire se lo llevara, o como si él se volviese aire y ¡bum! Ya no está. Al principio no pude creerlo, insistí que era mi imaginación, la maldecí por ser una de escritor, deseé no tenerla e incluso me amenacé con el suicidio, algo que jamás cumpliría. El mismo mesero que me atendió minutos antes salió de la pensión y preguntó:

–Oye, ¿todo bien? –le agradezco que haya hecho esa pregunta, pues me sacó de mis pensamientos, asentí con la cabeza, le di una buena propina, me marché a casa, sin mirar a los lados, ni siquiera miré mi camino. Solo a mis pies, pues ellos no podían ser demonios que volvían de la muerte para que me case con sus hijas, ¿o sí?

Finalmente volví a la poca seguridad de mi casa, como si sirviera de algo cerré todas las puertas, ventanas, todas las posibles entradas –y salidas– para así sentirme un poco más seguro, me desvestí, y dormí.

Como a las cuatro de la tarde algo me despertó.

Todas las cortinas cerradas, la penumbra inundaba mi habitación. No se podía ver absolutamente nada. Me levanté, esta vez tomé precauciones  –guardé un cuchillo en mi mesa de noche, lo agarré con fuerza de su mango y salí de mi cuarto– claro que antes prendí las luces. Toda mi casa, excepto mi cocina que no tenía cortinas –y mi cuarto cuyas luces acababa de prender– estaba en completa oscuridad, no podía ver nada en la sala. Algo tocó mi pie izquierdo. Di un salto a causa del terror, sentí como mi corazón se agitaba un poco, forcé toda mi capacidad visual para ver qué me había tocado. Era mi ropa del día anterior, entonces di cuenta de mi propia estupidez, reí, luego me acerqué a la pared, donde el interruptor de la luz de la sala y la prendí. Un sonido llamó mi atención. Yo estaba asustado como la mierda.

No sé qué era en realidad, se escuchaba cerca de mí, en la misma sala. De pronto una voz en mi mente dijo:

–No temas, solo soy tu futuro suegro… –dejé caer mi cuchillo.

Lancé un grito al aire, sentí como el corazón se aceleraba hasta casi llegar al borde de la explosión, pero podía ver toda la sala, y no había nadie.

Entonces una figura de un hombre –o de “mi futuro suegro”– se materializó enfrente de mí a pocos centímetros de mi cara, sonriendo de oreja a oreja como un desquiciado. Mi corazón, a punto de estallar, se sentía fuertemente en mis oídos, como una puerta siendo tocada con fuerza.

Toc-toc, toc-toc, toc-toc, toc-toc…

A velocidades impresionantes, el espíritu que se había formado estiró su mano; esa mano de dedos blancos y afilados, con uñas largas que parecía que en cualquier momento te sacaría un ojo; a punto de tocarme, yo lo miraba impresionado, no podía moverme, el miedo era mi perdición, entonces me di cuenta que en realidad alguien tocaba la puerta de mi apartamento.

Toc-toc.

–¡Ábreme! –gritó Natalia, el espectro desapareció, todo fue un poco más claro para mí, entonces reí de mis imaginaciones absurdas y marché a abrir la puerta.

Cuando abrí, el susto seguía en mí, entonces vi a Natalia, con sus típicos blue-jeans y una polera, de mangas cortas, blanca. Se acercó un poco a mí y por su baja estatura me obligó a agachar mi mirada. Yo admiraba sus bellos ojos, ella los míos.

Con su decisión típica preguntó:

–¿Ya tienes suficiente de la maldición? –sonrió un poco– ¿o quieres más?

La agarré de la mano, cerré la puerta, la llevé a mi habitación. Ahí, nos casamos. Luego de casarnos por primera vez le pregunté, mientras fumaba un cigarrillo:

–¿Te gustó casarte conmigo? –en su desnudez ella respondió que sí, mientras apoyaba su cabeza en mi pecho. Luego agregó:

–Ahora estaremos juntos hasta que la muerte nos separe. –Al principio un escalofrío amenazó con hacerme retumbar, pero lo controlé. Le di un beso en la frente. Superé su frase.


Y nos casamos una, dos, tres… muchas veces más ese día.

viernes, 26 de junio de 2015

Rubí y las Torres Gemelas

Bérnal Blanco


ERA EL AÑO 2001 y Rubí se encontraba asignada al departamento de bomberos de Brooklyn, el distrito más poblado de Nueva York. Para entonces mi amiga acumulaba mucha experiencia debido a la cantidad de aventuras vividas.

Ella había sido parte de un grupo de cinco máquinas extintoras ensambladas once años atrás en otra ciudad de los Estados Unidos llamada Detroit. Las cinco estaban nuevecitas cuando fueron vendidas a departamentos de bombero de distintos países. Rubí fue la única que se quedó en su país, trabajando para la ciudad de Brooklyn.

Su maquinista, un bombero joven que apenas daba sus primeros pasos en el mundo del fuego, resultó ser intrépido y muy valiente. Se llamaba Christopher, hijo de una familia cubana que había migrado a los Estados Unidos cuando él era adolescente. Chris, como le decían sus amigos, había nacido en La Habana, hablaba una mezcla de inglés con español, era alto y musculoso.

La mañana en la que él conoció a Rubí quedó como enamorado de aquella unidad extintora tan moderna. El cubano aprovechaba toda oportunidad para demostrarle a sus jefes que era capaz de encargarse de ella. Trabajó mucho con ese propósito hasta conseguirlo.

Fue así como ambos empezaron a vivir grandes aventuras. Por supuesto que otros bomberos debían conducir el camión cuando Chris estaba ausente o descansando. Sin embargo él era el responsable de que no le faltara nada, de cuidar que todos sus sistemas funcionaran bien y que estuviese muy limpia. Como sabemos, si hay algo que caracterice a los bomberos es su disciplina por mantener la limpieza de los camiones. Rubí se veía impecable siempre en su sitio dentro de la estación. 

Chris hacía muy bien su trabajo y Rubí la pasaba de maravilla. Cuando había tono de emergencia, él la conducía a gran velocidad por las calles de Nueva York. Todo el mundo tenía que hacerse a un lado y darles paso mientras se dirigían a cumplir su labor. 

La gente cree que lo único que hace un bombero es apagar fuego pero ellos hacen muchas otras cosas, como por ejemplo rescatar personas atrapadas dentro de sus autos después de accidentes de tránsito, o que han caído en pozos profundos, o que se encuentran en peligro a grandes alturas. También atienden a los animales que han ido a parar adonde no deben. Rubí, Chris y sus compañeros habían atendido esos y muchos otros tipos de emergencias por años y gracias a la experiencia conformaban un escuadrón ejemplar.

Rubí aprendió a ser muy valiente al lado de su maquinista, pero también precavida y cuidadosa. Conoció además que la solidaridad de los miembros del equipo es la mayor fortaleza de un escuadrón de bomberos. Gracias a esas cualidades, a pesar de vivir constantemente en riesgo, nunca nadie salió lastimado. 

En el 2001, el bombero de Brooklyn había cumplido treinta y cuatro años. Él, ni nadie en el mundo, podía imaginar la catástrofe que la vida le tenía preparada la mañana del once de septiembre de aquel año. 

