jueves, 19 de octubre de 2023

Hera

Ruth Rosales


Tenía seis años cuando la vi por primera vez perder la cabeza. En esa época no se usaban los cinturones de seguridad cuando viajabas en coche y menos las sillas para menores. Ir de un lugar a otro en esa caja de metal y acero era toda una aventura en total libertad. A mí me encantaba acostarme en el espacio que se hacía entre la ventana trasera del maletero y los asientos. El carro de mamá era un Ford Pinto de 1972, una caja de zapatos aplastada con múltiples ventanas, perfecta para acomodarme como un gato en sus huecos, mientras tenía la mejor vista de todas: el cielo azul tapizado de nubarrones blancos.

Desde ese lugar de privilegio, le detallaba a la mujer encargada del volante las formas que las nubes iban adquiriendo conforme piloteaba esa nave desafiante de la velocidad. Mis relatos pasaban de ver elefantes con enormes orejas flotantes a girasoles volando de pétalos dispersos que viajan en forma de hadas, hasta posarse en árboles borrosos que se deshacían con la goma del viento.

Por lo general mi madre no me escuchaba. Decía que hablaba tanto que había adquirido el superpoder de cancelar mi voz y concentrarse en cualquier cosa que estuviera haciendo. Pero ese día, la radio dejó de sonar mientras los sonidos de la ciudad se sincronizaban con la inhalación y exhalación de nuestra respiración, y justo en ese instante, en donde el espacio se suspende entre el vaivén del aire, mi voz salió directa y fresca describiendo su último descubrimiento: «Y ahora el Jeep rojo de papá».

Mi mamá presionó el freno del Pinto blanco con tal fuerza que mi cuerpo rodó pasando de los asientos traseros a los tapetes del suelo, empotrándose entre los huecos de los lugares del piloto y copiloto. «¿Qué dices?» preguntó poniendo la reversa en el control de cambios. «¿Dónde? ¿Estás segura? ¡Salte de ahí, niña! ¿Dónde lo viste?».

No esperó a que respondiera a ninguna de sus preguntas, porque su mirada localizó lo que buscaba y, pasando de la reversa a la segunda velocidad sin ponerle mucha atención a las quejas del Pinto, se dirigió a su objetivo. Mi cabeza, por otro lado, trataba de evitar golpearse en las patas de los asientos delanteros y las posaderas acolchonadas que, segundos antes, habían amortiguado el impacto.

Cuando logré levantarme pude ver, a través de la ventana del copiloto, a mi mamá dirigirse al Jeep descapotado y tocar el claxon una y otra y otra vez. El lugar era un motel de esos que son descubiertos en donde todas las habitaciones y ventanas dan al estacionamiento, así que no tardaron en asomarse varias personas para ver qué estaba ocurriendo. Volteé a ver esos rostros desconocidos sintiendo vergüenza por lo que mi madre hacía. El movimiento rápido de la cortina de una de las habitaciones de la segunda planta llamó mi atención. Entonces lo ví. Apareció el rostro de mi padre por unos segundos para volver a desaparecer. Lo siguiente que recuerdo es a mi madre golpeando desesperada la puerta colorada de esa habitación.

Salí del coche casi a hurtadillas. Subí agachada las escaleras descubiertas que daban al segundo piso. Iba con cautela, procurando no ser vista. Mi mente recordaba las palabras que mi madre siempre me decía: «¡Si yo no te digo que te muevas, no te muevas!». Me sostuve del barandal que daba al estacionamiento y evalué la posibilidad de acercarme a esa ventana que segundos atrás me había mostrado el rostro de mi padre. Mi mamá no se había percatado de mi presencia, su cuerpo estaba ocupado en empotrar unos puños enérgicos sobre esa puerta colorada repitiendo sin cansancio: «¡Abre la puerta! ¡Abre la puerta maldita sea!». La rabia dilató sus pupilas. Por unos segundos sus ojos se cruzaron con los míos pero pareció no importarle que yo estuviera ahí. El impacto de los golpes era tan potente que mis ojos de niña solo veían estrellas multicolores que flotaban de un lugar a otro hasta caer al suelo. Me era difícil creer que esa mujer fuera el mismo ser paciente, calmado y amoroso que solía disfrazar sus frustraciones con suspiros y miradas ausentes.

Mi curiosidad fue más fuerte que el miedo a ser regañada, así que me paré de puntitas dispuesta a ver lo que había detrás de esa cortina casi transparente, pero no alcancé. Entre la puerta en donde estaba mi mamá parada y la ventana que yo quería espiar había unas macetas sin plantas. Las agarré, las volteé para formar un escalón y me subí.

Ahí estaba mi padre sentado en un sillón. Tenía el brazo izquierdo extendido en el respaldo, mientras su mano derecha sostenía un vaso con un líquido café cristalino y varios hielos bailando en su interior. «Dame una cuba», recordó mi voz interior. Así le pedía siempre la bebida a mi mamá. Sus pies descansaban arriba de una mesita en donde reposaba el aparato para cambiar los canales de la televisión. «¡Wow, la tele es de control remoto!» dije en voz bajita asombrada por la posibilidad de tener un lujo de ese tamaño. Al lado de mi padre había una señora de pie con un pelo rizado de color rojo espectacular cayendo sobre sus hombros. «¡Es una bruja! ¡Qué cool!» dijo esa voz que brotaba de vez en cuando desde mi pecho y retumbaba en mi frente. El cuerpo de la mujer estaba en posición de guardia sosteniendo la puerta, algo así como los jugadores de fútbol americano que mi papá veía todos los lunes sentado frente al televisor, con una bebida en la mano, muy parecida a la que tenía justo en esos momentos.

La escena en realidad era hermosa. Un par de leonas en plena batalla. Una atacando, la otra defendiendo, mientras el león reposa plácidamente en la sombra. «¡Abre la puerta maldita sea! ¡Abre la puerta!». Pero la puerta nunca se abrió.

