viernes, 7 de noviembre de 2014

De vuelta a casa

Frank Oviedo Carmona


Siena se encontraba triste caminando de esquina a esquina en su dormitorio; pensaba en que su vida cambiaba cada cuatro años, ya que su padre Terrance era cónsul y lo enviaban a diferentes países.

Siena pensaba, ¡nunca tendré amigos! ¡Tampoco novio!  Dejó de caminar y se paró cerca a la ventana para mirar los grandes edificios y el tráfico espantoso que siempre había en Nueva York.  Se decía a sí misma, ¡ya no soporto vivir aquí! Me gusta la ciudad para pasear y ver las tiendas de muñecas porque me hacen recordar mi infancia, pero ya no quiero vivir aquí.   Caminó unos pasos a la derecha,  se recostó en su cama y siguió recordando su niñez en Canadá;   cuando salía con toda su familia al festival de la primavera,  y disfrutaba del deslumbrante desfile de tulipanes. Su abuelita le contaba en el camino la historia del desfile, misma que se remonta a la segunda guerra mundial, donde Canadá como país aliado apoyó a Holanda.  Este simboliza la amistad entre los países. Los tulipanes son enviados cada año por el pueblo holandés para ser sembrados en la capital canadiense.

Esta historia le encantaba y siempre le pedía  que se la cuente. 

—¡Cómo olvidar aquellos momentos!  ¡Cómo olvidar que en el mismo desfile de tulipanes  tomaba a escondidas varias porciones de  helados!  A pesar que mi madre sólo  me permitía tomar uno y mi abuela sonreía al verme,  pero no decía nada  —pensaba Siena.

Recordaba  las veces  que andaba por los parques corriendo y mirando los inmensos árboles de pino, la nieve que se iba derritiendo y le caía en la cabeza mojándole toda la ropa,  los tulipanes que crecían como hierba mala, y  a la abuelita Hilda que siempre la acompañaba, porque prácticamente ella  la había criado   hasta  los catorce  años.  En un principio ella viajaba con la familia, pero esta última vez  no lo  hizo, y Siena  viajó  sola con sus padres a Nueva York, este cambio empeoró  las cosas,  y ella  se sintió solitaria y sin deseos de estudiar,  se quejaba  todo el tiempo de la ciudad.

Los recuerdos de su infancia  eran constantes; no dejaba de pensar en lo felices que eran, el mejor regalo  era estar todos los fines de semana en casa  y acostarse  junto a su abuela  para ver televisión; en algunas ocasiones le preguntaba:

 —¿Abuelita te puedo decir algo? 

 —Sí, dime. 

—Te quiero mucho y deseo estar siempre a tu lado, no quisiera crecer tan rápido para estar así,  juntitas.  Luego reía y la abrazaba fuerte.

 —Claro mi princesita, siempre estaremos juntas –le respondía dándole un abrazo.

—Ahora tengo diez y ocho años y hace  ocho  que salí de Canadá para vivir en Argentina, Bolivia y ahora New York.  ¿Dónde más  lo mandarán  a mi padre? Espero no sea a la China, ahí sí que me vuelvo loca. Mamá  dice que iremos a Miami, al menos en algunas zonas, es tranquilo pero igual debo hacer  muchos cambios  en mi vida  –pensaba. 

No es fácil estar viviendo de país en país; extraño mucho Canadá,  los días de invierno en los que salía  a  jugar con mis amigas a las carreras, deslizándome por la nieve, simulando tener  patines; hacer  muñecos y tumbarlos a puñetes y quedar casi congeladas; era chistosísimo, todas terminábamos exhaustas tiradas en la nieve; como olvidar la primavera, y la cantidad de tulipanes de colores variados  que habían sido sembrados por toda la ciudad, así como se lo había contado su abuelita Hilda. 

De pronto, Siena recordó que tenía que hacer unas tareas,  se levantó de la cama y bajó con rapidez a la sala y mientras ordenaba unos platos que quedaron en la mesa de la hora del desayuno.

—Mamá,  mamá, ¿dónde estás? –preguntó Siena en voz alta.

—Aquí mi amor, en la cocina  preparando  una sopa al estilo de la abuelita Hilda para cuando venga tu papi de su chequeo anual del médico.

—Hmmm que aroma tan delicioso –dijo.

Victoria hizo una mueca de alegría y Siena continuó. 

 —Mamá, cada día me es más difícil acostumbrarme a otro país ¿Algún día regresaremos a Canadá? 

 –Todo lo  he dejado allá,  a mi abuelita Hilda y a  mis amigos.

—¡Hija!, siento decirte que  volveremos a viajar en dos meses a Los Ángeles, sé que es duro para ti y lo es para mí también; estoy cansada de viajar, sobre todo de empezar una nueva vida –respondió. 

Siena, se quedó sorprendida de lo pronto que se marcharían y que cada vez era menos tiempo en cada país.

— Mamá, toda nuestra vida siempre será así –dijo.

—¡No lo sé!, te juro hija que no lo sé  —le respondió.

Siena comenzó a caminar por la sala de esquina a esquina con los dedos entrelazados; esas pequeñas caminatas la relajaban, todo lo contrario a su madre que la ponía nerviosa verla así. 

Victoria, la madre de Siena, dio media vuelta y avanzó unos pasos hacia la cocina y sirvió la sopa; antes ya había puesto en la mesa un delicioso  brownie   bañado en chocolate derretido, que perfumaba toda la casa; era el postre que a ellos les encantaba.

Victoria se acercó a Siena y le acaricio el rostro.

—Se cómo te sientes hija, entiendo lo duro que ha sido todo este tiempo, nosotros te amamos y queremos lo mejor para ti; tu papi para lograr lo que es ahora,  se ha  esforzado mucho y lo ha hecho por nosotras.

Se escuchó abrir la puerta,  —es papá— dijo Siena.

Terrance entró, saludó con un beso a su esposa y después  le dio un fuerte abrazo a Siena.

—¿Estás bien hija? —preguntó su papá. 

—Si papá, eso creo  —respondió. 

Luego de tomar su sopa, Victoria sirvió el postre que los hizo alegrar y cambiar de ánimo ya que estaban un poco callados por el nuevo viaje.

Pasaron unos días; Terrance estaba sentado en el sofá de su sala color naranja que combinaba con la cortina beige  con brocados  marrones. Tomaba una  copa de oporto mientras miraba  hacia  la ventana  de pared a  pared donde podía ver toda la ciudad. En ese preciso momento, suena el teléfono.

—¡Diga! –responde Terrance.

—¿Quién es papá? Pregunta la hija que salía corriendo de su cuarto para responder el teléfono.

—Espera hija –dijo susurrando.

—Bien doctor Osores  ahí estaré  —respondió su padre, luego se despidió y colgó.

Eran del centro médico que habían llamado a Terrance para darle el resultado de sus análisis; a él, le parecía raro que lo llamará  el propio Doctor.

Al llegar al centro médico, habló con el doctor Osores y las noticias no eran nada agradables. 

—No iré con rodeos.  Señor Terrance, usted tiene cáncer generalizado al estómago. Lo que no entiendo es cómo le ha avanzado tan rápido – fríamente le dijo el médico.

—¡Qué, qué!, no puede ser, debe haber un error, hace menos de diez meses que me hicieron un chequeo general y como siempre estaba muy sano a mis cuarenta y ocho años.

—Lamentablemente esta enfermedad es así, aparece en cualquier momento, seguro algún familiar ha tenido este mal  —dijo el médico.

—No, nadie, ahí está en mi hoja de vida.  ¡Ahora qué le digo a mi familia! —dijo.

—Vaya con Dios, en recepción tiene que llenar unos documentos para someterse al tratamiento –dijo el doctor.

Terrance salió sin decir una sola palabra, antes de ingresar a su departamento se puso a dar vueltas a la  manzana, hasta que  decidió hacerlo.

Al entrar vio a su esposa sentada en la sala en un sofá color chocolate abrazando un chojín amarillo, con el rostro pensativo, sin saber que decir la abrazó y se echó a llorar, no podía creer lo que le estaba sucediendo.

—¿Qué te pasa? Dime por favor, qué te ha dicho el médico  —preguntó.

Terrance le contó todo, ella enmudeció por unos minutos tapándose la boca con ambas manos.  Decidieron no contarle  nada a Siena.

Al siguiente día de la mala noticia Terrance y su esposa estuvieron fuera de casa buscando la opinión de otros especialistas;  sin saber que del centro médico lo habían estado llamando.

—¡Papi, papi! Te ha llamado el doctor Osores varias veces, dice que lo llames urgente —exclamó Siena.

Victoria miró fijamente a su esposo.

—Gracias mi princesa, ve a hacer tus cosas  que yo llamaré al doctor –lo dijo susurrando.

Cuando Terrance estaba hablando  con el doctor Osores por teléfono, comenzó a reír a carcajadas; Victoria que estaba a su lado, pensaba que se había vuelto loco.

—Esposa mía, sabes lo que dice el doctor, que estoy sano, que se equivocaron. Los resultados que me dieron eran  de otra persona y los míos se lo dieron a la persona que está enferma; no te parece maravilloso —Terrance estaba tan emocionado que no paraba de hablar y besar a su esposa.

Esa no fue la única noticia buena que recibió Terrance. Al cabo de unos días le dijeron que se quedaría en los Ángeles unos años y volverían a establecerse en Canadá para siempre, y ya habían tomado cartas en el asunto por la negligencia médica,  lógicamente que Siena estaba muy feliz.

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