martes, 10 de octubre de 2023

El gran hongo pétreo

Erika L. Ramírez Levín

 

«A su derecha tenemos el denominado “Gran Hongo”. Cuenta la leyenda que, dentro de esta inusual cabaña de dos pisos hecha de piedra, habitaba un matrimonio descendiente de la cultura celta, cuya magia mitológica formaba parte de su vida cotidiana. Nadie sabe a ciencia cierta qué les ocurrió. Se dice que a la esposa la asesinaron en su habitación y el esposo desapareció sin dejar rastro. Las especulaciones no se hicieron esperar, la policía nunca tuvo pruebas contundentes y, al final, todo quedó difuminado en rumores sin fundamento. De hecho, ustedes son afortunados de estar aquí hoy, pues las autoridades nos han cancelado este destino de nuestra ruta mágica. ¿Nuevos inquilinos? ¿Otro asesinato? No sabemos más. Misteeeriooooo —esta última palabra se escuchó muy despacio, con un tono más grave—. Bien, amigos, más adelante podremos ver el lago encantado; sus historias nos trasladan a…». 

La voz del guía continuaba oyéndose por el altavoz del autobús, excepto para el pasajero sentado junto a la ventanilla. Con la mirada húmeda y fija en la edificación pétrea, el hombre sintió una punzada en el corazón. Estaba absorto en sus pensamientos cuando, con un sobresalto, alcanzó a ver en la base del hongo, detrás de una de las ventanas, una sombra que corría la cortina. Metió la mano a la mochila que reposaba sobre sus piernas y el llanto, en un instante, se tornó en esperanza.

Después de cinco horas de vuelo y dos más de carretera, Sebastián llegó a lo que parecía un paisaje boscoso plasmado en una pintura al óleo. El taxi se detuvo frente a una pequeña verja de madera despintada y, en cuanto se bajó, respiró ese aire húmedo y fresco que desde hacía varios años relacionaba con su felicidad.

El enrejado circunvalaba un espléndido jardín. Al fondo, bordeada de pasto sobrecrecido y florecillas silvestres, se asentaba una hermosa cabaña rústica de piedra desgastada por el clima y el tiempo. Contempló algunos minutos esa escena, sonriendo al relacionar la choza frente a él con una de sus caricaturas favoritas de su infancia, pues tenía la forma de un hongo gigante.

Suspiró conmovido. Con maleta en mano dio unos pasos para abrir la entrada de la valla que separaba el camino de su destino. «¡Ah! Ese rechinido, ¡ya lo extrañaba!». Conforme avanzó por el sendero de rocas lodosas, grises y blancuzcas, notó los helechos distribuidos sin orden en todo el jardín acompañados por unas estatuas de pequeños y alegres gnomos completando el decorado. Levantó la vista. Al final de la vereda, la viejilla regordeta ya lo esperaba en el umbral. Siempre olvidaba lo alta que era a pesar de la edad.

—¡Adelyn! ¡Buenas tardes! Qué placer verla —saludó con auténtico gusto a la mujer ojizarca que lo escrutaba.

—Bienvenido. Pensé que no vendría este año —replicó la anciana dándose la vuelta hacia el interior, agitando el brazo derecho para que la siguiera.

—Ya ve que estuve a punto de cancelar, el trabajo se complicó. Qué bueno que no lo hice. Necesito el descanso, usted lo sabe.

—Y yo necesito su apoyo, también lo sabe. Hay días en que están peor que otros y más tardo en levantar, que ellos en volver a desordenar. ¿Puede creer que pasé un mes buscando el hervidor para mi café? Tuve que usar ese aparatejo que usted nos regaló hace dos años y que no sirve ni para calentar agua. Esa tecnología, no cabe duda, ¡es de trasgos! ¡Una desgracia!

El huésped reía ante las ocurrencias de Adelyn. Desde que los conoció supo que eran todos unos personajes. Estaban en contra de cualquier avance tecnológico. La comunicación tenía que ser por carta y, por más que él quisiera facilitarles la vida —como el horno de microondas al cual se refería la señora—, la negativa a su uso era rotundo.

