Julián Eduardo Cervantes Cadena
Era un pueblo remoto que funcionaba
como zona de descanso para camioneros y turistas que recorrían el país de costa
a costa. A escasos diez kilómetros de la carretera principal se encontraba el
centro del condado, un lugar llamado White Gums: un sitio tranquilo lleno de pequeños y pintorescos hostales, lo
suficientemente lejos de las grandes ciudades para convertirse en una parada
obligada, pero a la vez muy cerca para transformarse en un sitio con una
economía activa y próspera. El centro contaba con todo lo que una población
necesita: restaurantes, una estación de bomberos y policía, el ayuntamiento, un
pequeño hospital y varias tiendas de abarrotes, frutas e incluso una ferretería
muy bien abastecida y un local para la venta de productos tecnológicos. La
gente amable, trabajadora y con alma campestre, hacían muy acogedor al condado
de Brockville. Una zona privilegiada por la agricultura, rodeada de grandes y
medianas haciendas de recursos naturales inagotables, un área que aunque tenía
cuatro estaciones, su clima no llegaba a temperaturas extremas, lo que la hacía
fértil durante todo el año.
Al no contar con más de once mil habitantes,
todos se consideraban “vecinos” a pesar de las distancias que se interponían
entre casas; los vastos sembríos hacían que las propiedades se midieran en
hectáreas y pese a que casi ninguna poseía un cerramiento que delimitara su
territorio, los dominios de cada granjero eran respetados por un pacto de
caballeros, algo común en esta región.
Era una tarde otoñal del noventa y
seis, una estación que en este lugar, poseía características distintas a las
del resto del país, las temperaturas bajaban y la lluvia se hacía presente cada
segundo día, pero los árboles seguían floreciendo y las precipitaciones nunca
alcanzaban a generar inundaciones. El pueblo se encontraba reunido en el
cementerio, era el último adiós para el señor Ernest McNielsen, uno de los
hombres más respetados de la élite local, gran empresario, terrateniente y
pionero del pequeño pueblo, cuya fundación se basó en el asentamiento de
citadinos acaudalados en busca de una forma tranquila de expandir su
patrimonio; viudo de Rose McNielsen, que falleció cinco años atrás por un
cáncer de hígado, a quien casi no le dio tiempo de despedirse de su esposo y su
única hija Helen.
La joven, heredera de más de diez
mil hectáreas de tierra productiva, se quedaba totalmente sola a sus veinte
años. Sus padres no tenían más familia que ella, los dos fueron hijos únicos de
acaudalados migrantes europeos que abandonaron el viejo continente, junto a
todas sus riquezas, a causa de la Primera Guerra Mundial. A Helen le tocó
interrumpir momentáneamente sus estudios universitarios para poder asistir al
velorio de su padre, quien después de enviudar dedicó más tiempo del que debía a
la administración de la gran hacienda.
Helen llegó a Sunny Valley, una
mansión de un poco más de cinco mil metros cuadrados, de un color cobrizo y una
arquitectura rústica muy apropiada para estar situada en medio del campo. Las ocho
habitaciones que tenía la propiedad, se sentían desoladas, sobre todo el
despacho que se ubicaba en el primer piso y el dormitorio de sus padres, la
única construcción del tercer y último piso.
Llena de tristeza y nostalgia, Helen
se sentó en la gran e imponente silla de cuero negro en la que tanto tiempo
pasó su padre tomando decisiones claves para lograr forjar el imperio agrícola,
del cual ella era la nueva propietaria. Miró el gran despacho, que con dos
pisos de altura se convertía en la habitación más grande de la casa, desde una
perspectiva que nunca había visto, «es la primera vez que me siento aquí» pensó
mientras los ojos se le llenaban una vez más de lágrimas.
Pasaron varios minutos en los que Helen
deambuló en su mente, meditando sobre su futuro, pero más tiempo lo dedicó a
reflexionar sobre su pasado, los alegres momentos en esa casa, los paseos a
caballo por la pradera, acompañando a sus padres en recorridos diarios por la
plantación, supervisando a peones que eran muy bien tratados por su familia en los
agasajos organizados anualmente en navidad. Helen quiso revivir los momentos en
los que todo era perfecto, los que parecen cotidianos, pero terminan
convirtiéndose en especiales. Las paredes del despacho estaban cubiertas por
grandes bibliotecas, la mayoría de los libros eran de contabilidad y materias
pertinentes a la administración de un negocio como el de los McNielsen, pero en
una esquina su padre tenía una estantería personal, llena de álbumes de fotos,
reliquias heredadas y muchos papeles sobre la historia de la familia que se
remonta a varios siglos atrás.