§

ESA MAÑANA DE martes, a las 8:30, CHRIS y dos de sus compañeros se encontraban atendiendo una emergencia menor en una tienda de mascotas en el centro de Brooklyn. Los dueños habían liberado a todos los animales por temor a que murieran en sus jaulas, quemados por el fuego. Así que además de apagar las pocas llamas producidas, los bomberos procuraban atrapar a los animales que huían por el vecindario.

No sabían que mientras tanto, a las 8:46, un avión acababa de estrellarse contra uno de los edificios de lo que todos conocían como el Centro de Negocios Internacional. Allí habían dos rascacielos altísimos, uno al lado del otro… y se llamaban las Torres Gemelas. Mientras corrían detrás de los animales, los tres bomberos recibieron la orden de trasladarse inmediatamente al centro de negocios. Subieron al camión, abrocharon sus cinturones y partieron a toda velocidad. La sirena de Rubí, a máxima potencia, lastimaba los tímpanos de los peatones e indicaba a los conductores cercanos que debían hacerse a un lado.

Rápidamente llegaron al famoso puente de Brooklyn desde donde observaron lo que sucedía. Solo unos minutos antes, justo a las 9:02, otro avión había chocado contra la segunda torre y el caos reinaba en la ciudad. Nadie sabía explicarse aquella tragedia. Nueva York parecía una gran fábrica y las torres simulaban ser sus enormes chimeneas: dos columnas de humo gigantescas se dibujaban contra el azul del cielo. 

Con mucha dificultad lograron hacerse paso entre los autos que viajaban despacio y los que se habían detenido a observar. Los casi dos kilómetros del puente resultaron interminables para los bomberos quienes, finalmente, lograron esquivar el tráfico y continuar. A las 9:20 estacionaron a Rubí a una cuadra de la que llamaban la torre norte. El caos les impidió acercarse más. Bajaron de la cabina, tomaron radios, linternas y cuerdas y corrieron hasta la base del edificio. Los jefes de los bomberos y de la policía se encontraban allí ayudando a evacuar a la gente que salía, pero también dando instrucciones a quienes como Chris llegaban a recibir órdenes.

A los compañeros de Chris se les ordenó entrar al edificio norte con la misión de ayudar a evacuarlo junto a más de ciento cincuenta bomberos que habían llegado antes. Debían subir por las escaleras y guiar a la mayor cantidad de gente hacia la salida. 

A Chris, como maquinista, se le ordenó traer del camión todas las cuerdas y linternas que allí hubiese. Posteriormente debía permanecer junto a Rubí, preparado en caso de  tener que utilizarla. Sin embargo los incendios de las torres estaban a tal altura que resultaba imposible tratar de apagarlos desde tierra.

Él obedeció las órdenes, pero hubiese preferido que se le enviara adentro, al edificio. Instaló su tanque de aire y guindó su mascarilla del hombro. Por el intercomunicador se mantenía informado del avance de sus compañeros y de la gran confusión que vivían: miles de personas bajando por las escaleras provocaban que el trabajo de los bomberos resultara muy complicado; el humo oscurecía todo y habían muchos escombros; los ascensores no funcionaban.

De pie, a un lado de Rubí, contemplando las grandes columnas de humo, Chris veía a la gente salir del edificio, venir hacia él y luego perderse calles atrás, como quien en una pesadilla corre y corre escapando de un ser invisible que está a punto de alcanzarle. Los rostros reflejaban horror y desesperación. Una mezcla de polvo y lágrimas hacía pensar que sus caras habían sido salpicadas de lodo.

Desesperado por querer ayudar ante la desorientación de las personas, optó por ir a su encuentro para alejarlas del peligro. De esa manera fue y vino una, dos… y muchas veces más, ayudando sobre todo a personas de mayor edad que caían exhaustas en su carrera por alejarse del caos que se vivía y que tropezaban con los escombros de avión y de las estructuras que habían caído por todas partes. 

Mientras se ocupaba de esa actividad transcurrió media hora. Y entonces, a las 9:59, ocurrió lo que nadie imaginaba que podía suceder. La torre sur, como si fuese una gran montaña de paletas de helado, se desmoronaba frente a la incredulidad del mundo entero. En solo segundos, el piso más alto colapsó contra el de abajo y estos dos juntos cayeron sobre el siguiente y así sucesivamente todos los pisos se desintegraron. Una nube inmensa de polvo se esparció por cuadras enteras, cubriendo todo de oscuridad. El otro gigante, la torre norte, había absorbido la lluvia de piedras, cristales y cuanta cosa cortante puede salir disparada de un edificio que se demuele y gracias a ello Chris, Rubí y la gente a su alrededor lograron sobrevivir.

En medio de la oscuridad el bombero cayó de rodillas. Colocó la mascarilla en su cara, la ajustó lo mejor que pudo y abrió la salida de aire del tanque. Aspiró profundo dos grandes bocanadas. Sintiéndose recuperado se levantó y, a tientas, trató de continuar su tarea. Minutos después el polvo empezó a disiparse y una visibilidad tenue volvió: de la torre aún en pie continuaba el descenso de cientos de personas que al salir descubrían una ciudad que en instantes se había pintado de gris.

Sin detenerse un instante, continuó su trabajo con gran intensidad. A las 10:28, mientras guiaba a un grupo de personas y pasaba frente a Rubí, sucedió lo que temía: la torre norte también colapsaba. Observó cómo los pisos más altos se desplomaban en medio de otra nube que venía cayendo. Volvió la vista a su querido camión, como despidiéndose… y echó a correr con todas sus fuerzas. Segundos después sintió el huracán de polvo envolviéndolo. Por su mente pasaron recuerdos de su esposa y de su hijo pequeño y sin detener su carrera pensó que aquél sería el final. Luego fue la lluvia de piedras y escombros la que ametralló su espalda. Los golpes lo empujaron al suelo cayendo pesadamente… perdiendo el conocimiento. 

La siguiente imagen que vive en su recuerdo es la de una sala fría de hospital, llena de enfermeros, atendiéndole.

§

CHRIS SORBIÓ SU café; se le veía triste. El bombero había llegado a Litoral, un mes atrás, trayendo a Rubí en un barco. Ahora se encontraba impartiendo capacitaciones a papá y a sus compañeros. Con acento cubano mezclado con inglés, trató de continuar la historia.

—Peldí a mis amigos ese día. Fue muy fuelte. ¡No e fácil brother! —dijo, rascando su cabello corto.

—Paremos aquí. Sabemos lo duro que te resulta recordar. ¿Por qué mejor no hablamos de otra cosa? —sugirió papá.

—No. ¡Hay que echar pa’lante! Tengo que contal cómo telmina todo, polque Abril ha estado muy atenta a lo que decimo. ¿Veldá princess?

—¡Ajá! —Fue lo único que atiné a responder, preocupada por verlo mal. 

Pero era cierto: yo no había perdido detalle y además me interesaba mucho conocer todo acerca de Rubí y de dónde venía.

—¿Por qué no vamos al corredor? Allí está más fresco —sugirió mamá.