Ella en especial tenía un carácter hosco que provocaba que las personas se ofendieran y se alejaran. No obstante, él sabía que bastaban cinco minutos para darse cuenta de que en todo momento ponía el corazón por delante. Su esposo, Dagda, agricultor y comerciante de «pociones» —como ellos las llamaban—, viajaba seguido. Sebastián los había conocido, casi diez años atrás, una noche en que el anciano regresaba de una de sus travesías y lo encontró en el bosque, desorientado, al haber perdido al grupo de senderismo con el que caminaba. Sin chistar le ofrecieron refugio, demostrando desde entonces la generosidad que los caracterizaba.

Subió a la habitación que, a partir de aquella vez, reservaban para él. Dejó en la mesita de noche la novela que había comenzado a leer en el avión, desempacó casi toda su ropa y se aseguró de guardar la maleta bajo la cama. Pensaba darse un baño cuando lo sorprendió un estruendo en la cocina. Corrió hacia las escaleras y escuchó a Adelyn gritarle:

—¡Negro! ¡Vístase de negro!

Por un instante no comprendió las palabras de su anfitriona y se detuvo. Segundos después, asintió con la cabeza para sí. Regresó al cuarto presuroso. Abrió la maleta —que estaba sobre la cama— y sacó el atuendo negro que siempre traía a sus vacaciones a petición del matrimonio desde que los conoció y que, tras dos años de no usarlo, optaba por mantenerlo sin desempacar.

Se cambió lo más rápido que pudo, aventó la ropa sucia al cesto junto al ropero y estaba por salir cuando reparó en la ubicación de la maleta: minutos atrás, al sacar la muda negra, la encontró sobre el lecho, pero... Sus ojos, en un acto reflejo, se entornaron en dirección a la base del colchón. Arrugó el entrecejo. Confundido, señalaba de arriba abajo y de abajo arriba, con el índice derecho, la valija y el piso, pero un hedor penetrante lo distrajo de sus reflexiones obligándolo a disminuir la cantidad de aire que inhalaba. Recordó al instante la prisa que tenía. Tomó un pañuelo que estaba sobre la cómoda, cubrió la parte inferior de su rostro y bajó rápido las escaleras hacia la cocina. Halló a la señora frente a la estufa murmurando «¡Oh, Gob!» una y otra vez.

—¿Está bien, Adelyn? ¿Qué sucedió? —preguntó sin ocultar la sorpresa al ver todos los trastos esparcidos por el piso.

—Creo que no apreció su llegada —contestó intentando levantar uno a uno los utensilios—. ¡Qué raro! Pensé que le animaba su visita… Ayúdeme, por favor, voy a cambiarme.

Mientras recogía, el viajero recordaba las historias que la pareja le había platicado a lo largo del tiempo. Historias que él pensaba que eran eso, cuentos fantásticos basados en una mitología de la cual ellos se creían ligados de manera profunda y sustancial. Pero ¿y esto? Ella ya estaba mayor para aventar cuanta olla, plato y cuchara hubiera en la cocina y, además, ¿para qué? Meditaba lo anterior cuando escuchó unos pasos cansinos arrastrándose hacia él.

—Listo, ya está todo en su lugar —dijo, dejando caer la mano con ternura sobre el hombro de su anfitriona. Adelyn, ataviada con un vestido negro, recargó un segundo su mejilla en el dorso de la mano de su invitado y regresó a la estufa para retirar el agua de la lumbre. 

—Preparaba un chocolate caliente antes de que... Bueno, supongo que está cansado y que lo único que quiere es bañarse y dormir. De todos modos, hay que esperar un poco. Al menos la pestilencia va disminuyendo y ya dejó de aventar cosas.

Disfrutaron la bebida en silencio sentados en la sala. Sebastián recorrió con la mirada cada rincón de la abarrotada estancia. Había macetas con helechos en varias partes de la casa y, de nuevo, aquellas figurillas de gnomos acomodadas en múltiples espacios. Dudó en iniciar «esa conversación». Aun así, sabía que tarde o temprano saldría a flote.

—Entonces, ¿la siguen molestando?

Las facciones de Adelyn se tornaron adustas, pensativas.

—Estoy segura de que es un bwachyod, muy temperamental como se habrá dado cuenta. Ojalá que se le pase el berrinche pronto. Por eso —y redujo lo más que pudo el volumen de su voz, curvando su mano libre para colocarla alrededor de la boca a fin de que solo él pudiera leer sus labios—, prefiero a los gnomos. Malditos duendes de pacotilla. Está bien esconder cosas para divertirse, pero ¿aventar cacerolas apuntando a dañar? No, no, no…

El invitado asintió más por obligación que por convencimiento. En todos los años que llevaba de conocerlos sabía que eran unas personas inteligentes, trabajadoras y, de no ser por este tema de la mitología celta, los duendes y los gnomos, parecían un matrimonio estable, feliz… cuerdo.

—¿Y Dagda? ¿Cuándo regresa?

—¡Ah, mi Dagda! Ya van dos meses que se fue. Todo el tiempo procura escribirme, ya ve lo considerado que es —Sebastián sonrió y afirmó con la cabeza—. Si mis cuentas no me fallan, debería usted poder saludarlo antes de que termine su estancia aquí.

—¡Qué gusto! El año pasado no tuve la fortuna de coincidir con él.

—¡A él también le dará mucha alegría verlo! Se la pasa preguntando cómo se encuentra usted y cuándo tendrá sus vacaciones.

El joven tomó las tazas vacías y las llevó a la cocina para lavarlas. Luego, le ofreció el brazo a su inquilina para subir las escaleras y cada uno se retiró a sus aposentos a descansar. La habitación del matrimonio estaba justo frente a la él, separadas por un pequeño vestíbulo con una mesita y varias repisas cubiertas por fotografías de familiares o amigos de su juventud y por figuritas de gnomos en diversas posturas, sonrientes.

Sebastián sacó del armario su pijama, se dio una ducha en el baño integrado a su recámara y, al salir, se disponía a continuar unas páginas de su lectura cuando notó que el libro, que creyó haber dejado en la mesita junto a la cama, no estaba ahí. Buscó dentro de la maleta, en el piso, entre la ropa que había colgado, regresó al baño, volvió a mirar en la mesita y, al mismo tiempo, tentó todas las superficies de los muebles por si su vista le estuviera jugando una mala pasada… no tuvo éxito. Sin darle importancia, se cubrió con las cobijas y se quedó dormido casi al instante.

Soñaba que flotaba boca arriba, en un mar apacible, templado, bajo los rayos de un sol cálido mas no quemante. Había añorado tanto este descanso… percibía cómo la masa acuosa lo sostenía envolviéndolo desde la cabeza hasta los pies y el movimiento cadencioso hacía que el agua le tapara y destapara a capricho los oídos. ¿Qué era eso? Si bien no había gente alrededor, a lo lejos creyó oír a alguien pedir ayuda.

Los sonidos guturales continuaron y su desesperación aumentó. ¿Quién era? Un súbito fragor lo despertó. Confundido al no saber dónde estaba, prendió la lámpara a su costado y, poco a poco, recordó haber llegado a la cabaña. Volteó hacia la ventana y se percató de que la maceta que vio sobre el alféizar antes de acostarse, junto a una de las estatuas de un gnomo, se había caído provocando el ruido que lo arrancó de su sueño. Se mantuvo unos segundos alerta y volvió a escuchar el quejido. Se levantó y fue hacia la recámara de enfrente. Tocó la puerta. Nada. Recargó su oído en la madera y logró percibir el lamento angustioso del otro lado. Volvió a tocar ahora diciendo en voz alta: «¡Adelyn, voy a entrar!».

