Ruth Rosales
Tenía seis años cuando la vi por primera vez perder la
cabeza. En esa época no se usaban los cinturones de seguridad cuando viajabas
en coche y menos las sillas para menores. Ir de un lugar a otro en esa caja de
metal y acero era toda una aventura en total libertad. A mí me encantaba
acostarme en el espacio que se hacía entre la ventana trasera del maletero y
los asientos. El carro de mamá era un Ford Pinto de 1972, una caja de zapatos
aplastada con múltiples ventanas, perfecta para acomodarme como un gato en sus
huecos, mientras tenía la mejor vista de todas: el cielo azul tapizado de
nubarrones blancos.
Desde ese lugar de privilegio, le detallaba a la mujer
encargada del volante las formas que las nubes iban adquiriendo conforme
piloteaba esa nave desafiante de la velocidad. Mis relatos pasaban de ver
elefantes con enormes orejas flotantes a girasoles volando de pétalos dispersos
que viajan en forma de hadas, hasta posarse en árboles borrosos que se
deshacían con la goma del viento.
Por lo general mi madre no me escuchaba. Decía que hablaba
tanto que había adquirido el superpoder de cancelar mi voz y concentrarse en
cualquier cosa que estuviera haciendo. Pero ese día, la radio dejó de sonar
mientras los sonidos de la ciudad se sincronizaban con la inhalación y
exhalación de nuestra respiración, y justo en ese instante, en donde el espacio
se suspende entre el vaivén del aire, mi voz salió directa y fresca
describiendo su último descubrimiento: «Y ahora el Jeep rojo de papá».
Mi mamá presionó el freno del Pinto blanco con tal fuerza que mi cuerpo rodó pasando de los asientos traseros a los tapetes del suelo, empotrándose
entre los huecos de los lugares del piloto y copiloto. «¿Qué dices?» preguntó
poniendo la reversa en el control de cambios. «¿Dónde? ¿Estás segura? ¡Salte de
ahí, niña! ¿Dónde lo viste?».
No esperó a que respondiera a ninguna de sus preguntas,
porque su mirada localizó lo que buscaba y, pasando de la reversa a la segunda
velocidad sin ponerle mucha atención a las quejas del Pinto, se dirigió a su
objetivo. Mi cabeza, por otro lado, trataba de evitar golpearse en las patas de
los asientos delanteros y las posaderas acolchonadas que, segundos antes,
habían amortiguado el impacto.
Cuando logré levantarme pude ver, a través de la ventana del
copiloto, a mi mamá dirigirse al Jeep descapotado y tocar el claxon una y otra
y otra vez. El lugar era un motel de esos que son descubiertos en donde todas
las habitaciones y ventanas dan al estacionamiento, así que no tardaron en
asomarse varias personas para ver qué estaba ocurriendo. Volteé a ver esos
rostros desconocidos sintiendo vergüenza por lo que mi madre hacía. El
movimiento rápido de la cortina de una de las habitaciones de la segunda planta
llamó mi atención. Entonces lo ví. Apareció el rostro de mi padre por unos
segundos para volver a desaparecer. Lo siguiente que recuerdo es a mi madre
golpeando desesperada la puerta colorada de esa habitación.
Salí del coche casi a hurtadillas. Subí agachada las
escaleras descubiertas que daban al segundo piso. Iba con cautela, procurando
no ser vista. Mi mente recordaba las palabras que mi madre siempre me decía:
«¡Si yo no te digo que te muevas, no te muevas!». Me sostuve del barandal que
daba al estacionamiento y evalué la posibilidad de acercarme a esa ventana que
segundos atrás me había mostrado el rostro de mi padre. Mi mamá no se había
percatado de mi presencia, su cuerpo estaba ocupado en empotrar unos puños
enérgicos sobre esa puerta colorada repitiendo sin cansancio: «¡Abre la puerta!
¡Abre la puerta maldita sea!». La rabia dilató sus pupilas. Por unos segundos
sus ojos se cruzaron con los míos pero pareció no importarle que yo estuviera
ahí. El impacto de los golpes era tan potente que mis ojos de niña solo veían
estrellas multicolores que flotaban de un lugar a otro hasta caer al suelo. Me
era difícil creer que esa mujer fuera el mismo ser paciente, calmado y amoroso
que solía disfrazar sus frustraciones con suspiros y miradas ausentes.
