Eliana Argote Saavedra
Sensación de bochorno y congestión
vehicular, «Qué fastidio», piensas. Te sientes abrumada y para rematar el
asunto, al llegar deberás escuchar las sandeces de tu paciente. Estiras el
brazo para encender la radio, el flujo de autos se ha detenido. Relajarte,
poner la mente en blanco y permitir que la música despierte tus recuerdos, esos
que provocan una sonrisa aunque marquen arrugas en la piel, añoranzas que te hacen
olvidar que ya no eres una jovencita. Si alguien estuviese mirándote creería
que estás loca, sí, loca, como cuando tenías quince y recorrías la plazoleta en
sandalias, saboreando a lengüetadas el helado de crema que tanto te gustaba y
que siempre se derretía sobre tu mano; sentada en una banca, protegida por la
sombra de un árbol y con el mayor desenfado lo lamías directamente de la piel aunque
estuvieras en medio de la calle, piernas estiradas en un minúsculo short rosa, tu preferido; en esa época
no era tan importante la gente, ¿recuerdas?, claro que de pronto las cosas cambiaron
y la seguridad que tenías al lado de tu familia en aquel bello puerto del norte,
desapareció con la partida de tus padres al exterior por cuestiones de trabajo
y su posterior muerte en un accidente de auto, apenas unos meses después. Vivías
con unos tíos, pero al cumplir los dieciocho y luego de haber terminado el
colegio viajaste a Lima sin avisar a nadie, con lo poco que conseguiste tras
vender algunas cosas: fantasía fina, algunas carteras.
Una mirada persistente te hace girar
la cabeza como si estuvieras regresando de otra dimensión, la señora que está
al volante del auto contiguo te observa fijo, frunces el ceño reclamándole en
tu pensamiento, «¡Qué tanto me mira!», al voltear tropiezas en el espejo con tus
ojos aguados y enrojecidos y solo atinas a respirar hondo para recomponerte.
Siempre te ocurre lo mismo cuando recuerdas, ¿verdad?, te sentías derrotada,
sin fuerzas. Eras hija única y tus padres te adoraban, al faltar ellos parecías
estar en un subibaja sin peso en uno de los lados, tú con aquella maldita sensación
de abandono y al otro extremo: nada. Al comienzo casi te dejas vencer, pero luego
estudiaste sicología, y aún ahora, después de tanto tiempo te preguntas, cómo
curar estos brotes de angustia y aplicar las teorías que bien conoces a ese corazón
astillado, sellado por fuera, cómo se hace, señora psicóloga, para curar a esa niña
que aún permanece en ti.
Cuando llegó él a tu vida, atravesabas
tu segunda gran crisis, «Demasiado», pensaste, habías trabajado duro para pagar
la universidad y aún así tenías grandes deudas, vivías en un cuarto alquilado
en el centro de Lima, apenas con los servicios básicos; para conseguir un
ascenso y mejorar tu nivel de vida debías obtener tu licenciatura y para ello
hacían falta, dinero y tiempo que no tenías. La angustia hizo presa de ti, pero
desechaste la idea de buscar a tu familia porque ya no querías que el piso se
te moviera, recordando lo que tuviste de pequeña: no solo la seguridad
afectiva, también la tranquilidad económica. Fue en esas circunstancias que
llegó Germán, «a hacerse cargo de tu viejo columpio, ponerle una mano de
pintura, invitarte a sentar en la silleta y empujarte suavemente», fue como
estar en el cielo. Muchas veces te preguntaste cómo fue que ese hombre te
enamoró, y cada vez, sin siquiera haber concluido la pregunta, tus ojos se
cerraban y tu cuerpo cedía, listo para el abrazo. Claro, solo habías conocido
una forma de amor, relacionada íntimamente con la seguridad y él te la ofrecía.
Sí, aquel hombre con veinte años más que tú y que en opinión de tus compañeras
de trabajo no era para ti, «Es muy mayor —decían—, una chica como tú, podría conseguir al hombre que
quisiera, solo mírate». Lo hacías y el espejo te devolvía la imagen de una
mujer de rasgos y formas armoniosas, agradable a la vista, pero envuelta en un
manto de tristeza, solo cuando aquel hombre de metro sesenta, cara redonda,
risa contagiosa y manos tibias, te abrazaba, lo hacía desaparecer. Lo demás fue
llegando de a pocos, él se convirtió en tu mundo y tú no tenías uno, así que
fue muy fácil.
Lo amabas tanto que cuando comenzó a
alejarse de ti, sentiste culpa. Cuán devastadora fue la noticia, que él se
exhibía con una joven menor que tú y se deshacía en atenciones con ella. Te
armaste de valor para merodear por los alrededores de su oficina, te dolió tanto
verlos juntos, era evidente que se había enamorado. La muchacha, separada de su
esposo, solo utilizaba a Germán, era obvia la razón: su dinero, las comodidades
que obtenía de él, el pago del departamento. Él era feliz con sus migajas,
parecía estar sujeto por una cuerda invisible que aquella mujer alejaba y contraía
a su antojo para mantenerlo interesado. «No fue a propósito, no pude evitarlo,
a ti solo te importaban tus estudios y el trabajo», fue su explicación al confrontarlo.
«¿Estás enamorado?», quisiste saber, aun a pesar de estar consciente de que la
respuesta te hundiría en la más profunda oscuridad, «ha vuelto con su esposo y
está embarazada, no quiere saber nada de mí», expresó con tal pesar, que
parecía tener sobre sí, todos los problemas del mundo.
Intentaron continuar, sin embargo él
seguía tras ella cual perrito faldero, era demasiado humillante. Comenzó a
vestir diferente, se compró un auto nuevo, vivía tan preocupado por su aspecto.
«Déjame por favor, ya no puedo vivir así —dijiste—, te agradezco el tiempo de
felicidad que me has dado, te debo todo lo que soy, siempre podrás contar conmigo».
«Pues vaya que se lo tomó en serio», fue lo que se te ocurrió al verlo en tu
puerta después de tantos años, casi no tenía cabello y estaba muy subido de
peso; lo observaste distante y sin embargo, bastó que se acercara para que
descubrieras el efecto que seguía teniendo en ti. Habías logrado un estatus de
vida bastante confortable y convertido en una profesional exitosa pero aquella
parte de ti, la más importante seguía tan endeble como cuando él llegó a tu
vida, terminaste sumida en su abrazo, una vez más. «Estoy en la cuerda floja —te
confió—, quieren deshacerse de mí, qué podría conseguir a esta edad, estoy
viejo y achacoso, solo me faltan unos años para jubilarme, y, bueno… he hecho
algunas cosas no muy santas, comisiones igual que todo el mundo, si me sacan
del puesto y lo descubren, mi nombre quedaría embarrado, podría ir a la cárcel»,
concluyó mientras un sudor copioso humedecía su frente. «Te necesito», dijo tomando
tus manos entre las suyas y con mirada suplicante. «Ahora necesito tu apoyo —reiteró—, sé que solo tú lo harías, ayúdame, es tu turno, yo
lo hice yo contigo», «qué es lo que quieres de mí —preguntaste—,
¿qué quieres que haga?». Apenas una semana después, te convocaron para
realizar un estudio de perfiles en la compañía de alimentos procesados, donde
Germán era gerente.
Continúas en el auto, la avenida
Arequipa con su interminable fila de palmeras y sus vendedores callejeros parece
no tener fin, la temperatura ha subido, manipulas el botón del aire
acondicionado que siempre falla cuando más lo necesitas. De pronto el celular
vibra, miras la hora, es tarde, seguramente es Sandra, debe haber llegado ya a
la consulta. No tienes ganas de escucharla, «haber pasado buena parte del día haciendo
trámites fue suficiente por hoy» te dices, pero de pronto los autos comienzan a
avanzar con fluidez. Por fin puedes girar y allí, a escasos metros ves el
compacto azul de la muchacha. Estacionas de mala gana y subes al edificio. Al llegar,
la secretaria te informa: «la señorita lleva esperando quince minutos», «sí, lo
siento, el tráfico estaba intenso —respondes
fingiendo preocupación—, qué pena». Te
acercas a la joven que está leyendo: piernas cruzadas y al parecer algo
impaciente, por el movimiento constante de un pie. «Hola, dame un minuto para refrescarme.
—Le pides con una sonrisa gentil—. Enseguida te atiendo». Ingresas al
consultorio, el ambiente está fresco, el expediente reposa sobre el escritorio
y una suave melodía te traslada a la quietud de una playa de arena blanca. Estiras
los brazos, mueves la cabeza, abres el legajo y al ver la foto, sin proponértelo,
visualizas el movimiento zigzagueante de una serpiente; sonríes y activas el
intercomunicador: «que pase la paciente». La puerta se abre e ingresa la joven.
Es alta, bien proporcionada y de mirada intensa. El vestido con rayas
verticales que trae puesto le aporta un toque de elegancia y los tacones altos
al caminar complementan aquel aire de armonía en su figura, en tu cabeza aparece
nuevamente la serpiente deslizándose. Aclaras la garganta y comienza la sesión.
Horas más tarde, luego de haber cancelado el resto de tus citas, estás en el
piso superior del consultorio: tu departamento, en bata y con un plato de uvas
en la mano. En el televisor, la pantalla muestra la imagen congelada del rostro
de Sandra. Qué es lo que tanto te molesta, te preguntas, ¿será su aire de
autosuficiencia?, ¿que Germán quiera favorecerla? «a Sandra solo le importa
ascender, no tiene nada contra mí —te dijo cuando le preguntaste, ¿por qué
ella?». El jugo dulce de la uva explota en tu boca. «Podrían haberme impuesto a
cualquiera, concéntrate, Celeste», piensas.
La labor que te encargaron,
consistía en evaluar el perfil de algunos trabajadores, con la finalidad de
encontrar un nuevo gerente que reemplace a Germán. Sostuviste largas charlas
con ellos a fin de conocer y optimizar sus potencialidades, al final quedaron Martín
Yáñez, jefe de auditoría, propuesto por los directivos debido a sus capacidades
probadas; y Sandra, asistente administrativa de logística y calificada por el
gerente saliente como un «diamante en bruto». Por aquellos días, el candidato masculino
se encontraba de vacaciones, no era posible entrevistarlo así que te concentraste
en la muchacha, quien tenía un gran conocimiento del área debido a su
antigüedad y a que había reemplazado en repetidas oportunidades a Germán. En la
primera entrevista, su enojo era visible, recuerdas, no se sentía reconocida y
aunque era consciente de su capacidad, en aquel momento, el desánimo y la
desconfianza la dominaban. «Este estudio solo es una pantalla —dijo—, todos
sabemos que Germán Farías no va a salir de su cargo». Y así pareció ser, pues
en esos días hubo un repentino cambio de directorio, por lo que las cosas
quedaron en estado de espera.
La joven se interesó en el rápido
análisis que le hiciste y te pidió llevar una terapia de forma particular. Al cabo
de un mes, de aquella empática mujer, emergió una persona egoísta y
manipuladora. Fue a través de ella que se hizo visible Martín Yáñez en tu vida,
según la apreciación de la muchacha, era una persona agradable y preocupada por
desarrollar un ambiente cordial en su área. La terapia le devolvió a Sandra la
confianza en sí misma, «tú eres la persona idónea para asumir el cargo», fue tu
dictamen. Curiosamente, a medida que la paciente se fortalecía, la opinión respecto
a su oponente se transformaba, de pronto era descrito como un «jefe protector»
reticente al cambio, quien intentaba por todos los medios mantener el estatus
actual de las cosas haciendo girar las actividades en torno a él, el jefe
«buena gente» del comienzo, se transformó en alguien falto de carácter, un
incapaz.
Sandra aplicó religiosamente tus
consejos, se sabía inteligente, capaz de analizar los conflictos como quien
observa un tablero de ajedrez y con ayuda de la terapia, lo hizo. Martín era su
único oponente válido, le caía bien, pero ella merecía tanto o más aquel
ascenso. Logró disimular sus poses de superioridad y adormecer la ira que tenía
tan a flor de piel, se acercó a él mostrando un interés lo más genuino posible.
Su oponente se sentía a gusto, la hizo su confidente y se volvió dependiente de
sus opiniones; a medida que el tiempo pasaba, la muchacha comenzó a frecuentar
los mismos lugares que visitaba él, por lo que cada vez tenían más temas de
conversación. Martín empezó a tomarla en cuenta, no solo en asuntos personales
sino también en sus planes de trabajo. Sin proponérselo, la fue introduciendo a
la cúpula que antes era reservada para él. La joven no perdió tiempo y exhibió
sus mejores armas: «La sonrisa perenne en el rostro —le habías dicho—, todas
las personas que ostentan cargos son importantes mientras los tengan, luego se
convierten en nadie; son tiempos modernos, la escala de jerarquías es algo que
ya quedó sepultado en el pasado, ahora se celebra la proactividad, muéstrate,
cada plataforma es una excelente oportunidad para hacerte conocer; sonríe todo
el tiempo, aun a aquellos que consideras odiosos, sé gentil y muestra una
actitud conciliadora, ya luego podrás ir afinando tu círculo, aquello que dicen
respecto a que toda persona tiene algo que enseñarnos, es cierto, aunque una
vez aprendido hay que desecharla, si ya no tiene que darte es mejor que la
pases de lado». Su actitud fue cobrando frutos, los directivos percibían que las
propuestas de control interno que exponía Martín, se basaban en el trabajo de ella;
saber que iba avanzando terreno le producía adrenalina y quería más, tenía que
dejar en claro cuán capaz era. Fue uno los colaboradores del señor Yáñez quien
le dijo: «estás poniéndote cabe tú mismo, compadre, ¿no te das cuenta de que
ella te utiliza?, estás preparando a tu competencia»; el candidato masculino comenzó
a prestar atención, la gente sonreía con sarcasmo cuando los veían andar juntos,
era difícil creerlo, sin embargo, empezó a analizarla, la joven se ponía de su
lado en cualquier circunstancia, siempre le daba la razón, decidió tomar
distancia.
Al notar el cambio, Sandra optó por
otra estrategia, a partir de ahora se convertiría en su aprendiz, socia,
compinche y de ser necesario incluso recurriría a la seducción, pasando por
alto el hecho de que le resultaba algo desagradable para esos menesteres por su
edad, ya que era veinticinco años mayor, y ese fastidio solía dispararse a
niveles estratosféricos, aunque bien valía la pena «tragarse ese sapo», debía
ejecutar magistralmente un programa de actuación. Cuando estuviera
completamente a su merced, lo hundiría. Las fichas comenzaron a acomodarse a
favor de la muchacha gracias a sus propias habilidades expuestas y a la
candidez de Martín, y claro, también a la anuencia de Germán, el gerente
saliente; ya era un secreto a voces que la asistente obtendría el ascenso, aunque
siempre se lamentaba ante el señor Yáñez de que las cosas se hubiesen
desarrollado de esa forma, «pero yo voy a protegerte —le decía—, no permitiré
que se deshagan de ti», pensamiento que ella misma y con gran sutileza había
sembrado en él.
Un nuevo directorio retomó la tarea
de ejecutar los cambios. Dado que fuiste la autora de la evaluación, te convocaron
nuevamente para exponer tu trabajo. La cita estaba fijada para el siguiente
mes.
Faltaban aún quince días para reunirte
con el directorio. Era una típica mañana limeña, gris y de garúa intensa. Te
dirigías a realizar unas gestiones en pleno centro financiero de San Isidro.
Luego de dar varias vueltas por la zona sin conseguir un estacionamiento, llena
de enojo, decidiste aparcar en plena calle. Saliste de tu Honda plateado,
menuda como eres, con el cabello teñido en las puntas y maquillaje discreto, el
vestido que llevabas se adhería a la silueta estilizada que lucías luego de una
sesión de lipoescultura realizada una semana atrás. El abrigo de alpaca
impediría que te exhibas en aquel atuendo y que las miradas masculinas giren en
torno a ti, alimentando tu ego recién descubierto, pero hacía frío. Habías
caminado unos pasos cuando alguien dijo tu nombre. Allí estaba Martín. Lo
conocías, claro, a través de Sandra y por las fotos de los legajos del personal,
«¿qué quiere conmigo?», te preguntaste. «Conozco una cochera, licenciada Araujo,
sígame», indicó con una gran sonrisa que dejó al descubierto su dentadura bien
cuidada. «Gracias, ya aparqué», respondiste algo incómoda. «Vamos, Celeste, que
esta calle no es segura», insistió él.
Luego de algunos minutos, salieron ambos
del estacionamiento. Sus modales caballerosos, la sonrisa franca, mirada profunda
y un leve coqueteo en su actitud, lograron cohibirte, no entendías por qué no podías
dejar de sonreír. Sugirió desayunar juntos y aceptaste encantada. Allí, entre
ejecutivos que intercalaban el café recién pasado con las noticias de los
diarios y daban uno que otro mordisco al croissant, «especialidad de la casa», apareció
ante tus ojos un hombre totalmente diferente al que conocías a través de tu
paciente: divorciado luego de un penoso proceso legal, su familia residía en el
extranjero, vivía solo, pero sobre todo era encantador, no te producía
seguridad como Germán, no, este hombre era muy distinto, él avivaba en ti la inquietud,
el deseo. Ya en casa, no podías dejar de pensarlo. Esa misma noche te llamó,
«me contaste de tu gusto por el jazz —dijo—, si
nos damos prisa podemos ir a un bar donde hay presentaciones en vivo, ¿vamos?».
Debido a la gran química entre ustedes, comenzaron a salir frecuentemente. No
podías resistirse a Martín y sus modos de caballero andante, era tan gentil y seductor,
luego de marcharse podías saborear por horas su cercanía al ayudarte a bajar
del auto, el beso cerca de tu boca; su mirada recorriéndote despacio de pies a
cabeza, el aroma varonil impregnado en tu memoria, y junto a todo ese derroche
de seguridad, su tristeza mientras te contaba los pormenores de los
acontecimientos que lo afligían.
Continuaste tratando a Sandra, lo
que te hacía sentir poco profesional, más ahora, que estabas enamorada de aquel
hombre, no podías ser objetiva, la joven insistía en solicitar tu ayuda, era un
momento crucial, había dicho, está por decidirse el ascenso. «¡Cómo ha podido
cambiar tanto!», pensaste cuanto estuvo ante ti, después de algunas semanas, consciente
de que esta mujer acabaría por hundir al hombre que querías. Tus ojos verdes la
auscultaban por encima de las gafas. Si ella te hubiese visto en ese instante, habría
notado cierto brillo extraño en tu mirada, el rictus en tu boca, el respiro que
se extendía irreverente. La observabas con temor, era tu obra tomando posesión
de los acontecimientos, ostentando su capacidad de manipulación, empujando a
Martín a un inmenso y profundo hoyo.
El día de la reunión con el directorio,
aparcaste en plena calle Dasso, era temprano; desde un pequeño pero primoroso
restaurante observabas el discreto edificio con amplios ventanales donde
ingresarías minutos más tarde, mientras repasabas tu estrategia. Era la
oportunidad perfecta para dar un vuelco a las cosas. Una vez instalada en el
salón de reuniones, ante una mesa larga y la mirada atenta de tres
funcionarios, reafirmabas tu dictamen respecto a Sandra, «Es el perfil idóneo
para el cargo, los felicito por su decisión», dijiste con la mirada fija en el
mayor de ellos. Dos funcionarios sonrieron levemente, «son tan jóvenes —pensaste—.
Debe de ser una de las primeras decisiones que toman». El otro tenía alrededor
de sesenta años y claramente esperaba ese algo que quedó en el ambiente al expresar
tu opinión y que solo alguien con experiencia sería capaz de percibir. No hubo
entusiasmo en tus palabras, solo un «pero» flotando en el aire y él lo había notado.
«Continúe por favor, licenciada, indicó haciendo desaparecer la sonrisa de los
otros, qué más tiene que decirnos, usted la ha evaluado, y al resto del
personal, «¿Es aplicable este cambio en el corto plazo? ¿El costo de esta
decisión es algo que deba preocuparnos?» «Bueno, es mi obligación ética y moral
señalarles todas las aristas que se desprenden de una decisión como esta»,
respondiste.
Te sentiste tan bien diciendo eso,
licenciada, retrocediste por un instante a las aulas universitarias, cuando el
profesor hablaba sobre ética y te prometías a ti misma que jamás te alejarías
de esos preceptos. Nadie pudo percibir la sonrisa ilusionada que casi escapa a través
de tu mirada, ni el vértigo, luego, al sujetarte de la mesa porque sentías que
caías a un gran precipicio, porque así fue, ¿verdad?, luego de estar en la
cumbre de tus recuerdos, apareció en tu cabeza el trato que Germán Farías te
ofreciera y que aceptaste en silencio por sus migajas de cariño. Si ellos te
conocieran habrían notado el sudor que comenzaba a formarse en tus sienes y el
leve temblor en tu cabeza; sin embargo, los años te han enseñado a disimularlo
todo y seguiste con la exposición sabiendo que los tenías en la palma de tu
mano.
«Una cosa que estoy obligada a
decirles —continuaste—, es que Sandra ha manifestado en reiteradas
oportunidades su deseo de ejercer fuera del país, pues su nivel académico es bastante
alto». Recorrías con la mirada cada uno de los rostros que escuchaban atentos tu
exposición, «Está funcionando», pensaste y tomando de forma desapasionada el cuadernillo
que contenía el plan sugerido por el directorio: «De acuerdo a la propuesta, se
pretende invertir en formación académica en el nuevo puesto, una maestría,
según dice el punto ocho del informe —agregaste acomodando los anteojos—, aunque… no creo que ella dejaría el puesto
luego de haber aprovechado la maestría que le ofrece la empresa, no, no, claro
que no». Con una mirada disimulada al presidente del directorio, te levantaste,
dando unos pasos con actitud reflexiva. «Otro punto que debe tenerse en cuenta
es cuánto depende el funcionamiento de un área, de la química que hay entre los
trabajadores, o de un óptimo liderazgo. Me refiero a cómo la percibe el resto
del personal, a los cambios que deban hacerse, hay instituciones que optan por
renovar toda el área para evitar conflictos, mmm —reflexionabas dándote
pequeños golpes sobre la nariz con el índice—, y también está su escasa
experiencia en el manejo de personal, pero estoy segura de que ustedes lo
habrán considerado». Finalmente, dijiste regresando a tu asiento y cerrando el
legajo que tenías en las manos: «Estoy convencida de que ella encajará
perfectamente en el cargo con algo de apoyo de la dirección y del gerente
actual, falta tan poco para que se jubile que tal vez deberían aprovechar ese
tiempo para el entrenamiento de la muchacha. Con eso se ganaría mucho».
Una actuación magistral, licenciada,
una deliciosa sutileza digna del mejor de los actores, guiaste al directorio
por la ruta que deseabas: ella no será promovida y Germán seguirá en su cargo,
tu deuda con él estará saldada, «dos pájaros de un tiro», luego te encargarás
de preparar a Martín, sabes el modo. Ganaste, pero, claro, no puedes intuir que,
«el lobo que está en la cima, no está tan hambriento como el que está
escalando”.
Luego de dos semanas de aquella
reunión, el director principal llamó al señor Yáñez a su oficina para
comunicarle que a partir de la fecha se iba a hacer cargo de la gerencia de
logística, este celebró con una sonrisa amplia y franca, esa fue al menos la
impresión que se llevó el funcionario pues lo comentó con los otros miembros
del directorio, «es un hombre de trato cálido y muy seguro de sí mismo», dijo.
Lo que no pudo percibir el directivo
mientras daba la noticia a Martín, fue la celebración maliciosa de este: se
sentía resarcido luego de lo mucho que trabajó para conseguirlo. Recordaba con
satisfacción las dos horas que debió esperar a que apareciera Celeste en la
zona financiera, la mirada de la sicóloga que iba turbándose mientras él exhibía
su galantería, hasta hubo un instante en que casi se dejó llevar por aquel sentimiento
tibio que generaba su presencia, pero ella solo era un elemento útil en su propósito
así que disfrutó mientras pudo. «Las personas pueden ser lo que desees —le dijo
alguien alguna vez—, pueden ser un lugar de cobijo, un referente del hilo que
teje tu vida, pero también pueden ser obstáculos o piedras que puedes utilizar
para construir tu edificio», y aunque sentía pena, primero estaba su objetivo
así que no dudó en utilizarla, pero lo que le produjo mayor deleite fue el
momento de la estocada final, cuando le contó a la secretaria del director lo
que descubrió respecto a la colusión entre Germán y Celeste, «yo no puedo con
esto, es demasiado —había dicho visiblemente consternado—, es un hombre que está
a punto de jubilarse, no creo que pueda ponerlo en evidencia», el brillo en los
ojos de la secretaria al nutrir su deseo de chisme con la noticia que cayó en
tierra fértil. Las cosas comenzarían a andar solas.
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