miércoles, 21 de junio de 2017

Buenas noches

Julián Eduardo Cervantes Cadena


Buenos días, detective Rivera dijo el oficial de policía.

Qué tal, oficial, póngame al día, ¿qué es lo que me trae por acá? respondió el detective mientras ingresaba por la puerta de la casa de dos pisos.

La señora que trabaja en la casa, llegó a las siete de la mañana y encontró los tres cadáveres, cada uno en su cama.

¿Alguna entrada forzada?

Nada detective.

Vamos a ver los cadáveres.

El detective Rivera siguió al oficial por las escaleras, al llegar al segundo piso se encontró con un largo corredor que tenía dos puertas a cada lado y al final un ventanal que daba al patio trasero de la casa. La primera puerta de la izquierda era sin duda el cuarto de una pequeña niña, paredes color rosa, organizados estantes llenos de juguetes, y una cama para niños en la cual yacía el cuerpo inerte de una menor.

¿Qué edad tenía la chiquilla? preguntó el detective.

—Ocho años, según lo que declaró la empleada de la casa —dijo el oficial revisando sus apuntes.

No hay una sola  mancha de sangre.

Ni señales de lucha.

¿Cómo sabemos que no fue muerte natural?

Muy difícil que tres personas mueran naturalmente mientras dormían estando en la misma casa.

¿No hubo ninguna fuga de gas?

La estufa es eléctrica, al igual que el calentador de agua.

—¿Ningún auto quedó encendido?

No ninguno, además el parqueadero es al aire libre.

Los dos siguieron por el corredor, la primera puerta de la derecha era el baño, no había nada raro en él, la segunda puerta de la izquierda era otro dormitorio. Al igual que el cuarto anterior, todo estaba muy ordenado, un escritorio y una pequeña repisa con libros se ubicaban junto a la impecablemente tendida cama de plaza y media.

¿Y el dueño de esta cama? –preguntó el detective.

Es el de la hija adolescente, está en camino.

¿Dónde estaba?

En Ciudad Capital, un viaje de vacaciones.

Okey cuando llegue me avisan, quiero hacerle unas preguntas.

La segunda puerta a la derecha era el dormitorio principal, los cuerpos sin vida de los dos padres reposaban plácidamente en la cama doble.

Oficial, lléveme con la empleada de la casa, necesito hacerle unas preguntas –dijo el detective.

La señora que encontró los cadáveres, tenía unos sesenta años y estaba en el comedor ubicado en la cocina de la casa, con los ojos llenos de lágrimas mientras bebía una taza de café.

Buenos días, señora, soy el detective Rivera –dijo mientras le mostraba su identificación –quisiera hacerle unas preguntas, cosas de rutina.

La señora asintió, dándole la señal al detective para que prosiga con las preguntas. El detective sacó de su bolsillo una pequeña libreta y una pluma.

¿Cuál es su nombre y cómo conoce a los difuntos? preguntó el detective.

Me… me… me llamo Dolores, trabajo en la casa, ayudando con la limpieza contestó la señora, sin haber salido del shock que le provocó ver los cadáveres.

—¿Hace cuánto tiempo trabaja aquí?

Ocho años, me contrataron apenas nació la pequeña María Emilia. Dolores estalló en llanto y la voz se le entrecortaba. Eran como mi familia.

En ese mismo instante entró a la casa la mayor de las hijas, que con mucha tranquilidad, se acercó a Dolores y le dio un abrazo.

Oficial, cuál es el nombre de la chica preguntó el detective al oído del oficial.

Daniela le respondió el oficial con la misma sutileza.

Después de esperar unos segundos, el detective se dio cuenta de que el forense ya estaba en la escena y se dirigió a conversar con él sobre lo sucedido.

¿Sabemos cuál es la causa de la muerte? preguntó el detective mientras el forense examinaba el cuerpo de la pequeña niña.

No hay ninguna herida visible, pero tiene una extraña coloración marmórea en la lengua respondió el forense sin dejar de ver el cadáver. Esto suele pasar cuando hay una embolia gaseosa, pero eso es un accidente común en los buzos.

¿Qué me dice de los otros cuerpos?

Todavía no los examino.

Okey, manténgame informado.

El detective Rivera volvió a la cocina, con el fin de terminar el interrogatorio con Dolores y hacerle algunas preguntas a la mayor de las hijas.

Dolores, cuénteme lo más detallado posible ¿Cómo fue que encontró los cadáveres?

Al igual que todos los días, llegué a eso de las siete y media de la mañana, abrí la puerta de la casa, me cambié en el baño de visitas y me disponía a lavar los platos que suelen dejar todas las noches en el fregadero, me pareció extraño ya que no había ninguno, así que subí las escaleras para recoger la ropa sucia, todas las puertas estaban cerradas y había mucho silencio, lo cual es raro, la única que duerme hasta tan tarde es la niña Daniela, sus depresión hace su horario esté un poco corrido, ya sabe por los somníferos; pero el señor Horacio normalmente ya está casi listo para bajar a desayunar  y la señora Lorena, ya debía estar alistando a la pequeña María Emilia…  El relato de Dolores se interrumpió por las lágrimas.

Aquí tiene –dijo el detective mientras le daba un pañuelo para que se limpie los ojos.

Abrí con mucho cuidado la puerta de la pequeña, y vi que aún estaba dormida, me acerqué a despertarla pero no respiraba... Salí corriendo al cuarto de la señora, pero vi que tampoco respondían… Después llamé a emergencias y a la niña Daniela.

¿La puerta de la casa estaba sin seguro? preguntó el detective.

Tenía seguro pero yo tengo llaves para entrar.

Okey, me gustaría que dé un recorrido por la casa y miren si hay algo faltante, nosotros no conocemos la casa y no podemos descartar aún el robo le pidió el Detective a Dolores. En cuanto a usted… Daniela, sé que es un momento difícil, pero me gustaría hacerle unas preguntas.

Claro, detective, en todo lo que le pueda ayudar. dijo Daniela en medio de sollozos.

Me contaron que estaba en Ciudad Capital, ¿alguna razón especial para estar allá? preguntó el detective.

Estaba de vacaciones.

¿Viajaba sola?

Sí, allá quedé de encontrarme con unas amigas hoy.

¿Cuándo viajó?

Ayer.

¿A qué hora llegó?

El vuelo aterrizó a las ocho de la mañana

Sus amigas, ¿son de Ciudad Capital?

No, son de acá.

¿Qué razón tenía para viajar usted antes y no con ellas?

No encontré vuelos para hoy, y me tocó comprar para el día de ayer.

¿Qué edad tiene?

Dieciocho.

¿Ya terminó el colegio?

En unos meses es mi graduación.

¿En qué universidad vas a estudiar?

Mi papá me inscribió en la universidad local, aunque yo quería estudiar en Ciudad Capital.

¿Por alguna razón especial?

Solo ser un poco más... independiente… creo que ahora sí que lo seré –dijo Daniela con tono sarcástico.

Una última pregunta, ¿su familia no tenía algún enemigo o alguien que quisiera vengarse? –preguntó el detective para romper el silencio incómodo que generó la última respuesta–. Es solo para ver posibles causas para que exista un crimen.

No que yo sepa, es más, nunca creí que esto fuera un crimen.

En la clínica forense la conversación con el médico le generó algunas dudas al detective, aunque se confirmó que las tres personas fueron asesinadas, no se sabía la causa.  Los cadáveres tenían una marca en el brazo de lo que podía ser una aguja y el reporte toxicológico daba altas dosis de un potente pero no mortal somnífero.

La primera hipótesis del detective Rivera era que alguien conocido por la familia, los había drogado, y una vez dormidos los había ahogado con una almohada o pañuelo. Hipótesis descartada rápidamente, ya que la asfixia no provocó el deceso, sino un paro cardiaco.

Al seguir los pasos de rutina, el detective decidió revisar la coartada de Daniela. Los pagos de la tarjeta de crédito de ella la descartaban como sospechosa, incluso había alquilado un auto en Ciudad Capital, doscientos kilómetros de distancia la salvaban.

«¿Quién sería el mayor beneficiado de las muertes?, no puedo descartar un asesino en serie, pero tampoco puedo esperar que hayan nuevas víctimas para confirmarlo, tal vez debo fijarme solo en las pruebas físicas, eso me debe llevar al asesino, el padre no era más que un simple trabajador de un banco y la madre se dedicaba a tiempo completo a su familia. Nadie tendría una razón aparente para realizar la matanza. Hay algo en la hija que no me termina de cuadrar, pero la distancia la tiene a salvo, Dolores, no creo perdería su trabajo y la verdad la vi muy destrozada con lo sucedido.»

¿Dolores? Habla con el detective Rivera.

Buenas tardes, detective, en qué puedo ayudarlo respondió Dolores con la voz en un hilo.

Qué pena molestarla, nunca tuvimos la oportunidad de conversar nuevamente, quiero que me despeje una duda, ¿de casualidad vio si algún objeto de valor faltaba en la casa?

No faltaba nada, mis jefes no eran personas muy pretenciosas, no tenían joyas y menos grandes cantidades de dinero en la casa.

Sí me di cuenta de eso, pero debía cerciorarme. Una última pregunta.

Claro dígame detective.

Daniela quería estudiar en Ciudad Capital, pero su papá la inscribió en la universidad local, no hubo alguna discusión por eso en la casa.

Ahora que lo menciona detective, sí, se formó un gran alboroto en la casa y la niña Daniela estaba bravísima con el señor Horacio.

¿Por qué tenía tantas ganas de estudiar allá?

Ella decía que era porque ya era grande y necesitaba ser un poco más independiente, pero todos sabíamos que tenía un novio en Ciudad Capital.

—¿Qué tanto conocían al novio? ¿Sabía su nombre?

—La verdad señor, nadie lo conocía, sabíamos que vivía en allá y que estudiaba medicina.

­—¿Cómo sabían esto si no lo conocía?

—La pequeña María Emilia nos contó, ella solía leer el diario de la niña Daniela.

—¿Ella sabía esto?

—Sí claro, Daniela lo sabía, no solo eso sino que también la señora Clara también lo hacía.

Bueno Dolores, muchas gracias por su ayuda.

Al colgar el teléfono el Detective decidió revisar una vez más la coartada de Daniela, mientras hacía esto, descubrió un nuevo cobro se registró en la tarjeta de crédito, un recargo por exceso de kilómetros recorridos en el auto alquilado. Al llamar a la empresa y mediante el sistema de GPS usado en sus autos, descubrió que Daniela o la persona que conducía ese carro estuvo en la casa durante la noche de los homicidios.

Detective, ya encontré la causa de las muertes le dijo el forense a Rivera.

Lo escucho.

Los infartos fueron causados por una embolia gaseosa.

¿Qué significa eso?

Que una burbuja de aire lo suficientemente grande entró al torrente sanguíneo de las víctimas, llegando hasta el corazón y taponando algunos vasos y causando el infarto.

¿La burbuja pudo haber entrado por una inyección de aire en el brazo

Sí, probablemente.

¿Y el somnífero que encontró en la sangre?

Puede ser administrado vía oral, en forma líquida, sin color, sin olor y sin sabor alguno.

¿Es fácil de comprar?

Acá no, pero en Ciudad Capital se puede encontrar en cualquier farmacia, solo necesitas una prescripción de un médico, se la dan a cualquier persona con problemas para dormir.

jueves, 15 de junio de 2017

El mendigo del parque

Paulina Pérez


Desde muy temprano en la mañana, en uno de los parques más grandes de la ciudad, se podía observar ciclistas, atletas, hombres y mujeres en parejas o solos, acompañados por canes de todas las razas, algunos incluso vestidos igual que sus dueños. Lo que me lleva a recordar un grafiti que leí por ahí: «Mientras los humanos nos deshumanizamos más, hay quienes se empeñan en humanizar a los animales». En ese lugar gigante estaba siempre él, el barbudo del parque.
Cuando estando entre amigos hacíamos referencia por cualquier cosa a aquel parque, siempre alguien decía: «Mientras no se nos asome el barbudo». Todos lo conocen y es como si no fuera posible concebir el lugar sin su extraña presencia.

La primera vez que lo vi, fue en una manifestación frente a una tribuna que es parte del lugar. Miles de ciudadanos salimos a exigir la renuncia del presidente de aquel tiempo. Apostado en el techo que cubría el graderío agitaba una bandera del país con mucha emoción, mientras gritaba algo inaudible desde donde yo estaba.

Yo tenía como costumbre dar dos vueltas al parque, al finalizar la segunda vuelta me acercaba a un puesto de jugos por un vaso gigante de zumo de naranja recién hecho. Entonces se me ocurrió preguntarle al dueño si sabía algo de la vida de aquel viejo mendigo. Existían varias historias sobre él y todas trágicas; pero nadie se atrevía a aseverar ninguna.

Decían que se había vuelto loco por la traición de su esposa, que la muerte de un hijo lo dejó así. El alcoholismo, la adicción al juego, un golpe en la cabeza en un asalto donde perdió la memoria y no pudo recordar quién era ni nadie lo buscó eran otras posibles versiones sobre aquel hombre alto de ojos azules, que cubría su cabeza con un gorro de lana del que escapaban algunos mechones canosos y su cuerpo con un abrigo largo lleno de remiendos sobre otros remiendos. Mientras más preguntaba más insatisfecha quedaba. Algo en la mirada de aquel hombre forrado de harapos, con los zapatos envueltos en fundas plásticas atraía mi curiosidad.

Entre semana y cuando tenía un día muy ocupado salía a caminar a las cinco de la mañana para no retrasarme y lo veía dormido en la puerta de la caseta donde estaban los servicios higiénicos, el piso era de madera y del techo sobresalían unos alerones del mismo material que lo cubrían. Los encargados del baño, le guardaban sus escasas pertenencias: una cobija y una almohada.

No le faltaba que comer, le llamaban para darle un plato de comida, un café o una fruta, se acercaba, agradecía y se iba, no entablaba conversación con nadie.
Cada vez más intrigada, cambié mi rutina de caminata, salía por la mañana, la tarde o la noche intentando hallar alguna pista que me permitiera saber algo de él.

Pasé varios meses jugando a la investigadora, buscaba en internet imágenes de personas desparecidas, logré sacarle una foto tras numerosos intentos y la compartí por si alguien lo estaba buscando y nada. Ni una sola respuesta positiva.

Un sábado en la tarde con el parque lleno de gente, lo encontré descansando en uno de los blancos asientos metálicos que son parte del ornato del lugar, con la mirada fija sobre un grupo de edificios. Al principio no me llamó la atención pero luego caí en cuenta de que era la misma banca siempre, se acomodaba y su mirada quedaba fija sobre aquel conjunto de tres bloques. No podía asegurar que miraba hacia ellos, tal vez solo se quedaba ahí en estado catatónico. Volví con el señor de los jugos para saber si se trataba de una coincidencia o de algo habitual y me dijo que siempre hacía lo mismo: sentarse en esa banca y quedarse dormido con los ojos abiertos. Quise comprender por qué todos se preocupaban de él y me explicó que era un hombre tranquilo y que tenía buen ojo para identificar a los malandros, no hablaba con nadie, pero cuando veía peligro se acercaba a la posible víctima y la alertaba, también ayudaba a cargar las compras o a sacar la basura, era muy servicial y respetuoso. No lo habían visto borracho o drogado o en peleas con otros mendigos que merodeaban el lugar pese a lo que la gente comentaba. No se metía con nadie y cuando alguien lo provocaba se iba.

Empecé a hacer un diario para determinar qué días y a qué hora se sentaba en aquella banca y así saber si se trataba de un patrón y entonces tuve la pista que estaba buscando.

Viernes, sábado y domingo llegaba a la banca y se sentaba desde las seis de la tarde hasta casi las ocho de la noche. De lunes a jueves lo hacía siempre desde las dos hasta pasadas las tres de la tarde.

