Rosario Sánchez Infantas
No te voy a mentir. Yo sí miento.
Llovía a cántaros, relámpagos y truenos
se sucedían uno tras otro, el viento silbaba en las ventanas del departamento. Era
la época de lluvias en la sierra. Mis hermanos y yo estábamos acostumbrados a
ellas y, además, todos los edificios del conjunto habitacional tenían
pararrayos y eran muy seguros. La casa olía a la leche caliente con cacao que
nos había servido papá antes de ir a dormir un poco porque esa noche haría guardia
en el hospital. Solo me di cuenta de que llovía mucho cuando mamá llegó de la calle con el
impermeable chorreando. Corrí entusiasmada a contarle: «Ha nacido un gatito
con alas». A pesar de que los adultos hablaban del «uso
de razón» que se obtiene a los siete años de edad, la niñita deseosa de
aprender que fui, no sabía que existía algo llamado especies. O que la
reproducción solo producía nuevos individuos semejantes a los progenitores.
Guiando mis ojos con el índice para no
salirme del renglón, había leído con mucha dificultad, una nota debajo de un
dibujo de un gatito con un par de alas extendidas. Estaba en la hoja de un
diario que llegó a casa envolviendo una taza de porcelana. Recuerdo que aparecían
juntos: gato, halcón, laboratorio y no sé qué más palabras raras, que todas
juntas mi cabecita interpretó como: «la verdad». ¡Parecía magia! ¡Voló mi
imaginación! «¡Un elefante con un cangrejo! O será, ¿un elefante
con una cangreja? ¡Cuánta pulpa de cangrejo! Un toro con un cerdo, ¡mucho
jamón! Un pavo y una jirafa tendrían un jirafito con sabor a pavo. Quizás
también se podrían hacer manzanas que vinieran saltando y moviendo la cola».
Me pareció que duró una eternidad el sermón de mi madre
acerca de no mentir. Apenas recuerdo: niña buena, pecado, castigo, Dios,
delincuentes, cárcel, infierno. Pasé el tiempo pensando: ¿Por qué, si digo la
verdad, mi mamá cree que miento? ¿Quiénes mienten? ¿Qué es decir la verdad? Yo le
conté la verdad y mi mamá me acusó de mentir. Yo creía que había entendido: los
adultos dicen la verdad porque saben bien aquello de ser bueno, pecado,
castigo, Dios, delincuentes y todo lo demás. Creía que los niños se podían
equivocar porque no sabían muchas cosas, como cuando yo pensaba que un kilo de
manzana era una manzana de un kilo, o que un molde de pan era lo mismo que un
pan de molde. Imaginaba que, a veces, los niños mentían cuando no entendían lo
de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Eso, yo, ya lo había entendido; y sí,
había leído lo del gatito con alas. ¿Por qué mamá decía que mentía?
Y la cosa se ponía peor. No sé si porque me había
resentido me acordé que mamá sí mentía. Ella al ser grande sabía muchas cosas y
no debía equivocarse. También ella conocía lo de ser bueno, el pecado y todo lo
demás. Pero, a veces, me encargaba decirle a la profesora algo que ambas estábamos
seguras que no era cierto. Cuando iba a consulta con el médico, me doliera el
oído, el pie o un diente debía decirle al doctor que no tenía apetito. Así me
recetaba vitaminas. Pero, ¡yo sí tenía apetito! ¡Los adultos también mentían!
Me costó mucho aceptarlo. Cuando un ventrílocuo fue a mi escuela y le preguntó a
Coquito, su muñeco, cuáles eran las cinco vocales, yo escuchaba la respuesta «a, e, i, tres, y uno» con la voz
de Coquito que abría mucho la bocota. Me parecía que el ventrílocuo no podría
haber respondido mal porque un adulto sí sabía las vocales; pero, me costaba
creer que el muñeco hablase. No se me había ocurrido que el dueño del muñeco
mentía.
Y es que los niños la tenemos difícil. A los siete años
lejos era desde mi casa hasta el hospital (cuatro cuadras).
