Adrián González
«Mi abuela decía que la Iglesia
nos había infundido el miedo a la huesuda por aquello del pecado, pero en
realidad para nuestros ancestros la muerte significaba el renacer a una nueva
existencia», comenta tata Fidel, en voz baja. «Como dormir y volver a despertar,
pues», aclara, mientras rema en medio de la oscuridad del lago, cuya quietud lo
hace parecer un gran espejo negro, al que ni siquiera el paso de las canoas ni el
empuje de los remos alteran. La escasa y tambaleante luz que produce la llama
del mechero al frente de su ichárhuta
—como él llama a su embarcación—, acentúa los profundos surcos de las arrugas
en el rostro —que apenas se asoma entre el sombrero de petate y el jorongo de
lana— del anciano pescador. Al frente, a lo lejos, la isla de Janitzio en el
centro del Lago de Pátzcuaro, parece una gran montaña de fuego flotando en la
noche, pues no se distingue frontera alguna entre la negrura del cielo y la del
agua. A ambos lados y atrás, otras canoas, con las redes en forma de alas de mariposa
a sus costados y un mechero al frente, parecen libélulas volando en silencio al
ras del agua sin tocarla, formando una procesión colmada de sagrado misticismo.
«Ahora prendemos veladoras a
nuestros difuntos», continúa su plática el viejo, volteando a su espalda para
ver las caras atemorizadas de Renato y Silvia, sentados tras él en la canoa, quienes
se miran uno al otro y se sacuden por un escalofrío en la nuca, «pero nuestros
padres purépechas encendían antorchas de ocote. Para ellos, este lago era una
puerta de entrada al inframundo», explica. «A donde se van las almas de los
muertos, pues», vuelve a aclarar. —Silvia deja escapar una ligera exclamación y
saca inmediatamente su mano del agua—. «Para nosotros estos son días sagrados.
Las abuelas cuentan historias y enseñan a sus nietos a realizar los ritos
adecuadamente. Hay muchos relatos de personas que fueron castigadas con hondos
remordimientos cuando, por no poner la ofrenda a sus difuntos, veían sus almas
furiosas o entristecidas deambular sin rumbo por las calles del pueblo», señala
el anciano, con voz serena, en tanto sigue remando suavemente, como si solo acariciase
el agua. —El matrimonio se abraza sin atinar qué decir, pasmados al observar la
isla completamente iluminada, con destellos ondulantes de color ámbar reflejándose
en el agua—. «A los muertos les es permitido venir en estas fechas a convivir
con nosotros sus parientes. Les ofrendamos sus guisos preferidos y pan recién
horneado para que se sacien. Las flores de cempasúchil, coloridas y olorosas, son
para llamar su atención. El humo del copal que se quema en los braseros, se
esparce marcando veredas en el aire para que sus almas reconozcan el camino a
donde regresar. Un jarrón de barro lleno de atole de maíz con chocolate, una
botella de charanda y agua fresca, calman su sed después del largo viaje que
los trajo hasta su tumba; también les ponemos un petate para que descansen si
ellos quieren». —Silvia se enreda en su rebozo mientras exhala vapor a causa
del frío, en tanto Renato con discreción acomoda bajo su chamarra de mezclilla
una pequeña caja de madera que trae cargando—. «Las veladoras son para hacerles
ver a los difuntos que se les venera con respeto por ser mensajeros de lo
sagrado y se colocan al frente de su fotografía, de alguna ropa o sombrero que les
haya pertenecido», sigue explicando. «Para que no se confundan de cuál es su
altar, pues», concluye. —Ambos cruzan miradas y sonríen.
Conforme se acercan a la isla, el
olor penetrante a copal quemado y flores de cempasúchil los empieza a invadir.
Tata Fidel pasa de largo el embarcadero, en el que hay un tumulto de gente proveniente
de los pueblos alrededor del lago, que asombrosamente guarda un silencio
absoluto mientras descarga de las embarcaciones sus ofrendas. Más adelante,
junto a una pequeña choza, el viejo amarra su ichárhuta a la rama de un árbol que cae a la orilla del lago hasta
rozar el agua.
—¿Vienen a enterrar a su
muertito? —pregunta, señalando con la mirada la pequeña caja que Renato carga, dándose
cuenta de que la pareja duda hacia dónde dirigirse, después de haberle pagado
por el viaje.