—¡Vamo pa’llá! —dijo la voz grave del cubano, un poco más animado.

Los mayores, llevando su taza de café con ellos, se sentaron en la banca del corredor y yo subí a la hamaca donde me gusta mecerme por las tardes. Corría una brisa apenas perceptible y una luna llena enorme me saludó al recostarme.

Chris continuó su historia. Nos contó que días después del caos otros bomberos identificaron a Rubí y llamaron a la estación de Brooklyn para que fueran a recogerla. Ella, al igual que su maquinista, había sido atacada por gran cantidad de piedras y escombros y se le habían hecho muchos rayones y abolladuras.

—Cuando volví a la estación —continuó él, con sus ojos negros clavados en la penumbra del jardín— me encontré con mi unidad extintora. ¡Qué alegría sentí! Corrí, me subí a su cabina y le dije: «¡Asere qué bolá!», que es como lo cubano saludamo al amigo. Y sentí que el camión me devolvió el saludo. ¡De veldá! —dijo, sonriendo.

Mis papás y yo estábamos emocionados. Luego Chris nos contó que los bomberos no quisieron pintar al camión, a pesar de verlo un poco feo, porque las marcas que le quedaron les permitían recordar a todos los compañeros caídos en la tragedia de las Torres Gemelas.

—Fran, pol favol, no quiten las malcas al camión.

—Nunca lo haremos Chris. Te lo prometo.

—Yo también le voy a decir a Rubí que no se deje que la pinten nunca —interrumpí, con mis ojos clavados en la luna.

—¿Qué tú dice? —me preguntó el bombero de Brooklyn.

—Nosotros después te lo explicamos —le aclaró mamá, sonriéndole.

—¡Chévere! —respondió, no muy convencido.

Entonces salté de mi hamaca y sorprendiéndolos con el cambio de tema pregunté:

—Chris: pero ¿por qué los aviones chocaron contra las torres?

—Esa plegunta, princess, mejol que tu papá la conteste. ¿Okey? —me dijo, acercándome su rostro moreno, con ternura.

—Eso también después te lo explicamos —dijo mamá, ahora dirigiéndose a mí.
La conversación continuó un buen rato más y luego papá llevó a nuestro visitante al hotel donde estaba hospedado.

—Mami, ¡qué raro hablan los cubanos! ¿Verdad? —le dije, cuando desde la acera las dos los veíamos alejarse en el auto.

—Raro no, Abril… es solo que hablamos diferente. Y eso no es malo, por el contrario, es muy bueno.

Tomadas de la mano recorrimos, lentamente, el caminito empedrado del jardín y después entramos a la casa.


Chris se quedó un par de semanas más enseñando técnicas de rescate. Luego regresó a Nueva York, finalizando así las tareas de donación de equipo que su ciudad había hecho al cuerpo de bomberos de Litoral. Rubí fue parte de esa donación y gracias a ello desde entonces es mi amiga, la unidad extintora más valiente del mundo.

miércoles, 17 de junio de 2015

Consecuencias

Eliana Argote Saavedra


Aquella tarde bajo el tibio sol de julio, Santiago esperaba a Sofía a la salida de la universidad. Las puertas estaban atestadas de alumnos, el olor a smog era irritante, los cobradores de microbús gritaban intentando conseguir pasajeros, pero nada lo molestaba, tenía la mirada perdida, había tomado una decisión. No advirtió la presencia de la muchacha cuando ésta se acercó rozándole apenas el brazo. ¿Espera usted a alguien?, preguntó ella con una sonrisa traviesa; espero a una flaca… que está como quiere, respondió él acercándose hasta casi tocarle los labios.

Eran jóvenes y vehementes, tenían una relación de casi dos años que comenzó en las reuniones clandestinas a las que ella asistía. Santiago llevaba sus estudios de sociología muy en serio porque siempre había querido abrirse paso solo y demostrarle a su padre que todo ese mundo que le describió no era sino una farsa creada por gente incapaz de comprometerse, que no ama nada, que vive siguiendo un lineamiento pre-establecido que le permite caminar con seguridad para repetir la historia de sus padres.

El mundo que amaba Santiago era el mundo real donde la gente se expresaba,  decía no cuando debía decirlo, y levantaba la cabeza aunque aquel que pretendiera humillarlo fuera más fuerte o más poderoso, el mundo donde los paradigmas eran destruidos por las ideas. Allí conoció a Sofía.

La primera vez que la vio, ella lideraba una reunión estudiantil donde pedía ayuda para  un grupo de mineros que reclamaban la reapertura de la mina en la que trabajaban, necesitaban un lugar para quedarse. La explanada estaba inundada de olor a fritura, producto de la cercanía a la cafetería que a esa hora ofrecía hamburguesas a los estudiantes reunidos en círculos. El bullicio intenso se detuvo de pronto, alertado por el sonido agudo del micrófono; allí, detrás del podio apareció ella con la naturalidad del más experto ponente, solicitando atención. Por primera vez le resultó difícil seguir el curso de una exposición tan interesante, no podía dejar de mirarla, había tanta fuerza en la forma en que expresaba sus ideas; ella se sintió vigilada, cuando se encontró con la mirada del muchacho lo observó fijo durante un buen rato y al terminar su alocución se dirigió a él con aplomo; se acercó tanto que pudo sentir su respiración; Santiago se turbó y dejó de sonreír; este no es lugar para conseguir chicas, le dijo; si no te interesa lo que se dice aquí, regresa por donde entraste. Lo siento, no quise incomodarte; se disculpó él; volteó para alejarse pero ella lo sujetó del brazo; ¿qué buscas aquí?; vine a escuchar, me interesaba el tema pero, cuando te vi…, olvídalo; agregó y se marchó. Al día siguiente, al salir de clase la encontró apoyada en la baranda de la escalera; así que sociología, dijo ella mientras lo miraba de pies a cabeza; ropas de marca, blanquito, y preocupado por lo que pasa fuera de tu mundo, tú sí que eres un caso raro, dijo colgándose de su brazo. Aquel día, sonrieron, conversaron y se hicieron amigos; fue tal la compenetración de sus personalidades que sin darse cuenta se volvieron necesarios uno para el otro; luego, los constantes roces, las palabras que se quedaban en el aire con alguna segunda intención, las miradas que a veces se alargaban más de lo necesario, hicieron lo suyo.

Una noche mientras repasaban para un examen, él se quedó mirándola fijo; estaba enamorado de ella, pero tenía una duda clavada en la mente;  en aquella época los grupos terroristas estaban asentándose, los mandos eran señalados con prudencia, ella había sido requerida muchas veces para ocupar un cargo de importancia, decían que era una líder natural y tenía las ideas muy claras; hablaban de las pruebas a las que habían sido sometidos los posibles mandos, de cómo ella había demostrado no tener escrúpulos; eso no podía ser cierto, quería preguntarle, pedirle que confiara en él; pero mientras la observaba, cada duda iba desapareciendo. Sus ojos negros, el cabello lacio cayendo sobre los hombros descuidadamente, aquel movimiento de labios que lo tenía mareado y a la vez lo hipnotizaba, no podía escuchar una palabra. Sofía se sintió turbada, ocultó su labio inferior humedeciéndolo con actitud de chiquilla traviesa que se ruboriza al ser descubierta; los dos sabían que algo estaba pasando porque de pronto el respiro se fue agitando hasta que estuvieron tan cerca que una boca apretó a la otra aprisionándola, conquistándola.

