miércoles, 29 de junio de 2022

La otra mitad del pan

Manuel Quezada


Antes que saliera el sol, la madre luchaba contra el tiempo para hacer el desayuno de sus dos hijos quienes corrían en plena maratón de la cama al baño, a vestirse, peinarse y limpiar los dientes para luego tomar el desayuno. Era una competencia entre Gerardo y Jorge por ser el primero en llegar a la mesa; mientras la mamá revisaba en la cocina y la refrigeradora lo que pudiera estar disponible hasta encontrar al menos dos huevos, un poco de frijoles, crema y panes. De lo que encontraba siempre tocaba la mitad para cada hermano. Una vez listo, distribuía todo en dos platos y de lo que no había que preguntar era qué se desayunaría porque siempre era lo mismo. Una vez en la mesa los adolescentes recibían una cantidad similar de comida que nunca era suficiente para los comilones. La única incógnita era el pan. Ella no se había percatado del problema porque colocaba tres panes en la pequeña cesta envuelta en una blanca manta. Uno para cada uno, incluyéndola.

—Buenos días, mamá —dijo Jorge.

—Buenos días, mamá —dijo Gerardo.

Correspondía el saludo sin verlos por la amargura de quien se levanta temprano. Se prepara un café que sería su desayuno por la falta de tiempo, mientras su esfuerzo se enfocaba en preparar la comida de sus hijos.

—¡Coman! ¡Que para luego es tarde! —les dijo.

Cada uno tomó su pan, dejando el tercero en la cesta. Comían despacio porque aún no salían del sueño que les robaron por madrugar. Después de varios minutos y terminar de comer casi al mismo tiempo se miraron uno al otro.

—¡No me llené!

—¡Ni yo!

Nunca se llenaban. Ambos sabían que el mutuo objetivo estaba al centro de la mesa dentro de la pequeña canasta. Se miraron de nuevo y luego lanzaron su atención al solitario pan. Gerardo comenzó a estirar el brazo para tomarlo, quitó la manta que lo cubría y cuando Jorge se percató de la acción, lanzó un escupitajo que dio en el centro del pan. La saliva bajó por el redondo ser de harina hasta cubrirlo. El brazo se detuvo y su cara denotó una inmediata rabia.

—¡Hijo de puta!

—¡Tengo hambre!

—¡Yo también, pendejo!

A los pocos minutos, la madre volvió a la escena y les dijo que debían salir antes de que el bus los dejara y llegaran tarde a la escuela y ella al trabajo. El silencio invadió a los hermanos y la obediencia los empujó a levantarse rápido.

A la mañana siguiente la rutina no hizo ninguna excepción como seres mecánicos programados de madrugada. Ella se levantó antes de las cinco de la mañana y buscó la cocina. El menú era el mismo, las raciones más limitadas para cuidar el presupuesto y llegar hasta el día de pago. Muy poco de huevos, frijoles, y una cucharada de crema. Al centro volvió la cesta con la manta blanca. Los tres diminutos seres de harina fueron descubiertos cuando Jorge tomó uno. De inmediato se vieron y fue en ese instante que ellos despertaron plenamente al ver que solo quedaría de nuevo un solo pan. Ambos se veían después de cada porción de comida que se llevaban a la boca y masticaban procurando disimular el interés por el tercer pan solitario que emergía de la canasta. Poco faltaba por terminar de comer lo que había en sus platos cuando Gerardo, consciente de que se quedaría con hambre, extendió su brazo y el sonido del escupitajo atravesó el silenció de la cocina perturbando la atención de la madre.

—¿Qué fue eso?

—Nada —dijo Jorge—. Vete a bañar.

Gerardo mantuvo una mirada de desprecio hacia su hermano.

—No cambias y no cambiarás.