Cuando se es infante, la percepción del tiempo se pierde. Vives en el presente, absorbiendo el pasado y futuro como espejismos borrosos que se confunden entre escenas en donde estás perdida en el bosque o cenando en un castillo medieval con vista al mar, mientras afuera pelean dos barcos piratas que han venido a robarte para luego pedir un jugoso rescate a tu padre el rey, el cual perderá su reino entero con tal de tenerte de vuelta en casa. Y es en esa confusión, entre la ilusión y la realidad, que no logro recordar el orden de las cosas.

Monos de peluche gigantes aparecían de repente en medio de la sala de mi casa, justo después de que mi padre había amenazado a mi mamá que estaba embarazada de mi hermano, con abandonarla junto con sus dos hijas. Flores multicolores y olorosas brotando de jarrones que decoraban cada espacio libre de la casa hasta terminar amontonadas en los lugares más inesperados como las tapas del baño o las regaderas. Risas, cenas con amigos, en donde mi madre mostraba orgullosa las piedras brillantes que decoraban su mano después de que su esposo había estado ausente por una semana entera y regresara con tan generosos regalos.

El tiempo se confunde entre llantos de mujer ahogados al lado de la fuente del jardín y los viajes familiares en donde la complicidad y los bandos se marcaban entre los adultos.

—Tenía las fotos en mi mano y se las aventé.

—¿Y aun así te lo siguió negando?

—Tomó su abrigo y se fue. Al día de hoy no ha dicho nada.

Mi madre y sus hermanas hablando, mientras los esposos tomaban sus cubas en la terraza de aquel hotel en Puerto Vallarta.

—La amiga esa de mamá, la de la nariz de bola, dice que la tía es una celosa ahoga maridos.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No sé, pero es lo que estaban hablando. Decía que las esposas deberían de hacerse de la vista gorda.

—¿Cómo es tener la vista gorda?

—Sepa. Los adultos hablan tan raro. Ahora es tu turno, ¿verdad o reto?

—¡Reto!

Mis primos repetían como merolicos lo que escuchaban cuando los adultos creían que ya estábamos dormidos. Y la leyenda se extendía. Mi madre la engañada. Mi madre la mártir. Mi madre la celosa. Mi madre la abnegada. ¿Cuántos adjetivos más habrá absorbido su piel mientras nosotras sus hijas crecíamos calladitas viéndonos más bonitas?

Hasta que un día el reino tembló. Mi padre llegó con un bebé en brazos cuando mi madre empezaba con las primeras contracciones del trabajo de parto.

—¡Ese niño no entra a esta casa!

—Es mi hijo.

—¡Llévatelo con los mil demonios! ¡Lárguense los dos!

La furia desbordada de mi madre estalló en un torrente de fluidos acuosos que bajaron a borbotones entre sus piernas hinchadas y cansadas de cargar la existencia de mi hermano. Ese día llegaron dos niños a la familia. Uno a través de la vagina de mi madre, otro de los brazos temblorosos de mi padre.

Nunca supimos qué pasó con la mamá biológica de ese niño que llegó a casa, pero tenía el pelo rojo, como la bruja del cuarto de aquel motel en donde estaba mi padre tomándose esa cuba. A mis hermanas y a mí no nos importó. Fue lindo crecer con dos niños en casa. Nosotras nos desvivíamos por atenderlos, pero mi madre siempre nos ponía freno y decía que ellos tenían que aprender cómo hacer las cosas. Por esa manera de pensar y actuar, también fue criticada y juzgada.

—¿Cómo es posible que esté educando así a sus hijos? A los hombres siempre los tiene que atender una mujer.

—Y según escuché las hermanas no les tiran bola y al pelirrojo lo traen como su chacha.

—¿Qué esperabas? Seguro se está vengando del regalito del marido.

—¿Qué regalito?

—¿No sabes? Dicen que ese no es hijo de ella, sino de una de sus tantas aventuras.

—¡Nooo! ¿En serio?

—Bueno, no sé. Yo sólo repito lo que por ahí escuché.

La realidad era que, aunque mi mamá procuró criar a ambos niños en igualdad y respeto, nunca logró ocultar su exigencia y rudeza para con el pelirrojo hijo de mi padre. Tal vez fue ese el motivo, o quizá los genes de su madre biológica, que el pequeño formó un temperamento fuerte y un tanto violento.

Desde el jardín de niños tomó el papel de protector de mi hermano, quien, al contrario de él, era un niño escurrido, nervioso y con la voz más dulce que un pan de muertos. Juntos parecían un par de caninos de razas diferentes, en donde uno es un terrible bulldog, mientras el otro un pequeño pomerania esponjoso y amoroso. Así eran los dos, luz y sombra, el yin y el yang de un solo ser polarizado, porque eso sí, a dónde voltearas, siempre los veías juntos.

Tuvo que ser necesaria la intervención de una mujer para que esas dos almas, que habían llegado al mundo casi con tres meses de diferencia, terminaran separándose. Tan pegados estaban siempre, que la que era presa de los afectos del pequeño, terminó embarazada del hermano equivocado. Mi madre se las ingenió para convencer a mi padre de enlistar a su hijo mayor al servicio militar, de esta manera, la nueva pareja tuvo que viajar a un país extranjero lejos de los ojos entristecidos del favorito de la familia.

¡Vaya! No estoy diciendo que se notara esa diferencia, pero mi mamá siempre vio a mi hermano pequeño como un ser indefenso que necesitaba protección, tal vez por eso se hacía de la vista gorda y dejaba que el pelirrojo fuera su guarura, pero de ahí a que le permitiera destrozar el corazón de su cachorro y encima tener que ver cómo se propagaba la mala semilla del producto de la amante de mi padre, era otra cosa.

—¡Hasta que se deshizo de ese bastardo!

—Pues yo digo que no es de buena cristiana cerrarle la puerta en las narices a los de tu sangre.

—¿Cuál sangre? ¡Si el chamaco era un bastardo!