Mi curiosidad fue más fuerte que el miedo a ser regañada,
así que me paré de puntitas dispuesta a ver lo que había detrás de esa cortina
casi transparente, pero no alcancé. Entre la puerta en donde estaba mi mamá
parada y la ventana que yo quería espiar había unas macetas sin plantas. Las
agarré, las volteé para formar un escalón y me subí.
Ahí estaba mi padre sentado en un sillón. Tenía el brazo
izquierdo extendido en el respaldo, mientras su mano derecha sostenía un vaso
con un líquido café cristalino y varios hielos bailando en su interior. «Dame
una cuba», recordó mi voz interior. Así le pedía siempre la bebida a mi mamá.
Sus pies descansaban arriba de una mesita en donde reposaba el aparato para
cambiar los canales de la televisión. «¡Wow, la tele es de control remoto!»
dije en voz bajita asombrada por la posibilidad de tener un lujo de ese tamaño.
Al lado de mi padre había una señora de pie con un pelo rizado de color rojo
espectacular cayendo sobre sus hombros. «¡Es una bruja! ¡Qué cool!» dijo esa voz que brotaba de vez
en cuando desde mi pecho y retumbaba en mi frente. El cuerpo de la mujer estaba
en posición de guardia sosteniendo la puerta, algo así como los jugadores de
fútbol americano que mi papá veía todos los lunes sentado frente al televisor,
con una bebida en la mano, muy parecida a la que tenía justo en esos momentos.
La escena en realidad era hermosa. Un par de leonas en plena
batalla. Una atacando, la otra defendiendo, mientras el león reposa
plácidamente en la sombra. «¡Abre la puerta maldita sea! ¡Abre la puerta!».
Pero la puerta nunca se abrió.
Cuando se es infante, la percepción del tiempo se pierde.
Vives en el presente, absorbiendo el pasado y futuro como espejismos borrosos
que se confunden entre escenas en donde estás perdida en el bosque o cenando en
un castillo medieval con vista al mar, mientras afuera pelean dos barcos
piratas que han venido a robarte para luego pedir un jugoso rescate a tu padre
el rey, el cual perderá su reino entero con tal de tenerte de vuelta en casa. Y
es en esa confusión, entre la ilusión y la realidad, que no logro recordar el
orden de las cosas.
Monos de peluche gigantes aparecían de repente en medio de
la sala de mi casa, justo después de que mi padre había amenazado a mi mamá que
estaba embarazada de mi hermano, con abandonarla junto con sus dos hijas.
Flores multicolores y olorosas brotando de jarrones que decoraban cada espacio
libre de la casa hasta terminar amontonadas en los lugares más inesperados como
las tapas del baño o las regaderas. Risas, cenas con amigos, en donde mi madre
mostraba orgullosa las piedras brillantes que decoraban su mano después de que
su esposo había estado ausente por una semana entera y regresara con tan
generosos regalos.
El tiempo se confunde entre llantos de mujer ahogados al
lado de la fuente del jardín y los viajes familiares en donde la complicidad y
los bandos se marcaban entre los adultos.
—Tenía las fotos en mi mano y se las aventé.
—¿Y aun así te lo siguió negando?
—Tomó su abrigo y se fue. Al día de hoy no ha dicho nada.
Mi madre y sus hermanas hablando, mientras los esposos
tomaban sus cubas en la terraza de aquel hotel en Puerto Vallarta.
—La amiga esa de mamá, la de la nariz de bola, dice que la
tía es una celosa ahoga maridos.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No sé, pero es lo que estaban hablando. Decía que las
esposas deberían de hacerse de la vista gorda.
—¿Cómo es tener la vista gorda?
—Sepa. Los adultos hablan tan raro. Ahora es tu turno,
¿verdad o reto?
—¡Reto!
Mis primos repetían como merolicos lo que escuchaban cuando
los adultos creían que ya estábamos dormidos. Y la leyenda se extendía. Mi
madre la engañada. Mi madre la mártir. Mi madre la celosa. Mi madre la
abnegada. ¿Cuántos adjetivos más habrá absorbido su piel mientras nosotras sus
hijas crecíamos calladitas viéndonos más bonitas?
