viernes, 7 de noviembre de 2014

Esperanza

Cristina Navarrete



Esa mañana no fue a trabajar, eso no era propio de ella, siempre había sido responsable, comprometida y puntual; sus amigos preocupados la llamaron insistentemente, pero no contestó. El día transcurrió y nada; nunca llegó.

Su familia tampoco había oído de ella; cuando llegó la noche, su madre como presintiendo lo sucedido, fue hasta su casa, con la llave de respaldo que guardaba abrió lentamente la puerta de ingreso, cruzó por el pequeño recibidor alfombrado y avanzó pasando por el comedor, una acogedora salita de estar de diseño rústico y coloridos sillones puff, cuando llegó a la puerta del dormitorio, la empujó con mucho cuidado y entró.

Allí estaba ella, ¡no era posible!, se veía hermosa, tan tranquila, como dormida… con tanta paz en su rostro como nunca había tenido; por fin descansaba sin preocupaciones ni amarguras.

—¡Amelia! —gritó la mujer tocando suavemente su rostro frío y terso— ¿Por qué no leí las señales? ¿Por qué no me esforcé en comprenderte? ¿Qué clase de madre soy? —repetía desesperada, mientras, postrada de rodillas ante el cuerpo ya sin vida de su única hija, lloraba desconsoladamente.

Hacía ya mucho tiempo que Amelia había cambiado por completo, aquellos ojos vivos y juguetones, su sonrisa abierta siempre presente en todo momento, el cuerpo esbelto y bien cuidado y sus palabras de aliento para todo el que las necesitara, se fueron transformando en un ser casi sin vida, de ojos lánguidos y llenos de una profunda tristeza, la sonrisa fue reemplazada por una extraña mueca, perdió mucho peso, su cuerpo se transformó en una figura casi cadavérica, y las palabras salían de su boca con sabor a hiel y dolor.

Al enterarse de que estaba embarazada, era demasiado tarde para resolverlo, así que acudió a su madre para compartirle la desagradable sorpresa y ella ofreció apoyarla en lo que fuera necesario. A pesar de todo el sufrimiento alrededor de este suceso y de que ser madre no estaba dentro de sus planes, aceptó la ayuda, cambiando todos sus sueños por responsabilidades.

Cuando la tuvo entre sus brazos por primera vez, a diferencia del romántico relato de casi todas las mujeres sobre la maternidad, Amelia sintió un profundo rechazo y amargura, pues esa pequeña, dulce e indefensa criatura, era la prueba viviente de su dolor, aquella que siempre le recordaría el terror de esa desafortunada noche, y la crueldad de la que es capaz el ser humano. Haciendo un gran esfuerzo la cargó por un momento, y luego la devolvió a su cuna.

Cuando Esperanza cumplió cinco años, Amelia se graduaba de la universidad. Empezó la carrera por conseguir una mejor posición en el mundo laboral, dejó los trabajos de mesera e impulsadora de productos novedosos para buscar espacios más formales, con horarios exigentes, trato inhumano y por supuesto un mejor salario. Reconocida por sus capacidades y responsabilidad fue abriéndose camino en el mundo empresarial, y el día menos pensado se encontraba estudiando un posgrado en una prestigiosa universidad internacional.

Cada tarde al llegar a casa, su hija la recibía con un abrazo y una sonrisa emocionada, a lo que ella respondía automáticamente; su madre se despedía y una vez más se quedaba a solas con su pequeña Esperanza y la realidad que no lograba aceptar; luego de acostarla, sacaba una cajita color violeta de un baúl de madera apostado en una esquina de su habitación, y ahí recorría su vida, recordaba los sueños que no pudo cumplir revisando sus más preciados tesoros: fotografías de magníficos paisajes, bocetos de rostros y bodegones, un carboncillo gastado hasta la mitad, una caja de lápices de colores acuarelables y una bitácora elaborada artesanalmente, entre muchos otros detalles que le provocaban un cúmulo de emociones y llenaban sus hermosos ojos negros de lágrimas amargas y nostalgia.

Esa mañana, como cada día desde hace casi diez años, Amelia se levantó, hizo la rutina usual y salió rumbo a su trabajo, se sentía especialmente triste y le había costado muchísimo levantarse, para ir nuevamente a ese espacio que la estaba matando; pero su madre siempre se esforzaba en demostrarle que así era el mundo; que el sacrificio y la abnegación eran no solo características necesarias sino propias de una madre respetable y responsable.

Entrada la tarde, Amelia —como no era raro con su ritmo de trabajo— llamó a su madre para pedirle que la niña se quedara esa noche en su casa, pues su jefe nuevamente la necesitaba hasta tarde. La madre como siempre, luego de protestar por el trato que su hija recibía, aceptó y se despidieron. Fue la última vez que hablaron.

Prudencia, en silencio, manteniéndose en pie para su nieta, se hizo cargo de todos los arreglos funerarios y todavía sin justificar la decisión de su hija, pensaba en el cruel destino que les esperaba, a ella con su frágil salud y a su amada Esperanza, pues aún cuando su madre estaba viva pasaban necesidades y complicaciones, ¿Cómo haría ella para sostener con su escuálida jubilación a esta fracturada familia?

Esa tarde, en el campo santo, cientos de personas se dieron cita para despedir a Amelia; parientes, amigos, colegas de trabajo y personas que a lo largo de su trayectoria había ayudado de alguna manera, todos ofreciendo a la madre aliento y por supuesto en alguna medida apoyo para superar este trago amargo; de pronto, entre tanta gente, un joven muy bien vestido y algo misterioso se abrió camino y llegó hasta donde estaba la afligida mujer.

—¿Es usted la madre de Amelia? —preguntó con un tono de confirmación.

—Sí, soy yo —dijo tristemente.

—Sé que este es un momento muy duro, pero su hija fue muy específica en sus instrucciones, no quería que se diera largas a este asunto —murmuró al oído de la mujer entregándole un sobre sellado con su nombre en él— acompáñeme un momento por favor.

El desconocido joven —abogado y amigo de Amelia— llevó a la desolada madre lejos de la muchedumbre, le pidió que leyera los documentos entregados y que los firmara inmediatamente.

Prudencia aún desconcertada, abrió el sobre y en su interior encontró una serie de papeles que en un momento como ese le resultaban incomprensibles, entre el texto se leía: (…) se entregará inmediatamente un cheque certificado por la cantidad establecida en la póliza a los beneficiarios del contratante en caso de muerte por cualquier causa, este producto cubre incluso el suicidio luego de cinco años de vigencia de la misma.

Desesperada ante tal hallazgo buscó en el sobre, como tratando de encontrar alguna respuesta, en el fondo distinguió un pequeño envoltorio hecho a mano, lo abrió rápidamente, este contenía un cheque por cien mil dólares a su nombre y una nota de puño y letra de su hija: Mamá, mientras viva ni tú, ni yo ni nuestra pequeña Esperanza seremos felices, cuando leas esto serás la dueña de una fortuna que te permitirá hacer el tratamiento que tanto necesitas, le regalará a Esperanza el futuro que merece y que yo nunca podría darle y a mí por fin me devolverá la paz… duerme tranquila, sin culpas ni llantos, dile a mi hija que aunque a mi manera la ame más que a mí misma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario