jueves, 18 de mayo de 2017

Los menesterosos

Adrián González


Reunidos bajo un puente al amparo de la noche, entre cacharros y desperdicios, una mujer gorda y un hombre viejo se calientan alrededor de una fogata improvisada que apenas ilumina sus desfigurados rostros; ambos estiran y frotan sus manos frente al fuego: él, recostado en los restos de un sofá y ella, sentada sobre un antiguo cajón de madera. El molesto ruido proveniente del tráfico en la avenida sobre ellos, solo es superado por la pestilencia que despide algún animal muerto abandonado entre la basura.

A paso lento y con los brazos cruzados por el frío, Renato, sin decir palabra, se aproxima a cierta distancia del fuego y de ellos.

—Arrímate, no seas tímido —le invita ella.

—¡Cómo apesta el fuego! —se queja él, mientras se agacha en cuclillas junto a ellos.

—Aguanta, muchacho —comenta el viejo—, lo que ves, es lo único que hay para quemar.

—¿Qué te trae por acá? —le pregunta la mujer, mientras chupa una naranja medio podrida.

—Guarecerme del frío —responde Renato, en tanto agita la mano frente a su cara, para repeler el humo negro que produce la basura al quemarse—; me quedo donde me agarra la noche.

—¿No tienes familia o amigos? —lo cuestiona el viejo, dando un sorbo a una lata con restos de cerveza, procediendo a eructar.

—A Manchas, mi perro, lo atropellaron.

—¿Y no te juntas con los vagos del parque? —pregunta ella nuevamente.

—A esos solo les gusta asaltar y violar —indica Renato.

—A mí me han violado muchas veces —comenta la mujer.

—¡Ja, ja, ja! —Ríe el viejo, volteando a ver a Renato con cara de incredulidad.

—Aunque lo duden, hubo un tiempo en que fui muy hermosa —aclara ella, sonriendo y mostrando su grotesca dentadura.

—¡Ja, ja, ja! —continúa burlándose el hombre—. ¿Quién querría tocarte, mujer? ¡Mírate!

—¡Cállate, viejo borracho! ¿Es que no te has visto? ¡Ja, ja, ja!

Renato observa con cara de repulsión a ambos personajes maltratados y sucios, vestidos con harapos y oliendo a sudor rancio. El silencio se hace, en tanto el destello de las luces de una patrulla, delatan su aproximación al interior del puente.

—¡Escóndete, muchacho! Que no te vean, o lo vas a lamentar —insta con urgencia el viejo.

Rápidamente, Renato brinca al interior de un tambo roto y asoma el ojo por una rendija. El vehículo se acerca lentamente hasta detenerse y de él descienden dos oficiales que miran a su alrededor como buscando algo e ignorando a la pareja de desamparados.

—Ya puedes salir —avisa el viejo, poniéndose de pie y asomándose al tambo, una vez que el auto se ha puesto en marcha nuevamente—. ¿Qué, por qué esa cara? —pregunta—. Parece que viste a la mismísima muerte.

—Esos hombres mataron a mi madre —contesta Renato, saliendo del escondite—; no sabía que eran policías.

—Pues ahora que lo sabes, aléjate de ellos —le aconseja él—, levantan muchachos de las calles y nadie los vuelve a ver; si te encuentran, quién sabe qué harán contigo; son peores que la pandilla del parque.

Verificando que la patrulla se ha perdido en la distancia, ambos regresan a su lugar frente al fuego; Renato agachándose y el viejo dejándose caer sobre el sofá desgarrado, no sin antes soltar una flatulencia.

—Ellos también mataron a mi amiga hace años —comenta la mujer—. La Jenny los desafió una madrugada. A mí no me conocen, pero yo a ellos sí.

—La Jenny, como le decían, era mi madre. ¿Cómo sabes lo que pasó?

—¿Renato? No te reconocí, chiquillo. ¡Cómo has crecido! Yo era la Wendy; bueno, no me llamo así… ¿Te acuerdas de mí?

—¿Cómo conociste a su madre, mujer? —interrumpe el viejo.