Hasta que un día el reino tembló. Mi padre llegó con un bebé
en brazos cuando mi madre empezaba con las primeras contracciones del trabajo
de parto.
—¡Ese niño no entra a esta casa!
—Es mi hijo.
—¡Llévatelo con los mil demonios! ¡Lárguense los dos!
La furia desbordada de mi madre estalló en un torrente de
fluidos acuosos que bajaron a borbotones entre sus piernas hinchadas y cansadas
de cargar la existencia de mi hermano. Ese día llegaron dos niños a la familia.
Uno a través de la vagina de mi madre, otro de los brazos temblorosos de mi
padre.
Nunca supimos qué pasó con la mamá biológica de ese niño que
llegó a casa, pero tenía el pelo rojo, como la bruja del cuarto de aquel motel
en donde estaba mi padre tomándose esa cuba. A mis hermanas y a mí no nos
importó. Fue lindo crecer con dos niños en casa. Nosotras nos desvivíamos por
atenderlos, pero mi madre siempre nos ponía freno y decía que ellos tenían que
aprender cómo hacer las cosas. Por esa manera de pensar y actuar, también fue
criticada y juzgada.
—¿Cómo es posible que esté educando así a sus hijos? A los
hombres siempre los tiene que atender una mujer.
—Y según escuché las hermanas no les tiran bola y al
pelirrojo lo traen como su chacha.
—¿Qué esperabas? Seguro se está vengando del regalito del
marido.
—¿Qué regalito?
—¿No sabes? Dicen que ese no es hijo de ella, sino de una de
sus tantas aventuras.
—¡Nooo! ¿En serio?
—Bueno, no sé. Yo sólo repito lo que por ahí escuché.
La realidad era que, aunque mi mamá procuró criar a ambos
niños en igualdad y respeto, nunca logró ocultar su exigencia y rudeza para con
el pelirrojo hijo de mi padre. Tal vez fue ese el motivo, o quizá los genes de
su madre biológica, que el pequeño formó un temperamento fuerte y un tanto
violento.
Desde el jardín de niños tomó el papel de protector de mi
hermano, quien, al contrario de él, era un niño escurrido, nervioso y con la
voz más dulce que un pan de muertos. Juntos parecían un par de caninos de razas
diferentes, en donde uno es un terrible bulldog, mientras el otro un pequeño
pomerania esponjoso y amoroso. Así eran los dos, luz y sombra, el yin y el yang
de un solo ser polarizado, porque eso sí, a dónde voltearas, siempre los veías
juntos.
Tuvo que ser necesaria la intervención de una mujer para que
esas dos almas, que habían llegado al mundo casi con tres meses de diferencia,
terminaran separándose. Tan pegados estaban siempre, que la que era presa de
los afectos del pequeño, terminó embarazada del hermano equivocado. Mi madre se
las ingenió para convencer a mi padre de enlistar a su hijo mayor al servicio
militar, de esta manera, la nueva pareja tuvo que viajar a un país extranjero
lejos de los ojos entristecidos del favorito de la familia.
¡Vaya! No estoy diciendo que se notara esa diferencia, pero
mi mamá siempre vio a mi hermano pequeño como un ser indefenso que necesitaba
protección, tal vez por eso se hacía de la vista gorda y dejaba que el
pelirrojo fuera su guarura, pero de ahí a que le permitiera destrozar el
corazón de su cachorro y encima tener que ver cómo se propagaba la mala semilla
del producto de la amante de mi padre, era otra cosa.
—¡Hasta que se deshizo de ese bastardo!
—Pues yo digo que no es de buena cristiana cerrarle la puerta
en las narices a los de tu sangre.
—¿Cuál sangre? ¡Si el chamaco era un bastardo!
—De todos modos. Uno como mujer decente se aguanta y acepta
con humildad la cruz que le toca cargar. Y ese muchacho era la de ella.
—No sé si estoy tan de acuerdo contigo.
—Es lo que es. Así es el papel de nosotras las mujeres. Hay
que asumirlo y aceptar la voluntad de Dios.