—Sí —responde ella—. Buscamos la
tumba de mi abuela para enterrar ahí las cenizas de nuestro hijo.
—¿Cómo se llamaba tu abuela,
muchacha?
Siguiendo el consejo de tata
Fidel, ambos —alejándose del sendero que sigue la multitud— rodean la isla, ocultando
los restos de su hijo bajo un atado de flores que él mismo les provee. Más
adelante, empiezan a subir hasta el camposanto, donde Silvia espera encontrar
la cruz grabada con el nombre de su abuela, en la tumba que visitara por única
vez siendo una niña antes de abandonar el pueblo para partir a la frontera con
su madre y su hermano menor.
Conforme avanzan, van escuchando —apenas
como un rumor— las oraciones de la gente con la que inevitablemente van
encontrándose. Todos cargan con sus ofrendas; van cubiertos de la cabeza, las
mujeres con rebozos y los hombres con sombreros; llevan a sus niños con cirios
encendidos entre sus manos y la mirada fija en ellos; nadie cruza palabra
alguna. Silvia y Renato se han olvidado del frío, el sendero se ha convertido
en una pesada escalinata que parece no tener fin. Poco a poco va aumentando el
olor a flores, copal quemado y cera de los cirios. La multitud los ha rodeado y
el rumor de las plegarias va creciendo; apretujados, caminan llevados por el
lento pero firme paso de todos, el ambiente se hace pesado, abrumador. Silvia
abraza con fuerza a Renato, cruzan miradas de desconcierto —todo es tan extraño,
tan intimidante—, las manos les sudan.
Para cuando arriban al panteón,
la noche parecería haber quedado atrás; la luz que emana de la gran cantidad de
cirios y veladoras, ilumina una deformada e inmensa alfombra de flores de
cempasúchil color amarillo naranja que cubre las tumbas, haciendo parecer como
si todo el lugar estuviese en llamas y su resplandor alcanzara el cielo.
Conforme se internan entre los sepulcros, van observando los altares y ofrendas
colocadas sobre ellos: cruces, cazuelas de barro con comida, calaveras de
azúcar con adornos de colores, grandes panes redondos con realces en forma de
huesos incrustados y ornamentos de papel picado colgando de los árboles.
Algunos beben café, otros, aguardiente; rezan en actitud contemplativa y
serena. Nadie toca los alimentos, esos están consagrados para sus fieles
difuntos —como ellos les llaman— hasta pasadas las festividades, aunque hay
quienes afirman que la comida ya no sabe y el alcohol ya no embriaga. Es gente
humilde, de rasgos indígenas, que calza huaraches y viste ropa de campo.
Pronto Silvia se da cuenta de que
es imposible localizar la tumba de su abuela entre tanta gente; voltea para un
lado y para otro sin saber qué buscar exactamente, mira a Renato con angustia,
él la abraza y la lleva a sentar bajo un árbol. Ambos guardan silencio y se
proponen dormir mientras la noche transcurre, sin embargo, en tanto avanzan las
horas el canturreo de los rezos se va acrecentando, las plegarias son ahora una
angustiosa y única gran oración en la que ya nadie contiene el volumen de su
voz, por el contrario, unos gritan, otros lloran con lamento, algunos más
pareciera que conversan y hasta discuten con «sus muertos», porque a su
entender, les pertenecen. Pronto todo se transforma en algarabía, en una entusiasta,
pero a la vez confusa celebración en la que es difícil distinguir dónde termina
el dolor por la muerte de sus seres queridos y empieza la alegría de
encontrarse nuevamente con ellos, en un trance hilarante, hipnótico y extático.
Silvia, profundamente impresionada,
siente una opresión en el pecho que le dificulta la respiración y se desmaya en
los brazos de Renato, quien en ese momento es sorprendido por la espalda sintiendo
en su hombro la mano callosa y escuálida de tata Fidel, el anciano pescador.
Tiempo antes.
—Comúnmente se atribuye la
encefalopatía neonatal a una insuficiencia de oxígeno en el momento del parto
—argumenta la doctora, mientras examina a Diego—; sin embargo, no es la única causa
posible. Factores genéticos, problemas de salud de la madre, parto prematuro,
una hemorragia grave o anemia durante el embarazo, pudieron haber causado una
lesión cerebral. Dígame, ¿su bebé fue planeado?, ¿tuvo una buena alimentación mientras
estuvo encinta?
