Adrián González
Reunidos bajo un puente al amparo de la
noche, entre cacharros y desperdicios, una mujer gorda y un hombre viejo se
calientan alrededor de una fogata improvisada que apenas ilumina sus
desfigurados rostros; ambos estiran y frotan sus manos frente al fuego: él,
recostado en los restos de un sofá y ella, sentada sobre un antiguo cajón de
madera. El molesto ruido proveniente del tráfico en la avenida sobre ellos,
solo es superado por la pestilencia que despide algún animal muerto abandonado
entre la basura.
A paso lento y con los brazos cruzados por
el frío, Renato, sin decir palabra, se aproxima a cierta distancia del fuego y
de ellos.
—Arrímate, no seas tímido —le invita ella.
—¡Cómo apesta el fuego! —se queja él,
mientras se agacha en cuclillas junto a ellos.
—Aguanta, muchacho —comenta el viejo—, lo
que ves, es lo único que hay para quemar.
—¿Qué te trae por acá? —le pregunta la
mujer, mientras chupa una naranja medio podrida.
—Guarecerme del frío —responde Renato, en
tanto agita la mano frente a su cara, para repeler el humo negro que produce la
basura al quemarse—; me quedo donde me agarra la noche.
—¿No tienes familia o amigos? —lo cuestiona
el viejo, dando un sorbo a una lata con restos de cerveza, procediendo a
eructar.
—A Manchas, mi perro, lo atropellaron.
—¿Y no te juntas con los vagos del parque?
—pregunta ella nuevamente.
—A esos solo les gusta asaltar y violar
—indica Renato.
—A mí me han violado muchas veces —comenta
la mujer.
—¡Ja, ja, ja! —Ríe el viejo, volteando a
ver a Renato con cara de incredulidad.
—Aunque lo duden, hubo un tiempo en que fui
muy hermosa —aclara ella, sonriendo y mostrando su grotesca dentadura.
—¡Ja, ja, ja! —continúa burlándose el
hombre—. ¿Quién querría tocarte, mujer? ¡Mírate!
—¡Cállate, viejo borracho! ¿Es que no te
has visto? ¡Ja, ja, ja!
Renato observa con cara de repulsión a
ambos personajes maltratados y sucios, vestidos con harapos y oliendo a sudor
rancio. El silencio se hace, en tanto el destello de las luces de una patrulla,
delatan su aproximación al interior del puente.
—¡Escóndete, muchacho! Que no te vean, o lo
vas a lamentar —insta con urgencia el viejo.
Rápidamente, Renato brinca al interior de
un tambo roto y asoma el ojo por una rendija. El vehículo se acerca lentamente
hasta detenerse y de él descienden dos oficiales que miran a su alrededor como
buscando algo e ignorando a la pareja de desamparados.
—Ya puedes salir —avisa el viejo,
poniéndose de pie y asomándose al tambo, una vez que el auto se ha puesto en marcha
nuevamente—. ¿Qué, por qué esa cara? —pregunta—. Parece que viste a la
mismísima muerte.
—Esos hombres mataron a mi madre —contesta
Renato, saliendo del escondite—; no sabía que eran policías.
—Pues ahora que lo sabes, aléjate de ellos
—le aconseja él—, levantan muchachos de las calles y nadie los vuelve a ver; si
te encuentran, quién sabe qué harán contigo; son peores que la pandilla del
parque.
Verificando que la patrulla se ha perdido
en la distancia, ambos regresan a su lugar frente al fuego; Renato agachándose
y el viejo dejándose caer sobre el sofá desgarrado, no sin antes soltar una
flatulencia.
—Ellos también mataron a mi amiga hace años
—comenta la mujer—. La Jenny los desafió una madrugada. A mí no me conocen,
pero yo a ellos sí.
—La Jenny, como le decían, era mi madre.
¿Cómo sabes lo que pasó?
—¿Renato? No te reconocí, chiquillo. ¡Cómo
has crecido! Yo era la Wendy; bueno, no me llamo así… ¿Te acuerdas de mí?
—¿Cómo conociste a su madre, mujer?
—interrumpe el viejo.
