miércoles, 19 de diciembre de 2018

La expedición


Yadira Sandoval Rodríguez


Una pareja de espeleólogos ha decidido que su única hija los acompañe a la primera expedición de ella. Cristina tiene catorce años y está emocionada; sus padres, Marcos y Laura, le han pedido que los acompañe a explorar unas cavernas.

Desde que tiene uso de razón Cristina lleva en su mente las historias de sus papás sobre las cavernas, esperando que un día ellos pudieran llevarla a conocer esos magníficos lugares. Con motivo de los quince años de su hija, Marcos y Laura prepararon un campamento de fin de semana al parque nacional de las Cavernas de Carlsbad, en el sureste de Nuevo México, de fama mundial debido a que contiene algunas de las cámaras subterráneas más profundas del mundo. Marcos están encargados de un proyecto de investigación en el lugar y decidieron llevar a su hija a otros sitios de las cavernas no abiertos al público. Anteriormente, no lo habían hecho porque su hija había desarrollado una enfermedad en la sangre; los médicos le diagnosticaron leucemia, pero con dudas, debido a que los leucocitos están incompletos, es decir, los linfocitos encargados de eliminar las células cancerosas se encuentran en la médula ósea, pero sí un 1.5 % en los ganglios linfáticos de Cristina, arrojando los estudios un conteo bajo de glóbulos blancos, prescribiendo cáncer en la sangre. Lo anterior, es como empezaron a estudiar el caso de la adolescente. Los papás fueron apoyados por los abuelos maternos mientras ellos se iban a sus investigaciones para después contárselas a su hija en cuentos. En un mes dejará el medicamento. Los médicos aprobaron el permiso para que acompañara a sus papás de campamento con motivo de sus quince años. Los especialistas la van a tener en observación un año sin medicamentos después de haber estado medicada dos años y medio.

La familia planea salir muy temprano el sábado de Arizona a Nuevo México, la duración del trayecto es de cuatro horas y treinta minutos; aprovecharán el fin de semana para mostrarle a la hija algunos lugares de la caverna. Cristina organiza sus cosas, desea llevar sus libros de espeleología que sus padres le han regalado en el trascurso de los años. Antes de ir a la cama agarra uno, se le queda mirando por buen rato, es un libro de cavernas en Europa, observó las imágenes en él hasta quedarse dormida. Constantemente expresa su curiosidad sobre las estalactitas y estalagmitas, de qué color son y su textura; siempre tiene presente las explicaciones de sus papás sobre los espeleotemas. Por la información adquirida desde pequeña, aunado a su enfermedad desarrolló una personalidad ensimismada, por no tener con quien compartir sus pensamientos, tal actitud era criticada por sus compañeros quienes le decían, freak. A ella nunca le afectó eso, ya que su seguridad era reafirmada por sus familiares.    

Lo médicos no saben por qué razón al momento de hacerle el trasplante de células madre a Cristina, el cabello cambió de color verde. Los papás al no tener una explicación de los médicos, le dijeron que era un hada de las cavernas que ellos estudiaban, con el fin de que no se sintiera mal, y que tarde o temprano tendría que regresar a su reino, por lo pronto, debía vivir en el mundo de ellos. La historia era algo fantástica para la hija. Los médicos no podían explicar lo que pasó, pero un joven internista del área de oncología investigó la causa de la pigmentación en el cabello de la adolescente y encontró una transmutación genética en su sangre, en vez de comunicarlo a los médicos hizo todo lo posible por esconder la evidencia. En el laboratorio siempre cambiaba los resultados de Cristina por otros, como era un médico considerado una gran promesa médica, le confiaron el caso. La ambición del joven por vender la información a científicos fue más grande que su ética profesional, ya que tiene cinco años relacionado con esta red de especialistas encargados de buscar seres quiméricos en la Tierra, su obsesión desde que es un niño. Los contactos deseaban a Cristina para futuros experimentos, tenían tiempo siguiendo a la adolescente. Fernando solo estaba esperando el momento para entregar a la joven a cambio de participar en las investigaciones de estos seres. Se enteró de que la familia iría de paseo a las cavernas de Nuevo México y planeó el secuestro, el lugar lo vio ideal para sus planes. La información la obtuvo de la adolescente en unas de las citas médicas al hospital.

—Hola, Cristina. ¿Cómo has estado?

—Excelente, doctor Fernando. 

—¿Cómo te has sentido?

—Bien. Estoy muy feliz.

—¿Por qué?, Cristina. Haber platícame, mientras preparo el medicamento para aplicártelo.

—Este será mi último medicamento y el próximo mes cumpliré quince años, como regalo, mis papás me llevarán a una expedición a las Cavernas de Carlsbad. Ese es mi sueño desde que era pequeñita.

—Qué bien, Cristina. Me alegro mucho por ti. Lo triste es que ya no te veremos tan seguido por estos rumbos, te extrañaremos, eres una joven especial, todos te queremos en este hospital.

—Gracias, doctor. Los vendré a visitar.

—Siempre serás bienvenida.

Con actitud de malicia, Fernando le entrega un caramelo y le dice: «Tu último caramelo, Cristina». Ella sonriendo le da las gracias y se retira.

Inmediatamente, Fernando se comunica con los contactos, les dice que él se encargará del secuestro.   

Llegó el día esperado por Cristina, en el camino sintió una clase de emoción nunca antes experimentada. Cuando llegaron a la caverna su corazón empezó a palpitar de forma acelerada, al verla agitada la mamá le comenta al padre: «Está emocionada por estar aquí, no hay por qué preocuparnos». Laura abraza a su hija y le dice: «Cristina, has llegado a tu reino». Al escuchar esas palabras, ella se desmaya, los papás se asustan y la suben al carro. A los minutos le dice que está bien, que solo se mareó un poco. La mamá saca de la mochila la comida para prepararle algo a su hija, ya que la adolescente no quiso desayunar temprano. El padre sacó del maletín los primeros auxilios, le tomó la presión y checó que todo andaba bien, presión arterial 97/58 mmHg. Ellos nunca imaginaron que esa experiencia podría provocar esas emociones en ella.

Cuando despierta Cristina los padres estaban terminando de montar la casa de acampar, dejaron todo bien organizado, y le preguntan a ella cómo se encuentra. Cristina dijo que estaba bien, y que deseaba entrar a la cueva, los padres le dijeron que por su condición de salud habían decidido ingresar al día siguiente. Cristina les dices a sus papás que desea entrar, los dos se miraron, Laura le dice a su esposo: «Tiene mi aprobación». La adolescente sonríe de emoción. Agarran las mochilas y entran a la caverna.  

Al entrar a la cueva se alcanza a percibir el olor a amoniaco proveniente de los orines y guano de los murciélagos, aunado con el hedor a húmedo. Cristina empieza a visualizar de lejos las estalactitas y las estalagmitas, los ve de color crema, blanco y amarillo. Los padres se miran uno al otro con extrañez, porque aún no han prendido las lámparas, el cambio de batería lleva su tiempo, a la mamá se le olvidó a hacer el cambio por el desmayo de su hija y los ojos tardan tiempo en imponerse a la visibilidad en la oscuridad de la cueva. Cuando las linternas prenden, la adolescente iba unos veinte metros adelante de ellos, por un camino con pendiente hacia abajo. Extrañados los padres le dijeron a Cristina que no se alejara mucho. Ella impaciente no los escucha, corren los papás y Cristina desaparece. Laura y Marcos empiezan a gritar fuerte, están preocupados, y ella no responde. El padre trata de tranquilizar a su esposa: «En estas cavernas solo hay un camino que nos lleva a diferentes cámaras, y en ellas hay luz, así que será fácil encontrar a Cristina».  

Fernando quien estaba a unos metros delante de ellos escondido junto con otros hombres atrás de unas rocas, observó cuando Cristina se apartó de sus padres y aprovechó para seguirla.

Más adelante, los papás encuentran a su hija en la sala de los fantasmas, la cual se había cerrado al público porque habían encontrado nuevos hallazgos en el lugar. Ella estaba sentada en unas de las rocas con su cabello de color verde hasta la cintura. Cristina se había convertido en otra persona, sus pies se alargaron, las orejas también, de forma puntiaguda y salían de su cuerpo unas alas muy grandes de color azul. Los padres no lo podían creer, estaban asombrados y a la vez con miedo, porque no sabían qué había pasado con su hija. 

Cristina les habló con voz serena y les dice que no se preocuparan, les deja en claro que no pertenece a su mundo: «He regresado a mi reino». Los padres, consternados con la nueva identidad de su hija, se miran y se dicen: «¿Qué va a pasar con nuestra hija?». Cristina reafirma que estará bien. Les da las gracias por todo lo que hicieron por ella. «Son los mejores padres que pude haber tenido y me hicieron muy feliz». En eso, Fernando sorprende a la familia, dos hombres agarran por atrás a los padres, les inyectan un químico en el cuello y caen muertos. Cristina suelta el grito. Fernando le dispara un sedante, los otros dos la encierran en una jaula. A los minutos, Fernando se comunica con sus contactos y les dice: «La tenemos».   

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Amistad equivocada


Rosario Allpas


Eran las nueve y media de la mañana cuando saliste de casa camino al hospital de enfermedades crónicas donde habías pedido ser voluntaria. Hacía frío, aun así, te propusiste ir caminando hasta el paradero del ómnibus. Mientras avanzabas, tu respiración formaba pequeñas volutas de humo blanco. Ibas bien arropada, metiste las manos en los bolsillos de tu abrigo y apuraste el paso. Los árboles se movían al compás del viento suave, fuiste capaz de oír el susurro de estos acompañando tus pasos. Respiraste profundo. Te hallabas como antes, como hacía veinte años atrás, cuando te sentías segura de ti misma ayudando a los demás, sobre todo a los más necesitados. No estabas yendo a atenderlos como enfermera; tu labor como profesional de salud había terminado luego de cumplir veinticinco años de trabajo en diferentes hospitales de tu país y de haberte jubilado. Entonces, ¿qué buscabas en aquellos pacientes? Oh, sí, tú lo sabías, lo habías dicho muchas veces. Querías consolidar el idioma inglés, el que siempre te había sido esquivo. Deseabas aprender a hablarlo de manera fluida, pues hasta hoy entendías a medias y no eras capaz de «soltar la lengua», pues vivías sola en casa, tu hija se había casado y volado a Dallas. Tú deseabas socializar con los que siempre te habían hecho sentir cómoda: tus pacientes. Pensaste que era más fácil hablar con ellos en inglés, que encontrarte con amigas en el supermercado o en la iglesia donde por comodidad todas hablaban en español.

Esa mañana te acogieron bien las otras voluntarias. Eran personas de la misma edad que la tuya, unas tal vez más jóvenes, otras mayores, pero en general, todas pasaban los cincuenta años. Ibas a quedarte tres horas entre las paredes de aquel hospital. Si deseabas permanecer más tiempo podías hacerlo. Así te lo hicieron saber.

Recorriste el pequeño lugar. Tus compañeras, que llevaban más tiempo en el nosocomio, te explicaron dónde estaban los principales ambientes y demás servicios, esto era muy importante; era preciso conocer todas las dependencias y el funcionamiento de tu centro de labor porque también serías un tanto recepcionista y otro poco, colaboradora del personal que atendía directamente al paciente.

Te comprometiste a ir dos veces por semana: los martes y los jueves. Te hubiese gustado escoger la sala de infantes porque toda tu vida profesional atendiste a niños, pero estos enanos eran bastante sinceros y si te hubiesen escuchado hablar el inglés que utilizabas, te habrían dicho que pronunciabas muy mal y hasta se hubiesen reído de ti. Así son los niños. No todos. Algunos, sí. Recordaste a tu amiga que tiene dos hijos en elementary school. Aquellos escuincles se pasaban el día corrigiéndole y para no sentirse mal, Enemery se había matriculado en la iglesia próxima a su casa, donde tú y ella coincidían en las clases de inglés. Las dos estaban en el mismo nivel.

Cuando cada una de tus compañeras voluntarias empezaron a desaparecer en las distintas habitaciones, tú también recorriste aquellas salas en busca de algún paciente a quien pudieses proporcionar un poco de compañía. Encontraste a uno y de inmediato reconociste en él la necesidad de conversar con alguien. Estaba solo. Nadie lo visitaba, te lo hicieron saber. No sé por qué te atrajo aquella piel cetrina pegada a los huesos, su frente amplia y pómulos acentuados. Aquellos brazos y manos peculiarmente largos. Su mirada extraviada se posó en tu identificación de plástico que colgaba de tu suéter, y decía VOLUNTEER. Lo saludaste con tu inglés fallido y él te contestó en español. De alguna manera te sentiste identificada. Quizás el acento que tenía, tal vez lo notaste familiar; lo cierto es que, al terminar el turno supiste que era peruano.

Sonreíste. Muchas veces habías bromeado con Gladys, una amiga tuya que se fue al Brasil; cuando esta te contaba que estaba enamorada, tú pensaste que su novio podía ser un moreno carioca y no, era un blanco huanuqueño. «¡No puede ser! Irte tan lejos para encontrar un novio peruano. Ja, ja, ja», le habías dicho riéndote. Ahora te estaba pasando lo mismo a ti y peor todavía en tu caso, pues el objetivo de consolidar el idioma inglés se estaba diluyendo.

El siguiente día previsto era el jueves. Llegaste al hospital y pensaste por un momento ir a conversar con otro paciente, pero cuando pasaste a saludar a Efraín, sus pequeños ojos negros te miraron con complacencia, te había reconocido. Entonces te quedaste con él. Habías llevado un libro para leerle, pero él alargó sus brazos para señalarte que deseaba mostrarte algo. Eran unas galletas dulces que las habían escondido para que se olvidara de ellas. «¿Por qué no se las llevarían si no deseaban dárselas?», te preguntaste. En otro tiempo tú serías una de las que no le hubiese permitido ni probar; mas ahora, pensabas que bastante tenía el pobre con estar enfermo como para agobiarlo evitando un pequeño gustito. De todas maneras, fuiste a preguntarle a la enfermera si podrías darle una, solo una. Esta dudó unos segundos y te permitió darle, por tus ojos de ruego, te lo hizo saber.

Al revisar su cajón te percataste de que tenía muy poca ropa, apenas un pantalón de mezclilla de verano y un polo de algodón, zapatos de lona y un par de medias. No quisiste abrir el otro cajón porque pensaste que allí estaba su ropa interior. De alguna manera no querías intimar con alguien de quien no sabías nada y no podía decirte muchas cosas ya que solo balbuceaba algunas palabras. Él se sentía complacido mientras tú le conversabas. ¿Quién era él?, quisiste saber. Te dijeron que había sido profesor y que había venido hacía treinta años a Miami. Que tenía familiares en Perú, que una de sus hijas venía cada tres meses a visitarlo, pagaba la clínica y se iba hasta dentro de tres meses más. Parecía que había venido a visitarlo, por lo de las galletas. También había una caja pequeña que simulaba ser un cofre. Él te lo quería mostrar, lo abriste y viste que había fotografías, empero, el tiempo había pasado, le prometiste que la siguiente visita verían las instantáneas. Él asintió. Te dio la mano. Aquello te desconcertó. El contacto con su mano huesuda, su piel seca y tibia, «demasiado tibia», pensaste e hizo que te inquietara, quizás estuviera con fiebre. Una mueca amistosa hacía ver sus escasos dientes y un delgado líquido viscoso se escapaba de su boca sin poderlo controlar. Sentiste compasión, sí, por aquel hombre que se hallaba solo con su soledad y quizás por mucho tiempo no habría sentido una mano amiga. Estrechaste su mano para infundirle calor, amistad, cariño. De inmediato pensaste que ese debía ser tu objetivo, darle ese trato profesional y humano que a ti te gustaría que te diesen si estuvieras al otro lado de la valla. Sobre el aprendizaje del inglés, ya habría tiempo.

Para la otra fecha, fuiste de prisa a verlo, estabas muy animosa; sin embargo, al pasar por su habitación encontraste la cama vacía, sentiste un estremecimiento que invadió todo tu cuerpo, parecía que ibas a desfallecer. ¡Nadie te había dicho nada! Cuando recuperaste el aliento e ibas a preguntar por él, te topaste con el personal de limpieza que retornaba a la habitación para devolver el tacho de basura limpio, fue ella quien te dijo que lo habían llevado para hacerle unos exámenes. Volvió tu alma al cuerpo. Sabías que estaba muy mal, pero no creíste que hubiese llegado el tiempo de desaparecer de este mundo. No, aún no.

Fuiste a visitar a otro paciente, conversaste con su familia, más bien escuchaste tratando de entender qué decían. I don't speak English. A few. I want to learn, les dijiste. Se mostraron complacientes. Realmente nunca nadie se había portado mal contigo porque no supieras hablar inglés correctamente, todos comprendían.

Ese día no lo viste a Efraín porque no regresó en las horas que permaneciste en el hospital.

Llegó el día jueves y fuiste a su habitación, él estaba ensimismado, solo, como de costumbre. Lucía la piel amarillenta, incluso los ojos. Figuraste que tenía una complicación hepática. Lo miraste y le dijiste que el día martes lo habías esperado. Se volteó con dificultad, parecía haber envejecido. Tenía adherido a su brazo izquierdo un catéter que, pegado a una llave de doble vía, se acoplaba a la manguera de una botella de suero. Se hallaba encogido, por ello se veía pequeño, perdido en el lecho. Sus brazos largos se estiraron para hacerte señas, quería que elevaras el cabezal de la cama. Luego con el índice de su mano derecha te señaló mostrando su cómoda, deseaba que vieras sus fotografías. No se había olvidado.

Le acomodaste las sábanas, apartaste la almohada que le sobraba y la dejaste al costado; sonrió. Fuiste al clóset y extrajiste la cajita blanca de uno de los cajones. Al abrirla, un abanico de cartulinas en blanco y negro aparecieron ante tus ojos. Eran fotografías de su familia, su casa en Arequipa. Sus ojos iban y venían de un lado a otro como si estuviese afiebrado y te decía en pocas palabras quién era él, quiénes eran sus padres y sus hermanos.

Sonreíste, le dijiste que era un muchacho travieso de ojos pícaros. «Seguro que te gustaba el fútbol», opinaste. No sé por qué lo tuteaste, era la primera vez. Él se dio cuenta y te miró de soslayo cuando tú te sonrojaste. Se empezó a agitar. Tú pensaste que sería de la emoción de compartir parte de su vida privada contigo y seguiste pasando las fotos mientras le preguntabas quién era ella, mi hermana, te decía; ¿y él?, mi hermano, mi mamá, mi papá, mis tíos, mi caballo, yo tenía un caballo, te contó a duras penas. Solía pasear por los cerros. Otros iban en burro, que era lo más común, pero yo tenía un caballo que se llamaba Alazán, porque era colorado.

Al terminar, acomodaste el primer grupo de fotografías y sacaste el otro montón. Al parecer estaban ordenadas en orden cronológico. Habías visto a Efraín de pequeño. Las nuevas fotografías eran de su juventud, te había dicho que se había trasladado a Ayacucho para estudiar educación superior en la universidad. Pasaste algunas fotos hasta que encontraste una que te quedaste observando; se trataba de un grupo de muchachos. Tus ojos se abrieron como platos y temblaste de pies a cabeza, ¿qué te pasaba? Allí, entre el conjunto de jóvenes, estaba él, lo recordabas muy bien, porque aquella vez se habían mirado frente a frente cuando se le cayó el pañuelo que le cubría la boca y nariz. Ahora, en la fotografía, ese pañuelo lo llevaba al cuello. Todos los del grupo tenían pañuelos anudados con un lazo flojo en sus cuellos. Él estaba rozagante, bien nutrido, ¿cómo olvidar ese cabello erizado y rebelde? Lo confrontaste un segundo con la foto y tu recuerdo, tu sufrido recuerdo, te quedaste atónita y la instantánea se escapó de tus manos. Efraín se dio cuenta de tu nerviosismo, de tu mirada asustada, de tu miedo encarnado en tu piel, en tu boca, y te miró con sus ojos amarillos fosforescentes, cuyos iris se volvieron llamas. Por primera vez te fijaste en el miedo que poseía esa mirada. Le habías reconocido y él también a ti; en ese cruce de miradas de hoy, se vieron como antaño.

Recordaste el episodio doloroso, el que debías de haber olvidado y enterrado para siempre y ahora volvía como una ola cubriéndote sin que tú pudieses escapar:

«Entraron destrozando la puerta, eran quizás siete los muchachos que tenían unos pañuelos que les cubría parte del rostro, solo se les podía ver los ojos; todos estaban armados. Mis padres que habían corrido para intentar trancar la puerta fueron los primeros en recibir sus balas. El ruido era ensordecedor. Mi esposo, que era policía, fue a sacar el arma, pero no tuvo tiempo, le dispararon a quemarropa. Yo fui hacia adentro a recoger a mi hija que estaba durmiendo; tenía apenas dos años. Estaban mis tíos también y fueron ellos quienes sirvieron como carne de cañón para que no fueran por mí. Sin embargo, no se amilanaron, uno de ellos me persiguió. Yo corrí despavorida por el zaguán llevando a mi hija a rastras, pues no pude cargarla adecuadamente. Abrí la puerta del estudio, así le llamábamos al lugar donde estaban los libros, y me escondí debajo de una mesa que servía de escritorio. Él jaló el mantel que nos cubría, mi hija empezó a llorar. Cuando me levanté a pedirle que nos perdonara la vida, el pañuelo se le había caído dejando al descubierto su rostro. Nos miramos cara a cara. Fueron unos segundos donde mis ojos le pidieron piedad, los de él, destilaban locura. Cogió el arma y apuntó. La luz se apagó de repente, ¡otro apagón de aquellos que nos tenían acostumbrados!, mientras yo caía de rodillas para un último ruego, el disparo salió loco, estruendoso y errado. Los demás le llamaron, se iban porque un grupo de militares venía por ellos. Él desapareció con los otros.

Me levanté y corrí con mi hija lo más que pude fuera de la casa, perdí un zapato en la huida. No sabía adónde ir. La noche con su balde de tinta negra nos cubrió. Aterrada pensé que podría encontrarme con los terroristas, los mismos que habían matado a mi familia; el solo pensamiento me hacía huir sin saber dónde. Sentí que había pánico en mis pies, los que huían despavoridos a encontrar refugio. En Ayacucho —en ese tiempo— existía un temor generalizado por los terroristas, y también por los militares, quienes pensaban que cualquiera podría ser terrorista. Tenía miedo de que no creyesen que era la esposa del policía Cahuana. Llegué a la Plaza de Armas, esta dormía silenciosa. En una de sus esquinas había un ómnibus estacionado con las luces apagadas, estaba abierto, subimos y nos fuimos hacia atrás, a los últimos asientos. Allí esperamos escondidas, muy juntas, dándonos calor pues la noche enfriaba.

En la madrugada subieron los pasajeros, luego el chofer. Al inicio nos confundimos con los viajeros. El ómnibus enrumbó hacia un destino que más tarde sabríamos.

Cuando se dieron cuenta de que éramos pasajeros sin boletos de viaje, ya estábamos muy lejos. El terror se nos dibujó en nuestros rostros cuando nos preguntaron qué hacíamos allí. Desconocíamos quiénes eran los que habían abordado el ómnibus. Angelita se puso a llorar. Entonces ellos no hicieron más que dejarnos continuar el viaje. No teníamos dinero para comprar algo ni siquiera para alimentarnos. El chofer nos invitó. Tenía temor de narrarle aquello que nos había sucedido, aunque sabía que la situación que le relataría constituía un episodio más de los tantos que ocurrían en Ayacucho. Felizmente, nadie indagó nada.

Llegamos a Lima en la noche. Era la primera vez que viajaba a la capital. Yo continuaba teniendo el pavor en mi piel y aún pensaba que me seguían, que podrían encontrarme y terminar con mi vida. Empecé a trabajar como empleada en una casa sin salir a la calle. El pánico de que aún nos estuviesen buscando hacía que desistiera tan siquiera de ir al parque o al mercado. No conté a nadie de lo acontecido por dos años. Dos años en los que me dediqué a ahorrar todo el dinero que ganaba.

La patrona donde me puse a trabajar, me ayudó después a conseguir mis papeles. Yo estaba estudiando enfermería en Ayacucho y pude terminar mi profesión en Lima. Trabajé en el Hospital Arzobispo Loayza y luego en el Hospital del Niño. Poco a poco la confianza llegó a mí. Me di cuenta de que Lima era una ciudad bastante grande, capaz de albergar a millones de personas y perderlas en el absoluto anonimato.

Cuando el terrorismo llegó a su fin, recibí una indemnización por el cruel asesinato de mi esposo y obtuve una pensión que por derecho me correspondía por ser su cónyuge y tener una hija que había quedado en la orfandad por la insania de Sendero luminoso.

Angelita creció y estudió medicina. Aplicó a una beca para estudiar una especialidad en los Estados Unidos de América. Luego se casó con un ciudadano americano. Al jubilarme pude establecerme con ellos en Miami.

Mas, nunca olvidé los ojos de mi verdugo, su iracunda mirada de fuego, su juventud insensata que le hacía cargar el arma como si fuese un juguete y que, podía jugar a matar.

Ahora el destino nos había vuelto a enfrentar cara a cara».

La fotografía permanecía aún en el suelo, la recogiste y colocaste en su respectiva cajita blanca que parecía un cofre; luego la devolviste al clóset. Miraste a Efraín por un instante y pensaste en lo fácil que sería inyectarle, presionarle la yugular e incluso bastaría una almohada. Él estaba tan débil.

Bajaste el cabezal de su cama, cogiste la almohada y te dirigiste lentamente hacia él. Colocaste esta debajo de sus hombros, pusiste tu mano sobre sus desvalidos dedos y sin decir una palabra saliste de la habitación.

¿Dónde quedó tu odio? ¿Se agotó acaso tu sed de venganza?

«He visto en sus ojos no solo el miedo, sino su agonía», me dije.

Respiré hondo mientras caminaba, rumbo a la salida,  por la amplia vereda bordeada de árboles de aquel nosocomio.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Moscas negras


Constanza Aimola


Camila Reyes nunca imaginó que un dolor de estómago la llevaría directamente al momento más erótico de su vida. Era una mujer humilde, bogotana, nacida en los cerros orientales de la ciudad en un barrio de invasión llamado Estrella. Un hogar sin padre fue su cuna, su madre fue la encargada de tener el nido tibio cubriendo las necesidades básicas para su supervivencia, sin embargo, apenas pudo tenerlo a salvo. Vivían en un lugar en el que dos mujeres debían defenderse como fieras, en una selva en donde solo el más fuerte tenía el derecho de sobrevivir. Fue llegando a los cincuenta años que Marcela, como se llamaba la mamá de Camila, logró conseguir un trabajo medianamente estable, como mucama en unas residencias en el centro.

Tuvo una infancia en donde le faltó todo. Sus pies desde muy pequeña tenían callos porque los zapatos eran un privilegio que conoció cuando trabajó y pudo comprárselos. La piel de su rostro tenía manchas oscuras, las cremas y los bloqueadores eran lujos a los que nunca tuvo acceso.

Estudiaba un mes sí y el otro no. Tuvo que luchar por recibir educación, solía escuchar las clases acurrucada debajo de la ventana del salón de la escuela, porque su madre pocas veces tenía cómo pagar la mensualidad así fuera un valor simbólico.

A la edad de diez años la violó el padrastro de turno, un conductor de bus que le prometió a su madre un futuro sin necesidades. Este idilio duró dos años, en los que veía los fajos de billetes de poco valor y miles de monedas que su mamá le ayudaba a separar por montones. A todos les parecía la gloria después haber pasado tanta necesidad. En esa época no les faltó comida, de vez en cuando salían de paseo y un día le regaló un vestido con una pollera corta, blanco y azul, que se convirtió en el artilugio con el que perdería violentamente su virginidad.

Este fue el primer día en el que se cumplió el presagio de la señora Zoila: cuando algo malo está por venir, de la nada aparecen moscas negras, de esas pequeñas que se amontonan en la fruta que se pasó de madura, de las que se posan en los rincones, se pegan a la puerta de la entrada de la casa, aparecen debajo de las sillas y en el baño. Son una plaga inmunda que, por lo general, llegan acompañadas de un aguacero torrencial con truenos y rayos, a veces inclusive se va la luz.

Doña Zoila, una vecina de la cuadra del barrio, pasaba horas echándoles cuentos que involucraban supersticiones, le creían poco aunque parecía muy convencida. Era común ver a la mamá de Camila tejiendo sombreros. Todos la miraban asustados y ella les hacía cara de que no le creyeran, pero solo cuando empezó a crecer, se fueron cumpliendo poco a poco cada una de sus palabras. Camila se dio cuenta de que su mamá no quería que tuviera miedo, pero nada pudo impedir que creciera y se enfrentara a la realidad.

Pasaron veintidós años, en este tiempo Camila logró con mucho esfuerzo terminar la primaria y el bachillerato, trabajó como cajera en un supermercado, vendió comidas rápidas en un carrito en la esquina de su casa, se enamoró perdidamente ocho veces y siempre creía que era el amor de su vida. José Miguel Sarmiento fue el último novio, le llevaba veinte años, por lo general sus parejas eran mayores, tal vez buscando esa figura paterna que nunca tuvo. Con él se fue a vivir y tuvieron dos hijos. Ahora sus hijos tienen siete y cuatro años. No es feliz, no cree que haya cumplido sus sueños, y lo peor es que está segura de que ya nunca los podrá realizar.

Sigue viviendo con el papá de sus hijos, su relación es tranquila, su esposo es como un fantasma, de hecho sus hijos también, constantemente piensa que su vida sería igual si no existieran. Constantemente se siente incompleta, su salud física y mental no son buenas, ha ingresado a la clínica por dolores que no tienen explicación, ansiedad, delirio de persecución, depresión y angustia. Sin embargo, el día en que cambió su vida no fue como siempre.

No pasó buena noche, tuvo pesadillas y sudó muchísimo al punto de sentir que se había dado una ducha, los dolores de estómago eran insoportables y la hacían despertarse con sobresaltos. Al siguiente día tenía dolor de cabeza intenso y sentía como si un tractor le hubiera pasado por encima. No quería levantarse y le rogó a su esposo que le ayudara con los niños ese día para poderse quedar un rato más en la cama. Era jueves y debía ir a trabajar. Estaba vendiendo ropa en un almacén popular cerca a su barrio, pero no quería ir por eso llamó a disculparse y más bien salió para el hospital.

Camila insistió en que la atendiera el doctor Valderrama, un internista que le ayudaba formulándole calmantes y le daba varias muestras de las que le regalaban los visitadores médicos, de este modo, con poco dinero podía soportar el dolor de cuerpo y alma, así como las enfermedades fantasmas. Se había aprendido bien los síntomas y los había hecho suyos. Ese día además de sus dolencias, tuvo que lidiar con la noticia del fallecimiento del doctor Valderrama. Estaba furiosa, sin embargo, se sentía tan mal que accedió a que la atendiera la doctora Laura Acosta, médico de universidad pública, joven, bonita, sin hijos.

En la consulta la doctora se portó muy bien, era amable, parecía entender todo lo que le estaba pasando, inclusive le dijo que se sentía identificada con ella pues en algún momento de su vida tuvo síntomas que ningún médico lograba desentrañar, y que finalmente resultaron deberse a una rara enfermedad autoinmune. Laura se mostraba dispuesta a ayudarle para que se sintiera mejor y hacer todos los exámenes posibles para detectar una enfermedad similar a la que ella tuvo.

El tiempo entre citas se empezó a acortar, al culminar el año Camila estaba pidiendo una a la semana, aveces solo para hablar con su doctora a quien no parecía importarle, más bien, creía que le agradaba atenderla. Entre estos encuentros encontraron algunos aspectos que tenía en común aunque en diferentes condiciones, puesto que eran de mundos distintos. Habían leído y amaban algunos libros, hablaron de cine y preferían la carne poco cocida. Este tipo de cosas eran las que llamaban la atención de Laura, era lo que le atraía de Camila, con poco dinero y recursos parecía haber logrado cosas maravillosas. Por ejemplo, nunca había salido del país, sin embargo, podía tener conversaciones de lugares del mundo que parecía conocer, pero que solo lo hacía por medio de los libros en un ejercicio autodidacta.

Las citas no se prolongaban más de veinte minutos, sin embargo, Camila lograba aprovechar bien el tiempo. Mientras tanto Laura tenía la hipótesis de que lo de Camila no era una enfermedad física, que más bien todo era un problema mental, miedos y dolor acumulados durante la infancia, por lo que iba a remitirla a psiquiatría.

Este era el día, en esa cita la remitiría al psiquiatra. Fue un encuentro corto pero agradable, le regaló algunos medicamentos y un libro con técnicas de dibujo para que perfeccionara uno de sus artes. Al entregarle la orden de remisión y decirle que pensaba que ya no tenía nada que hacer con su caso pues no había algo en lo que pudiera trabajar, era evidente su cara de insatisfacción y rabia. Su estado de ánimo se veía representado físicamente en vértigo y a nivel emocional en mucha angustia y excitación. Salió de la oficina, estaba aterrada porque no sabía que era lo que le pasaba, pero sacó valor para regresar. Pensó que la iba a invitar a tomar un café y salir del consultorio en donde estaba un poco cohibida de contarle lo que inexplicablemente estaba sintiendo.

Cuando regresó, la doctora estaba en una reunión, sin embargo, Camila insistió en que debía interrumpirla para atenderla. Le causó curiosidad la razón por la que podría requerirla fuera de consulta pero accedió a recibirla. Laura se negó a salir, no iba a tomar ese café, sin embargo, estaba atenta a lo que le tenía que decir, pero nunca imaginó que sus palabras fueran que se había enamorado de ella, quería que estuvieran juntas, empezando de cero una vida lejos de sus parejas y familia. Terminando esto cerró la puerta, la empujó contra el escritorio, fuerte le subió la falda y le acarició con fuerza el cuello. La besó desenfrenadamente y Laura le correspondió. Entre besos y gemidos traqueaba el escritorio mientras la tocaba. Todo el tiempo le repetía que la deseaba como nunca a nadie, le respiraba en el oído y le pedía que le dijera que la amaba como ella lo hacía. La asistente administrativa intentó abrir la puerta pero tenía seguro, por lo que la forcejeó, interrumpiendo abruptamente aquel apasionado momento. Laura se limpió la boca con la manga de la bata porque Camila le había dejado la marca de su labial color naranja. Recibió los papeles que tenía que firmar con el pulso alterado, estaba confundida, no sabía lo que estaba sintiendo, lo único que pudo hacer con la voluntad que le quedaba era sacarla del consultorio. Con un aumento considerable de la voz le pidió que se fuera y que no volviera nunca más, rechazaría las consultas que pidiera con ella. Así fue, en adelante no la atendió más, bloqueó el número de su celular y hasta intentó denunciarla, porque no paraba de enviarle mensajes de texto y buscarla por las redes sociales declarándole su amor, sin embargo, la policía no recibía la denuncia porque en ningún momento estaba agrediéndola o amenazándola, por lo cual no se consideraba acoso.

Ya habían pasado dos años y Camila seguía contactando a Laura, la buscaba y perseguía donde fuera. Era común encontrársela en lugares públicos, alejada pero haciendo presencia, fastidiándola, logrando incomodarla. Camila había tenido a lo largo de su vida algunos ingresos a instituciones para atender sus desordenes mentales, en estos dos años, al menos cuatro veces, teniendo que permanecer como mínimo un mes. Durante este tiempo Laura lograba estar tranquila porque Camila no tenía acceso a teléfono o internet para contactarla, sin embargo, cuando salía la llamaba o escribía de diferentes correos, celulares y con distintos perfiles en las redes sociales. Laura tenía guardado todo como evidencia para una posible denuncia, sin embargo, Camila fue muy cuidadosa y nunca escribió algo negativo o comprometedor.

Camila nunca había sentido esto por nadie, mucho menos por una mujer. Se culpaba, lamentaba el rechazo de Laura y esto la hacía inmensamente triste, pero también muy enamorada y este sentimiento era más fuerte que todos sus miedos. Mientras la doctora hacía todo por rechazarla, Camila sentía que Laura estaba en negación porque con ella podía empezar una linda relación, por lo menos era lo que había sentido aquel día en su oficina, amor y loca pasión, según su concepto los únicos ingredientes necesarios para iniciar una relación dejando todo atrás.

Tenía que tomar medidas más drásticas para captar la atención de Laura y que aceptara lo que sentía, dejando fluir sus más íntimos deseos. Así fue como resolvió pintar un grafiti en la pared del hospital con sus nombres y apellidos enmarcados en un corazón. La estrategia funcionó, Laura la llamó de inmediato y aceptó que se vieran. Le pidió que no hiciera este tipo de cosas y que iban a verse para hablar. Debía ser en un lugar apartado del hospital y de las casas de cada una de ellas, Laura le permitió a Camila que eligiera el lugar y que le diera la dirección, el día y la hora en la que iban a encontrarse.

Estaba hecho, motel Palmas en el centro de la ciudad, a las nueve y treinta de la mañana del jueves diecinueve de enero. Allí se encontraron, Laura llevó una botella de vino que se tomaron con otra de menor calidad que adquirieron en el sitio. Ya algo ebrias, conversaron sentadas en la cama por varias horas como siempre lo habían hecho, hablaron de distintos temas, pidieron para almorzar un jugoso churrasco y se dedicaron tiempo de calidad una a la otra, haciendo el compromiso de apagar los celulares.

Ya se acercaba el fin de la tarde cuando por fin Camila tomó de la mano a Laura, le tocó la cara suavemente y le dijo que la amaba y la deseaba, sin importar que pasara el tiempo sus ansias de tenerla cerca se mantenían intactas. Laura en voz baja y dulce le dijo que ya que tocaba el tema ella también la había estado pensando, la estimaba, pero debía recordar que estaba casada, enamorada de su esposo y no le gustaban las mujeres. Esta era la última vez que se verían y tendrían que romper el vínculo, ya que nunca podría corresponder sus sentimientos.

Camila no enloqueció, ninguna lágrima brotó de sus ojos, permaneció seria y totalmente muda. Se metió en el baño y no volvió a salir. Laura la dejó por unos minutos, luego empezó a tocar la puerta y a hablarle en tono bajo, intentó entrar y finalmente la llamó con insistencia, fuerte por su nombre. Caía un torrencial aguacero, los relámpagos iluminaban toda la habitación. Como no había respuesta, tomó un cuchillo y abrió la puerta, se encontró con Camila colgada con el cable de la ducha. El silencio sepulcral se apoderó de la habitación, Laura no podía hacer más que tomarse la cara con las dos manos, su llanto era ahogado y se opacaba por la respiración agitada que le ocasionó un fuerte dolor en el pecho.

Miles de pensamientos pasaron por su cabeza, nadie creería su versión, ella no solía frecuentar este tipo de lugares ni personas. En este momento recordó el corazón que todavía estaba pintado afuera del hospital, alguien podría relacionarla con esa muerte, de esta forma su carrera, matrimonio y familia quedarían arruinadas para siempre. Tenían la forma de vincularla con Camila, seguro que llegarían a ella, así que tomó la decisión de bajarla del techo, desató el cable de su cuello, la puso con dificultad sobre la cama, pensó cómo sacarla o en donde dejarla pero no podía pensar con claridad. Intentó meterla en la hielera del piso pero se encontró con uno de los empleados que le preguntó si necesitaba algo, que la nevera estaba fuera de servicio pero que si quería hielo él lo conseguiría. Aunque cuando se registró no dio su verdadero nombre y tenía gafas oscuras, ya había alguien que la había visto merodeando por ahí así que este no era el mejor lugar para dejarla.

Regresando a la habitación se encontró con el carro de la mujer del aseo y logró sacar unas bolsas negras grandes para la basura. Ya adentro volvió a tomar el pulso de Camila con la esperanza de que estuviera con vida pero comprobó que no tenía signos vitales y además sus ojos y labios eran de un color azul negruzco que confirmaban que estaba muerta. Una bandada de moscas salió de la ducha, se le paraban en la cabeza, no dejaban de fastidiarla.

Rompió las bolsas para que quedaran como una sabana e intentó enrollarla, pensó en tirarla por la ventana para que pareciera que había tenido un accidente, pero volvía a pensar que no podía darse el lujo de que la relacionaran con su muerte, teniendo los moviles perfectos para haberlo hecho. Así que tomó la decisión de descuartizarla. No era cirujana pero había tenido formación como para conocer la mejor forma de partir en pedazos un cuerpo. En este momento las moscas se habían multiplicado, abrió las pequeñas ventanas detrás de la cama y con una almohada intentaba que salieran, pero parecían estar muy cómodas y no dejaban de revolotear en toda la habitación.

Forró la cama con algunos plásticos y utilizó el cuchillo que les había servido para partir la carne. Cortó, rajó, desgarró. Empezó por la cabeza, luego siguió con los brazos y terminó con las piernas, asegurandose de cortar por las articulaciones para no tener que partir el hueso, no podía hacer ruido ni tampoco tenía las herramientas suficientes. Sudaba profusamente, sus dedos estaban ampollados y pasó toda la noche partiendo en pedazos a la mujer que se había enamorado de ella.

Envolvió las partes en el cubrecama, les hizo un nudo con la cuerda de las cortinas y las metió debajo de la cama. La lluvia no dejaba de caer y las moscas de fastidiar. Prendió su celular y encontró treinta y dos llamadas perdidas de su esposo. Lo llamó, le dijo que se había quedado sin batería y atrapada fuera de la ciudad en medio de la tormenta mientras dictaba una conferencia en la universidad en la que era docente. Su esposo no estaba convencido, pero ella le aseguró que dormiría en la casa de su hermana y volvería al día siguiente.

Esperó a que amaneciera, abrió la puerta y se asomó al pasillo de las habitaciones. Cuando había ya salido casi completamente se encontró con la señora que arreglaba las habitaciones. Se presentó y la llamó doctora Laura, le preguntó por Camila y le dijo que era Marcela, su madre. Tenía unos descuentos por ser empleada del lugar, su hija le había contado mucho acerca de su amiga Laura, así que le consiguió una reserva para una velada de chicas. No era mucho para la mayoría, pero para ellas era una cómoda guarida, la oportunidad de disfrutar de un lugar tranquilo, una cama limpia y agua caliente.

Una sonrisa nerviosa se pintaba en su cara mientras cerraba la puerta y le decía que estaba bañándose y ya salía. No sabía qué iba a hacer, así que pidió disculpas y entró de nuevo en la habitación. No tenía salida, tenían todo para culparla, además de parecer que la había matado, la descuartizó. En qué momento se le había ocurrido aceptar esa invitación y más por qué no había utilizado la cicuta que había llevado por si Camila se ponía pesada. Tenía planeado darle el veneno antes de despedirse para que hiciera efecto cuando ya no estuvieran juntas, tal vez en la calle, sola, sin que nadie las conectara. De todas formas tenía claro que no iba a dejar que estropeara su vida, pero no se explicaba en qué momento decidió partir en pedazos su cuerpo. Había cometido muchos errores por salirse de su plan, esta era la primera vez que le pasaba, pues se caracterizaba por ser fría y calculadora. Su secreto es que no era la primera vez que un paciente se enamoraba de ella y que accedía a tener una aventura, muchos le decían que despertaba bajas pasiones, la diferencia era que en otras oportunidades los había logrado eliminar sin remordimientos ni evidencia.

Se acostó después de pegarse en la cabeza contra la pared como para hacer que las ideas brotaran de su mente, lloraba desesperadamente y se revolcaba repitiendo lo estúpida que había sido. En ese momento la mamá de Camila tocó a la puerta anunciando el servicio de aseo de la habitación. Como estaba con seguro, llamó a Laura por su nombre y trató de abrir con fuerza la chapa. Laura no fue capaz de contestar y sintió que no tenía salida. Quedaba un cuarto de vino en una de las botellas, vació el veneno que pensaba utilizar con Camila y se lo bebió. Se metió debajo de la cama junto al cuerpo descuartizado de Camila en donde miles de moscas negras se posaron sobre ella provocándole el más profundo asco y fastidio. Empezó a gritar y un ataque de pánico se juntó con el veneno que estaba empezando a hacer efecto, su corazón dejó de latir y quedó muerta justo cuando la policía violentó la puerta logrando entrar a la habitación llena de moscas negras.

lunes, 26 de noviembre de 2018

La Comarca y sus duendes protectores

María Elena Delgado Portalanza


En un lejano pueblo de la serranía andina, llamado La Comarca, vivía Marina, una fornida costurera de unos cuarenta y cinco años que se había quedado sola porque su único hijo, una vez que se recibió de ingeniero, decidió vivir en el extranjero.  Sus acompañantes eran: una gata que se llamaba Gertrudis, un perro que respondía al nombre de Sargento y el loro Matías que todo el día imitaba el canto y la risa de Marina, los ladridos de Sargento y el ronroneo de Gertrudis.

La gente del pueblo apreciaba a Marina y nunca le faltaba trabajo porque era muy dedicada y solía entregar sus encargos bien confeccionados y a tiempo. Mientras cosía ella cantaba feliz «A rorró mi niño» y Matías también tarareaba la misma canción. Algunas veces ella salía a hacer compras y las vecinas, ¡Qué raro!, escuchaban sus cantos, ¡pero no era ella!, era Matías que cantaba igual a su dueña.  Sargento redoblaba la guardia y Gertrudis con su larga cola se acostaba en el borde de la ventana, cual gran esfinge egipcia. Todos ellos esperando a su ama.

Las tres mascotas se llevaban bien y recibían mucho amor de Marina. Gertrudis jugaba con Sargento, su compañero de juegos desde que eran cachorros. Matías, un loro atrevido, se divertía halándoles los bigotes a los dos y los llamaba por su nombre como lo hacía Marina.

Se diría que todos vivían felices en aquella casita blanca rodeada de jardines al frente de una montaña llamada Cerro Hermoso. Al otro lado de la montaña, donde brillaba cual espejo una magnífica laguna de color esmeralda, se aspiraba un fresco olor a pinos y crecían siervos, patos y gallaretas.

Como contrastando al silencioso y bello lugar, se había escuchado voces atemorizadas en el pueblo de que existían algunos duendecillos, quienes serían  los guardianes de esas cordilleras y que las personas no podían ir más allá del sendero que asciende a la montaña porque ellos se lo impedirían de cualquier forma.

A Marina nunca le habían preocupado esos comentarios porque ella era muy bondadosa y pensaba que si los duendes estaban en ese lugar, era porque su deber sería cuidar la montaña.

Dada la belleza del  paisaje, con el pasar de los años comenzó un peregrinar de gente y se empezaron a construir hostales y cabañas para recibir turistas. Talaron algunos árboles para dar paso a las carreteras, ya se escuchaban las motosierras, los tractores, los taladros. Mucho ruido y todo un movimiento inusual en el pacífico recinto.

La quietud de esos parajes  se vio convulsionada en un ir y venir de  gente; se decía que era el progreso pero entonces  empezaron a suceder  fenómenos no vistos antes. Un bote que llevaba turistas por la laguna se viró, dándoles un buen susto a los ocupantes que se salvaron de morir ahogados por la acción rápida de los aldeanos. Al día siguiente un carro que conducía viajeros estuvo a punto de caer al abismo, por último el puente que conecta el sendero de la montaña con el pueblo se derrumbó. Muchas leyendas se tejieron y todos decían que la montaña estaba embrujada, a excepción de David Thompson, un empresario canadiense que se burló de esos comentarios manifestando que eran solo supercherías y que no se movería de ese lugar, en el cual estaba organizando un complejo con cabañas, canchas deportivas, una gran piscina temperada y algunos caballos para que los turistas recorran los prados.

El empresario tenía inversiones inmobiliarias turísticas en varios lugares del mundo, sin embargo, estos parajes andinos produjeron una fascinación especial en él, su esposa y su hijo Roberth.

Al pequeño Roberth, le llamaban en el pueblo el Gringuito, cuando conoció Cerro Hermoso le gustó tanto que le dijo a sus padres que debían quedarse para siempre a vivir ahí. Su madre se mostró complaciente con su hijo, aunque se inquietó un poco cuando el niño le conversó de voces amigas que le hablaban desde esa montaña de cuatrocientos cincuenta metros. Luego lo olvidó pensando que eran fantasías propias de la edad.

Un soleado día, el Gringuito jugaba en los jardines persiguiendo mariposas de llamativos colores que revoloteaban entre orquídeas y bromelias silvestres que crecían alrededor del Cerro Hermoso, el niño corría, se reía y… ¡Luego ya no lo vieron más!… ¡Desapareció como por arte de magia!  Su padre aterrado organizó un gran operativo de búsqueda y recorrieron cada rincón de la montaña sin hallar rastros del niño. Pasaron dos angustiosos días sin saber nada del pequeño Roberth cuando al tercer día apareció al otro lado de la montaña cerca de la laguna, caminando muy tranquilo y contando una serie de historias inverosímiles; de hombres de su tamaño vestidos en forma rara, de naves voladoras con muchas lucecitas, pero gente muy buena que lo cuidó y lo alimentó. Se veía muy tranquilo y contaba emocionado que lo llevaron a lugares de increíble belleza. El niño fue trasladado inmediatamente a la ciudad para hacerle una serie de exámenes médicos, no encontrando ninguna anomalía. Aunque sus padres notaban ciertos cambios en su comportamiento y lenguaje, impropios de su edad.  Por ejemplo, se mostraba preocupado por el calentamiento global y la agresiva contaminación del ser humano al medio ambiente.

El señor Thompson después de esta experiencia ya no quiso saber nada de ese lugar y puso en venta su propiedad.

Algunas personas muy atemorizadas se trasladaron a vivir a otros pueblos vecinos y los turistas no llegaron más. La Comarca, a fuerza de contar tantas historias se convirtió en un pueblo olvidado y temido.

Marina y sus ocupantes siguieron viviendo felices. De lejos se escuchaba el «A rorró mi niño» en su casita con vista a la montaña y observando volar a lo lejos en las cumbres más altas al gran cóndor  de los Andes, que se rumoraba sería  el verdadero guardián del lugar y muy amigo de los duendes de La Comarca.

La constelación perdida


Camila Vera


Cada día es igual, me toca despertar muy temprano, desayunar yogurt con fruta, ver que mis hermanos gemelos de siete años no se peleen en la cocina mientras mamá trata de coordinar la vida de ama de casa con la de mujer emprendedora. Mi padre es médico y sus interminables guardias nocturnas lo dejan en un estado de zombi, apenas nota nuestra presencia alrededor de él, no me quejo por ello, salva vidas pero la de nosotros le es un poco indiferente, a no ser que estemos muriendo o finjamos estarlo.

Me gustaba tomar el autobús hasta la escuela, pero desde que empecé a subir de peso considera mi madre que caminar es una mejor opción, por lo tanto salgo antes que mi familia para recorrer sola unos interminables kilómetros hasta la secundaria, donde la gente llega con todo el glamour que pueden imaginar y yo con gotas de sudor sobre mi labio, un imán para chicos, sin duda alguna.

Me llamo Stefania, he vivido aquí toda mi vida y estudiado en el mismo lugar también, me considero una «rata de biblioteca» porque encuentro en los libros aquello que la realidad no puede darme, he explorado todo género, desde comedias románticas cliché, mitología, suspenso y algo de astronomía, las estrellas te pueden entregar un místico universo tan indescriptible como en el que caminamos. A veces me gusta pensar mucho en el cielo y sus constelaciones. Hasta que encontré un libro completamente único en su especie.

Daba mi paseo habitual por las bellas estanterías de libros con las que cuenta mi secundaria, hasta ingresar a la sección de oscuridad. Esta parte de la biblioteca fue abierta por una huelga creada por los metaleros y góticos de la escuela que sentían que violentaban sus creencias al tener muchos libros de espiritualidad y nada de sus cosas extrañas. Después de firmas que considero fueron falsas se les otorgó una repisa, donde solo hay cinco libros, nadie se acerca a ese lado de la biblioteca, pero ahí me encontraba. Este día había seis ejemplares, así que tomé al intruso; era un libro pequeño, algo rasgado y con marcas de mucho uso. Sin un título en la portada.  

Abrí el libro, solo tenía unos dibujos y unas frases que citaré:

«Yo… estoy perdido, esta es mi forma de pedir ayuda, no estoy seguro de si funcionará, pero perdí mi norte, mi todo. Solo ya me cansé, el día se acerca. Firma: Adriano».

La bibliotecaria me estaba observando desde muy lejos, no es común que alguien se quede más de unos segundos frente a los libros oscuros, así que lo llevé conmigo a las mesas de lectura, releí unas veces más la carta de auxilio del desconocido y decidí contestar, sonará a una tontería, pero algo me ha enseñado mi papá, cuando uno pide ayuda, tú se la das.

«Yo… no estoy segura de cómo ayudarte, pero sé que no estás solo, nunca lo estamos. Ahora me tienes a mí. Te encontré. Firma: La Osa Mayor».

Esperé que el timbre del almuerzo anuncie la siguiente hora de clase y dejé el pequeño libro en su lugar; me fui algo convencida de que no tendría respuesta pero al mismo tiempo impaciente por regresar. ¿Qué podría pasar?

Esa tarde caminé pensando en el libro, el tiempo que lleva en la biblioteca, cómo nadie lo ha notado antes, quizás es una broma para algún proyecto, necesitaba saber más. Quería que el tiempo pase deprisa para poder llegar a la secundaria y correr a la biblioteca. Pensé mucho en él, en la persona perdida, en un plan para encontrarla. Imagino que es alto, quizás un mechón de su cabeza tapa uno de sus ojos, delgado y con una sonrisa nerviosa, usa pulseras de alguna banda de rock pesado, creo que está en último curso o hasta podría estar más cerca, en un remoto caso le gustaría, me pediría una cita y hablaríamos de las estrellas, de su belleza y de su inmensidad, nadar en constelaciones hasta que el norte nos regrese a la vida y la magia quede escondida entre las páginas de un diario que pide auxilio y encuentra una mano. Necesito ir ya a la estantería de la oscuridad.

Todo iba tan lento, hasta que los veinte minutos de caminata que me separan de la secundaria se consumieron, quedando frente a frente a la puerta de la biblioteca, la cual aún cerrada sentía que me llamaba.

─Buenos días, Stef. Parece que has madrugado para abrir la biblioteca. ─Ella es Stella, la chica que cuida el reino de los libros, es muy joven y la hija del director, trabaja aquí hace tres años, es una gran lectora a pesar de su pinta de fashionista, no habla mucho, solo existe.

─Pasaba a saludar y ver qué hay de nuevo.

─Sabes que vas a encontrar lo mismo que ayer y antes de ayer.

─Espero hoy sorprenderme.

─Está bien, abrimos en una hora, pero debo limpiar las estanterías, si gustas pasar…

Era muy tarde, ya había entrado. No podía ser tan ansiosa y acercarme inmediatamente a mi destino, así que realicé mi paseo normal por cada rincón, esperando que Stella no perciba más comportamientos inusuales en mí. Desde lejos pude ver el libro, no estaba de la misma forma que el día anterior, ¡eureka!, Adriano estuvo aquí.

«Yo no esperaba tener una respuesta, seguí el consejo de una vieja amiga al dejar el libro en esta estantería, sin pensar que alguien podría tener interés en abrirlo. Bienvenida a mi galaxia, no te ofrezco galletas ni leche, pero sí una buena historia y aún mejor, un épico final fichado en el calendario. Ponte cómoda, Osa Mayor, esta es la historia de la constelación perdida. Firma: Adriano»

Me quedé sin palabras, estuvo aquí, pero no sé a qué hora, ni cómo lo hizo, simplemente me atraía su galaxia de una forma indescriptible, la idea de conocer más de él hacía que sonría. Sé que soy una adolescente común de quince años amante a los príncipes de cuento, es irreal encontrar a uno que te invite a su mundo, solo a unas páginas de distancia, se volvió mi pequeño secreto, algo completamente mío, Adriano. Empecé este mes de octubre con las expectativas más bajas, ya es el décimo día y siento un brillo diferente, ya no sé quién es el norte, si él o yo.

«Yo no te conozco, pero quiero hacerlo. Cinturones abrochados, cuenta regresiva y despegue. Llévame a tu galaxia. Firma: Osa Mayor».

Pensé mucho en las constelaciones perdidas durante el resto del día, son aquellas que con el tiempo se ven difusas y simplemente dejan de contar, sus límites se pierden. Traté de interpretar su mundo, quizás es un chico incomprendido, pero tengo que ser sincera, en la secundaria todos somos personas a las que no logran comprender; he tratado de que mis padres entiendan mi amor por la lectura y la astronomía por tantos años pero ahora, siento que la brecha crece cada vez más. Mi madre creó una empresa de venta de flores con mi tía, ahora compran y venden a muchos locales importantes, visita empresarios y también proveedores, dejándome con los revoltosos de los gemelos. Mis hermanos son un milagro de la ciencia, mi madre se había hecho la ligadura de trompas después que nací, pero mágicamente llegaron los dos frijolitos a la familia, Alessandro y Dante, hacen mi vida un dolor de cabeza, pero sin ellos no tendría nada que hacer después de clases.
En ese momento sentí un codazo de Ethan. Él es mi mejor amigo desde los cinco años y se preocupa mucho por mis calificaciones, quizás más que yo.  

─Señorita Bozo, su tarea. ─El maestro de Álgebra estaba justo frente a mí, no sé cuánto tiempo lleva diciendo mi nombre, se ve muy molesto.

─Ehhhhh… justo pensaba en eso, la dejé en la biblioteca, puedo traerle un certificado de la bibliotecaria como prueba, está en la mesa… en la parte de lecturas. Si me autoriza voy por ella en este momento. ─De seguro esto sería otro reporte más a mi historial, simplemente no le agrado a él como no me agrada a mí.

─Tiene cinco minutos para regresar.

No esperé un momento más, vi a Ethan como pidiéndole ayuda y salí con un bolígrafo en mi mano rumbo a mi lugar favorito, pero no por mi tarea incompleta específicamente. Stella estaba en el mostrador, la saludé con la mano y corrí al estante oscuro. El libro seguía ahí, todo fue como un impulso.

«Yo he amado toda mi vida muchas cosas que los prejuicios repudian, cegándonos y haciendo que viremos la cara; una de esas pasiones son las estrellas. Sé bien quién eres Osa Mayor, nos hemos topado en este mismo lugar, en el mismo pasillo, visto a los ojos, pero no observas; no te juzgo, todos lo hacen porque es la salida fácil. Pero tuve una constelación en algún lugar del gran cosmos que comprendía cada movimiento, pero se perdió. Yo aún tengo claro el recuerdo y busco interminablemente su perfil en el inmenso cielo. Me han obligado a olvidar igual como lo hicieron los demás, pensando que sería sencillo, me confinaron entre las rejas de sus creencias. Me siento perdido, pero no será por mucho tiempo, el día se acerca. Involucrarte en esto es innecesario, el final está fichado, marcado y esperado. Solo te dejaré una lección pautada entre estas páginas de un diario donde escondí mi pena, las respuestas que buscas están en las mismas estrellas. Firma: Adriano».

No sabía si era el enojo que me causó el maestro al interrumpir mis pensamientos, o lo evasivo que era Adriano en su nuevo escrito, aún peor el hecho de que lo tuve en frente, puede ser porque tiene ya un amor al que no olvida; simplemente la rabia se iba apoderando de mi cuerpo adolescente que controla muy poco sus emociones como para pensar cuerdamente, solo dejé que las palabras se apoderaran de mí.

«Yo no sé entonces por qué dejas un libro para que lo encuentre, si tan enamorado estás de ella por qué no vas y la buscas, dejando de causar pena por los rincones. No sabes quién soy, ni me conoces bien. Problemas tenemos todos, el tuyo no significa que sea más o menos que el mío, quería ser tu amiga, conocerte más, pero me queda claro que no quieres a nadie más que esa noviecita tuya perdida, para qué me das esto entonces, busca alguien que le importe. Bueno, las estrellas dicen mucho y callan otras tantas cosas, por mi lado prefieren no decir más. La próxima vez que me veas mejor baja la mirada porque yo no puedo andar esperando hasta que se te ocurra que es el momento indicado, es todo lo que debo decir. Adriano, te deseo lo que quieras y espero que sí hagas algo grande para que recuerden a tu noviecita que de seguro ya te olvidó, porque en el mar hay más peces, déjate de ridiculeces y regresa al hoyo donde de seguro te estás escondiendo en este mismo momento, que para dramas ya tengo bastante con mi propia vida. Osa Mayor, cambio y fuera».

Cerré el libro y lo puse en su lugar, Stella me hizo un certificado indicando que mi cuaderno desapareció para que me permitan ingresar a clase, de todas formas al profesor no le interesó en lo más mínimo la nota así que la guardé en mi maleta mientras caminaba lejos de Ethan para que no me haga preguntas estúpidas por mi cambio de humor. Solo quería recorrer los tontos kilómetros que me obligan por mi peso, como si tuviera algo de malo mi cuerpo, llegar a mi casa, ignorar a los gemelos y si fuera posible hibernar hasta la próxima temporada con mi grasa, pero sobre todo no volver a saber más de Adriano y sus dramas.

Los días pasaron, mi mal genio se modificó, mis hermanos tuvieron su primer diez del parcial, mi padre pidió vacaciones unos días así que viajamos a acampar frente a un rio lo que fue algo sumamente relajante para mí. Algebra sigue siendo un dolor de cabeza, pero no tanto como Ethan y sus aires de conquista con una niña idiota del salón que no le presta atención, le romperá el corazón. Terminé mi libro de constelaciones y ahora leo una trilogía sobre ángeles que me aburre mucho pero está de moda. Octubre sigue siendo un mes interminable.

Mentiría si digo que la curiosidad por Adriano acabó tan brutalmente como mi explosión de mal genio en su pequeño libro, después de ese viaje pensé mucho en el pobre chico perdido que añoraba ayuda, de cuántas veces lo vi, hasta si se encontraba en ese momento mirándome destrozar con mis palabras su libro. Pasé por la biblioteca posteriormente pero no había rastro de notas. Deje un post-it en el mismo lugar pidiendo disculpas y una respuesta, pero fue inútil. Por lo tanto empezó mi investigación.

─Stella, ¿tienes tiempo para mí, un ratito?

─Dime, querida, ¿algún problema con tu ejemplar?

─No es eso, quería saber si has visto a un chico rondando por la estantería de la oscuridad últimamente, ya sabes, curioseando.

─Sabes que no me percato de eso, he tenido muchas cosas que pensar y hacer estos días, no he notado nada. No olvides firmar el registro de asistencia, has venido tan seguido que no he contabilizado tus entradas y salidas.

─No te preocupes, dame el registro y yo anoto los días que he venido, los recuerdo muy bien.

─Pero date prisa, sabes que no puedes manipular esos registros.

─No me demoro nadita.

El registro es un libro que esta fichado por días y que solo puede ver Stella para el inventario de asistencia en una reunión que se realiza mensualmente; rápidamente pasé mi mirada por los nombres en busca de Adriano, no mucha gente se llama así. Revisé todo el mes de octubre que estaba vigente, pero no había nadie, ese fue el momento en que empecé a creer que era un seudónimo, así que solo tenía su letra como guía; rebusqué un par de veces antes de que Stella regrese, pero ninguno de esos jeroglíficos era similar a la letra del libro. No me quería dar por vencida así que revisé otros meses pero no había mucho cambio. Respiré un segundo y devolví el registro a su lugar. ¿Quién es Adriano?
Ethan estaba más que al tanto de todo el misterio ─que debería haber mantenido en secreto, pero era imposible─, por si quedaba la duda preguntamos por ese nombre un par de veces en otros cursos, pero todos nos veían extraño y no prestaban atención a nuestra duda, solo nos quedaba ver la historia por otro ángulo.

─¿Qué más decía? ─preguntó Ethan.

─Que no quería que lo obliguen a olvidar, algo de una fecha fichada pero nunca dijo cuándo y también que está enamorado de alguien perdido, no lo sé, eran muchas cosas y estaba molesta.

─Eso no me dice mucho, recuerda más cosas, me estoy cansando de ir en círculos, han pasado ya dos semanas desde que encontraste ese libro; no quiero que esto te siga atormentando.

─Bueno, me hablaba de las estrellas, que las respuestas están ahí, de una constelación.

─Pero yo veo clara la respuesta, tú sabes de esas cosas raras, porque no buscas una constelación con el nombre de Adriano.

─No seas tonto, no hay una con ese nombre, pero no es una mala idea.

Ese día llegué aún más rápido de lo que pensé a mi casa, las constelaciones tienen nombres según a lo que se parecen, así que empecé la investigación con el significado del nombre, lo cual no me llevó a muchas respuestas. Hay muchos papas y reyes que han tenido ese nombre, así como un mar. Hasta que di con el emperador Adriano, y las cosas quedaron un poco más claras para mí, si no conoces su historia aquí va un pequeño resumen.

Adriano fue un emperador muy justo, realizó grandes reformas y trabajó por cierta protección legal a los esclavos, pero esa no es la parte interesante de este relato; sino el amor prohibido de este emperador con Antínoo, un joven griego que fue su mano derecha por varios años y murió accidentalmente ahogado en el río Nilo, desde ese momento Adriano buscó la forma de que no lo olviden y él tampoco hacerlo, creando así hasta una constelación en su honor. Unos años después se determinó que era parte de  Aquila ─que es un águila─ y fue descartada, llegando a llamarse la constelación perdida. Encajando gran parte de lo que el chico misterioso puso en su escrito, solo me quedaba intuir la fecha. Antínoo murió el treinta de octubre, quisiera equivocarme pero lo más probable es que ese sea el día, espero que haga solo una estatua, ¿cómo rememorar a alguien?

Ahora buscamos a un adolescente incomprendido que me conoce bastante bien para saber que sería la única que entendería lo de Adriano, pero que al mismo tiempo traté mal. Regresé a la biblioteca y dejé otro mensaje para él en el mismo lugar, escribí: «Descubrí lo que me querías decir, hablemos un poco. Estaré a la última hora de clase aquí. Te espero. Firma: Osa Mayor», pero nunca apareció, nadie había siquiera tocado la nota, ahora si me encontraba dando vueltas en círculos, quedan dos días para el treinta.

─¿No hay rastro del enigma? ─dijo Ethan sacando papeles de mi mochila.

─Sigo preguntándome qué hacer, no conozco a tanta gente para saber sus preferencias sexuales y mucho menos sé de chismes sobre personas que perdieron parejas, simplemente ignoro cómo encontrar la respuesta.

─¿Por qué acumulas tanta basura en esta mochila?, esperas que mágicamente se limpie sola, sin mí vivirías entre papeles.

─No he revisado eso desde que entré al instituto este año, ¿qué tantas cosas puedo tener ahí dentro?

─Fundas vacías de dulces, papeles, más papeles, algo más de basura…

─Detente ahí, conozco esa letra. Dame eso último.

─Es un certificado, de la tarea de algebra.

─Stella, es la letra de Stella, Stella es Adriano.

─Perdiste la cabeza, Stella no puede ser, ella no es estudiante y no tiene pinta de ser una lesbiana loca.

─¿Quién más tendría acceso al libro?, ¿quién conoce que me gustan las estrellas?, no tiene necesidad de estar en el libro de asistencia y es obvio que la persona que extraña no está en la secundaria. Tiene mucho sentido que sea Stella.

─Tenemos dos días para saber de Stella.

La mañana siguiente me acerqué donde la secretaria del director, casi nunca hablo con ella pero es amiga de mi mamá, fui con una mentira piadosa como si mi madre le mandara un recado que inventé al momento.

─¿Qué sabes de Stella, Mari?

─¿Por qué tanta duda, bebé?

─Es mi bibliotecaria favorita, le quiero dar un regalo, ¿me ayudas?

─Pues, es callada como ya sabes, terminó la secundaria con algunos problemas y su padre la trajo a trabajar aquí para que disfrute de la lectura, es todo lo qué sé. Quizás tú la conoces más que yo.

─¿Qué problemas tuvo?

─No estoy segura, querida, fue hace tanto. Creo que con una compañerita que perdió la vida y se puso muy triste, pero la terapia la ayudó mucho, se mudó más cerca de su padre y ahora trabaja, está bien. Es una linda chica.

─De eso tienes razón, Mari. Es mejor que ya me vaya a clase antes que me reporten.

Solo quedaba un día para saber lo que haría Stella, traté de ir a la biblioteca pero no tenía cara para verla después de como ella confió en mí y le respondí tan cruelmente, además es un niña muy linda, sonríe siempre y es amable. No creo que haga algo tan malo solo por una chica del pasado, tener prejuicios es malo y creo que la juzgo por algo que pasó hace años, ¿qué cosa tan mala puede hacer?

Llegó el treinta de octubre, he bajado un kilo y medio con las caminatas de todos los días, así que amarré mis zapatillas y bajé las escaleras, les di un beso a mi papá que recién llegaba y a mi mamá que hacía el desayuno de los gemelos, los cuales peleaban por la mermelada. Ethan estaba en la entrada listo para que empecemos un nuevo día como cualquier otro. Pasamos por la biblioteca y Stella estaba ahí con su semblante normal sellando papeles, todo marchaba bien.

Las clases prosiguieron y saqué un diez en física, eso sí fue inesperado. A lo que llegó la hora del almuerzo Ethan siguió a su conquista y yo regresé a la biblioteca, ingresé y me fui a la estantería de los libros oscuros, había un post-it y el libro negro nuevamente, estaba escrito un poema de Fernando Pessoa que dice:

«La lluvia, afuera, enfría el alma de Adriano.

El joven yace muerto.

En el lecho profundo, sobre él todo desnudo,

La oscura luz del eclipse de la muerte se vertía.

A los ojos de Adriano, su dolor era miedo».

Abrí el libro y las páginas estaban arrugadas, pero al final con la letra de Stella decía «Yo… lo intenté, quise cambiar, quisieron que cambie… pero prefiero ser yo misma, que lo que quieren de mí. Lo intenté todo, es la única salida. Firma: Stella»

Cerré el libro y lo abracé un momento, ya no estaba en la entrada y la puerta de la biblioteca estaba cerrada conmigo dentro, traté de abrirla y gritar un poco, pero en el fondo solo escuchaba unos disparos saliendo del comedor de estudiantes. Ahora ella ya no estaría destinada a la condena que los prejuicios la obligaron a cumplir, encontró la libertad tras barrotes y una única ventana que le dejaba ver las estrellas para encontrarse con su constelación perdida que desde lo alto le profesaba el amor que no pudieron consumir escondidas en el mismo edén.