Bernardo Alonso de la Vega
Sonó el despertador como a diario en la madrugada. Ya tenía los ojos abiertos puestos
en el techo de la pequeña habitación, escuchando el lento y tranquilo respirar
de su esposa que dormía.
Agarrándose del buró se logró
levantar; con la espalda encorvada suspiró en la orilla del viejo colchón, saboreando la saliva seca de las comisuras de
la boca. Al cabo de un instante localizó las pantuflas en el piso frío y aún
apoyado en el buró se alzó para dirigirse a la ducha. Sin entrar a esta giró el
grifo del agua caliente que de la regadera expulsaba agua con intermitencias de
aire.
Se golpeó la cabeza con el tubo del
cortinero haciéndolo sentir mareado y retrocedió extrañado sobándose la frente;
volvió a entrar con el sigilo de no volver a toparse de nuevo. Notó que la
cabeza no se le mojaba y el chorro de agua llegaba a la espalda; sin mayor reflexión
giró la ducha hacia arriba.
Al cabo de secarse con la agujereada
toalla sintió el frío de la mañana otoñal y se apresuró a vestirse. La camiseta
térmica que usaba en esas épocas la sintió estrecha pero lo confortó al
interrumpir la frialdad del ambiente. Cuando llegó a los pantalones los subió
por sus piernas hasta la cintura notando que la bastilla le llegaba a media pantorrilla,
seguro su distraída esposa se los había encogido, pensaba con enojo. La pereza
y la prisa por salir le impidieron despertarla para plantarle una queja, solo descosió
y extendió el dobladillo.
Se sentía mareado culpando al golpe en la
ducha, sus pasos eran complicados y torpes. Veía las cosas de otra forma. «No había sido tan fuerte el porrazo, quizás solo la torpeza de la edad». Pensaba tratando de explicarse la singular sensación de aquel día.
Bajó del autobús justo en la reja de
la fábrica; el cielo comenzaba a alborear y el viento gélido se le colaba por
el pantalón encogido. Al entrar a las instalaciones tomó la tarjeta de
asistencia y se agachó de más para marcarla en el reloj checador. La extrañeza rondaba en sus sentidos aún, pero
la volvió a ignorar ayudado por el vigilante, que terminaba el turno y le
indicaba las novedades del puesto con premura para salir a descansar.
Tomó asiento y jaló la palanca de la
silla para bajarla y poder alcanzar el escritorio, seguro el colega estuvo jugando
con la silla como un niño.
Después de una aburrida y tediosa
jornada regresó a casa sin que la rara sensación se le quitara de encima. La
edad le pesaba y estaba exhausto, su jubilación se le había atrasado por su
mala previsión; a sus setenta y siete años seguía trabajando turnos extras en
un mediocre, fastidioso y barato puesto para poder sostener la casa a duras
penas.
Estaba de mal humor y se quejó con
su señora por los pantalones, tuvieron una breve discusión y ella se fue a ver
la televisión mientras, él cansado y molesto, decidió irse a acostar después de
veinticuatro horas de trabajo. Cayó en un profundo sueño y al sentir un rayo de
sol que se le colaba por las pestañas abrió el ojo recordando que era el día de
asueto tan añorado pero no sintió descanso. Se destapó para buscar las
pantuflas, ir por un café y ver el noticiero en el televisor. La bata que usaba
no le cubría las piernas y las mangas no alcanzaban la muñeca. Ahora sí echó un
grito a su esposa: «¿Cómo es posible que toda la ropa me la haya encogido? Esta mujer sí que está senil», pensaba de forma histérica, «¿Le habrán afectado tanto las telenovelas?». Buscaba una
explicación.
Al llegar a la cocina la mujer lo
volteó a ver con una mueca de asombro, lo miraba de arriba abajo sin control
parpadeando forzadamente ajustando las gafas en una completa sorpresa. Él con
desagrado le preguntó qué sucedía. La esposa no le podía explicar mientras
estiraba la mano hacia la cara de él en completa perplejidad. Nuestro extrañado
protagonista se zafó de su cónyuge fastidiado.
Era certera la observación de la
mujer, el singular sentimiento y molestia del día de ayer tenía sentido; el
golpe en la cabeza, la camiseta, el pantalón, los torpes pasos y la silla del
trabajo.
La mujer envuelta en histeria e
incredulidad lo exhortaba a hablarle al médico mientras él se veía en el espejo
del comedor; se observaba con la boca abierta viéndose de arriba abajo con
detenimiento moviendo las piernas, girando la cadera en un profundo examen de
su imagen sin escuchar los ruegos de su esposa.
El médico se mostraba escéptico y
suspicaz ante la extravagancia del caso. Lo auscultó, tomó la presión, lo
cuestionó, revisó el corazón, garganta, ojos, narices, etcétera. Se conocían
desde hace décadas, revisó su expediente clínico con detenimiento y en silencio, mientras marido y mujer esperaban
el diagnóstico, él encorvado y ella pegada al escritorio apurando al doctor con
la congoja.
La cara del facultativo era de pasmo
y a la vez de maravilla ante semejante situación. No les pudo dar ninguna
respuesta; sugirió más análisis, consultar a
otros colegas y estudiar los síntomas.
Regresaron enmudecidos a la casa, no
había mayor dolencia en él, pero decidió hablar al trabajo para darse por
enfermo y pedir una incapacidad; en años nunca
había faltado, eso le restaba días para el anhelado retiro, pero esto lo
ameritaba.
Se
sentó en su querido sillón sin encender el televisor, pero viéndolo y meditando deducía que quizás era solo un sueño o una
alucinación, era algo increíble, inverosímil, no era real, se decía. Al fondo
se oía a la angustiada mujer preguntándole y discutiendo, pero ante el profundo
silencio de él se quedó callada y lo dejó en paz.
Todo el día quedó callado, no se
dirigieron la palabra, él se acostó desde temprano sin ver su programa favorito
del domingo ni ir a misa o al dominó. La mujer durante la noche se encargó de
arreglar la ropa del señor con dedicación; los pantalones del uniforme, los del día de descanso, no sabía que
tanto ampliarlos y los extendió al límite. Lo vio demasiado preocupado y quería darle una sorpresa.
Amaneció el día lunes y en cuanto él
tomó conciencia se apuró a levantarse para mirarse en el espejo del baño, desilusionado
de no haber soñado los sucesos del día de ayer, y con el desconcierto de que ya
no cabía en el espejo del lavabo, tenía que inclinarse para ver su cara. Gritó
a la mujer que dormida tardó en recordar la penuria, corrió al baño y confundida
lo miró tapándose la boca para evitar soltar un chillido.
En pijamas ambos dos salieron disparados
hacia casa del médico; era aterradora la imagen y más grotesco su caminar que
recordaba a los dinosaurios, a los gigantes de las fábulas o a las animaciones
de los primitivos efectos especiales del cine. Lento en apariencia, avanzaba sin embargo a la misma velocidad de la pequeña esposa; creaba una reacción atónita en los demás
transeúntes.
En la casa del doctor, este lo
volvió a analizar y con gran decepción concluyó que era un caso único sin antecedente
en los anales y almanaques de medicina. Sugirió exámenes y estudios, pero los
pacientes con vergüenza manifestaban su carencia económica. Y ahí fue cuando
les insinuó que la condición era atractiva para espectáculos y podría ganarse
la vida exhibiéndose al público. Les recordaba
que su cuñado era dueño del circo local y que había estado en giras por la
nación y el extranjero; no solo le interesaban los trapecistas, tragasables,
hombres bala, domadores o acróbatas sino que las mayores atracciones eran los
mentalistas, mujeres barbudas, animales bicéfalos y toda aquella rareza y
excentricidad de la naturaleza. Se sintieron ofendidos por la oferta y
decidieron retirarse.
Recordaba
cuando en la secundaria su padre lo impulsaba a aprender a operar los aburridos
molinos donde trabajaba porque no le veía virtud alguna, era torpe para los
deportes, desinteresado en la escuela, pésimo en las letras o artes; era un
fracaso vislumbrado desde su juventud. En la reflexión desde su sillón veía una
peculiar oportunidad para lograr vivir de un “talento” adquirido en los últimos
años de su vida y por lo menos dejarle algo para sobrevivir a su mujer en la viudez, un patrimonio más abundante que la
raquítica pensión por la que había luchado en empleos tan anodinos.
Al día siguiente las piernas le
colgaban de la cama y la cabeza tocaba la cabecera incómodamente, se tuvo que
agachar para entrar al baño, la cabeza de la mujer le llegaba a la cintura,
alzando la mano sin mayor esfuerzo arañaba el techo y se tenía que poner de
cuclillas para bañarse.
Salió del baño sin ropa que vestir y
derivado de la meditación en la ducha en una fastidiosa posición le expresó a
su mujer que estaba interesado en la oferta del doctor y en ir a entrevistarse con su cuñado; la señora con aflicción se negaba a que su esposo se exhibiera como
fenómeno en la ciudad. Pero ante el argumento económico, la mujer se resignó.
El dueño del circo, un pequeño regordete con bigotes espesos de morsa que recordaba
a Nietzsche, los recibió a un costado de la carpa de su circo entre animales,
herramientas de malabaristas y un puñado de payasos a medio maquillar que no
pudieron ocultar las risas ante semejante adefesio. Con acento extranjero los
saludó apartando a los mirones; disimulando su fascinación, fue amable y lo
analizó. Se permitió tocarlo, verificando lo
real de la condición. Luego de una serie de
halagos le hizo una generosa oferta para que acompañara al circo en
exhibiciones por el país como atracción estelar.
Regresaron a su casa enmudecidos
pero con entusiasmo; el ofrecimiento había sido aceptado, en unos meses
tendrían más dinero del que podrían obtener de la jubilación. Los cuatro años
que le restaban de laborar no los tendría que malgastar sentado en una silla
viendo obreros entrar a la fábrica en medio de un tedio y con la preocupación
de dejar a su viuda desamparada. Antes de entrar a la casa, decidió correr a la
fábrica a plantar su renuncia.
Todo estaba en proceso: el merolico
del circo preparaba la introducción del nuevo espectáculo diseñado por el dueño,
se imprimieron ampliaciones fotográficas de su apariencia pasada e improvisaban
una coreografía. Sería presentado después del escapista como última atracción. Los
afiches con su silueta y la del empresario a su
cadera se repartían por la ciudad para la
inauguración de la gira, incluso fueron invitados el alcalde y su esposa.
Llegó la víspera, la señora ajustaba
el traje que compraron con un adelanto del espectáculo a la exacta medida;
reinaba el optimismo en la casa en un ambiente de esperanza y entusiasmo
mientras ensayaba paso a paso su presentación. Ilusionada por el futuro la
mujer preparó una cena de lujo que no habían tenido en años. Conocerían otras
ciudades, especulaban que viajarían en avión como siempre lo había deseado. Él
le recordaba con rencor a su padre y con soberbia lo descalificaba.
Estaba orgulloso de su condición y
le costaba dormir en una cama ampliada con un catre viejo que a duras penas
cabía en la habitación; al cabo de unos minutos de vigilia cayó en
un profundo sueño.
Despertó con la luz del día y se
estiró para desperezarse; las manos apenas alcanzaban la cabecera y abrió los
ojos entre susto y asombro; por un momento todo era duda y desconcierto, estaba
envuelto en una confusión y se resistía a mirarse. Levantó la cabeza y se irguió.
Trató de tallarse los ojos pero la manga se lo impedía. Los pantalones se atoraron
con las sábanas. A base de jalones salió de la cama y con los pies en el piso
arrastrando el pijama en el suelo cayó en desesperación; la mujer se despertó viéndolo
correr al baño recogiéndose el pantalón y con las mangas colgando. Un lamento
callado por un golpe en el espejo le dio la certeza a su mujer de que todo
había acabado; el dinero y la fama se les negaron.
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