miércoles, 31 de mayo de 2017

Escrúpulos

Eliana Argote Saavedra


Sensación de bochorno y congestión vehicular, «Qué fastidio», piensas. Te sientes abrumada y para rematar el asunto, al llegar deberás escuchar las sandeces de tu paciente. Estiras el brazo para encender la radio, el flujo de autos se ha detenido. Relajarte, poner la mente en blanco y permitir que la música despierte tus recuerdos, esos que provocan una sonrisa aunque marquen arrugas en la piel, añoranzas que te hacen olvidar que ya no eres una jovencita. Si alguien estuviese mirándote creería que estás loca, sí, loca, como cuando tenías quince y recorrías la plazoleta en sandalias, saboreando a lengüetadas el helado de crema que tanto te gustaba y que siempre se derretía sobre tu mano; sentada en una banca, protegida por la sombra de un árbol y con el mayor desenfado lo lamías directamente de la piel aunque estuvieras en medio de la calle, piernas estiradas en un minúsculo short rosa, tu preferido; en esa época no era tan importante la gente, ¿recuerdas?, claro que de pronto las cosas cambiaron y la seguridad que tenías al lado de tu familia en aquel bello puerto del norte, desapareció con la partida de tus padres al exterior por cuestiones de trabajo y su posterior muerte en un accidente de auto, apenas unos meses después. Vivías con unos tíos, pero al cumplir los dieciocho y luego de haber terminado el colegio viajaste a Lima sin avisar a nadie, con lo poco que conseguiste tras vender algunas cosas: fantasía fina, algunas carteras.

Una mirada persistente te hace girar la cabeza como si estuvieras regresando de otra dimensión, la señora que está al volante del auto contiguo te observa fijo, frunces el ceño reclamándole en tu pensamiento, «¡Qué tanto me mira!», al voltear tropiezas en el espejo con tus ojos aguados y enrojecidos y solo atinas a respirar hondo para recomponerte. Siempre te ocurre lo mismo cuando recuerdas, ¿verdad?, te sentías derrotada, sin fuerzas. Eras hija única y tus padres te adoraban, al faltar ellos parecías estar en un subibaja sin peso en uno de los lados, tú con aquella maldita sensación de abandono y al otro extremo: nada. Al comienzo casi te dejas vencer, pero luego estudiaste sicología, y aún ahora, después de tanto tiempo te preguntas, cómo curar estos brotes de angustia y aplicar las teorías que bien conoces a ese corazón astillado, sellado por fuera, cómo se hace, señora psicóloga, para curar a esa niña que aún permanece en ti.

Cuando llegó él a tu vida, atravesabas tu segunda gran crisis, «Demasiado», pensaste, habías trabajado duro para pagar la universidad y aún así tenías grandes deudas, vivías en un cuarto alquilado en el centro de Lima, apenas con los servicios básicos; para conseguir un ascenso y mejorar tu nivel de vida debías obtener tu licenciatura y para ello hacían falta, dinero y tiempo que no tenías. La angustia hizo presa de ti, pero desechaste la idea de buscar a tu familia porque ya no querías que el piso se te moviera, recordando lo que tuviste de pequeña: no solo la seguridad afectiva, también la tranquilidad económica. Fue en esas circunstancias que llegó Germán, «a hacerse cargo de tu viejo columpio, ponerle una mano de pintura, invitarte a sentar en la silleta y empujarte suavemente», fue como estar en el cielo. Muchas veces te preguntaste cómo fue que ese hombre te enamoró, y cada vez, sin siquiera haber concluido la pregunta, tus ojos se cerraban y tu cuerpo cedía, listo para el abrazo. Claro, solo habías conocido una forma de amor, relacionada íntimamente con la seguridad y él te la ofrecía. Sí, aquel hombre con veinte años más que tú y que en opinión de tus compañeras de trabajo no era para ti, «Es muy mayor —decían—, una chica como tú, podría conseguir al hombre que quisiera, solo mírate». Lo hacías y el espejo te devolvía la imagen de una mujer de rasgos y formas armoniosas, agradable a la vista, pero envuelta en un manto de tristeza, solo cuando aquel hombre de metro sesenta, cara redonda, risa contagiosa y manos tibias, te abrazaba, lo hacía desaparecer. Lo demás fue llegando de a pocos, él se convirtió en tu mundo y tú no tenías uno, así que fue muy fácil.

