miércoles, 5 de noviembre de 2014

Apatía

Eliana Argote Saavedra


Cae la garúa intensa sobre un barrio de aquellos llamados emergentes de la gris Lima, con calles copadas de esqueletos de cemento.

Un edificio completamente iluminado abre sus puertas dejando ver la cara gentil del portero, el único nexo entre tanta gente dispar que se cruza sin saludarse. Allí, en el piso veintidós, con la sola compañía de su conciencia Silvia está ansiosa, camina de un lado a otro en el comedor de diario, su escondite preferido; un rayo de luz de la calle se refleja sobre la mesa de vidrio donde reposa el cenicero repleto de colillas, marcas de líquido secas forman un camino delgado que se pierde bajo una botella de vino cuya mitad ha sido consumida, el corcho aun en el descorchador descansa al lado. Una mosca ha comenzado a rondar por la superficie melosa de la mesa, Silvia percibe el vuelo en círculos del insecto y se dibuja en su rostro un gesto de asco.

Él llegará en cualquier momento, la besará en la frente y encenderá el televisor, dirá algo sin mirarla mientras conecta la cafetera; ella contemplará sus ojos negros distraídos, su cabello rapado y su apariencia de hombre preguntándose sin siquiera ser consciente de ello ¿en qué momento dejó de ser un niño?, querrá abrazarlo como cuando era pequeño pero las ganas se irán desvaneciendo, como su presencia en la vida de Adolfo.

¿Lo habrá descubierto? Se pregunta y enciende un cigarrillo olvidando el que dejó sobre el cenicero; el celular anuncia con un sonido de ópera trágica que tiene tres llamadas perdidas de Adolfo y un mensaje: madre, tenemos que hablar, llego en veinte minutos. Ya se escuchan pasos sobre la escalera y el sonido metálico de las llaves que chocan entre sí. “Es él”, se dice, mientras humedece  un paño e intenta limpiar con prisa la superficie de la mesa. Corre a abrir las ventanas para disipar el fuerte olor a nicotina, pero ya es tarde; la llave se introduce en la cerradura y aparece Adolfo con sus dieciocho años  y la expresión infantil que no puede ocultar cuando la ve por primera vez en el día, pero enseguida recobra la postura, se yergue y se construye un puente entre ellos, uno que hace tiempo no cruzan.

Luego de su rutina, él aparta una silla, se sienta y la invita a hacerlo también, sabes que tenemos que hablar, dice y coge un cigarrillo de la cajetilla que está sobre la mesa. Tú no fumas, observa Silvia, odias ese maldito vicio; es cierto, responde él, pero hay cosas que odio aún más.

- Quiero escuchar lo que tienes que decir madre -indica esperando que ella hable.

Apenas una semana antes habían estado juntos en la misa de mes de Estela, la mujer con la que ella creció y a la que Adolfo adoraba y llamaba abuela; al igual que en la ceremonia de cremación no hubo una sola lágrima de Silvia aunque nadie pudo sospecharlo porque unos anteojos oscuros le ocultaban la mitad de la cara. Una conversación que oyó por casualidad atrajo su atención; Romina y Luisa, sus primas, conversaban a un lado, ¿has visto a Silvia? preguntó Romina, ¿no te parece sospechoso que no se haya quitado los anteojos?, ¿porqué sospechoso? Refutó Luisa; no sé, es que estoy recordando su actitud el día que mi tío Joaquín falleció, ¿no te acuerdas? Parecía la anfitriona perfecta, yendo de invitado a invitado, ofreciendo conversación y abrazos, al menos esta vez no la hemos visto sonreír pero… ¿Pero qué?, ¿qué estás pensando?...no lo sé, solo creo que algo ha ocurrido en esta familia o en ella para que se comporte tan indiferente, ellos hicieron las veces de padres con ella, ¿cómo te explicas que prácticamente los abandonara?… pero tengo entendido que ella los mantenía… sí,  pero jamás venía a verlos.

Silvia escuchó cada palabra pero lejos de ofenderse sintió como si una ráfaga de brisa refrescara su rostro descubriendo lo que ella era incapaz de admitir. Era cierto, el día que murió el anciano Joaquín evitó siquiera acercarse al féretro y se ocupó de ayudar a Estela a pasar por ese trance como la mejor asistente, incluso ofreció su hombro para el llanto pero sin mover un solo músculo, (Imagen curiosa la de la anciana abrazándose a un bloque de hielo), la llevó del brazo tras el cortejo hasta que la situación se tornó asfixiante y casi salió huyendo del lugar.

Huyendo, como lo hacía de niña, acurrucándose en el silencio del rincón más oscuro para no escuchar a Estela que ante su negativa de llevar a Joaquín a acostarse, le recordaba a gritos la gratitud que debía tener con él. Silvia lloraba porque no quería que Joaquín con los ojos enrojecidos y tambaleándose le ofreciera su mano para llevarlo a acostarse, sabía lo que sucedería; ese hombre que trabajó sin descanso para pagar los gastos médicos del asma crónica de Silvia; en los momentos de borrachera intentaba cobrarse con caricias insanas todo lo que hizo por ella sin ser su padre, ¿cómo podía Estela no saberlo? ¿Por qué propiciaba esos encuentros obligándola a llevarlo a la cama?
Silvia huía luego a construirse mundos paralelos completamente ajenos a la realidad que le hacían tanto daño.

- ¿Un café Silvi? –preguntó Romina acercándole una taza- ¿Estás bien?

Ella no contestó, solo apartó la mano de su prima y salió al jardín, allí con la mirada perdida en la tierra muerta recordó a Toffy, la mascota de Adolfo, el perro de los ojos juguetones que movía la cola y pegaba el cuerpo pequeño a sus piernas, Toffy y su ladrido persistente inundando la cocina con ese ruido sordo que lograba trasladarla a los límites de la histeria y ese olor desagradable que no desaparecía a pesar del aseo constante; el sentimiento de culpa mezclado con satisfacción que la embargó el día que cerró la puerta tras enviarlo a la azotea, porque no puedo hacerme cargo de tu mascota, había dicho a su hijo aunque lo que quería realmente era alejar al animal porque lo detestaba, porque no le perdonaba que aun siendo un ser insignificante se hubiera convertido en el centro de atención de todos.

Adolfo está frente a Silvia y la juzga con su mirada expectante, y la niña miedosa que a veces asoma en ella quiere contarle que está cansada, que ya todo le da lo mismo, que el corazón se le fue endureciendo con el paso del tiempo y que a veces le pesa demasiado; que tuvo que aprender a ser fuerte y sin darse cuenta se volvió indiferente y que ahora ella misma no sabe quién es.

Quiere pedirle perdón por tantas cosas, por su padre, sí, pero aún mas por toffy, por aquel día en que llegó a casa y no escuchó los ladridos habituales, cuando extrañada subió las escaleras con una sensación de temor por descubrir lo que sospechaba, allí estaba la mascota retorciéndose de dolor por una distemper, sabía que debía correr con el pequeño animal a la veterinaria pero solo se quedó allí, temblando y con unas ganas inmensas de huir, observando la mirada suplicante del animal, … la misma mirada de ella pensó, los mismos ojos suplicantes de la anciana Estela pidiendo una muestra de afecto. 

Silvia no pudo evitar el recuerdo de los días posteriores a la muerte de Joaquín, cuando tuvo que escuchar a Estela endiosar a su esposo, él trabajaba haciendo doble turno para pagar el hospital cada vez que te ponías mal, había dicho y sin embargo lo quisieron acusar de tantas cochinadas que él sería incapaz de hacer, todo era mentira, él era tan bueno; por favor no sigas, musitaba Silvia sintiendo rabia porque ni siquiera en esa ocasión la anciana aceptaba que lo sabía todo y se ponía de su lado.

Aquella verdad salió a la luz varios años antes cuando Silvia se enteró que el hombre había hecho lo mismo con una niña que se quedaba encargada en la casa de los ancianos, su propio hijo se quedaba con ellos mientras ella trabajaba, no se pudo perdonar jamás su silencio pues había expuesto sin querer a su niño, por eso se vio obligada a revelar su propia vivencia; hasta ese acontecimiento ella había sellado esos recuerdos, se auto convenció de que el alcoholismo del hombre mezclado con su frustración y tal vez hechos de su propia infancia lo llevaron a hacer lo que hizo con ella, que ya era viejo y eso era historia pasada, pero ante este descubrimiento se alejó de sus vidas limitándose a enviarles los gastos para su manutención.

Tuvo que escuchar en silencio muchas veces los reproches de Adolfo por su indiferencia con los abuelos, él amaba a ese par de ancianos que se tiraban al suelo para jugar con él, quienes estaban con él todo el tiempo y era evidente que ellos adoraban a ese niño ¿Cómo quitarle al pequeño sus vivencias felices? Destrozar los cimientos sobre los que se había formado sintiéndose amado y protegido, no tenía derecho de colocarlo ante la situación de carencia afectiva en la que ella misma creció.

En el cuarto de hospital Silvia miraba a Estela desde el mismo rincón donde se ocultaba de niña pero con la frialdad de la mujer, como se mira un objeto que está al borde de una superficie, con la certeza de que va a caer.

Adolfo continúa frente a ella observándola, preguntándose qué tristezas perturban el alma de su madre al punto de orillarla a jugar un juego tan peligroso como el de la venganza.

- Te escucho madre, ¿qué tienes que decir en tu defensa?

A medida que habla el muchacho, su rostro se trasforma, ella conoce bien cada uno de sus gestos, sabe que estaba apelando a la máscara que utilizó para alejarse de ella y sentirse independiente, para diferenciarse de ella; aquella con la que siempre logra dañarla, va a enfrentarla, intentará lo que sea necesario para descubrir la verdad, pero esta vez ella no va a quebrarse, no va a salir huyendo, ya nadie puede hacerle daño.

- No tengo nada que decir.

- ¿Dónde está mi padre? –pregunta Adolfo- sé que lo sabes madre, un policía estuvo interrogándome, sabe que fuiste la última persona que habló con él, han intervenido tus correos, tu teléfono, han rastreado tus contactos, fuiste tú quien contrató un detective para que lo siga y ya lleva tres días desaparecido, es solo cuestión de tiempo  que vengan a buscarte. Sé que no eres feliz con él pero podrías haberte marchado, tienes que decir donde está madre, esto no es un juego.

- ¿Crees que yo he secuestrado a tu padre?

- Estás llena de odio madre, él está enfermo, necesita cuidado, por favor ¡Reacciona! Si le pasa algo tú vas a ser la única responsable.

En ese instante la luz azul de la torreta de un patrullero se refleja en la cortina, la calle antes solitaria se ha llenado de gente, un patrullero aguarda mientras dos policías luego de tocar  insistentemente el timbre descompuesto han violentado la reja y suben las escaleras.

- Madre por favor habla –insiste Adolfo pero Silvia parece no escuchar a su hijo ni darse por enterada de los golpes en la puerta, coge la cajetilla y enciende el último cigarrillo, acerca la botella a su boca y bebe un sorbo largo.

Los policías ingresan haciendo saltar la chapa de la puerta que se abre de par en par, ¿señora Silvia Robles?, pregunta uno de ellos llevando consigo un par de esposas, ella extiende las manos sin oponer resistencia y es conducida a la comisaría ante la mirada de frustración de su hijo.

Tres días después aparece el cuerpo del empresario Jorge Robles en un barranco, dicen en los noticieros que perdió el control de su auto por la persistente lluvia de la madrugada, que a unos metros de él encontraron el cuerpo de una muchacha de unos veinticinco años.

Cuatro días después el programa dominical más visto comienza anunciando novedades sobre la muerte del empresario Jorge Robles en el preciso instante en que un guardia se acerca a la celda donde ha permanecido Silvia, mañana sale libre señora, dice, todo se ha aclarado, pero ella parece no escucharlo, recostada sobre el catre observa a una araña que teje sin descanso, como su mente, repasa su propia telaraña; se ve a sí misma encontrándose con el detective, recibiendo de manos del hombre un sobre con fotografías: Jorge saliendo de un hotel de cuatro estrellas de la mano de su asistente Jéssica, la muchacha que una vez almorzó en su casa y dijo ver a Jorge como al padre que no tuvo, Jorge hablando con la recepcionista del hotel con una caja de rosas y un peluche en una mano, Jéssica recostada en la cama con su cara de niña abrazada al peluche que acaba de recibir y el cuerpo perfecto y sensual asomando bajo los encajes de sus diminutas prendas …gracias, dijo al detective sin reflejar un sentimiento en el rostro, es usted muy eficiente ¿Confirmó lo del viaje de este fin de semana?, si señora, ambos han hecho reservaciones en el mismo hotel; esa noche al despedirse Jorge estuvo muy cariñoso, le prometió que al regresar planearían unas vacaciones, se acercó e intentó seducirla pero ella lo rechazó fingiendo un dolor de cabeza; luego que se marchó ella sacó el auto y se dirigió a la carretera, esperó pacientemente que el auto de Jorge estuviera cerca,“el GPS es un instrumento muy útil en estos casos”, al divisar el auto pisó el acelerador y se metió en la autopista que lucía solitaria, encendió todas las luces de una vez y Jorge tuvo que girar para no chocar pero al hacerlo perdió el control del vehículo desbarrancándose. Ella alcanzó a escuchar los gritos de ambos al caer al precipicio, su venganza había sido consumada, por primera vez transitó por el camino llano de la decepción y se alejó sin dejar una sola huella en su alma; se sintió resarcida pues nada pudo detenerla; no estaba presente esta vez aquella fuerza poderosa e invisible ligada a la gratitud que paralizaba su mano y que lo haría para siempre, no importaba el costo, ya no le quedaba nada, igual Joaquín la condenaría por la muerte de su padre y se alejaría como ya había comenzado a hacerlo.

Habían pasado dos días desde que Silvia fuera trasladada a la cárcel por disposición del juez sin recibir visita alguna, la mañana en que fue liberada el guardia le pidió que esperara; su hijo llamó diciendo que vendría para llevarla a casa, dijo, pero al cabo de una hora no aparecía; Silvia salió a la calle y abordó un taxi en el preciso instante en que su hijo con el rostro demacrado y signos de haber llorado sin entender cómo su madre pudo ser tan indiferente ante la agonía de la persona que más amaba en su vida, cerraba la puerta del departamento que compartía con ella para no regresar jamás.

Quince minutos antes la enfermera que cuidaba a su abuela en el hospital le narró detalladamente la actitud de indiferencia y frialdad con que su madre había presenciado la muerte de su abuela Estela. Sobre la mesa de centro quedó el ramo de rosas y en la pared un cartel con la palabra “Bienvenida” con que Adolfo pretendía recibir a Silvia luego de ser declarada inocente en la muerte de su padre.

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