Con delicadeza, Helen tomó uno de
los álbumes, era del año setenta y ocho, sus padres promediarían los cuarenta y
ella apenas llegaba a los dos años. Cientos de fotos, en todas, la pequeña Helen
era la protagonista, acompañada de alguno de sus padres o incluso sola, en diferentes
partes de la casa o en uno que otro paseo al río que atravesaba la enorme
propiedad. Pasó la noche ojeando imágenes que la llenaban de recuerdos, en las
que salían los tres, ella empezó con las de sus padres cuando solo eran una pareja
enamorada y trabajadora. Estaban ordenadas cronológicamente, algo común en un
hogar regido por la meticulosidad. La boda, viajes, la construcción de Sunny Valley y sus primeros pasos como
exitosos agricultores. Al finalizar la noche, Helen terminó de observar todos los
recuerdos gráficos dejados por sus padres. Al pasar la última página cayó en
cuenta de algo un poco perturbador, pese a la gran cantidad de fotografías, nunca
encontró una de su madre encinta. Ese pensamiento incómodo la acompañó lo que
restaba de la madrugada, sin dejarla dormir.
La mañana otoñal inició con un cielo
despejado y un sol radiante que muy poco calentaba. Helen todavía en su
abrigada piyama se encontraba en la cocina, que en un solo ambiente colindaba
con el comedor y la sala privada de la familia, disfrutando de un café
caliente, con su cabeza dando vueltas, llena de incertidumbre. Sin pensarlo, se
fue directo al despacho para revisar una vez más las fotos. Al finalizar no
solo confirmó la ausencia de fotografías de su madre embarazada, sino que
también se dio cuenta de que su retrato más antiguo era del año setenta y ocho,
dos años después de su nacimiento. Su primer pensamiento fue: «Todas esas fotos
deben de estar en un solo álbum», pero este, nunca apareció.
Es verdad que físicamente Helen no
se parecía a ninguno de sus padres, sus rasgos eran un poco más irlandeses, su
pelo rojizo, no se parecía al castaño claro de su padre ni al negro azabache de
su madre, pese a que la tez de los tres era blanca como la nieve, sus rasgos
eran un poco más toscos que cualquiera de sus dos progenitores, la mirada de Helen
era penetrante y agresiva, pero la de su padre tenía la tendencia a ser dulce y
los ojos verdes de su madre reflejaban un poco de tristeza.
«Si mis padres me adoptaron, debe de
haber algún tipo de documento que lo avale» pensó Helen mientras se levantaba
del piso, decorado con una fina alfombra persa, en la que tenía regadas las
cientos de fotos de su familia. El aparador personal de Ernest McNielsen
escondía un gran secreto. Más de cincuenta libros y un centenar de carpetas
llenos de documentos, que narraban la historia de la familia. Uno por uno, Helen
empezó a revisar cada hoja, cada documento y cada firma que estaba en esa
estantería. La revisión tardó casi dos días, con sus respectivas noches,
después de todo este trajín, lo único extraño que la atormentada chica pudo
encontrar fue una serie de pagos sospechosos realizados a un señor llamado Henry
Coldbert; estos desembolsos, coincidían con las fechas en las que pudo
realizarse su adopción, además que no tenían ningún sustento en cuanto al
detalle, no decía por qué se realizó y el monto era bastante alto como para ignorarlo.
Helen sabía que la adopción era
gratuita, por eso le resultaba extraño todo esto. Decidió llamar a La División de
Servicios Familiares del Estado, ente regulador para la adopción de los niños.
–División de servicios familiares,
habla Emily, ¿en qué puedo ayudarle? –una voz joven y amable contestaba el
teléfono.
–Hola, mi nombre es Helen McNielse,
y me gustaría tener información sobre una adopción –preguntó llena de confianza.
–La verdad, esa información es
clasificada.
–Me imagino, pero yo soy la persona
a la que adoptaron, y quería saber si es posible que me ayuden.
–Está bien, pero es mejor si vienes
en persona para aclarar tus dudas.
El viaje a Little Rock, capital del Estado, inició ese mismo día y duró unas
cinco horas, así que cuando Helen llegó, decidió ir a un hotel y descansar, a
la mañana siguiente acudiría a revisar los expedientes de su adopción.
Helen concretó una cita con Emily
para poder facilitar la búsqueda. Los archivos de adopción estaban en una
oscura y fría bodega, estanterías de cuatro metros de alto llenas de cajas con
los papeles de cada uno de los niños adoptados en el estado.
–¿En qué año crees que fuiste
adoptada? –preguntó Emily, una chica de unos treinta años, de origen latino,
que se veía mucho más joven que ella, gracias a su corta estatura que contrastaba
con el casi metro ochenta que medía Helen.
–Según mis cálculos entre el
setenta y seis y el setenta y ocho –dijo Helen.
–Esos archivos están por acá,
espérame mientras los busco.
–Me puedes indicar y yo los busco,
no quiero quitarte tiempo, seguro tienes que hacer otras cosas –dijo Helen
tratando de no incomodar a la amable chica.