Habían pasado dos años de romance cuando Santiago le pidió que se casaran; ¿sabes a lo que te estás enfrentando?; ambos Sofi, no sólo yo, mi padre no se va a quedar tranquilo, también tú debes estar preparada para lo que venga.

Ella asintió con resignación, sabía que se trataba del señor Ordóñez y toda su maldita influencia, del hombre que obtenía lo que quería al costo que fuera.



Una semana después había un movimiento inusual en la Compañía de exportaciones Ordoñez. El señor Jiménez, jefe de crédito y padre de Sofía, se preparaba para exponer el informe mensual a la gerencia, luego de dos días de aquella charla tan desagradable con Alfonso, dueño de la corporación y padre de Santiago; donde este, luego de insultarlo de todas las formas posibles, y amenazarlo con “refundirlo en algún anexo de provincia”, llegó a proponerle un ascenso si impedía que “la insignificante de su hija” se case con Santiago. Jiménez se acercó a la secretaria para solicitarle que lo anuncie. Ella no lo vio llegar, discutía con un hombre de traje que la miraba de modo altanero.

“No necesito una cita, vengo de parte del señor Ordoñez; pero señor, respondió ella algo incómoda, hay otras personas que llevan buen rato esperando; ¡limítese a hacer su trabajo y anúncieme!”

Jiménez se acercó para intervenir pero en ese instante la puerta de la gerencia se abrió y apareció Alfonso Ordoñez; ¡mi nuevo jefe de crédito!, dijo al impertinente, ¡adelante hombre! Qué gusto; y volviéndose a la secretaria levantó la voz  recriminándole: ¿Por qué no lo anunció usted? ¿Acaso no es su trabajo?

Ella no sabía dónde meter la cara, estaba avergonzada por la forma en que la habían tratado; Jiménez se quedó parado sin saber qué hacer, la indisposición de la muchacha pasó a un segundo plano ante las palabras de aquel hombre, muchas de las personas que esperaban eran clientes y conocían su cargo; se sintió humillado. Allí estaba la respuesta a la pregunta que lo martirizara durante los últimos días, desde que su hija le anunció que había decidido casarse con Santiago. La secretaria se acercó y lo tomó del brazo; señor Jiménez, justamente iba a llamarlo; no se preocupe Rosita, imagino para qué. ¿Están listos los pasajes?; ¿pasajes?, no sé de ningún pasaje; ¿pero no me iba a hablar usted del traslado?, su jefe es una persona demasiado importante para ocuparse de asuntos menores, así que la habrá informado a usted acerca de mi traslado.

Ella se puso nerviosa, era evidente que el viejo no estaba enterado, ¡qué situación tan desagradable! Pensó; señor, acérquese por favor.

El hombre sintió un pequeño adormecimiento acechándole el pecho y extendiéndose por la nuca. Se acercó lo suficiente para escuchar a la secretaria que hacía esfuerzos por bajar la voz: me ha pedido el señor Ordoñez que le avise que su liquidación está lista, lamento tener que darle esta noticia. ¿Liquidación? ¿Cómo que liquidación?; la voz de Jiménez se debilitaba, estaba aturdido por la noticia pero aún más porque sentía el hormigueo apoderándose de la mitad de su cuerpo, se tambaleó un poco y la muchacha lo ayudó a acomodarse sobre una silla. ¿Quiere usted que llame al doctor? Está muy pálido, por favor déjeme avisarle a alguien.

Jiménez la cogió del brazo con la poca fuerza que tenía. No, por favor ya se me va a pasar y no lo lamente usted, no es su culpa. Luego de un rato se levantó y fue lentamente hasta su oficina. Desde allí pudo escuchar a Alfonso despedirse de su nuevo jefe de crédito.

Pasaron apenas unos minutos cuando apareció nuevamente Rosa con los papeles. Los firmó y le pidió que guardara discreción al respecto porque lo único que quería era marcharse a casa y estar con su familia. Ya en el auto no podía soportar las ganas inmensas de llorar, aquel sentimiento de desprotección mezclado con impotencia por la injusticia de la que había sido objeto, lo tenía absorto en una sola idea: ¿Cómo voy a decirle esto a mi familia?

Con el documento aún en la mano con la que sujetaba el volante y la cabeza apoyada sobre el mismo brazo, trataba de tranquilizarse. Encendió el vehículo y pisó el acelerador. No vio que un auto venía por el lado derecho a gran velocidad, sólo sintió un golpe seco que al instante le nubló los sentidos.

Fue Sofía quien recibió la noticia, no podía hablar, escribió un mensaje a Santiago y fue al hospital a encargarse de las gestiones para el velatorio. El olor intenso a desinfectante le provocó una arcada, se sentó al pie de la escalera y allí la encontró el muchacho, tenía la mirada perdida, recordando imágenes que no lograba entender: su madre alejándose de ella, arrastrada hacia la puerta por su abuela, a la que solo había visto en fotografías viejas; el padre marchándose; la abuela con el porte distinguido y la mirada fría, vigilándola de cerca; el miedo que le inspiraba, su soledad, la casa inmensa; el padre despertándola a besos, diciéndole que nadie jamás volvería a separarlos, el corredor oscuro y la madre oculta en el jardín recibiéndola en sus brazos; la luz de una vela sobre la mesa donde solo había tres panes y un vaso de leche; los rostros llorosos pero llenos de amor de sus padres. Una lágrima escapó de sus ojos haciéndola reaccionar y vio a Santiago a su lado; se refugió en sus brazos y lloró todas las lágrimas contendidas hasta ese momento.

Un empleado del hospital le entregó una bolsa; señorita, estos son los efectos personales de su padre. Todo estaba en el auto en el momento del accidente.

Sofía tomó el paquete, sacó una a una las ropas que aquel día el viejo Jiménez llevaba puestas. Los anteojos destrozados por el impacto, la billetera; iba a guardar las cosas nuevamente cuando vio en el fondo algo blanco, era un sobre.

¿Qué es esto?, se preguntó mientras lo sacaba. Lo abrió y comenzó a leerlo. A medida que lo hacía, el llanto iba dando paso a la indignación. Se levantó con el papel aun en las manos, Santiago se levantó tras ella. ¿Qué sucede?, ¿es algo malo Sofi?; no respondió, sólo le entregó el papel con rabia y fue a pararse junto a la ventana; ¿liquidación?, pero ¿Qué es esto?

Santiago fue a buscar información, cuando regresó, también estaba indignado. Dicen los paramédicos que tu padre tenía este papel en las manos, dijo; que el choque ocurrió en la salida del estacionamiento de la compañía. Las personas que presenciaron el accidente, han declarado que salió sin mirar y un auto que venía a velocidad lo impactó. Sin duda este papel fue la causa de lo que pasó.