—Las dos vivíamos del sudor de nuestro
cuerpo. ¡Ja, ja, ja! —aclara ella, riéndose nuevamente—. Después de que mataron
a Jenny, el bar donde trabajábamos cerró para siempre. ¿Sigues haciendo de
payasito en los semáforos, muchacho?
Sin responder, ni voltearla a ver, Renato se
encoge de hombros y avienta más basura a la fogata. Empieza a llover y los tres
buscan a su alrededor unos cartones para protegerse del frío que arrecia,
Renato aprovecha que encuentra una cubeta y la voltea para sentarse sobre ella.
Vueltos a acomodarse junto al fuego, el viejo reanuda la plática.
—¿Y por qué mataron esos policías a la
Jenny, perdón, a tu mamá, Renato?
—¡Ya no preguntes más, viejo! —lo increpa
la mujer, mirándolo con reclamo a los ojos.
Renato no quita la vista del fuego, en
tanto ambos menesterosos lo observan callados.
—Y a ti, ¿qué te pasó? —pregunta Renato,
rompiendo el silencio momentos después y recorriéndola con la mirada de pies a
cabeza.
—Sí, veo que sí te acuerdas de mí… No
puedes creer que esta sea yo, ¿verdad? Pues, decidí dejar de ser bella y
deseable. ¡Ja, ja, ja, ja! —responde con burla, mientras se pone de pie y da
una vuelta contoneando sus gordas caderas; su enorme cuerpo proyecta largas
sombras conforme rodea al fuego.
—¡Estás loca, mujer! —refunfuña el viejo.
—Es una maldición ser agraciada, créanme
—se lamenta, cambiando de burla a tristeza el tono de su voz y regresando a
sentarse con dificultad—. Apenas crecí, el esposo de mi hermana mayor abusó de
mí en su propia casa; días después me lo topé al entrar a misa un domingo; yo
iba con mis padres, él con mi hermana y mis sobrinos; sin poder callar más, le
reclamé a gritos ahí mismo afuera de la iglesia, a la vista de todos; pero…, ni
mis padres ni mi hermana quisieron creerme.
—¿Cuántos años tenías? —la cuestiona el
viejo.
—Trece, y todos los hombres volteaban a
mirarme —responde, cerrando los ojos como recordando.
—Sí, la gente del norte generalmente es
alta —comenta el hombre—, tu acento te delata.
—Todo el pueblo se enteró de lo sucedido
—continúa—; en la escuela murmuraban a mis espaldas y nadie se me acercaba;
aguanté, hasta que un día tres compañeros entraron tras de mí al baño
pretendiendo tener sexo conmigo. «Al fin y al cabo ya sabes de qué se trata»,
dijeron. La primera vez escasamente sabía lo que iba a suceder, pero esta
segunda no, así que me defendí con uñas y dientes al punto que uno de ellos
perdió un ojo, pues no dudé en usar un lápiz con el que me había recogido el
cabello.
—Y, ¿qué pasó después?
—Fui a dar al tutelar de menores por
lesiones a los tres imbéciles; pasé ahí un tiempo que me pareció eterno, hasta
que mis padres hicieron una especie de arreglo con un hombre mayor y pudiente,
que me sacó de ese lugar para llevarme a vivir con él. Me hicieron creer que me
casaban, pero en realidad me habían vendido; al caer en cuenta los odié y no
quise saber más de ellos.
—¿A ti nunca te ha agarrado la justicia,
chamaco? —pregunta a Renato, el hombre.
—Sí, pero para llevarme a un hospicio, no
al reformatorio —responde—; me escapé en cuanto pude.
—Pero ahí tenías un techo y comida, ¿no?
—lo cuestiona nuevamente.
—¿Qué tu nunca has estado encerrado?
—interviene con ironía la mujer.
—No estamos hablando de mí ahora; síguenos
contando, vieja gorda.
—Pues ese hombre, asqueroso y borracho
—prosigue ella, mientras estira el cuello hacia el viejo y lo recorre con la
mirada, sin que este se dé por aludido—, literalmente me violaba si no a
diario porque no podía, sí cada vez que se le pegaba la gana; y digo que así
era, porque realmente me usaba a su antojo y placer sin la menor consideración
mientras yo lo soportaba asqueada. —Por unos instantes los tres guardan
silencio; ahora es la mujer quien no quita la vista del fuego. Renato y el
viejo la observan—. Un día amaneció muerto como un perro en plena calle, a la
puerta de la casa donde vivíamos —reanuda la historia—. Era invierno; al
parecer venía tan borracho que no pudo abrir la puerta con su llave; tocó y
tocó pero yo me hice la dormida hasta que el frío de la madrugada se encargó de
él. Quedé desamparada, pero libre, viejo, libre —insiste, dirigiéndose a su
compañero indigente—; empecé entonces a trabajar de… todo.
La lluvia arrecia, al viejo perece vencerlo
el sueño, pero el frío se lo impide, ronca y tose como ahogándose en sus
propias secreciones, volviendo a abrir los ojos.
—¿Fue entonces que conociste a mi madre?
—Muchos años después, Renato —aclara—; tu
madre era aún joven cuando yo ya tenía mis años de experiencia encima. Créeme
que quería ayudarla, pues veía en ti al hijo que nunca tuve.
—¿No podías tener hijos? —interviene el
viejo.
—Sí, pero el desgraciado de mi «marido»
solo quería utilizarme para satisfacerse; me llevó casi arrastrada a abortar
varias veces hasta que quedé inservible para siempre.
—¿Qué hiciste después de aquella noche?
—pregunta Renato, en tono serio y mirándola a los ojos mientras atiza el fuego,
claramente refiriéndose a cuando mataron a su madre.
—Me junté con un hombre que acudía
frecuentemente al bar donde trabajábamos Jenny y yo, siempre se había portado
amable y nunca le faltaba dinero. Yo estaba cansada de coger, o mejor dicho, de
que me cogieran; nunca disfruté en lo más mínimo mi trabajo de puta, así que
cuando me lo propuso, pensé que al menos solo tendría que tolerarlo a él. —Hace
una pausa y continúa, ante la expectación de ambos—. Resultó que el desgraciado
era delincuente, traficaba narcóticos al menudeo, por supuesto sin que yo lo
supiera; sin embargo, cuando lo agarró la policía fui llevada presa por
complicidad. Al tiempo me soltaron, pues se dieron cuenta de que en realidad no
tenía ninguna información que darles; pero mientras estuve presa, incluso otras
mujeres me usaron para su placer. —Los tres callan nuevamente. Renato ha
cambiado su mirada de repulsión; ahora la observa con compasión—. ¡Entonces
decidí que nadie más me volvería a tocar! —exclama en voz alta—. Empecé a comer
de más, a descuidar por completo mi apariencia y a vivir en las calles.
Afortunadamente ahora nadie se me acerca ni me toca y así quiero seguir
—concluye con seriedad.
Bajo ese puente solo se escucha la lluvia,
como un eco los ladridos de unos perros y cada vez menos, el ruido del tráfico
a lo lejos. Renato se descalza y acerca sus pies —callosos y sucios— al fuego.
—Y tú, viejo borracho, ¿cómo llegaste aquí?
—lo cuestiona la mujer.
—Siempre me lo he preguntado. ¡Ja, ja, ja,
ja! —confiesa él, burlándose de sí mismo, mientras tose y escupe entre
carcajadas, sin poderse controlar.
—¡Te vas a ahogar, hombre! —exclama ella,
levantándose y procediendo a golpearle con fuerza la espalda.
—Con calma mujer. ¡Cof, cof! ¿Es que no te
das cuenta de tu tamaño? —se queja—. Vas a partirme en dos.
Renato sonríe divertido, observando como
discuten y pelean a ambos personajes, en tanto arroja más basura a la fogata.
—Empezaré por aclarar que yo también estuve
preso —explica el viejo.
—Ya decía yo… —murmura ella.
—¿Se dan cuenta de lo frágiles que son
nuestras existencias? —prosigue el hombre—. Aún me acuerdo del tiempo en que
era yo un chamaco —indica, volteando a ver a Renato—; también recuerdo que tuve
entre mis brazos a una joven tan hermosa como lo eras tú, mujer; perdóname si
me reí de ti, por favor.
