miércoles, 31 de mayo de 2017

Fama

Bernardo Alonso de la Vega


Sonó el despertador como a diario en la madrugada. Ya tenía los ojos abiertos puestos en el techo de la pequeña habitación, escuchando el lento y tranquilo respirar de su esposa que dormía.

Agarrándose del buró se logró levantar; con la espalda encorvada suspiró en la orilla del viejo colchón, saboreando la saliva seca de las comisuras de la boca. Al cabo de un instante localizó las pantuflas en el piso frío y aún apoyado en el buró se alzó para dirigirse a la ducha. Sin entrar a esta giró el grifo del agua caliente que de la regadera expulsaba agua con intermitencias de aire.

Se golpeó la cabeza con el tubo del cortinero haciéndolo sentir mareado y retrocedió extrañado sobándose la frente; volvió a entrar con el sigilo de no volver a toparse de nuevo. Notó que la cabeza no se le mojaba y el chorro de agua llegaba a la espalda; sin mayor reflexión giró la ducha hacia arriba.

Al cabo de secarse con la agujereada toalla sintió el frío de la mañana otoñal y se apresuró a vestirse. La camiseta térmica que usaba en esas épocas la sintió estrecha pero lo confortó al interrumpir la frialdad del ambiente. Cuando llegó a los pantalones los subió por sus piernas hasta la cintura notando que la bastilla le llegaba a media pantorrilla, seguro su distraída esposa se los había encogido, pensaba con enojo. La pereza y la prisa por salir le impidieron despertarla para plantarle una queja, solo descosió y extendió el dobladillo.

Se sentía mareado culpando al golpe en la ducha, sus pasos eran complicados y torpes. Veía las cosas de otra forma. «No había sido tan fuerte el porrazo, quizás solo la torpeza de la edad». Pensaba tratando de explicarse la singular sensación de aquel día.

Bajó del autobús justo en la reja de la fábrica; el cielo comenzaba a alborear y el viento gélido se le colaba por el pantalón encogido. Al entrar a las instalaciones tomó la tarjeta de asistencia y se agachó de más para marcarla en el reloj checador. La extrañeza rondaba en sus sentidos aún, pero la volvió a ignorar ayudado por el vigilante, que terminaba el turno y le indicaba las novedades del puesto con premura para salir a descansar.

Tomó asiento y jaló la palanca de la silla para bajarla y poder alcanzar el escritorio, seguro el colega estuvo jugando con la silla como un niño.

Después de una aburrida y tediosa jornada regresó a casa sin que la rara sensación se le quitara de encima. La edad le pesaba y estaba exhausto, su jubilación se le había atrasado por su mala previsión; a sus setenta y siete años seguía trabajando turnos extras en un mediocre, fastidioso y barato puesto para poder sostener la casa a duras penas.

Estaba de mal humor y se quejó con su señora por los pantalones, tuvieron una breve discusión y ella se fue a ver la televisión mientras, él cansado y molesto, decidió irse a acostar después de veinticuatro horas de trabajo. Cayó en un profundo sueño y al sentir un rayo de sol que se le colaba por las pestañas abrió el ojo recordando que era el día de asueto tan añorado pero no sintió descanso. Se destapó para buscar las pantuflas, ir por un café y ver el noticiero en el televisor. La bata que usaba no le cubría las piernas y las mangas no alcanzaban la muñeca. Ahora sí echó un grito a su esposa: «¿Cómo es posible que toda la ropa me la haya encogido? Esta mujer sí que está senil», pensaba de forma histérica, «¿Le habrán afectado tanto las telenovelas?». Buscaba una explicación.

Al llegar a la cocina la mujer lo volteó a ver con una mueca de asombro, lo miraba de arriba abajo sin control parpadeando forzadamente ajustando las gafas en una completa sorpresa. Él con desagrado le preguntó qué sucedía. La esposa no le podía explicar mientras estiraba la mano hacia la cara de él en completa perplejidad. Nuestro extrañado protagonista se zafó de su cónyuge fastidiado.

Era certera la observación de la mujer, el singular sentimiento y molestia del día de ayer tenía sentido; el golpe en la cabeza, la camiseta, el pantalón, los torpes pasos y la silla del trabajo.

La mujer envuelta en histeria e incredulidad lo exhortaba a hablarle al médico mientras él se veía en el espejo del comedor; se observaba con la boca abierta viéndose de arriba abajo con detenimiento moviendo las piernas, girando la cadera en un profundo examen de su imagen sin escuchar los ruegos de su esposa.

El médico se mostraba escéptico y suspicaz ante la extravagancia del caso. Lo auscultó, tomó la presión, lo cuestionó, revisó el corazón, garganta, ojos, narices, etcétera. Se conocían desde hace décadas, revisó su expediente clínico con detenimiento y en silencio, mientras marido y mujer esperaban el diagnóstico, él encorvado y ella pegada al escritorio apurando al doctor con la congoja.

La cara del facultativo era de pasmo y a la vez de maravilla ante semejante situación. No les pudo dar ninguna respuesta; sugirió más análisis, consultar a otros colegas y estudiar los síntomas.

Regresaron enmudecidos a la casa, no había mayor dolencia en él, pero decidió hablar al trabajo para darse por enfermo y pedir una incapacidad; en años nunca había faltado, eso le restaba días para el anhelado retiro, pero esto lo ameritaba.

            Se sentó en su querido sillón sin encender el televisor, pero viéndolo y meditando deducía que quizás era solo un sueño o una alucinación, era algo increíble, inverosímil, no era real, se decía. Al fondo se oía a la angustiada mujer preguntándole y discutiendo, pero ante el profundo silencio de él se quedó callada y lo dejó en paz.

Todo el día quedó callado, no se dirigieron la palabra, él se acostó desde temprano sin ver su programa favorito del domingo ni ir a misa o al dominó. La mujer durante la noche se encargó de arreglar la ropa del señor con dedicación; los pantalones del uniforme, los del día de descanso, no sabía que tanto ampliarlos y los extendió al límite. Lo vio demasiado preocupado y quería darle una sorpresa.

Amaneció el día lunes y en cuanto él tomó conciencia se apuró a levantarse para mirarse en el espejo del baño, desilusionado de no haber soñado los sucesos del día de ayer, y con el desconcierto de que ya no cabía en el espejo del lavabo, tenía que inclinarse para ver su cara. Gritó a la mujer que dormida tardó en recordar la penuria, corrió al baño y confundida lo miró tapándose la boca para evitar soltar un chillido.

En pijamas ambos dos salieron disparados hacia casa del médico; era aterradora la imagen y más grotesco su caminar que recordaba a los dinosaurios, a los gigantes de las fábulas o a las animaciones de los primitivos efectos especiales del cine. Lento en apariencia, avanzaba sin embargo a la misma velocidad de la pequeña esposa; creaba una reacción atónita en los demás transeúntes.

En la casa del doctor, este lo volvió a analizar y con gran decepción concluyó que era un caso único sin antecedente en los anales y almanaques de medicina. Sugirió exámenes y estudios, pero los pacientes con vergüenza manifestaban su carencia económica. Y ahí fue cuando les insinuó que la condición era atractiva para espectáculos y podría ganarse la vida exhibiéndose al público. Les recordaba que su cuñado era dueño del circo local y que había estado en giras por la nación y el extranjero; no solo le interesaban los trapecistas, tragasables, hombres bala, domadores o acróbatas sino que las mayores atracciones eran los mentalistas, mujeres barbudas, animales bicéfalos y toda aquella rareza y excentricidad de la naturaleza. Se sintieron ofendidos por la oferta y decidieron retirarse.

  Recordaba cuando en la secundaria su padre lo impulsaba a aprender a operar los aburridos molinos donde trabajaba porque no le veía virtud alguna, era torpe para los deportes, desinteresado en la escuela, pésimo en las letras o artes; era un fracaso vislumbrado desde su juventud. En la reflexión desde su sillón veía una peculiar oportunidad para lograr vivir de un “talento” adquirido en los últimos años de su vida y por lo menos dejarle algo para sobrevivir a su mujer en la viudez, un patrimonio más abundante que la raquítica pensión por la que había luchado en empleos tan anodinos.

Al día siguiente las piernas le colgaban de la cama y la cabeza tocaba la cabecera incómodamente, se tuvo que agachar para entrar al baño, la cabeza de la mujer le llegaba a la cintura, alzando la mano sin mayor esfuerzo arañaba el techo y se tenía que poner de cuclillas para bañarse.

Salió del baño sin ropa que vestir y derivado de la meditación en la ducha en una fastidiosa posición le expresó a su mujer que estaba interesado en la oferta del doctor y en ir a entrevistarse con su cuñado; la señora con aflicción se negaba a que su esposo se exhibiera como fenómeno en la ciudad. Pero ante el argumento económico, la mujer se resignó.

El dueño del circo, un pequeño regordete con bigotes espesos de morsa que recordaba a Nietzsche, los recibió a un costado de la carpa de su circo entre animales, herramientas de malabaristas y un puñado de payasos a medio maquillar que no pudieron ocultar las risas ante semejante adefesio. Con acento extranjero los saludó apartando a los mirones; disimulando su fascinación, fue amable y lo analizó. Se permitió tocarlo, verificando lo real de la condición. Luego de una serie de halagos le hizo una generosa oferta para que acompañara al circo en exhibiciones por el país como atracción estelar.

Regresaron a su casa enmudecidos pero con entusiasmo; el ofrecimiento había sido aceptado, en unos meses tendrían más dinero del que podrían obtener de la jubilación. Los cuatro años que le restaban de laborar no los tendría que malgastar sentado en una silla viendo obreros entrar a la fábrica en medio de un tedio y con la preocupación de dejar a su viuda desamparada. Antes de entrar a la casa, decidió correr a la fábrica a plantar su renuncia.

Todo estaba en proceso: el merolico del circo preparaba la introducción del nuevo espectáculo diseñado por el dueño, se imprimieron ampliaciones fotográficas de su apariencia pasada e improvisaban una coreografía. Sería presentado después del escapista como última atracción. Los afiches con su silueta y la del empresario a su cadera se repartían por la ciudad para la inauguración de la gira, incluso fueron invitados el alcalde y su esposa.

Llegó la víspera, la señora ajustaba el traje que compraron con un adelanto del espectáculo a la exacta medida; reinaba el optimismo en la casa en un ambiente de esperanza y entusiasmo mientras ensayaba paso a paso su presentación. Ilusionada por el futuro la mujer preparó una cena de lujo que no habían tenido en años. Conocerían otras ciudades, especulaban que viajarían en avión como siempre lo había deseado. Él le recordaba con rencor a su padre y con soberbia lo descalificaba.

Estaba orgulloso de su condición y le costaba dormir en una cama ampliada con un catre viejo que a duras penas cabía en la habitación; al cabo de unos minutos de vigilia cayó en un profundo sueño.


Despertó con la luz del día y se estiró para desperezarse; las manos apenas alcanzaban la cabecera y abrió los ojos entre susto y asombro; por un momento todo era duda y desconcierto, estaba envuelto en una confusión y se resistía a mirarse. Levantó la cabeza y se irguió. Trató de tallarse los ojos pero la manga se lo impedía. Los pantalones se atoraron con las sábanas. A base de jalones salió de la cama y con los pies en el piso arrastrando el pijama en el suelo cayó en desesperación; la mujer se despertó viéndolo correr al baño recogiéndose el pantalón y con las mangas colgando. Un lamento callado por un golpe en el espejo le dio la certeza a su mujer de que todo había acabado; el dinero y la fama se les negaron.

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