Ahora solo necesitaba buscar la manera de ubicarme delante o detrás de él y confirmar si veía algo o simplemente se sentaba ahí con sus ojos enfocados en la nada. Encontré un banco de cemento como a diez metros delante de él y llevé unos binoculares. Me detuve en cada ventana de cada departamento de aquellos edificios que formaban el complejo y nuevamente nada. Lo hice por varios días; cuando estuve a punto de dejarlo todo, harta de no obtener ninguna respuesta, observé que una luz se encendía y la silueta de una mujer se asomaba a la ventana, no podía asegurar que miraba hacia el parque pero la reacción de él fue reveladora, lo vi abrir sus ojos totalmente y una mueca algo parecida a una sonrisa se vislumbró en su rostro. Volví a mirar hacia el edificio, la luz se apagó e inmediatamente él dejó la banca y se alejó.

En la emoción de haber encontrado algo, de sentir que descubrí algo más del famoso barbudo, algo que además nadie sabía, olvidé identificar el piso al que correspondía aquella ventana. Pasaron varias semanas hasta que logré nuevamente mirar aquella silueta femenina detrás de una ventana. El siguiente paso fue pensar cómo llegar hasta allí y encontrar a esa persona.

Llevaba meses en esto, no podía parar ahora. Así que me acerqué hasta aquel inmueble y le pedí al guardia que me ayudara, le dije que necesitaba urgente buscar a una amiga. Le expliqué que tenía el nombre del condominio, el piso pero no el número del departamento.

El guardia me llevó hasta donde estaba el cuaderno de registros y en el cuarto piso solo había dos departamentos, en el uno vivía una pareja de ancianos y en el otro una mujer con un niño. Era ella y gracias a la ingenuidad del guardia supe su nombre y apellido. Volví a la búsqueda en internet y no hallé nada. Me parecía una impertinencia llegar al edificio y buscarla, pero había invertido demasiado tiempo y energía como para quedarme así.

Decidí dejar pasar unos días antes de tomar la decisión de continuar o detenerme ahí. Sentía algo de miedo a abrir una puerta que podría traer consecuencias dolorosas o algún peligro para mí por meterme en la vida ajena.
Era domingo y salí a caminar algo más tarde de lo que acostumbraba, era el día de la feria de los  productos orgánicos, el viejo barbudo estaba ahí, sentado a prudente distancia, no había mucha gente, me acerqué y me puse a mirar los productos. Entonces vi a una chica de cabellos rubios largos en traje deportivo, que llevaba a un niño de su mano, el viejo del parque no les quitaba los ojos de encima. Supe que era ella. Era una mujer joven, bonita, delgada, no muy alta que de cuando en cuando miraba hacia donde el viejo estaba sentado. Hizo algunas compras y al salir fue directo hacia el viejo del parque, le entregó una funda de manzanas y una empanada. Le tomó la mano por un instante y partió. El viejo del parque desapareció rápidamente y yo salí tras la joven y el niño. La llamé y logré que se detuviera. Me acerqué y le dije:

—Disculpe, de verdad disculpe por detenerla pero necesito preguntarle algo.

—Claro —dijo ella—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Vengo con frecuencia a este parque y me intriga mucho el señor al que le dicen el barbudo del parque. Vi que usted se acercó y sé que él mira siempre hacia su ventana.

Pude sentir su incomodidad.

—No sé nada de él —me dijo—, sé lo que sabe todo el mundo, simplemente siento lastima por él y cada domingo le regalo algo de fruta. ¿Cómo sabe que él mira a mi ventana? ¿No entiendo qué quiere de mí?

En su rostro era evidente la molestia.

Entonces le conté todo lo que había hecho durante meses para conocer la historia de aquel hombre que nunca salía de ese parque, que se sentaba siempre a la misma hora hasta ver que se encendía una luz en una ventana y se iba apenas esta se apagaba.

Me pidió que camináramos hasta el área de los juegos infantiles, no quería que su hijo escuchara nuestra plática.

Y mientras miraba a su hijo jugar me dijo:

—Él es mi padre, pero yo no llevó su apellido.

martes, 13 de junio de 2017

Delicadísima criatura

Rosario Sánchez Infantas


Me llamaba Elena cuando habitaba lo que, entonces, suponía era un valle de lágrimas. No sé por qué me es permitido comunicarme con lo que fuera mi mundo, tampoco sé qué me anima a contarte lo que me sucedió. Quizás quiera que te evites un sufrimiento perpetuo… o por lo menos, que vayas preparado para lo que te espera… ¡por una eternidad!

Es la primera vez que a mí, Elena Fernández, no me incomodan estas personas. Habiendo estudiado sociología en una universidad estatal peruana, allá por los años ochenta, creía firmemente en la lucha de clases, pensaba que la religión era el opio del pueblo, y despreciaba a los burgueses y pequeños burgueses. De no ser por una huelga de los hospitales públicos, no estaría rodeada de estas personas con muchísimo dinero, la piel blanca, ropas de marca, joyas de oro y capaces de solucionar todo lo imaginable con sus tarjetas de crédito. Hoy, las clases sociales han pasado a un segundo plano. Todos los presentes, en la sala de espera de este laboratorio particular de anatomía patológica, tenemos el ceño fruncido, la respiración agitada, la musculatura y la mente crispadas. Espero que me realicen una biopsia al tumor que me han detectado en un ovario. Por primera vez, me enfrentó a la inmensidad desconocida que me puede arrancar de aquello que creo amar, le tengo apego, o es lo único que conozco y poseo en esta vida. Presiento que morir no es solamente no ser, taja mi vientre imaginar que hay algo más, y que será terrible.

