jueves, 13 de noviembre de 2014

Un campamento en la playa

Bérnal Blanco



—PLAYA TURQUESA ES un lugar paradisíaco. Su nombre se debe al color refres-cante que tienen sus aguas. Al estar allí se te olvidan las penas.

De esta manera mi papá empezaba a narrar la increíble aventura que él y otros bomberos habían vivido unos días atrás mientras realizaban prácticas en un campamento de playa.

Conforme él hablaba, mi mente fantasiosa voló hasta la pequeña Playa Turquesa. La imaginé justo como mi papá la describía: de arena blanca como polvo de conchas. Sentía mis pies descalzos mientras el oleaje venía, suavemente, a saludarme. El olor a mar se enredaba en mi pelo.

Imaginé también la selva: almendros, robles y cocos queriendo alcanzar el agua. Desde las copas de los árboles, viejos osos perezosos me saludaban.

—Papi: ¿en la Playa Turquesa se puede nadar? –pregunté, regresando de mi viaje fantástico, interrumpiendo su charla.

—Claro que sí Abril. El día que llegamos ahí, antes de empezar con la clase teórica, nos permitieron bucear con snorkel por un rato.

—¿Qué es eso? –preguntó un niño que estaba a mi lado.

—Te pones aletas, una mascarilla y un tubo que te sirve para respirar. Nadas con la cabeza dentro del agua y entonces puedes ver todas las maravillas que hay en el fondo del mar, como el arrecife coralino de Playa Turquesa donde viven montones de peces de colores.

—¡Wow! Yo quiero nadar ahí –dijo mi mamá.

—Yo también –grité brincando de mi silla.

—¡Sí, sí… está bien! Vamos a tener que hacer una excursión para irnos de buceo. Pero por ahora déjenme continuar con la historia.


§


ESTÁBAMOS EN LA estación de bomberos donde mi papá trabaja. Habían sacado a Rubí afuera, al patio, y nos habíamos formado en un gran círculo. Los compañeros de mi papá, sus esposas, sus hijos, mami y yo estábamos allí, escuchando atentos. 

—Éramos dieciocho bomberos –continuó–. Llegamos desde varias partes del país a participar en el campamento de práctica de los bomberos. La mayoría de ellos, al igual que yo, eran principiantes. Gabo era el único veterano que nos acompañaba.

»En cuanto llegamos el instructor nos presentó a sus asistentes y al resto del equipo. Luego cargamos todas las provisiones que requeríamos para tres días y dos noches de campamento. ¡Qué cantidad de cosas!

»Tuvimos que caminar un kilómetro, sendero abajo, hacia Playa Turquesa. El camino era lodoso y más de uno cayó sentado en el barreal mientras los otros nos moríamos de la risa.

»Lo primero que hicimos al llegar fue instalar las tiendas de campaña. Tuvimos que buscar el lugar apropiado en la selva frente a la playa donde la marea alta no nos alcanzara.

»Después, como les decía, fuimos a bucear… y más tarde almorzamos. De inmediato recibimos la primera clase teórica de parte de nuestro instructor.

»A las tres de la tarde nos preparamos para la primera práctica. Debíamos realizar un ejercicio en la playa vistiendo el traje de bombero, incluyendo el ARAC.

—¿El ARAC es ese tanque que ustedes llevan en la espalda? –preguntó uno de los niños.

—En realidad llamamos ARAC a tres cosas que trabajan juntas: el tanque de aire comprimido, la mascarilla y la manguera. Aquí tenemos uno –decía mientras se levantaba para mostrar un ARAC que colgaba de la pared–: el aire sale del tanque y pasa por esta manguera hasta llegar a la mascarilla que cubre todo tu rostro –le explicaba al niño que preguntó–. De esa forma tú puedes respirar estando en medio de un incendio o incluso bajo el agua.

—¿Y en qué consistió el ejercicio? –preguntó uno de los compañeros de mi papá.

—¡Bueno! Resultó ser un ejercicio muy fuerte pero a la vez una de las situaciones más cómicas que yo he visto en mi vida. Les voy a contar.


§


—RESULTA QUE MIENTRAS buceábamos –continuó mi papá– el instructor y sus dos asistentes clavaron en la playa unas estacas, como delimitando con ellas un sendero ancho. Luego hicieron un tendido, como si fuese una red de alambre de púas, a una altura como así –él se agachó para indicarnos con su mano un poquito más arriba de sus rodillas. 

