jueves, 20 de noviembre de 2014

Mi amiga

Elena Villafuerte 


Había terminado mis estudios apenas hacía cinco meses, y ya me sentía como combatiente en una guerra sin fin. Al principio era tan emocionante escuchar “doctora Barragán”, “doctora Julieta”, o simplemente “doctora”, que brincaba de entusiasmo cada vez que mi nombre resonaba por los pasillos del hospital público en el que me tocó efectuar la residencia. Pero la novedad se fue desgastando. Al cabo de dos o tres semanas del internado de pregrado, ya no veía lo duro sino lo tupido: guardias interminables, servicio en urgencias y tragedias en cada esquina. Física y anímicamente era agotador. Todos los residentes de primer año nos sentíamos como los cristianos de antaño en el circo, arrojados a los leones; aun los más intrépidos, con deseos de tratar los casos complejos, terminaban apabullados por el volumen de pacientes a los que teníamos que atender. 

Había guardias en las que dos médicos debíamos darnos abasto para más de noventa pacientes. Aunados a los familiares preocupados, las carencias de material y equipo, la escasez de salas de operación y de habitaciones disponibles, no era de sorprender que hasta el más empático terminara embotado. Veíamos de todo. Niños y mujeres golpeados, agredidos, violados; pacientes ancianos, enfermos, abandonados en el hospital a esperar la muerte. Pero lo peor era el cansancio. Para hacernos menos difícil la vida, nos retábamos unos a otros; el primero en dar el “camazo”, en quedarse dormido, invitaba la pizza para todos los demás. Yo, que siempre he sido dormilona, pagaba la comida tres veces de cada cuatro. Esa noche no fue distinta de las otras, me caía de sueño. En dos días había dormido unas siete u ocho horas. Para colmo, el médico cirujano me encargó que tomase el electrocardiograma a un paciente que no había resistido la cirugía, y se requería el ECG para anexarlo al certificado de defunción. “Diablos” pensé. “Ahora tengo que ir a sacarle el electro a un muerto, ¡y sola!” Suspiré. Mi padre me enseñó que al mal tiempo buena cara y al mal paso darle prisa, así que resignada bajé a la morgue.

Como médico aprendes a ver la muerte, y la vida, de una forma diferente. Entiendes que puede aparecer lo mismo en un hospital que en un parque infantil, en la calle o en el restaurante. No respeta horarios, edades, estados de salud, belleza ni ocupaciones. Nos acostumbramos a ella, a su silenciosa presencia, sabiendo que puede llegar en cualquier momento. Aun así, la morgue impone. Sus pasillos no son muy distintos del resto del hospital: largos, brillantes bajo las luces de neón, con paredes blancas y pisos antiderrapantes. Pero lo interesante en la morgue es el olor. Permea el aroma a desinfectante, a limpiador de pisos, a frío. Porque el frío tiene olor, igual que el calor. La morgue huele a acero inoxidable, a refrigeración y a miedo.  

Entré a la sala de depósito y me detuve en seco. Sobre una mesa, boca arriba, estaba acostada una muchacha, que, al escuchar el ruido de la puerta, volteó la cabeza y abrió un ojo.

–Ups.

Arqueé las cejas. ¿Ups? 

Nunca antes la había visto, y sin embargo me resultaba familiar. Rubia, de ojos azulísimos, sin maquillaje, parecía una muñeca de aparador. Se incorporó y pude ver que iba vestida de jeans, blusa blanca suelta y un pañuelo rojo anudado en el cuello. Llevaba zapatos bajos, negros, de suela de hule, como de enfermera. Sería un poco mayor que yo; veinticinco, tal vez veintisiete años. Me sonrió como si en vez del depósito de cadáveres nos hubiéramos encontrado en una reunión social.

–Esto es algo incómodo. Has de pensar que estoy loca, aquí acostada sola, ¿no?

Tuve que admitir que se me hacía un poco raro. Por más cansados que estuviéramos, a los residentes –a nadie, creía yo– nunca se nos hubiera ocurrido bajar a dormir a la morgue.

–Ay –arrugó la nariz en un gesto de niña– sé que no debí, pero me están matando los pies, y esto estaba tan solo, tan tranquilo… No dormía ¿eh? Tampoco. Solo descansaba.

–Sí, claro –respondí– es muy natural, venir aquí a descansar.

–No me veas con esa cara. Bueno, cualquiera creería que vas a llamar al psiquiátrico.

–Se me había ocurrido, sí.

–Qué latosa. A ver, Julieta. ¿No te acuerdas de mí?

Discretamente empecé a moverme hacia atrás, dispuesta a salir corriendo. ¿Cómo era que sabía mi nombre? ¿Acordarme de ella? ¿Yo? 

–Julieeeeeeta.

– ¿Por qué sabes cómo me llamo?

–Ay, Julieta. Qué memoria. Estoy de acuerdo en que fue hace muchos años pero ¿de verdad no te resulto ni tantito conocida? ¿No? No. Ya veo que no. ¿Te acuerdas de cuando tenías seis años y te caíste del columpio, y al levantarte te pegó el filo en la sien?

Sin querer toqué la cicatriz en mi sien derecha.

–¡Ah! Sí te acuerdas.

–No, –respondí, a la defensiva– no me acuerdo, es que mi mamá me contó…

–…que te golpeó un columpio cuando tenías seis años, te abriste la cabeza y tuviste una contusión muy fuerte, y si por desgracia te hubiera dado un poco más abajo no la cuentas.

–Sí…

–Pues yo soy la razón por la que sí la cuentas. No te tocaba, así que te jalé y el columpio pegó dos centímetros más arriba. Después te estuve consolando hasta que llegó la maestra, inútil ella. 

–¿Y entonces qué? Ahora vas a decir que eres mi ángel de la guarda.

–Nop.

–¿La suerte?

–Nop. Casi, pero no.

–¿Mi hada madrina?

La chica soltó la carcajada.

–¿Acaso me ves cara de hada?

–Pues a decir verdad, te veo cara de loca. O tal vez estoy dormida en alguna cama de la sala de urgencias y esto es un sueño muy vívido. Vamos. No tengo ganas de jugar a las adivinanzas. Si no me dices claramente quién eres y qué haces aquí, llamo al poli y que te saque.

–Qué genio. Está bien. Como si te lo digo no me vas a creer, te haré una demostración.

Cruzó la sala en tres zancadas, hasta la mesa donde se encontraba el muerto a quien debía tomar el ECG, y levantó la sábana con un gesto dramático.

–Haz tu electro –ordenó.

Lo más lógico era que llamara a alguien para que se llevaran a este personaje insólito; pero fuera por mi estado de desvelo, fuera por simple curiosidad, hice lo que me pedía. Con cuidado retiré las vendas con que lo habían preparado. Lentamente, preguntándome qué pretendía, puse los electrodos en su lugar y observé.