Sofía lo escuchaba sin mirarlo, todo lo que él decía lo había supuesto ella. El muchacho la tomó de la mano y la llevó hasta su casa. Anochecía, cruzaron el amplio jardín por el sendero empedrado, iluminado por los faroles dispuestos sobre los bancos de fierro forjado, Sofía observaba todo con desdén: las islas de flores, el pasto perfectamente recortado, la fuente donde el agua caía desde las manos de una efigie de mujer. Al verla los empleados se miraron asustados. ¿Cómo se había atrevido el joven a traer a su novia a la casa? ¿Qué iba a decir don Alfonso?

Apenas pasaron unos minutos cuando el señor Ordoñez bajó a la sala iluminada por un gran juego de luces que caía desde el segundo piso, haciendo relucir las columnas de mármol que enmarcaban la estancia. Al ver a la muchacha se puso furioso; llévate inmediatamente a esta señorita, dijo intentando contener su cólera. Santiago le extendió el documento de cese de Jiménez sin decir palabra, pero Sofía se lo quitó, se acercó a Alfonso; seguro reconoce usted esto, es la liquidación de mi padre, dijo alcanzándole el papel; y estirando la otra mano le entregó el certificado de defunción; y esto es su obra, usted es el responsable, supongo que estará satisfecho.

Quería gritarle tantas cosas, golpearlo hasta que alguna lágrima saliera de aquellos ojos para comprobar si al menos el dolor físico era capaz de conmoverlo, pero no pudo; algo en su interior detenía sus fuerzas. Volteó hacia Santiago con una expresión que él no conocía pero que lo asustaba, y salió sin decir más.

Fueron inútiles los intentos de Santiago por retenerla. La siguió hasta el jardín pero estaba tan lleno de rabia que volvió a la casa; allí gritó, estrelló el puño varias veces contra el sillón de cuero donde estaba su padre, hojeando el diario como cada noche, inmutable; le arrancó el diario de las manos exigiéndole que hable pero solo consiguió una mirada fría; algún día me lo vas a agradecer, fue todo lo que dijo Alfonso antes de retirarse a su habitación. Al día siguiente, salió el muchacho con lo que llevaba puesto, rumbo a la casa de Sofía, decidido a no regresar jamás.

Era temprano pero ya el mercadillo estaba lleno de comerciantes que comenzaban a armar sus puestos de venta, avanzó hasta el final de la calle y entró al edificio donde vivía Sofía. Los ladridos de la pequeña “mota” alertaron a la madre de la muchacha, que salió presurosa; Santiago, dijo con la voz quebrada, dónde está mi Sofi, qué le hicieron. Entraron al departamento, la pequeña sala comedor lucía desordenada, impregnada de olor a nicotina, en un sillón reposaba un montículo con ropa de la muchacha, libros y algunos de los regalos que él mismo le había entregado; sobre la mesa de centro, un cenicero rebosaba de colillas de cigarro a medio consumir. ¿A dónde ha ido?, preguntó él; no lo sé, desde que llegó estuvo hablando por teléfono con la luz apagada, yo me quedé dormida, sé que alguien vino porque ella no fuma y mira, dijo señalándole el cenicero; cuando desperté ya no estaba; agregó la mujer; solo me dejó esta nota; indicó entregándosela a Santiago que leyó con avidez las pocas líneas donde la muchacha se despedía de su madre, pidiéndole que la perdonara, que su presencia solo la haría sufrir y que se haría cargo de su manutención. 

Pero aquella mañana, cuando salió Santiago, una mirada más húmeda que el cielo de julio lo observaba desde la ventana. Era Estela, fue ella la única que no pudo aceptar su partida. Sentada sobre el silloncito de mimbre se arrullaba en sus recuerdos mientras creía sentir nuevamente aquellos brazos tan pequeños que no alcanzaban a rodear su cuello pero la envolvían por completo con una necesidad genuina de afecto.

Los cincuenta años bien llevados hasta entonces se agolparon sobre su rostro formando surcos profundos y su mirada otrora inquieta y vivaz estaba perdida en ¡Quién sabe!,  qué parajes lejanos.

Debido a la escasa presencia de la madre de Santiago, desde que Estela llegó a aquella casa se convirtió en el centro de la familia, era callada, confiable, bastante tímida con los extraños pero con Santiago no dejaba de hablar jamás; lo llevaba siempre de la mano cual si fuera la madre y así la veía el muchacho pues no había conocido alguien que cumpliera ese rol con una dedicación semejante.

¡Mi muchacho!, exclamó de pronto volviendo a la realidad. La casa parecía tan grande, tan fúnebre. Se levantó, sacó del clóset la pequeña maleta con la que llegara veinte años atrás y la apretó contra el pecho mientras recorría con la mirada cada espacio.

Hizo un inventario de su vida y descubrió que todo le había sido dado en calidad de préstamo, acogida de pequeña en la casa de unos familiares, relegada a recibir con una sonrisa lo poco que quisieran darle; cuando creció y pudo conseguir un trabajo dejó aquel hogar y casi simultáneamente cayó en los brazos de un hombre que le prometió una familia, pero al poco tiempo descubrió con amargura que este hombre tenía hijos y esposa, y solo le podía dar su atención hasta que se cansara. Lo supo porque ante el primer reproche recibió como respuesta una golpiza, la misma que le sirvió como anuncio de desalojo, fue esa la razón por la que congenió tan pronto con Santiago, pero no era su hijo, solo estaba “prestado” como todo, y este préstamo había llegado a su fin así sin más, sin un aviso de vencimiento, sin una liquidación de amor por todo el amor invertido, sólo tendría que cerrar la página y comenzar de nuevo.

Cogió algunas cosas y partió. Todo el camino en tren intentó disipar los recuerdos, reemplazarlos con el paisaje fastuoso que se sucedía ante sus ojos, enceguecerlos con el eterno albor de los cerros, hundirlos en la profundidad de los precipicios que se mostraban provocando sobresalto entre los pasajeros cuando el chofer hacía alguna maniobra repentina; lo intentó todo pero un pensamiento martillaba sus sienes y terminó vencida por la preocupación y dando rienda suelta a sus conjeturas…

Santiago está en peligro, pensó; dijo que odiaba a su padre, y esa mirada…  ¿Qué será capaz de hacer ahora que la señorita se ha ido? Su rostro se contrajo en una expresión de angustia y apretó los ojos para ahuyentar ese pensamiento, ¿a quién va a pedirle ayuda?

Hacía tiempo Santiago nombraba insistentemente a un muchacho que conoció en una de sus clases, decía que era extremadamente desconfiado y  se expresaba todo el tiempo de las autoridades de la universidad y del gobierno en forma despectiva. Había asistido a una de sus famosas reuniones nocturnas y clandestinas donde se hablaba de un tal presidente Gonzalo, de combate, de sierra y extrema pobreza.

Santiago llegaba maravillado a contarle estas cosas y ella con sus ojos ignorantes y amorosos podía percibir un corazón enamorado de esas ideas que sonaban tan peligrosas, de pronto el futuro de su muchacho había quedado reducido a la nada.

