lunes, 16 de octubre de 2023

Yo sí miento

Rosario Sánchez Infantas


No te voy a mentir. Yo sí miento.

Llovía a cántaros, relámpagos y truenos se sucedían uno tras otro, el viento silbaba en las ventanas del departamento. Era la época de lluvias en la sierra. Mis hermanos y yo estábamos acostumbrados a ellas y, además, todos los edificios del conjunto habitacional tenían pararrayos y eran muy seguros. La casa olía a la leche caliente con cacao que nos había servido papá antes de ir a dormir un poco porque esa noche haría guardia en el hospital. Solo me di cuenta de que llovía mucho cuando mamá llegó de la calle con el impermeable chorreando. Corrí entusiasmada a contarle: «Ha nacido un gatito con alas». A pesar de que los adultos hablaban del «uso de razón» que se obtiene a los siete años de edad, la niñita deseosa de aprender que fui, no sabía que existía algo llamado especies. O que la reproducción solo producía nuevos individuos semejantes a los progenitores.

Guiando mis ojos con el índice para no salirme del renglón, había leído con mucha dificultad, una nota debajo de un dibujo de un gatito con un par de alas extendidas. Estaba en la hoja de un diario que llegó a casa envolviendo una taza de porcelana. Recuerdo que aparecían juntos: gato, halcón, laboratorio y no sé qué más palabras raras, que todas juntas mi cabecita interpretó como: «la verdad». ¡Parecía magia! ¡Voló mi imaginación! «¡Un elefante con un cangrejo! O será, ¿un elefante con una cangreja? ¡Cuánta pulpa de cangrejo! Un toro con un cerdo, ¡mucho jamón! Un pavo y una jirafa tendrían un jirafito con sabor a pavo. Quizás también se podrían hacer manzanas que vinieran saltando y moviendo la cola».

Me pareció que duró una eternidad el sermón de mi madre acerca de no mentir. Apenas recuerdo: niña buena, pecado, castigo, Dios, delincuentes, cárcel, infierno. Pasé el tiempo pensando: ¿Por qué, si digo la verdad, mi mamá cree que miento? ¿Quiénes mienten? ¿Qué es decir la verdad? Yo le conté la verdad y mi mamá me acusó de mentir. Yo creía que había entendido: los adultos dicen la verdad porque saben bien aquello de ser bueno, pecado, castigo, Dios, delincuentes y todo lo demás. Creía que los niños se podían equivocar porque no sabían muchas cosas, como cuando yo pensaba que un kilo de manzana era una manzana de un kilo, o que un molde de pan era lo mismo que un pan de molde. Imaginaba que, a veces, los niños mentían cuando no entendían lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Eso, yo, ya lo había entendido; y sí, había leído lo del gatito con alas. ¿Por qué mamá decía que mentía?

Y la cosa se ponía peor. No sé si porque me había resentido me acordé que mamá sí mentía. Ella al ser grande sabía muchas cosas y no debía equivocarse. También ella conocía lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Pero, a veces, me encargaba decirle a la profesora algo que ambas estábamos seguras que no era cierto. Cuando iba a consulta con el médico, me doliera el oído, el pie o un diente debía decirle al doctor que no tenía apetito. Así me recetaba vitaminas. Pero, ¡yo sí tenía apetito! ¡Los adultos también mentían! Me costó mucho aceptarlo. Cuando un ventrílocuo fue a mi escuela y le preguntó a Coquito, su muñeco, cuáles eran las cinco vocales, yo escuchaba la respuesta «a, e, i, tres, y uno» con la voz de Coquito que abría mucho la bocota. Me parecía que el ventrílocuo no podría haber respondido mal porque un adulto sí sabía las vocales; pero, me costaba creer que el muñeco hablase. No se me había ocurrido que el dueño del muñeco mentía.

Y es que los niños la tenemos difícil. A los siete años lejos era desde mi casa hasta el hospital (cuatro cuadras). Cuando la maestra decía que el elefante era el animal más grande, yo me imaginaba un elefante desde mi casa hasta el hospital. Si el cóndor era el ave más grande, era desde mi casa hasta el hospital; que la Rana Toro es el anfibio más grande del mundo, desde casa hasta el hospital. ¿Quién ganaría en una pelea entre esos animales? Y ¿quién ganaría entre Dios y un dragón? ¿Por qué Dios, que es muy poderoso, no podía ganarle de una vez por todas al diablo? Qué enredo en la cabeza cuando los vas conociendo mejor a cada uno de ellos. Y encima, si te equivocas, te dicen que mientes. Si dices la verdad, también te llaman mentiroso.

Temía tanto cuando mamá levantando la voz me decía: «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!». Sabía que entonces tocaba lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Eso no impedía que explorara cuanta cosa interesante hubiera en casa. Cajones y cofres con tarjetas navideñas, recordatorios de los bautizos, joyitas de bisutería, manualidades realizadas en la escuela, revistas, fotos y cartas antiguas. Creía dejar todo tal cual lo había encontrado; pero al parecer los ojos adultos de mamá podían mirar mejor que los míos. Solo quería observar, tocar, oler, manipular aquellas cosas tan bonitas. No entendía qué tenía que ver eso con las alas del gato y con lo de ser bueno, el pecado y todo lo demás. Conforme yo crecía aumentaba el tono de las reprimendas. Además, las monjas del colegio también ayudaron a aumentar la culpa. Ya me afectaba mucho más cada «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!».

Se me revolvió el cerebro aquella vez que a papá le tocaba trabajar, mis hermanos y yo teníamos vacaciones escolares y mamá estaba de franco. Ella decidió que fuéramos al cine a ver a Cantinflas en la película Pepe. Era de aprovechar que llegaba al pueblo, allá por los sesenta, una de las primeras películas en colores. No sé por qué nos dio la consigna: «No se lo digan a papá». Los hijos obedientes no tocamos el tema. No sé si eso cuenta como mentira.

Unos meses más adelante Pepe se exhibía en el otro cine de la localidad. Mis padres no trabajaban y nosotros no estudiábamos aquel sábado cuando papá propuso ir a ver a Cantinflas. Automáticamente recordé: niña buena, pecado, castigo, Dios, delincuentes, cárcel, infierno. Al parecer mis hermanos y yo teníamos telepatía porque empalidecimos y recordamos la orden de mamá de no decirle a papá que habíamos ido a ver a Pepe. Papá esperaba respuestas entusiastas y no el tartamudeo que le sobrevino a sus tres hijos. Yo pensé que no era tan malo volver a ver la película. Suspiraba aliviada cuando escuché a mamá dirigiéndose a papá en un tono divertido:

 ­–¡Esa película ya la hemos visto!

¡¡¿Qué?!! ¿No era que había que ocultárselo a papá? Se suponía que algo grave pasaría si papá se enteraba. ¡Y ahora ella misma se lo decía!

–No, no la hemos visto, apúrense, alístense –dijo papá.

–Hombre, ¿no te acuerdas? Ya la hemos visto, ¿no chicos? –Se dirigió a nosotros, tres muchachitos a los que les desenchufó el cerebro unos segundos. De tartamudos pasamos a mudos.

–¡Claro que ya la hemos visto! ¿Quieres café? –dijo mamá mientras se iba a la cocina.

Papá miró hacia arriba como buscando algo que le recordara la película, hizo un gesto de confusión, pidió un café para él y se fue a leer el periódico al sofá.

Ahí fue cuando decidí que ante cada «¡Rocío del Pilar Elizabeth, ven aquí!», yo me diría la verdad: me dan miedo sus reprimendas, solo quería mirar las cosas lindas. Si ella quiere que yo diga la verdad, pues le diré que le digo la verdad: «Yo no fui, verdacito, yo no fui».

Comencé a mentir por miedo a las reprimendas. ¿A qué le tendría miedo mamá cuando mentía?

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