—¿Qué tenían que hacer ustedes con esa red? –preguntó mi mamá.

—Teníamos que tomar un maniquí súper pesado y tirarnos al suelo para arrastrarnos bajo los alambres. Luego debíamos gatear por el sendero –dijo, indicando con sus dedos el gesto de las comillas mientras decía «gatear»–, llevando con nosotros el maniquí. El que tocaba el alambre tenía que devolverse y empezar de nuevo.

En eso mi papá se volvió hacia Gabo:

—Gabriel, ¿quieres contar esta parte?

—Pues no sé, la verdad es que resultó muy embarazoso.

—Dale Gabo, cuenta, cuenta –insistió otro de los bomberos.

—Está bien. Solo para que vean que soy capaz de reírme de mí mismo –dijo Gabo.

»Resulta que uno a uno todos fueron haciendo el ejercicio, hasta que fue mi turno. El instructor me gritó:

»—¡Vamos Gabo, tú sigues!

»—¡Gabo, Gabo! –corearon todos los demás.

»Yo me tiré en la arena, boca abajo. Fran me alcanzó el maniquí.

»—¡A mi señal! –indicó el instructor.

»Entonces el instructor sonó su silbato y puso a funcionar el cronómetro.

»—¡Gabo, Gabo! –seguían coreando todos.

»Yo avanzaba poco a poco. Me impulsaba con una rodilla y luego con la otra. En las curvas de mis codos llevaba el maniquí. Lo hacía muy bien. Sin embargo, cuando iba como a mitad del recorrido me sentí muy cansado y me detuve.

»—¡No se vale parar! –gritaron todos–. ¡No se vale! ¡No se vale!

»Entonces, sintiendo la presión del grupo, hice un gran esfuerzo para continuar. Lo hice con tanta fuerza que mi cuerpo se levantó más de la cuenta y entonces uno de los alambres se enganchó entre el tanque y mi espalda.

»—¡Cuidado Gabo! –escuché gritar a Fran.

»Yo pegué un grito cuando sentí las púas incrustadas en mi espalda. Traté de libe-rarme moviéndome hacia atrás. Luego intenté hacia delante. Después de nuevo hacia atrás. ¡Qué vergüenza! No podía moverme, estaba totalmente atorado.

»—Vamos Gabo, tú puedes hacerlo –gritó alguien más.

»Solté el maniquí y entonces traté de levantarme, pero la red de púas me lo impedía. Quise voltearme, sin embargo cuando intenté hacerlo mi brazo derecho quedó también atrapado.

»—¡Me duele! –grité, en medio de una gran congoja.

»Así continué por unos segundos, tratando para un lado y para otro, para adelante y para atrás. Hice otro intento, esta vez hacia la izquierda. Me moví con tanta fuerza que arranqué varias estacas con todo y alambre de púas. Con eso logré finalmente voltearme, pero el tanque se me clavó en la arena y quedé atrapado de pies y manos. ¡Vieran qué espectáculo! Yo parecía una tortuga patas arriba.

»—Oye tortuga, ¡qué gran caparazón tienes! –me gritó alguien.

»—¡Te vamos a dejar ahí atrapado! –bromeó otro.

»Pero yo sufría. Me dolía mucho. En realidad quería ponerme a llorar. No me hacía nada de gracia lo que estaba pasando.

Todos en la estación reíamos pero también tratábamos de contener la risa por consi-deración al pobre Gabo. Yo lo imaginaba como Leo, el de las Tortugas Ninja, tirado de espaldas en la arena, moviendo brazos y piernas, tratando de liberarse.

Mi papá tomó de nuevo la palabra:

—Al percatarnos que Gabo realmente se estaba lastimando con los alambres, todos corrimos a socorrerlo. Tuvimos que ir rápidamente al campamento y traer tijeras especia-les para cortar los alambres y liberarlo.

»Cuando finalmente logramos soltarlo yo le pregunté:

»—¿Estás bien?

»—Sí, sí, estoy bien. ¿Qué crees? Soy un bombero experimentado –me respondió.

»—¡Querrás decir: experimentado en meterte en enredos! –agregó el instructor, muerto de la risa.

»Tuvimos que detener el ejercicio porque las estacas y la red de alambre quedaron desarmadas, pero además porque hubo que curar sus rasguños, que no resultaron profun-dos, pero sí numerosos.

El relato de ambos resultó muy divertido. ¡Reímos hasta las lágrimas! Sin embargo, sintiendo compasión de Gabriel, todos nos levantamos y fuimos a consolarlo.

—Gracias, gracias. No es para tanto –nos decía.


§


MI PAPÁ CONTINUÓ su relato:

—Esa noche, antes de ir a dormir, el instructor nos comentó acerca de la actividad planificada para el día siguiente. Todos quedamos ansiosos porque la aventura prometía ser magnífica.

»Nos fuimos a dormir temprano. Tuvimos cuidado de no dejar comida al alcance de los animales, especialmente de los mapaches y los monos, que son capaces incluso de abrir recipientes. Además, cerramos muy bien las tiendas, ya que el instructor nos contó que era fácil que alguna serpiente, en busca de calor, se arrollara bajo las sábanas.

»La marea estaba alta y se escuchaba el ir y venir de la olas en la playa. Después cayó una llovizna. Yo extrañé la ducha con agua caliente y mi cama –dijo, volviendo la mirada hacia mi mamá–, pero el golpeteo del agua, cayendo desde las grandes hojas de los almendros, me arrulló.


§


PONIÉNDOSE DE PIE, al igual que cuando me cuenta las historias para dormir, mi papá continuó:

—Arriba todos, hora de levantarse –nos gritó el instructor a las cinco de la mañana. 

»Nos estiramos, acomodamos las cosas y preparamos desayuno. No fue fácil pues solo teníamos una parrilla que funcionaba con gas y que “costó un mundo” trasladar hasta el campamento.

»A las siete de la mañana en punto salimos en una lancha que nos llevaría hasta un guardacostas anclado mar adentro. Conforme nos alejábamos, veíamos la belleza de la selva así como las formaciones rocosas en los extremos de Playa Turquesa. 

»Quince minutos después abordábamos un pequeño guardacostas donde recibiríamos instrucciones. Muy cerca estaba anclado también un viejo camaronero: un barco de mediano tamaño, propiedad de los bomberos.

»El instructor nos explicó el ejercicio que resultó ser muy sencillo de entender: de-bíamos dividirnos en tres grupos. Habría un turno para cada grupo. A efectos de practicar el rescate de incendio en estructura, debíamos abordar el camaronero y adentrarnos en él a través de una angosta escotilla –como un agujero– que había en la cubierta. Una vez adentro, debíamos buscar un maniquí muy pesado y llevarlo afuera. El equipo que gastara menos aire de sus tanques sería el ganador.

»El camaronero había sido muy bien equipado. De hecho se trataba de un barco utili-zado exclusivamente en el entrenamiento a bomberos y siempre estaba anclado en alguna parte de las costas de Litoral. Tenía bocinas que simulaban gritos de gente atrapada y sonidos de cosas ardiendo. Había una máquina que llenaba los compartimientos del barco con humo de verdad. 

—¡Parece ser un ejercicio muy intenso! –comentó otro de los compañeros de mi papá.

—Así es. De verdad muy fuerte.

»A mí me tocó en el grupo con Gabo y cuatro compañeros más: Carlos, Arturo, Fabián y Guillermo, todos provenientes del sur. Seríamos los últimos en realizar el ejercicio.

»Los dos primeros grupos hicieron un excelente trabajo. Teníamos un gran reto por delante si queríamos ser los ganadores.

»Cuando nos tocó el turno, abordamos el bote y nos dirigimos hacia el camaronero.

»—Tenemos que usar una estrategia diferente a la de los otros –les dije en el bote–. Necesitamos ideas.

»Todos opinaron rápidamente. Hubo ideas de todo tipo pero no muy buenas. Subimos al camaronero por estribor y cuando estuvimos en cubierta a Gabo “se le prendió el bombillo”:

»—Tengo una idea, dijo.

»—A ver dinos Gabo –sugirió Carlos.

»—Pienso que no debemos entrar todos juntos desde el principio, sino solo uno, como si fuera un explorador.

»—Un bombero nunca debe estar solo –dijo Arturo.

»—Pero la idea de Gabo es buena. Alguien solo no está bien pero, ¿qué tal dos? –dijo Guillermo.

»Hacía sentido: los que quedábamos afuera podríamos ahorrar aire.

»—El maniquí es muy pesado. Cuando los primeros lo hallen deberán regresar para que dos más entren –aporté yo.

»—Pero deberíamos marcar de alguna manera dónde está el maniquí –corrigió Gabo.

»—¿Qué se te ocurre? –pregunté.