—De todos modos. Uno como mujer decente se aguanta y acepta con humildad la cruz que le toca cargar. Y ese muchacho era la de ella.

—No sé si estoy tan de acuerdo contigo.

—Es lo que es. Así es el papel de nosotras las mujeres. Hay que asumirlo y aceptar la voluntad de Dios.

A pesar de las habladurías al pelirrojo de mi hermano le fue bien en el ejército y la relación que tenía con mamá nunca se modificó, incluso mejoró. Después de haber estado cinco años en la base militar norteamericana en Alemania, formó parte de la operación denominada «Tormenta del Desierto» en la guerra liderada por los Estados Unidos contra la República Iraquí. Tres años después regresó a la base y rechazó el programa psicológico de integración. Una noche, después de volver de la fiesta de año nuevo organizada para los generales y soldados con sus familias, agredió físicamente a su esposa e hijos quienes, al huir de su furia, lograron tomar el carro y escapar, pero ella perdió el control del volante y se estrelló contra un árbol en la carretera.  Esa noche, el mayor de los varones de la familia, se convirtió en un viudo a cargo de tres niños que criar.

Como era de esperar regresó a casa. Mi madre lo recibió, a él y a los pequeños, pero estaba muy molesta. Le dio tremendo sermón sobre por qué a una mujer nunca se le pone una mano encima y menos a los hijos. Los meses posteriores pude ser testigo del envejecimiento prematuro de la mujer que había criado a tres mujeres y dos hombres en su juventud para ahora pasar a encargarse de tres criaturas más. Mi violento hermano estuvo en tratamiento psicológico y poco a poco fue trabajando su depresión y trastorno de estrés postraumático producto de sus experiencias en la guerra y la muerte de su esposa. Se enroló a un grupo de ayuda internacional para llevar alimento y construir viviendas en los lugares afectados por los conflictos armados. No lo volvimos a ver hasta siete años después.

Cuando mi padre murió, poco después de que el pelirrojo de su hijo se fuera a limpiar la conciencia por el mundo, mi hermano pequeño se hizo cargo de la nueva familia. Mi madre como pudo sacó adelante a esos tres niños, mis hermanas y yo ayudamos eventualmente, dadas también nuestras circunstancias de mujeres cuidando a nuestras propias crías. Cada seis meses, el padre de esas criaturas sin madre, mandaba una caja llena de artesanías, prendas de algodón, muñecas de trapo, manteles de seda y semillas, muchas semillas de plantas exóticas que mi mamá plantaba y cuidaba con un amor delicado y paciente, ese que sólo las abuelas son capaces de transmitir.

Cuando mi madre cumplió setenta años, le hicimos una celebración en grande. Vinieron mis tías, tíos, primos y primas, así como las amigas y amigos que tenía de los múltiples clubes de manualidades en los que estaba.

—¡Qué bien conservada se encuentra!

—¡Qué va! Estaría mejor si no le hubieran achacado tanto chamaco pa’cuidar.

—Es la cruz que le tocó cargar.

—Es una santa.

—Debió haber dejado al marido e irse a viajar en cuanto sus hijos crecieron.

—Debió conseguir un amante y pagarle con la misma moneda.

—Ya tendrá su recompensa, todo en esta vida se paga, o en la otra.

Cada mesa tenía su propio tema de conversación. Yo escuchaba y podía visualizar clarito a mi madre en cada una de las circunstancias en que la retrataban. Y ahora ahí estaba ella, en la mesa principal, sentada cual la reina sabia y solitaria que era. En eso se abrió la puerta del salón y entró un hombre cargando un morral en la espalda y dos maletas en sus manos. Se hizo un silencio inmediato. Caminó y llegó hasta el lugar en donde estaba la festejada. Se hincó y le besó la mano derecha mientras ella, con rostro inexpresivo, le acariciaba la cabeza con una ternura que creo nunca le había visto profesar por el bastardo de su esposo. Un «hijo» se dibujaba en sus labios cuando la música se volvía a escuchar y los invitados regresaban a poner atención a sus platillos que contenían esos chiles rellenos de carne bañados en salsa de nuez y granada tan propios de la temporada.

Mis hermanos volvieron a ser aquella unidad que eran de niños. Mis sobrinos estaban felices de tener ahora dos padres y todo parecía marchar en paz y armonía. Mi madre, libre ahora de responsabilidades autoimpuestas, empezó a darse sus escapadas a quién sabe dónde. Al principio nos preocupamos, pero después de que veíamos que siempre regresaba aún más sonriente y tranquila, dejamos de hacerlo. Tres años después murió. Nunca supimos a dónde se iba cuando desaparecía. Yo la imagino adentrándose en el mar, con sus cabellos blancos entregados al viento mientras los peces la reciben bailando entre sus pies.

lunes, 16 de octubre de 2023

Yo sí miento

Rosario Sánchez Infantas


No te voy a mentir. Yo sí miento.

Llovía a cántaros, relámpagos y truenos se sucedían uno tras otro, el viento silbaba en las ventanas del departamento. Era la época de lluvias en la sierra. Mis hermanos y yo estábamos acostumbrados a ellas y, además, todos los edificios del conjunto habitacional tenían pararrayos y eran muy seguros. La casa olía a la leche caliente con cacao que nos había servido papá antes de ir a dormir un poco porque esa noche haría guardia en el hospital. Solo me di cuenta de que llovía mucho cuando mamá llegó de la calle con el impermeable chorreando. Corrí entusiasmada a contarle: «Ha nacido un gatito con alas». A pesar de que los adultos hablaban del «uso de razón» que se obtiene a los siete años de edad, la niñita deseosa de aprender que fui, no sabía que existía algo llamado especies. O que la reproducción solo producía nuevos individuos semejantes a los progenitores.