—No entendemos bien lo que nos
dice —responde Renato tímidamente, unos segundos después de cruzar miradas de
angustia con su mujer, a quien en silencio le escurren lágrimas por las
mejillas.
—Es importante definir la causa
real que provocó la situación de su hijo para prescribir un tratamiento
adecuado, además de determinar si la señora es apta para concebir nuevamente
—explica fríamente—, de otro modo recomendaría inmediatamente una
salpingoclasia. Ustedes deben actuar responsablemente a fin de no traer otro
niño al mundo en las mismas condiciones.
—¿A qué… condiciones se refiere?,
doctora.
—La falta de oxígeno durante el
parto o inmediatamente después de nacer, puede provocar graves consecuencias en
el nivel de inteligencia del niño y en su capacidad de desarrollo del lenguaje
—advierte—. Lo anterior, en el mejor de los casos, porque podría padecer
incluso parálisis cerebral o convulsiones epilépticas. —Silvia ahora llora desconsoladamente,
cubriendo con ambas manos su rostro y aunque no comprende del todo, sí intuye
la gravedad de la situación de Diego—. ¿Por qué tardaron tanto en venir? Los remitiré
con la trabajadora social para que les haga una evaluación socioeconómica y
procedamos con los estudios que la criatura requiere. Buenos días, la consulta
ha terminado.
Cargando con un brazo a su hijo,
Renato abraza con el otro a Silvia; ambos, afligidos, caminan lentamente hacia
la parada de autobuses en la esquina del Instituto Nacional de Pediatría, donde
después de mucho esfuerzo lograron concertar una cita. Diego tiene dos años de
edad, aún no camina por sí solo y balbucea como un bebé. Durante el trayecto,
sentados en el último asiento del urbano ninguno de los dos habla, solo se
toman de la mano apretándose con fuerza uno al otro, con la esperanza de
recibir ayuda a la situación de su hijo en la siguiente cita.
—Los servicios de este hospital
están auspiciados por la Secretaría de Salud y algunas instituciones de
beneficencia; contamos con los mejores especialistas, algunos de los cuales
donan su trabajo —explica la trabajadora social—. Sin embargo, como ustedes ya
se han dado cuenta, son contadas las fichas que se otorgan para recibir nuevos
pacientes a una primera consulta; además, en la mayoría de los casos los
tratamientos son largos y el hospital por supuesto no tiene una capacidad
ilimitada. —Renato y Silvia devuelven una sonrisa a la mujer que amablemente
los entrevista—. No obstante, los servicios no son gratuitos. Es mi
responsabilidad determinar, en base a su nivel socioeconómico, la cuota que
pagarán por consultas, estudios e intervenciones quirúrgicas que, en su caso, pudiera
requerir el menor. —Renato adopta una actitud seria y asiente con la cabeza—.
Bien, señor, empecemos: ¿Cuál es su nivel de estudios y a qué se dedica usted?
—Mi mujer casi terminó la escuela
secundaria; yo solo sé leer y escribir… muy mal, pero sé hacer cuentas. ¡Ah!, y
también sé hacer reír a la gente —contesta Renato, al tiempo que Silvia sonríe
con cara de inocencia, mirando con los ojos bien abiertos a la trabajadora
social, quien confundida voltea a ver a uno y a otro, mientras Diego empieza a
llorar de hambre.
—Mmmm… Me temo que deberá ser más
específico…, se lo voy a preguntar de otro modo. ¿En dónde trabaja y cuál es su
salario?
Renato entonces comienza a
explicar atropelladamente que, cargando con ellos a su hijo, los dos trabajan
en las plazas y calles adoquinadas del centro de la ciudad haciendo diversos
actos para hacer reír a la gente a cambio de las monedas que les quieran dar. En
ocasiones, tocando las puertas de alguna casa o negocio él hace algún trabajo
manual y Silvia se ofrece para limpiar, pero ambos carecen incluso de
identificación por lo que no consiguen algo mejor; que él hace de payaso desde
niño en los semáforos y ambos se conocieron trabajando en un circo donde Silvia
era la contorsionista y él aprendió a hacer mímica además de numerosos
malabares. Viven en un pequeño cuarto en la azotea de un viejo edificio. Sin
embargo, ambos prometen trabajar arduamente para pagar por las consultas y las
medicinas que se requieran. Todo lo que desean es la salud de su hijo.