La encontró acostada boca arriba, tapada hasta el cuello, con una expresión afligida, quejándose y teniendo problemas para respirar. Abría la boca intentando jalar más aire del que inhalaba. Él se sentó en la orilla de la cama y comenzó a hablarle, a moverla despacio para que fuera recuperando la conciencia. Inquieto al darse cuenta de que no reaccionaba, la agitó más fuerte hasta que los ojos de la anciana se abrieron acompañando el momento con una última bocanada de aire.

—Se… bas… —jadeaba intentando recobrar el aliento—, Sebas… tián… ¡No podía… respirar! El pecho…  ¡Sentía como si alguien estuviera sentado sobre mi pecho!

—Ya pasó, calma. Debió ser una pesadilla.

—¡No!... No. Fue obra de ese duende, ¡se lo aseguro! No sé por qué está tan enojado. ¡Jamás había pasado!

—Adelyn, estoy seguro de que debe estar muy cansada y, en ocasiones, la mente nos juega mal y creemos que alguien nos está presionando el cuerpo y no podemos movernos —explicaba con un tono de voz calmado, intentando tranquilizarla—. Conozco una expresión mexicana, dicen que «se sube el muerto». Suena chistoso, ¿no? —sonrió y luego, casi de inmediato, torció la boca y arrugó el entrecejo—. O tétrico, vaya usted a saber. Le aseguro que todo es obra del cerebro y…

—¡No! —lo interrumpió alterada—. ¡Fue él! El mismo que aventó las cosas en la cocina, estoy segura. Algo lo perturbó y no entiendo qué. Él sabe que usted viene cada semestre, sabe que mi Dagda viaja mucho. Yo me porto igual, no sé… no sé…

Sebastián no quiso irritarla más; le pidió que respirara profundo y que intentara volver a dormir para que al día siguiente pensaran en una solución. Con reticencia se acomodó y cerró los ojos hasta que volvió a caer dormida. Él se levantó despacio y salió lo más sigiloso que pudo.

Metido otra vez en la cama e inquieto por lo que había ocurrido en la cocina, estiró el brazo para tomar su celular. Sus dedos sintieron que el aparato estaba en el borde de… volteó la cabeza hacia su mano… ¡¿Su libro?! Era habitual que le pasaran situaciones similares estando ahí. Recordó el episodio de la maleta. Él lo achacaba al exceso de relajamiento que sentía en ese lugar, provocando que se distrajera y olvidara dónde dejaba las cosas. Pese a eso, él estaba seguro de haber buscado ahí en más de dos ocasiones. «¡Sí que estoy mal!».

Acomodado sobre dos almohadas y con el celular en las manos, comenzó a leer varios artículos en internet de historias que le habían platicado sus anfitriones, en particular, del bwachyod que mencionó Adelyn.

«Relativo a los brownies, los bwachyod pertenecen a la mitología celta. Llamados duendes del hogar, estos seres son muy temperamentales. Al sentirse agredidos o insultados emiten una pestilencia que alcanza varias habitaciones y, escondidos en un rincón, comienzan a arrojar y mover objetos por medio de su magia».

«Lo peor que uno puede hacer ante la furia de un bwachyod es disculparse. Se recomienda vestirse de negro, ya que ese color lo relacionan con los sacerdotes a quienes temen y respetan por igual, y esperar a que su coraje vaya disminuyendo».

«Existe un tipo de duende que no solo vive con los humanos, sino que vive de los humanos, alimentándose de su energía y vitalidad. Estos trasgos se caracterizan por posarse sobre el pecho de sus víctimas produciendo una sensación de ahogamiento».

«No hay que confundir a los gnomos con los duendes, aunque ambos sean seres mágicos. Los últimos son bromistas y traviesos; en general son astutos, inteligentes, burlones, y existen algunos que buscan generar daño a las personas provocándoles pesadillas o, en otros casos, ahogamientos o molestias somáticas. Por otro lado, los gnomos suelen vivir en el interior de la tierra. Son conocidos por ser grandes sabios y tener un profundo entendimiento del cosmos. Son bondadosos, amables, serviciales y protectores. Los helechos son sus plantas favoritas, por lo que colocarlas dentro del hogar ayuda a que puedan habitar dentro de las moradas. Además, se cree que colocar figuras de ellos en el jardín o en el interior del hogar, en macetas, atrae la prosperidad y la buena suerte. Su rey es conocido como Gob, Ghob o Ghom».

Mientras más leía, más incrédulo se sentía. Casi todas las características que el matrimonio le había platicado como anécdota, las estaba leyendo en libros o publicaciones que parecían serias. Hasta encontró artículos que sugerían que algunas personas de renombre tuvieron contacto directo con estos seres fantásticos, como el escritor escocés Robert Louis Stevenson, cuya idea para su obra El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde fue sugerida por un brownie. Continuó leyendo hasta que el cansancio lo venció y sucumbió al sueño.

A la mañana siguiente, la luz penetró por las cortinas traslúcidas que cubrían la gran ventana del cuarto y Sebastián se levantó al escuchar la puerta de abajo cerrarse con un golpe seco. Recordó todo lo ocurrido el día previo y descendió de prisa para encontrarse cara a cara con Dagda.

—¡Sebastián! ¡Lo alcancé! —celebró el anciano al ver al joven, apretujándolo en un abrazo fuerte y prolongado. Si Adelyn era alta, su esposo lo era aún más, por lo que imaginó que así se sentiría ser abrazado por un oso.

—¡Dagda! ¡Tanto tiempo! —respondió el invitado con dificultad por el poco aire que le quedaba en los pulmones, aunque igual de emocionado.

El alboroto había despertado a Adelyn, quien bajaba de manera pausada las escaleras.

—¡Mi amor! ¡Has vuelto! —gritaba con esfuerzo desde los últimos escalones.

—¿Te encuentras bien, bella mía? Te noto cansada —inquirió su marido después de abrazarla y besarla con ternura y vehemencia contenida.

—Sí, sí, no te angusties. Es aquél que anda sensible.

—¿Le has dejado su cena?

—Sabes que no lo olvido, por eso no entiendo qué lo ha importunado.

Los tres se reunieron en la mesa del comedor a desayunar y aprovecharon para poner al corriente al recién llegado de lo que había pasado. Dagda, perturbado por lo que escuchaba, cada vez se ponía más serio.

—Recuérdame, amor mío, al saber que era posible que nuestro amigo no viniera y yo partí poco después, ¿te encargaste de anunciar en voz alta que, por fortuna, Sebastián sí había logrado arreglar las cosas para acompañarnos estas semanas?

Adelyn se quedó pensativa y de pronto comprendió todo.

—¡No! ¡Lo olvidé por completo! ¡Tonta, tonta de mí! —chilló desconsolada.

—Calma, amor, calma. Esperemos que el berrinche haya pasado y ahora comprenda que no fue de mala fe haber ocultado la información. Al final estamos los tres y eso debe de bastar para que se sienta mejor. Pidamos que así sea.

Dagda terminó de hablar y tomó la mano de su esposa para tranquilizarla. Su rostro sonreía, mas sus interlocutores percibieron el esfuerzo que hizo para ocultar el terror que se tatuaba en su mirada… con toda razón.

Un minuto después, el tufo que Sebastián percibió la noche anterior volvió más fétido y putrefacto. Incluso les pareció notar una ligera neblina verduzca en el ambiente, casi caricaturesca. Los ojos de Dagda se desorbitaron y alcanzó a gritar: «¡Agáchenseeeee!», justo en el momento en que la vajilla dentro de la vitrina frente a ellos comenzara a salir volando por el aire, estrellándose en cuanta superficie encontraba en su camino.

Los tres cubrieron sus cabezas con los brazos intentando protegerse del ataque de platos, tazas o cucharas que salían disparados del mueble. Sin embargo, un cuchillo logró burlar las defensas humanas y rasgó el cuello de Adelyn, haciéndola caer de bruces sobre un enorme charco de sangre que borboteaba de la herida.

