miércoles, 29 de junio de 2022

La otra mitad del pan

Manuel Quezada


Antes que saliera el sol, la madre luchaba contra el tiempo para hacer el desayuno de sus dos hijos quienes corrían en plena maratón de la cama al baño, a vestirse, peinarse y limpiar los dientes para luego tomar el desayuno. Era una competencia entre Gerardo y Jorge por ser el primero en llegar a la mesa; mientras la mamá revisaba en la cocina y la refrigeradora lo que pudiera estar disponible hasta encontrar al menos dos huevos, un poco de frijoles, crema y panes. De lo que encontraba siempre tocaba la mitad para cada hermano. Una vez listo, distribuía todo en dos platos y de lo que no había que preguntar era qué se desayunaría porque siempre era lo mismo. Una vez en la mesa los adolescentes recibían una cantidad similar de comida que nunca era suficiente para los comilones. La única incógnita era el pan. Ella no se había percatado del problema porque colocaba tres panes en la pequeña cesta envuelta en una blanca manta. Uno para cada uno, incluyéndola.

—Buenos días, mamá —dijo Jorge.

—Buenos días, mamá —dijo Gerardo.

Correspondía el saludo sin verlos por la amargura de quien se levanta temprano. Se prepara un café que sería su desayuno por la falta de tiempo, mientras su esfuerzo se enfocaba en preparar la comida de sus hijos.

—¡Coman! ¡Que para luego es tarde! —les dijo.

Cada uno tomó su pan, dejando el tercero en la cesta. Comían despacio porque aún no salían del sueño que les robaron por madrugar. Después de varios minutos y terminar de comer casi al mismo tiempo se miraron uno al otro.

—¡No me llené!

—¡Ni yo!

Nunca se llenaban. Ambos sabían que el mutuo objetivo estaba al centro de la mesa dentro de la pequeña canasta. Se miraron de nuevo y luego lanzaron su atención al solitario pan. Gerardo comenzó a estirar el brazo para tomarlo, quitó la manta que lo cubría y cuando Jorge se percató de la acción, lanzó un escupitajo que dio en el centro del pan. La saliva bajó por el redondo ser de harina hasta cubrirlo. El brazo se detuvo y su cara denotó una inmediata rabia.

—¡Hijo de puta!

—¡Tengo hambre!

—¡Yo también, pendejo!

A los pocos minutos, la madre volvió a la escena y les dijo que debían salir antes de que el bus los dejara y llegaran tarde a la escuela y ella al trabajo. El silencio invadió a los hermanos y la obediencia los empujó a levantarse rápido.

A la mañana siguiente la rutina no hizo ninguna excepción como seres mecánicos programados de madrugada. Ella se levantó antes de las cinco de la mañana y buscó la cocina. El menú era el mismo, las raciones más limitadas para cuidar el presupuesto y llegar hasta el día de pago. Muy poco de huevos, frijoles, y una cucharada de crema. Al centro volvió la cesta con la manta blanca. Los tres diminutos seres de harina fueron descubiertos cuando Jorge tomó uno. De inmediato se vieron y fue en ese instante que ellos despertaron plenamente al ver que solo quedaría de nuevo un solo pan. Ambos se veían después de cada porción de comida que se llevaban a la boca y masticaban procurando disimular el interés por el tercer pan solitario que emergía de la canasta. Poco faltaba por terminar de comer lo que había en sus platos cuando Gerardo, consciente de que se quedaría con hambre, extendió su brazo y el sonido del escupitajo atravesó el silenció de la cocina perturbando la atención de la madre.

—¿Qué fue eso?

—Nada —dijo Jorge—. Vete a bañar.

Gerardo mantuvo una mirada de desprecio hacia su hermano.

—No cambias y no cambiarás.

La madre dejó la cocina para correr al baño y vestirse. Volvió en menos de diez minutos, indicando la urgencia de salir de la casa para tomar el bus. La estrategia debía cambiar, pensó Gerardo. A la mañana siguiente, sin variar el guion, seguía la disputa por el tercer pan.

El día de pago se adquiría un poco de más comida. Era el día más feliz del mes para todos. Por la noche la madre le encargó a Gerardo que fuera a la tienda del barrio y comprara provisiones para la semana. Salió de inmediato. A los pocos minutos una ráfaga ensordeció a Jorge y su madre no dudó en reconocer el error que había cometido. Ella dejó la casa como un rayo y se dirigió en dirección a la tienda. Un temblor emergió del centro de su pecho y se apoderó de la mujer ante la certeza de que en el suelo estaba su hijo. Los miembros del ejército vieron a la madre lanzarse sobre el cuerpo reposado en un charco de sangre que brillaba por el reflejo de las luces de la calle.

—¡Señora, váyase, estamos bajo toque de queda!

—¿Cómo? ¿Qué dices?

No escuchó. No quería. No le importaba.

Las amenazas y los gritos de advertencia de los uniformados fueron ignorados. A penas la distrajo un perro que se acercó a la escena y se detuvo a un metro de ella. Sus ojos se dirigieron hacia los del perro y ese cruce de miradas fue un breve paréntesis que la contagió de la tristeza que provenía de los ojos adormilados del animal que luego agachó las orejas y comenzó a mover la cola.  Había olvidado a su hijo muerto hasta que los impacientes soldados volvieron a hablar, gritar, y la tomaron de sus brazos y le dijeron que le perdonarían la vida a cambio de que volviera rápidamente a su casa. No se logró de inmediato ante el ímpetu materno por lo sucedido, sino después de una tensa negociación y, de que ella entrara a una relativa calma. No se entendió nada en casa de lo sucedido.  

 

Después de varios años, y no poder olvidar aquella noche, Jorge mantuvo el hábito de salir de su cama a las cinco de la mañana hacia la cocina. La madre al escuchar sus primeros pasos deja la cama con dificultades para preparar el desayuno.  Sin fallar el manjar: huevos, frijoles, crema y tres panes. Alrededor de la mesa siempre las tres sillas. Él observa la vieja canasta con la manta que envuelve los panes. Toma uno y ella otro. Ambos comen con la mayor paciencia del mundo. Al finalizar ella se levanta con los platos sucios hacia el lavabo. Jorge se queda solo observando el pan en el centro de la canasta. Tras revisarlo en detalle coge un cuchillo con su mano derecha y lo atraviesa por la mitad exacta. La parte que no se comería la colocó dentro de la canasta y lentamente la empujó hasta dejarla frente a la silla de su difunto hermano. Se comió su mitad y al terminar se llevó su mano derecha al mentón. Bebió café para que le bajara el bocado de pan.

—Hijo, ya va siendo hora de ir a trabajar.

—Sí, mamá. Gracias por el desayuno.  

Se levantó de la mesa y justo cuando estaba a punto de dejar la cocina escuchó un escupitajo. Se detuvo, su mirada se perdió buscando algo en el recuerdo y dirigió su mirada a la silla de Gerardo.

—Perdón, hijo —dijo su madre.

Jorge sonrió.

viernes, 17 de junio de 2022

El artilugio mágico

Roberto Murcia


Era el mes de octubre del año 1950. La segunda guerra mundial recién había finalizado y aún se percibían en el ambiente residuos de ese conflicto bélico. Los países latinoamericanos, en el otro lado del atlántico, no participaron en ella de manera activa, sin embargo, el temor a que la misma se expandiera a la región hizo mella en el imaginario colectivo. Por fin las naciones se estaban recuperando de la magna conflagración.

Algunos edificios se erguían a los lados de la calle pavimentada y muchos transeúntes recorrían las aceras en medio del bullicio de los automóviles que circulaban en todas direcciones.  Dos chicas vestidas con trajes a la moda de dos piezas, chaquetas entalladas, faldas por debajo de la rodilla y zapatos de tacón alto, caminaban frente a la biblioteca pública; miraron hacia adentro sin decidirse a entrar y pasaron de largo.