Guiando mis ojos con el índice para no salirme del renglón, había leído con mucha dificultad, una nota debajo de un dibujo de un gatito con un par de alas extendidas. Estaba en la hoja de un diario que llegó a casa envolviendo una taza de porcelana. Recuerdo que aparecían juntos: gato, halcón, laboratorio y no sé qué más palabras raras, que todas juntas mi cabecita interpretó como: «la verdad». ¡Parecía magia! ¡Voló mi imaginación! «¡Un elefante con un cangrejo! O será, ¿un elefante con una cangreja? ¡Cuánta pulpa de cangrejo! Un toro con un cerdo, ¡mucho jamón! Un pavo y una jirafa tendrían un jirafito con sabor a pavo. Quizás también se podrían hacer manzanas que vinieran saltando y moviendo la cola».

Me pareció que duró una eternidad el sermón de mi madre acerca de no mentir. Apenas recuerdo: niña buena, pecado, castigo, Dios, delincuentes, cárcel, infierno. Pasé el tiempo pensando: ¿Por qué, si digo la verdad, mi mamá cree que miento? ¿Quiénes mienten? ¿Qué es decir la verdad? Yo le conté la verdad y mi mamá me acusó de mentir. Yo creía que había entendido: los adultos dicen la verdad porque saben bien aquello de ser bueno, pecado, castigo, Dios, delincuentes y todo lo demás. Creía que los niños se podían equivocar porque no sabían muchas cosas, como cuando yo pensaba que un kilo de manzana era una manzana de un kilo, o que un molde de pan era lo mismo que un pan de molde. Imaginaba que, a veces, los niños mentían cuando no entendían lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Eso, yo, ya lo había entendido; y sí, había leído lo del gatito con alas. ¿Por qué mamá decía que mentía?

Y la cosa se ponía peor. No sé si porque me había resentido me acordé que mamá sí mentía. Ella al ser grande sabía muchas cosas y no debía equivocarse. También ella conocía lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Pero, a veces, me encargaba decirle a la profesora algo que ambas estábamos seguras que no era cierto. Cuando iba a consulta con el médico, me doliera el oído, el pie o un diente debía decirle al doctor que no tenía apetito. Así me recetaba vitaminas. Pero, ¡yo sí tenía apetito! ¡Los adultos también mentían! Me costó mucho aceptarlo. Cuando un ventrílocuo fue a mi escuela y le preguntó a Coquito, su muñeco, cuáles eran las cinco vocales, yo escuchaba la respuesta «a, e, i, tres, y uno» con la voz de Coquito que abría mucho la bocota. Me parecía que el ventrílocuo no podría haber respondido mal porque un adulto sí sabía las vocales; pero, me costaba creer que el muñeco hablase. No se me había ocurrido que el dueño del muñeco mentía.

Y es que los niños la tenemos difícil. A los siete años lejos era desde mi casa hasta el hospital (cuatro cuadras). Cuando la maestra decía que el elefante era el animal más grande, yo me imaginaba un elefante desde mi casa hasta el hospital. Si el cóndor era el ave más grande, era desde mi casa hasta el hospital; que la Rana Toro es el anfibio más grande del mundo, desde casa hasta el hospital. ¿Quién ganaría en una pelea entre esos animales? Y ¿quién ganaría entre Dios y un dragón? ¿Por qué Dios, que es muy poderoso, no podía ganarle de una vez por todas al diablo? Qué enredo en la cabeza cuando los vas conociendo mejor a cada uno de ellos. Y encima, si te equivocas, te dicen que mientes. Si dices la verdad, también te llaman mentiroso.

Temía tanto cuando mamá levantando la voz me decía: «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!». Sabía que entonces tocaba lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Eso no impedía que explorara cuanta cosa interesante hubiera en casa. Cajones y cofres con tarjetas navideñas, recordatorios de los bautizos, joyitas de bisutería, manualidades realizadas en la escuela, revistas, fotos y cartas antiguas. Creía dejar todo tal cual lo había encontrado; pero al parecer los ojos adultos de mamá podían mirar mejor que los míos. Solo quería observar, tocar, oler, manipular aquellas cosas tan bonitas. No entendía qué tenía que ver eso con las alas del gato y con lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Conforme yo crecía aumentaba el tono de las reprimendas. Además, las monjas del colegio también ayudaron a aumentar la culpa. Ya me afectaba mucho más cada «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!».

Se me revolvió el cerebro aquella vez que a papá le tocaba trabajar, mis hermanos y yo teníamos vacaciones escolares y mamá estaba de franco. Ella decidió que fuéramos al cine a ver a Cantinflas en la película Pepe. Era de aprovechar que llegaba al pueblo, allá por los sesenta, una de las primeras películas en colores. No sé por qué nos dio la consigna: «No se lo digan a papá». Los hijos obedientes no tocamos el tema. No sé si eso cuenta como mentira.

Unos meses más adelante Pepe se exhibía en el otro cine de la localidad. Mis padres no trabajaban y nosotros no estudiábamos aquel sábado cuando papá propuso ir a ver a Cantinflas. Automáticamente recordé: niña buena, pecado, castigo, Dios, delincuentes, cárcel, infierno. Al parecer mis hermanos y yo teníamos telepatía porque empalidecimos y recordamos la orden de mamá de no decirle a papá que habíamos ido a ver a Pepe. Papá esperaba respuestas entusiastas y no el tartamudeo que le sobrevino a sus tres hijos. Yo pensé que no era tan malo volver a ver la película. Suspiraba aliviada cuando escuché a mamá dirigiéndose a papá en un tono divertido:

 ­–¡Esa película ya la hemos visto!

¡¡¿Qué?!! ¿No era que había que ocultárselo a papá? Se suponía que algo grave pasaría si papá se enteraba. ¡Y ahora ella misma se lo decía!

–No, no la hemos visto, apúrense, alístense –dijo papá.

–Hombre, ¿no te acuerdas? Ya la hemos visto, ¿no chicos? –Se dirigió a nosotros, tres muchachitos a los que les desenchufó el cerebro unos segundos. De tartamudos pasamos a mudos.

–¡Claro que ya la hemos visto! ¿Quieres café? –dijo mamá mientras se iba a la cocina.