–No puedo dejarte sola en los
archivos, es más, no puedo mostrarte ningún archivo que no sea el tuyo, tú
debes esperarme, la información es muy confidencial –El rostro de Helen
reflejó su sorpresa y malestar–. Ya sabes, para proteger a los niños.
–Está bien, te espero acá.
Después de dos horas, Emily llegó
con una carpeta, pero sus grandes ojos negros mostraban desilusión.
–Mira esto fue lo que pude
encontrar, será mejor que tú misma lo leas.
El documento tenía como título:
Rose y Ernest McNielse. Era el archivo
de sus padres, no el de su adopción.
Emily veía con atención el rostro
de Helen, sabía que lo que encontraría en esos papeles la sorprendería y a la
vez le fomentaría más preguntas a su vida.
El rostro de sorpresa hizo que los
ojos verdes de Helen se encendieran por el miedo.
–¡No puede ser!, ¿lo que dice aquí
es cierto? –dijo Helen.
–Lo siento –le dijo Emily tratando
de entender su pena.
–Pero esto solo quiere decir que la
petición de mis padres fue negada en este estado, puede que venga de otro lugar
del país. –El rostro de Helen se ilumino y se llenó de esperanza mientras se
auto convencía de esto.
–Una vez que la petición es negada
en un estado, es negada en todo el país –Los ojos de Helen se llenaban de
lágrimas–. Y es una negativa perpetua.
–¿Cuáles fueron las razones para la
negativa? –preguntó Helen mientras pasaba las páginas del expediente de sus
padres.
Rose McNielsen en su juventud tuvo
un grave problema con el alcohol, lo que provocó que en más de una ocasión
fuera internada en un centro de rehabilitación.
Sin resolver las interrogantes de su
vida Helen volvió al hotel. Tumbada en la cama mirando al techo se empezó a
cuestionar su vida, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por un recuerdo
reciente, Henry Coldbert. Un nombre, alguien por donde empezar, ella estaba
segura de que ese nombre estaba involucrado en su llegada a la familia
McNielsen. Helen intentó dormir, planeaba encontrar al señor Coldbert.
–¿Información? –Se oía al otro
lado del auricular.
–Buenos días, quiero que me ayude
con el teléfono del señor Henry Coldbert –dijo Helen hablando por el teléfono
de la habitación del hotel.
–En todo el país hay doscientos
cincuenta “Henry Coldbert”, ¿algún estado en particular?
–Arkansas.
–Hay cinco, ¿desea el número de
todos?
Helen se puso a analizar la
situación, era muy posible que la persona a quien buscaba, ya no estuviera
viva.
–¿Aló? –Se escuchó del otro lado
del teléfono.
–Claro… –Helen alcanzaba a escuchar el sonido de un
teclado de computadora por el auricular.
–Solo le puedo dar el número de
cuatro, el quinto está recluido en la penitenciaría del estado.
Con los cuatro números de teléfono anotados
en una hoja, Helen dedicó su mañana a hablar por teléfono, tres llamadas fueron
infructuosas, los “Henry Coldbert” con los que conversó, en el año setenta y
seis eran pequeños niños, lo cual hacía dudar de que sus padres les pagaran
grandes sumas de dinero, el cuarto resultó ser un anciano que nunca había
escuchado el nombre de Ernest o Rose McNielsen.
«Esto es ridículo, mis padres me
amaban, y así no tenga la misma sangre, ellos fueron los que me criaron y me hicieron
sentir como su propia hija. Es ridículo que me ponga a dudar de ellos y a
cuestionar mi origen, yo soy una McNielsen y eso todo el mundo lo sabe.»
Llegó la primavera, el invierno que
estaba terminando en Littlerock había
sido el más crudo en la historia, incluso, por primera vez en algunos puntos
del condado alcanzó a caer un poco de nieve, esto fue un problema que mantuvo
ocupada a Helen McNielsen la nueva dueña de la hacienda Sunny Valey.
Helen, como todas las mañanas se
tomaba su café bien caliente y se sentaba en el antiguo despacho de su padre a
revisar el periódico, para luego arrancar la jornada de trabajo. Ese día en un
pequeño titular de la primera plana Helen encontró una noticia que la llevó al
último otoño, “Muere en la prisión del estado Henry Coldbert”. La curiosidad de
Helen hizo que rápidamente pasara las páginas hasta encontrar la nota completa:
Muere a
causa de un infarto Henry Coldbert a la edad de setenta años. El residente por
más de quince años de la penitenciaría del estado, fue hallado en su cama sin
vida mientras cumplía su sentencia de cadena perpetua, al haber sido encontrado
junto a tres menores de edad reportados como desaparecidos, a su vez también se
lo inculpó de la muerte de otros cinco niños…
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