El crepúsculo teñía el cielo con su paleta de matices rojos y pigmentos cálidos. El clima era tropical y húmedo. Un hombre de aspecto indígena se aprestaba a cerrar las puertas de la institución. Vestía un traje gris, camisa blanca y corbata. Mientras cerraba la puerta principal se detuvo a contemplar el hermoso espectáculo que se desplegaba frente a sus ojos. Su nombre era Anselmo, y debía rondar los cincuenta años. De estatura media y espalda encorvada, daba la impresión de haber vivido muchas experiencias. En el vecindario todos lo conocían y era apreciado por los habitantes de la zona por su trato educado con las personas. Vino a trabajar en la biblioteca hace mucho tiempo, nadie recordaba cuándo con exactitud. Los rayos del sol se filtraban entre sus pestañas y formaban un caleidoscopio de colores. Las sombras de los edificios se cernían sobre la calle cual si fueran seres irreales. El ruido de los autos contaminaba el tranquilo ambiente tanto como el humo que despedían. En la esquina, sentado en el piso, un pordiosero pedía limosna y algunos transeúntes presurosos caminaban rumbo a sus hogares. Los arreboles trajeron a su memoria el día del incendio. Afortunadamente, ese hecho infausto estaba enterrado en el pasado. Sus parpados se entrecerraron un poco y en su imaginación recordó sus inicios.

Anselmo nació y creció en la profundidad de la selva amazónica, donde la vegetación era omnipresente, en una comunidad autóctona cuyos miembros nunca habían establecido comunicación con la civilización. Despertaban con el alba y se dormían después del ocaso. Los ciclos naturales determinaban cómo vivían. Su nombre era Lorak, que, en su lengua, significa «rayo luminoso».  De niño salía junto a su padre y los demás varones de la tribu en busca de sustento. Su dieta básica consistía en pescado, que obtenían del río, y yuca, que extraían de la tierra. La caza de presas con arco y flechas, y la recolección de frutos e insectos, complementaban su alimentación.

Sus coterráneos eran conscientes de que cohabitaban con diferentes grupos humanos. En varias oportunidades tuvieron contacto con otros aborígenes, que en algunos casos fueron hostiles. También tenían conocimiento de la presencia de forasteros blancos —a los que denominaban urans—. Para estos no era fácil ni deseable internarse en la jungla, pues era necesario atravesar una espesa maleza poblada de peligros, serpientes venenosas, fieras y bichos ponzoñosos. En ocasiones abrían carreteras con la finalidad de ingresar con sus vehículos automotores, solo para enterarse, meses después, de que el follaje reinaba de nuevo en su lugar. Así que los ladinos no tenían motivos para acercarse. Pasaba lo mismo con los indígenas, sabían de la existencia de los extraños, pero lo que se decía no los animaba a establecer relaciones con ellos. Se afirmaba que provocaban incendios forestales de forma premeditada y mataban animales únicamente por el placer de hacerlo. Para los nativos la madre tierra era sagrada y no comprendían ese proceder. Ante tal crueldad no deseaban su proximidad.

Recordó el momento en que todo cambio. Fue un día como cualquier otro, salvo que, para él, nada volvió a ser igual. En esa ocasión llegó a la región un contingente de foráneos blancos y barbados vestidos con ropas diferentes a las suyas.  Los consideraron una fuente potencial de peligro, de manera que los vigilaron durante el tiempo que permanecieron en el sector. Decidieron no atacarlos a menos que mostraran intenciones hostiles. Cuando se marcharon, él era el encargado de velar el asentamiento. Al estar seguro de que no corría riesgo, bajó del ramaje en que se encontraba ubicado para inspeccionar el sitio del campamento. Las brasas de la fogata recién apagada todavía estaban humeantes. Restos de comida esparcidos por el terreno y un olor extraño, delataban su reciente presencia. Sobre el suelo, apelmazado, dejaron abandonado un misterioso objeto cuadrado cubierto por lo que parecía piel de animal oscura, aunque nunca antes había visto una así.

Se acercó, lo movió con su lanza, luego lo tomó con cuidado y lo llevó a su choza con su familia. Ninguno de sus familiares sabía lo que era. Tras deliberar, optaron por dejarlo en una ubicación alejada durante dos semanas por temor a que fuera un arma. Transcurrido ese lapso, y al comprobar que no representaba una amenaza, lo llevaron adentro y lo examinaron exhaustivamente. Al abrirlo se despegaban muchas hojas, cual si fueran corteza de árbol, una encima de otra. Su asombro fue mayúsculo al advertir que en cada hoja se observaban trazos oscuros e imágenes de cosas reales. Las voltearon para apreciar si se trataba de figuras sólidas, pero no era ese el caso. Deseaban saber para qué servía el artefacto inusual. Se reunió el consejo de ancianos a fin de discutir en torno al sorprendente hallazgo, y después de mucha reflexión, llegaron al consenso de que debía tratarse de un artilugio mágico para realizar algún encantamiento. Él se sintió tan admirado por su descubrimiento que pensaba sobre este de día y de noche, ya que, como él lo encontró, le pertenecía, y deseaba conocer su utilidad.