»—Que lleves esto –me decía, al tiempo que sacaba de su traje una larga cuerda.

»—¿Esto no es hacer trampa? –pregunté.

»—No, esto se llama ser prevenido.

»—Eres un viejo zorro –dijo Arturo, arrebatándole la cuerda.

»—Entonces los dos últimos entrarán guiándose por la cuerda para sustituir a los dos primeros que van a estar muy cansados –dijo Gabo– y usarán mucho aire. Recuerden que la idea es gastar la menor cantidad de aire que sea posible.

»Yo propuse ir de primero. Arturo hizo lo mismo. Fabián y Guillermo serían los segundos. Gabo y Carlos se quedarían para el final. Cuando estuvimos preparados avisamos a nuestro instructor y él dio la señal.

»—A la cuenta de tres: uno, dos, tres –gritó por su altavoz, desde el guardacostas.

»Arturo y yo activamos nuestros ARAC y entramos por la pequeña escotilla. Bajamos la escalera. El humo de inmediato nos atacó. No veíamos nada. Encendimos nuestras linternas.

»Enseguida se activó un ruido ensordecedor de chillidos, alaridos, llantos y fuego. Los pasillos eran angostos y llenos de cables que estorbaban. Debíamos agacharnos e incluso gatear para poder avanzar.

»Como no encontramos nada entonces bajamos tres o cuatro escalones al siguiente nivel. Tampoco tuvimos suerte. Luego decidimos bajar al nivel inferior por la primera escotilla que encontramos, con tan buena suerte que dimos con el maniquí escondido en un rincón.

»Resultaba difícil ubicarnos dónde estábamos. Arturo tomó la cuerda y la ató al maniquí. De esa manera podríamos regresar al lugar exacto.

»Tomados de la cuerda salimos a llamar a los otros. Fabián y Guillermo amarraron la cuerda a un gancho en cubierta y luego entraron. Los escoltamos hasta la posición y rápidamente tomamos decisiones de cómo levantar al maniquí. Era realmente difícil.

»Mientras tanto, Gabo que estaba afuera esperando con Carlos –esto me lo contó Gabriel cuando ya todo había terminado–, observó que otro guardacostas se aproximaba al camaronero. Era extraño que otro barco participara de la práctica. Pero más extraño aún era verlo acercarse a tanta velocidad. 

»—Jefe, ¿qué pasa con ese barco? –gritó Gabo fuertísimo al instructor.

»Todos se alarmaron pero fue imposible reaccionar: sin razón aparente el otro barco nos había embestido. El golpe resultó tan fuerte que abrió un gran boquete en un costado del camaronero.

»—¿Por queeé? –gritó Gabo casi fuera de sí, furioso con la tripulación del otro barco.

»—Tenemos que sacar a los otros –dijo Gabo a Carlos, al ver la gravedad de lo que había sucedido.

»Ambos entraron bajo cubierta.

»Entre tanto nosotros escuchamos el gran estruendo y un movimiento brusco nos hizo caer de rodillas. Pensamos que era parte de la práctica. Sin embargo, segundos después grandes cantidades de agua empezaban a cubrir nuestros pies. Aquello nos alarmó.

»Hice señales a los otros para que saliéramos de inmediato.

»Los ruidos se fueron. El barco se balanceaba y se le escuchaba crujir. El humo cesó. El agua llenaba los pasillos con tanta fuerza que nos impedía avanzar. Sin embargo poco a poco lo íbamos logrando. En eso nos topamos con Gabo y con Carlos. Tras sus mascarillas, alumbradas por nuestras linternas, se veían caras de espanto. Supimos que era una emergencia real y que no había tiempo que perder.

»El agua continuó llegando fuertemente y los trajes se volvieron de repente tan pesados que el movimiento más simple resultaba todo un suplicio.

»Bastaron segundos para que el compartimiento entero donde estábamos quedara to-talmente inundado. Las linternas fallaron. No solo nos sumimos en una gran oscuridad, sino también en un tenebroso silencio.

»Probablemente por puro instinto nos tomamos de las manos y, como si fuésemos una cadena humana, halábamos uno del otro, tratando de dar pasos, o de gatear, o de nadar: hacíamos esfuerzos desesperados guiados tan solo por la cuerda que nos indicaba el camino.

»Fueron minutos aterradores que para nosotros se hicieron siglos. El agua nos cubrió por completo. Nos habíamos convertido en buzos, respirando agitadamente, pero bueno: ¡respirando… gracias a nuestros equipos!

»De repente, como un milagro, la luz de la escotilla apareció sobre nosotros. Sentí el tirón de mis compañeros. “Ya la vieron. ¡Estamos cerca!”, pensé.

»Nos soltamos de las manos y seguimos avanzando, cada uno por su cuenta. El barco se había inclinado, yo sentía que iba a voltearse. Vi a Gabo finalmente dar su último paso en la escalera, saltar y, desde la escotilla, perderse de vista. El trabajo era tortuoso y lento. Los segundos, los minutos pasaban. Uno a uno mis compañeros lograban salir. Por fin llegó mi turno. Puse mi pie derecho en el primer escalón y al tratar de subir el iz-quierdo algo inexplicable me atrajo hacia la baranda. Traté una segunda vez pero tampoco pude: estaba atorado. Mi tanque u otra cosa –no atinaba a saber– se había enganchado a algo. Me desesperé: empujaba con todas mis fuerzas hacia atrás, hacia delante, me sacudía, trataba de saltar. Entonces me percaté de lo que jamás imaginé: el barco había empezado a hundirse, poco a poco. Por la pequeña abertura vi los pies agitados de mis compañeros mientras eran ayudados desde el guardacostas, halados con cuerdas.

»A mí no me vieron. No pudieron ver cómo, atrapado, yo me iba al fondo del mar junto con el camaronero. El tiempo, para mí, se detuvo. Percibí el silencio aterrador de las profundidades. Pensé en Abril y en Eliza. Desee abrazarlas, hablarles, jugar con ellas. Mi vida entera pasó frente a mis ojos mientras el barco me arrastraba a lo profundo.

»De repente, el camaronero se balanceó de nuevo a un lado, luego al otro. Me golpeaba contra la baranda de la escalerilla. Entonces, como venido del cielo sucedió el milagro que hoy me tiene aquí contando esta historia: gracias al movimiento del barco, lo que fuera que atoraba mi ARAC me liberó y entonces pude soltarme y saltar o más bien flotar hacia la salida. Asomé mi cabeza fuera de la escotilla y tomándome de ella me impulsé con todas las fuerzas que puedan imaginarse. Mi tanque de aire comprimido hizo su mayor esfuerzo: como si yo fuera un globo me elevaba, separándome del barco, pero éste me succionaba fuerte mientras se hundía más.

»Entonces hice el mayor esfuerzo del que fui capaz y poco a poco, mis patadas y el tanque empezaron a llevarme a la superficie, al encuentro con mis compañeros.

»—¡Fran, hermano, gracias al cielo! –exclamó Gabo, desde el guardacostas, al verme emerger.

»Quité mi mascarilla y respiré bocanas enormes de aire mientras sentía la delicia de los rayos del sol en mi cara. 

»—¿Estás bien, Fran? –preguntaron todos casi al mismo tiempo.

»—Estoy bien –fueron las únicas palabras que me salieron antes de ponerme a llorar como un chiquillo.


§


—MINUTOS DESPUÉS –CONTINUÓ mi papá– los compañeros me rescataron. Lanzaron un salvavidas atado a una cuerda con el que me acercaron para subir a bordo. 

»Enseguida tomamos la lancha que nos había llevado hasta el guardacostas y en ella regresamos a la playa. Una vez en tierra nos abrazamos llenos de alegría y Gabo dirigió una acción de gracias.

»—Te damos gracias Señor –rezaba– porque hoy podemos regresar a nuestras casas, abrazar a nuestros seres queridos y sentarnos a la mesa con ellos. Es el regalo más grande que podemos recibir.

»Mientras los guardacostas atendían el accidente de los navíos, nosotros en silencio volvíamos al campamento. En silencio también caminamos de regreso al hotel. El camino lodoso me pareció esta vez el sendero más lindo que nunca transité.

—¿Qué fue lo que sucedió con el barco que los embistió? –preguntó una de las mamás que nos acompañaba.

—Supimos que la tripulación de ese guardacostas se acercaba simplemente a saludar. Sin embargo, cuando se encontraban cerca, un desperfecto mecánico causó una explosión en el cuarto de máquinas del barco, dañándole el timón. La velocidad con la que se aproximaba provocó que el barco continuara su rumbo, sin control, hasta chocar contra nosotros. Fue un accidente infortunado. 


§



UN OLOR A café recién preparado llenó el salón donde estábamos al tiempo que el aplauso de todos agradecía a Gabo y a mi papá por su relato.

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