Primero fue apenas perceptible pero progresivamente voy identificando la melodía. Tardo unos instantes en recordar dónde la había escuchado antes. Se me eriza la piel y siento un sudor frío. Me veo a mí misma, hace unos cinco años, apenas cubierta con una sencilla bata, en una camilla ginecológica, y con la culpa atormentándome. Escuchaba la tonadilla que se difundía en la radio del consultorio. Entonces, antes de quedar sedada, había tratado de tranquilizarme pensando que no es científico creer en un ajuste de cuentas en otra vida. Recuerdo haber despertado confundida, adolorida; me ayudaban a incorporarme el médico y su asistente. Desde mi ubicación había visto la bolsa blanca que recubría un tacho de basura, en ella destacaban dos gotitas pequeñas de sangre, una al lado de la otra y debajo una mancha de sangre sesgada hacia la izquierda, que entonces (y ahora también) me pareció una mueca de desagrado. Dos años después nítidamente, en este moderno laboratorio, vuelvo a oír la tonadilla. Me tapo la boca para no gritar porque escucho claramente: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura».

Me invade la culpa. ¡Era sangre de mi sangre!, ¡carne de mi carne! Tenía el potencial de pensar, de sentir, de tener voluntad. Pude haber adecuado mi vida a su presencia; enfrentar la crítica y quizás el repudio de mi entorno por trasgredir la tradición. Siento la misma opresión en el pecho de cuando, siendo niña, entendí la idea de un Dios que habría de «juzgar a vivos y a muertos». Perdí la paz y el sueño. En los días siguientes observaba a muchos niños que ahora tendrían su edad. De existir los espíritus, ¿cómo le habría quedado el suyo al ver que su pequeño cuerpo era echado a la basura? Aunque, poco a poco, fui olvidando los pormenores, me laceraban sentimientos de ultraje y culpa.

¡Por fin me entregaron los resultados de los análisis! Después de que me extirparan el tumor, que resultó benigno, pude quedar embarazada y dar a luz a una saludable niña. Poco a poco mi marido, mi hija y yo fuimos forjando una sólida relación de respeto y amor, que me daba fortaleza y me hacía sentir una buena persona. Sin hacerlo totalmente consciente, me aferré a la vida y a obrar lo mejor que podía.

Cuando mi niña cumplió siete años, durante una cirugía menor entró en un paro respiratorio que la llevó a un estado de coma de pronóstico reservado. No obstante soy atea, imploro a Dios la ayude. Actualizo mis errores, especialmente aquel error. Me doy cuenta de que trato de convencer a Dios, recordando el bien que hice en algún momento por los demás, en un afán desesperado de anular lo malo. Con la piel erizada escucho lo que temía y creía haber conjurado: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura». Siento una presencia castigadora, la busco. En la sábana blanca de mi hija observo la pequeña mueca. La desesperanza me invade. Las pesadillas e imaginar los peores desenlaces en la vida de mi pequeña hacen de mí un guiñapo humano.  
Veinte días después mi hija ha recuperado la consciencia y un mes más tarde ambas regresamos desde la capital a nuestra ciudad de origen. Había viajado en un avión muy pocas veces y todavía me sobrecogía la angustia cuando este producía ruidos altisonantes o había turbulencias atmosféricas. Pero esto era diferente, tras el bamboleo de la aeronave vi a las aeromozas cruzar miradas de pánico y a la que tenía más cerca el sudor le perló la frente.

Algunas mujeres gritaban, muchos imploraban a Dios. Yo sentí un sudor frío en el cuerpo, imaginé aviones destrozados, miembros humanos cercenados y… escucho presa de angustia: «No matar/ procura. / Te lo dice/ no nata/ delicadísima criatura». Caen las máscaras de oxígeno y una esquela. Después de colocarme la mía recojo lo que imagino es un aviso. La carilla externa está en blanco, en el pliego interno la mueca que ya conozco... ¡ahora sarcástica! Las mandíbulas se me aprietan una contra otra hasta el dolor, la cara se me adormece, los anteojos se me empañan y siento latir alborotado el corazón. El avión va perdiendo altura rápidamente, llanto, gritos despavoridos, caos. Abrazo a mi hija que está adormilada por los medicamentos, sin saber de qué protegerla. De pronto todo transcurre muy lentamente, como en una pesadilla, y alcanzo a escuchar: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios». Percibo un gran estruendo y el golpe descomunal.

Entonces sí, empezó todo.

El jardín

Horacio Vargas Murga


A la tres de la mañana Frank me llamó alarmado por teléfono. Habían asesinado a Pionono. Según los periódicos el homicidio ocurrió cerca de las once de la noche. Dos disparos y un grito estremecedor. Sentencia oscura de la pólvora.

Asistimos acongojados a su entierro, nos turnamos para cargar el ataúd, gran parte de la Facultad de Derecho estuvo presente, incluso Elmer que lo detestaba se sintió muy afectado. Natalia, que hasta entonces había sido su enamorada, se desmayó en tres oportunidades, tuvimos que llevarla al hospital.

Pionono había sido un buen tipo, antipático pero siempre correcto. En su casa le decían Manono. Como tenía cara de pollo, en la universidad lo molestaban diciéndole: «Habla pío, pío». Un tiempo después, de la combinación de «Pío» y «Manono», surgió su último y definitivo apodo: Pionono.