Una noche soñó que reposaba en un vasto campo verde. En el horizonte se miraba el sol que se ocultaba. De la nada surgió su artefacto. Él procuró tomarlo, sin embargo, cada vez que alargaba su mano, este se alejaba y no podía alcanzarlo. Luego de varios intentos se aproximó a un precipicio donde parecía que se encontraba por fin a su alcance. Se colocó sobre la punta de sus pies. Hacía falta un par de centímetros, por lo que saltó, pero falló en su propósito y cayó en el abismo. En ese momento se despertó.

Después de mucho discurrir acerca del asunto, llegó a la conclusión de que, si deseaba averiguar la utilidad del objeto, debía internarse en las tierras foráneas e investigarlo por sí mismo. Así que decidió aventurarse en el territorio desconocido para indagar de qué se trataba aquello. Antes de emprender la travesía pidió la opinión del chamán, este le dijo que, si se iba, su vida cambiaria por completo y no regresaría a vivir a su pueblo. No habría marcha atrás, resolvió abandonar la aldea a pesar de la incertidumbre. Partió al alba, río abajo, en una canoa.  Transcurridos múltiples días alcanzó el límite al cual los miembros de su tribu se aventuraban, un rápido que no se atrevían a cruzar. Le pareció distinguir una línea divisoria imaginaria que demarcaba su mundo de esta parte del afluente y la región indeterminada poblada de peligros a los cuales debería enfrentarse en el futuro. Ignoraba lo que encontraría, esto le causaba a la vez temor y excitación. El rumor del torrente y el canto de los pájaros era el único ruido que perturbaba el silencio de la selva. Su ojo habituado al paisaje divisaba los cocodrilos que descansaban sobre la rivera: Inmóviles, semejaban troncos abandonados que se confundían con el cieno marrón. Sabía que no intentarían atacarlo a menos que cometiera el error de introducirse en el agua. Navegó por el cauce con la paciencia que da la determinación. Por las mañanas pescaba peces y cangrejos y luego continuaba su curso; por las tardes buscaba un sitio donde pasar la noche, hacía una fogata y cocinaba la presa, que, junto con yuca dispuesta para el viaje, le servía de cena.

Pasó sin ser visto por diversos poblados indígenas, pero en el último fue alcanzado por una flecha que no logró extraer y le causaba mucho dolor. Sin fuerza para seguir, se tendió en la canoa y se dejó llevar por la corriente. Al día siguiente, en una vega, divisó una casa a un lado de la ribera. Era una vivienda muy diferente a las que ellos construían en su lugar de origen, con paredes sólidas y techo conformado por piezas anaranjadas, por lo que supo de inmediato que había arribado al territorio de los urans. Detuvo su diminuta embarcación, la fijó a un arbusto cercano a la orilla y se aproximó con dificultad. En un plano aledaño a la edificación, un hombre elaboraba tejas de barro —desconocidas para él en ese momento—. Era mayor, de unos cincuenta años, flaco de carnes, su cabeza cubierta con un sombrero viejo, la barba como musgo que cuelga de los árboles. Con el velludo torso desnudo vestía un pantalón corto. Con su cuerpo embarrado del limo con el que trabajaba se asemejaba a un animal silvestre. El forastero lo miró de pies a cabeza, y al observar la flecha que sobresalía de su pecho, le preguntó:

―¿Te encuentras bien? —No entendió lo que este le decía. Más tarde él se lo explicó.

Por un momento pensó en huir, pero la lesión lo había debilitado y sabía que no podría continuar mucho más. Ya que no conocía su idioma, no contestó nada. Él volvió a interrogarlo.

―¿No hablas español?