No tenía un destino trazado, bajó del tren luego de casi un día de camino cuando vio un par de niños cubiertos apenas con harapos, que pedían comida a los pasajeros;  tal vez aquí pueda ser útil, pensó. Se perdió por una calle estrecha de casas pequeñas y apiladas, buscó un lugar para quedarse y lo consiguió a través del párroco de la comunidad, le contó lo que había vivido; aquí necesitamos alguien que cuide a los niños y los ayude con sus tareas, dijo este. Así fue como poco a poco asumió el rol de madre sustituta de los niños que se quedaban en la parroquia mientras sus madres trabajaban. Allí permaneció cinco años, las noticias llegaban a ella por medio de los periódicos, fue así como se enteró que Alfonso se dio a la bebida y descuidó la empresa, de un terrorista cuyos rasgos coincidían con los de su muchacho, muchas veces se habló de la muerte del “árabe”, seudónimo con el que lo conocían, su corazón no tenía paz.



Durante esos años, Santiago se había unido a una columna terrorista, pasó hambre y dolor, su odio le dio fuerzas para luchar en una guerra que sentía suya. Jamás llegaría a enterarse que su amada Sofi era el mando sanguinario y cruel que ordenó la intervención en aquel pueblo escondido, el día que recibió un disparo por proteger a un niño; fueron los pobladores quienes le contaron que horas después de la intervención del ejército, cuando decidieron esconderlo, llegó ella con otra columna y bajo su orden llevaron a siete campesinos a la plaza principal para ejecutarlos en presencia de todos, acusándolos de informantes. No tuvo compasión, le dijeron, pero la maldita pagó por lo que hizo, murió en manos de su misma gente; ¿la traicionaron?,  preguntó Santiago con sorpresa; uno de los que mandó ejecutar era hermano de un terrorista, ella le ordenó que lo mate pero se negó; muchos de sus combatientes eran muchachos que habían sido secuestrados, ella se encargaba de formarlos, les hacía criar perros como mascotas para luego matarlos, bastó que uno se amotinara para que los demás lo sigan, hubo un enfrentamiento entre ellos, ninguno logró sobrevivir.



Con la abundancia de noticias Estela cayó en depresión, el cura, al verla con tal angustia, le solicitó que viaje a un campamento donde había huérfanos para cuidar. Es usted una excelente madre doña Estelita, allí hay muchos niños necesitados de cariño, viaje usted, le aseguro que no se va a arrepentir.

Asintió en silencio y al día siguiente muy temprano abordó el autobús; esos años, rodeada de gente que no tenía tiempo para sentir tristeza porque la enfermedad del hambre los iba matando lentamente, se había sentido útil.
Llegó por fin a un campamento donde un alboroto de niños recién peinados la observaba. Observó uno a uno: su delgadez, las ropas, los cuerpos pequeños, los piececitos ampollados,  pero nada de eso pudo conmoverla tanto como sus miradas.

Mamita Estela, dijo un hombre algo viejo que se acercó a darle la bienvenida, volteó hacia los niños y les dijo: Ella es la mamita Estela, de la que ya les he hablado.

Los niños se acercaron a ella. Bastó una caricia de su mano hacia uno de ellos para que los demás la rodearan entre abrazos y risas, era la mamá que les habían prometido.

Una vez establecida, el cura se encargó de ponerla al día acerca de las actividades de aquella comunidad, le contó acerca del alma detrás de todo, un buen hombre que se ha dedicado por entero a esta obra, dijo, pronto llegará, le dará gusto conocerlo.

Había pasado un mes y Estela era ya el centro de los afectos de los más pequeños. Esa tarde mientras el campamento se inundaba con el aroma del guiso que preparaban para el almuerzo, los niños corrieron hacia la entrada para dar la bienvenida al maestro que acababa de llegar, uno de los pequeños tropezó y el hombre se acercó a consolarlo.

¡Mamita Estela! Comenzaron a gritar los demás; el maestro se incorporó al escuchar ese nombre, su corazón dio un salto repentino y un vacío pareció llenar su pecho. Vio una silueta de mujer mientras se acercaba y le recordó a alguien de su pasado. Se sujetó de la muleta que lo ayudaba a sostenerse y que manejaba con una destreza increíble, pero que ahora parecía temblar ante su peso; ella también levantó la cabeza y no pudo evitar que un grito se ahogue en su garganta mientras sus ojos dejaban escapar unas lágrimas; allí estaba su niño, su pequeño convertido en hombre, llevaba la barba crecida y el cabello largo, atado con una cuerda; lo miró lentamente, sus brazos fuertes, alto, con esa muleta formando parte de su cuerpo. Quiso correr a abrazarlo porque su corazón lo había reconocido aunque luciera tan distinto, pero sus piernas no le obedecieron.

Maestrito, maestrito, ella es la mamá Estela, dijeron los niños mientras tomaban del brazo al maestro con gran familiaridad.

Santiago se acercó, Estela lucía más pequeña de lo que podía recordar pero su corazón la había reconocido también, apoyó sobre un muro la muleta y se sentó cerca de ella apoyando la cabeza sobre el regazo que se estremeció al sentir ese calor que tanto añoraba, con sus dedos toscos y grandes secó sus lágrimas y la abrazó apretándola contra su pecho para no permitir que ni siquiera el espacio más pequeño los separase nuevamente, para que sus almas pudieran comunicarse y contarse en un lenguaje callado sus tristezas, para que los miles “Te amo” fueran expresados directamente y ni siquiera el viento osara disiparlos. Luego volteó hacia donde estaban los niños y les dijo:

Sí, es la mamita Estela…. es mi madre.

lunes, 15 de junio de 2015

Trece globos rojos

Héctor Luna


¡Plac! se escuchó un ruido, como si un globo se hubiera pinchado o se hubiera caído algo de golpe, yo estaba recostado sobre Blacky en el jardín.  Nos sobresaltamos un poco pero después pasó el susto.  En el cielo volaban doce globos rojos, los conté porque no era común ver volar algo por esa zona. 

Además, todos eran iguales de forma y color.  La piel se me puso chinita al ver esos globos que trajeron a mi mente la imagen de un señor con cara de payaso que había visto en otro lugar unos días antes.
 
Dos días después.

Mientras bajaba las escaleras de forma semicircular de casa de mis abuelos, sonaba en el estudio “Canon en D mayor” que seguramente estaba escuchando mi abuelo mientras leía.  Casi todos los veranos y vacaciones de invierno los pasaba en casa de ellos.  Me gustaba mucho estar ahí, mi abuelo jugaba conmigo, me contaba historias fantásticas, me enseñaba música clásica e inculcó en mí el hábito de la lectura.

Mi abuela, una mujer muy cariñosa, no dejaba de consentirme todo el tiempo, siempre tenía un gran abrazo y un tierno beso para mí.  Además me cocinaba mis platillos favoritos.  Mis padres por lo general viajaban mucho y preferían dejarme con ellos a que me cuidara alguien ajeno a la familia.

Seguí bajando aquellas enormes escaleras y entre más me acercaba a la planta baja, más era el olor a un rico café, “claro, son las cinco de la tarde, hora en que mi abuelo lo tomaba”, pensé.  Todos los días a la misma hora mi abuela preparaba un exquisito café para mi abuelo.  Él lo disfrutaba mientras leía y escuchaba algún cd de música clásica.