Papá miró hacia arriba como buscando algo que le recordara la película, hizo un gesto de confusión, pidió un café para él y se fue a leer el periódico al sofá.

Ahí fue cuando decidí que ante cada «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!», yo me diría la verdad: me dan miedo sus reprimendas, solo quería mirar las cosas lindas. Si ella quiere que yo diga la verdad, pues le diré que le digo la verdad: «Yo no fui, verdacito, yo no fui».

Comencé a mentir por miedo a las reprimendas. ¿A qué le tendría miedo mamá cuando mentía?

martes, 10 de octubre de 2023

El gran hongo pétreo

Erika L. Ramírez Levín

 

«A su derecha tenemos el denominado “Gran Hongo”. Cuenta la leyenda que, dentro de esta inusual cabaña de dos pisos hecha de piedra, habitaba un matrimonio descendiente de la cultura celta, cuya magia mitológica formaba parte de su vida cotidiana. Nadie sabe a ciencia cierta qué les ocurrió. Se dice que a la esposa la asesinaron en su habitación y el esposo desapareció sin dejar rastro. Las especulaciones no se hicieron esperar, la policía nunca tuvo pruebas contundentes y, al final, todo quedó difuminado en rumores sin fundamento. De hecho, ustedes son afortunados de estar aquí hoy, pues las autoridades nos han cancelado este destino de nuestra ruta mágica. ¿Nuevos inquilinos? ¿Otro asesinato? No sabemos más. Misteeeriooooo —esta última palabra se escuchó muy despacio, con un tono más grave—. Bien, amigos, más adelante podremos ver el lago encantado; sus historias nos trasladan a…». 

La voz del guía continuaba oyéndose por el altavoz del autobús, excepto para el pasajero sentado junto a la ventanilla. Con la mirada húmeda y fija en la edificación pétrea, el hombre sintió una punzada en el corazón. Estaba absorto en sus pensamientos cuando, con un sobresalto, alcanzó a ver en la base del hongo, detrás de una de las ventanas, una sombra que corría la cortina. Metió la mano a la mochila que reposaba sobre sus piernas y el llanto, en un instante, se tornó en esperanza.

Después de cinco horas de vuelo y dos más de carretera, Sebastián llegó a lo que parecía un paisaje boscoso plasmado en una pintura al óleo. El taxi se detuvo frente a una pequeña verja de madera despintada y, en cuanto se bajó, respiró ese aire húmedo y fresco que desde hacía varios años relacionaba con su felicidad.

El enrejado circunvalaba un espléndido jardín. Al fondo, bordeada de pasto sobrecrecido y florecillas silvestres, se asentaba una hermosa cabaña rústica de piedra desgastada por el clima y el tiempo. Contempló algunos minutos esa escena, sonriendo al relacionar la choza frente a él con una de sus caricaturas favoritas de su infancia, pues tenía la forma de un hongo gigante.

Suspiró conmovido. Con maleta en mano dio unos pasos para abrir la entrada de la valla que separaba el camino de su destino. «¡Ah! Ese rechinido, ¡ya lo extrañaba!». Conforme avanzó por el sendero de rocas lodosas, grises y blancuzcas, notó los helechos distribuidos sin orden en todo el jardín acompañados por unas estatuas de pequeños y alegres gnomos completando el decorado. Levantó la vista. Al final de la vereda, la viejilla regordeta ya lo esperaba en el umbral. Siempre olvidaba lo alta que era a pesar de la edad.

—¡Adelyn! ¡Buenas tardes! Qué placer verla —saludó con auténtico gusto a la mujer ojizarca que lo escrutaba.

—Bienvenido. Pensé que no vendría este año —replicó la anciana dándose la vuelta hacia el interior, agitando el brazo derecho para que la siguiera.

—Ya ve que estuve a punto de cancelar, el trabajo se complicó. Qué bueno que no lo hice. Necesito el descanso, usted lo sabe.

—Y yo necesito su apoyo, también lo sabe. Hay días en que están peor que otros y más tardo en levantar, que ellos en volver a desordenar. ¿Puede creer que pasé un mes buscando el hervidor para mi café? Tuve que usar ese aparatejo que usted nos regaló hace dos años y que no sirve ni para calentar agua. Esa tecnología, no cabe duda, ¡es de trasgos! ¡Una desgracia!

El huésped reía ante las ocurrencias de Adelyn. Desde que los conoció supo que eran todos unos personajes. Estaban en contra de cualquier avance tecnológico. La comunicación tenía que ser por carta y, por más que él quisiera facilitarles la vida —como el horno de microondas al cual se refería la señora—, la negativa a su uso era rotundo.

Ella en especial tenía un carácter hosco que provocaba que las personas se ofendieran y se alejaran. No obstante, él sabía que bastaban cinco minutos para darse cuenta de que en todo momento ponía el corazón por delante. Su esposo, Dagda, agricultor y comerciante de «pociones» —como ellos las llamaban—, viajaba seguido. Sebastián los había conocido, casi diez años atrás, una noche en que el anciano regresaba de una de sus travesías y lo encontró en el bosque, desorientado, al haber perdido al grupo de senderismo con el que caminaba. Sin chistar le ofrecieron refugio, demostrando desde entonces la generosidad que los caracterizaba.

Subió a la habitación que, a partir de aquella vez, reservaban para él. Dejó en la mesita de noche la novela que había comenzado a leer en el avión, desempacó casi toda su ropa y se aseguró de guardar la maleta bajo la cama. Pensaba darse un baño cuando lo sorprendió un estruendo en la cocina. Corrió hacia las escaleras y escuchó a Adelyn gritarle:

—¡Negro! ¡Vístase de negro!

Por un instante no comprendió las palabras de su anfitriona y se detuvo. Segundos después, asintió con la cabeza para sí. Regresó al cuarto presuroso. Abrió la maleta —que estaba sobre la cama— y sacó el atuendo negro que siempre traía a sus vacaciones a petición del matrimonio desde que los conoció y que, tras dos años de no usarlo, optaba por mantenerlo sin desempacar.