Lo amabas tanto que cuando comenzó a alejarse de ti, sentiste culpa. Cuán devastadora fue la noticia, que él se exhibía con una joven menor que tú y se deshacía en atenciones con ella. Te armaste de valor para merodear por los alrededores de su oficina, te dolió tanto verlos juntos, era evidente que se había enamorado. La muchacha, separada de su esposo, solo utilizaba a Germán, era obvia la razón: su dinero, las comodidades que obtenía de él, el pago del departamento. Él era feliz con sus migajas, parecía estar sujeto por una cuerda invisible que aquella mujer alejaba y contraía a su antojo para mantenerlo interesado. «No fue a propósito, no pude evitarlo, a ti solo te importaban tus estudios y el trabajo», fue su explicación al confrontarlo. «¿Estás enamorado?», quisiste saber, aun a pesar de estar consciente de que la respuesta te hundiría en la más profunda oscuridad, «ha vuelto con su esposo y está embarazada, no quiere saber nada de mí», expresó con tal pesar, que parecía tener sobre sí, todos los problemas del mundo.

Intentaron continuar, sin embargo él seguía tras ella cual perrito faldero, era demasiado humillante. Comenzó a vestir diferente, se compró un auto nuevo, vivía tan preocupado por su aspecto. «Déjame por favor, ya no puedo vivir así —dijiste—, te agradezco el tiempo de felicidad que me has dado, te debo todo lo que soy, siempre podrás contar conmigo». «Pues vaya que se lo tomó en serio», fue lo que se te ocurrió al verlo en tu puerta después de tantos años, casi no tenía cabello y estaba muy subido de peso; lo observaste distante y sin embargo, bastó que se acercara para que descubrieras el efecto que seguía teniendo en ti. Habías logrado un estatus de vida bastante confortable y convertido en una profesional exitosa pero aquella parte de ti, la más importante seguía tan endeble como cuando él llegó a tu vida, terminaste sumida en su abrazo, una vez más. «Estoy en la cuerda floja —te confió—, quieren deshacerse de mí, qué podría conseguir a esta edad, estoy viejo y achacoso, solo me faltan unos años para jubilarme, y, bueno… he hecho algunas cosas no muy santas, comisiones igual que todo el mundo, si me sacan del puesto y lo descubren, mi nombre quedaría embarrado, podría ir a la cárcel», concluyó mientras un sudor copioso humedecía su frente. «Te necesito», dijo tomando tus manos entre las suyas y con mirada suplicante. «Ahora necesito tu apoyo reiteró—, sé que solo tú lo harías, ayúdame, es tu turno, yo lo hice yo contigo», «qué es lo que quieres de mí preguntaste—, ¿qué quieres que haga?». Apenas una semana después, te convocaron para realizar un estudio de perfiles en la compañía de alimentos procesados, donde Germán era gerente.


Continúas en el auto, la avenida Arequipa con su interminable fila de palmeras y sus vendedores callejeros parece no tener fin, la temperatura ha subido, manipulas el botón del aire acondicionado que siempre falla cuando más lo necesitas. De pronto el celular vibra, miras la hora, es tarde, seguramente es Sandra, debe haber llegado ya a la consulta. No tienes ganas de escucharla, «haber pasado buena parte del día haciendo trámites fue suficiente por hoy» te dices, pero de pronto los autos comienzan a avanzar con fluidez. Por fin puedes girar y allí, a escasos metros ves el compacto azul de la muchacha. Estacionas de mala gana y subes al edificio. Al llegar, la secretaria te informa: «la señorita lleva esperando quince minutos», «sí, lo siento, el tráfico estaba intenso —respondes fingiendo preocupación—, qué pena». Te acercas a la joven que está leyendo: piernas cruzadas y al parecer algo impaciente, por el movimiento constante de un pie. «Hola, dame un minuto para refrescarme. —Le pides con una sonrisa gentil—. Enseguida te atiendo». Ingresas al consultorio, el ambiente está fresco, el expediente reposa sobre el escritorio y una suave melodía te traslada a la quietud de una playa de arena blanca. Estiras los brazos, mueves la cabeza, abres el legajo y al ver la foto, sin proponértelo, visualizas el movimiento zigzagueante de una serpiente; sonríes y activas el intercomunicador: «que pase la paciente». La puerta se abre e ingresa la joven. Es alta, bien proporcionada y de mirada intensa. El vestido con rayas verticales que trae puesto le aporta un toque de elegancia y los tacones altos al caminar complementan aquel aire de armonía en su figura, en tu cabeza aparece nuevamente la serpiente deslizándose. Aclaras la garganta y comienza la sesión. Horas más tarde, luego de haber cancelado el resto de tus citas, estás en el piso superior del consultorio: tu departamento, en bata y con un plato de uvas en la mano. En el televisor, la pantalla muestra la imagen congelada del rostro de Sandra. Qué es lo que tanto te molesta, te preguntas, ¿será su aire de autosuficiencia?, ¿que Germán quiera favorecerla? «a Sandra solo le importa ascender, no tiene nada contra mí —te dijo cuando le preguntaste, ¿por qué ella?». El jugo dulce de la uva explota en tu boca. «Podrían haberme impuesto a cualquiera, concéntrate, Celeste», piensas.


La labor que te encargaron, consistía en evaluar el perfil de algunos trabajadores, con la finalidad de encontrar un nuevo gerente que reemplace a Germán. Sostuviste largas charlas con ellos a fin de conocer y optimizar sus potencialidades, al final quedaron Martín Yáñez, jefe de auditoría, propuesto por los directivos debido a sus capacidades probadas; y Sandra, asistente administrativa de logística y calificada por el gerente saliente como un «diamante en bruto». Por aquellos días, el candidato masculino se encontraba de vacaciones, no era posible entrevistarlo así que te concentraste en la muchacha, quien tenía un gran conocimiento del área debido a su antigüedad y a que había reemplazado en repetidas oportunidades a Germán. En la primera entrevista, su enojo era visible, recuerdas, no se sentía reconocida y aunque era consciente de su capacidad, en aquel momento, el desánimo y la desconfianza la dominaban. «Este estudio solo es una pantalla —dijo—, todos sabemos que Germán Farías no va a salir de su cargo». Y así pareció ser, pues en esos días hubo un repentino cambio de directorio, por lo que las cosas quedaron en estado de espera.

La joven se interesó en el rápido análisis que le hiciste y te pidió llevar una terapia de forma particular. Al cabo de un mes, de aquella empática mujer, emergió una persona egoísta y manipuladora. Fue a través de ella que se hizo visible Martín Yáñez en tu vida, según la apreciación de la muchacha, era una persona agradable y preocupada por desarrollar un ambiente cordial en su área. La terapia le devolvió a Sandra la confianza en sí misma, «tú eres la persona idónea para asumir el cargo», fue tu dictamen. Curiosamente, a medida que la paciente se fortalecía, la opinión respecto a su oponente se transformaba, de pronto era descrito como un «jefe protector» reticente al cambio, quien intentaba por todos los medios mantener el estatus actual de las cosas haciendo girar las actividades en torno a él, el jefe «buena gente» del comienzo, se transformó en alguien falto de carácter, un incapaz.

Sandra aplicó religiosamente tus consejos, se sabía inteligente, capaz de analizar los conflictos como quien observa un tablero de ajedrez y con ayuda de la terapia, lo hizo. Martín era su único oponente válido, le caía bien, pero ella merecía tanto o más aquel ascenso. Logró disimular sus poses de superioridad y adormecer la ira que tenía tan a flor de piel, se acercó a él mostrando un interés lo más genuino posible. Su oponente se sentía a gusto, la hizo su confidente y se volvió dependiente de sus opiniones; a medida que el tiempo pasaba, la muchacha comenzó a frecuentar los mismos lugares que visitaba él, por lo que cada vez tenían más temas de conversación. Martín empezó a tomarla en cuenta, no solo en asuntos personales sino también en sus planes de trabajo. Sin proponérselo, la fue introduciendo a la cúpula que antes era reservada para él. La joven no perdió tiempo y exhibió sus mejores armas: «La sonrisa perenne en el rostro —le habías dicho—, todas las personas que ostentan cargos son importantes mientras los tengan, luego se convierten en nadie; son tiempos modernos, la escala de jerarquías es algo que ya quedó sepultado en el pasado, ahora se celebra la proactividad, muéstrate, cada plataforma es una excelente oportunidad para hacerte conocer; sonríe todo el tiempo, aun a aquellos que consideras odiosos, sé gentil y muestra una actitud conciliadora, ya luego podrás ir afinando tu círculo, aquello que dicen respecto a que toda persona tiene algo que enseñarnos, es cierto, aunque una vez aprendido hay que desecharla, si ya no tiene que darte es mejor que la pases de lado». Su actitud fue cobrando frutos, los directivos percibían que las propuestas de control interno que exponía Martín, se basaban en el trabajo de ella; saber que iba avanzando terreno le producía adrenalina y quería más, tenía que dejar en claro cuán capaz era. Fue uno los colaboradores del señor Yáñez quien le dijo: «estás poniéndote cabe tú mismo, compadre, ¿no te das cuenta de que ella te utiliza?, estás preparando a tu competencia»; el candidato masculino comenzó a prestar atención, la gente sonreía con sarcasmo cuando los veían andar juntos, era difícil creerlo, sin embargo, empezó a analizarla, la joven se ponía de su lado en cualquier circunstancia, siempre le daba la razón, decidió tomar distancia.

Al notar el cambio, Sandra optó por otra estrategia, a partir de ahora se convertiría en su aprendiz, socia, compinche y de ser necesario incluso recurriría a la seducción, pasando por alto el hecho de que le resultaba algo desagradable para esos menesteres por su edad, ya que era veinticinco años mayor, y ese fastidio solía dispararse a niveles estratosféricos, aunque bien valía la pena «tragarse ese sapo», debía ejecutar magistralmente un programa de actuación. Cuando estuviera completamente a su merced, lo hundiría. Las fichas comenzaron a acomodarse a favor de la muchacha gracias a sus propias habilidades expuestas y a la candidez de Martín, y claro, también a la anuencia de Germán, el gerente saliente; ya era un secreto a voces que la asistente obtendría el ascenso, aunque siempre se lamentaba ante el señor Yáñez de que las cosas se hubiesen desarrollado de esa forma, «pero yo voy a protegerte le decía—, no permitiré que se deshagan de ti», pensamiento que ella misma y con gran sutileza había sembrado en él.


Un nuevo directorio retomó la tarea de ejecutar los cambios. Dado que fuiste la autora de la evaluación, te convocaron nuevamente para exponer tu trabajo. La cita estaba fijada para el siguiente mes.


Faltaban aún quince días para reunirte con el directorio. Era una típica mañana limeña, gris y de garúa intensa. Te dirigías a realizar unas gestiones en pleno centro financiero de San Isidro. Luego de dar varias vueltas por la zona sin conseguir un estacionamiento, llena de enojo, decidiste aparcar en plena calle. Saliste de tu Honda plateado, menuda como eres, con el cabello teñido en las puntas y maquillaje discreto, el vestido que llevabas se adhería a la silueta estilizada que lucías luego de una sesión de lipoescultura realizada una semana atrás. El abrigo de alpaca impediría que te exhibas en aquel atuendo y que las miradas masculinas giren en torno a ti, alimentando tu ego recién descubierto, pero hacía frío. Habías caminado unos pasos cuando alguien dijo tu nombre. Allí estaba Martín. Lo conocías, claro, a través de Sandra y por las fotos de los legajos del personal, «¿qué quiere conmigo?», te preguntaste. «Conozco una cochera, licenciada Araujo, sígame», indicó con una gran sonrisa que dejó al descubierto su dentadura bien cuidada. «Gracias, ya aparqué», respondiste algo incómoda. «Vamos, Celeste, que esta calle no es segura», insistió él.

Luego de algunos minutos, salieron ambos del estacionamiento. Sus modales caballerosos, la sonrisa franca, mirada profunda y un leve coqueteo en su actitud, lograron cohibirte, no entendías por qué no podías dejar de sonreír. Sugirió desayunar juntos y aceptaste encantada. Allí, entre ejecutivos que intercalaban el café recién pasado con las noticias de los diarios y daban uno que otro mordisco al croissant, «especialidad de la casa», apareció ante tus ojos un hombre totalmente diferente al que conocías a través de tu paciente: divorciado luego de un penoso proceso legal, su familia residía en el extranjero, vivía solo, pero sobre todo era encantador, no te producía seguridad como Germán, no, este hombre era muy distinto, él avivaba en ti la inquietud, el deseo. Ya en casa, no podías dejar de pensarlo. Esa misma noche te llamó, «me contaste de tu gusto por el jazz —dijo—, si nos damos prisa podemos ir a un bar donde hay presentaciones en vivo, ¿vamos?». Debido a la gran química entre ustedes, comenzaron a salir frecuentemente. No podías resistirse a Martín y sus modos de caballero andante, era tan gentil y seductor, luego de marcharse podías saborear por horas su cercanía al ayudarte a bajar del auto, el beso cerca de tu boca; su mirada recorriéndote despacio de pies a cabeza, el aroma varonil impregnado en tu memoria, y junto a todo ese derroche de seguridad, su tristeza mientras te contaba los pormenores de los acontecimientos que lo afligían.


Continuaste tratando a Sandra, lo que te hacía sentir poco profesional, más ahora, que estabas enamorada de aquel hombre, no podías ser objetiva, la joven insistía en solicitar tu ayuda, era un momento crucial, había dicho, está por decidirse el ascenso. «¡Cómo ha podido cambiar tanto!», pensaste cuanto estuvo ante ti, después de algunas semanas, consciente de que esta mujer acabaría por hundir al hombre que querías. Tus ojos verdes la auscultaban por encima de las gafas. Si ella te hubiese visto en ese instante, habría notado cierto brillo extraño en tu mirada, el rictus en tu boca, el respiro que se extendía irreverente. La observabas con temor, era tu obra tomando posesión de los acontecimientos, ostentando su capacidad de manipulación, empujando a Martín a un inmenso y profundo hoyo.


El día de la reunión con el directorio, aparcaste en plena calle Dasso, era temprano; desde un pequeño pero primoroso restaurante observabas el discreto edificio con amplios ventanales donde ingresarías minutos más tarde, mientras repasabas tu estrategia. Era la oportunidad perfecta para dar un vuelco a las cosas. Una vez instalada en el salón de reuniones, ante una mesa larga y la mirada atenta de tres funcionarios, reafirmabas tu dictamen respecto a Sandra, «Es el perfil idóneo para el cargo, los felicito por su decisión», dijiste con la mirada fija en el mayor de ellos. Dos funcionarios sonrieron levemente, «son tan jóvenes —pensaste—. Debe de ser una de las primeras decisiones que toman». El otro tenía alrededor de sesenta años y claramente esperaba ese algo que quedó en el ambiente al expresar tu opinión y que solo alguien con experiencia sería capaz de percibir. No hubo entusiasmo en tus palabras, solo un «pero» flotando en el aire y él lo había notado. «Continúe por favor, licenciada, indicó haciendo desaparecer la sonrisa de los otros, qué más tiene que decirnos, usted la ha evaluado, y al resto del personal, «¿Es aplicable este cambio en el corto plazo? ¿El costo de esta decisión es algo que deba preocuparnos?» «Bueno, es mi obligación ética y moral señalarles todas las aristas que se desprenden de una decisión como esta», respondiste.

Te sentiste tan bien diciendo eso, licenciada, retrocediste por un instante a las aulas universitarias, cuando el profesor hablaba sobre ética y te prometías a ti misma que jamás te alejarías de esos preceptos. Nadie pudo percibir la sonrisa ilusionada que casi escapa a través de tu mirada, ni el vértigo, luego, al sujetarte de la mesa porque sentías que caías a un gran precipicio, porque así fue, ¿verdad?, luego de estar en la cumbre de tus recuerdos, apareció en tu cabeza el trato que Germán Farías te ofreciera y que aceptaste en silencio por sus migajas de cariño. Si ellos te conocieran habrían notado el sudor que comenzaba a formarse en tus sienes y el leve temblor en tu cabeza; sin embargo, los años te han enseñado a disimularlo todo y seguiste con la exposición sabiendo que los tenías en la palma de tu mano.