A pesar de las habladurías al pelirrojo de mi hermano le fue
bien en el ejército y la relación que tenía con mamá nunca se modificó, incluso
mejoró. Después de haber estado cinco años en la base militar norteamericana en
Alemania, formó parte de la operación denominada «Tormenta del Desierto» en la
guerra liderada por los Estados Unidos contra la República Iraquí. Tres años
después regresó a la base y rechazó el programa psicológico de integración. Una
noche, después de volver de la fiesta de año nuevo organizada para los
generales y soldados con sus familias, agredió físicamente a su esposa e hijos
quienes, al huir de su furia, lograron tomar el carro y escapar, pero ella
perdió el control del volante y se estrelló contra un árbol en la
carretera. Esa noche, el mayor de los
varones de la familia, se convirtió en un viudo a cargo de tres niños que
criar.
Como era de esperar regresó a casa. Mi madre lo recibió, a
él y a los pequeños, pero estaba muy molesta. Le dio tremendo sermón sobre por
qué a una mujer nunca se le pone una mano encima y menos a los hijos. Los meses
posteriores pude ser testigo del envejecimiento prematuro de la mujer que había
criado a tres mujeres y dos hombres en su juventud para ahora pasar a
encargarse de tres criaturas más. Mi violento hermano estuvo en tratamiento
psicológico y poco a poco fue trabajando su depresión y trastorno de estrés
postraumático producto de sus experiencias en la guerra y la muerte de su
esposa. Se enroló a un grupo de ayuda internacional para llevar alimento y
construir viviendas en los lugares afectados por los conflictos armados. No lo
volvimos a ver hasta siete años después.
Cuando mi padre murió, poco después de que el pelirrojo de
su hijo se fuera a limpiar la conciencia por el mundo, mi hermano pequeño se
hizo cargo de la nueva familia. Mi madre como pudo sacó adelante a esos tres
niños, mis hermanas y yo ayudamos eventualmente, dadas también nuestras
circunstancias de mujeres cuidando a nuestras propias crías. Cada seis meses,
el padre de esas criaturas sin madre, mandaba una caja llena de artesanías,
prendas de algodón, muñecas de trapo, manteles de seda y semillas, muchas
semillas de plantas exóticas que mi mamá plantaba y cuidaba con un amor
delicado y paciente, ese que sólo las abuelas son capaces de transmitir.
Cuando mi madre cumplió setenta años, le hicimos una
celebración en grande. Vinieron mis tías, tíos, primos y primas, así como las
amigas y amigos que tenía de los múltiples clubes de manualidades en los que
estaba.
—¡Qué bien conservada se encuentra!
—¡Qué va! Estaría mejor si no le hubieran achacado tanto
chamaco pa’cuidar.
—Es la cruz que le tocó cargar.
—Es una santa.
—Debió haber dejado al marido e irse a viajar en cuanto sus
hijos crecieron.
—Debió conseguir un amante y pagarle con la misma moneda.
—Ya tendrá su recompensa, todo en esta vida se paga, o en la
otra.
Cada mesa tenía su propio tema de conversación. Yo escuchaba
y podía visualizar clarito a mi madre en cada una de las circunstancias en que
la retrataban. Y ahora ahí estaba ella, en la mesa principal, sentada cual la
reina sabia y solitaria que era. En eso se abrió la puerta del salón y entró un
hombre cargando un morral en la espalda y dos maletas en sus manos. Se hizo un
silencio inmediato. Caminó y llegó hasta el lugar en donde estaba la festejada.
Se hincó y le besó la mano derecha mientras ella, con rostro inexpresivo, le
acariciaba la cabeza con una ternura que creo nunca le había visto profesar por
el bastardo de su esposo. Un «hijo» se dibujaba en sus labios cuando la música
se volvía a escuchar y los invitados regresaban a poner atención a sus
platillos que contenían esos chiles rellenos de carne bañados en salsa de nuez
y granada tan propios de la temporada.
Mis hermanos volvieron a ser aquella unidad que eran de niños. Mis sobrinos estaban felices de tener ahora dos padres y todo parecía marchar en paz y armonía. Mi madre, libre ahora de responsabilidades autoimpuestas, empezó a darse sus escapadas a quién sabe dónde. Al principio nos preocupamos, pero después de que veíamos que siempre regresaba aún más sonriente y tranquila, dejamos de hacerlo. Tres años después murió. Nunca supimos a dónde se iba cuando desaparecía. Yo la imagino adentrándose en el mar, con sus cabellos blancos entregados al viento mientras los peces la reciben bailando entre sus pies.