Al día siguiente del asesinato, un teniente de la policía acudió a la universidad. Román fue el primero en declarar. Él estaba enamorado de Natalia, pero no lo admitía. Nunca le agradó Pionono. Lo odiaba. Jamás lo dijo, sin embargo lo expresaba a través de su mirada. Siempre se le veía calmado, a pesar de su manifiesto rencor. No llegó a tener ningún altercado con Pionono, eso sí, le dirigía la palabra muy poco.

Frank era un hipócrita. Trataba al fallecido con el mejor de los afectos, pero aprovechaba su ausencia para entusiasmarse con Natalia. En forma disimulada, generaba cualquier pretexto para tocarla. Ella, ingenua, no se daba cuenta de nada.

Elmer se mostraba siempre desenvuelto y dinámico, nunca faltaban sus bromas pesadas. Detestaba a Pionono más que cualquiera de nosotros, no se podía ni pronunciar su nombre. «Es inconcebible que Naty esté con ese cholo asqueroso». La mortificaba con sus afirmaciones: «Oye, Naty, ¿cómo pudiste enamorarte de ese serrano?, ¿no te da asco besarlo? Te está pasando su baba el imbécil. Pobrecito mi amigo Román, ¿por qué no le haces caso?». Natalia nunca le respondía, rápidamente cambiaba de tema. Elmer llegó a pelearse con Pionono en una oportunidad; tuvimos que separarlos a la fuerza.

Cholo idiota, te voy a matar.

Calla, maricón, hijo de puta.

Yo también estaba enamorado de Natalia. Le declaré mi amor en una oportunidad. No me dijo nada, pero entendí su negativa. Durante unos largos meses, caminábamos juntos de un lado para otro. Mis amigos creían que lo nuestro estaba por concretarse. No resultó. Ella no se enamoró de mí. Los demás decían que le gustaba Román, lo miraba con ojos tiernos. Ellos estuvieron algo acaramelados, pero tampoco concretaron. Luego, Román se fue alejando de Naty. Nunca supimos por qué. Elmer decía con firmeza: «Ha rebotado», Frank argumentaba: «Ha sido por los estudios». Yo estaba aturdido.  

Pionono aprovechó para acercarse a ella, la acompañaba a todas partes, estudiaban juntos, le cargaba sus cosas; en otras palabras: era un perrito faldero. Nos empezó a caer de lo más pesado. Ironía: a Natalia le agradaba. Creo que por eso no se enamoró de mí, no era su tipo.

El teniente nos formuló una serie de preguntas, entre ellas: cómo nos llevábamos con el fallecido y qué estuvimos haciendo el sábado nueve de octubre a las once de la noche. Román, Frank y yo coincidimos en la misma respuesta: dormíamos. Elmer había salido con una amiga. Ese mismo día, la policía registró nuestros domicilios en busca de alguna pista. Hallaron un revólver en la casa de Elmer. La bala obtenida en la necropsia era del mismo calibre que el de su pistola. El arma pertenecía a su padre, guardia civil en retiro.

Familiares y vecinos declararon en calidad de testigos. La mujer que salió con Elmer no pudo ser ubicada, él apenas la conocía. El teniente se enteró de las riñas entre Elmer y Pionono, además de las amenazas de muerte. Ordenó su detención.

Estuvo en la cárcel varios meses. Lo visitábamos casi todos los días. Se sentía destrozado. Durante ese tiempo me sucedieron una serie de cosas extrañas. Soñaba con Pionono, tendido en el suelo, boca abajo, besando su sangre y a la vez con el jardín de mi casa, jardín que en mi infancia convertí en un campo de batalla, donde se entablaban interminables combates. Mis soldados eran aguerridos y crueles, no dejaban con vida a ningún enemigo, fusilaban a los traidores, para después decapitarlos y partirlos en trocitos. Jugaba mañana, tarde y noche, hasta envolverme de una satisfacción plena. Poco a poco, mis sueños y pensamientos fueron girando más sobre el jardín.

Todos tuvimos que volver a declarar, hicimos lo posible para ayudar a Elmer, pero había varias pruebas en su contra. Además de las amenazas de muerte, el revólver y de la mujer que nunca apareció; un vecino de Pionono aseguró haber visto a Elmer, quince minutos antes del asesinato, rondando por la casa. Como si eso fuera poco, la policía se enteró de que Elmer recibía tratamiento psiquiátrico por consumir marihuana y cocaína. Él se mostró siempre muy tenso, incluso en una oportunidad llegó hasta las lágrimas.

No resistió mucho tiempo. Fue muy desagradable enterarnos de su suicidio. Se ahorcó. La imagen del jardín, los soldaditos, la sangre; cruzaron por mi mente como un destello inesperado. Veía a Pionono entre los muertos, junto con Elmer colgado.