Él expresó en su propia lengua: «Naki ma antani», que significa: ¿Puedes ayudarme? El obrero se quitó el sombrero y secó el sudor de su frente con el antebrazo derecho, una de las pocas partes limpias de su cuerpo. Con una señal de la mano, le indicó que se acercara. Lorak cayó al suelo sin fuerza. El hombre lo levantó, lo ubicó dentro de su choza, curó la laceración y le dio de comer. Permaneció postrado con fiebre durante varios días hasta que la herida sanó.

Cuando se hubo recuperado, colaboró con su bienhechor en el trabajo habitual. Este le señaló un montículo de tierra húmeda como indicándole que le ayudara. Lorak lo emuló. Primero tomaba el material, lo colocaba y esparcía sobre un tablero de unos dos centímetros de grosor. Después, extraía la capa de barro y la fijaba encima de un molde curvo para darle la forma, y a continuación lo dejaba secarse al sol. Una vez secas las tejas, las trasportaba hasta un horno de leña en el que se cocinaban durante tres días. 

Con el paso del tiempo descubrió que el hombre se llamaba Andrés y aprendió de él las primeras palabras en el idioma extranjero. Vivía en una edificación de una sola estancia en la que descansaba en una cama de paja improvisada en un rincón. No tenía esposa o hijos. Vendía el producto de su trabajo a los pobladores que habitaban la comarca. Con el dinero que obtenía por la venta de las tejas compraba víveres, herramientas y materiales.

Cuando mejoró su conocimiento de la lengua extranjera conoció la finalidad del artefacto encontrado. Andrés le explicó que lo llamaban libro y estaba lleno de información escrita en sus páginas, pero no sabría decirle con exactitud qué contenía porque no podía leer. Lorak le expresó su interés en aprender lo necesario para entender que decía. Entonces Andrés le dijo que el único en los alrededores que leía de manera solvente era el cura, quien vivía río abajo. Si así lo deseaba, hablaría con él para preguntarle si estaba en disposición de enseñarle.

A la mañana siguiente fueron a verlo. El sol brillaba en toda su plenitud en un cielo limpio. Por el camino de tierra que se dirigía hacia el pueblo se encontraron algunos vecinos que los saludaron al pasar. Hallaron al religioso en el patio de la casa cural mientras caminaba entre los árboles frutales. Era un varón mayor, de más o menos sesenta años, barriga abultada de comedor impenitente, cabeza calva en la parte superior y cabello negro corto en las sienes y en el área occipital, usaba lentes negros y una sotana marrón con un cordón blanco alrededor de la cintura. Al verlos en la entrada, les hizo señas de que se acercaran.

―Buenos días, padre Gregorio ―dijo Andrés, mientras se quitaba el sombrero y lo sostenía sobre su pecho.

―Buenos días, hijo. Pasen adelante. ¿Qué se os ofrece? –preguntó el sacerdote mientras se aproximaba a ellos.

―Mire su merced, este es un amigo mío. Hace tres meses salió de la selva. No entendía el español. Ahora habla un poco. Él encontró un libro y quiere aprender a leer para entender lo que dice.

―¡Santo Dios! ―exclamó el cura mientras abría los ojos y entornaba sus cejas― ¿Qué historia es esa que me contáis? He escuchado diferentes motivos para iniciarse en la lectoescritura, sin embargo, esto me parece en verdad bastante inusual. ¡Así que recién ha salido de la selva! Pues qué bueno que tiene disposición para el aprendizaje.

―Bien, como yo nunca aprendí y el único conocido que sabe leer es usted. Lo he traído por si su merced le hace el favor de enseñarle —expresó Andrés a manera de petición.

―Has hecho bien, hijo, yo tengo tiempo libre y podré enseñarle. Lo único es que él debe tener la disposición para venir con regularidad a fin de que yo pueda instruirlo.

―Yo puedo venir ―intervino Lorak, quien durante todo el diálogo no se perdió un detalle, y aunque no entendía todas las palabras, comprendió lo que decían.

―Bien, entonces no se diga más y comenzaremos hoy mismo si tienes tiempo.

―Sí, tengo.

El aprendizaje no fue fácil. Al principio era incapaz de tomar un lápiz y utilizarlo de forma correcta, lo agarraba cual si fuera un puñal con la punta hacia abajo. No entendía por qué motivo debía cogerlo de una manera tan extraña. Se le dificultó reproducir el alfabeto sobre el papel, pues sus garabatos eran indescifrables. Las letras las asocio con animales u objetos similares propios de la selva, por ejemplo: la o era una tortuga, l una serpiente, m una montaña. Así, Lorak aprendió a leer y escribir. Iba con regularidad a sus clases y los domingos asistía en compañía de Andrés a la misa que el padre Gregorio oficiaba, a la que concurrían los vecinos de las aldeas cercanas. Poco después se convirtió a la religión católica y fue bautizado con el nombre Anselmo, en honor de un santo, y el sacerdote le dio su apellido, Andrade.

Por fin logró identificar el contenido del misterioso artilugio encontrado, se trataba de las sagradas escrituras versión Reina-Valera, cuyas ilustraciones los sorprendieron a él y a sus familiares. Si bien el párroco no estaba de acuerdo con que leyera una biblia evangélica, y le propuso otros textos, no consiguió hacerlo desistir en su empeño por escudriñar el libro en su posesión, por el que afrontó tantos peligros, así que este se resignó a dejarlo hacer su voluntad. En una de las imágenes aparecía una mujer sentada sobre una bestia con varias cabezas coronadas. El padre Gregorio le aclaró que esa era una representación simbólica y no un animal real. Le impactó en particular la historia de la crucifixión, por su crueldad, que lo hizo reflexionar acerca de la maldad de algunos hombres. El sacerdote le ayudó a comprender aquellas cosas que le resultaban extrañas y le enseñó a buscar los términos desconocidos en el diccionario Pequeño Larousse Ilustrado. La lectura fue muy lenta, pues desconocía muchas palabras. Leyó toda la biblia, deteniéndose con paciencia en cada párrafo, hasta que la finalizo después de más de dos años de duro trabajo.

A continuación, quiso saber más y comenzó con los libros que el cura le facilitó de su colección personal. Tenía la virtud de recordar todo aquello que leía con admirable exactitud, por lo que era capaz de repetir los hechos con precisión y referirse a ellos al ser interrogado. Conoció los clásicos de la literatura universal de la mano amiga de su maestro. El Quijote fue el primero que le proporcionó, cuyo personaje principal le recordó a su amigo Andrés, puesto que se lo imaginaba delgado, seco de carnes, enjuto de rostro, nariz aguileña —ya que así lo describe el autor—, y larga barba canosa. Se lo figuraba luchando contra molinos de viento, los cuales, aunque no había visto nunca en persona, podían apreciarse en una de sus ilustraciones. Se miraba a sí mismo en el papel de Sancho Panza, intentando acercar a su amo a una cordura siempre huidiza. Admiró la valentía de D’Artagnan y sus mosqueteros, lloró las desventuras de Romeo y Julieta, disfrutó las batallas heroicas de La Ilíada de Homero.

Con el paso de los años dio cuenta del material impreso de que disponía su mentor: desde himnarios, catecismos, novelas famosas, todo cuanto cayó en sus manos. Leía hasta la última letra, de principio a fin, incluyendo los prólogos, índices e información de impresión. Transcurrieron varios años, durante los que no cesó en su empeño formativo. Cuando hubo acabado con las lecturas de la parroquia se sintió deprimido, pues no contaba con más libros para satisfacer su creciente curiosidad. El padre Gregorio, al verlo en ese estado, le sugirió:

Según veo, hijo, no hay más lecturas para ti aquí y eso te hace sentir mal. En mi opinión lo mejor es que vayas a una ciudad donde haya una biblioteca y así puedas continuar con lo que, al parecer, es tu vocación. Como eso es lo único que en realidad deseas, me daría pena que no continúes tu educación, pues nunca conocí a alguien tan interesado en aprender como tú. Puedo darte una recomendación para un sacerdote amigo, al cual ya le he hablado de ti en otras ocasiones. Él estará dispuesto a ayudarte hasta que seas capaz de mantenerte por ti mismo.

Anselmo le agradeció al sacerdote por la ayuda brindada y luego de unos días partió hacia la ciudad. Antes se despidió de Andrés, quien comprendió que Anselmo debía irse por su propio bien. «Volveré, le dijo, y estaré agradecido contigo toda la vida».

Llegó después de un largo viaje entre maletas y gallinas en un camión al que le habían construido una carrocería de madera para trasportar personas. El periplo, acaecido en temporada de lluvias, discurrió por caminos de tierra. El cieno salpicaba a los pasajeros cada vez que el automotor caía en un charco. La ciudad le pareció enorme, acostumbrado como estaba a los pequeños poblados del interior. Era un mundo muy diferente a aquel en que había vivido. Le maravilló el hacinamiento, pues muchos habitantes residían en un espacio reducido, las viviendas se encontraban pegadas unas a otras, sin margen de separación, formaban cuadras delimitadas por calles por las que caminaban los peatones o carros, los árboles eran escasos y, salvo algunos perros callejeros, era notoria la ausencia de animales salvajes o domésticos típicos de las aldeas.

El cura en cuya parroquia fue a vivir se llamaba Marcos. Era alto, de cabello negro de cuervo, taciturno, de pocas palabras, siempre usaba zapatos negros relucientes que hacían juego con el color de sus cabellos y sus ojos. Al contemplar a Anselmo cubierto de lodo seco, le dijo: «Hijo, pareciera que vienes saliendo de una zona de desastre». En lo sucesivo él le solicitaba que hiciera labores domésticas, mandados y reparaciones menores. En su tiempo libre asistía a la escuela nocturna para adultos y leía cuanto podía en la biblioteca pública local que no se encontraba lejos de la casa cural donde vivía. Solía pasarse interminables horas consultando un tomo tras otro, hasta que el encargado, al admirar su pasión por instruirse, le ofreció trabajo haciendo la limpieza. Esto le permitió continuar su labor con mayor facilidad, ya que ahora habitaba una pequeña habitación en el mismo establecimiento. Durante el día venían alumnos de las escuelas a solicitar algún volumen, para elaborar sus asignaciones, quienes lo observaban con detenimiento debido a la apariencia indígena que nunca lo abandono por completo, el acento con que pronunciaba el español —que delataba el hecho de no hablar el idioma desde su infancia—; su peculiar corte de cabello, pues la costumbre era usarlo corto y él, en cambio, lo prefería largo a usanza tribal, y no consintió se lo cortaran de otra manera. Todo esto hacía que se destacara entre la multitud.

Después de completar su educación primaria y secundaria realizó estudios en bibliotecología, lo que le permitió ascender en el escalafón de la institución. Adquirió, con paciencia y empeño, habilidades de lectura en inglés y francés; conocimiento de ciencias, economía, filosofía, arte y de cultura general, muy por encima del que sus coetáneos poseían. Con los años llegó a dominar muchas materias, al grado que recibió el reconocimiento de sus conciudadanos. Cuando los usuarios querían saber algo se lo preguntaban. En una época en la que la información era escasa y difícil de obtener, alguien que pudiera enumerar tantos y distintos hechos era admirable. Los niños se acercaban y le consultaban para realizar sus tareas. Los adultos también indagaban si tenían alguna duda que solo él sabía resolver. Podía recordar, sin dificultad, datos específicos, fechas y nombres. De modo que causaba la admiración de los visitantes.

Regresó en más de una oportunidad a su tierra natal para reencontrarse con sus familiares y compañeros. Aunque estos se mostraron maravillados con sus aventuras, no manifestaron deseo alguno de tener contacto con los forasteros, pues las experiencias que en el pasado tuvieron fueron negativas. Por ejemplo, una aldea que se relacionó con los citadinos, se vio diezmada por las enfermedades trasmisibles acareadas por ellos, como la gripe, sarampión, rubeola, disentería y otras. Los pocos sobrevivientes terminaron trabajando en condiciones deplorables para los comerciantes de madera, quienes lo explotaban y trataban mal.  Anselmo comprendió la actitud de sus coterráneos hacia los urans y en lo sucesivo hizo todo lo posible por llevarles instrumentos útiles, como hachas, cuchillos y palas; pero no insistió en convencerlos de las ventajas de la vida en la ciudad. En cuanto a él, su futuro se hallaba en la urbe con sus preciados libros, a los que retornaba siempre.