—Las dos vivíamos del sudor de nuestro cuerpo. ¡Ja, ja, ja! —aclara ella, riéndose nuevamente—. Después de que mataron a Jenny, el bar donde trabajábamos cerró para siempre. ¿Sigues haciendo de payasito en los semáforos, muchacho?

Sin responder, ni voltearla a ver, Renato se encoge de hombros y avienta más basura a la fogata. Empieza a llover y los tres buscan a su alrededor unos cartones para protegerse del frío que arrecia, Renato aprovecha que encuentra una cubeta y la voltea para sentarse sobre ella. Vueltos a acomodarse junto al fuego, el viejo reanuda la plática.

—¿Y por qué mataron esos policías a la Jenny, perdón, a tu mamá, Renato?

—¡Ya no preguntes más, viejo! —lo increpa la mujer, mirándolo con reclamo a los ojos.

Renato no quita la vista del fuego, en tanto ambos menesterosos lo observan callados.

—Y a ti, ¿qué te pasó? —pregunta Renato, rompiendo el silencio momentos después y recorriéndola con la mirada de pies a cabeza.

—Sí, veo que sí te acuerdas de mí… No puedes creer que esta sea yo, ¿verdad? Pues, decidí dejar de ser bella y deseable. ¡Ja, ja, ja, ja! —responde con burla, mientras se pone de pie y da una vuelta contoneando sus gordas caderas; su enorme cuerpo proyecta largas sombras conforme rodea al fuego.

—¡Estás loca, mujer! —refunfuña el viejo.

—Es una maldición ser agraciada, créanme —se lamenta, cambiando de burla a tristeza el tono de su voz y regresando a sentarse con dificultad—. Apenas crecí, el esposo de mi hermana mayor abusó de mí en su propia casa; días después me lo topé al entrar a misa un domingo; yo iba con mis padres, él con mi hermana y mis sobrinos; sin poder callar más, le reclamé a gritos ahí mismo afuera de la iglesia, a la vista de todos; pero…, ni mis padres ni mi hermana quisieron creerme.

—¿Cuántos años tenías? —la cuestiona el viejo.

—Trece, y todos los hombres volteaban a mirarme —responde, cerrando los ojos como recordando.

—Sí, la gente del norte generalmente es alta —comenta el hombre—, tu acento te delata.

—Todo el pueblo se enteró de lo sucedido —continúa—; en la escuela murmuraban a mis espaldas y nadie se me acercaba; aguanté, hasta que un día tres compañeros entraron tras de mí al baño pretendiendo tener sexo conmigo. «Al fin y al cabo ya sabes de qué se trata», dijeron. La primera vez escasamente sabía lo que iba a suceder, pero esta segunda no, así que me defendí con uñas y dientes al punto que uno de ellos perdió un ojo, pues no dudé en usar un lápiz con el que me había recogido el cabello. 

—Y, ¿qué pasó después?

—Fui a dar al tutelar de menores por lesiones a los tres imbéciles; pasé ahí un tiempo que me pareció eterno, hasta que mis padres hicieron una especie de arreglo con un hombre mayor y pudiente, que me sacó de ese lugar para llevarme a vivir con él. Me hicieron creer que me casaban, pero en realidad me habían vendido; al caer en cuenta los odié y no quise saber más de ellos.

—¿A ti nunca te ha agarrado la justicia, chamaco? —pregunta a Renato, el hombre.

—Sí, pero para llevarme a un hospicio, no al reformatorio —responde—; me escapé en cuanto pude.

—Pero ahí tenías un techo y comida, ¿no? —lo cuestiona nuevamente.

—¿Qué tu nunca has estado encerrado? —interviene con ironía la mujer.

—No estamos hablando de mí ahora; síguenos contando, vieja gorda.