Mis abuelos vivían a las afueras de la ciudad, tenían una casa asombrosa, con un jardín enorme, la fachada de ladrillos gigantes como los de un castillo, las puertas de madera y unas antorchas en las paredes te invitaban a pensar que estabas en la edad media.  Todas las casas de por ahí tenían una arquitectura similar.  Era un fraccionamiento de unas veinte residencias.

Una vez que me acerqué a la cocina para saludar a mi abuela, escuché a lo lejos los ladridos de Blacky, el perro labrador negro que mis abuelos habían tenido desde los dos meses de nacido.  Era un perro increíble, alegre, travieso, tierno, leal,  cada día se ponía más fuerte y grande.  Me encantaba jugar todo el tiempo con él, siempre en vacaciones la pasábamos juntos corriendo, brincando e incluso descansando en el jardín.

Era muy raro que Blacky ladrara, lo hacía cuando llegaba algún extraño y también si lo molestabas por no lanzarle la pelota.  Al oír tantos ladridos decidí ir al jardín para ver qué pasaba.

—¡Blacky! ¡Blacky! ¿Qué pasa? ¡Ven! —le gritaba pero no dejaba de ladrar.

Entre casa y casa no había una pared de cemento o ladrillos que las separara, eran más bien, arbustos los que hacían esa tarea.

—¿Blacky, dónde estás? ¡Ven! —seguía gritándole para que apareciera.

De pronto, de un espacio que estaba en la parte baja de los arbustos salió Blacky muy agitado y ladrando.

—¿Qué pasó Blacky? ¿Por qué estás muy agitado y ladrando tanto? ¿Por qué te andas metiendo en la casa del vecino? Vamos a la casa, ven —le decía mientras lo acariciaba pero seguía rugiendo y mirando hacia la casa de junto.

Intenté mirar por debajo de los arbustos pero no se alcanzaba a ver nada raro.

Con trabajo logré que el perro de mis abuelos me siguiera a la casa, le di un poco de agua y sus croquetas pero como que no les hizo mucho caso.

Cinco minutos después, salí con el labrador por la puerta principal de la casa, cruzamos la amplia cochera que guardaba los dos coches de colección de mi abuelo y la camioneta en la que salían continuamente para realizar algunas actividades fuera de su hogar.

Llegamos caminando a la casa del vecino, toqué el timbre varias veces y nadie respondía.  Se me hizo raro porque los vecinos casi siempre estaban en su casa y cuando no, se llevaban alguno de sus dos carros pero en esta ocasión estaban ahí los dos coches en su patio.

Después de diez minutos aproximadamente de estar tocando el timbre, de gritarles y de los ladridos de Blacky, me di por vencido y decidí regresar a casa de mis abuelos.

Faltaba menos de una semana para que mis papás fueran por mí para regresar a la casa y de nuevo a las actividades normales. 

Ya en casa, dejé al perro salir al jardín de nuevo y fui a ayudarle a mi abuela a preparar la comida.  Ese día cenaríamos uno de mis platillos favoritos: enmoladas.  Un platillo típico mexicano hecho con tortillas fritas dobladas rellenas de pollo deshebrado y cubiertas con mole, crema y queso rallado que mi abuela cocinaba con mucho amor.

—Pásame las tortillas, la crema y el queso por favor —me pedía mi abuela que sacara del refrigerador.

—Aquí están abuela —respondí mientras dejaba las cosas sobre una mesa de acero que tenía a un lado.

—Blacky estuvo muy raro hoy, lo vi ladrando en la casa de los señores Domínguez, fui a tocarles también y nadie contestó —le contaba a mi abuela mientras ella seguía dándole vueltas al mole que estaba preparando en la cazuela.  El olor era indescriptible pero al entrar por mi nariz producía un efecto de alegría y empezaba a salivar.

—Tal vez fueron a la ciudad a comprar algo —poniendo a freír las tirillas me respondió.

—Pero estaban sus dos coches abuela, estuve tocando el timbre,  gritando y Blacky ladrando y nada —agregué.

—A lo mejor su hijo pasó por ellos para llevarlos a algún lado, no debes de preocuparte, seguramente al rato regresarán —dijo y me pidió que le avisara a mi abuelo que ya estaba lista la cena.

—Tienes razón abuela —sonreí y salí de la cocina rumbo al despacho.

Después de haber leído un poco una novela del detective Sherlock Holmes decidí irme a dormir.
—Hasta mañana abuela, hasta mañana abuelo —los besé en la frente y me fui a mi recámara.

Mientras intentaba dormir no dejaba de pensar en los vecinos,  empecé a tener ideas, me acordé de uno de los capítulos del libro que estaba leyendo, estaba emocionado, esos días sería un detective.

Al día siguiente, después de desayunar jugo de naranja, papaya con limón y huevos con jamón que había preparado mi abuela, decidí ir a investigar.

Me puse mi gabardina y un sombrero, tomé unas herramientas: una lupa, un lápiz y una pluma, una pequeña libreta y mi maletín.  Salí al jardín y me fui caminando a los arbustos que separaban la casa de los señores Domínguez de la de mis abuelos.  Detrás de mí iba Blacky.

Llegando a los arbustos el olor era más fuerte, casi vomito.  Cruzamos al otro lado, caminamos por el jardín, a lo lejos se veía un bulto detrás de la mesa del jardín.

Nos acercamos y Blacky empezó a ladrar, el olor a podrido era muy intenso.

Estando de frente a la mesa, no pude resistir más, vomité, no podía creer lo que estaba viendo, no sabía qué hacer, así que corrí de nuevo a los arbustos, los crucé y seguí corriendo hasta la casa de mis abuelos, me fui directo al baño de mi recámara.  Seguí vomitando.   

Cuatro días antes.

—Ya casi se acaban tus vacaciones y tendrás que regresar con tus papás — me dijo mi abuelo— así que iremos a dar una vuelta a la ciudad —continuó.

—¡Sí! —respondí emocionado.

Me llevaron a Coyoacán, un lugar muy bonito y colonial en la Ciudad de México.  Fuimos a dar una vuelta al museo de Frida Kahlo, luego entramos a la iglesia, dimos varias vueltas caminando y finalmente nos sentamos a comer en uno de los restaurantes que dan a la plaza.  La vista increíble, árboles enormes, una fuente al centro, la gente caminando, algunos sentados leyendo, otros platicando. 

Terminando de comer fui con mi abuelo a uno de los puestos de la esquina por un algodón de azúcar.  Mi abuela nos esperó en el restaurante.

Mientras le daba una gran mordida a mi algodón rosa, observé, a unos treinta pasos de donde estaba, a un señor vestido de mezclilla azul con una camisa de cuadros de colores pero con la cara pintada de payaso.  Tenía en su mano derecha unos hilos, fui siguiéndolos con la mirada, al final de ellos unos globos rojos.  Bajé la mirada y al hacerlo coincidió con la suya, vi una mirada de miedo, bajé la cabeza, mordí el algodón, tomé de la mano a mi abuelo y nos regresamos al restaurante.