Se cambió lo más rápido que pudo, aventó la ropa sucia al cesto junto al ropero y estaba por salir cuando reparó en la ubicación de la maleta: minutos atrás, al sacar la muda negra, la encontró sobre el lecho, pero... Sus ojos, en un acto reflejo, se entornaron en dirección a la base del colchón. Arrugó el entrecejo. Confundido, señalaba de arriba abajo y de abajo arriba, con el índice derecho, la valija y el piso, pero un hedor penetrante lo distrajo de sus reflexiones obligándolo a disminuir la cantidad de aire que inhalaba. Recordó al instante la prisa que tenía. Tomó un pañuelo que estaba sobre la cómoda, cubrió la parte inferior de su rostro y bajó rápido las escaleras hacia la cocina. Halló a la señora frente a la estufa murmurando «¡Oh, Gob!» una y otra vez.

—¿Está bien, Adelyn? ¿Qué sucedió? —preguntó sin ocultar la sorpresa al ver todos los trastos esparcidos por el piso.

—Creo que no apreció su llegada —contestó intentando levantar uno a uno los utensilios—. ¡Qué raro! Pensé que le animaba su visita… Ayúdeme, por favor, voy a cambiarme.

Mientras recogía, el viajero recordaba las historias que la pareja le había platicado a lo largo del tiempo. Historias que él pensaba que eran eso, cuentos fantásticos basados en una mitología de la cual ellos se creían ligados de manera profunda y sustancial. Pero ¿y esto? Ella ya estaba mayor para aventar cuanta olla, plato y cuchara hubiera en la cocina y, además, ¿para qué? Meditaba lo anterior cuando escuchó unos pasos cansinos arrastrándose hacia él.

—Listo, ya está todo en su lugar —dijo, dejando caer la mano con ternura sobre el hombro de su anfitriona. Adelyn, ataviada con un vestido negro, recargó un segundo su mejilla en el dorso de la mano de su invitado y regresó a la estufa para retirar el agua de la lumbre. 

—Preparaba un chocolate caliente antes de que... Bueno, supongo que está cansado y que lo único que quiere es bañarse y dormir. De todos modos, hay que esperar un poco. Al menos la pestilencia va disminuyendo y ya dejó de aventar cosas.

Disfrutaron la bebida en silencio sentados en la sala. Sebastián recorrió con la mirada cada rincón de la abarrotada estancia. Había macetas con helechos en varias partes de la casa y, de nuevo, aquellas figurillas de gnomos acomodadas en múltiples espacios. Dudó en iniciar «esa conversación». Aun así, sabía que tarde o temprano saldría a flote.

—Entonces, ¿la siguen molestando?

Las facciones de Adelyn se tornaron adustas, pensativas.

—Estoy segura de que es un bwachyod, muy temperamental como se habrá dado cuenta. Ojalá que se le pase el berrinche pronto. Por eso —y redujo lo más que pudo el volumen de su voz, curvando su mano libre para colocarla alrededor de la boca a fin de que solo él pudiera leer sus labios—, prefiero a los gnomos. Malditos duendes de pacotilla. Está bien esconder cosas para divertirse, pero ¿aventar cacerolas apuntando a dañar? No, no, no…

El invitado asintió más por obligación que por convencimiento. En todos los años que llevaba de conocerlos sabía que eran unas personas inteligentes, trabajadoras y, de no ser por este tema de la mitología celta, los duendes y los gnomos, parecían un matrimonio estable, feliz… cuerdo.

—¿Y Dagda? ¿Cuándo regresa?

—¡Ah, mi Dagda! Ya van dos meses que se fue. Todo el tiempo procura escribirme, ya ve lo considerado que es —Sebastián sonrió y afirmó con la cabeza—. Si mis cuentas no me fallan, debería usted poder saludarlo antes de que termine su estancia aquí.

—¡Qué gusto! El año pasado no tuve la fortuna de coincidir con él.

—¡A él también le dará mucha alegría verlo! Se la pasa preguntando cómo se encuentra usted y cuándo tendrá sus vacaciones.

El joven tomó las tazas vacías y las llevó a la cocina para lavarlas. Luego, le ofreció el brazo a su inquilina para subir las escaleras y cada uno se retiró a sus aposentos a descansar. La habitación del matrimonio estaba justo frente a la él, separadas por un pequeño vestíbulo con una mesita y varias repisas cubiertas por fotografías de familiares o amigos de su juventud y por figuritas de gnomos en diversas posturas, sonrientes.

Sebastián sacó del armario su pijama, se dio una ducha en el baño integrado a su recámara y, al salir, se disponía a continuar unas páginas de su lectura cuando notó que el libro, que creyó haber dejado en la mesita junto a la cama, no estaba ahí. Buscó dentro de la maleta, en el piso, entre la ropa que había colgado, regresó al baño, volvió a mirar en la mesita y, al mismo tiempo, tentó todas las superficies de los muebles por si su vista le estuviera jugando una mala pasada… no tuvo éxito. Sin darle importancia, se cubrió con las cobijas y se quedó dormido casi al instante.

Soñaba que flotaba boca arriba, en un mar apacible, templado, bajo los rayos de un sol cálido mas no quemante. Había añorado tanto este descanso… percibía cómo la masa acuosa lo sostenía envolviéndolo desde la cabeza hasta los pies y el movimiento cadencioso hacía que el agua le tapara y destapara a capricho los oídos. ¿Qué era eso? Si bien no había gente alrededor, a lo lejos creyó oír a alguien pedir ayuda.