–Muerto, ¿no? –me preguntó la muchacha.

–Muertísimo.

Lo tocó, y el cuerpo –que no presentaba signos vitales, que tenía la herida de la cirugía a corazón abierto que no había resistido, que estaba total y completamente muerto– abrió los ojos. Del susto casi tiro el electrocardiógrafo.

–¿Qué eres? –grité.

Suavemente volvió a tocarlo y él cerró los ojos. De un salto le tomé el pulso: nada. Repetí el ECG: nada.

–¿¿Qué eres?? –susurré aterrada.

–Shhhhh… ¿No es obvio? Soy la muerte, o debería decir, un agente de la muerte. Hay demasiado trabajo. No te asustes, mujer, que no estoy aquí por ti. Volvamos a empezar. Me dolían los pies, bajé a descansar… ¿Acaso creías que solo los internos se cansan? 

Al principio me costó trabajo, lo confieso. Cuando terminó mi turno y me fui a dormir, desperté pensando que todo había sido una idea mía. La falta de sueño puede provocar alucinaciones, me dije. Es como estar drogado. Por eso parecía tan real.

La siguiente vez que la vi, deslizándose alegremente hacia terapia intensiva, por poco me desmayo. Levantó la mano y me saludó moviendo los dedos. En verdad parece maestra de kínder: menudita, simpática, siempre contenta. No hablamos mucho, porque no quiero que digan que soy la doctora que habla sola. No sé por qué razón la veo, o por qué a veces sí y a veces no; pero ha llegado a ser casi como una amiga. 

He pensado especializarme en geriatría; lo cierto es que me gusta encontrármela, aunque no deja de preocuparme cuando la veo rondando pediatría, o en las salas de partos. Desde que la conozco, me parece que la muerte no está tan mal…

jueves, 13 de noviembre de 2014

Los condenados

Sonia Manrique Collado


Siempre recuerdo a mi abuela, la mamita Donata, cuando contaba cosas de su pueblo. Decía que se aparecía el diablo y que venían de visita los muertos condenados. Afirmaba que el destino de los que habían cometido pecados imperdonables era vagar por siempre. Un día pasó por la capilla del pueblo en la noche, estaba cerrada pero podía escuchar los lamentos de un hombre pidiendo perdón. "Era un condenado", dijo mi mamita Donata. También nos contaba que de tiempo en tiempo el diablo pasaba por el lugar en un carruaje tirado por caballos, los pobladores se despertaban debido al ruido de cadenas y salían a la puerta sintiendo una mezcla de curiosidad y terror. El carruaje pasaba y detrás de las llamas ellos podían distinguir la figura de Satanás. El miedo me invadía al escuchar las historias de mi abuela pero creo que las disfrutaba.

Cuando yo era muy niña se hablaba mucho de Mónica, la llamaban "la condenada". Los adultos utilizaban su historia para ilustrar lo que sucedería con los que agredían físicamente a sus madres. Mónica había muerto pero se levantaba todas las noches, no podía ser aceptada en el cielo porque en vida había osado golpear a la suya. Lo que más recuerdo es que un joven conoció a Mónica en una fiesta. Hicieron amistad y al final él ofreció llevarla a su casa pues era tarde. Al verla tiritar de frío, le prestó su casaca. Llegaron y se despidieron. Al día siguiente el joven regresó para que se la devolviera pero salió una señora quien le dijo que su hija Mónica había muerto años atrás. Él no creía así que ella le propuso ir al cementerio. Fueron y él casi se muere de un infarto cuando vio su casaca colgada al lado de la tumba de Mónica. Así me contó mi tía Chela. Más bien, esa historia no sucedió lejos sino en la ciudad en la que vivo. Bueno, en la que vivía.

En este momento en el que me dirijo hacia el pueblo de mi abuela, parece que este paisaje ya lo vi alguna vez. Es extraño que no haya más pasajeros en el vehículo. Es un ómnibus grande, en realidad me recuerda a un tren. Tampoco recuerdo haber pagado el pasaje. Veo esos campos verdes de los que tanto hablaba mi madre, no hay personas trabajando en ellos. La carretera no está asfaltada y de rato en rato el ómnibus-tren da saltos. Nadie me ha dicho que estoy yendo al pueblo de mi abuela pero yo lo sé. Desde mi asiento no veo al chofer del vehículo, cuando subí tampoco vi a nadie. Ahora que recuerdo, yo estaba en la esquina y el bus simplemente se detuvo sin que le hiciera una señal. No hay duda, parece que todo está muy bien organizado, es como si alguien estuviera dirigiendo todo.

Pienso que las historias de mi abuela me servirán mucho ahora que estoy yendo a su pueblo. Me imagino la iglesia, quizás es grande como todas las iglesias de los pueblos pequeños. En su interior están los hermosos decorados y las espectaculares estatuas de los santos. Es alta, altísima.  Antes de ir ahí pasaré por el cementerio a darle una mirada. A veces mi madre contaba historias de lo que sucedía ahí, era en esos momentos cuando nos llevábamos bien. Nunca me dijo por qué no había querido regresar a su pueblo, parecía que lo odiaba. Es extraño, todos sus hermanos regresaban cada año para la fiesta patronal y no dudo que lo seguirán haciendo. Mi madre ahora está enterrada en un cementerio que inauguraron hace poco, obviamente no pude asistir.  Aunque si he de ser sincera creo que no lo deseaba, no tenía nada que hacer allí.

El juicio fue bastante corto y no hicieron falta muchos testigos. Además yo dije la verdad desde el principio, no tenía sentido negar nada. Quería terminar con todo de una vez. Sin embargo, la perspectiva de vivir en una prisión era demasiado horrible así que decidí tomar una decisión más práctica: si ya había matado una vez sería un poco más fácil hacerlo una segunda. Era urgente librarme de la cárcel. Claro, sabía muy bien que mi destino sería el mismo que contaba mi abuela: vagar eternamente. Lo prefiero a estar en una cárcel de mujeres. Soy una persona demasiado joven para vivir con delincuentes de alta peligrosidad, podrían hacerme daño; pero me condenaron a ir con presas adultas porque había cumplido la mayoría de edad el mes anterior. Mala suerte.

El ómnibus-tren sigue haciendo el mismo ruido y por fuera ya puedo distinguir algunas casitas. Me voy acercando al pueblo, quiero conocerlo. Me siento ligera y bastante relajada. Es extraño, no tengo remordimientos, el miedo se ha ido y mi curiosidad por el futuro aumenta. Mi abuela decía que, después de morir, las necesidades físicas se podían sentir por cuarenta días. Por eso muchas personas entierran a sus muertos con algunos alimentos y bebidas. Yo pienso que es una gran muestra de consideración. Aparte de ello, hay un pensamiento que me atormenta: en uno de los libros del abuelo leí que los suicidas estaban condenados a sentir sed por toda la eternidad, ¿será cierto? Pero era un librito con muchas tonterías, no debo darle importancia.

No recuerdo bien lo que sucedió después que me colgué en la celda. Pero los momentos anteriores fueron de nervios, felizmente conté con la complicidad de uno de los guardias que me facilitó la cuerda. No tengo idea por qué me ayudó, intuyo que quizás sufrió lo mismo que yo con su madre. Creo que desde el principio le caí bien. “Eres muy chiquilla”, dijo mientras me miraba con compasión. No iba a ser posible para mí soportar las maldiciones de mis familiares. Ya durante el juicio fueron a insultarme y uno de mis tíos casi me pega. Prometieron ir a la cárcel todas las semanas a martirizarme. No hay duda que lo que hice fue lo mejor.

La muerte de mi madre fue accidental. Acepto que la puñalada la di yo pero de ninguna manera fue algo planeado, jamás se me pasó por la cabeza enfrentarme a ella de esa manera. Lo cierto es que me había pegado demasiado ese día y estaba fuera de mí, por eso tomé el cuchillo y acabé con todo. Fue muy rápido, no pensé en nada. Vi sus ojos aterrorizados mientras la atacaba. La verdad es que incluso en esos momentos sentí miedo de ella, su mirada siempre me había intimidado y sus golpes eran tan terribles que muchas veces pensé que vagar eternamente por los pueblos abandonados sería un buen escape. Pero no pude decir nada de eso en el juicio, siempre me enseñaron que estaba prohibido criticar a la madre. Así que me limité a declarar mi culpabilidad.


Bien, aquí termino mis reflexiones, ya he llegado al pueblo de mi abuela, a ese pueblo al que mi madre no quiso regresar. El ómnibus-tren se ha detenido, me levanto de mi asiento y me dirijo a la puerta de salida. Hoy empiezo una nueva vida.

Un campamento en la playa

Bérnal Blanco



—PLAYA TURQUESA ES un lugar paradisíaco. Su nombre se debe al color refres-cante que tienen sus aguas. Al estar allí se te olvidan las penas.

De esta manera mi papá empezaba a narrar la increíble aventura que él y otros bomberos habían vivido unos días atrás mientras realizaban prácticas en un campamento de playa.

Conforme él hablaba, mi mente fantasiosa voló hasta la pequeña Playa Turquesa. La imaginé justo como mi papá la describía: de arena blanca como polvo de conchas. Sentía mis pies descalzos mientras el oleaje venía, suavemente, a saludarme. El olor a mar se enredaba en mi pelo.

Imaginé también la selva: almendros, robles y cocos queriendo alcanzar el agua. Desde las copas de los árboles, viejos osos perezosos me saludaban.

—Papi: ¿en la Playa Turquesa se puede nadar? –pregunté, regresando de mi viaje fantástico, interrumpiendo su charla.

—Claro que sí Abril. El día que llegamos ahí, antes de empezar con la clase teórica, nos permitieron bucear con snorkel por un rato.

—¿Qué es eso? –preguntó un niño que estaba a mi lado.

—Te pones aletas, una mascarilla y un tubo que te sirve para respirar. Nadas con la cabeza dentro del agua y entonces puedes ver todas las maravillas que hay en el fondo del mar, como el arrecife coralino de Playa Turquesa donde viven montones de peces de colores.

—¡Wow! Yo quiero nadar ahí –dijo mi mamá.

—Yo también –grité brincando de mi silla.

—¡Sí, sí… está bien! Vamos a tener que hacer una excursión para irnos de buceo. Pero por ahora déjenme continuar con la historia.


§


ESTÁBAMOS EN LA estación de bomberos donde mi papá trabaja. Habían sacado a Rubí afuera, al patio, y nos habíamos formado en un gran círculo. Los compañeros de mi papá, sus esposas, sus hijos, mami y yo estábamos allí, escuchando atentos. 

—Éramos dieciocho bomberos –continuó–. Llegamos desde varias partes del país a participar en el campamento de práctica de los bomberos. La mayoría de ellos, al igual que yo, eran principiantes. Gabo era el único veterano que nos acompañaba.

»En cuanto llegamos el instructor nos presentó a sus asistentes y al resto del equipo. Luego cargamos todas las provisiones que requeríamos para tres días y dos noches de campamento. ¡Qué cantidad de cosas!

»Tuvimos que caminar un kilómetro, sendero abajo, hacia Playa Turquesa. El camino era lodoso y más de uno cayó sentado en el barreal mientras los otros nos moríamos de la risa.

»Lo primero que hicimos al llegar fue instalar las tiendas de campaña. Tuvimos que buscar el lugar apropiado en la selva frente a la playa donde la marea alta no nos alcanzara.

»Después, como les decía, fuimos a bucear… y más tarde almorzamos. De inmediato recibimos la primera clase teórica de parte de nuestro instructor.

»A las tres de la tarde nos preparamos para la primera práctica. Debíamos realizar un ejercicio en la playa vistiendo el traje de bombero, incluyendo el ARAC.

—¿El ARAC es ese tanque que ustedes llevan en la espalda? –preguntó uno de los niños.

—En realidad llamamos ARAC a tres cosas que trabajan juntas: el tanque de aire comprimido, la mascarilla y la manguera. Aquí tenemos uno –decía mientras se levantaba para mostrar un ARAC que colgaba de la pared–: el aire sale del tanque y pasa por esta manguera hasta llegar a la mascarilla que cubre todo tu rostro –le explicaba al niño que preguntó–. De esa forma tú puedes respirar estando en medio de un incendio o incluso bajo el agua.

—¿Y en qué consistió el ejercicio? –preguntó uno de los compañeros de mi papá.

—¡Bueno! Resultó ser un ejercicio muy fuerte pero a la vez una de las situaciones más cómicas que yo he visto en mi vida. Les voy a contar.


§


—RESULTA QUE MIENTRAS buceábamos –continuó mi papá– el instructor y sus dos asistentes clavaron en la playa unas estacas, como delimitando con ellas un sendero ancho. Luego hicieron un tendido, como si fuese una red de alambre de púas, a una altura como así –él se agachó para indicarnos con su mano un poquito más arriba de sus rodillas. 

—¿Qué tenían que hacer ustedes con esa red? –preguntó mi mamá.

—Teníamos que tomar un maniquí súper pesado y tirarnos al suelo para arrastrarnos bajo los alambres. Luego debíamos gatear por el sendero –dijo, indicando con sus dedos el gesto de las comillas mientras decía «gatear»–, llevando con nosotros el maniquí. El que tocaba el alambre tenía que devolverse y empezar de nuevo.