Transcurrieron unos segundos, pero fue impactante su mirada.  Aquél hombre con cara de payaso, estoy seguro que no era uno, pero algo le pasaba.  A su lado estaba otro señor, pelón, con barba de candado, lentes obscuros y vestía todo de negro. 

Después de comernos nuestro postre fuimos al cine, lo cual me ayudó a borrar esa imagen del supuesto payaso y su acompañante. 


En la actualidad.

Después de haber vomitado varias veces, me lavé la cara y me recosté.  Estaba muy asustado por lo que había visto.

“¿Les diré a mis abuelos? ¿Iré con la policía? ¿Qué hacía un globo rojo ponchado ahí encima? ¿El globo tenía algo que provocó eso? Si les digo y ¿el señor con cara de payaso de los globos se entera y viene por mí?”, pensaba.

—¡Mateo! ¡Luis! ya está lista la comida —gritó mi abuela.

—¡Qué rico! —exclamó mi abuelo mientras saboreaba la rica sopa de cebolla.

—Has estado muy callado Luisito, ¿pasa algo? —preguntó mi abuela.

—No, nada, respondí.  Es sólo que estoy un poco cansado de jugar y triste porque ya casi me regreso con mis papás.

—Pero no estés triste, el tiempo se pasa rápido y en las siguientes vacaciones estarás de nuevo con nosotros —me dijo mi abuelo con una sonrisa acariciándome el cabello.

Regresé a mi recámara, no tenía ganas de nada, seguía con miedo y con la imagen asquerosa que había visto en la casa de los vecinos.

Me quedé dormido.  De repente desperté gritando.  Soñé que el señor de cara de payaso iba por mí, que me amenazaba, empecé a llorar.

Mis abuelos se despertaron y fueron a ver qué ocurría. 

—¿Qué sucede Luisito? ¡Tuviste seguramente una pesadilla! No pasa nada —me consolaba mi abuela y me abrazaba.

—Estás muy caliente —dijo.

Le pidió a mi abuelo que fuera por el termómetro.

—Tienes fiebre —me dijo al ver el resultado.

Me solté llorando, no podía contener el miedo de que el señor con cara de payaso viniera por mí.

—Tengo mucho miedo abuela —le dije abrazándola.

—¿Qué pasa Luisito? Sólo fue una pesadilla, no pasa nada, no es nada grave —me dijo.

—¿Y si el señor con cara de payaso viene por mí? —pregunté tartamudeando del miedo.

—¿Qué señor? Fue un sueño, no es real, no tengas miedo aquí estamos tu abuelo y yo para defenderte.

¡Guau! ¡Guau! —se escuchaban los ladridos de Blacky a lo lejos.

¡Diiin dooon! —sonó el timbre un par de veces.

Brinqué del susto y volví a llorar, mi abuela me abrazó más fuerte.

—¿Qué raro? ¿Quién será a esta hora? —preguntó mi abuelo.

—No sé, son las ocho de la noche, mejor ve a ver mientras me quedo con Luisito —dijo mi abuela.

Después de diez minutos mi abuelo regresó a mi recámara.

—Era un señor que vino al fraccionamiento a promocionarse como payaso o mago  para fiestas infantiles y mira qué curioso, sus datos vienen en un globo rojo —contó mi abuelo.

En cuanto escuché lo del globo rojo, vomité sobre mi edredón.  Se me vinieron a la mente muchas imágenes, la de Coyoacán del señor con cara de payaso, los doce globos volando, la casa de los vecinos, mi sueño…

—¿Qué pasó Luisito? ¿Qué tienes? —preguntó mi abuela al verme vomitar y llorar. 

“Temblaba de miedo, el señor con cara de payaso ya sabía que yo conocía lo de los vecinos, ya me había encontrado y pronto me haría lo mismo”, pensé.

—El otro día, Blacky estaba muy inquieto y ladrando en la casa de los vecinos, fui a tocar y nadie respondió —llorando empecé a contarles.

—Sí, me acuerdo que me dijiste —interrumpió mi abuela.

—Al otro día, me metí junto con Blacky por los arbustos, el olor era muy fuerte, a podrido, nos fuimos acercando a la mesa de jardín que tienen y…


Minutos después.

¡Diiin dooon! —sonaba el timbre.

—Buenas noches, soy el detective Barocio y ella la detective García.  Venimos en respuesta a su llamada y a investigar los hechos —se presentó.

El detective Barocio era de estatura media, delgado, de tez blanca y se peinaba de raya del lado derecho.  Parecía ser un hombre de mucha experiencia.
La detective García era un poco más baja que su compañero, de cabello negro, tez morena clara, delgada y se notaba que hacía mucho ejercicio. 

—Adelante por favor, mi nieto nos ha contado esto, nosotros no hemos entrado.  Queremos que ustedes se hagan cargo por favor —dijo mi abuelo.

Por mi ventana, que daba al jardín veía como llegaban policías, se escuchaban las sirenas y las luces de las patrullas iluminaban toda la calle.

Durante los siguientes días, los detectives estuvieron entrevistando a todos los vecinos de la privada.  Incluidos Luisito y sus abuelos.

Una semana después.

Por la mañana mientras desayunábamos mis abuelos y yo, tocaron el timbre.

¡Diiin dooon!

—Somos los detectives Barocio y García de nuevo señor —dijo el hombre— ya que usted nos avisó del incidente, queremos comentarle nuestro informe preliminar y saber si usted conoce algún pariente de los señores Domínguez —continuó.

Vamos a continuar las investigaciones pero nuestro informe preliminar es el siguiente:
Presuponemos que el señor Domínguez estaba arriba de las escaleras colgando algo en la pared, se resbaló y cayó de espaldas golpeándose la cabeza con la mesa del jardín, murió inmediatamente.
Su esposa llegó un poco más tarde y lo encontró ya muerto, al parecer iba a llamar por teléfono porque lo tenía en la mano pero creemos que antes de hacerlo se recostó junto a su esposo para abrazarlo, tal vez la impresión de verlo ahí tirado, sin vida le produjo una especie de impacto muy fuerte en su mente quedándose junto a él muriendo de un paro cardíaco.

Investigamos también lo que su nieto nos dijo del hombre con cara de payaso y los globos rojos, en efecto existe.  Resulta que el mismo día en que los señores Domínguez perecieron, en la casa de junto, la de los señores Sánchez, había una fiesta de cumpleaños, tuvieron un show de un payaso que le llevó trece globos rojos a su nieto que justo cumplía los trece años.  Como parte del show, el niño tenía que dejar volar los trece globos pero uno se enredó en uno de los árboles del jardín de los señores Domínguez, se ponchó y este cayó sobre los señores que yacían sobre su césped abrazados.
Finalmente el hombre sin cabello y con barba de candado vestido de negro que nos describió también su nieto, es uno de los escoltas de la señora Sánchez que lo enviaron a contratar al payaso aquel día.  Los señores Sánchez desde hace un año y medio contrataron escoltas para resguardar su seguridad ya que habían tenido un intento de secuestro.




En memoria a mi perrito Blacky que se fue al cielo este sábado pasado =(