«Una cosa que estoy obligada a decirles —continuaste—, es que Sandra ha manifestado en reiteradas oportunidades su deseo de ejercer fuera del país, pues su nivel académico es bastante alto». Recorrías con la mirada cada uno de los rostros que escuchaban atentos tu exposición, «Está funcionando», pensaste y tomando de forma desapasionada el cuadernillo que contenía el plan sugerido por el directorio: «De acuerdo a la propuesta, se pretende invertir en formación académica en el nuevo puesto, una maestría, según dice el punto ocho del informe —agregaste acomodando los anteojos—,  aunque… no creo que ella dejaría el puesto luego de haber aprovechado la maestría que le ofrece la empresa, no, no, claro que no». Con una mirada disimulada al presidente del directorio, te levantaste, dando unos pasos con actitud reflexiva. «Otro punto que debe tenerse en cuenta es cuánto depende el funcionamiento de un área, de la química que hay entre los trabajadores, o de un óptimo liderazgo. Me refiero a cómo la percibe el resto del personal, a los cambios que deban hacerse, hay instituciones que optan por renovar toda el área para evitar conflictos, mmm —reflexionabas dándote pequeños golpes sobre la nariz con el índice—, y también está su escasa experiencia en el manejo de personal, pero estoy segura de que ustedes lo habrán considerado». Finalmente, dijiste regresando a tu asiento y cerrando el legajo que tenías en las manos: «Estoy convencida de que ella encajará perfectamente en el cargo con algo de apoyo de la dirección y del gerente actual, falta tan poco para que se jubile que tal vez deberían aprovechar ese tiempo para el entrenamiento de la muchacha. Con eso se ganaría mucho».

Una actuación magistral, licenciada, una deliciosa sutileza digna del mejor de los actores, guiaste al directorio por la ruta que deseabas: ella no será promovida y Germán seguirá en su cargo, tu deuda con él estará saldada, «dos pájaros de un tiro», luego te encargarás de preparar a Martín, sabes el modo. Ganaste, pero, claro, no puedes intuir que, «el lobo que está en la cima, no está tan hambriento como el que está escalando”.


Luego de dos semanas de aquella reunión, el director principal llamó al señor Yáñez a su oficina para comunicarle que a partir de la fecha se iba a hacer cargo de la gerencia de logística, este celebró con una sonrisa amplia y franca, esa fue al menos la impresión que se llevó el funcionario pues lo comentó con los otros miembros del directorio, «es un hombre de trato cálido y muy seguro de sí mismo», dijo.

Lo que no pudo percibir el directivo mientras daba la noticia a Martín, fue la celebración maliciosa de este: se sentía resarcido luego de lo mucho que trabajó para conseguirlo. Recordaba con satisfacción las dos horas que debió esperar a que apareciera Celeste en la zona financiera, la mirada de la sicóloga que iba turbándose mientras él exhibía su galantería, hasta hubo un instante en que casi se dejó llevar por aquel sentimiento tibio que generaba su presencia, pero ella solo era un elemento útil en su propósito así que disfrutó mientras pudo. «Las personas pueden ser lo que desees —le dijo alguien alguna vez—, pueden ser un lugar de cobijo, un referente del hilo que teje tu vida, pero también pueden ser obstáculos o piedras que puedes utilizar para construir tu edificio», y aunque sentía pena, primero estaba su objetivo así que no dudó en utilizarla, pero lo que le produjo mayor deleite fue el momento de la estocada final, cuando le contó a la secretaria del director lo que descubrió respecto a la colusión entre Germán y Celeste, «yo no puedo con esto, es demasiado —había dicho visiblemente consternado—, es un hombre que está a punto de jubilarse, no creo que pueda ponerlo en evidencia», el brillo en los ojos de la secretaria al nutrir su deseo de chisme con la noticia que cayó en tierra fértil. Las cosas comenzarían a andar solas.

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