Los sonidos guturales continuaron y su desesperación aumentó. ¿Quién era? Un súbito fragor lo despertó. Confundido al no saber dónde estaba, prendió la lámpara a su costado y, poco a poco, recordó haber llegado a la cabaña. Volteó hacia la ventana y se percató de que la maceta que vio sobre el alféizar antes de acostarse, junto a una de las estatuas de un gnomo, se había caído provocando el ruido que lo arrancó de su sueño. Se mantuvo unos segundos alerta y volvió a escuchar el quejido. Se levantó y fue hacia la recámara de enfrente. Tocó la puerta. Nada. Recargó su oído en la madera y logró percibir el lamento angustioso del otro lado. Volvió a tocar ahora diciendo en voz alta: «¡Adelyn, voy a entrar!».

La encontró acostada boca arriba, tapada hasta el cuello, con una expresión afligida, quejándose y teniendo problemas para respirar. Abría la boca intentando jalar más aire del que inhalaba. Él se sentó en la orilla de la cama y comenzó a hablarle, a moverla despacio para que fuera recuperando la conciencia. Inquieto al darse cuenta de que no reaccionaba, la agitó más fuerte hasta que los ojos de la anciana se abrieron acompañando el momento con una última bocanada de aire.

—Se… bas… —jadeaba intentando recobrar el aliento—, Sebas… tián… ¡No podía… respirar! El pecho…  ¡Sentía como si alguien estuviera sentado sobre mi pecho!

—Ya pasó, calma. Debió ser una pesadilla.

—¡No!... No. Fue obra de ese duende, ¡se lo aseguro! No sé por qué está tan enojado. ¡Jamás había pasado!

—Adelyn, estoy seguro de que debe estar muy cansada y, en ocasiones, la mente nos juega mal y creemos que alguien nos está presionando el cuerpo y no podemos movernos —explicaba con un tono de voz calmado, intentando tranquilizarla—. Conozco una expresión mexicana, dicen que «se sube el muerto». Suena chistoso, ¿no? —sonrió y luego, casi de inmediato, torció la boca y arrugó el entrecejo—. O tétrico, vaya usted a saber. Le aseguro que todo es obra del cerebro y…

—¡No! —lo interrumpió alterada—. ¡Fue él! El mismo que aventó las cosas en la cocina, estoy segura. Algo lo perturbó y no entiendo qué. Él sabe que usted viene cada semestre, sabe que mi Dagda viaja mucho. Yo me porto igual, no sé… no sé…

Sebastián no quiso irritarla más; le pidió que respirara profundo y que intentara volver a dormir para que al día siguiente pensaran en una solución. Con reticencia se acomodó y cerró los ojos hasta que volvió a caer dormida. Él se levantó despacio y salió lo más sigiloso que pudo.

Metido otra vez en la cama e inquieto por lo que había ocurrido en la cocina, estiró el brazo para tomar su celular. Sus dedos sintieron que el aparato estaba en el borde de… volteó la cabeza hacia su mano… ¡¿Su libro?! Era habitual que le pasaran situaciones similares estando ahí. Recordó el episodio de la maleta. Él lo achacaba al exceso de relajamiento que sentía en ese lugar, provocando que se distrajera y olvidara dónde dejaba las cosas. Pese a eso, él estaba seguro de haber buscado ahí en más de dos ocasiones. «¡Sí que estoy mal!».

Acomodado sobre dos almohadas y con el celular en las manos, comenzó a leer varios artículos en internet de historias que le habían platicado sus anfitriones, en particular, del bwachyod que mencionó Adelyn.

«Relativo a los brownies, los bwachyod pertenecen a la mitología celta. Llamados duendes del hogar, estos seres son muy temperamentales. Al sentirse agredidos o insultados emiten una pestilencia que alcanza varias habitaciones y, escondidos en un rincón, comienzan a arrojar y mover objetos por medio de su magia».

«Lo peor que uno puede hacer ante la furia de un bwachyod es disculparse. Se recomienda vestirse de negro, ya que ese color lo relacionan con los sacerdotes a quienes temen y respetan por igual, y esperar a que su coraje vaya disminuyendo».

«Existe un tipo de duende que no solo vive con los humanos, sino que vive de los humanos, alimentándose de su energía y vitalidad. Estos trasgos se caracterizan por posarse sobre el pecho de sus víctimas produciendo una sensación de ahogamiento».

«No hay que confundir a los gnomos con los duendes, aunque ambos sean seres mágicos. Los últimos son bromistas y traviesos; en general son astutos, inteligentes, burlones, y existen algunos que buscan generar daño a las personas provocándoles pesadillas o, en otros casos, ahogamientos o molestias somáticas. Por otro lado, los gnomos suelen vivir en el interior de la tierra. Son conocidos por ser grandes sabios y tener un profundo entendimiento del cosmos. Son bondadosos, amables, serviciales y protectores. Los helechos son sus plantas favoritas, por lo que colocarlas dentro del hogar ayuda a que puedan habitar dentro de las moradas. Además, se cree que colocar figuras de ellos en el jardín o en el interior del hogar, en macetas, atrae la prosperidad y la buena suerte. Su rey es conocido como Gob, Ghob o Ghom».

Mientras más leía, más incrédulo se sentía. Casi todas las características que el matrimonio le había platicado como anécdota, las estaba leyendo en libros o publicaciones que parecían serias. Hasta encontró artículos que sugerían que algunas personas de renombre tuvieron contacto directo con estos seres fantásticos, como el escritor escocés Robert Louis Stevenson, cuya idea para su obra El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde fue sugerida por un brownie. Continuó leyendo hasta que el cansancio lo venció y sucumbió al sueño.

A la mañana siguiente, la luz penetró por las cortinas traslúcidas que cubrían la gran ventana del cuarto y Sebastián se levantó al escuchar la puerta de abajo cerrarse con un golpe seco. Recordó todo lo ocurrido el día previo y descendió de prisa para encontrarse cara a cara con Dagda.

—¡Sebastián! ¡Lo alcancé! —celebró el anciano al ver al joven, apretujándolo en un abrazo fuerte y prolongado. Si Adelyn era alta, su esposo lo era aún más, por lo que imaginó que así se sentiría ser abrazado por un oso.

—¡Dagda! ¡Tanto tiempo! —respondió el invitado con dificultad por el poco aire que le quedaba en los pulmones, aunque igual de emocionado.