Transcurrieron varios años, muchos de nosotros ya éramos abogados. No se volvió a hablar más del asunto. Me casé con Natalia. Tuvimos un hijo y cuando fue creciendo, el jardín tenía para él ese mismo fascinante atractivo que para mí. Le compré soldaditos para que mi felicidad pudiera proyectarse y le enseñé a jugar y ubicar sus grupos de combate sobre el césped que siempre había acunado mis fantasías. Cuando intenté enterrar los muertos en combate, un cuerpo extraño no me permitió excavar el lugar de siempre. Ante la atónita mirada del pequeño, desenterré con manos temblorosas, el recuerdo oxidado por el tiempo; por el tiempo pasado que nunca hubiera querido revivir.

miércoles, 7 de junio de 2017

Cuartito de emergencia

Rosario Allpas


A finales de la década de los ochenta, el Hospital Santa Rosa se hallaba en una etapa de transición. Había empezado como un establecimiento de salud materno infantil, sin embargo, su cobertura de atención se había ampliado prestando cuidados a pacientes mujeres en las ramas de medicina y cirugía, tanto en consultorios externos como en hospitalización. Mientras que el servicio de emergencia brindaba atención a todas las personas sin diferenciación de sexo, edad o lugar de procedencia, siendo este bastante dinámico, debido quizás a que las calles que lo circundaban eran las principales del distrito y ostentaban un tráfico bastante fluido; o, tal vez porque la parada de ómnibus de servicio público, coches particulares y taxis tenían un libre estacionamiento al frente de la amplia puerta de emergencia denotando así su total accesibilidad. Esta puerta siempre abierta hacía evidente su incondicional recibimiento al público que necesitaba de una atención urgente.

La sala de espera era el primer ambiente que se veía al pasar por la puerta de emergencia, tenía mediana amplitud, las paredes de tonalidad clara invitaban a conservar un estado de ánimo equilibrado; sus pisos de mayólica blanca, generalmente pulcros, emitían un suave aroma a desinfectante. Al lado izquierdo se encontraba la farmacia del servicio, al costado de esta, una pequeña ventanilla indicaba que era el lugar donde se recaudaba el dinero por la atención del paciente. Hacia la derecha se encontraba una puerta de doble hoja que permanecía casi siempre cerrada, un vigilante era el encargado de custodiarla y a su vez de permitir la entrada del paciente y de algún familiar. Una vez dentro, al lado derecho se hallaba un primer consultorio, era el de obstetricia. El que le seguía era un cuarto sin puerta, poseía una cama y un velador. Llamaba la atención de todo el que pasaba, pues era el único ambiente al que le faltaba la puerta; parecía carente de vida, sin embargo, el personal del hospital aún recordaba historias nebulosas acontecidas en este lugar y el día en que el misterio fue desvelado. 

El ambiente era llamado de manera cariñosa y sutil: cuartito de emergencia. Este estaba ubicado de manera estratégica, pues al frente se hallaban las escaleras que daban acceso a los cinco pisos de hospitalización. Le seguía un espacio amplio, donde se estacionaban camillas y sillas de ruedas, que a su vez colindaba con las escalinatas que conducían hacia los consultorios externos. Al lado derecho se situaban los dos ascensores que llevaban a los pisos superiores.   

Este cuartito, cuando aún tenía puerta, era utilizado como lugar de descanso de los médicos y otras veces para realizar consultas. Realmente, no se sabe a ciencia cierta desde cuándo fue empleado para ambas cosas, que a decir de muchos no estaba acondicionado ni para las consultas, ni para dormitorio médico, pero aducían que los galenos muy pronto se apropiaron de este, a fin de darle el uso que mejor les convenía.

Al poco tiempo surgieron los rumores, decían primero que en este cuartito se proporcionaban consultas médicas extras; es decir, consultas que no se anotaban en el libro de emergencia; pero, algunos médicos se defendieron argumentando que solo iban a descansar en la única cama que había, dizque para descanso del paciente. Pero esta réplica resultó una pobre excusa, pues no podía ser posible, porque los médicos que aparecían en los roles de guardia no eran asiduos al cuartito. Entonces, las preguntas acerca del uso del cuartito de emergencia empezaron a pulular. 

Comenzaron a narrarse historias de todo tipo y calibre por toda la emergencia primero y luego por los pasillos que conducían a los consultorios externos; pronto también subieron por los servicios de hospitalización tanto por las escaleras como por los ascensores y por supuesto llegaron a oídos del director del hospital. 

¿Qué se hacía dentro del cuartito si no eran consultas de emergencia? ¿Qué uso le daban a este si no estaba un paciente en reposo transitorio, que era para lo cual estaba destinado? ¿Acaso se urdía algo fuera de la ley? ¿Por qué su puerta permanecía cerraba buena parte del día?

Corrían las respuestas, sobre todo, las mal intencionadas. Entonces para acallar el ruido de los chismes que ya se asemejaban al sonido de las abejas de un panal; por un breve tiempo, la habitación dejó de ser utilizada. Así, por voluntad propia, los asiduos asistentes le dieron algunas semanas de vacaciones al pequeño ambiente. Solo las malas lenguas, en forma diligente, llenaron el vacío del solitario aposento, pero estas se fueron perdiendo tal como llegaron, encontrando el silencio a su paso y solo perduraron algunas miradas furtivas que se perdían en él. 

Pero, como todo llega a su fin, la marea malhablada de los que no lo utilizaban pasó y, tan pronto como se acallaron los rumores, el cuartito volvió a revivir. Poco a poco retornaron los personajes a las antiguas andadas, otra vez la puerta de la habitación empezó a permanecer cerrada con más brío y de nuevo fue saturado el espacio externo de cotilleos. Pero, en esta ocasión fue más allá el comadreo. Los médicos que lo utilizaban fueron identificados, con nombres y apellidos. ¡Horror de los horrores! ¡Estaban allí fulano, mengano, zutano y perencejo! El doctor Juan Espinoza Gala, en su poema "Cuartito de emergencia", los había identificado con pelos y señales. Todo el personal sonreía de forma maliciosa al leer el escrito; pero el galeno, quizás por condescendencia con sus colegas, solo decía lo justo, sin revelar el secreto que guardaba tal aposento. 