El hombre empieza a llorar, primero en
silencio, después con sollozos. Renato y la mujer lo observan callados.
La lluvia se convierte en aguacero y el viento sopla con fuerza casi apagando
el fuego, pero trayendo aire fresco que se lleva por instantes la pestilencia
del lugar.
—Piénsenlo un poco —continúa más tarde,
cuando por fin logra contener el llanto—; tanto ustedes como yo, anhelamos una
vida, tuvimos sueños, pero bastó un pestañeo para perderlo todo.
—Lo que perdiste, fue la cabeza; viejo
chiflado. ¡Ja, ja, ja!
—Ahora eres tú quien se burla de mí, vieja
gorda. Me lo merezco —reconoce—, en realidad, salvo quizás tú, chaval —señala,
dirigiéndose a Renato—, aunque nos quejemos, tenemos lo que nos buscamos.
Míranos bien, muchacho, escúchanos atentamente para que no acabes como
nosotros; búscate un lugar en esta vida.
—¡Cuéntanos ya qué te pasó! —exclama con
impaciencia la mujer—. Deja de sermonear a Renato, que no eres su padre.
—En algún lugar tengo un hijo —señala— y lo
último que desearía, es verlo vagar por las calles buscando cobijo y un pan
para llevarse a la boca. Tú misma dijiste que veías en este chico al hijo que nunca
tuviste. ¿O es que ya lo olvidaste? —reprende a la mujer, quien voltea la cara
como haciendo que no lo escucha.
—¿Cómo es que tienes un hijo? —pregunta
Renato.
—Tuve una hermosa esposa, ¿saben? —comenta
con brillo en los ojos y dibujando una suave sonrisa en su boca, como
recordándola—. Aunque ya maduro, me casé con una joven que era todo para mí. En
una ocasión, se me atravesó un tipo, que me buscó y me buscó, hasta que me
encontró —relata, apretando sus mandíbulas con rabia—; se me pasó la mano y fui
llevado preso por homicidio, dejando a mi esposa… embarazada. «¡Juro que no
volverás a saber de mí!», gritó furiosa el día que me dictaron sentencia.
El hombre, antes recostado sobre el sofá,
ahora se inclina hacia el frente y llora nuevamente observando con horror su
puños apretados; sus lágrimas caen sobre cada nudillo; gira sus manos, las abre
y las vuelve a cerrar temblando, como incrédulo de lo que fueron capaces de
hacer.
—Desde que salí de prisión —continúa con
voz entrecortada, tratando de controlar sus emociones—, he buscado a mi esposa
para pedirle perdón, pero nadie me supo dar razón, nadie la volvió a ver.
«Desapareció de un día a otro», me dijeron. He vagado por todas las calles de
esta ciudad con la esperanza de encontrarla, a ella y a mi hijo…, que creo
tendría más o menos tu edad, muchacho. ¿Cuántos años tienes? —pregunta,
intrigado.
Abstraídos en la conversación y adormilados
por la noche en vela, ninguno de los tres advierte que la patrulla ha
regresado. Cuando alzan la cara, uno de los oficiales se ha lanzado sobre
Renato, que sin pensarlo lo recibe con un puñetazo, forcejea, tira dos patadas
y escapa dejando un trozo de su playera en las manos del hombre, quien
inmediatamente regresa al volante.
—¡Corre, muchacho, corre! —gritan con
desesperación ambos menesterosos puestos de pie, en tanto el vehículo arranca a
toda velocidad.
Renato huye entre la lluvia, cruza sobre el
puente la avenida brincando charcos y esquivando autos cuyas luces lo
deslumbran, un claxon se escucha, sigue corriendo, voltea de un lado a otro
buscando qué rumbo tomar, se paraliza un momento con indecisión mirando al
frente mientras la lluvia escurre en su cara. Finalmente se interna en la
oscuridad del parque; la patrulla tras de él se detiene unos segundos, da la
vuelta y se aleja.
—Olvidó sus zapatos —comenta el viejo,
señalándolos junto al fuego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario