viernes, 2 de junio de 2017

La escuela nueva

Rita Mabel Figueredo


Otra mudanza. Dejó de contarlas cuando fueron más de cuatro. No sabe si su mamá entiende como es dejar atrás una y otra vez esos conocidos que cuando comienzan a convertirse en amigos desaparecen de su vida.

La casa que les asignaron es común, un poco destartalada. Los anteriores ocupantes dejaron basura en el cesto de la cocina, por lo que todo huele a podrido.

Llegaron el domingo, un día antes del inicio de clases. 

Odia el lugar desde el primer instante.

Las típicas casas chatas en el barrio militar, veredas angostas, calles polvorientas, silencio.

¿No podían haber asignado a su padre por una vez a una ciudad con más de diez mil habitantes? 

Recuerda con nostalgia los meses que pasaron en la capital. Tardes de cine, helado de fresas con chispas de chocolate y luces en los escaparates invitando a comprar. Aquello duró solamente un año. 

Aprieta los dientes y toma su mochila. 

Se peina frente al espejo, y casi desea que el tiempo pase más rápido para terminar con la tortura del primer día de escuela de una vez. La coleta queda perfecta, pero no por ello se siente preparada. Camina con paso cansino hacia la escuela. La mañana clara y fresca parece una burla a su ánimo gris. 

Siempre se repite la misma rutina. Con cada traslado, va perdiendo todo rasgo de la niña extrovertida y feliz que era durante la primaria. «Adela, tienen tu misma edad, seguro se hacen amigos», es la frase recurrente de su madre. Como si haber nacido en el mismo año, garantizara en forma inmediata la simpatía. No tiene idea de la soledad que puede sentirse siendo una y otra vez la nueva. En algunos lugares, encuentra alguna compañera que, como ella pero por razones distintas, se aísla del resto. Pero en general Adela es el bicho raro y está sola. No ayudan sus enormes ojos azules amplificados por el grueso cristal de los anteojos, ni el hecho de que sea tan inteligente.

Genera un odio visceral en todos los presentes que parezca siempre un poco más adelantada en los estudios. 

Es que lee desde los cinco, en la mayoría de los pueblos no hay nada más que hacer.

No le asustan las materias, sino la gente. Multitud de adolescentes que se conocen desde el jardín maternal y se odian pero respetan y reconocen como pares.

Ella es la nueva. La distinta

Su madre la deja a una cuadra a su pedido.

Se acerca al portón. Admira los guardapolvos blancos, casi azules, almidonados, planchados, perfectos. Siente la cara tensa de tan estirada que tiene la colita. Transpira. Su propio olor corporal le resulta desagradable. Se refriega las manos, en un movimiento nervioso e inútil. ¿Y si ellos también lo huelen y no quieren acercarse? Oye en sordina el rumor de cientos de voces excitadas contándose los días de descanso. Alguien la atropella. Cae. Siente el frío de la reja herrumbrada contra la mejilla y al mismo tiempo, el sabor metálico del labio cortado le llena la boca. Siente los ojos anegados, el nudo en la garganta de las lágrimas que reprime. No se debe llorar el primer día. Se limpia con el pañuelo y entra.

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