Cuando la maestra decía que el elefante era el animal más grande, yo me
imaginaba un elefante desde mi casa hasta el hospital. Si el cóndor era el ave
más grande, era desde mi casa hasta el hospital; que la Rana Toro es el anfibio
más grande del mundo, desde casa hasta el hospital. ¿Quién ganaría en una pelea
entre esos animales? Y ¿quién ganaría entre Dios y un dragón? ¿Por qué Dios,
que es muy poderoso, no podía ganarle de una vez por todas al diablo? Qué
enredo en la cabeza cuando los vas conociendo mejor a cada uno de ellos. Y
encima, si te equivocas, te dicen que mientes. Si dices la verdad, también te
llaman mentiroso.
Temía tanto cuando mamá levantando la voz me decía: «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!».
Sabía que entonces tocaba lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Eso no
impedía que explorara cuanta cosa interesante hubiera en casa. Cajones y cofres
con tarjetas navideñas, recordatorios de los bautizos, joyitas de bisutería,
manualidades realizadas en la escuela, revistas, fotos y cartas antiguas. Creía
dejar todo tal cual lo había encontrado; pero al parecer los ojos adultos de
mamá podían mirar mejor que los míos. Solo quería observar, tocar, oler,
manipular aquellas cosas tan bonitas. No entendía qué tenía que ver eso con las
alas del gato y con lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Conforme yo
crecía aumentaba el tono de las reprimendas. Además, las monjas del colegio también
ayudaron a aumentar la culpa. Ya me afectaba mucho más cada «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!».
Se me revolvió el cerebro aquella vez que a papá le
tocaba trabajar, mis hermanos y yo teníamos vacaciones escolares y mamá estaba
de franco. Ella decidió que fuéramos al cine a ver a Cantinflas en la película Pepe.
Era de aprovechar que llegaba al pueblo, allá por los sesenta, una de las primeras
películas en colores. No sé por qué nos dio la consigna: «No se lo digan a papá». Los hijos
obedientes no tocamos el tema. No sé si eso cuenta como mentira.
Unos meses más adelante Pepe se exhibía en
el otro cine de la localidad. Mis padres no trabajaban y nosotros no
estudiábamos aquel sábado cuando papá propuso ir a ver a Cantinflas.
Automáticamente recordé: niña buena, pecado, castigo, Dios, delincuentes,
cárcel, infierno. Al parecer mis hermanos y yo teníamos telepatía porque
empalidecimos y recordamos la orden de mamá de no decirle a papá que habíamos
ido a ver a Pepe. Papá esperaba respuestas entusiastas y no el
tartamudeo que le sobrevino a sus tres hijos. Yo pensé que no era tan malo
volver a ver la película. Suspiraba aliviada cuando escuché a mamá dirigiéndose
a papá en un tono divertido:
–¡Esa película
ya la hemos visto!
¡¡¿Qué?!! ¿No era que había que ocultárselo a papá? Se
suponía que algo grave pasaría si papá se enteraba. ¡Y ahora ella misma se lo
decía!
–No, no la hemos visto, apúrense, alístense –dijo papá.
–Hombre, ¿no te acuerdas? Ya la hemos visto, ¿no
chicos? –Se dirigió a nosotros, tres muchachitos a los que les desenchufó el
cerebro unos segundos. De tartamudos pasamos a mudos.
–¡Claro que ya la hemos visto! ¿Quieres café? –dijo mamá
mientras se iba a la cocina.
Papá miró hacia arriba como buscando algo que le
recordara la película, hizo un gesto de confusión, pidió un café para él y se
fue a leer el periódico al sofá.
Ahí fue cuando decidí que ante cada «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!», yo
me diría la verdad: me dan miedo sus reprimendas, solo quería mirar las cosas
lindas. Si ella quiere que yo diga la verdad, pues le diré que le digo la
verdad: «Yo no fui, verdacito, yo no
fui».
Comencé a mentir por miedo a las reprimendas. ¿A qué le
tendría miedo mamá cuando mentía?
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