Manuel Quezada
Antes que saliera el sol, la madre luchaba contra el tiempo para hacer el desayuno de sus dos hijos quienes corrían en plena maratón de la cama al baño, a vestirse, peinarse y limpiar los dientes para luego tomar el desayuno. Era una competencia entre Gerardo y Jorge por ser el primero en llegar a la mesa; mientras la mamá revisaba en la cocina y la refrigeradora lo que pudiera estar disponible hasta encontrar al menos dos huevos, un poco de frijoles, crema y panes. De lo que encontraba siempre tocaba la mitad para cada hermano. Una vez listo, distribuía todo en dos platos y de lo que no había que preguntar era qué se desayunaría porque siempre era lo mismo. Una vez en la mesa los adolescentes recibían una cantidad similar de comida que nunca era suficiente para los comilones. La única incógnita era el pan. Ella no se había percatado del problema porque colocaba tres panes en la pequeña cesta envuelta en una blanca manta. Uno para cada uno, incluyéndola.
—Buenos días, mamá —dijo Jorge.
—Buenos días, mamá —dijo Gerardo.
Correspondía el
saludo sin verlos por la amargura de quien se levanta temprano. Se prepara un
café que sería su desayuno por la falta de tiempo, mientras su esfuerzo se
enfocaba en preparar la comida de sus hijos.
—¡Coman! ¡Que para
luego es tarde! —les dijo.
Cada uno tomó su pan,
dejando el tercero en la cesta. Comían despacio porque aún no salían del sueño
que les robaron por madrugar. Después de varios minutos y terminar de comer
casi al mismo tiempo se miraron uno al otro.
—¡No me llené!
—¡Ni yo!
Nunca se llenaban.
Ambos sabían que el mutuo objetivo estaba al centro de la mesa dentro de la
pequeña canasta. Se miraron de nuevo y luego lanzaron su atención al solitario
pan. Gerardo comenzó a estirar el brazo para tomarlo, quitó la manta que lo
cubría y cuando Jorge se percató de la acción, lanzó un escupitajo que dio en
el centro del pan. La saliva bajó por el redondo ser de harina hasta cubrirlo.
El brazo se detuvo y su cara denotó una inmediata rabia.
—¡Hijo de puta!
—¡Tengo hambre!
—¡Yo también,
pendejo!
A los pocos
minutos, la madre volvió a la escena y les dijo que debían salir antes de que
el bus los dejara y llegaran tarde a la escuela y ella al trabajo. El silencio
invadió a los hermanos y la obediencia los empujó a levantarse rápido.
A la mañana siguiente
la rutina no hizo ninguna excepción como seres mecánicos programados de
madrugada. Ella se levantó antes de las cinco de la mañana y buscó la cocina.
El menú era el mismo, las raciones más limitadas para cuidar el presupuesto y
llegar hasta el día de pago. Muy poco de huevos, frijoles, y una cucharada de
crema. Al centro volvió la cesta con la manta blanca. Los tres diminutos seres
de harina fueron descubiertos cuando Jorge tomó uno. De inmediato se vieron y
fue en ese instante que ellos despertaron plenamente al ver que solo quedaría
de nuevo un solo pan. Ambos se veían después de cada porción de comida que se
llevaban a la boca y masticaban procurando disimular el interés por el tercer
pan solitario que emergía de la canasta. Poco
faltaba por terminar de comer lo que había en sus platos cuando Gerardo, consciente de que se quedaría
con hambre, extendió su brazo y el sonido del escupitajo atravesó el silenció
de la cocina perturbando la atención de la madre.
—¿Qué fue
eso?
—Nada —dijo Jorge—.
Vete a bañar.
Gerardo mantuvo
una mirada de desprecio hacia su hermano.
La madre dejó la
cocina para correr al baño y vestirse. Volvió en menos de diez minutos,
indicando la urgencia de salir de la casa para tomar el bus. La estrategia
debía cambiar, pensó Gerardo. A la mañana siguiente, sin variar el guion,
seguía la disputa por el tercer pan.
El día de pago se adquiría
un poco de más comida. Era el día más feliz del mes para todos. Por la noche la
madre le encargó a Gerardo que fuera a la tienda del barrio y comprara provisiones
para la semana. Salió de inmediato. A los pocos minutos una ráfaga ensordeció a
Jorge y su madre no dudó en reconocer el error que había cometido. Ella dejó la
casa como un rayo y se dirigió en dirección a la tienda. Un temblor emergió del
centro de su pecho y se apoderó de la mujer ante la certeza de que en el suelo
estaba su hijo. Los miembros del ejército vieron a la madre lanzarse sobre el
cuerpo reposado en un charco de sangre que brillaba por el reflejo de las luces
de la calle.
—¡Señora, váyase,
estamos bajo toque de queda!
—¿Cómo? ¿Qué
dices?
No escuchó. No
quería. No le importaba.
Las amenazas y los gritos de
advertencia de los uniformados fueron ignorados. A penas la
distrajo un perro que se acercó a la escena y se detuvo a un metro de ella. Sus
ojos se dirigieron hacia los del perro y ese cruce de miradas fue un breve
paréntesis que la contagió de la tristeza que provenía de los ojos adormilados
del animal que luego agachó las orejas y comenzó a mover la cola. Había olvidado a su hijo muerto hasta que los impacientes
soldados volvieron a hablar, gritar, y la tomaron de sus brazos y le dijeron
que le perdonarían la vida a cambio de que volviera rápidamente a su casa. No
se logró de inmediato ante el ímpetu materno por lo sucedido, sino después de una
tensa negociación y, de que ella entrara a una relativa calma. No se entendió nada
en casa de lo sucedido.
Después de varios
años, y no poder olvidar aquella noche, Jorge mantuvo el hábito de salir de su
cama a las cinco de la mañana hacia la cocina. La madre al escuchar sus
primeros pasos deja la cama con dificultades para preparar el desayuno. Sin fallar el manjar: huevos, frijoles, crema
y tres panes. Alrededor de la mesa siempre las tres sillas. Él observa la vieja
canasta con la manta que envuelve los panes. Toma uno y ella otro. Ambos comen
con la mayor paciencia del mundo. Al finalizar ella se levanta con los platos
sucios hacia el lavabo. Jorge se queda solo observando el pan en el centro de
la canasta. Tras revisarlo en detalle coge un cuchillo con su mano derecha y lo
atraviesa por la mitad exacta. La parte que no se comería la colocó dentro de
la canasta y lentamente la empujó hasta dejarla frente a la silla de su difunto
hermano. Se comió su mitad y al terminar se llevó su mano derecha al mentón. Bebió
café para que le bajara el bocado de pan.
—Hijo,
ya va siendo hora de ir a trabajar.
—Sí, mamá. Gracias
por el desayuno.
Se levantó de la
mesa y justo cuando estaba a punto de dejar la cocina escuchó un escupitajo. Se
detuvo, su mirada se perdió buscando algo en el recuerdo y dirigió su mirada a la
silla de Gerardo.
—Perdón, hijo —dijo
su madre.
Jorge sonrió.
Me surgieron 3 impresiones: la primera parte me recordó mi infancia, mis peleas con mis hermanos y la magia que mamá hacía para que todos comiéramos.
ResponderEliminarLa segunda, me provocó el temor de la guerra, que aún me paraliza.
La tercera, me vuelvo a dar cuenta que la vida vale la pena vivirla a plenitud todos los días.
Comenzó el cuento relatando la vida cotidiana de muchas familias salvadoreñas con sus pobrezas ,limitaciones y esperanzas...pero el infortunado destino de Gerardo nublo de tristeza el nostálgico relato, provocando un cambio de sensaciones en mi lectura que tocaron mi corazón .
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