En eso mi papá se volvió hacia Gabo:

—Gabriel, ¿quieres contar esta parte?

—Pues no sé, la verdad es que resultó muy embarazoso.

—Dale Gabo, cuenta, cuenta –insistió otro de los bomberos.

—Está bien. Solo para que vean que soy capaz de reírme de mí mismo –dijo Gabo.

»Resulta que uno a uno todos fueron haciendo el ejercicio, hasta que fue mi turno. El instructor me gritó:

»—¡Vamos Gabo, tú sigues!

»—¡Gabo, Gabo! –corearon todos los demás.

»Yo me tiré en la arena, boca abajo. Fran me alcanzó el maniquí.

»—¡A mi señal! –indicó el instructor.

»Entonces el instructor sonó su silbato y puso a funcionar el cronómetro.

»—¡Gabo, Gabo! –seguían coreando todos.

»Yo avanzaba poco a poco. Me impulsaba con una rodilla y luego con la otra. En las curvas de mis codos llevaba el maniquí. Lo hacía muy bien. Sin embargo, cuando iba como a mitad del recorrido me sentí muy cansado y me detuve.

»—¡No se vale parar! –gritaron todos–. ¡No se vale! ¡No se vale!

»Entonces, sintiendo la presión del grupo, hice un gran esfuerzo para continuar. Lo hice con tanta fuerza que mi cuerpo se levantó más de la cuenta y entonces uno de los alambres se enganchó entre el tanque y mi espalda.

»—¡Cuidado Gabo! –escuché gritar a Fran.

»Yo pegué un grito cuando sentí las púas incrustadas en mi espalda. Traté de libe-rarme moviéndome hacia atrás. Luego intenté hacia delante. Después de nuevo hacia atrás. ¡Qué vergüenza! No podía moverme, estaba totalmente atorado.

»—Vamos Gabo, tú puedes hacerlo –gritó alguien más.

»Solté el maniquí y entonces traté de levantarme, pero la red de púas me lo impedía. Quise voltearme, sin embargo cuando intenté hacerlo mi brazo derecho quedó también atrapado.

»—¡Me duele! –grité, en medio de una gran congoja.

»Así continué por unos segundos, tratando para un lado y para otro, para adelante y para atrás. Hice otro intento, esta vez hacia la izquierda. Me moví con tanta fuerza que arranqué varias estacas con todo y alambre de púas. Con eso logré finalmente voltearme, pero el tanque se me clavó en la arena y quedé atrapado de pies y manos. ¡Vieran qué espectáculo! Yo parecía una tortuga patas arriba.

»—Oye tortuga, ¡qué gran caparazón tienes! –me gritó alguien.

»—¡Te vamos a dejar ahí atrapado! –bromeó otro.

»Pero yo sufría. Me dolía mucho. En realidad quería ponerme a llorar. No me hacía nada de gracia lo que estaba pasando.

Todos en la estación reíamos pero también tratábamos de contener la risa por consi-deración al pobre Gabo. Yo lo imaginaba como Leo, el de las Tortugas Ninja, tirado de espaldas en la arena, moviendo brazos y piernas, tratando de liberarse.

Mi papá tomó de nuevo la palabra:

—Al percatarnos que Gabo realmente se estaba lastimando con los alambres, todos corrimos a socorrerlo. Tuvimos que ir rápidamente al campamento y traer tijeras especia-les para cortar los alambres y liberarlo.

»Cuando finalmente logramos soltarlo yo le pregunté:

»—¿Estás bien?

»—Sí, sí, estoy bien. ¿Qué crees? Soy un bombero experimentado –me respondió.

»—¡Querrás decir: experimentado en meterte en enredos! –agregó el instructor, muerto de la risa.

»Tuvimos que detener el ejercicio porque las estacas y la red de alambre quedaron desarmadas, pero además porque hubo que curar sus rasguños, que no resultaron profun-dos, pero sí numerosos.

El relato de ambos resultó muy divertido. ¡Reímos hasta las lágrimas! Sin embargo, sintiendo compasión de Gabriel, todos nos levantamos y fuimos a consolarlo.

—Gracias, gracias. No es para tanto –nos decía.


§


MI PAPÁ CONTINUÓ su relato:

—Esa noche, antes de ir a dormir, el instructor nos comentó acerca de la actividad planificada para el día siguiente. Todos quedamos ansiosos porque la aventura prometía ser magnífica.

»Nos fuimos a dormir temprano. Tuvimos cuidado de no dejar comida al alcance de los animales, especialmente de los mapaches y los monos, que son capaces incluso de abrir recipientes. Además, cerramos muy bien las tiendas, ya que el instructor nos contó que era fácil que alguna serpiente, en busca de calor, se arrollara bajo las sábanas.

»La marea estaba alta y se escuchaba el ir y venir de la olas en la playa. Después cayó una llovizna. Yo extrañé la ducha con agua caliente y mi cama –dijo, volviendo la mirada hacia mi mamá–, pero el golpeteo del agua, cayendo desde las grandes hojas de los almendros, me arrulló.


§


PONIÉNDOSE DE PIE, al igual que cuando me cuenta las historias para dormir, mi papá continuó:

—Arriba todos, hora de levantarse –nos gritó el instructor a las cinco de la mañana. 

»Nos estiramos, acomodamos las cosas y preparamos desayuno. No fue fácil pues solo teníamos una parrilla que funcionaba con gas y que “costó un mundo” trasladar hasta el campamento.

»A las siete de la mañana en punto salimos en una lancha que nos llevaría hasta un guardacostas anclado mar adentro. Conforme nos alejábamos, veíamos la belleza de la selva así como las formaciones rocosas en los extremos de Playa Turquesa. 

»Quince minutos después abordábamos un pequeño guardacostas donde recibiríamos instrucciones. Muy cerca estaba anclado también un viejo camaronero: un barco de mediano tamaño, propiedad de los bomberos.

»El instructor nos explicó el ejercicio que resultó ser muy sencillo de entender: de-bíamos dividirnos en tres grupos. Habría un turno para cada grupo. A efectos de practicar el rescate de incendio en estructura, debíamos abordar el camaronero y adentrarnos en él a través de una angosta escotilla –como un agujero– que había en la cubierta. Una vez adentro, debíamos buscar un maniquí muy pesado y llevarlo afuera. El equipo que gastara menos aire de sus tanques sería el ganador.

»El camaronero había sido muy bien equipado. De hecho se trataba de un barco utili-zado exclusivamente en el entrenamiento a bomberos y siempre estaba anclado en alguna parte de las costas de Litoral. Tenía bocinas que simulaban gritos de gente atrapada y sonidos de cosas ardiendo. Había una máquina que llenaba los compartimientos del barco con humo de verdad. 

—¡Parece ser un ejercicio muy intenso! –comentó otro de los compañeros de mi papá.