El alboroto había despertado a Adelyn, quien bajaba de manera pausada las escaleras.

—¡Mi amor! ¡Has vuelto! —gritaba con esfuerzo desde los últimos escalones.

—¿Te encuentras bien, bella mía? Te noto cansada —inquirió su marido después de abrazarla y besarla con ternura y vehemencia contenida.

—Sí, sí, no te angusties. Es aquél que anda sensible.

—¿Le has dejado su cena?

—Sabes que no lo olvido, por eso no entiendo qué lo ha importunado.

Los tres se reunieron en la mesa del comedor a desayunar y aprovecharon para poner al corriente al recién llegado de lo que había pasado. Dagda, perturbado por lo que escuchaba, cada vez se ponía más serio.

—Recuérdame, amor mío, al saber que era posible que nuestro amigo no viniera y yo partí poco después, ¿te encargaste de anunciar en voz alta que, por fortuna, Sebastián sí había logrado arreglar las cosas para acompañarnos estas semanas?

Adelyn se quedó pensativa y de pronto comprendió todo.

—¡No! ¡Lo olvidé por completo! ¡Tonta, tonta de mí! —chilló desconsolada.

—Calma, amor, calma. Esperemos que el berrinche haya pasado y ahora comprenda que no fue de mala fe haber ocultado la información. Al final estamos los tres y eso debe de bastar para que se sienta mejor. Pidamos que así sea.

Dagda terminó de hablar y tomó la mano de su esposa para tranquilizarla. Su rostro sonreía, mas sus interlocutores percibieron el esfuerzo que hizo para ocultar el terror que se tatuaba en su mirada… con toda razón.

Un minuto después, el tufo que Sebastián percibió la noche anterior volvió más fétido y putrefacto. Incluso les pareció notar una ligera neblina verduzca en el ambiente, casi caricaturesca. Los ojos de Dagda se desorbitaron y alcanzó a gritar: «¡Agáchenseeeee!», justo en el momento en que la vajilla dentro de la vitrina frente a ellos comenzara a salir volando por el aire, estrellándose en cuanta superficie encontraba en su camino.

Los tres cubrieron sus cabezas con los brazos intentando protegerse del ataque de platos, tazas o cucharas que salían disparados del mueble. Sin embargo, un cuchillo logró burlar las defensas humanas y rasgó el cuello de Adelyn, haciéndola caer de bruces sobre un enorme charco de sangre que borboteaba de la herida.

El esposo alcanzó a su amada y la volteó boca arriba, emitiendo un aullido desgarrador. «¡¡¡Noooo!!! ¡Por favor, por favor, ayúdanos Goooob!», imploraba. Sebastián se unió a la pareja, atónito por lo que acababa de presenciar, mudo sin saber qué hacer o decir. Tomó la mano de la señora a la que había llegado a amar como si fuera su familia, cruzó miradas con el hombre a quien también idolatraba y, sin más, un brillo cegador iluminó la estancia. Ambos entrecerraron los ojos ante la blancura del destello. Enseguida, el ataque cesó y el hedor se dispersó. Dagda secó sus lágrimas.

—¡Oh! ¡Gracias, Gob! Sebastián, ¡váyase! —imploró el anciano—. La gente de los alrededores comenzará a inventar historias y, si lo ven aquí, pensarán lo peor. ¡Váyase antes de que alguien venga! Yo me encargo. Los gnomos… ¡están ayudando! ¡Hay esperanza! ¡Vamos!, recoja sus cosas…

El joven, en automático, subió a la habitación. Para su sorpresa, su maleta yacía empacada sobre la cama y, arriba de ella, descansaba la pequeña figura del gnomo que, la noche anterior, estaba sobre el alféizar de la ventana junto a la maceta que lo despertó al caer. No tuvo tiempo de analizar esto; solo agarró la valija, la figurilla y salió presuroso. Se detuvo de golpe al ver cómo Dagda, en el cuarto de enfrente, dejaba recostada a su amada en su lecho. Aun cuando la luz de la recámara era escasa a pesar de que no era ni mediodía, Sebastián creyó ver que la herida en el cuello de Adelyn era más pequeña.

—Dagda, yo… no entiendo… por favor… —suplicó. Deseaba decir más, ayudar, apoyar.

—Amigo mío, no queremos que lo perjudiquen si se sabe que estuvo aquí. Esta situación, no sé, nunca nos había pasado algo así. Gob nos está ayudando, pero mi Adelyn está muy débil, no sé si… —un sollozo se ahogó en la garganta de ese enorme pero bondadoso hombre—. Ha sido un verdadero placer habernos cruzado en su camino y agradezco que haya cuidado y acompañado a mi bello amor durante mi ausencia. Siempre lo tendremos en nuestros corazones.

El joven soltó un plañido inundado de dolor e impotencia y salió del gran hongo de piedra sin voltear atrás.

Años más tarde, sentado en ese camión turístico, Sebastián sintió un gran vuelco en el alma al escuchar la historia que el guía ofrecía en el recorrido, pues él sabía la verdad tras la leyenda del gran hongo de piedra y no había día o noche que no extrañara a sus viejos amigos celtas y se preguntara si Adelyn habría sobrevivido. Pese a que muchas veces intentó contactarlos, cada carta que enviaba era devuelta y, debido al asunto del homicidio, las autoridades habían prohibido que la gente se acercara a la zona. Pero ahora, esa sombra… ¿Dagda? Y lo que dijo el guía sobre nuevos inquilinos… ¿podría ser? Sacó de su mochila la figurilla del gnomo que guardaba desde entonces y una hoja arrugada de tantas veces que la había leído, escrita con impecable caligrafía, recibida aquella mañana por correo. «La ruta mágica, querido amigo. Pronto». Se llevó el papel al pecho, como abrazándola, y una inmensa esperanza se apoderó del abismo en el que había vivido hasta que, ocho horas atrás, seis palabras lo habían instado a hacer ese paseo.