La trabajadora social no halla
qué decir. Voltea a mirar a Diego que continúa llorando de hambre en los brazos
de Silvia; observa las ojeras, las caras demacradas, los labios partidos y la
ropa vieja de ambos padres.
—¿Por qué no cuentan con
documentos oficiales? —pregunta turbada.
—Yo quedé huérfano y viviendo en
las calles desde muy niño porque a mi madre la asesinaron —responde Renato—; a
mi mujer la abandonó su madre en una casa hogar para niñas en la frontera, de
donde escapó. Solo nos tenemos uno al
otro. Nuestro hijo nació en una ambulancia rumbo a la Cruz Roja, en donde nos
dieron este papel, que nos dijeron lo guardáramos muy bien —explica, sacando de
su pantalón un certificado de nacimiento doblado, descolorido y sucio.
La trabajadora social se disculpa
un momento y sale apresuradamente de su oficina sin alcanzar a cerrar la
puerta, para dirigirse a las oficinas de la dirección.
—Te he recomendado una y mil
veces que no te dejes conmover con cada caso que llega a tu escritorio
—argumenta el director del hospital—. En este lugar siempre atestiguaremos
situaciones trágicas, es una pena, pero debemos enfocarnos a hacer nada más que
nuestro trabajo por el bien de todos.
—Lo entiendo perfectamente, pero
si no los ayudamos estamos faltando al principio fundamental por el que fue
creada esta institución —protesta ella—. Estas personas, incluyendo al niño,
requieren de documentos oficiales, trabajo, orientación y apoyo en todos los
aspectos.
—Y, ¿qué sugieres?
—Déjemelo a mí —responde—, solo
le pido un poco de flexibilidad.
Dos semanas después, Silvia y
Renato, con Diego en brazos, asisten a una cita en la oficina del registro
civil cercana al hospital. Al llegar, en la puerta les espera la trabajadora
social.
—Pasen conmigo —les indica
extendiéndoles la mano para saludarlos—, de ahora en adelante quiero que por
favor me llamen por mi nombre, soy Clara. El día de hoy van a ser registrados
los tres para que cuenten con acta de nacimiento. Ya todo está arreglado, yo y
otros empleados de esta oficina seremos sus testigos. Estos documentos y otros
que les ayudaré a gestionar, permitirán que ambos puedan trabajar en el
departamento de intendencia del hospital, mientras su hijo es cuidado en la
guardería ubicada en el mismo edificio. Renato, tú entrarás en un programa de
alfabetización para adultos y me tendrás que prometer que pondrás todo tu
empeño en aprender. ¡Ah, y algo más! Si ustedes así lo desean, una vez que
cuenten con papeles oficiales, también podrán casarse.
—¿Có… mo? —tartamudea Renato,
volteando a mirar a Silvia, a quien inmediatamente le brillan los ojos—. Sí, sí
queremos casarnos —responde con firmeza.
Un mes después, en el almacén del
sótano del hospital, frente a una mesa de trabajo cubierta con un mantel de
papel y tomados de la mano, la pareja escucha distraída las palabras del juez de
paz. A su alrededor, sus compañeros trabajadores de limpieza, choferes,
camilleros y alguna enfermera los contemplan con entusiasmo. «De acuerdo con el
código civil, los cónyuges son iguales en derechos y obligaciones», se oye. —Silvia
y Renato se miran uno al otro y voltean a su alrededor con incredulidad, las
manos les sudan, tratan de adoptar una actitud formal, ella acomodándose el
cabello y él sumiendo la barriga, mientras Diego llora en los brazos de Clara—.
«Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad…», continúa. —Lágrimas
empiezan a correr por las mejillas de Silvia y Renato siente que sus rodillas
se doblan—. «Silvia, repite conmigo…». —Ella hace sus votos con serenidad—. «Ahora
tú, Renato…». —Él se equivoca tres veces—. «Por los poderes que me confiere la
legislación, los declaro marido y mujer», concluye el juez.
Minutos después, luego de los aplausos
y abrazos, todos brindan con refresco y cada quien abre el almuerzo que lleva
diariamente al trabajo. Silvia se acerca a Clara y la abraza.
—Nunca nadie nos había tendido la
mano como usted —le dice, profundamente agradecida.
—Ya te dije que me llames por mi
nombre —reclama Clara— y no tienes nada que agradecer.
A partir de entonces, durante los
siguientes meses, ambos se afanan por cumplir —de la mejor manera que entienden—
con su trabajo y cuidar de Diego, quien pasa de un especialista o estudio a
otro lentamente, dada la gran cantidad de infantes que atiende el instituto. Tiempo
después, un día, limpiando una de las salas de espera en la planta baja del
hospital, Renato se detiene a observar conmovido a los niños que esperan por
una consulta: unos en silla de ruedas, otros con extraños aparatos unidos a sus
extremidades; un bebé tiene una cabeza enorme, otro babea con la mirada perdida,
muchos más carecen de cabello; madres y padres en su mayoría pobres como él,
con expresión de dolor y tristeza, pero con un sutil brillo de esperanza en la
mirada, acarician a sus hijos tratando de distraerlos de su sufrimiento,
llevándoles algo a la boca para que dejen de llorar. Esa misma tarde, al
terminar su turno, Renato alcanza a Clara antes de que esta aborde su auto en
el estacionamiento del instituto.
—Sé que quizás en aquella
entrevista no supe expresarme correctamente —dice Renato—, pero créame que
puedo ayudar a que estas familias se sientan mejor.
—Sí te creo y me asombra la
manera en que ahora te «expresas» —responde ella—. Se notan tus lecciones,
aunque no me gusta que me sigas hablando de usted.
—Discúlpeme, es que le tengo
mucho respeto.
—¿Qué propones?
A partir de ese momento, Renato y
Silvia hacen la limpieza de las zonas públicas vestidos de payasos un día y de
mimos otro. Sus labores las combinan con situaciones chuscas, malabares y
graciosas pantomimas, con las cuales consiguen risas tanto de niños como de adultos;
de igual manera, un día a la semana visitan el piso de oncología, donde incluso
las enfermeras participan en las dinámicas de entretenimiento que Renato
propone, todo bajo la mirada escéptica del director, quien supervisa
personalmente que no se pierda el orden en el hospital, pero que de vez en vez suelta
una sonrisa de satisfacción al ver la reacción de niños y padres. Es entonces
cuando Diego presenta su primer ataque epiléptico.
—Los pacientes de epilepsia tienen
más posibilidades de muerte prematura y, si además existe alguna
deficiencia mental, pasan a formar parte de la población de alto riesgo, los
accidentes son más comunes en los infantes —explica el médico especialista a
Clara—. De acuerdo con las estadísticas, un gran número de niños menores de
cinco años siguen muriendo entre las familias de bajos recursos. Las
principales causas son: la neumonía, complicaciones en el parto, asfixia
perinatal, afecciones virales y problemas de malnutrición desde el vientre
materno, ya que los hace más vulnerables a las enfermedades graves.
—Diego cumple con más de una de
esas causas. ¿Qué recomienda, doctor?
—Desgraciadamente no hay mucho
más que hacer que lo que ya se está haciendo: cuidados, alimentación sana, higiene,
orientación a los padres… en fin, todo lo que usted ha logrado, Clara. Solo me
queda prescribir el medicamento apropiado a la edad del niño y pedirles a los
padres que sean muy meticulosos en su dosificación.
En la oficina de Clara, Silvia y
Renato reciben la noticia.
—A usted, Clara, ¿se le ha muerto
alguien? —pegunta Renato, mientras Silvia guarda silencio.
—¿Por qué preguntas eso?
—responde ella— aquí nadie se está muriendo, con los cuidados adecuados Diego
puede vivir muchos años.
—¿Sabe? A mi madre la mataron
frente a mis ojos y, el hermano menor de Silvia murió en sus brazos siendo ella
una niña.
—No lo sabía y me da mucha pena
escucharlo, Renato. Pero ¿eso qué tiene que ver con Diego?
—Hemos visto a muchas familias
perder en este hospital a sus hijos. Sabemos que eso puede sucedernos. Nos
duele ver a tantos padres salir de aquí solos, pero… también entendemos que los
niños dejan de sufrir.
—Preferimos sufrir nosotros, a
que sufra nuestro hijo —interviene ahora Silvia.
Clara respira profundo y no
responde nada.
Meses después Diego no despierta
una mañana. Durante la noche sufre un ataque mientras duerme boca abajo sin que
sus padres se percaten y —siendo incapaz de reaccionar— muere por asfixia.