—Así es. De verdad muy fuerte.

»A mí me tocó en el grupo con Gabo y cuatro compañeros más: Carlos, Arturo, Fabián y Guillermo, todos provenientes del sur. Seríamos los últimos en realizar el ejercicio.

»Los dos primeros grupos hicieron un excelente trabajo. Teníamos un gran reto por delante si queríamos ser los ganadores.

»Cuando nos tocó el turno, abordamos el bote y nos dirigimos hacia el camaronero.

»—Tenemos que usar una estrategia diferente a la de los otros –les dije en el bote–. Necesitamos ideas.

»Todos opinaron rápidamente. Hubo ideas de todo tipo pero no muy buenas. Subimos al camaronero por estribor y cuando estuvimos en cubierta a Gabo “se le prendió el bombillo”:

»—Tengo una idea, dijo.

»—A ver dinos Gabo –sugirió Carlos.

»—Pienso que no debemos entrar todos juntos desde el principio, sino solo uno, como si fuera un explorador.

»—Un bombero nunca debe estar solo –dijo Arturo.

»—Pero la idea de Gabo es buena. Alguien solo no está bien pero, ¿qué tal dos? –dijo Guillermo.

»Hacía sentido: los que quedábamos afuera podríamos ahorrar aire.

»—El maniquí es muy pesado. Cuando los primeros lo hallen deberán regresar para que dos más entren –aporté yo.

»—Pero deberíamos marcar de alguna manera dónde está el maniquí –corrigió Gabo.

»—¿Qué se te ocurre? –pregunté.

»—Que lleves esto –me decía, al tiempo que sacaba de su traje una larga cuerda.

»—¿Esto no es hacer trampa? –pregunté.

»—No, esto se llama ser prevenido.

»—Eres un viejo zorro –dijo Arturo, arrebatándole la cuerda.

»—Entonces los dos últimos entrarán guiándose por la cuerda para sustituir a los dos primeros que van a estar muy cansados –dijo Gabo– y usarán mucho aire. Recuerden que la idea es gastar la menor cantidad de aire que sea posible.

»Yo propuse ir de primero. Arturo hizo lo mismo. Fabián y Guillermo serían los segundos. Gabo y Carlos se quedarían para el final. Cuando estuvimos preparados avisamos a nuestro instructor y él dio la señal.

»—A la cuenta de tres: uno, dos, tres –gritó por su altavoz, desde el guardacostas.

»Arturo y yo activamos nuestros ARAC y entramos por la pequeña escotilla. Bajamos la escalera. El humo de inmediato nos atacó. No veíamos nada. Encendimos nuestras linternas.

»Enseguida se activó un ruido ensordecedor de chillidos, alaridos, llantos y fuego. Los pasillos eran angostos y llenos de cables que estorbaban. Debíamos agacharnos e incluso gatear para poder avanzar.

»Como no encontramos nada entonces bajamos tres o cuatro escalones al siguiente nivel. Tampoco tuvimos suerte. Luego decidimos bajar al nivel inferior por la primera escotilla que encontramos, con tan buena suerte que dimos con el maniquí escondido en un rincón.

»Resultaba difícil ubicarnos dónde estábamos. Arturo tomó la cuerda y la ató al maniquí. De esa manera podríamos regresar al lugar exacto.

»Tomados de la cuerda salimos a llamar a los otros. Fabián y Guillermo amarraron la cuerda a un gancho en cubierta y luego entraron. Los escoltamos hasta la posición y rápidamente tomamos decisiones de cómo levantar al maniquí. Era realmente difícil.

»Mientras tanto, Gabo que estaba afuera esperando con Carlos –esto me lo contó Gabriel cuando ya todo había terminado–, observó que otro guardacostas se aproximaba al camaronero. Era extraño que otro barco participara de la práctica. Pero más extraño aún era verlo acercarse a tanta velocidad. 

»—Jefe, ¿qué pasa con ese barco? –gritó Gabo fuertísimo al instructor.

»Todos se alarmaron pero fue imposible reaccionar: sin razón aparente el otro barco nos había embestido. El golpe resultó tan fuerte que abrió un gran boquete en un costado del camaronero.

»—¿Por queeé? –gritó Gabo casi fuera de sí, furioso con la tripulación del otro barco.

»—Tenemos que sacar a los otros –dijo Gabo a Carlos, al ver la gravedad de lo que había sucedido.

»Ambos entraron bajo cubierta.

»Entre tanto nosotros escuchamos el gran estruendo y un movimiento brusco nos hizo caer de rodillas. Pensamos que era parte de la práctica. Sin embargo, segundos después grandes cantidades de agua empezaban a cubrir nuestros pies. Aquello nos alarmó.

»Hice señales a los otros para que saliéramos de inmediato.

»Los ruidos se fueron. El barco se balanceaba y se le escuchaba crujir. El humo cesó. El agua llenaba los pasillos con tanta fuerza que nos impedía avanzar. Sin embargo poco a poco lo íbamos logrando. En eso nos topamos con Gabo y con Carlos. Tras sus mascarillas, alumbradas por nuestras linternas, se veían caras de espanto. Supimos que era una emergencia real y que no había tiempo que perder.

»El agua continuó llegando fuertemente y los trajes se volvieron de repente tan pesados que el movimiento más simple resultaba todo un suplicio.

»Bastaron segundos para que el compartimiento entero donde estábamos quedara to-talmente inundado. Las linternas fallaron. No solo nos sumimos en una gran oscuridad, sino también en un tenebroso silencio.

»Probablemente por puro instinto nos tomamos de las manos y, como si fuésemos una cadena humana, halábamos uno del otro, tratando de dar pasos, o de gatear, o de nadar: hacíamos esfuerzos desesperados guiados tan solo por la cuerda que nos indicaba el camino.

»Fueron minutos aterradores que para nosotros se hicieron siglos. El agua nos cubrió por completo. Nos habíamos convertido en buzos, respirando agitadamente, pero bueno: ¡respirando… gracias a nuestros equipos!

»De repente, como un milagro, la luz de la escotilla apareció sobre nosotros. Sentí el tirón de mis compañeros. “Ya la vieron. ¡Estamos cerca!”, pensé.

»Nos soltamos de las manos y seguimos avanzando, cada uno por su cuenta. El barco se había inclinado, yo sentía que iba a voltearse. Vi a Gabo finalmente dar su último paso en la escalera, saltar y, desde la escotilla, perderse de vista. El trabajo era tortuoso y lento. Los segundos, los minutos pasaban. Uno a uno mis compañeros lograban salir. Por fin llegó mi turno. Puse mi pie derecho en el primer escalón y al tratar de subir el iz-quierdo algo inexplicable me atrajo hacia la baranda. Traté una segunda vez pero tampoco pude: estaba atorado. Mi tanque u otra cosa –no atinaba a saber– se había enganchado a algo. Me desesperé: empujaba con todas mis fuerzas hacia atrás, hacia delante, me sacudía, trataba de saltar. Entonces me percaté de lo que jamás imaginé: el barco había empezado a hundirse, poco a poco. Por la pequeña abertura vi los pies agitados de mis compañeros mientras eran ayudados desde el guardacostas, halados con cuerdas.