—Pues ese hombre, asqueroso y borracho —prosigue ella, mientras estira el cuello hacia el viejo y lo recorre con la mirada, sin que este se dé por aludido—,  literalmente me violaba si no a diario porque no podía, sí cada vez que se le pegaba la gana; y digo que así era, porque realmente me usaba a su antojo y placer sin la menor consideración mientras yo lo soportaba asqueada. —Por unos instantes los tres guardan silencio; ahora es la mujer quien no quita la vista del fuego. Renato y el viejo la observan—. Un día amaneció muerto como un perro en plena calle, a la puerta de la casa donde vivíamos —reanuda la historia—. Era invierno; al parecer venía tan borracho que no pudo abrir la puerta con su llave; tocó y tocó pero yo me hice la dormida hasta que el frío de la madrugada se encargó de él. Quedé desamparada, pero libre, viejo, libre —insiste, dirigiéndose a su compañero indigente—; empecé entonces a trabajar de… todo. 

La lluvia arrecia, al viejo perece vencerlo el sueño, pero el frío se lo impide, ronca y tose como ahogándose en sus propias secreciones, volviendo a abrir los ojos.

—¿Fue entonces que conociste a mi madre?

—Muchos años después, Renato —aclara—; tu madre era aún joven cuando yo ya tenía mis años de experiencia encima. Créeme que quería ayudarla, pues veía en ti al hijo que nunca tuve.

—¿No podías tener hijos? —interviene el viejo.

—Sí, pero el desgraciado de mi «marido» solo quería utilizarme para satisfacerse; me llevó casi arrastrada a abortar varias veces hasta que quedé inservible para siempre.

 —¿Qué hiciste después de aquella noche? —pregunta Renato, en tono serio y mirándola a los ojos mientras atiza el fuego, claramente refiriéndose a cuando mataron a su madre.

—Me junté con un hombre que acudía frecuentemente al bar donde trabajábamos Jenny y yo, siempre se había portado amable y nunca le faltaba dinero. Yo estaba cansada de coger, o mejor dicho, de que me cogieran; nunca disfruté en lo más mínimo mi trabajo de puta, así que cuando me lo propuso, pensé que al menos solo tendría que tolerarlo a él. —Hace una pausa y continúa, ante la expectación de ambos—. Resultó que el desgraciado era delincuente, traficaba narcóticos al menudeo, por supuesto sin que yo lo supiera; sin embargo, cuando lo agarró la policía fui llevada presa por complicidad. Al tiempo me soltaron, pues se dieron cuenta de que en realidad no tenía ninguna información que darles; pero mientras estuve presa, incluso otras mujeres me usaron para su placer. —Los tres callan nuevamente. Renato ha cambiado su mirada de repulsión; ahora la observa con compasión—. ¡Entonces decidí que nadie más me volvería a tocar! —exclama en voz alta—. Empecé a comer de más, a descuidar por completo mi apariencia y a vivir en las calles. Afortunadamente ahora nadie se me acerca ni me toca y así quiero seguir —concluye con seriedad.

Bajo ese puente solo se escucha la lluvia, como un eco los ladridos de unos perros y cada vez menos, el ruido del tráfico a lo lejos. Renato se descalza y acerca sus pies —callosos y sucios— al fuego.

—Y tú, viejo borracho, ¿cómo llegaste aquí? —lo cuestiona la mujer.

—Siempre me lo he preguntado. ¡Ja, ja, ja, ja! —confiesa él, burlándose de sí mismo, mientras tose y escupe entre carcajadas, sin poderse controlar.

—¡Te vas a ahogar, hombre! —exclama ella, levantándose y procediendo a golpearle con fuerza la espalda.

—Con calma mujer. ¡Cof, cof! ¿Es que no te das cuenta de tu tamaño? —se queja—. Vas a partirme en dos.

Renato sonríe divertido, observando como discuten y pelean a ambos personajes, en tanto arroja más basura a la fogata.

—Empezaré por aclarar que yo también estuve preso —explica el viejo.

—Ya decía yo… —murmura ella.

—¿Se dan cuenta de lo frágiles que son nuestras existencias? —prosigue el hombre—. Aún me acuerdo del tiempo en que era yo un chamaco —indica, volteando a ver a Renato—; también recuerdo que tuve entre mis brazos a una joven tan hermosa como lo eras tú, mujer; perdóname si me reí de ti, por favor.

El hombre empieza a llorar, primero en silencio, después con sollozos. Renato y la mujer  lo observan callados. La lluvia se convierte en aguacero y el viento sopla con fuerza casi apagando el fuego, pero trayendo aire fresco que se lleva por instantes la pestilencia del lugar.

—Piénsenlo un poco —continúa más tarde, cuando por fin logra contener el llanto—; tanto ustedes como yo, anhelamos una vida, tuvimos sueños, pero bastó un pestañeo para perderlo todo.

—Lo que perdiste, fue la cabeza; viejo chiflado. ¡Ja, ja, ja!

—Ahora eres tú quien se burla de mí, vieja gorda. Me lo merezco —reconoce—, en realidad, salvo quizás tú, chaval —señala, dirigiéndose a Renato—, aunque nos quejemos, tenemos lo que nos buscamos. Míranos bien, muchacho, escúchanos atentamente para que no acabes como nosotros; búscate un lugar en esta vida.

—¡Cuéntanos ya qué te pasó! —exclama con impaciencia la mujer—. Deja de sermonear a Renato, que no eres su padre.

—En algún lugar tengo un hijo —señala— y lo último que desearía, es verlo vagar por las calles buscando cobijo y un pan para llevarse a la boca. Tú misma dijiste que veías en este chico al hijo que nunca tuviste. ¿O es que ya lo olvidaste? —reprende a la mujer, quien voltea la cara como haciendo que no lo escucha.

—¿Cómo es que tienes un hijo? —pregunta Renato.

—Tuve una hermosa esposa, ¿saben? —comenta con brillo en los ojos y dibujando una suave sonrisa en su boca, como recordándola—. Aunque ya maduro, me casé con una joven que era todo para mí. En una ocasión, se me atravesó un tipo, que me buscó y me buscó, hasta que me encontró —relata, apretando sus mandíbulas con rabia—; se me pasó la mano y fui llevado preso por homicidio, dejando a mi esposa… embarazada. «¡Juro que no volverás a saber de mí!», gritó furiosa el día que me dictaron sentencia.

El hombre, antes recostado sobre el sofá, ahora se inclina hacia el frente y llora nuevamente observando con horror su puños apretados; sus lágrimas caen sobre cada nudillo; gira sus manos, las abre y las vuelve a cerrar temblando, como incrédulo de lo que fueron capaces de hacer.

—Desde que salí de prisión —continúa con voz entrecortada, tratando de controlar sus emociones—, he buscado a mi esposa para pedirle perdón, pero nadie me supo dar razón, nadie la volvió a ver. «Desapareció de un día a otro», me dijeron. He vagado por todas las calles de esta ciudad con la esperanza de encontrarla, a ella y a mi hijo…, que creo tendría más o menos tu edad, muchacho. ¿Cuántos años tienes? —pregunta, intrigado.

Abstraídos en la conversación y adormilados por la noche en vela, ninguno de los tres advierte que la patrulla ha regresado. Cuando alzan la cara, uno de los oficiales se ha lanzado sobre Renato, que sin pensarlo lo recibe con un puñetazo, forcejea, tira dos patadas y escapa dejando un trozo de su playera en las manos del hombre, quien inmediatamente regresa al volante.

—¡Corre, muchacho, corre! —gritan con desesperación ambos menesterosos puestos de pie, en tanto el vehículo arranca a toda velocidad.

Renato huye entre la lluvia, cruza sobre el puente la avenida brincando charcos y esquivando autos cuyas luces lo deslumbran, un claxon se escucha, sigue corriendo, voltea de un lado a otro buscando qué rumbo tomar, se paraliza un momento con indecisión mirando al frente mientras la lluvia escurre en su cara. Finalmente se interna en la oscuridad del parque; la patrulla tras de él se detiene unos segundos, da la vuelta y se aleja.

—Olvidó sus zapatos —comenta el viejo, señalándolos junto al fuego.

No hay comentarios:

Publicar un comentario