Un día aciago la biblioteca se quemó. La noche anterior nada parecía presagiar algo malo, cerró el local como lo hacía todos los días. Mientras dormía, se despertó al escuchar gritos provenientes de la calle. Al principio pensó que era un mal sueño, sin embargo, pronto se dio cuenta de que era real. Salió para constatar que de la biblioteca y la residencia vecina salían nubes de humo y enormes llamaradas amenazantes se levantaban hacia el cielo. Corrió para intentar apagarlo, no obstante, alguien más juicioso que él en ese momento lo detuvo y le dijo: «Déjelo, ya no se puede hacer nada». Él comprendió que tenía razón, no era posible salvar  los libros de aquella tragedia. Al parecer el incendio comenzó en la cocina de la casa contigua, sin que nadie se percatara, extendiéndose a la institución. Cuando llegaron los bomberos ya los volúmenes habían tomado fuego, de manera que no pudieron salvarlos. Lo único que lograron fue evitar que el siniestro se expandiera a los edificios aledaños.

Por la mañana llegaron los periodistas a cubrir el suceso. Lo entrevistaron y le tomaron fotografías mientras lloraba enfrente de los restos calcinados de la biblioteca municipal. La noticia salió en los diarios del día siguiente con el encabezado: «No pude hacer nada para evitarlo», frase repetida por Anselmo varias veces durante la entrevista. El reportaje narraba su historia, cómo llegó a ser un sabio autodidacta y lo importante que eran los libros para él. Se admiró al verse retratado en el rotativo, pero eso no le sirvió de consuelo. Se sintió solo y desesperado, y no probó alimento durante varios días. Para su sorpresa, en el trascurso de semanas comenzaron a llegar libros de diversas procedencias del país. De lugares lejanos la gente enviaba cajas que contenían novelas, diccionarios, textos escolares, enciclopedias y muchos más. Lo conmovió la donación que hizo un niño de su libro de lectura. Con seguridad eran personas desinteresadas alcanzadas por la noticia que deseaban colaborar con Anselmo para restablecer la institución que tanto amaba. No podía dar crédito a lo que presenciaba. Contemplaba con infinito agradecimiento y lágrimas en los ojos la llegada de las cajas enviadas por espíritus altruistas anónimos. Clasificó el material de lectura según la temática abordada; los colocó en pequeños estantes improvisados provisionalmente con unas tablas que le regalaron, ubicadas sobre ladrillos para crear el espacio necesario a los lados de las paredes renegridas, las cuales más tarde sustituyó por repisas permanentes. Cuando le preguntaron por qué dejaba los libros allí, sin puertas ni seguridad, a merced de los rateros, respondió: «Los ladrones no leen». Un vecino le regaló pintura y otros se ofrecieron a colaborar en la reconstrucción.

De esa manera la biblioteca volvió a tomar forma y con ella la razón de vivir de Anselmo. Con la publicidad obtenida de la prensa se convirtió en una figura pública, una especie de celebridad local. Su fama trascendió al ámbito nacional e incluso internacional. Cuando le mostraron un artículo que relataba su vida, publicado en la revista estadounidense Selecciones del Reader's Digest, apenas podía creerlo. Recibió donaciones de libros y otros materiales de lectura de diversas instituciones gubernamentales y privadas. Con frecuencia era solicitado por universidades para que dictara conferencias sobre temas diversos. Ya que tenía una memoria portentosa, disertaba sin dificultad con relación a muchas materias.  Su inteligencia natural compensaba la falta de estudios formales en las múltiples áreas que su conocimiento abarcaba. Personas de variadas procedencias, adultos y jóvenes, lo conocían y lo saludaban mientras caminaba por la calle o visitaba lugares públicos. Muchas familias lo invitaban a cenar en la comodidad de sus hogares para tener el placer de escuchar su apreciación acerca de los asuntos que le plantearan. Recitaba con precisión, de viva voz, poemas famosos, pasajes bíblicos y parlamentos teatrales, de obras clásicas y modernas. Discurría con facilidad sobre cuestiones filosóficas, teológicas y científicas complejas, aportando siempre su juiciosa y ponderada opinión. Una vez le preguntaron cómo creía que era el paraíso, a lo que contestó: «Estoy seguro de que es una biblioteca enorme, sin fin».