La madre dejó la cocina para correr al baño y vestirse. Volvió en menos de diez minutos, indicando la urgencia de salir de la casa para tomar el bus. La estrategia debía cambiar, pensó Gerardo. A la mañana siguiente, sin variar el guion, seguía la disputa por el tercer pan.

El día de pago se adquiría un poco de más comida. Era el día más feliz del mes para todos. Por la noche la madre le encargó a Gerardo que fuera a la tienda del barrio y comprara provisiones para la semana. Salió de inmediato. A los pocos minutos una ráfaga ensordeció a Jorge y su madre no dudó en reconocer el error que había cometido. Ella dejó la casa como un rayo y se dirigió en dirección a la tienda. Un temblor emergió del centro de su pecho y se apoderó de la mujer ante la certeza de que en el suelo estaba su hijo. Los miembros del ejército vieron a la madre lanzarse sobre el cuerpo reposado en un charco de sangre que brillaba por el reflejo de las luces de la calle.

—¡Señora, váyase, estamos bajo toque de queda!

—¿Cómo? ¿Qué dices?

No escuchó. No quería. No le importaba.

Las amenazas y los gritos de advertencia de los uniformados fueron ignorados. A penas la distrajo un perro que se acercó a la escena y se detuvo a un metro de ella. Sus ojos se dirigieron hacia los del perro y ese cruce de miradas fue un breve paréntesis que la contagió de la tristeza que provenía de los ojos adormilados del animal que luego agachó las orejas y comenzó a mover la cola.  Había olvidado a su hijo muerto hasta que los impacientes soldados volvieron a hablar, gritar, y la tomaron de sus brazos y le dijeron que le perdonarían la vida a cambio de que volviera rápidamente a su casa. No se logró de inmediato ante el ímpetu materno por lo sucedido, sino después de una tensa negociación y, de que ella entrara a una relativa calma. No se entendió nada en casa de lo sucedido.  

 

Después de varios años, y no poder olvidar aquella noche, Jorge mantuvo el hábito de salir de su cama a las cinco de la mañana hacia la cocina. La madre al escuchar sus primeros pasos deja la cama con dificultades para preparar el desayuno.  Sin fallar el manjar: huevos, frijoles, crema y tres panes. Alrededor de la mesa siempre las tres sillas. Él observa la vieja canasta con la manta que envuelve los panes. Toma uno y ella otro. Ambos comen con la mayor paciencia del mundo. Al finalizar ella se levanta con los platos sucios hacia el lavabo. Jorge se queda solo observando el pan en el centro de la canasta. Tras revisarlo en detalle coge un cuchillo con su mano derecha y lo atraviesa por la mitad exacta. La parte que no se comería la colocó dentro de la canasta y lentamente la empujó hasta dejarla frente a la silla de su difunto hermano. Se comió su mitad y al terminar se llevó su mano derecha al mentón. Bebió café para que le bajara el bocado de pan.

—Hijo, ya va siendo hora de ir a trabajar.

—Sí, mamá. Gracias por el desayuno.  

Se levantó de la mesa y justo cuando estaba a punto de dejar la cocina escuchó un escupitajo. Se detuvo, su mirada se perdió buscando algo en el recuerdo y dirigió su mirada a la silla de Gerardo.

—Perdón, hijo —dijo su madre.

Jorge sonrió.

2 comentarios:

  1. Me surgieron 3 impresiones: la primera parte me recordó mi infancia, mis peleas con mis hermanos y la magia que mamá hacía para que todos comiéramos.
    La segunda, me provocó el temor de la guerra, que aún me paraliza.
    La tercera, me vuelvo a dar cuenta que la vida vale la pena vivirla a plenitud todos los días.

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  2. Comenzó el cuento relatando la vida cotidiana de muchas familias salvadoreñas con sus pobrezas ,limitaciones y esperanzas...pero el infortunado destino de Gerardo nublo de tristeza el nostálgico relato, provocando un cambio de sensaciones en mi lectura que tocaron mi corazón .

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