»A mí no me vieron. No pudieron ver cómo, atrapado, yo me iba al fondo del mar junto con el camaronero. El tiempo, para mí, se detuvo. Percibí el silencio aterrador de las profundidades. Pensé en Abril y en Eliza. Desee abrazarlas, hablarles, jugar con ellas. Mi vida entera pasó frente a mis ojos mientras el barco me arrastraba a lo profundo.

»De repente, el camaronero se balanceó de nuevo a un lado, luego al otro. Me golpeaba contra la baranda de la escalerilla. Entonces, como venido del cielo sucedió el milagro que hoy me tiene aquí contando esta historia: gracias al movimiento del barco, lo que fuera que atoraba mi ARAC me liberó y entonces pude soltarme y saltar o más bien flotar hacia la salida. Asomé mi cabeza fuera de la escotilla y tomándome de ella me impulsé con todas las fuerzas que puedan imaginarse. Mi tanque de aire comprimido hizo su mayor esfuerzo: como si yo fuera un globo me elevaba, separándome del barco, pero éste me succionaba fuerte mientras se hundía más.

»Entonces hice el mayor esfuerzo del que fui capaz y poco a poco, mis patadas y el tanque empezaron a llevarme a la superficie, al encuentro con mis compañeros.

»—¡Fran, hermano, gracias al cielo! –exclamó Gabo, desde el guardacostas, al verme emerger.

»Quité mi mascarilla y respiré bocanas enormes de aire mientras sentía la delicia de los rayos del sol en mi cara. 

»—¿Estás bien, Fran? –preguntaron todos casi al mismo tiempo.

»—Estoy bien –fueron las únicas palabras que me salieron antes de ponerme a llorar como un chiquillo.


§


—MINUTOS DESPUÉS –CONTINUÓ mi papá– los compañeros me rescataron. Lanzaron un salvavidas atado a una cuerda con el que me acercaron para subir a bordo. 

»Enseguida tomamos la lancha que nos había llevado hasta el guardacostas y en ella regresamos a la playa. Una vez en tierra nos abrazamos llenos de alegría y Gabo dirigió una acción de gracias.

»—Te damos gracias Señor –rezaba– porque hoy podemos regresar a nuestras casas, abrazar a nuestros seres queridos y sentarnos a la mesa con ellos. Es el regalo más grande que podemos recibir.

»Mientras los guardacostas atendían el accidente de los navíos, nosotros en silencio volvíamos al campamento. En silencio también caminamos de regreso al hotel. El camino lodoso me pareció esta vez el sendero más lindo que nunca transité.

—¿Qué fue lo que sucedió con el barco que los embistió? –preguntó una de las mamás que nos acompañaba.

—Supimos que la tripulación de ese guardacostas se acercaba simplemente a saludar. Sin embargo, cuando se encontraban cerca, un desperfecto mecánico causó una explosión en el cuarto de máquinas del barco, dañándole el timón. La velocidad con la que se aproximaba provocó que el barco continuara su rumbo, sin control, hasta chocar contra nosotros. Fue un accidente infortunado. 


§



UN OLOR A café recién preparado llenó el salón donde estábamos al tiempo que el aplauso de todos agradecía a Gabo y a mi papá por su relato.

viernes, 7 de noviembre de 2014

De vuelta a casa

Frank Oviedo Carmona


Siena se encontraba triste caminando de esquina a esquina en su dormitorio; pensaba en que su vida cambiaba cada cuatro años, ya que su padre Terrance era cónsul y lo enviaban a diferentes países.

Siena pensaba, ¡nunca tendré amigos! ¡Tampoco novio!  Dejó de caminar y se paró cerca a la ventana para mirar los grandes edificios y el tráfico espantoso que siempre había en Nueva York.  Se decía a sí misma, ¡ya no soporto vivir aquí! Me gusta la ciudad para pasear y ver las tiendas de muñecas porque me hacen recordar mi infancia, pero ya no quiero vivir aquí.   Caminó unos pasos a la derecha,  se recostó en su cama y siguió recordando su niñez en Canadá;   cuando salía con toda su familia al festival de la primavera,  y disfrutaba del deslumbrante desfile de tulipanes. Su abuelita le contaba en el camino la historia del desfile, misma que se remonta a la segunda guerra mundial, donde Canadá como país aliado apoyó a Holanda.  Este simboliza la amistad entre los países. Los tulipanes son enviados cada año por el pueblo holandés para ser sembrados en la capital canadiense.

Esta historia le encantaba y siempre le pedía  que se la cuente. 

—¡Cómo olvidar aquellos momentos!  ¡Cómo olvidar que en el mismo desfile de tulipanes  tomaba a escondidas varias porciones de  helados!  A pesar que mi madre sólo  me permitía tomar uno y mi abuela sonreía al verme,  pero no decía nada  —pensaba Siena.

Recordaba  las veces  que andaba por los parques corriendo y mirando los inmensos árboles de pino, la nieve que se iba derritiendo y le caía en la cabeza mojándole toda la ropa,  los tulipanes que crecían como hierba mala, y  a la abuelita Hilda que siempre la acompañaba, porque prácticamente ella  la había criado   hasta  los catorce  años.  En un principio ella viajaba con la familia, pero esta última vez  no lo  hizo, y Siena  viajó  sola con sus padres a Nueva York, este cambio empeoró  las cosas,  y ella  se sintió solitaria y sin deseos de estudiar,  se quejaba  todo el tiempo de la ciudad.

Los recuerdos de su infancia  eran constantes; no dejaba de pensar en lo felices que eran, el mejor regalo  era estar todos los fines de semana en casa  y acostarse  junto a su abuela  para ver televisión; en algunas ocasiones le preguntaba:

 —¿Abuelita te puedo decir algo? 

 —Sí, dime. 

—Te quiero mucho y deseo estar siempre a tu lado, no quisiera crecer tan rápido para estar así,  juntitas.  Luego reía y la abrazaba fuerte.

 —Claro mi princesita, siempre estaremos juntas –le respondía dándole un abrazo.

—Ahora tengo diez y ocho años y hace  ocho  que salí de Canadá para vivir en Argentina, Bolivia y ahora New York.  ¿Dónde más  lo mandarán  a mi padre? Espero no sea a la China, ahí sí que me vuelvo loca. Mamá  dice que iremos a Miami, al menos en algunas zonas, es tranquilo pero igual debo hacer  muchos cambios  en mi vida  –pensaba. 

No es fácil estar viviendo de país en país; extraño mucho Canadá,  los días de invierno en los que salía  a  jugar con mis amigas a las carreras, deslizándome por la nieve, simulando tener  patines; hacer  muñecos y tumbarlos a puñetes y quedar casi congeladas; era chistosísimo, todas terminábamos exhaustas tiradas en la nieve; como olvidar la primavera, y la cantidad de tulipanes de colores variados  que habían sido sembrados por toda la ciudad, así como se lo había contado su abuelita Hilda. 

De pronto, Siena recordó que tenía que hacer unas tareas,  se levantó de la cama y bajó con rapidez a la sala y mientras ordenaba unos platos que quedaron en la mesa de la hora del desayuno.

—Mamá,  mamá, ¿dónde estás? –preguntó Siena en voz alta.

—Aquí mi amor, en la cocina  preparando  una sopa al estilo de la abuelita Hilda para cuando venga tu papi de su chequeo anual del médico.

—Hmmm que aroma tan delicioso –dijo.

Victoria hizo una mueca de alegría y Siena continuó. 

 —Mamá, cada día me es más difícil acostumbrarme a otro país ¿Algún día regresaremos a Canadá? 

 –Todo lo  he dejado allá,  a mi abuelita Hilda y a  mis amigos.

—¡Hija!, siento decirte que  volveremos a viajar en dos meses a Los Ángeles, sé que es duro para ti y lo es para mí también; estoy cansada de viajar, sobre todo de empezar una nueva vida –respondió. 

Siena, se quedó sorprendida de lo pronto que se marcharían y que cada vez era menos tiempo en cada país.

— Mamá, toda nuestra vida siempre será así –dijo.

—¡No lo sé!, te juro hija que no lo sé  —le respondió.

Siena comenzó a caminar por la sala de esquina a esquina con los dedos entrelazados; esas pequeñas caminatas la relajaban, todo lo contrario a su madre que la ponía nerviosa verla así. 

Victoria, la madre de Siena, dio media vuelta y avanzó unos pasos hacia la cocina y sirvió la sopa; antes ya había puesto en la mesa un delicioso  brownie   bañado en chocolate derretido, que perfumaba toda la casa; era el postre que a ellos les encantaba.

Victoria se acercó a Siena y le acaricio el rostro.

—Se cómo te sientes hija, entiendo lo duro que ha sido todo este tiempo, nosotros te amamos y queremos lo mejor para ti; tu papi para lograr lo que es ahora,  se ha  esforzado mucho y lo ha hecho por nosotras.

Se escuchó abrir la puerta,  —es papá— dijo Siena.

Terrance entró, saludó con un beso a su esposa y después  le dio un fuerte abrazo a Siena.

—¿Estás bien hija? —preguntó su papá. 

—Si papá, eso creo  —respondió. 

Luego de tomar su sopa, Victoria sirvió el postre que los hizo alegrar y cambiar de ánimo ya que estaban un poco callados por el nuevo viaje.

Pasaron unos días; Terrance estaba sentado en el sofá de su sala color naranja que combinaba con la cortina beige  con brocados  marrones. Tomaba una  copa de oporto mientras miraba  hacia  la ventana  de pared a  pared donde podía ver toda la ciudad. En ese preciso momento, suena el teléfono.

—¡Diga! –responde Terrance.

—¿Quién es papá? Pregunta la hija que salía corriendo de su cuarto para responder el teléfono.

—Espera hija –dijo susurrando.

—Bien doctor Osores  ahí estaré  —respondió su padre, luego se despidió y colgó.

Eran del centro médico que habían llamado a Terrance para darle el resultado de sus análisis; a él, le parecía raro que lo llamará  el propio Doctor.

Al llegar al centro médico, habló con el doctor Osores y las noticias no eran nada agradables. 

—No iré con rodeos.  Señor Terrance, usted tiene cáncer generalizado al estómago. Lo que no entiendo es cómo le ha avanzado tan rápido – fríamente le dijo el médico.

—¡Qué, qué!, no puede ser, debe haber un error, hace menos de diez meses que me hicieron un chequeo general y como siempre estaba muy sano a mis cuarenta y ocho años.

—Lamentablemente esta enfermedad es así, aparece en cualquier momento, seguro algún familiar ha tenido este mal  —dijo el médico.

—No, nadie, ahí está en mi hoja de vida.  ¡Ahora qué le digo a mi familia! —dijo.

—Vaya con Dios, en recepción tiene que llenar unos documentos para someterse al tratamiento –dijo el doctor.

Terrance salió sin decir una sola palabra, antes de ingresar a su departamento se puso a dar vueltas a la  manzana, hasta que  decidió hacerlo.

Al entrar vio a su esposa sentada en la sala en un sofá color chocolate abrazando un chojín amarillo, con el rostro pensativo, sin saber que decir la abrazó y se echó a llorar, no podía creer lo que le estaba sucediendo.

—¿Qué te pasa? Dime por favor, qué te ha dicho el médico  —preguntó.

Terrance le contó todo, ella enmudeció por unos minutos tapándose la boca con ambas manos.  Decidieron no contarle  nada a Siena.

Al siguiente día de la mala noticia Terrance y su esposa estuvieron fuera de casa buscando la opinión de otros especialistas;  sin saber que del centro médico lo habían estado llamando.

—¡Papi, papi! Te ha llamado el doctor Osores varias veces, dice que lo llames urgente —exclamó Siena.

Victoria miró fijamente a su esposo.

—Gracias mi princesa, ve a hacer tus cosas  que yo llamaré al doctor –lo dijo susurrando.

Cuando Terrance estaba hablando  con el doctor Osores por teléfono, comenzó a reír a carcajadas; Victoria que estaba a su lado, pensaba que se había vuelto loco.

—Esposa mía, sabes lo que dice el doctor, que estoy sano, que se equivocaron. Los resultados que me dieron eran  de otra persona y los míos se lo dieron a la persona que está enferma; no te parece maravilloso —Terrance estaba tan emocionado que no paraba de hablar y besar a su esposa.

Esa no fue la única noticia buena que recibió Terrance. Al cabo de unos días le dijeron que se quedaría en los Ángeles unos años y volverían a establecerse en Canadá para siempre, y ya habían tomado cartas en el asunto por la negligencia médica,  lógicamente que Siena estaba muy feliz.

Esperanza

Cristina Navarrete



Esa mañana no fue a trabajar, eso no era propio de ella, siempre había sido responsable, comprometida y puntual; sus amigos preocupados la llamaron insistentemente, pero no contestó. El día transcurrió y nada; nunca llegó.

Su familia tampoco había oído de ella; cuando llegó la noche, su madre como presintiendo lo sucedido, fue hasta su casa, con la llave de respaldo que guardaba abrió lentamente la puerta de ingreso, cruzó por el pequeño recibidor alfombrado y avanzó pasando por el comedor, una acogedora salita de estar de diseño rústico y coloridos sillones puff, cuando llegó a la puerta del dormitorio, la empujó con mucho cuidado y entró.

Allí estaba ella, ¡no era posible!, se veía hermosa, tan tranquila, como dormida… con tanta paz en su rostro como nunca había tenido; por fin descansaba sin preocupaciones ni amarguras.

—¡Amelia! —gritó la mujer tocando suavemente su rostro frío y terso— ¿Por qué no leí las señales? ¿Por qué no me esforcé en comprenderte? ¿Qué clase de madre soy? —repetía desesperada, mientras, postrada de rodillas ante el cuerpo ya sin vida de su única hija, lloraba desconsoladamente.

Hacía ya mucho tiempo que Amelia había cambiado por completo, aquellos ojos vivos y juguetones, su sonrisa abierta siempre presente en todo momento, el cuerpo esbelto y bien cuidado y sus palabras de aliento para todo el que las necesitara, se fueron transformando en un ser casi sin vida, de ojos lánguidos y llenos de una profunda tristeza, la sonrisa fue reemplazada por una extraña mueca, perdió mucho peso, su cuerpo se transformó en una figura casi cadavérica, y las palabras salían de su boca con sabor a hiel y dolor.

Al enterarse de que estaba embarazada, era demasiado tarde para resolverlo, así que acudió a su madre para compartirle la desagradable sorpresa y ella ofreció apoyarla en lo que fuera necesario. A pesar de todo el sufrimiento alrededor de este suceso y de que ser madre no estaba dentro de sus planes, aceptó la ayuda, cambiando todos sus sueños por responsabilidades.

Cuando la tuvo entre sus brazos por primera vez, a diferencia del romántico relato de casi todas las mujeres sobre la maternidad, Amelia sintió un profundo rechazo y amargura, pues esa pequeña, dulce e indefensa criatura, era la prueba viviente de su dolor, aquella que siempre le recordaría el terror de esa desafortunada noche, y la crueldad de la que es capaz el ser humano. Haciendo un gran esfuerzo la cargó por un momento, y luego la devolvió a su cuna.

Cuando Esperanza cumplió cinco años, Amelia se graduaba de la universidad. Empezó la carrera por conseguir una mejor posición en el mundo laboral, dejó los trabajos de mesera e impulsadora de productos novedosos para buscar espacios más formales, con horarios exigentes, trato inhumano y por supuesto un mejor salario. Reconocida por sus capacidades y responsabilidad fue abriéndose camino en el mundo empresarial, y el día menos pensado se encontraba estudiando un posgrado en una prestigiosa universidad internacional.

Cada tarde al llegar a casa, su hija la recibía con un abrazo y una sonrisa emocionada, a lo que ella respondía automáticamente; su madre se despedía y una vez más se quedaba a solas con su pequeña Esperanza y la realidad que no lograba aceptar; luego de acostarla, sacaba una cajita color violeta de un baúl de madera apostado en una esquina de su habitación, y ahí recorría su vida, recordaba los sueños que no pudo cumplir revisando sus más preciados tesoros: fotografías de magníficos paisajes, bocetos de rostros y bodegones, un carboncillo gastado hasta la mitad, una caja de lápices de colores acuarelables y una bitácora elaborada artesanalmente, entre muchos otros detalles que le provocaban un cúmulo de emociones y llenaban sus hermosos ojos negros de lágrimas amargas y nostalgia.

Esa mañana, como cada día desde hace casi diez años, Amelia se levantó, hizo la rutina usual y salió rumbo a su trabajo, se sentía especialmente triste y le había costado muchísimo levantarse, para ir nuevamente a ese espacio que la estaba matando; pero su madre siempre se esforzaba en demostrarle que así era el mundo; que el sacrificio y la abnegación eran no solo características necesarias sino propias de una madre respetable y responsable.

Entrada la tarde, Amelia —como no era raro con su ritmo de trabajo— llamó a su madre para pedirle que la niña se quedara esa noche en su casa, pues su jefe nuevamente la necesitaba hasta tarde. La madre como siempre, luego de protestar por el trato que su hija recibía, aceptó y se despidieron. Fue la última vez que hablaron.

Prudencia, en silencio, manteniéndose en pie para su nieta, se hizo cargo de todos los arreglos funerarios y todavía sin justificar la decisión de su hija, pensaba en el cruel destino que les esperaba, a ella con su frágil salud y a su amada Esperanza, pues aún cuando su madre estaba viva pasaban necesidades y complicaciones, ¿Cómo haría ella para sostener con su escuálida jubilación a esta fracturada familia?

Esa tarde, en el campo santo, cientos de personas se dieron cita para despedir a Amelia; parientes, amigos, colegas de trabajo y personas que a lo largo de su trayectoria había ayudado de alguna manera, todos ofreciendo a la madre aliento y por supuesto en alguna medida apoyo para superar este trago amargo; de pronto, entre tanta gente, un joven muy bien vestido y algo misterioso se abrió camino y llegó hasta donde estaba la afligida mujer.

—¿Es usted la madre de Amelia? —preguntó con un tono de confirmación.

—Sí, soy yo —dijo tristemente.

—Sé que este es un momento muy duro, pero su hija fue muy específica en sus instrucciones, no quería que se diera largas a este asunto —murmuró al oído de la mujer entregándole un sobre sellado con su nombre en él— acompáñeme un momento por favor.

El desconocido joven —abogado y amigo de Amelia— llevó a la desolada madre lejos de la muchedumbre, le pidió que leyera los documentos entregados y que los firmara inmediatamente.

Prudencia aún desconcertada, abrió el sobre y en su interior encontró una serie de papeles que en un momento como ese le resultaban incomprensibles, entre el texto se leía: (…) se entregará inmediatamente un cheque certificado por la cantidad establecida en la póliza a los beneficiarios del contratante en caso de muerte por cualquier causa, este producto cubre incluso el suicidio luego de cinco años de vigencia de la misma.

Desesperada ante tal hallazgo buscó en el sobre, como tratando de encontrar alguna respuesta, en el fondo distinguió un pequeño envoltorio hecho a mano, lo abrió rápidamente, este contenía un cheque por cien mil dólares a su nombre y una nota de puño y letra de su hija: Mamá, mientras viva ni tú, ni yo ni nuestra pequeña Esperanza seremos felices, cuando leas esto serás la dueña de una fortuna que te permitirá hacer el tratamiento que tanto necesitas, le regalará a Esperanza el futuro que merece y que yo nunca podría darle y a mí por fin me devolverá la paz… duerme tranquila, sin culpas ni llantos, dile a mi hija que aunque a mi manera la ame más que a mí misma.