Además, pronto serían las elecciones del Cuerpo Médico del hospital. Algunos desviaban la atención con preguntas como: «¿Se reunirán tal vez en el cuartito para hilar la nueva política de la directiva de los galenos?» No parecía ser, pero todo era posible. ¿Por qué, no?

En el pasadizo, en los consultorios, en las salas de hospitalización el chismorreo fue creciendo y hacían apuestas para dar con la respuesta acertada.

El director del hospital, a fin de acabar con las habladurías emitió un memorando que al día siguiente debía ser cumplido. Avendaño y Martínez fueron los encargados. Nadie más sabía qué era lo que había decidido la autoridad máxima; sin embargo, ellos al recibir la orden estaban llanos para acatarla. Muy temprano, ambos se dirigieron con sus mochilas cargadas de herramientas hacia el servicio de emergencia.

La mañana del cinco de octubre, día de la Medicina peruana, se deslizó fría, las nubes oscuras parecían molestas. Muchos mandiles blancos se habían congregado en el hospital para la gran celebración. Los que entraban por la puerta de urgencias pasaban por el cuartito mirando de soslayo con el rostro lleno de preguntas para luego seguir su camino; mientras que las miradas atónitas del personal de emergencia seguían los movimientos de los encargados que estaban realizando el mandato. 

La consigna se hizo realidad. En pocos minutos, los trabajadores sacaron la puerta de raíz. Luego, con esta, desmembrada y en hombros, cual procesión se la llevaron. Una lluvia finita se desató cual lagrimitas suaves siguiendo el cortejo de los que llevaban la puerta hacia la carpintería, para que allí se muriera en un oscuro rincón. El traslado fue lento para asombro y pesar de los consuetudinarios y para bienestar y alegría de los que chismorreaban con afán.

El cuartito, desde entonces, empezó a lucir solo, abandonado, herido, con las marcas de su puerta extraída. No más cuitas, no más consultas, no más descansos.

Pero... ¿Qué sería lo que habría acontecido dentro del cuartito de emergencia? ¿Qué pecado se habría cometido en este, para recibir tal castigo de parte del director del hospital? 

Mientras, las preguntas seguían flotando en el ahora sereno pasadizo de emergencia, un duelo a medias se hizo en el brindis por el Día de la Medicina en el salón del Cuerpo Médico. Al día siguiente las preguntas volvieron con más ímpetu a pulular en todos los rincones del hospital. La curiosidad nata del personal tenía que ser respondida de algún modo.

Los tristemente célebres galenos que alguna vez ocuparon el famoso cuartito, revoloteaban ahora por los diferentes ambientes del hospital añorando el aposento perdido mientras susurraban suspirando: «¡Ah, qué mala fortuna!».

La respuesta llegó demasiado pronto, a decir de muchos. Empezaron a colmar el servicio de emergencia unas jóvenes muy bien vestidas con tacones altos. Venían a cuentagotas pero permanecían al frente del cuartito sin atreverse a preguntar. Parecían visitadoras médicas, pero la carencia de maletines imprescindibles en ese tipo de personal hacía que uno se sorprendiera y se preguntara: ¿Quiénes eran y qué buscaban las señoritas que miraban con aire de sorpresa el cuartito de emergencia cuya puerta inexistente daba la apariencia de humildad y desamparo? Algunas se atrevían a preguntar por el galeno de turno, pero al ver que no era ninguno conocido, se marchaban. Otras preguntaban directamente por fulano, mengano, zutano y perencejo. Pero ellos no se atrevían a acudir a la cita a expensas de todas las miradas inquisitivas del personal. 

¿Cómo habían pasado desapercibidas antes? ¿Por dónde habían hecho su ingreso sin que el personal se diera cuenta?

¡Ah, si en ese tiempo hubiesen existido los celulares! Los galenos habrían advertido a las señoritas en cuestión, para que no viniesen a guardar duelo por la puerta desaparecida. Así, se habría protegido para siempre el secreto que atesoraba el cuartito de emergencia.  

El personal supo que las susodichas entraban por la puerta principal del hospital, no por la de emergencia. La puerta en cuestión estaba abierta desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, las personas que pasaban dejaban atrás los consultorios externos y una vez dentro no se podía saber el destino que tomaban, se diluían por los linderos internos del hospital. Pero, esta vez, la presencia estática de las damas venidas a cuentagotas y su espera inútil al frente del cuartito logró dar rotundas respuestas que los galenos comprometidos no pudieron rebatir. Por fin el secreto del famoso cuartito fue desvelado y por supuesto, echado a correr de inmediato.

Los galenos implicados suspiraban ahora: «¡Ah, l'amour!», sin poder contener la tristeza que les ocasionaba el haber perdido la reserva y calidez que les ofrecía la pieza para sus encuentros amorosos, mientras que sus detractores sonreían maliciosamente con aire de vencedores.

Pasaron muchos meses para que el ambiente fuera habilitado. La puerta, por fin, se encontró con sus tornillos y fue así, reivindicada. El cuartito de emergencia se convirtió entonces, en el nuevo consultorio de ginecología. Sin duda iba a ser mudo testigo de otras lides. 


Actualmente, si visitan el Hospital Santa Rosa en el distrito de Pueblo Libre encontrarán el cuartito de emergencia convertido en el consultorio de medicina. Su espacio contiene una camilla, escritorio y una vitrina con todo lo necesario para la consulta médica.