El esposo alcanzó a su amada y la volteó boca arriba, emitiendo un aullido desgarrador. «¡¡¡Noooo!!! ¡Por favor, por favor, ayúdanos Goooob!», imploraba. Sebastián se unió a la pareja, atónito por lo que acababa de presenciar, mudo sin saber qué hacer o decir. Tomó la mano de la señora a la que había llegado a amar como si fuera su familia, cruzó miradas con el hombre a quien también idolatraba y, sin más, un brillo cegador iluminó la estancia. Ambos entrecerraron los ojos ante la blancura del destello. Enseguida, el ataque cesó y el hedor se dispersó. Dagda secó sus lágrimas.

—¡Oh! ¡Gracias, Gob! Sebastián, ¡váyase! —imploró el anciano—. La gente de los alrededores comenzará a inventar historias y, si lo ven aquí, pensarán lo peor. ¡Váyase antes de que alguien venga! Yo me encargo. Los gnomos… ¡están ayudando! ¡Hay esperanza! ¡Vamos!, recoja sus cosas…

El joven, en automático, subió a la habitación. Para su sorpresa, su maleta yacía empacada sobre la cama y, arriba de ella, descansaba la pequeña figura del gnomo que, la noche anterior, estaba sobre el alféizar de la ventana junto a la maceta que lo despertó al caer. No tuvo tiempo de analizar esto; solo agarró la valija, la figurilla y salió presuroso. Se detuvo de golpe al ver cómo Dagda, en el cuarto de enfrente, dejaba recostada a su amada en su lecho. Aun cuando la luz de la recámara era escasa a pesar de que no era ni mediodía, Sebastián creyó ver que la herida en el cuello de Adelyn era más pequeña.

—Dagda, yo… no entiendo… por favor… —suplicó. Deseaba decir más, ayudar, apoyar.

—Amigo mío, no queremos que lo perjudiquen si se sabe que estuvo aquí. Esta situación, no sé, nunca nos había pasado algo así. Gob nos está ayudando, pero mi Adelyn está muy débil, no sé si… —un sollozo se ahogó en la garganta de ese enorme pero bondadoso hombre—. Ha sido un verdadero placer habernos cruzado en su camino y agradezco que haya cuidado y acompañado a mi bello amor durante mi ausencia. Siempre lo tendremos en nuestros corazones.

El joven soltó un plañido inundado de dolor e impotencia y salió del gran hongo de piedra sin voltear atrás.

Años más tarde, sentado en ese camión turístico, Sebastián sintió un gran vuelco en el alma al escuchar la historia que el guía ofrecía en el recorrido, pues él sabía la verdad tras la leyenda del gran hongo de piedra y no había día o noche que no extrañara a sus viejos amigos celtas y se preguntara si Adelyn habría sobrevivido. Pese a que muchas veces intentó contactarlos, cada carta que enviaba era devuelta y, debido al asunto del homicidio, las autoridades habían prohibido que la gente se acercara a la zona. Pero ahora, esa sombra… ¿Dagda? Y lo que dijo el guía sobre nuevos inquilinos… ¿podría ser? Sacó de su mochila la figurilla del gnomo que guardaba desde entonces y una hoja arrugada de tantas veces que la había leído, escrita con impecable caligrafía, recibida aquella mañana por correo. «La ruta mágica, querido amigo. Pronto». Se llevó el papel al pecho, como abrazándola, y una inmensa esperanza se apoderó del abismo en el que había vivido hasta que, ocho horas atrás, seis palabras lo habían instado a hacer ese paseo.

3 comentarios:

  1. ¡¿Qué pasó después?!

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  2. Narrativa que nos envuelve en una historia envidiable de amor y amistad, mientras nos brinda información interesante y verdadera sobre un tema muy recurrido entre la sociedad mexicana, pero del que tenemos poco conocimiento. Gran momento nos brinda esta lectura, al entrelazar estos puntos de una manera tan digerible y a la par, interesante. ¡Enhorabuena!

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  3. Fantástica, y al final todo cobra sentido. Me hace recordar tantas historias de niño, con un toque de terror adulto que la hace deliciosa.

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